“… ¡qué suerte tienes de ir a la escuela! Nosotras tenemos una nueva institutriz y es la tortura personificada. Nos da la tabarra con las sumas todo el día. La pobre Hyacinth se echa a llorar cada vez que escucha la palabra "siete", aunque no sé por qué "uno más seis” no le provoca el mismo efecto. No sé qué vamos a hacer. Supongo que le ensuciaremos el pelo con tinta, a la señorita Haversham, claro, no a Hyacinth, aunque no lo descarto.”
Eloise Bridgerton a su hermano Gregory
en el primer trimestre de éste en el colegio Eton.
Cuando Phillip volvió de la rosaleda, se quedó muy extrañado de encontrar la casa tan tranquila y silenciosa. No pasaba un día sin que no se escuchara el ruido de una mesa contra el suelo o algún grito de rabia.
Los niños, pensó, saboreando aquel momento de silencio. Seguro que les habían dado la mañana libre y la niñera Edwards se los había llevado a dar un paseo.
Y supuso que Eloise todavía seguiría acostada aunque eran casi las diez; en realidad, no parecía el tipo de mujer a la que se le solían pegar las sábanas.
Phillip miró el ramo de rosas que llevaba en la mano. Se había pasado una hora escogiendo las más bonitas; en Romney Hall había tres rosaledas y había tenido que ir hasta la más lejana para encontrar las que habían empezado a abrirse. Luego las fue cortando, muy minucioso, con cuidado de cortar por el punto exacto para que el rosal siguiera creciendo, y a continuación limpió los tallos.
Las flores se le daban bien. Las plantas se le daban todavía mejor, pero dudaba que a Eloise le pudiera parecer romántico que le regalara una rama de hiedra.
Fue hasta el comedor, donde esperaba encontrar la mesa puesta con el desayuno de Eloise, pero ya estaba todo recogido y limpio. Phillip frunció el ceño y se quedó un segundo allí de pie, intentando decidir qué hacía. Era obvio que Eloise ya se había levantado y había desayunado, pero no tenía ni idea de dónde estaba.
Justo en ese momento entró una sirvienta con un plumero y un trapo. Cuando lo vio, inclinó la cabeza.
– Necesitaré un florero -dijo, levantando las flores. Le hubiera gustado dárselas directamente a Eloise, pero no le apetecía llevarlas encima toda la mañana mientras la buscaba.
La sirvienta asintió y dio media vuelta, pero Phillip la detuvo.
– Por cierto, ¿sabe dónde está la señorita Bridgerton? He visto que ya han recogido su desayuno.
– Ha salido, sir Phillip -dijo la chica-. Con los niños.
Phillip parpadeó, sorprendido.
– ¿Ha salido con Oliver y Amanda? ¿De manera voluntaria?
La sirvienta asintió.
– Qué interesante -suspiró e intentó no imaginarse la escena-. Espero que no la maten.
La sirvienta lo miró alarmada.
– ¿Sir Phillip?
– Era una broma… eh… ¿Mary? -No pretendía acabar la frase con una interrogación pero, para ser sincero, no estaba seguro de cómo se llamaba esa chica.
Ella asintió de un modo que tampoco dejó claro si había acertado o si sólo estaba siendo educada.
– ¿Y sabe dónde han ido? -le preguntó.
– Creo que han ido al lago. A nadar.
A Phillip se le heló la sangre en las venas.
– ¿A nadar? -preguntó, con una voz que le sonó lejana y alterada.
– Sí. Los niños llevaban los trajes de baño.
A nadar. Santo Dios.
Ya hacía un año que evitaba pasar por el lago. Tomaba el camino largo para no verlo. Y a los niños les había prohibido que fueran.
¿O no?
Le había dicho a la niñera Millsby que no los dejara acercarse al agua, pero ¿se lo había dicho a la niñera Edwards?
Salió corriendo, tirando todas las rosas al suelo.
– ¡El último es un ermitaño! -gritó Oliver, lanzándose al agua a toda velocidad aunque, cuando le cubría hasta la cintura, se detuvo y se rió.
– ¡Tú sí que eres un ermitaño! -le gritó Amanda mientras chapoteaba a su alrededor.
– ¡Pues tú, un ermitaño podrido!
– ¡Bueno, pues tú un ermitaño muerto!
