“… estoy de acuerdo en que el rostro del señor Wilson tiene ciertas semejanzas con el de un anfibio, pero me gustaría que aprendieras a ser un poco más cauta con tus palabras. Aunque jamás lo consideraría un candidato aceptable para el matrimonio, no es un sapo, y que mi hermana pequeña lo llame así, en su presencia, me deja en mal lugar.”
Eloise Bridgerton a su hermana Hyacinth,
después de rechazar su cuarta propuesta de matrimonio.
Cuatro días después, estaban casados. Phillip no tenía ni idea de cómo Anthony Bridgerton lo había conseguido, pero había obtenido una licencia especial que les permitió casarse sin amonestaciones y en lunes que, según Eloise, no era peor que un martes o un miércoles, aunque no era un sábado, que era lo adecuado.
Había acudido toda la familia de Eloise, excepto su hermana viuda que vivía en Escocia y que no habría podido llegar a tiempo. Normalmente, la ceremonia se habría celebrado en Kent, en la residencia de verano de los Bridgerton o, al menos, en Londres, en la iglesia de St. George en Hanover Square, donde acudían cada domingo, pero era imposible celebrar una boda en esos lugares en tan pocos días y, además, tampoco era una boda como las demás. Benedict y Sophie ofrecieron su casa para la recepción, pero Eloise pensó que los niños estarían más cómodos en Romney Hall, así que celebraron la ceremonia en la iglesia parroquial del final del camino y, después, hicieron una pequeña e íntima recepción junto al invernadero de Phillip.
Más tarde, justo cuando el sol empezaba a ponerse, Eloise subió a la que a partir de ahora sería su nueva habitación con su madre, que intentaba mantenerse ocupada haciendo ver que ordenaba el ajuar que tan rápidamente le habían traído a Eloise. Por supuesto, la doncella de Eloise, que había venido de Londres con la familia Bridgerton, se había encargado de todo por la mañana, pero Eloise no le hizo ningún comentario. Al parecer, Violet Bridgerton necesitaba estar haciendo algo mientras hablaba.
Y Eloise, de entre todas las personas del mundo, la entendía perfectamente.
– Debería quejarme por no poder disfrutar de mi debido momento de gloria como madre de la novia -le dijo Violet a su hija, mientras doblaba el velo de encaje y lo dejaba encima de la cómoda- pero, en realidad, estoy muy feliz por verte vestida de novia.
Eloise le sonrió.
– Seguro que casi habías perdido la esperanza, ¿verdad?
– Un poco. -Sin embargo, ladeó la cabeza y añadió-: Bueno, en realidad no. Siempre pensé que, al final, acabarías sorprendiéndonos. Lo haces muy a menudo.
Eloise pensó en los años que habían pasado desde su primera temporada como debutante y en todas las proposiciones que había rechazado. Pensó en todas las bodas a las que habían acudido, con Violet viendo cómo otra de sus amigas casaba a sus hijas con otro caballero fabuloso.
Otro caballero que, por supuesto, no se casaría con Eloise, la famosa hija soltera de Lady Bridgerton.
– Si te he decepcionado, lo siento -susurró Eloise.
Violet la miró con sensatez.
– Mis hijos nunca me decepcionan -le dijo, con suavidad-. Sólo… me dejan maravillada. Creo que me gusta más así.
Eloise se inclinó hacia delante para abrazar a su madre. Y, al hacerlo se sintió muy extraña y no supo por qué, ya que en su familia jamás se habían reprimido tales muestras de cariño en la privacidad del hogar. Quizás era porque estaba peligrosamente cerca de echarse a llorar; quizás era porque sabía que su madre también lo estaba. Pero se volvió a sentir como una niña desgarbada, con los codos pelados y con la boca abierta cuando debería estar cerrada.
Y necesitaba a su madre.
– Bueno, no pasa nada -dijo Violet, con esa voz que usaba cuando sus hijos eran pequeños y se habían hecho daño en una rodilla o se habían dado un golpe-. Ya está -dijo, sonrojándose ligeramente-. Ya está.
– ¿Mamá? -susurró Eloise. Estaba muy rara, como si hubiera comido pescado en mal estado.
– Esto me mata -dijo Violet, entre dientes.
– ¿Mamá? -Seguro que no lo había escuchado bien.
Violet respiró hondo.
– Tenemos que hablar. -Se echó hacia atrás, miró a su hija a los ojos, y dijo-: ¿Tenemos que hablar?
Eloise no sabía si su madre le estaba preguntando si conocía los detalles del encuentro íntimo entre un hombre y una mujer o si los había experimentado… íntimamente.
– Eh… No he… bueno… Si te refieres a… Bueno, que todavía soy…
– Excelente -dijo Violet, mucho más tranquila-. Pero ¿sabes… bueno… sabes lo que pasa…?
