Capítulo 6

“… no deberías haber permitido que te besara. ¿Quién sabe qué otras libertades intentará tomarse la próxima vez que te vea? Pero a lo hecho, pecho y sólo puedo preguntarte una cosa: ¿te gustó?”


Eloise Bridgerton a su hermana Francesca,

en una nota que pasó por debajo de la puerta de su

hermana la noche que ésta conoció al conde de Kilmartin,

con quien se casaría dos meses después.


Cuando los niños entraron en la habitación, casi arrastrados por la niñera, Phillip se obligó a mantenerse rígido contra la pared porque tenía miedo de que si se acercaba a ellos, les pudiera pegar una paliza brutal.

Y todavía le daba más miedo que, al terminar, no se arrepentiría.

Así que optó por cruzarse de brazos y mirarlos fijamente, dejando que vieran lo enfadado que estaba mientras intentaba pensar qué iba a hacer con ellos.

Al final, y con la voz temblorosa, Oliver dijo:

– ¿Padre?

Phillip dijo lo único que se le ocurrió, lo único que tenía en la cabeza.

– ¿Veis a la señorita Bridgerton?

Los gemelos asintieron, aunque no la miraron. Al menos, no a la cara, donde el morado estaba empezando a apoderarse del ojo.

– ¿No la veis distinta?

Los niños no dijeron nada hasta que llegó una doncella y rompió el silencio.

– ¿Señor?

Phillip asintió y se acercó a ella para coger el trozo de carne que había traído para el ojo de Eloise.

– ¿Tenéis hambre? -les preguntó a sus hijos. Cuando no le respondieron, añadió-: Bien porque, por desgracia, esta carne no irá a parar a ningún plato, ¿verdad?

Se fue hasta la cama y se sentó con cuidado al lado de Eloise.

– Permítame. -Todavía demasiado enfadado para controlar la voz. Rechazando la colaboración de Eloise, él mismo le colocó la carne encima del ojo y se lo envolvió con un trozo de tela para que ella no se ensuciara las manos al sostenerlo.

Cuando terminó, se acercó a los niños y se plantó delante de ellos con los brazos cruzados. Y esperó.

– Miradme -les dijo, al ver que ninguno de los dos apartó la mirada del suelo.

Cuando levantaron la cabeza, vio terror en sus ojos y le dio miedo, pero no sabía de qué otra manera debía reaccionar.

– No queríamos hacerle daño -susurró Amanda.

– ¿Ah no? -respondió él, inclinándose hacia ellos, furioso. La voz era plana, pero la rabia se le reflejaba en la cara e incluso Eloise dio un salto en la cama-. ¿No pensasteis que se podría hacer daño cuando tropezara con la cuerda? -continuó Phillip que, con ese toque de sarcasmo, se controlaba mejor y eso lo hacía más aterrador-. O quizá pensasteis, acertadamente, que la cuerda no le haría ningún daño pero no se os ocurrió que sí que se lo podía hacer cuando cayera.

Los niños no dijeron nada.

Phillip miró a Eloise, que había apartado el trozo de carne del ojo y se estaba tocando la mejilla. El morado iba empeorando por minutos.

Los gemelos tenían que aprender que no podían continuar así. Tenían que aprender a tratar a la gente con más respeto. Tenían que aprender a…

Phillip maldijo en voz baja. Tenían que aprender algo, lo que fuera.

Hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta.

– Venid conmigo -salió al pasillo, se giró y dijo-: ¡Ahora!

Y, mientras los niños salían, rezaba para que pudiera controlarse.


Eloise intentó no escuchar aunque no podía evitar aguzar el oído. No sabía dónde se los había llevado; podía ser a la habitación de al lado, a su habitación, afuera. Aunque sabía una cosa: iban a recibir su castigo.

Y, a pesar de que sabía que se lo merecían, porque lo que habían hecho era inexcusable y ya eran mayorcitos para darse cuenta, seguía estando preocupada por ellos. Cuando Phillip se los había llevado, estaban muy asustados y Eloise todavía recordaba la inquietante pregunta que Oliver le había hecho el día anterior. “¿Va a pegarnos?”

