A Lisa le resultó agradable pasar la víspera de su boda en el hogar de su infancia. Poco después de las once, cuando dejó caer sobre su cama la maleta, pensó que todo era más o menos como durante su adolescencia. Randy estaba abajo, en su habitación, oyendo la radio con el volumen bajo. Mamá se desmaquillaba en el cuarto de baño. Por un momento pensó que su padre apagaría las luces del vestíbulo, se acercaría a la puerta de su dormitorio y diría: «Buenas noches, mi amor.»
Se sentó sobre el colchón y observó la estancia. El mismo papel floreado en tonos azul pálido en las paredes, la misma colcha de rayas, las mismas cortinas, los mismos…
Se aproximó al tocador y vio que en el marco del espejo su madre había prendido sus fotos de la escuela; no sólo la de segundo grado, de la que se habían reído el día en que se probó el vestido de novia, sino de todos los trece, desde la guardería hasta el último curso. Con una sonrisa en el rostro, las examinó una por una antes de darse la vuelta y ver sobre la mecedora del rincón su muñeca Melody y, apoyada contra su manita, la nota de Patty Larson.
Cogió a Melody, se sentó con ella en el regazo y miró hacia la entrada del vestidor, donde estaba su traje de novia.
Estaba totalmente preparada para el matrimonio. La nostalgia era divertida, pero no conseguía llevarla al pasado. Se sentía feliz por subir al altar, por estar embarazada, por no haber aceptado vivir con Mark sin casarse.
Bess apareció en la puerta con un bonito camisón y una bata color melocotón.
– Sentada ahí pareces muy adulta -comentó mientras se aplicaba una loción en la cara.
– Me siento muy adulta. Precisamente ahora mismo pensaba que estoy preparada para el matrimonio. Es una sensación maravillosa. ¿Recuerdas cuando, años atrás, te pregunté qué pensabas de las chicas que conviven con un hombre sin casarse? Tú respondiste:
«Si lo haces, te arrepentirás siempre.» Gracias por eso, mamá.
Bess entró en la habitación con su fragancia de rosas, se inclinó sobre Lisa y la besó en la frente.
– De nada, cariño.
Lisa apoyó la cabeza contra el pecho de Bess y la abrazó.
– Estoy contenta de estar aquí esta noche. Así es como debía ser.
Cuando se separaron, Bess se sentó en la cama.
– Sin embargo -agregó Lisa-, ¿sabes qué es lo que me hace más feliz?
– ¿Qué?
– Tú y papá. Es tan hermoso veros juntos otra vez.
– Es increíble lo bien que nos llevamos…
– Algún, eh… -Lisa hizo un gesto de prestidigitador con la mano.
– Ningún «eh» de nada. Sencillamente hemos recuperado nuestra amistad.
– Es un buen comienzo, ¿no?
– ¿Necesitas ayuda mañana? Me tomaré todo el día libre, de modo que tendré tiempo.
– No lo creo. Por la mañana iré a la peluquería y a las cinco deberé estar en la iglesia para las fotografías.
– Por cierto, tu padre me ha preguntado si puede llevarte en su coche a la iglesia. Dijo que pasaría a buscarte a las cinco menos cuarto.
– ¿Tú también vendrás? ¿Y Randy?
– No veo por qué no.
– Después de seis años, juntos otra vez.
Bess se puso en pie.
– Vaya, es temprano. Tendré toda una noche para descansar y mañana me despertaré lúcida. -Besó a Lisa en la mejilla y la miró a los ojos, radiantes de felicidad-. Buenas noches, querida. Felices sueños, mi pequeña novia. Te quiero mucho.
– Yo también te quiero, mamá.
La luz de la cocina estaba encendida. Bess bajó para apagarla. Era una de las raras ocasiones en que Randy se encontraba en casa a esa hora, de modo que decidió ir a su habitación para desearle las buenas noches. Llamó con suavidad a su puerta. La música sonaba a bajo volumen, pero no obtuvo respuesta. La abrió y asomó la cabeza. Randy estaba en la cama, tendido de costado, de cara a la pared, vestido todavía. En el lado opuesto del dormitorio una luz mortecina iluminaba la parte superior de la cómoda, y los focos alumbraban su equipo de música.
Randy siempre dormía con la radio encendida. Ella nunca había logrado entender por qué, y sus sermones no le habían hecho cambiar el hábito.
Se acercó a la cama y se inclinó para besarlo en la mejilla. Al igual que su padre, parecía joven e inocente cuando dormía. Le acarició el pelo, oscuro y ondulado, como el de Michael.