– Sí -contestó Eloise rápidamente para ahorrarles a las dos un mal rato-. Creo que no necesito que me expliques nada.
– Excelente -repitió Violet, todavía más tranquila-. Debo reconocer que esta parte de la maternidad es la que menos me gusta. Ni siquiera recuerdo qué le dije a Daphne, sólo sé que me pasé todo el rato sonrojándome y tartamudeando y, sinceramente, no sé si después de nuestra conversación acabó mejor informada de lo que estaba antes de tenerla. -Con cara de decepción, añadió-: Seguramente, no.
– Bueno, parece que se ha adaptado perfectamente a la vida de casada -dijo Eloise.
– Sí, es verdad -dijo Violet, muy contenta-. Cuatro hijos y un marido que se desvive por ella. No se puede desear más.
– ¿Qué le dijiste a Francesca? -preguntó Eloise.
– ¿Cómo?
– A Francesca -repitió Eloise, refiriéndose a su hermana pequeña, que se había casado hacía seis años y que, trágicamente, había enviudado a los dos años de casada-. ¿Qué le dijiste cuando se casó? Me has hablado de Daphne, pero no de Francesca.
Violet se puso un poco triste, como siempre que pensaba en su tercera hija, que se había quedado viuda tan joven.
– Ya conoces a Francesca. Supongo que ella me hubiera podido decir un par de cosas.
Eloise contuvo la respiración.
– No me refiero a eso, claro -añadió Violet enseguida-. Francesca era tan inocente como… bueno, tan inocente como tú, supongo.
Eloise notó que se sonrojaba y dio gracias a Dios por el día nublado, que hacía que la habitación estuviera prácticamente a oscuras. Por eso y por el hecho de que su madre estuviera ocupada mirando un dobladillo descosido del vestido. Técnicamente, era virgen y, si la hubiera tenido que inspeccionar un médico, habría superado la prueba, pero ya no se sentía tan inocente.
– Pero ya conoces a Francesca -continuó Violet, encogiéndose de hombros y apartando la vista del vestido cuando vio que no había nada que hacer-. Siempre ha sido muy astuta y despierta. Supongo que sobornó a alguna de las doncellas para que se lo explicara ya hacía tiempo.
Eloise asintió. No quería decirle a su madre que Francesca y ella se habían gastado los ahorros para sobornar a una doncella. Pero había valido la pena. La explicación de Annie Mavel había sido muy detallada y, como Francesca le había dicho más tarde, absolutamente correcta.
Violet sonrió, se levantó y acarició la mejilla de su hija, justo al lado del ojo. Todavía no estaba curado del todo, pero del morado había pasado al azul verdoso y, después, a un desagradable tono amarillento, aunque era mucho más discreto que antes.
– ¿Estás segura de que serás feliz? -le preguntó.
Eloise sonrió, resignada.
– Ya es un poco tarde para hacerme esa pregunta, ¿no te parece?
– Puede que sea tarde para echarte atrás, pero nunca es tarde para hacerte esa pregunta.
– Creo que seré feliz -dijo Eloise y, para sus adentros, añadió: “Eso espero”.
– Parece un buen hombre.
– Es un buen hombre.
– Y honorable.
– Lo es.
Violet asintió.
– Creo que serás feliz. Puede que tardes un poco en darte cuenta, y quizá tengas dudas al principio, pero lo serás. Pero recuerda… -Se detuvo y se mordió el labio inferior.
– ¿Qué, mamá?
– Recuerda -dijo, lentamente, como si estuviera escogiendo las palabras con mucho cuidado-, que requiere su tiempo. Eso es todo.
Eloise quería gritar: “¿Qué requiere su tiempo?”.
Sin embargo, su madre ya se había levantado y se estaba arreglando el vestido.
– Supongo que tendré que ir a echar a la familia, o no se marcharán en toda la noche. -Mientras se daba la vuelta, Violet jugueteó con un lazo del vestido y se acercó la otra mano a la cara, y Eloise intentó no darse cuenta de que se estaba secando una lágrima.
– Eres muy impaciente -dijo Violet, mirando la puerta-. Siempre lo has sido.
– Ya lo sé -dijo Eloise, que no sabía si su madre le estaba riñendo y, si así era, por qué había escogido ese momento para hacerlo.
– Es algo que siempre me ha gustado de ti -dijo Violet-. Siempre me ha gustado todo de ti, claro pero, por alguna razón, tu impaciencia siempre me ha parecido encantadora. Y no es porque siempre quisieras más, sino porque siempre lo querías todo.
Eloise no estaba tan convencida que fuera algo bueno.