De hecho, al mismo tiempo que se lo preguntó, iba retrocediendo, como si esperara que les pegara.

Aunque seguro que sir Phillip no… No, era imposible. Una cosa era darles un cachete después de algo como lo de hoy, pero seguro que no lo hacía habitualmente.

No podía haberse equivocado tanto con una persona. La noche anterior, había permitido que la besara, incluso le había devuelto el beso. Seguro que si Phillip fuera de los que pegaba a sus hijos por cualquier cosa, lo habría notado, habría sentido que había algo que no funcionaba.

Al final, después de lo que pareció una eternidad, Oliver y Amanda aparecieron en la puerta, serios y con los ojos rojos, y detrás de ellos, obligándoles a caminar más deprisa que una serpiente, apareció sir Phillip, también muy serio.

Los niños se acercaron a la cama y Eloise se giró hacia ellos. Como tenía el ojo izquierdo tapado, sólo veía con el derecho y, ¿cómo no?, los niños se habían colocado a su izquierda.

– Lo sentimos mucho, señorita Bridgerton -susurraron.

– Más alto -les dijo su padre.

– Lo sentimos.

Eloise asintió.

– No volverá a suceder -añadió Amanda.

– Bueno, eso me tranquiliza -dijo Eloise.

Phillip se aclaró la garganta.

– Nuestro padre dice que debemos compensarla -dijo Oliver.

– Mmm… -Eloise no estaba segura de cómo pretendían hacerlo.

– ¿Le gustan los caramelos? -preguntó Amanda.

Eloise la miró, parpadeando con el único ojo que tenía abierto.

– ¿Los caramelos?

Amanda asintió.

– Sí, supongo que sí. Como a todo el mundo.

– Tengo una caja de caramelos de limón. Llevo meses guardándolos. Puede quedárselos.

Eloise tragó saliva para suavizar el nudo que se le había hecho en la garganta al ver la torturada expresión de Amanda. A esos niños les pasaba algo. Con tantos sobrinos, Eloise sabía diferenciar perfectamente cuándo un niño no era feliz.

– Da igual, Amanda -dijo, con el corazón partido-. Quédate los caramelos.

– Pero tenemos que darle algo -dijo Amanda, mirando temerosa a su padre.

Eloise estuvo a punto de decirle que no era necesario pero, cuando la miró, se dio cuenta de que tenían que hacerlo. En parte, claro, porque sir Phillip había insistido, y Eloise no iba a contradecir su autoridad. Pero, además, porque los gemelos tenían que aprender a reparar los daños que causaban.

– Está bien -dijo Eloise-. Me daréis una tarde.

– ¿Una tarde?

– Sí. Cuando me encuentre mejor, tu hermano y tú me daréis una tarde. Todavía no conozco Romney Hall demasiado bien y supongo que vosotros conoceréis hasta el último rincón. Podríais acompañarme a dar un paseo. Con una condición -añadió, porque valoraba mucho su salud y su condición física-. Nada de travesuras.

– Ninguna -dijo Amanda, inmediatamente, asintiendo con fuerza-. Lo prometo.

– Oliver -dijo Phillip, cuando su hijo no respondió.

– Nada de travesuras esa tarde -susurró.

Phillip se acercó a él y lo cogió por el cuello de la camisa.

– ¡Ni nunca! -dijo, con la voz estrangulada-. ¡Lo prometo! No volveremos a acercarnos a la señorita Bridgerton.

– Bueno, espero que hagáis alguna excepción -dijo Eloise, mirando a Phillip esperando que lo interpretara como un “Ya puede soltar al niño”-. Me debéis una tarde.

Amanda dibujó una tímida sonrisa pero Oliver siguió igual de serio.

– Podéis marcharos -dijo Phillip, y a los niños les faltó tiempo para desaparecer.

Una vez solos, los dos adultos se quedaron en silencio, mirando la puerta con una expresión triste y agotada. Eloise se sentía agotada, como si la hubieran implicado en una situación que no acababa de entender.

Estuvo a punto de echarse a reír. ¿En qué estaba pensando? Claro que la habían implicado en una situación que no acababa de entender, y se engañaba al creer que sabía qué hacer.

