Capítulo 16

“… estás en todo tu derecho, querida Kate. Los hombres son terriblemente fáciles de manejar. Ni siquiera me imagino perdiendo una discusión con uno. Por supuesto, si hubiera aceptado la propuesta de lord Lacye no habría tenido ni la oportunidad de intentarlo. Apenas habla, algo que me parece de lo más extraño.”


Eloise Bridgerton a su cuñada,

la vizcondesa Bridgerton, después de rechazar

su quinta propuesta de matrimonio.


Eloise se quedó en el invernadero casi una hora, incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirar el vacío y preguntarse…

¿Qué había pasado?

Estaban hablando, bueno quizás estaban discutiendo, pero de una manera relativamente razonable y civilizada y, al cabo de un segundo, Phillip se había vuelto loco, había enfurecido.

Y después se había ido. Se había ido. La había dejado plantada en medio de una discusión, con la palabra en la boca y el orgullo más que herido.

Se había ido. Aquello era lo que realmente le molestaba. ¿Cómo podía alguien marcharse en medio de una discusión?

De acuerdo, el diálogo lo había empezado ella, bueno la discusión, pero, de todas formas, no había pasado nada que justificara aquella estampida de Phillip.

Y lo peor era que no sabía qué hacer.

Hasta ahora, siempre había sabido qué hacer. No siempre había tenido razón pero, al menos, estaba segura de sí misma cuando tomaba decisiones. Y ahora, allí sentada en la mesa de trabajo de Phillip, sintiéndose totalmente confusa e inútil se dio cuenta que, para ella, era mucho mejor actuar y equivocarse que sentirse indefensa e impotente.

Y por si eso no fuera bastante, no podía apartar la voz de su madre de su cabeza: “No presiones demasiado. Ten paciencia”.

Y lo único que podía pensar era que no lo había presionado. Por el amor de Dios, ella sólo había acudido a él preocupada por sus hijos. ¿Acaso era tan malo querer hablar un poco en lugar de salir corriendo hacia la habitación? Supuso que, si la pareja en cuestión no compartiera lecho, quizá si que sería malo, pero ellos… ellos habían…

¡Lo habían hecho esa misma mañana!

Nadie podía decir que tuvieran problemas en la cama. Ni uno.

Suspiró y se vino abajo. Nunca en su vida se había sentido tan sola. ¡Qué curioso! ¿Quién habría dicho que tendría que casarse y unirse eternamente a otra persona para sentirse sola?

Necesitaba a su madre.

No, no la necesitaba. A su madre, no. Sería muy cariñosa y comprensiva y todo lo que debería ser una madre pero, después de hablar con ella se sentiría como una niña pequeña y no como la adulta que se suponía que era.

Necesitaba a sus hermanas. Bueno, a Hyacinth no, que sólo tenía veintiún años y no sabía nada de hombres. Necesitaba a una de sus hermanas casadas. A Daphne, que siempre sabía qué decir, o a Francesca que, aunque nunca decía lo que uno quería escuchar, siempre conseguía arrancarte una sonrisa.

Pero estaban demasiado lejos; en Londres y Escocia, respectivamente y Eloise no iba a escaparse. Cuando se había casado, había hecho un juramento y por las noches estaba encantada de llevarlo a cabo con su marido. Sin embargo, lo que fallaba eran los días.

No iba a ser una cobarde y marcharse, aunque sólo fueran unos días.

Sin embargo, Sophie estaba cerca, a sólo una hora de camino. Y, a pesar de que no eran hermanas de nacimiento, sí que lo eran de corazón.

Miró al cielo. Estaba nublado y era imposible ver el sol, pero estaba segura que no podía ser más de mediodía. Incluso con el viaje, podría pasar casi todo el día con Sophie y volver a casa a la hora de la cena.

Su orgullo no quería que nadie supiera que estaba deprimida, pero el corazón necesitaba un hombro sobre el que llorar.

Y, al final, pudo más el corazón.


Phillip se pasó las siguientes horas caminando por sus tierras, arrancando hierbajos del suelo.

Y eso lo mantuvo bastante ocupado porque, como estaba en tierras sin cultivar, casi todo se podía considerar hierbajos, si se ponía quisquilloso.

Y estaba en plan quisquilloso. Incluso más. Si hubiera podido, lo habría arrancado todo.

Y más él, un botánico.

Sin embargo, ahora no le apetecía plantar nada, no quería ver florecer nada. Quería arrancar, pisotear y destrozar. Estaba enfadado, frustrado, furioso consigo mismo y furioso con Eloise y estaba más que dispuesto a estar furioso con cualquiera que se cruzara en su camino.

