“… los días aquí son muy entretenidos. Voy de compras, salgo a comer y mando invitaciones (y las recibo). Por las noches, normalmente acudo a algún baile o voy al teatro, o quizás a alguna fiesta más íntima. A veces, me quedo en casa y leo un libro. En realidad, llevo una existencia muy animada; no tengo motivos para quejarme. En ocasiones me pregunto: ¿qué más puede desear una chica?”
Eloise Bridgerton a sir Phillip Crane,
a los seis meses del inicio de su correspondencia.
Eloise recordaría la semana siguiente como la más mágica de su vida para siempre. No acudió a fiestas maravillosas, ni hizo buen tiempo, ni celebró ningún cumpleaños, ni tuvo regalos extravagantes, ni recibió la visita sorpresa de algún invitado.
Sin embargo, aunque todo pudiera parecer muy ordinario…
Todo había cambiado.
No fue algo fulminante como un rayo, ni como un portazo, ni como una nota muy aguda en la ópera, pensó Eloise con una sonrisa. Fue un cambio lento y progresivo, de aquellos que empiezan cuando uno los percibe y terminan antes de que te des cuenta que han empezado.
Comenzó unos días después de la conversación con Phillip en la galería de los retratos. Una mañana, cuando se despertó, vio a Phillip completamente vestido y sentado a los pies de la cama, mirándola y sonriendo.
– ¿Qué haces ahí? -le preguntó Eloise, atrapando la sábana debajo de los brazos e incorporándose.
– Te miro.
Ella abrió la boca, sorprendida, y no pudo evitar sonreír.
– No puedo ser tan interesante.
– Todo lo contrario. No se me ocurre otra cosa que pueda captar mi atención durante tanto tiempo.
Ella se sonrojó, diciendo entre dientes algo así como que era un tonto pero, en realidad, sus palabras hicieron que Eloise quisiera cogerlo y volver a meterlo en la cama. Tenía el presentimiento de que él no se resistiría, nunca lo hacía, pero se contuvo porque, bueno, se había vestido y seguro que debía haberlo hecho por algún motivo en especial.
– Te he traído una magdalena -le dijo, acercándole un plato.
Eloise le dio las gracias y cogió el plato. Mientras masticaba, y pensaba que ojalá también le hubiera traído algo para beber, Phillip dijo:
– He pensado que hoy podríamos salir.
– ¿Los dos?
– Bueno -dijo él-, quizá podríamos ir los cuatro.
Eloise se quedó de piedra, con los dientes clavados en la magdalena, y entonces lo miró. Era la primera vez que sugería algo así. La primera vez, al menos que ella supiera que, en vez de alejarse de sus hijos y dejar que otra persona se hiciera cargo de ellos, Phillip se había acercado a ellos.
– Me parece muy buena idea -dijo ella, con dulzura.
– Muy bien -dijo él, y se levantó-. Dejaré que te arregles y le diré a la pobre doncella a la que engañaste para que hiciera de niñera temporal que nos llevaremos a los niños todo el día.
– Seguro que estará encantada -dijo Eloise.
Mary no quería hacer de niñera, ni siquiera de forma temporal. Nadie del servicio quería; conocían demasiado bien a los gemelos. Y la pobre Mary, que tenía un pelo largo precioso, recordaba perfectamente cuando, al no poder arrancar el pelo de la institutriz que los niños habían pegado a la almohada, habían tenido que quemar las sábanas.
Sin embargo, era la única solución y Eloise les había hecho prometer a los niños que la tratarían con el respeto debido a una reina y, hasta ahora, habían cumplido su palabra. Eloise incluso cruzaba los dedos para que Mary reflexionara y aceptara el puesto de forma permanente. Además, el sueldo era mejor que el de una doncella.
Eloise miró hacia la puerta y parpadeó al ver que Phillip estaba allí de pie, inmóvil.
– ¿Qué pasa? -le preguntó.
Él parpadeó y la miró con el ceño fruncido.
– No sé muy bien qué hacer.
– Creo que el pomo gira hacia ambos lados -dijo ella, burlándose.
Él la miró a los ojos y dijo:
– No hay ninguna feria ni nada especial en el pueblo. ¿Qué podríamos hacer con los niños?