Su hijo…, tan orgulloso, tan herido, tan reacio a doblegarse. Esa noche lo había visto desairar a su padre y había sufrido por ello. Su corazón estaba de parte de Michael, y en ese momento sintió un destello de rencor hacia Randy. ¡Era tan complejo ser madre! No sabía cómo tratar a ese jovencito, que hacía equilibrio sobre una cornisa en la que una influencia en cualquier dirección podía decidir su destino. Ella veía con toda claridad que Randy podía fracasar en muchos sentidos; en las relaciones humanas, en los negocios y, más importante aún, en la consecución de la felicidad.
Si él fracasa, será en parte por mi culpa, pensó.
Se enderezó, lo contempló un momento más, apagó la luz y salió con sigilo de la habitación mientras la radio seguía sonando a bajo volumen.
Cuando la puerta se cerró, Randy abrió los ojos y volvió la cabeza. Uff, por poco me pilla, pensó mientras se tendía de espaldas. Pensó que había entrado para hacerle alguna pregunta y, mientras le acariciaba el pelo, temió que lo zarandeara y obligara a darse la vuelta. Con una mirada a sus ojos ella habría comprendido. Entonces lo habría puesto de patitas en la calle. Estaba seguro de que había hablado en serio la última vez que lo amonestó.
Todavía estaba bajo el efecto de la marihuana. Las luces sobre el equipo de música parecían amenazarlo, y empezaba a sentir la boca seca y retortijones en el estómago.
Los retortijones… Siempre lo atacaban fuerte. Además, la comida nunca le sabía tan bien como cuando estaba eufórico. Necesitaba comer algo. Se levantó de la cama y caminó lo que le parecieron kilómetros hasta la puerta. Las luces del piso superior estaban apagadas. Caminó a tientas hasta la cocina, encendió la luz y encontró una bolsa de patatas fritas. Abrió la nevera en busca de cerveza, pero sólo encontró zumo de naranja y una jarra de té helado, que bebió directamente del recipiente; sabía a ambrosía.
Alguien susurró desde arriba:
– ¿Randy eres tú?
Se alejó con disimulo del frigorífico y salió descalzo al pasillo. Lisa se inclinó sobre la barandilla.
– Hola, hermanita.
– ¿Qué has encontrado?
– Patatas fritas… -Unos segundos después agregó-: Y té helado.
– No puedo dormir. Tráelos arriba.
– Detesto el té helado -masculló Randy mientras subía por la escalera.
Lisa se sentó en la cama con las piernas cruzadas. Llevaba puesto un chándal.
– Ven aquí y cierra la puerta -indicó.
Randy obedeció y cayó al pie de la cama.
– Ven, dame las patatas -pidió Lisa al tiempo que se inclinaba para quitárselas-. ¡Oh, Randy! -Dejó caer la bolsa y le cogió la cara para levantarla hacia ella-. ¡Qué estúpido eres! ¡Has vuelto a fumar marihuana!
– No… -gimoteó él-. Vamos, hermanita…
– Tienes los ojos desencajados. ¡Eres un idiota! ¿Y si te pesca mamá? Te echará a la calle.
– ¿Vas a chivarte? -preguntó Randy.
Lisa pareció considerar esa posibilidad.
– Debería contárselo, ya lo sabes, pero no quiero que nada estropee el día de mi boda. ¡Me prometiste que no volverías a fumar esa mierda!
– Lo sé… sólo di un par de caladas…
– ¿Por qué?
– No lo sé. -Randy se tendió de espaldas a los pies de la cama, con un brazo en alto-. No lo sé -repitió.
Lisa le quitó el té helado de las manos, tomó un buen trago y se estiró para dejar la jarra sobre la mesita de noche. Después volvió a sentarse al estilo indio y se preguntó cómo podía ayudarlo.
– Hermanito, ¿tienes idea de lo que estás haciendo con tu vida?
– Es sólo marihuana. Jamás tomo cocaína.
– Sólo marihuana… -Meneó la cabeza y se quedó mirándolo un rato mientras él seguía con la vista clavada en el techo-. ¿Cuánto gastas cada semana en esa porquería?
Randy se encogió de hombros.
– ¿Cuánto? -insistió ella.
– No es asunto tuyo.
Lisa se inclinó y lo cogió de los hombros.