Phillip se acercó a la cama pero, cuando estuvo a su lado, se mantuvo bastante rígido.

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó.

– Si no me saca esta carne del ojo dentro de poco -dijo, con sinceridad-, creo que voy a vomitar.

Cogió la bandeja que había traído la doncella y se la acercó. Eloise se quitó el trozo de carne de la cara, con una mueca ante el ruido acuoso y pegajoso que hizo.

– Será mejor que me lave la cara -dijo-. El olor es muy fuerte.

Phillip asintió.

– Antes, deje que le eche un vistazo.

– ¿Tiene mucha experiencia con estas cosas? -le preguntó ella, mirando hacia el techo cuando él se lo pidió.

– Un poco. -Phillip le apretó un poco la mejilla con el pulgar-. Mire hacia la derecha.

Ella le obedeció.

– ¿Un poco?

– En la universidad, boxeaba.

– ¿Era bueno?

Le hizo girar la cabeza.

– Mire a la izquierda. Lo suficiente.

– ¿Qué quiere decir?

– Cierre el ojo.

– ¿Qué quiere decir? -insistió ella.

– No ha cerrado el ojo.

Eloise los cerró los dos porque, si sólo cerraba uno, lo hacía con demasiada fuerza.

– ¿Qué quiere decir?

No lo veía pero percibió la pausa.

– ¿Le han dicho alguna vez que es un poco testaruda?

– Constantemente. Es mi único defecto.

Escuchó cómo Phillip se reía.

– ¿El único?

– El único que vale la pena comentar.

Abrió los ojos.

– No me ha contestado.

– No recuerdo cuál era la pregunta.

Abrió la boca para responderle, pero entendió que le estaba tomando el pelo e hizo una mueca.

– Vuelva a cerrar el ojo -dijo Phillip-. Todavía no he terminado. -Cuando Eloise obedeció, añadió-: “Lo suficiente” quiere decir que no tenía que pelear si no quería.

– Pero no era el campeón -conjeturó ella.

– Puede abrir el ojo.

Eloise lo abrió y parpadeó al darse cuenta de lo cerca que estaba Phillip.

Él se echó hacia atrás.

– No, no lo era.

– ¿Y por qué no?

Él encogió los hombros.

– Porque no me importaba lo suficiente.

– ¿Qué le parece? -preguntó ella.

– ¿El ojo?

Eloise asintió.

– No creo que podamos hacer nada para evitar que tenga el ojo morado durante unos días.

– Creí que no me había golpeado el ojo -dijo ella, suspirando frustrada-. Cuando caí, me refiero. Creí que me había hecho daño en la mejilla.

– No hace falta golpearse el ojo para que se ponga morado. Se ve claramente que se ha golpeado aquí -dijo, acariciándole el pómulo, aunque con delicadeza para que ella no notara ningún dolor-. Y esta zona está tan cerca del ojo que es muy posible que el hematoma llegue hasta esta zona.

Ella gruñó.

– Voy a estar horrorosa durante semanas.

– No creo que tarde tanto tiempo en desaparecer.

– Tengo hermanos -dijo, lanzándole una mirada que decía que sabía de lo que estaba hablando-. He visto algunos ojos morados. Una vez, a Benedict le salió uno que tardó meses en desaparecer.

– ¿Qué le pasó? -preguntó Phillip.

– Mi hermano mayor -respondió ella.

– No me diga más -dijo Phillip-. Yo también tuve un hermano mayor.

– Son unas criaturas asquerosas -dijo Eloise, aunque con un tono cariñoso.

– Seguramente, el suyo desaparecerá antes -dijo, ayudándola a levantarse para que pudiera ir a lavarse la cara.

– O no.

Phillip asintió y, mientras Eloise se lavaba, dijo:

– Tendremos que buscarle una acompañante.

Eloise se quedó inmóvil.

– Lo había olvidado.

Phillip tardó unos segundos en contestar.

– Yo no.

Eloise cogió una toalla y se secó la cara.

– Lo siento. Es culpa mía. En una carta, me dijo que se encargaría de buscar una pero, con las prisas por marcharme de Londres, olvidé que necesitaría un tiempo prudencial para arreglarlo todo.