Eloise no dejaba de reír mientras caminaba por el agua a escasos metros de Amanda. No había traído traje de baño, ¿cómo iba a saber que lo necesitaría?, así que se ató el vestido y la enagua justo por encima de las rodillas. Era mucha piel a la vista, aunque con la única compañía de dos niños de ocho años no importaba.
Además, estaban demasiado entretenidos salpicándose el uno a otro como para fijarse en sus piernas.
Los niños se ganaron sus simpatías de camino al lago, mientras reían y hablaban, y Eloise se preguntó si realmente lo único que necesitaban era un poco de atención. Habían perdido a su madre, la relación con su padre era, cuando menos, distante y su adorada niñera se había marchado. Menos mal que aún se tenían el uno al otro.
Y a lo mejor, ¿quién sabe?, a ella.
Se mordió el labio, porque no sabía si debía dejar que sus pensamientos viajaran en esa dirección. Todavía no había decidido si quería casarse con sir Phillip y, por mucho que parecían necesitarla esos niños, y sabía que la necesitaban, no podía tomar la decisión basándose en ellos.
No iba a casarse con ellos.
– ¡No te vayas más lejos! -gritó, preocupada porque Oliver se había alejado un poco.
El chico puso aquella cara que ponen los niños cuando creen que los están sobreprotegiendo pero, de todos modos, dio dos pasos hacia la orilla.
– Debería acercarse más, señorita Bridgerton -dijo Amanda, sentándose en el suelo del lago, pero se levantó y gritó-: ¡Ah! ¡Está fría!
– Entonces, ¿por qué te has sentado? -le preguntó Oliver-. Ya sabías que estaba fría.
– Sí, pero los pies ya se me habían acostumbrado al frío -respondió ella, abrazándose-. Ya no parecía tan fría.
– No te preocupes -le dijo él, con una sonrisa altanera-. El culo también se te acostumbrará.
– Oliver -dijo Eloise muy seria, aunque echó a perder el efecto de la regañina cuando se rió.
– ¡Tiene razón! -exclamó Amanda, girándose hacia Eloise, muy sorprendida-. Ya no me siento el culo.
– No estoy segura de que sea una buena noticia -dijo Eloise.
– Debería venir a nadar -insistió Oliver-. O, al menos, venga hasta donde está Amanda. Si apenas se ha mojado los pies.
– No tengo traje de baño -contestó Eloise, aunque se lo había dicho unas seis veces.
– Creo que no sabe nadar -dijo él.
– Te aseguro que sé nadar perfectamente -respondió ella-. Y no conseguirás que te lo demuestre mientras llevo mi tercer mejor vestido de día.
Amanda la miró y parpadeó un par de veces.
– Me gustaría ver el primero y el segundo, porque el que lleva es muy bonito.
– Gracias, Amanda -respondió Eloise, que se preguntó quién le debía escoger la ropa a la niña. Seguro que la cascarrabias de la niñera Edwards. Lo que llevaba no estaba mal pero Eloise estaba segura que nunca nadie le había propuesto pasárselo en grande mientras elegía la tela de sus propios vestidos. Le sonrió y dijo-: Si alguna vez quieres ir a comprar, me gustaría acompañarte.
– Oh, me encantaría -dijo Amanda, casi sin respiración-. Más que cualquier otra cosa. ¡Gracias!
– Chicas -dijo Oliver, con desdén.
– Algún día nos lo agradecerás -dijo Eloise.
– ¿Eh?
Ella sólo agitó la cabeza mientras sonreía. Todavía tardaría un poco en darse cuenta que las chicas sabían hacer otras cosas aparte de trenzas en el pelo.
Oliver encogió los hombros y volvió a su tarea de golpear la superficie del agua con la palma de la mano de manera que salpicara la mayor cantidad de agua posible hacia su hermana.
– ¡Para! -gritó Amanda.
Oliver se rió y la volvió a salpicar.
– ¡Oliver! -Amanda se levantó y se acercó a él. Entonces, cuando vio que caminando iba muy despacio, se zambulló en el agua y empezó a nadar.
Él gritó y se alejó un poco más, saliendo a la superficie sólo para tomar aire y burlarse de su hermana.
– ¡Te cogeré! -exclamó Amanda, que se detuvo un momento para descansar.