– Mírate, tienes diecinueve años. ¿Qué tienes, aparte de una batería Pearls? ¿Un trabajo decente? ¿Un buen coche? ¿Un amigo que valga algo? Bernie, ese gilipollas. Te juro que no entiendo por qué sales con él.
– Bernie es un buen tío.
– Bernie es un fracasado. ¿Cuándo te darás cuenta de eso?
Randy volvió la cabeza para mirarla. Lisa comió una patata frita y se inclinó para introducirle otra en la boca.
– ¿Sabes qué te pasa? -preguntó ella-. Creo que no te quieres mucho.
– ¡Oh, ha hablado Lisa Freud! -replicó él con soma.
Ella le puso otra patata en la boca.
– No te quieres, y lo sabes. Por eso te rodeas de fracasados. Reconócelo, Randy, algunas de las chicas con las que sales son unas andrajosas. Cuando las llevas a mi apartamento, querría ponerme un preservativo en la mano antes de estrechar las suyas.
– Gracias.
Esta vez le metió dos patatas en la boca, después dejó la bolsa sobre la mesita y se frotó las manos.
– Esta noche has tratado fatal a papá.
– Lo trato como se merece -repuso Randy.
– ¡Déjate de estupideces! Papá se esfuerza por reconciliarse contigo. ¿Por qué no te comportas como un adulto y adoptas otra actitud? ¿No te das cuenta de que esta situación te está consumiendo?
– No es él quien me preocupa esta noche.
– ¿Ah, no? Entonces ¿de qué se trata?
– Maryann.
– ¿También te has peleado con ella? -preguntó Lisa.
– Mira, lo he intentado, en serio.
– ¿Qué has intentado? ¿Quitarle las bragas? Déjala en paz, Randy, es una buena chica.
– ¡Vaya! ¡Menudo concepto tienes de mí! -exclamó Randy.
– Te quiero, hermanito, a pesar de tus defectos, y te querría mucho más si te comportaras como es debido, dejaras de fumar porros y consiguieras un empleo.
– Ya tengo uno.
– ¡Oh, sí, en un almacén de frutos secos! ¿De qué tienes miedo? ¿De no ser un buen músico?
Estiró una pierna, colocó un pie sobre las costillas de Randy y le hizo cosquillas con la punta de los dedos.
Randy la miró.
– ¿Te acordarás mañana de nuestra conversación? -preguntó Lisa.
– Sí, ahora estoy bien. Ya estoy bajando.
– Bien, entonces, escúchame. Eres el mejor batería que jamás he oído. Si quieres dedicarte a la música, entrégate a ella en cuerpo y alma, pero debes dejar los canutos. De lo contrario, pronto pasarás a la cocaína, después al crack y, antes de que te des cuenta, estarás muerto. Busca un grupo serio, profesional.
Él la miró largo rato y se sentó.
– ¿De verdad crees que soy bueno?
– El mejor.
– ¿En serio? -preguntó con una sonrisa.
Lisa asintió con la cabeza.
– Bien, ahora explícame que ha ocurrido con Maryann -pidió-. No parecía muy contenta cuando entró en su casa.
Randy bajó la mirada al tiempo que se mesaba el cabello.
– No ha pasado nada. Solté unos tacos, esto fue todo.
– Ya te he dicho que es una buena chica.
– Me disculpé, pero ella ya entraba en su casa.
– La próxima vez que estés con ella, cuida tu vocabulario. De todos modos no te vendrá mal.
– Además, en el restaurante me regañó por la forma en que había tratado a papá -explicó Randy.
– Así pues, no fui la única que lo noté.
– ¡Ni siquiera sé por qué me gusta esa chica!
– ¿Por qué te gusta?
– Ya te he dicho que no lo sé.
– Pues yo sí lo sé.
– ¿De veras? Entonces, dímelo.
– Maryann no es una andrajosa; ése es el motivo.
Randy reprimió la risa. Permaneció unos minutos en silencio.
– La primera vez que la vi quedé impresionado -reconoció-. Tuve la sensación de que me faltaba el aire.
Lisa esbozó una sonrisa pícara.
– Esta noche he tratado de comportarme como un hombre educado, te lo aseguro. Incluso me compré ropa nueva -añadió mientras se tiraba del jersey-, limpié el coche, le retiré la silla para que se sentara y le abrí la portezuela del automóvil, pero ella es dura.
– A veces una mujer dura es lo mejor -afirmó Lisa-, al igual que los amigos. Si tuvieras a tu lado a alguien más duro, que te exigiera más, tal vez serías bueno para Maryann.
– ¿No crees que lo sea?