– Cualquier cosa -dijo Eloise, sonriéndole con todo el amor de su corazón-. O nada en especial. De hecho, no importa. Lo único que quieren es estar contigo, Phillip. Sólo eso.
Dos horas después, Phillip y Oliver estaban de pie frente a la sastrería Larkin en Tetbury, esperando impacientes a que Eloise y Amanda acabaran de comprar.
– ¿Teníamos que ir de compras? -se quejó Oliver, como si le hubieran pedido que se pusiera trenzas y un vestido.
Phillip se encogió de hombros.
– Es lo que tu madre quería hacer.
– La próxima vez, elegiremos nosotros -dijo Oliver-. Si hubiera sabido que tener una madre significaba esto…
Phillip tuvo que hacer un gran esfuerzo para no reírse.
– Los hombres debemos hacer sacrificios por las mujeres que queremos -dijo, muy serio, dándole unos golpecitos en el hombro a su hijo-. Así son las cosas.
Oliver soltó un largo suspiro, como si ya llevara muchos días haciendo sacrificios.
Phillip miró por la ventana. Parecía que Eloise y Amanda no tenían ninguna intención de salir.
– Sin embargo, en cuanto a lo de ir de compras y a quién decide qué haremos en la próxima salida -dijo-, estoy totalmente de acuerdo contigo.
Justo en ese momento, Eloise asomó la cabeza por la puerta de la tienda.
– ¿Oliver? -preguntó-. ¿Quieres entrar un segundo?
– No -respondió el niño, negando con la cabeza.
Eloise apretó los labios.
– Deja que te lo diga de otra manera -dijo-. Oliver, me gustaría mucho que entraras un segundo.
Oliver miró a su padre con ojos suplicantes.
– Me temo que tienes que hacer lo que te pide -dijo Phillip.
– ¡Tantos sacrificios! -dijo, entre dientes, meneando la cabeza mientras subía las escaleras.
Phillip tosió para disimular una carcajada.
– ¿Tú también vienes? -le preguntó Oliver.
“Demonios, no”, estuvo a punto de responder, aunque se contuvo a tiempo y dijo:
– Tengo que quedarme aquí fuera vigilando el carruaje.
Oliver entrecerró los ojos.
– ¿Por qué tienes que vigilarlo?
– Eh… la presión de las ruedas -farfulló Phillip-. Y todos los paquetes que llevamos.
No pudo escuchar lo que Eloise dijo entre dientes, aunque por el tono no debió ser demasiado agradable.
– Venga, Oliver -dijo, empujando a su hijo por la espalda-. Tu madre te necesita.
– Y a ti también -dijo Eloise, sonriendo, y Phillip estaba seguro que sólo lo había dicho para torturarlo-. Necesitas camisas nuevas.
Phillip hizo una mueca.
– ¿Y no puede venir el sastre a casa?
– ¿No quieres elegir la tela?
Negó con la cabeza y, totalmente convencido, dijo:
– Confío a ciegas en tu criterio.
– Creo que tiene que vigilar el carruaje -dijo Oliver, que todavía estaba en el umbral de la puerta.
– Sí, pues si no entra ahora mismo también tendrá que vigilar su espalda porque…
– Está bien -dijo Phillip-. Entraré, pero sólo un segundo. -De repente, se vio en la parte femenina de la tienda, un lugar lleno de volantes, y se estremeció-. Si tengo que soportarlo mucho más, me moriré de claustrofobia.
– ¿Un hombre grande y fuerte como tú? -dijo Eloise, en un tono inocente-. Tonterías. -Y entonces lo miró y, con un movimiento, le dijo que se acercara.
– ¿Sí? -preguntó él, curioso por saber qué estaba pasando.
– Amanda -susurró Eloise, señalando hacia la puerta que había al fondo de la tienda-. Cuando salga, quiero que sonrías y aplaudas.
Phillip miró a su alrededor. Ni siquiera en China se habría sentido tan fuera de lugar.
– No se me da demasiado bien.
– Pues aprende -le ordenó ella, y después se giró hacia Oliver-. Ahora es tu turno, señorito Crane. La señora Larkin…
El gruñido de Oliver fue propio de un hombre moribundo.
– Quiero ir con el señor Larkin -protestó-. Como papá.
– ¿Quieres ir con el sastre? -preguntó Eloise.