– Lo querías todo para todos, y querías saberlo y aprenderlo todo y…
Por un segundo, Eloise pensó que su madre había terminado pero entonces, Violet se giró y continuó:
– Nunca te has conformado con la segunda opción, y eso es muy bueno, Eloise. Me alegro de que rechazaras todas esas propuestas de matrimonio en Londres. Ninguno de esos hombres te hubiera hecho feliz. No hubieras sido desgraciada, pero tampoco feliz.
Eloise abrió los ojos, sorprendida.
– Pero no dejes que la impaciencia te defina -le dijo Violet, con dulzura-. Porque eres mucho más que eso. Eres mucho más que eso y a veces tengo la sensación de que lo olvidas. -Sonrió; la sonrisa afable de una madre que se despide de su hija-. Dale tiempo, Eloise. Sé paciente. No presiones demasiado.
Eloise abrió la boca pero no pudo articular palabra.
– Ten paciencia -dijo Violet-. Y no presiones.
– No… -Quería decir “No lo haré”, pero no pudo continuar porque lo único que podía hacer era mirar a su madre y, en ese mismo instante se dio cuenta de lo que significaba estar casada. Había pensado tanto en Phillip que no se había parado a pensar en su familia.
Ya no volvería a casa. Siempre los tendría, por supuesto, pero ya no viviría con ellos.
Y hasta entonces no se había dado cuenta de las muchas ocasiones que se había sentado con su madre simplemente a hablar. O lo preciosos que eran esos momentos. Violet siempre parecía saber lo que sus hijos necesitaban, y eso tenía mucho mérito, teniendo en cuenta que eran ocho hermanos, y muy distintos entre sí, cada uno con sus esperanzas y sus sueños.
Incluso la carta de Violet, la que le había enviado a Anthony para que se la diera cuando llegara a Romney Hall, había sido exactamente lo que Eloise necesitaba leer en ese momento. Le podría haber reñido, la podría haber acusado de muchas cosas, y habría estado en todo su derecho de hacerlo, incluso más.
Sin embargo, le había escrito: “Espero que estés bien. Recuerda, por favor, que eres mi hija y que siempre lo serás. Te quiero”.
Eloise, al leerla, se había puesto a gritar. Gracias a Dios, se había olvidado de leerla hasta por la noche, cuando pudo hacerlo tranquilamente en la intimidad de la habitación en casa de Benedict.
Violet Bridgerton nunca había querido nada, pero su mejor baza eran su sabiduría y su amor y, mientras la veía alejarse hacia la puerta, Eloise descubrió que era más que su madre, era todo lo que ella aspiraba a ser.
Y no pudo creerse que hubiera tardado tanto en darse cuenta.
– Supongo que sir Phillip y tú querréis un poco de intimidad -dijo Violet, con la mano en la puerta.
Eloise asintió, aunque su madre no pudo verlo.
– Os echaré de menos a todos.
– Claro que lo harás -dijo Violet, en un tono un poco más brusco, que era la única manera que tenía para recuperar la compostura-. Y nosotros a ti. Pero no estás tan lejos. Y vivirás muy cerca de Benedict y de Sophie. Y de Posy. Y supongo que ahora que tengo dos nietos más a quien malcriar vendré de visita más a menudo.
Eloise se secó las lágrimas. Su familia había aceptado a los hijos de Phillip inmediatamente y sin ninguna condición. No esperaba menos, por supuesto, pero le había hecho más ilusión de lo que imaginaba. Los gemelos ya habían hecho buenas migas con sus nuevos primos y Violet había insistido en que la llamaran abuela. Ellos habían aceptado enseguida, sobre todo después de que sacara una bolsa de caramelos que, según ella, no sabía cómo había ido a parar a su maleta en Londres.
Eloise ya se había despedido de su familia así que, cuando su madre se marchó, sintió que ya era lady Crane. La señorita Bridgerton habría regresado a Londres con su familia pero lady Crane, esposa de un terrateniente de Gloucestershire y barón, se quedaba en Romney Hall. Se sentía extraña y distinta y se enfadó consigo misma por eso. Cualquiera diría que, a los veintiocho años, el matrimonio no supondría un cambio tan grande. Después de todo, ya no era una niña joven e inocente.
Aún así, tenía todo el derecho del mundo a sentir que su vida había cambiado para siempre. Estaba casada y era la señora de la casa. Y, además, de la noche a la mañana, había pasado a ser madre de dos niños. Ninguno de sus hermanos había tenido que hacer frente a la responsabilidad de la paternidad tan deprisa.
Sin embargo, estaba dispuesta a asumir su nuevo papel. Tenía que estarlo. Irguió la espalda y, mientras se cepillaba el pelo, se miró decidida en el espejo. Era una Bridgerton, aunque ya no fuera su apellido legal, y era capaz de todo. Y como no era una mujer que se conformaba con una vida infeliz, sencillamente haría lo posible para que la suya no lo fuera.