Lisa lo observó un momento antes de encogerse de hombros y tender la mano hacia la mesita de noche.
– Creo que podrías serlo, pero te costará un poco. -Le entregó la bolsa de patatas fritas y el té helado-. Ahora ve a dormir un poco. Espero que no tengas los ojos rojos mañana, cuando entres en la iglesia.
– De acuerdo. -Randy sonrió avergonzado. Se levantó de la cama y se dirigió a la puerta.
– Ven aquí -pidió Lisa al tiempo que abría los brazos. Randy regresó y se arrojó a ellos para estrecharla sin soltar la bolsa de patatas fritas y la jarra de té.
– Te quiero, hermanito.
Randy se frotó los ojos porque le escocían.
– Yo también te quiero -musitó él.
– Tienes que procurar llevarte mejor con papá.
– Lo sé -admitió.
– Mañana será un buen momento para hacer las paces.
Randy debía marcharse para evitar que su hermana lo viera llorar.
– Sí -murmuró antes de salir a toda prisa de la habitación.
El día siguiente no fue tan tranquilo como Bess había augurado. Fue a la peluquería, se hizo la manicura, Heather la telefoneó en dos ocasiones para consultarle cuestiones relativas al negocio. Había que colgar lazos de raso blanco en los bancos de St. Mary, ponerse en contacto con los proveedores del banquete de boda para avisarles que acudirían tres convidados más, que habían confirmado su asistencia a última hora; comprar una urna para que los invitados introdujeran sus tarjetas; llevar algunas cosas al salón de recepción, que además debía supervisar para asegurarse de que los arreglos de las mesas eran del color elegido, y ¿cómo lo había olvidado? Tenía que comprar una tarjeta de boda, así como las medias. ¿Por qué no había pensado en ellas a principios de la semana?
A las cuatro menos cuarto Bess tenía los nervios crispados. Lisa no había llegado a casa todavía, y ella estaba preocupada por la limusina. Randy no cesaba de pedir cosas; una lima de uñas, enguaje bucal, un pañuelo limpio, un calzador…
– ¿Un calzador? -exclamó Bess-. ¡Utiliza un cuchillo!
Lisa regresó por fin, la más serena del trío, y en ningún momento dejó de tararear mientras se maquillaba y se ponía el vestido. Guardó sus zapatos y el estuche de maquillaje en su maletín y colocó el velo sobre la puerta del salón mientras esperaba a que llegara su padre.
Michael pulsó el timbre a las cinco menos cuarto, tal como había prometido. Bess, que se paseaba con nerviosismo por su dormitorio al tiempo que se ponía un pendiente, se detuvo al oírlo. Corrió hasta una ventana y apartó la cortina. En la calle, había dos limusinas blancas y Michael entraba por primera vez en la casa desde que había recogido sus pertenencias y se había marchado para siempre.
Bess se llevó una mano al pecho y se obligó a respirar hondo. Después cogió su bolso, salió a toda prisa y se paró en lo alto de la escalera al ver cómo Michael, sonriente y muy atractivo con un esmoquin marfil y corbata de lazo en color damasco, abrazaba a Lisa en el vestíbulo. La puerta estaba abierta, el sol de la tarde iluminaba a padre e hija y, por un instante, a Bess le pareció que se veía a sí misma; su vestido, el hombre apuesto, los dos sonrientes y alborozados. De pronto Michael levantó a Lisa en el aire y los dos giraron abrazados.
– ¡Oh, papá! -exclamó ella-. ¿Hablas en serio?
Michael reía.
– Por supuesto. ¿No creerías que iba a permitir que fueras a la iglesia en una calabaza?
– ¡Pero dos!
Lisa se soltó y se asomó a la calle.
– Tu madre tuvo la misma idea; por eso hay dos limusinas.
A través de la puerta abierta, el sol poniente derramaba rayos dorados dentro de la casa y sobre Michael, que observaba a su hija y luego se dio la vuelta para mirar su antiguo hogar. Desde arriba, Bess vio cómo contemplaba el interior: la maceta con la palmera en el rincón, el espejo, el aparador, el salón a la izquierda, la sala de estar… Michael avanzó unos pasos y se detuvo debajo de Bess, que permaneció inmóvil mientras observaba su esmoquin de corte impecable, su pelo oscuro, la franja de seda en las perneras del pantalón, sus zapatos de piel color crema. Entretanto él contemplaba cuanto lo rodeaba como un hombre que lo ha extrañado mucho. ¿Qué recuerdos acudían a él? ¿Qué imágenes volvían de sus hijos? ¿De ella? ¿De él mismo? Bess percibió cuánto echaba de menos ese lugar.