Oliver asintió con determinación.
– ¿De verdad?
El niño volvió a asentir, aunque con menos determinación esta vez.
– ¿A pesar de que, no hace ni una hora, has jurado que no entrarías en ninguna tienda a menos que hubiera pistolas o soldaditos en el escaparate? -continuó Eloise, hablando en un tono propio de una actriz de teatro de Drury Lane.
Oliver abrió la boca, pero asintió. Ligeramente.
– Eres muy buena -le dijo Phillip al oído mientras observaba cómo Oliver cruzaba la puerta que llevaba hacia el otro lado de la tienda, donde estaba el señor Larkin.
– El secreto es hacerles ver que la otra opción es todavía peor -dijo ella-. El señor Larkin va muy despacio, pero la señora Larkin es horrible.
Se escuchó un fuerte alarido y Oliver apareció corriendo y se abalanzó sobre Eloise, algo que dejó a Phillip un poco triste. Quería que sus hijos acudieran a él.
– ¡Me ha clavado una aguja! -exclamó Oliver.
– ¿Te has movido? -preguntó Eloise, sin inmutarse.
– ¡No!
– ¿Ni un poquito?
– Bueno, pero sólo un poco.
– Está bien -dijo Eloise-. Pues la próxima vez no te muevas. Te aseguro que el señor Larkin hace muy bien su trabajo. Si no te mueves, no te pinchará. Es así de sencillo.
Oliver lo digirió y se giró hacia Phillip, implorándolo con la mirada. Era agradable que su hijo lo viera como un aliado, pero no tenía ninguna intención de contradecir a Eloise y desautorizarla. Y mucho menos cuando estaba totalmente de acuerdo con ella.
Sin embargo, entonces Oliver lo sorprendió. No suplicó que lo alejaran del señor Larkin, ni dijo nada ofensivo de Eloise, algo que Phillip estaba convencido que habría hecho semanas atrás; en realidad, lo habría hecho con cualquier adulto que contradijera sus deseos.
En lugar de eso, lo miró y le preguntó:
– ¿Puedes venir conmigo, papá, por favor?
Phillip abrió la boca para responder pero entonces, inexplicablemente, tuvo que detenerse. Se le empezaron a humedecer los ojos y se dio cuenta que estaba muy emocionado.
No era sólo por aquel momento, por el hecho de que su hijo reclamara su presencia para acompañarlo a través de un ritual masculino. Oliver ya le había pedido que lo acompañara en otras ocasiones.
Sin embargo, esta vez era la primera que Phillip fue capaz de decir “sí”, y estaba seguro de que haría y diría lo correcto.
Y, si no lo hacía, no importaba. Phillip no era como su padre; nunca sería… nunca podría ser como él. No podía permitirse ser un cobarde y dejar que otros criaran a sus hijos sólo porque él tuviera miedo de cometer un error.
Cometería errores. Era inevitable. Pero no serían garrafales y, con Eloise a su lado, sabía que podía hacer cualquier cosa.
Incluso cuidar de los gemelos.
Apoyó la mano en el hombro de Oliver.
– Me encantaría acompañarte, hijo. -Se aclaró la garganta porque, en la última palabra, se le había roto la voz. Luego se agachó y le susurró al oído-. Lo último que queremos son mujeres en la sección de hombres.
Oliver asintió, muy decidido.
Phillip se incorporó y se preparó para seguir a su hijo hacia donde estaba el señor Larkin, pero entonces escuchó cómo Eloise se aclaraba la garganta, detrás de él. Se giró y ella estaba señalando con la mano hacia el final de la tienda.
Amanda.
Parecía muy mayor con aquel vestido de color lavanda, dejando entrever la espléndida mujer que un día sería.
Por segunda vez en pocos minutos, a Phillip se le volvieron a humedecer los ojos.
Eso es lo que se había estado perdiendo. Entre miedos y dudas, se había perdido todo aquello.
Sus hijos habían crecido sin él.
Phillip dio unos golpecitos a su hijo en el hombro, diciéndole que iba enseguida y cruzó la tienda para ir hacia su hija. Sin decir nada, le cogió la mano y se la besó.
– Señorita Amanda Crane -dijo, con el corazón en la voz, en los ojos y en la sonrisa-, eres la niña más bonita que he visto en mi vida.