Llamaron a la puerta y, cuando Eloise se giró, vio que Phillip había entrado. Cerró la puerta, aunque se quedó donde estaba, seguramente para ofrecerle un poco más de tiempo para prepararse.
– ¿No prefieres que lo haga tu doncella? -preguntó él, refiriéndose al cepillado de pelo.
– Le dije que se tomara la noche libre -dijo Eloise y se encogió de hombros-. Me parecía raro tenerla aquí, casi como una intrusión.
Phillip se aclaró la garganta y se tocó la corbata, un movimiento al que Eloise se había acostumbrado. Normalmente, no llevaba ropa formal cuando estaba en casa y, cuando lo hacía, siempre estaba tocándose el cuello de la camisa o las mangas, seguramente deseando poder volver a ponerse la ropa de trabajo.
Era extraño tener un marido con una vocación de verdad. Eloise nunca se imaginó que se casaría con un hombre así. No es que Phillip tuviera un negocio, pero el trabajo en el invernadero era mucho más de lo que hacían los chicos de su edad que vivían en Londres.
Y le gustaba. Le gustaba que tuviera una profesión, le gustaba que cultivara su mente y que dedicara su intelecto a otra cosa que no fueran los caballos y los juegos.
Le gustaba.
Y aquello era un descanso. Si no le gustara, habría sido una lástima.
– ¿Necesitas un poco más de tiempo? -le preguntó él.
Eloise negó con la cabeza. Estaba preparada.
Phillip soltó el aire que había estado conteniendo y a Eloise le pareció escuchar que decía “Gracias a Dios”. Después, estaba en sus brazos, Phillip la estaba besando y Eloise no pudo recordar en lo que estaba pensando.
Phillip supuso que debía dedicar un poco más de energía mental a su boda pero es que, en realidad, no podía concentrarse en los acontecimientos del día cuando los de la noche estaban cada vez más cerca. Cada vez que miraba a Eloise, cada vez que olía su perfume, que parecía estar por todas partes, resaltando por encima del de las demás mujeres Bridgerton, sentía cómo se le tensaba el cuerpo entero y temblaba recordando lo que había sentido al tenerla en sus brazos.
“Pronto -se dijo, obligándose a relajar los músculos y dando gracias a Dios por poder lograrlo-. Pronto.”
Y ese pronto se convirtió en ahora, y estaban solos, y no podía creerse lo preciosa que estaba con el pelo suelto, cayéndole como una delicada cascada castaña por la espalda. Nunca lo había visto así y jamás había imaginado que lo tuviera tan largo porque siempre lo llevaba recogido en un moño bajo.
– Siempre me he preguntado por qué las mujeres se recogen el pelo -susurró, después del séptimo beso.
– Porque es lo que se espera de nosotras -dijo Eloise, bastante sorprendida por el comentario.
– No es por eso -dijo él. Le acarició el pelo, cogió un mechón con los dedos, se lo acercó a la cara y lo olió-. Es para proteger a los hombres.
Eloise lo miró, sorprendida y confusa.
– Querrás decir para protegernos de los hombres.
Phillip negó con la cabeza, lentamente.
– Si algún hombre te viera así, tendría que matarlo.
– Phillip. -Debía sonar a reprimenda, y Phillip lo sabía, pero Eloise se había sonrojado y parecía muy complacida por el comentario.
– Nadie que te viera así podría resistirse a ti -le dijo, acariciando un sedoso mechón de pelo-. Estoy seguro.
– Muchos hombres me han encontrado totalmente resistible -dijo ella, mirándolo con una sonrisa-. Muchos, de verdad.
– Pues están ciegos -dijo él-. Además, demuestra que tengo razón. Esto -sostuvo el mechón de pelo entre sus caras, se lo acercó a los labios y lo saboreó-, lleva muchos años recogido en un moño.
– Desde que tenía dieciséis años -dijo ella.
Phillip la atrajo hacia él, despacio aunque con fuerza.
– Me alegro. Nunca hubieras sido mía si te lo hubieras dejado suelto. Alguien se habría quedado contigo antes.
– Sólo es pelo -susurró ella, con voz temblorosa.
– Tienes razón -asintió él-. Seguro que sí porque dudo que en cualquier otra persona me pareciera tan terriblemente seductor. Debes de ser tú -le susurró, soltándole el pelo-. Sólo tú.
Le tomó la cara entre las manos y se la ladeó un poco para poder besarla mejor. Sabía cómo sabían sus labios, ya la había besado; de hecho, lo había hecho hacía pocos minutos. Sin embargo, a pesar de eso, le sorprendió por su dulzura, por la calidez de su respiración y por cómo, con un simple beso, era capaz de excitarlo tanto.