Segundos después Lisa volvió a entrar y Randy apareció en el vestíbulo y se detuvo al ver a su padre.
Michael fue el primero en hablar.
– Hola, Randy.
– Hola.
Ninguno hizo ademán de acercarse al otro. Lisa los miraba desde el umbral, Bess, desde lo alto de la escalera.
– Estás muy elegante -observó Michael al cabo de unos minutos.
– Gracias. Tú también.
Bess descendió por los escalones y Lisa le sonrió.
– ¡Mamá, esto es maravilloso! ¿Lo sabe Mark?
– Todavía no -respondió Bess-. No se enterará hasta que llegue a la iglesia; se supone que los novios no deben ver a la novia antes de la ceremonia.
Michael alzó la vista hacia Bess y la siguió con la mirada mientras bajaba con su traje color melocotón pálido y los zapatos de seda a juego. Las perlas fulguraban en sus orejas y en su cuello, el pelo le caía hacia atrás hasta el cuello, y una sonrisa dulce se dibujaba en sus labios. Se detuvo en el segundo peldaño con la mano sobre la baranda. Hasta una persona poco observadora habría detectado el magnetismo que existía entre ellos. Sus miradas se encontraron mientras Michael palpaba su faja en un gesto inconsciente.
– Hola, Michael -lo saludó Bess con tono apacible.
– Bess…, estás magnífica.
– Estaba pensando lo mismo de ti.
Michael sonrió largo rato antes de caer en la cuenta de que sus hijos los observaban. Entonces retrocedió un paso y afirmó:
– Bien, diría que todos estamos espléndidos. Randy…, y Lisa, nuestra hermosa novia.
– Hermosísima -convino Bess al tiempo que se acercaba a ella.
El pelo de Lisa, estirado hacia atrás con dos peinetas, caía por detrás en tirabuzones. Su madre la tomó de un brazo para que se diera la vuelta.
– Tu peinado es precioso.
– Sí, me encanta.
– Bueno, deberíamos irnos. Los fotógrafos llegarán a las cinco en punto.
– ¿Te traigo tu abrigo, Bess? -ofreció Michael.
– Sí, está en el armario, detrás de ti, y el de Lisa también.
– No -protestó Lisa-. No voy a ponérmelo. Se me arrugaría el vestido. Además, hace un día primaveral.
Michael abrió la puerta del armario, como había hecho cientos de veces, y sacó el abrigo de Bess, mientras Lisa tomaba su velo, que colgaba de la puerta del salón, y Randy cogía el maletín de su hermana.
– ¿Cómo vamos a ir? -preguntó Randy mientras se dirigían a los dos coches, que esperaban con sus chóferes de librea.
Michael fue el último en salir de la casa y se encargó de cerrar la puerta.
– Tu madre y yo pensamos en ir juntos en una limusina, y tú, Randy, puedes acompañar a Lisa…, si te parece bien.
Los chóferes sonrieron cuando la familia se acercó y uno dio un golpecito a su visera y tendió una mano al aproximarse Lisa.
– Por aquí señorita, y enhorabuena. Es un día hermoso para la boda.
Lisa se dispuso a subir al automóvil y, cuando Bess se preparaba para entrar en el suyo, exclamó:
– Ah, mamá, papá.
Bess y Michael se volvieron hacia ella.
– Decid a Randy que no se hurgue la nariz cuando estemos en la iglesia. Esta vez lo estarán mirando todos los invitados.
Todos rieron mientras Randy amenazaba con empujar a Lisa dentro de la limusina, como hubiera hecho cuando eran pequeños.
Las puertas de los lujosos vehículos se cerraron. Lisa tendió la mano y acarició la mejilla de su hermano.
– Te has portado muy bien, hermanito, Además, tienes mejor aspecto que anoche.
– Creo que hay algo entre papá y mamá -comentó Randy.
– Oh, eso espero.
En la otra limusina, que circulaba detrás, Michael y Bess estaban sentados en el asiento de piel blanca, a prudente distancia, empeñados en no mirarse a los ojos. ¡Se sentían resplandecientes, maravillosos, radiantes! Formaban una buena pareja, pues hasta los colores de sus trajes conjuntaban.
Incapaz de vencer la tentación, Michael volvió la cabeza para mirarla.
– Es como cuando solíamos salir todos juntos para ir a la iglesia los domingos por la mañana.