Sin embargo, después de una tarde de patalear, pisotear y arrancar de cuajo flores salvajes y hierbas, se sentó en una roca y dejó caer la cabeza entre las manos.

Demonios.

Qué estúpido.

Había sido un completo estúpido y lo más irónico era que creía que eran felices.

Creía que su matrimonio era perfecto y todo ese tiempo, bueno, de acuerdo, sólo había sido una semana pero, en su opinión, había sido una semana perfecta. Y Eloise había sido desgraciada.

Quizá desgraciada no, pero no había sido feliz.

Bueno, quizás un poco, pero no estaba extasiada de felicidad como él.

Y ahora tenía que hacer algo al respecto, que era lo último que quería hacer. Hablar con Eloise, hacerle preguntas e intentar deducir qué había pasado, intentar descubrir cómo arreglarlo; en estas cosas siempre metía la pata.

Aunque no tenía más opciones, ¿no? En parte, se había casado con Eloise, bueno en parte no, se había casado con ella por eso, porque quería que se encargara de las tareas de casa que a él tanto lo molestaban, para que él se pudiera dedicar a lo que de verdad le importaba. El cariño que cada vez más empezaba a sentir por ella era sólo un añadido inesperado.

Sin embargo, sospechaba que el matrimonio no podía considerarse como una de esas tareas de casa y no podía dejar que todo el peso recayera en Eloise. Y, por muy dolorosa que pudiera resultar una conversación totalmente sincera con ella, sabía que tendría que arriesgarse.

Gruñó. Seguramente, Eloise le preguntaría cuáles eran sus sentimientos. ¿Tan difícil era para las mujeres entender que los hombres no hablaban de sus sentimientos? Demonios, la mitad de los hombres ni siquiera los tenían.

O, a lo mejor, podría tomar el camino fácil y, sencillamente, disculparse. No sabía muy bien por qué lo estaría haciendo, pero la complacería y la haría feliz, que era lo que importaba.

No quería que Eloise fuera infeliz. No quería que se arrepintiera de haberse casado con él, ni siquiera un segundo. Quería que su matrimonio volviera a ser como él lo había imaginado: tranquilo y relajado de día, feroz y apasionado de noche.

Retomó el camino hacia Romney Hall, ensayando mentalmente lo que le diría, aunque frunció el ceño cuando se dio cuenta de lo necio que sonaba.

Sin embargo, todos sus esfuerzos fueron en vano porque, cuando llegó a casa y se encontró con Gunning, el mayordomo le dijo:

– No está aquí.

– ¿Qué quiere decir con que no está aquí? -preguntó Phillip.

– No está aquí, señor. La señora se ha ido a casa de su hermano.

A Phillip se le hizo un nudo en el estómago.

– ¿Qué hermano?

– Creo que el que vive aquí cerca.

– ¿Lo cree?

– Estoy casi seguro -se corrigió Gunning.

– ¿Y ha dicho cuándo pensaba regresar?

– No, señor.

Phillip maldijo entre dientes. Eloise no podía haberlo dejado. No era de las que saltaba por la borda de un barco que se hundía, al menos no hasta asegurarse que todos los demás estaban a salvo.

– No se ha llevado ninguna maleta, señor -dijo Gunning.

Ah, ahora sí que se quedaba más tranquilo. Hasta el mayordomo sentía la necesidad de decirle que su mujer no lo había abandonado.

– Puede retirarse, Gunning -dijo Phillip, con los dientes apretados.

– Muy bien, señor -dijo Gunning. Inclinó la cabeza, como siempre hacía antes de salir de la sala.

Phillip se quedó de pie en el pasillo varios minutos, con los brazos caídos a los lados. ¿Qué demonios se suponía que tenía que hacer, ahora? No iba a salir detrás de Eloise como un loco. Si tanto quería estar lejos de él, juraba por Dios que se lo pondría muy fácil.

Empezó a caminar hacia su despacho, donde podría refunfuñar y enfadarse en privado pero, justo cuando estaba a escasos metros de la puerta, se fijó en el reloj de pie que había al final del pasillo. Eran las tres pasadas, la hora que los niños solían bajar a comer algo antes de la hora de la cena. Antes de casarse, Eloise lo había acusado de no preocuparse demasiado de sus hijos.

Apoyó las manos en las caderas, girando el pie inseguro, como si no acabara de decidir hacia dónde ir. Podía subir a la sala de juegos y pasar unos minutos con sus hijos, que seguro que no se lo esperaban. No es que tuviera otra cosa más importante que hacer aparte de quedarse ahí de pie esperando que su mujer volviera a casa. Y, cuando lo hiciera… bueno, no tendría ninguna queja, no después de que Phillip hubiera encajado su enorme cuerpo en una de esas diminutas sillas y hubiera compartido leche y galletas con los niños.