– ¡No os alejéis demasiado! -gritó Eloise, aunque no importaba. Estaba claro que los dos eran unos excelentes nadadores. Si eran como Eloise y sus hermanos, seguramente habrían aprendido a los cuatro años. Los Bridgerton se habían pasado muchísimas horas chapoteando en el estanque que había cerca de la casa de verano de Kent aunque, en realidad, las horas de natación se redujeron considerablemente a partir de la muerte de su padre. Cuando Edmund Bridgerton estaba vivo, la familia pasaba gran parte del tiempo en el campo pero, tras su muerte, se acabaron instalando en la ciudad. Eloise nunca supo si era porque a su madre le gustaba más la ciudad o porque la casa del campo le traía demasiados recuerdos.
A Eloise le encantaba Londres y había disfrutado mucho sus años allí, pero ahora que estaba en Gloucestershire, chapoteando en un lago con dos niños de ocho años, se dio cuenta de lo mucho que había añorado la vida del campo.
Y no es que estuviera preparada para dejar Londres, con todos los amigos y las diversiones que allí tenía, pero empezaba a plantearse que tampoco necesitaba pasar tanto tiempo en la capital.
Al final, Amanda llegó hasta su hermano, se lanzó encima de él y los dos desaparecieron debajo del agua. Eloise los vigilaba y, de vez en cuando, veía una mano o un pie que asomaba por la superficie hasta que salieron los dos a coger aire, riéndose y retándose en lo que parecía una guerra abierta en toda regla.
– ¡Tened cuidado! -gritó Eloise, básicamente porque es lo que le hubieran dicho a ella; era gracioso que ahora fuera ella la figura adulta con autoridad. Con sus sobrinos, siempre era la tía divertida y permisiva-. ¡Oliver! ¡No tires del pelo a tu hermana!
Y el niño se detuvo, pero enseguida se agarró al cuello del traje de baño de su hermana, algo que debía ser increíblemente molesto para Amanda, que empezó a toser.
– ¡Oliver! -gritó Eloise-. ¡Suelta a tu hermana ahora mismo!
Y, para sorpresa y satisfacción de Eloise, lo hizo, pero Amanda aprovechó ese instante de pausa para lanzarse encima de su hermano, hundirlo y sentarse encima de él.
– ¡Amanda! -gritó Eloise.
Amanda hizo ver que no la oía.
¡Maldición! Ahora tendría que ir hasta allí y poner paz entre ellos y, en el proceso, seguro que acababa empapada.
– ¡Amanda, deja a tu hermano! -exclamó Eloise, en un último intento de salvar el vestido y la dignidad.
Amanda se levantó y Oliver salió disparado hacia la superficie, buscando aire.
– Amanda Crane, te voy a…
– No vas a hacer nada -dijo Eloise, muy seria-. Ninguno de los dos va a matar, mutilar, atacar ni abrazar al otro durante media hora.
Los niños se quedaron horrorizados ante la mención de un posible abrazo.
– ¿Qué me decís? -preguntó Eloise.
Los dos se quedaron callados hasta que Amanda dijo:
– Y entonces, ¿qué vamos a hacer?
Buena pregunta. Casi todos los recuerdos de Eloise en el estanque incluían ese tipo de luchas con sus hermanos.
– Podemos secarnos y descansar un rato -dijo.
A los niños no les hizo mucha gracia.
– Deberíamos repasar vuestro temario -añadió Eloise-. Quizás un poco más de aritmética. Le prometí a la niñera Edwards que haríamos algo constructivo con nuestro tiempo.
Aquella sugerencia les hizo tanta gracia como la anterior.
– Está bien -dijo Eloise-. Entonces, ¿qué proponéis?
– No sé -dijo Oliver, y Amanda encogió los hombros.
– Bueno, no tiene sentido que estemos aquí de pie sin hacer nada -dijo Eloise, colocando los brazos en jarra-. Aparte de que es muy aburrido, es probable que nos helem…
– ¡Salid del lago!
Eloise se giró, tan sorprendida por el grito furioso que resbaló y cayó. Al diablo todas sus intenciones de no mojarse.
– Sir Phillip -dijo, con la respiración entrecortada. Por suerte, había podido apoyar las manos y no había caído de nalgas en el agua. De todos modos, la parte delantera del vestido estaba empapada.
– Salid del agua -gruñó Phillip, metiéndose en el agua con una fuerza y una velocidad sorprendentes.