Bess también se permitió mirarlo.
– Es cierto.
Seguían mirándose cuando la limusina se puso en marcha y poco después dobló una esquina.
– ¿La novia es su hija? -preguntó el chófer.
– Sí, es nuestra hija -respondió Michael.
– Deben de sentirse muy felices -observó el conductor.
– En efecto -contestó Michael, que volvió a mirar aBess.
El día estaba preñado de posibilidades. El chófer cerró la mampara de vidrio, de modo que ya no podía oírlos. Ninguno de los dos podía negar que el pasado y el presente trabajaran juntos para arrullarlos.
– Has cambiado la alfombra del vestíbulo -comentó Michael al cabo de unos minutos.
– Sí.
– Y el papel de las paredes.
– Sí.
– Me gusta.
Bess desvió la vista, en un vano intento por recobrar el sentido común. La imagen de Michael, seductor con su elegante esmoquin, permanecía en su mente.
– ¿Bess?
Michael le cubrió la mano, que reposaba sobre el asiento, con la suya. Bess necesitó apelar a su autocontrol para retirarla.
– Seamos sensatos, Michael. La nostalgia nos asaltará, durante todo el día, pero eso no cambia nuestra situación.
– ¿Qué situación?
– Michael, basta. No es inteligente, así de simple.
Él la observó con expresión cariñosa.
– De acuerdo, si así lo deseas.
Durante el resto del trayecto no intercambiaron ni una palabra. Bess notaba que la miraba fijamente. Se sentía alborozada, azorada y tan tentada.
La familia Padgett ya había llegado a la iglesia. La aparición de las limusinas provocó un gran revuelo. Mark, vestido con un esmoquin idéntico al de Michael y Randy, se acercó al vehículo de la novia sonriendo con incredulidad, abrió la portezuela trasera y asomó la cabeza al interior.
– ¿Cómo lo has conseguido?
– Mamá y papá lo han alquilado. ¿No es fantástico?
Hubo abrazos, palabras de agradecimiento e intercambio de expresiones de alegría en los escalones de la iglesia antes de que toda la comitiva se dirigiera al interior Allí, el fotógrafo preparaba su equipo y las flores aguardaban en cajas blancas en una salita, donde había además un espejo de cuerpo entero. Ante él, Bess ayudó a Lisa a ponerse el velo mientras las damas de la familia Padgett se arreglaban su atuendo. Bess aseguró las dos peinetas ocultas en el cabello de Lisa y agregó dos horquillitas.
– ¿Está derecho? -inquiriró Bess.
– Sí -aprobó Lisa-. Ahora el ramo. ¿Puedes traerlo, mamá?
Bess abrió una caja. El papel de seda verde susurró, y sus manos se paralizaron al ver un ramo de rosas de color albaricoque y fresias blancas, idéntico al que había llevado con ocasión de su boda, en 1968.
Se volvió hacia Lisa, que, de espaldas al espejo, la miraba.
– No es justo, querida -susurró Bess emocionada.
– Todo es justo en el amor y en la guerra, y creo que esto es ambas cosas.
Bess bajó la mirada hacia las flores y sintió tambalear su intención de mantener su relación con Michael en un plano de mera cordialidad.
– Te has convertido en una joven muy astuta, Lisa.
– Gracias.
Bess notó que las lágrimas asomaban a sus ojos.
– Si me haces llorar y se me estropea el maquillaje antes de que empiece la ceremonia, nunca te lo perdonaré. -Sacó el ramo de la caja y añadió-: Supongo que llevaste las fotos de nuestra boda al florista.
– En efecto.
Lisa se acercó a su madre y le levantó la barbilla mientras sonreía.
– Está surtiendo efecto.
– Eres una chica perversa, conspiradora e inconsciente -repuso Bess con una sonrisa trémula.
Lisa rió con satisfacción.
– Ahí dentro hay un ramillete para papá. Cógelo y préndeselo en la solapa, por favor. -A continuación se volvió hacia las otras mujeres-. Sacad de las cajas los ramilletes para los hombres y ponédselos en las solapas. Maryann, ¿prenderías el suyo a Randy?
Randy vio que Maryann caminaba hacia él vestida como un ser celestial. La negra cabellera le caía sobre el vestido color melocotón, de mangas cortas y abombadas, que colgaban de la parte superior de sus brazos como por arte de magia. El escote, muy recatado, le dejaba al descubierto los hombros.