Aunque nunca sería sólo un simple beso. Con ella, no.
Phillip localizó los cierres del vestido con los dedos, una hilera de botones forrados de tela que le recorrían toda la columna vertebral.
– Date la vuelta -dijo. No tenía tanta experiencia como para desabotonarlos sin mirar.
Además, le gustaba, le encantaba el hecho de desabotonarle el vestido lentamente, revelando cada vez una porción más de piel.
Era suya, pensó, deslizándole un dedo por la espalda, antes de desabotonar el antepenúltimo botón. Suya para la eternidad. Era difícil imaginar cómo había podido tener tanta suerte, pero decidió no cuestionársela, sólo disfrutarla.
Otro botón. Éste reveló un trozo de piel de la parte baja de la espalda.
La tocó y ella se estremeció.
Phillip se dispuso a desabotonar el último botón. No era necesario, porque el vestido ya estaba suficientemente abierto para poder quitárselo por los hombros pero necesitaba hacerlo bien, necesitaba desnudarla en condiciones, necesitaba saborear el momento.
Además, el último botón reveló el inicio de las nalgas.
Quería besarla. Quería besarla justo ahí. Justo encima de las nalgas mientras ella estaba de espaldas, estremeciéndose no de frío, sino de excitación.
Se acercó a ella, la besó en la nuca mientras la sujetaba con ambas manos por los hombros. Había algunas cosas que la inocente Eloise no podía entender.
Pero ahora era suya. Era su mujer. Y estaba poseída por el fuego, la pasión y la energía. Tuvo que recordarse que no era Marina, delicada e incapaz de expresar cualquier otra emoción que no fuera pena.
No era Marina. Le parecía necesario recordárselo, y no sólo ahora sino constantemente, todo el día, cada vez que la miraba. No era Marina y él no necesitaba ir con extremo cuidado con ella, no tenía que estar temeroso de sus propias palabras, de sus propias expresiones faciales, de cualquier cosa que pudiera provocar que ella se encerrara en sí misma, en su propia desesperación.
Era Eloise. Eloise. La fuerte y magnífica Eloise.
Incapaz de detenerse, se arrodilló y, mientras la agarraba con fuerza por las caderas, ella soltó un pequeño grito de sorpresa e intentó girarse.
Y Phillip la besó. Justo allí, en la base de la columna, en aquel punto que tanto lo había tentado, la besó. Y entonces, no sabía muy bien por qué, ya que su experiencia con las mujeres era bastante limitada, aunque obviamente lo compensaba con la imaginación, la recorrió con la lengua, desde el cuello hasta el inicio de las nalgas, disfrutando del sabor salado de su piel, deteniéndose aunque sin separarse cuando Eloise gimió y apoyó las manos en la pared porque las piernas apenas la sostenían.
– Phillip -suspiró.
Él se levantó y le dio la vuelta, acercándose a ella hasta que sus narices estuvieron a pocos milímetros.
– Era allí -dijo él, impotente, como si esas dos palabras lo explicaran todo. Y, en realidad, era la verdad; era la única explicación. Era allí, esa parcela de piel rosada que estaba esperando un beso.
Ella estaba allí, y Phillip tenía que poseerla.
La volvió a besar en la boca mientras le deslizaba el vestido hacia el suelo. Se había casado vestida de azul, una versión más pálida del color que hacía que sus ojos parecieran más profundos e intensos que nunca, como un cielo encapotado justo antes de la tormenta.
Era un vestido celestial; había oído que su hermana Daphne lo había dicho por la mañana. Sin embargo, todavía era más celestial quitárselo.
No llevaba camisola y sabía que estaba completamente desnuda para él porque la oyó contener el aliento cuando sus pechos rozaron el suave lino de su camisa. Sin embargo, en lugar de mirarla, le recorrió los laterales de los pechos con las manos, acariciándola con los nudillos. Y entonces, sin dejar de besarla, giró las palmas y sostuvo el maravilloso peso de los pechos en las manos.
– Phillip -gimió ella, pronunciando la palabra dentro de su boca como una bendición.
Él movió las manos hasta que le cubrió los pechos por completo, rozando los pezones con los dedos. Y mientras los apretaba, con delicadeza, apenas podía creerse que aquello estuviera pasando.
Y entonces ya no pudo esperar más. Tenía que verla, tenía que ver cada centímetro de su cuerpo y mirarla a la cara mientras lo hacía. Se separó de ella, interrumpiendo el beso con la promesa susurrada de que volvería.