– Sir Phillip -dijo Eloise, muy sorprendida, mientras intentaba ponerse derecha-. ¿Qué…?
Sin embargo, ya había cogido a los niños por el pecho, uno con cada brazo, y los estaba llevando hacia la orilla. Eloise observó, horrorizada, cómo los dejaba en la hierba sin ninguna delicadeza.
– Os dije que nunca, jamás, vinierais al lago -les dijo, sacudiéndolos por los hombros-. Sabéis que no podéis venir aquí. Os lo…
Se detuvo porque estaba muy alterado por algo y porque necesitaba respirar.
– Pero eso fue el año pasado -gimoteó Oliver.
– ¿Y me has oído levantar la prohibición?
– No, pero pensé que…
– Pues te equivocaste -le espetó Phillip-. Volved a casa. Los dos.
Los niños reconocieron aquella mirada de su padre y salieron corriendo hacia la colina. Phillip no hizo nada, sólo los observó alejarse y entonces, cuando ya no podía oírlos, se giró hacia Eloise con una expresión que la hizo retroceder un paso y dijo:
– ¿Qué diablos creía que estaba haciendo?
Por un momento, se quedó callada. La pregunta era demasiado absurda para responderle.
– Divertirnos un poco -dijo, al final, con un poco más de insolencia de la que debería.
– No quiero que mis hijos se acerquen al lago -dijo, con brusquedad-. Se lo he dejado muy claro a…
– A mí no.
– Da igual, no debería…
– ¿Cómo iba a saber que no quería que se acercaran al agua? -le preguntó ella, antes que la acusara de irresponsable o lo que fuera que iba a decirle-. Le dije a la niñera dónde iríamos y lo que íbamos a hacer y ella no me dijo que lo tuvieran prohibido.
Vio en la cara que Phillip no tenía argumentos válidos contra eso, y aquello lo enfurecía todavía más. Hombres. El día que aprendieran a aceptar un error, se convertirían en mujeres.
– Hace un día muy bueno -continuó, con aquella voz tan insistente que usaba cuando estaba decidida a no ceder en una discusión.
Algo que, para ella, era siempre.
– Pretendía acercarme a los niños -añadió-, porque no me apetece que me dejen morado el otro ojo.
Lo dijo para hacerlo sentir culpable y, seguramente, había funcionado porque se sonrojó y maldijo entre dientes.
Eloise hizo una pausa por si Phillip quería decir algo o, mejor, por si quería decir algo inteligible pero, cuando no dijo nada y se la quedó mirando, ella continuó:
– Creí que les iría bien divertirse un poco -y, en voz baja, añadió-: Dios sabe que lo necesitan.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó él, enfadado.
– Nada -dijo ella, inmediatamente-. No pensé que hubiera nada malo en bajar a nadar.
– Los ha puesto en peligro.
– ¿En peligro? -preguntó ella, incrédula-. ¿Por qué?
Phillip no dijo nada, sólo la miró fijamente.
– Por el amor de Dios -dijo ella, displicente-. Sólo hubiera sido peligroso si yo no supiera nadar.
– Me da igual si sabe nadar -le espetó él-. Lo que me preocupa es que mis hijos no saben.
Eloise parpadeó, varias veces.
– Sí que saben -dijo-. De hecho, ambos son excelentes nadadores. Creí que les había enseñado usted.
– ¿Qué está diciendo?
Eloise ladeó la cabeza, quizá por preocupación, quizá por curiosidad.
– ¿Pensaba que no sabían nadar?
Por un momento, Phillip sintió que el aire no le llegaba a los pulmones. Sintió una presión extraña en el pecho, la piel de todo el cuerpo le empezó a escocer y el cuerpo se le quedó helado, como si fuera una estatua.
Aquello era horrible.
Él era horrible.
Ese momento cristalizaba todos sus fracasos. No era que sus hijos supieran nadar, era que él no lo sabía. ¿Cómo podía ser que un padre no supiera esas cosas de sus hijos?
Un padre debía saber si sus hijos sabían montar a caballo. Debía saber si sabían leer y contar hasta cien.
Y debía saber si sabían nadar, por todos los santos.
– Yo… -dijo, pero la voz se le apagó después de aquella palabra-. Yo…
Eloise dio un paso adelante y susurró:
– ¿Se encuentra bien?