Mientras se acercaba a Randy, ella pensó que jamás había conocido a un hombre tan apuesto. Su esmoquin y su corbata habían sido creados para armonizar con su tez, con sus cabellos y ojos oscuros. Nunca le habían gustado los muchachos que llevaban el pelo largo, pero debía reconocer que Randy era muy atractivo. Nunca le había gustado la piel atezada, pero la de Randy era preciosa. Nunca había salido con muchachos rebeldes, pero él representaba un elemento de riesgo que le seducía, como suele sucederles a todas las chicas buenas al menos una vez en su vida.
Se detuvo delante de él con una sonrisa.
– Hola.
– Hola.
Randy tenía los labios carnosos, bien delineados. De los pocos chicos a quienes había besado, ninguno poseía una boca tan sensual. Le gustaba la manera en que sus labios quedaban entreabiertos mientras la miraba, así como el débil rubor que teñía sus mejillas, sus largas y espesas pestañas, que enmarcaban unos ojos castaño oscuro que parecían incapaces de mirar hacia otro lado.
– Me han ordenado que te ponga el ramillete en la solapa.
– Está bien.
Sacó el alfiler con cabeza de perla rosada y deslizó los dedos por debajo de la solapa izquierda. Estaban tan cerca que Maryann aspiró la fragancia de su loción de afeitar y de la brillantina, así como el olor a tela nueva del esmoquin.
– Maryann…
Ella levantó la vista, con la punta de los dedos todavía junto al corazón de Randy.
– Lamento mucho lo que pasó anoche.
¿El corazón de Randy latía tan deprisa como el suyo?
– Yo también lo lamento. -La muchacha se concentró de nuevo en colocar el ramillete.
– Ninguna chica me había exigido jamás que cuidara mi vocabulario.
– Tal vez debí haber sido un poco más discreta.
– No. Tenías razón; trataré de refrenar mi lengua hoy.
Cuando hubo terminado, Maryann retrocedió un paso. Mientras lo miraba, lo imaginó con palillos de tambor en las manos, bandas elásticas en las muñecas y un pañuelo atado alrededor de la frente para absorber la transpiración mientras tocaba la batería con movimientos frenéticos. Aun así se le aparecía apuesto y atractivo. El amor que el joven le inspiraba la hizo estremecer.
Hoy, de manera excepcional, voy a transgredir mis propias reglas, decidió.
Bess también había cogido un ramillete de la caja y salió al vestíbulo en busca de Michael. Al acercarse a él pensó que algunas cosas nunca cambiaban. Los hombres y las mujeres estaban hechos para vivir juntos y, a pesar del movimiento feminista, había tareas que siempre serían más apropiadas para un sexo que para el otro. En el día de Acción de Gracias, los hombres trinchaban los pavos y, en las bodas, las mujeres prendían los ramilletes.
– ¿Michael?
Él se aproximó tras interrumpir su conversación con Jake Padgett, y Bess experimentó una sensación de frescura frente a su poco común elegancia. Lo mismo solía ocurrirle años atrás, cuando eran novios. Tan pronto como Michael posó la vista sobre ella, se avivaron las chispas.
– Tengo un ramillete para tu solapa.
– ¿Te molestaría prendérmelo? -pidió él.
– En absoluto.
Mientras se lo colocaba, Bess recordó las muchas veces en que le había retirado un hilo de la americana o abrochado un botón del cuello, al tiempo que percibía el olor de su colonia inglesa y el calor que emanaba de su cuerpo.
– Dime, Bess…
Ella alzó la mirada, pero enseguida volvió a fijarla en el terco alfiler que se negaba a traspasar la envoltura del ramillete.
– ¿Te sientes lo bastante vieja para tener una hija a punto de casarse?
El alfiler se clavó por fin, y el ramillete quedó asegurado. Bess corrigió el ángulo, alisó la solapa y miró a Michael a los ojos.
– No.
– Te recuerdo que tenemos cuarenta años.
– No; yo tengo cuarenta años, y tú, cuarenta y tres -corrigió ella.
– ¡Qué cruel eres! -repuso él con una sonrisa.
Bess retrocedió un paso.
– Supongo que habrás notado que Lisa ha escogido los mismos colores que nosotros usamos en nuestra boda.
– Tal vez es pura coincidencia.
– En absoluto, y eso no es todo; Lisa llevó las fotografías de nuestra boda al florista para que le preparara un ramo idéntico al mío.
– ¿En serio?
Bess asintió con la cabeza.
– Esta chica se toma muy en serio su papel de casamentera -afirmó Michael.