Muy decidido, dio media vuelta y subió las escaleras hasta la habitación de los niños, que estaba en el último piso, con el techo inclinado. Eran las mismas habitaciones en las que él había crecido, con los mismos muebles y los mismos juguetes y, seguramente, con la misma grieta en el techo encima de las camas, la que parecía dibujar la silueta de un pato.

Phillip frunció el ceño mientras llegaba al rellano del tercer piso. Debería ir a ver si la grieta seguía allí y, si así era, preguntarles a los niños a qué creían que se parecía. George, su hermano, siempre había dicho que parecía un cerdo, pero Phillip nunca comprendió cómo podía confundir un pico con un morro.

Meneó la cabeza. Por Dios, cómo se podía confundir un pato con un cerdo. Jamás lo había entendido. Incluso el…

Se detuvo en seco, a dos puertas de la habitación de los niños. Había escuchado algo y no estaba seguro de qué había sido, aunque sí que supo que no le había gustado. Era un…

Se quedó escuchando.

Era un golpe.

La primera reacción fue correr hacia allí y abrir la puerta de golpe pero se contuvo cuando vio que estaba medio abierta, así que se acercó sigilosamente y miró qué estaba pasando allí dentro.

Y necesitó menos de un segundo para entenderlo.

Oliver estaba acurrucado en el suelo, sacudiéndose por el llanto, y Amanda estaba de pie, frente a la pared, abrazándose los brazos con sus pequeñas manos y llorando mientras la niñera le golpeaba en la espalda con un enorme libro.

Phillip abrió la puerta con tanta fuerza que a punto estuvo de arrancarla del marco.

– ¿Qué demonios cree que está haciendo? -gritó.

La niñera Edwards se giró, sorprendida, pero antes que pudiera abrir la boca, Phillip le arrancó el libro de las manos y lo tiró contra la pared.

– ¡Sir Phillip! -exclamó la niñera, asustada.

– ¿Cómo se atreve a golpear así a los niños? -dijo, con la voz llena de ira-. Y con un libro.

– Recibí órdenes de no…

– Y lo hizo donde nadie lo vería. -Sintió que se estaba poniendo muy nervioso, que estaba a punto de estallar-. ¿A cuántos niños ha pegado, asegurándose de sólo dejarles marcas donde nadie las vería?

– Me han faltado al respeto -dijo la niñera, muy orgullosa-. Se merecían un castigo.

Phillip se le acercó tanto que ella tuvo que retroceder.

– Quiero que se vaya de mi casa -le dijo.

– Me dijo que les enseñara disciplina como mejor me pareciera -protestó la niñera Edwards.

– ¿Y le parece que esto es lo mejor? -dijo Phillip, entre dientes, haciendo acopio de todas sus fuerzas para mantener los brazos pegados al cuerpo. Quería agitarlos, quería coger un libro y golpear a esa mujer igual que ella había hecho con sus hijos.

Pero se contuvo. No sabía cómo, pero lo hizo.

– ¿Pegarles con un libro? -continuó, muy furioso.

Miró a sus hijos; estaban arrinconados contra la pared, seguramente tan asustados de ver a su padre así como de los castigos de la niñera. Lo ponía enfermo ver que lo estaban mirando de aquella manera, al borde de perder totalmente los nervios, pero no podía hacer nada para tranquilizarse.

– No vi ninguna vara -dijo la niñera, con altanería.

Y aquello era lo peor que le podía haber dicho a Phillip. Notó que se enfurecía todavía más y luchó contra la rabia que le estaba obnubilando la vista. Hace años, había una vara en esa habitación; el gancho todavía estaba en la pared, al lado de la ventana.

Phillip la había quemado el día del funeral de su padre; se había quedado frente al fuego hasta que se aseguró que sólo quedaban cenizas. Haberla tirado al fuego no era suficiente, necesitaba ver cómo se destruía, para siempre.

Y se acordó de aquella vara, de los cientos de veces en que lo habían golpeado con ella, a pesar del dolor y la indignación, a pesar de todos los esfuerzos que había hecho por no llorar.

Su padre no soportaba a los lloricas. Las lágrimas sólo provocaban otra ronda de golpes. Con la vara, con el cinturón, con la fusta de montar o, cuando no había nada de eso, con la mano.

Pero jamás, pensó Phillip con una extraña sensación de desapego, jamás con un libro. Seguramente, a su padre no se le había ocurrido.

– Fuera -dijo Phillip, en voz baja. Y entonces, cuando la niñera no reaccionó, lo dijo a gritos-. ¡Fuera! ¡Fuera de esta casa!