Él asintió o, al menos, a Eloise le pareció que asentía. Tenía la voz de ella clavada en la cabeza: “Sí que saben. Sí que saben. Sí que saben.” y no la había escuchado. Había sido el tono, de sorpresa mezclado con un poco de desdén, quizás.
Pero no lo sabía.
Sus hijos estaban creciendo y cambiando y no los conocía. Los veía y los reconocía pero no sabía lo que eran.
Respiró hondo. No sabía cuáles eran sus colores favoritos.
¿Rosa? ¿Azul? ¿Verde?
¿Importaba, o sólo importaba que no lo supiera?
Era, a su manera, tan mal padre como el suyo propio. Puede que Thomas Crane pegara a sus hijos hasta casi matarlos, pero al menos sabía qué hacían. Phillip ignoraba, evitaba, disimulaba… cualquier cosa para mantener las distancias y no perder los nervios. Lo que fuera para no convertirse en su padre.
Aunque quizá la distancia no siempre era algo bueno.
– ¿Phillip? -susurró Eloise, apoyando una mano en el brazo de él-. ¿Ocurre algo?
Él la miró, aunque todavía estaba cegado y no podía concentrarse en nada en concreto.
– Creo que debería irse a casa -dijo ella, muy despacio-. No tiene buen aspecto.
– Estoy… -quería decir “Estoy bien”, pero no le salían las palabras. Porque no estaba bien y, esos días, ni siquiera sabía cómo estaba.
Eloise se mordió el labio inferior, se abrazó y miró hacia el cielo justo cuando una nube tapaba el sol.
Phillip siguió su mirada, vio la nube y notó que, de repente, la temperatura bajaba de manera drástica. Miró a Eloise y, cuando la vio tiritar, se le detuvo el corazón.
Sintió más frío que jamás en su vida.
– Tiene que volver a casa -dijo, cogiéndola por el brazo y arrastrándola hacia la colina.
– ¡Phillip! -exclamó ella, corriendo detrás de él-. Estoy bien. Sólo tengo un poco de frío.
Le tocó la piel.
– No tiene un poco de frío, está helada -se quitó el abrigo-. Póngaselo.
Eloise no le llevó la contraria, pero dijo:
– De verdad, estoy bien. No hay ninguna necesidad de correr.
La última palabra la dijo casi ahogada porque él le seguía haciendo ir demasiado deprisa y casi se cae.
– Phillip, deténgase -gritó-. Por favor, déjeme caminar.
Él se detuvo tan en seco que ella tropezó, dio media vuelta y resopló.
– Si coge frío y tiene fiebre, no me haré responsable.
– Pero si estamos en mayo.
– Me importa un rábano; como si estamos en julio. No puede quedarse con la ropa mojada.
– Claro que no -respondió Eloise, intentando ser razonable, porque estaba claro que, en cualquier momento, podría volver a cogerla por el brazo y arrastrarla hasta la casa-. Pero no hay ningún motivo por el que no pueda andar. Sólo hay diez minutos hasta la casa. No me moriré.
Eloise no sabía que alguien pudiera palidecer hasta ese punto, como si la sangre no le llegara a la cara, pero no sabía de qué otra forma describir la palidez de Phillip.
– ¿Phillip? -le preguntó, asustada-. ¿Qué le pasa?
Pensó que no iba a responder pero entonces, casi como si no fuera consciente que estaba moviendo la boca, susurró:
– No lo sé.
Eloise le acarició un brazo y lo miró. Estaba confundido, casi aturdido, como si lo hubieran dejado en medio del escenario y se hubiera quedado en blanco. Tenía los ojos abiertos, y la estaba mirando, pero no debía ver nada, sólo el recuerdo de algo que debió ser horrible.
Se le rompió el corazón. Ella también tenía algunos malos recuerdos, sabía cómo podían encogerte el corazón y atormentarte en sueños hasta que tenías miedo de apagar la vela.
A los siete años, Eloise había visto morir a su padre, había visto cómo gritaba y lloraba mientras intentaba respirar y caía al suelo; se había colocado junto a él y le había golpeado el pecho cuando ya no podía hablar, rogándole que se despertara y dijera algo.
Ahora entendía que, en aquel momento, ya estaba muerto y saberlo empeoraba el recuerdo.