– Tengo que admitir que me emocioné al verlo.
– ¿Ah, sí? -Sin dejar de sonreír, Michael se agachó para mirarla a los ojos.
– Sí, y no te burles de mí. Lisa está radiante, y si consigues mirarla sin que se te empañen los ojos, te pagaré diez dólares -retó Bess.
– Acepto la apuesta, y si…
Alguien los interrumpió.
– ¿Es éste el tipo que en los últimos seis años me ha enviado postales en el día de la Madre?
Era Stella, con su brillante vestido plateado, que se aproximaba a Michael con los brazos abiertos.
– ¡Stella! -exclamó él-. ¡Mi bella dama!
Se abrazaron con verdadero afecto.
– Oh, Michael -murmuró contra su mejilla-, eres un espectáculo para la vista. -Retrocedió sin soltarle las manos y lo observó-. ¡Cielos! ¡Cada día estás más atractivo.
Michael rió y le apretó las manos entre las suyas, más grandes y oscuras. Después chasqueó la lengua y miró los delicados escarpines de seda.
– Tú también, pero ¿es éste un atuendo adecuado para una abuela?
Stella levantó un pie.
– Tacones altos ortopédicos, si esto te hace sentir mejor -declaró con una sonrisa pícara-. Venid conmigo; quiero presentaros a mi pretendiente.
Acababan de estrechar la mano de Gil Harwood cuando la novia apareció en todo su esplendor. Apenas entró en el vestíbulo, tanto Michael como Bess perdieron contacto con todo lo que no fuese ella. Cuando Lisa empezó a caminar hacia ellos, Michael buscó la mano de Bess y la apretó con fuerza.
– ¡Oh, Dios mío! -murmuró Michael.
Lisa era preciosa, una síntesis de su madre y su padre, y mientras avanzaba hacia ellos ambos tomaron conciencia de cómo la naturaleza había amalgamado en su rostro y en su figura los mejores rasgos de los dos; de lo feliz que era por iniciar una nueva vida con su prometido; de que llevaba en su vientre a su primer nieto; pero sobre todo se percataron del cuidado con que había recreado los detalles de su propia boda.
La seda del vestido crujía igual que cuando lo lució Bess.
El velo era muy semejante al de su madre, y el ramo, idéntico.
Cuando llegó a ellos, posó una mano en el hombro de cada uno.
– Mamá, papá… ¡soy tan feliz!
– Nosotros también -repuso Bess.
– Estás hermosísima, cariño -observó Michael.
– Así es -confirmó Randy, que se acercó en ese instante.
El fotógrafo los interrumpió.
– ¡Por favor! Colóquense todos a la puerta de la iglesia. ¡Vamos retrasados!
Cuando Lisa se alejó con Randy y todos se situaron ante el pórtico del templo, Michael miró a Bess.
– A pesar de que me lo has advertido, he sufrido una verdadera conmoción. Por un segundo he pensado que eras tú.
– Lo sé. Resulta desconcertante, ¿verdad?
Durante la hora siguiente, mientras el fotógrafo realizaba su trabajo, Michael y Bess permanecieron juntos, bien delante de la cámara u observando a quienes pasaban, mientras rememoraban escenas de su propia boda.
– Ahora los miembros de la familia de la novia -indicó el fotógrafo-. Sólo los parientes directos, por favor.
Michael vaciló antes de que Lisa avanzara hacia él.
– Tú también, papá. Ven aquí.
Instantes después, allí estaban… Michael, Bess, Lisa y Randy, en la escalinata de St. Mary, la iglesia donde Michael y Bess se habían casado, donde Lisa y Randy habían sido bautizados, confirmados y habían recibido la primera comunión, la misma a la que habían acudido como una familia unida durante todos aquellos años felices.
– Por favor, los padres colóquense en el peldaño superior, y los hermanos, delante -indicó el fotógrafo-. Córrete un poco más a la izquierda -ordenó a Randy antes de dirigirse a Michael-. Y usted ponga la mano sobre su hombro.
Michael obedeció y le dio un brinco el corazón al tocarlo otra vez, después de tantos años.
– Muy bien. Ahora júntense un poco más.
El fotógrafo miró a través del objetivo mientras la familia aguardaba.
Lisa pensó: ¡Por favor, que esto salga bien!
Bess pensó: ¡Date prisa o me echaré a llorar!
Randy pensó: Es agradable sentir la mano de papá.
Michael pensó: Me gustaría quedarme así para siempre.