Cuando bajó la cabeza para mirarla, contuvo la respiración. Todavía no había anochecido y los últimos rayos de sol se filtraban por las cortinas, bañando la piel de Eloise con un color rojo dorado. Los pechos eran más grandes de lo que se había imaginado, redondos y turgentes, y aquello era todo lo que pudo hacer para no llevársela a la cama en ese mismo instante. Sólo podía regocijarse para siempre en esos pechos, quererlos y adorarlos hasta que…
Por Dios, ¿a quién estaba intentando engañar? Hasta que su propia necesidad fue demasiado intensa y reclamó poseerla, penetrarla, devorarla.
Con dedos temblorosos, empezó a desabrocharse la camisa, mirándola como lo observaba quitarse la camisa y entonces se olvidó, se giró y…
Ella gritó.
Phillip se quedó inmóvil.
– ¿Qué te pasó? -preguntó ella, en un susurro.
Phillip no supo por qué se había sorprendido tanto porque sabía que tendría que explicárselo. Era su mujer e iba a verlo desnudo cada día durante el resto de su vida y, si alguien tenía que saber la auténtica naturaleza de sus cicatrices, era ella.
Él podía ignorarlas, porque como estaban en la espalda no se las veía, pero Eloise no tendría esa suerte.
– Me pegaron -dijo, sin girarse. Seguramente, debería haberlo hecho y ahorrarle a Eloise la visión, pero tendría que empezar a acostumbrarse.
– ¿Quién te hizo esto? -preguntó ella, en voz baja y furiosa, y esa rabia llegó al corazón de Phillip.
– Mi padre. -Recordaba perfectamente el día. Tenía doce años, había vuelto de la escuela y su padre le había obligado a acompañarlo de caza. Phillip era un buen jinete, pero no lo bastante para el salto que su padre acababa de dar. A pesar de todo, lo intentó, sabiendo que si no lo hacía lo tacharía de cobarde.
Obviamente, se cayó del caballo. De hecho, el caballo lo tiró. Milagrosamente, no se hizo daño, pero su padre enfureció. La visión de la hombría británica de Thomas Crane era bastante estrecha y, por supuesto, no incluía caídas de caballo. Sus hijos tenían que ser perfectos jinetes, tiradores, campeones de esgrima y boxeadores, y ser siempre los mejores.
Y que Dios se apiadara de ellos si no lo eran.
George había hecho el salto, claro. George siempre era mejor que él. Y también era dos años mayor, dos años más grande, dos años más fuerte. Había intentado interceder para evitar el castigo pero, entonces, Thomas también la había emprendido con él, por meterse donde no lo llamaban. Phillip tenía que aprender a ser un hombre y Thomas no toleraría que nadie interfiriera, ni siquiera George.
Phillip no sabía en qué había sido distinto el castigo de ese día; normalmente, su padre usaba un cinturón que, encima de la camisa, no dejaba señales. Pero aquel día estaban cerca de los establos y la fusta del caballo le quedaba más a mano, y su padre lo golpeó con rabia, incluso más de lo habitual.
Cuando la fusta rompió la camisa de Phillip, Thomas no se detuvo.
Fue la única vez que las palizas de su padre le dejaron señal.
Aunque era una señal con la que tendría que convivir el resto de su vida.
Miró a Eloise, que lo estaba mirando con unos ojos extrañamente intensos.
– Lo siento -dijo él, aunque no era verdad. No tenía que pedir perdón por nada, excepto por haber compartido con ella el horror de su niñez.
– Yo no lo siento -gruñó ella, entrecerrando los ojos.
Phillip abrió los ojos, sorprendido.
– Estoy furiosa.
Y, entonces, Phillip no pudo evitarlo. Se rió. Echó la cabeza hacia atrás y se rió. Era absolutamente perfecta, allí desnuda y furiosa, dispuesta a ir hasta el mismísimo infierno para enfrentarse a su padre.
Eloise se quedó un poco aturdida porque Phillip decidiera echarse a reír justo en aquel momento pero, luego, ella también lo hizo, como si hubiera reconocido la importancia del momento.
Phillip la tomó de la mano y, desesperado porque lo tocara, se la acercó al corazón, presionándola hasta que estuvo totalmente plana en su pecho, encima de la suave mata de pelo.
– ¡Qué fuerte estás! -susurró ella, acariciándole la piel-. No tenía ni idea que trabajar en el invernadero fuera tan duro.
Se sintió como un adolescente, totalmente complacido por ese halago. Y el recuerdo de su padre desapareció.
– También trabajo la tierra -dijo, un poco tonto, incapaz de decir un simple “gracias”.
– ¿Con los peones? -preguntó ella.
Phillip la miró divertido.
– Eloise Bridgerton…
– Crane -lo corrigió ella.
Cuando la escuchó, Phillip rió de satisfacción.