Amanda abrió los ojos y la boca, encantada.
– ¿Y qué me dices de la señorita… de mamá?
Phillip miró a su mujer, que también tenía los ojos humedecidos, se giró hacia Amanda, se agachó frente a ella y, en voz baja, le dijo:
– Hagamos un trato. Tú puedes creer que tu madre es la mujer más bonita del mundo, pero yo pienso que eres tú.
Y, aquella misma noche, después de acostar a sus hijos y darles un beso en la frente, cuando estaba a punto de cerrar la puerta, Amanda dijo:
– ¿Papá?
Phillip se giró.
– ¿Amanda?
– Hoy ha sido el mejor día de mi vida -susurró.
– Y de la mía -dijo Oliver.
Phillip asintió.
– De la mía, también -dijo, con suavidad-. De la mía, también.
Todo empezó con una nota.
Más tarde, mientras Eloise acababa de cenar y le retiraban el plato, vio que había una nota debajo, doblada dos veces.
Su marido se había excusado y le había dicho que iba a buscar un libro donde salía un poema del que habían estado hablando durante el postre así que, sin nadie que la viera, ni siquiera el lacayo, que estaba llevando los platos a la cocina, Eloise desdobló la nota.
Las palabras nunca se me han dado demasiado bien.
Era la inconfundible letra de Phillip y luego, en una esquina, decía:
Ve a tu despacho.
Intrigada, Eloise se levantó y salió del comedor. Un minuto después, entró en su despacho.
Y allí, encima de la mesa, había otra nota.
Pero todo empezó con una nota, ¿verdad?
Siguió las instrucciones, que la llevaron al salón. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por caminar porque lo que de verdad le apetecía era correr.
Encima de un cojín rojo, que estaba justo en el medio del sofá, vio otra nota, doblada dos veces.
Así que si empezó con palabras, debería continuar con ellas.
Esta vez las instrucciones la condujeron hasta el vestíbulo.
Sin embargo, no tengo palabras para darte las gracias por todo lo que has hecho por mí, de manera que utilizaré las únicas que sé y de la única manera que conozco.
En una esquina, le pedía que subiera a su habitación.
Eloise subió las escaleras, lentamente con el corazón acelerado. Era la última nota, lo sabía. Phillip la estaría esperando, la cogería de la mano y la guiaría hacia su futuro juntos.
De hecho, todo había empezado con una nota. Algo tan inocente, tan inocuo que, al final, se había convertido en eso, en un amor tan grande y poderoso que apenas podía controlarlo.
Llegó al rellano y, muy despacio, se acercó a su habitación. Estaba entreabierta y, con una mano temblorosa, la abrió y…
Y gritó.
Porque la cama estaba cubierta de flores. Cientos y cientos de flores, algunas incluso de la colección especial del invernadero de Phillip. Y allí, escrito con pétalos rojos sobre un fondo de pétalos blancos y rosas:
TE QUIERO.
– Las palabras no son suficiente -dijo Phillip, que hasta ahora había estado escondido en la penumbra, detrás de ella.
Eloise se giró, con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Cuándo has hecho todo esto?
Él sonrió.
– Me permitirás que me lo guarde como un secreto.
– Yo… Yo…
Phillip la tomó de la mano y la atrajo hacia sí.
– ¿Sin palabras? -susurró-. ¿Tú? Todo esto se me debe dar mejor de lo que pensaba.
– Te quiero -dijo ella, con la voz ahogada-. Te quiero mucho.
Phillip la abrazó y, cuando Eloise apoyó la mejilla en su pecho, él apoyó la barbilla en su cabeza.
– Esta noche -dijo-, los niños me han dicho que había sido el mejor día de su vida. Y me he dado cuenta de que tenían razón.
Eloise asintió, muy emocionada.
– Sin embargo -continuó Phillip-, después he visto que no es verdad.
Ella lo miró, extrañada.
– No podría escoger un día -confesó-. Contigo, Eloise, escogería cualquiera. Cualquiera.
Le tocó la barbilla y se acercó a ella.
– Cualquier semana -susurró-. Cualquier mes. Cualquier hora.
La besó, con ternura aunque con todo el amor de su ser.
– Cualquier momento -dijo-, siempre que esté contigo.