Sin embargo, ella había conseguido superarlo. No sabía cómo, seguramente gracias a su madre, que cada noche iba a verla, la tomaba de la mano y le decía que estaba bien hablar de su padre. Y que estaba bien echarle de menos.
Eloise lo seguía recordando, pero ya no le atormentaba y ya hacía diez años que no tenía pesadillas.
En cambio, Phillip… aquello era distinto. Todavía no se había podido desligar de lo que fuera que hubiera sucedido en el pasado.
Y, a diferencia de ella, le estaba haciendo frente a todo solo.
– Phillip -dijo, acariciándole la mejilla. Él no se movió y si ella no hubiera notado su aliento contra su piel, habría jurado que era una estatua. Repitió su nombre, acercándose más.
Quería borrar esa mirada de su cara; quería curarlo.
Quería que fuera la persona que sabía que, en el fondo del corazón, era.
Susurró su nombre una última vez, ofreciéndole compasión, comprensión y la promesa de ayudarlo, todo en una sola palabra. Ojalá la hubiera oído, ojalá la hubiera escuchado.
Y entonces, lentamente, la mano de Phillip cubrió la de Eloise. Su piel era cálida y rugosa, y apretó la mano de ella contra su mejilla como si intentara grabar ese contacto en la memoria. Entonces, se la llevó a la boca y le besó la palma, con intensidad, casi con reverencia, antes de llevársela al pecho.
Encima del corazón, para que notara los latidos.
– ¿Phillip? -susurró ella, en tono de pregunta, aunque ya sabía lo que pretendía hacer.
Con la otra mano, le rodeó la cintura y la atrajo hacia él, lentamente pero con seguridad, con una firmeza a la que ella no pudo resistirse. Y entonces le tocó la barbilla y le echó la cabeza hacia atrás; se detuvo un segundo para pronunciar su nombre y la besó con una intensidad increíble. Estaba hambriento, la necesitaba y la besó como si se fuera a morir sin ella, como si fuera su alimento, su aire, su cuerpo y su alma.
Era uno de esos besos que una mujer no olvidaba fácilmente, uno de esos besos con los que Eloise jamás había soñado.
La atrajo todavía más hasta que todo su cuerpo estuvo pegado al suyo. Una de las manos descendió hasta las nalgas y apretó con fuerza hasta que aquella intimidad la hizo jadear.
– Te necesito -gruñó Phillip, como si las palabras le salieran de lo más profundo de la garganta. Sus labios abandonaron la boca de Eloise y viajaron por las mejillas y por el cuello, dejando un rastro a su paso.
Eloise se estaba derritiendo. Él la estaba derritiendo hasta que ya no supo ni quién era ni qué estaba haciendo.
Sólo lo quería a él. Quería más. Lo quería todo.
Pero…
Pero no así. No cuando la estaba usando como tabla de salvación para curar sus heridas.
– Phillip -dijo, sacando fuerzas para separarse de él-. No podemos. Así no.
Por un momento, pensó que no la soltaría pero luego, de repente, lo hizo.
– Lo siento -dijo, con la respiración alterada. Estaba aturdido y Eloise no sabía si era por el beso o por todo lo que había pasado esa mañana.
– No se disculpe -dijo ella, arreglándose el vestido, que estaba todo mojado. Pero, de todos modos, intentó alisarlo porque, en ese momento, estaba muy incómoda. Si no se movía, si no se obligaba a hacer algún movimiento, por pequeño que fuera, tenía miedo de volver a lanzarse a sus brazos.
– Debería volver a casa -le dijo él, en voz baja.
Ella abrió los ojos, sorprendida.
– ¿Usted no viene?
Él agitó la cabeza y, con una voz muy fría, dijo:
– No se helará. Usted misma lo ha dicho, es mayo.
– Sí, bueno, pero… -Se detuvo ahí porque no sabía qué decir. Supuso que esperaba que la interrumpiera.
Se giró hacia la colina y entonces, cuando escuchó su voz, se detuvo:
– Necesito pensar -dijo Phillip.
– ¿En qué? -No debería haberlo preguntado, no debería haberse entrometido, pero nunca había sido capaz de controlarse.
– No lo sé -dijo él, encogiéndose de hombros-. En todo, supongo.
Eloise asintió y siguió su camino hacia la casa.
Pero aquella mirada perdida que había visto en sus ojos la persiguió todo el día.