– Crane -repitió-. No me digas que has tenido fantasías secretas con los peones.
– Claro que no -dijo ella-. Aunque…
Phillip no iba a dejar pasar la oportunidad de que esa palabra se perdiera en el aire.
– ¿Aunque? -le preguntó.
Ella estaba un poco avergonzada.
– Bueno, es que parecen tan… elementales… bajo el sol, trabajando.
Él sonrió. Muy despacio, como un hombre que está a punto de regodearse en su sueño hecho realidad.
– Oh, Eloise -dijo, besándole el cuello y bajando más y más-. No tienes ni idea de comportamientos elementales. Ni idea.
Y entonces hizo lo que había soñado durante días; bueno una de las cosas que había soñado durante días: le cubrió el pezón con la boca, le recorrió la suave aureola con la lengua hasta que, al final, cerró los labios y succionó aquel punto de placer.
– ¡Phillip! -exclamó Eloise, dejándose caer.
Phillip la levantó en brazos y la llevó a la cama, que ya estaba preparada para los recién casados. La dejó encima de las sábanas, disfrutando de aquella visión antes de proceder a quitarle las medias, que era lo único que llevaba. Eloise, instintivamente, se cubrió el sexo con las manos, y Phillip le permitió la modestia, sabiendo que pronto le tocaría a él.
Colocó los dedos debajo de una de las medias, acariciándola a través de la fina seda antes de hacerla resbalar por la pierna. Eloise gimió cuando notó sus dedos en las rodillas y Phillip no pudo evitar mirarla y preguntarle:
– ¿Tienes cosquillas?
Ella asintió.
– Y más.
Y más. Le encantaba. Le encantaba que sintiera más, que quisiera más.
Con la otra media no se entretuvo tanto y luego se quedó de pie junto a ella, desabrochándose los pantalones. Se detuvo un momento y la miró, esperando que, con los ojos, le dijera que estaba preparada.
Y luego, con una velocidad y una agilidad que jamás hubiera creído que tuviera, se desnudó y se tendió junto a ella. Al principio, Eloise se tensó pero luego, mientras Phillip la acariciaba y la tranquilizaba besándole las sienes y los labios, se fue relajando.
– No tienes por qué tener miedo -le dijo él.
– No tengo miedo -respondió ella.
Phillip levantó la cabeza y la miró a los ojos.
– ¿No?
– Estoy nerviosa, pero no tengo miedo.
Phillip meneó la cabeza, maravillado.
– Eres magnífica.
– Ya se lo digo a todo el mundo -dijo ella, encogiéndose de hombros- pero, por lo visto, eres el único que me cree.
Phillip se rió, meneando la cabeza, casi sin acabarse de creer que estuviera allí, en su noche de bodas, riéndose. Ya le había hecho reír dos veces esa noche y empezaba a darse cuenta del regalo que era Eloise. Un regalo increíble e inestimable con el que había sido bendecido.
Las relaciones sexuales siempre habían girado alrededor de la necesidad, de su cuerpo, su lujuria y lo que fuera que lo convirtiera en hombre. Nunca había girado alrededor de esa alegría, esa maravilla por descubrir el cuerpo de la otra persona.
Le tomó la cara entre las manos y la besó, esta vez con todo el sentimiento y la pasión que llevaba dentro. La besó en la boca, luego en la mejilla, luego en el cuello. Después, fue bajando y explorando su cuerpo, desde los hombros, pasando por la barriga, hasta la cadera.
Sólo evitó un lugar, el lugar que más le hubiera gustado explorar, aunque decidió que ya lo haría más tarde, cuando estuviera preparada.
Cuando él estuviera preparado. Marina nunca había dejado que la besara allí; no, eso no era justo. En realidad, él nunca se lo había pedido. Es que, como ella se quedaba allí, debajo de él, como si estuviera cumpliendo con una obligación, sin apenas pestañear, pues le parecía mal hacerlo. Y había estado con otras mujeres antes de casarse, pero habían sido de las que ya tenían experiencia, y nunca había querido llegar a ese grado de intimidad con ellas.
“Después”, se prometió, mientras se detenía ligeramente a acariciar los rizos.
“Pronto.” Sí, muy pronto.
La agarró por las pantorrillas, se las levantó y le separó las piernas para poder colocarse en medio. Estaba muy excitado, con una erección total; tan excitado que tenía miedo de hacer el ridículo así que, mientras la tocaba con la punta de la verga, respiró hondo varias veces, intentando tranquilizarse para poder durar lo suficiente para que ella, al menos, pudiera disfrutarlo.
– Oh, Eloise -dijo aunque, en realidad, fue más un gruñido. La quería más que cualquier otra cosa, más que a la vida, y no tenía ni idea de si iba a poder aguantar mucho.