– Sir Phillip -dijo ella, alejándose de él y del alcance de sus fuertes y largos brazos.

– ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!

Ya no sabía de dónde procedía toda esa rabia. De algún sitio muy profundo de su ser que había estado encerrado durante mucho tiempo.

– ¡Tengo que recoger mis cosas! -gritó ella.

– Tiene media hora -dijo Phillip, en voz baja, aunque todavía agitada por la rabia-. Treinta minutos. Si para entonces no se ha ido, yo mismo la sacaré de aquí a patadas.

La niñera Edwards se quedó en la puerta, empezó a caminar pero, entonces, se giró:

– Está echando a perder a estos niños -dijo, entre dientes.

– Bueno, eso es problema mío.

– Como quiera. Sólo son unos pequeños monstruos, maleducados y consentidos…

¿Tan poco aprecio sentía por su vida? Phillip estaba a un paso de perder la paciencia y cogerla por el brazo y sacarla él mismo de su casa.

– Fuera -gruñó, y esperó que fuera la última vez que tuviera que decirlo. No podría contenerse mucho más. Avanzó un poco, reforzando el efecto de sus palabras y, por fin, ¡por fin!, aquella mujer desapareció.

Por un momento, Phillip se quedó quieto, intentando calmarse, relajar la respiración y esperar que la sangre le bajara de la cabeza. Estaba de espaldas a los niños y le daba mucho miedo darse la vuelta. Se estaba muriendo por dentro, y la rabia por haber contratado a esa mujer, a ese monstruo, para que cuidara a sus hijos, lo estaba destrozando. Y, encima, había estado demasiado ocupado evitándolos para darse cuenta de que estaban sufriendo.

Sufriendo lo mismo que él de niño.

Muy despacio, se giró, aterrado por lo que podía ver en sus ojos.

Sin embargo, cuando levantó la vista del suelo y los miró a los ojos, los niños reaccionaron y se abalanzaron sobre él con tanta fuerza que casi lo tiraron al suelo.

– ¡Papi! -exclamó Amanda, usando aquella palabra que no había usado en años. Hacía mucho tiempo que era, sencillamente, “padre” y se había olvidado de lo bien que sonaba el apelativo cariñoso.

Y Oliver también lo estaba abrazando, rodeándolo con sus pequeños brazos por la cintura, y escondiendo la cara para que su padre no viera que estaba llorando.

Pero Phillip se dio cuenta. Las lágrimas le estaban empapando la camisa y notaba cada movimiento de su cabeza en el estómago.

Los rodeó con los brazos, de manera protectora.

– Shhh -dijo-. Ya está. Estoy aquí. -Unas palabras que jamás había dicho, palabras que jamás imaginó que diría; jamás se había imaginado que su presencia sería la que calmaría la situación-. Lo siento -dijo-. Lo siento mucho.

Le habían dicho que no les gustaba la niñera Edwards y él no les había hecho caso.

– No es culpa tuya, papá -dijo Amanda.

Sí que lo era, pero ahora no serviría de nada empezar a darle vueltas. No ahora que tenían la oportunidad de empezar de cero.

– Encontraremos una nueva niñera -les dijo.

– ¿Una como la señorita Millsby? -preguntó Oliver, que ya había dejado de llorar.

Phillip asintió.

– Una como ella.

Oliver lo miró con mucha franqueza.

– ¿Puede la señorita Brid… mamá ayudar a escogerla?

– Claro que sí -respondió Phillip, acariciándole el pelo-. Supongo que querrá dar su opinión. Es una mujer con muchas opiniones.

Los niños se rieron.

Phillip sonrió.

– Ya veo que la conocéis muy bien.

– Le gusta hablar -dijo Oliver, titubeante.

– Pero ¡es muy inteligente! -añadió Amanda.

– Sí que lo es -dijo Phillip, en voz baja.

– Me gusta -dijo Oliver.

– A mí también -añadió su hermana.

– Me alegro de escuchar eso -les dijo Phillip-, porque creo que ha venido para quedarse.

“Y yo también”, pensó. Se había pasado años evitando a sus hijos, temiendo cometer un error, aterrado de perder los nervios. Creía que, al mantenerlos lejos de él, estaba haciendo lo mejor para ellos, pero no era así. Se había equivocado.

– Os quiero -les dijo, de repente, muy emocionado-. Lo sabéis, ¿verdad?

Los niños asintieron, con los ojos brillantes.

– Siempre os querré -susurró y se agachó hasta quedar a su misma altura. Saboreó la agradable sensación de abrazarlos-. Siempre os querré.

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