– ¿Phillip? -dijo ella, un poco asustada.
Él se levantó para mirarla.
– Eres muy grande -susurró.
Phillip sonrió.
– ¿Sabes que eso es, exactamente, lo que un hombre quiere oír?
– Estoy segura -dijo ella, mordiéndose el labio inferior-. Pero no me parece algo de lo que se pueda alardear mientras se monta a caballo, se juega a cartas o se compite en cualquier otra cosa sin más ni más.
Phillip no sabía si Eloise estaba temblando de risa o de miedo.
– Eloise -consiguió decir-. Te aseguro que…
– ¿Me va a doler mucho? -preguntó ella.
– No lo sé -dijo él, con sinceridad-. Nunca he estado en tu lugar. Supongo que un poco. Aunque espero que no demasiado.
Ella asintió, agradeciendo su franqueza.
– Es que… -Y se calló.
– Dímelo -dijo él.
Durante varios segundos, Eloise sólo pudo parpadear y, al final, dijo:
– Es que me dejo llevar, como el otro día, pero luego te veo, o te siento, y no me imagino cómo va a funcionar, y me da la sensación que me voy a desgarrar y la pierdo. La magia -explicó-. Pierdo la magia.
Y justo en ese momento, Phillip lo decidió. Al diablo. ¿Por qué debería esperar? ¿Por qué debería hacerla esperar? Se agachó y le dio un beso rápido en los labios.
– Espera aquí -dijo-. No te muevas.
Antes de que pudiera hacerle alguna pregunta y era Eloise, así que haría preguntas, Phillip se deslizó hacia abajo, le separó las piernas, tal como se la había imaginado tantas y tantas noches en vela, y la besó.
Ella gritó.
– Bien -dijo él, aunque sus palabras se perdieron en el centro de la sexualidad de Eloise. La tenía bien sujeta con las manos; no tenía otra opción porque se estaba retorciendo como un animal salvaje. Phillip la lamió y la besó, saboreó cada centímetro, cada cresta de placer. Fue voraz y la devoró mientras pensaba que aquello era, sencillamente, lo mejor que había hecho en su vida y, por Dios, daba gracias al cielo de ser un hombre casado y poder hacerlo siempre que quisiera.
Había oído hablar de ello a otros hombres, por supuesto, pero jamás había imaginado que pudiera gustarle tanto. Estaba a punto de estallar y ella ni siquiera lo había tocado. Aunque tampoco le hubiera gustado que lo hiciera en ese momento, porque estaba agarrando las sábanas con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos y, si llegaba a tocarlo, le hubiera hecho daño.
Debería haberla dejado terminar, debería haberla besado hasta que estallara en su boca pero, en ese punto, se impusieron sus propias necesidades y no tuvo otra opción. Era su noche de bodas y cuando se derramara, lo haría dentro de ella, no en las sábanas; además, si no la notaba alrededor de su cuerpo enseguida, estaba bastante convencido que acabaría en llamas.
Así que se levantó e, ignorando el grito de Eloise cuando apartó la boca, se colocó encima de ella, acercándole la verga una vez más y utilizó los dedos para abrirla un poco más mientras la penetraba.
Estaba húmeda, muy húmeda, una mezcla de él y de ella, y no se parecía en nada a cualquier otra cosa que Phillip hubiera podido sentir antes. Se deslizó en su interior, notando el camino abierto y tenso al mismo tiempo.
Eloise dijo su nombre entre gemidos, y Phillip el de ella y entonces, incapaz de ir despacio, se hundió en ella, atravesando la última barrera hasta que llegó al final. Y quizá debería haberse parado, quizá debería haberle preguntado si estaba bien, si le había hecho daño, pero no pudo. Hacía tanto tiempo, y la necesitaba tanto que, cuando su cuerpo empezó a moverse, no pudo hacer nada para detenerse.
Impuso un ritmo rápido y urgente, pero a ella debió de gustarle, porque se movía rápida y urgente debajo de él, sus caderas salían en su busca con mucha fuerza mientras le clavaba los dedos en la espalda.
Y, cuando gimió otra vez, no dijo su nombre, dijo:
– ¡Más!
Así que Phillip colocó las manos debajo de ella, agarrándola por las nalgas y levantándola para permitirle un mejor acceso y el cambio de posición debió de hacer algo en la forma en que la estaba rozando, o quizás Eloise había llegado al clímax, pero se arqueó debajo de él, tensó todo su cuerpo y gritó cuando notó que sus músculos se cerraban alrededor de Phillip.
Él no pudo aguantar más. Con un último empujón, se dejó caer, sacudiéndose y temblando mientras estallaba dentro de ella, haciéndola finalmente suya.