Phillip la miró fijamente, preguntándose si se habría dado cuenta de que había revelado más información de la que le hubiera gustado. Era difícil imaginar que una mujer como Eloise, abierta, brillante y extremadamente habladora, pudiera tener secretos, pero desde que había llegado no había comentado nada de los motivos que la habían traído hasta Gloucestershire.

Dijo que buscaba marido, pero Phillip sospechaba que esos motivos tenían que ver tanto con lo que había dejado en Londres como con lo que esperaba encontrar aquí en el campo.

Y ahora lo había dicho: “con las prisas”.

¿Por qué tenía prisa por marcharse? ¿Qué había pasado en Londres?

– Ya le he escrito a mi tía abuela -dijo, ayudándola a meterse en la cama, aunque estaba claro que quería hacerlo sola-. Le envié una carta la misma mañana que usted llegó. Pero dudo que aparezca antes del jueves. Vive en Dorset, que no está lejos de aquí, pero no es de las que salen de su casa con lo puesto. Necesitará tiempo para preparar el equipaje y hacer todas esas cosas… -agitó la mano en el aire, quitándole importancia-… que hacen las mujeres.

Eloise asintió, seria.

– Sólo son cuatro días. Y aquí hay muchos sirvientes. No es como si estuviéramos solos en un lejano refugio de cazadores.

– No diga tonterías. Si alguien se entera de su presencia en esta casa sin acompañante, pondría su reputación en un serio compromiso.

Ella suspiró y encogió los hombros en un gesto fatalista.

– Bueno, no está en mi mano decidirlo. -Se tocó el ojo-. Seguro que, si volviera hoy a casa, mi aspecto levantaría más suspicacias que el hecho de que me hubiera ido.

Phillip asintió lentamente, porque estaba de acuerdo con ella aunque no podía evitar pensar en otra cosa. ¿Había alguna razón en particular por la que le preocupara tan poco su reputación? No había pasado mucho tiempo entre la alta sociedad pero, por su experiencia, todas las damas solteras, tuvieran la edad que tuvieran, siempre estaban preocupadas por su reputación.

¿Era posible que la reputación de Eloise ya estuviera arruinada el día que apareció en su puerta?

Y, más concretamente, ¿le importaba?

Frunció el ceño, porque todavía no estaba en condiciones de responder a la segunda pregunta. Sabía lo que quería, mejor dicho, lo que necesitaba, en una esposa y tenía muy poco que ver con la pureza, la castidad y todos esos ideales que las chicas jóvenes tanto se esmeraban en preservar.

Necesitaba a alguien que pudiera entrar en su vida y hacérsela menos complicada. Alguien que estuviera al frente de la casa y que fuera una madre para sus hijos. Sinceramente, se alegraba de que Eloise despertara también sus deseos más íntimos pero, aunque hubiera sido fea como un cardo… bueno, no habría tenido ningún problema en casarse con un cardo siempre que fuera práctica, eficiente y buena con los niños.

Sin embargo, si todo eso era cierto, ¿por qué le molestaba tanto la posibilidad de que Eloise hubiera tenido un amante?

No, molestar no era la palabra. No sabía definir con exactitud sus sentimientos. Lo irritaba, eso. Del mismo modo que irritaba una piedra en el zapato o una quemadura del sol.

Era la sensación aquella de que hay algo que no está bien. Y no es que esté catastrófica y dramáticamente mal, pero no está… bien.

Vio cómo se recostaba en las almohadas.

– ¿Quiere descansar un rato? ¿La dejo sola?

Eloise suspiró.

– Supongo que sí, aunque no estoy cansada. Dolorida, sí, pero no cansada. Sólo son las ocho.

Phillip miró el reloj que había encima de una estantería.

– Las nueve.

– Las ocho, las nueve -dijo ella, dejando ver que no había diferencia-. En cualquier caso, es de día. -Miró hacia la ventana, melancólica-. Y no llueve.

– ¿Preferiría salir y sentarse en el jardín? -preguntó Phillip.

– Preferiría pasear por el jardín -respondió ella, descarada-, pero me duele un poco la cadera. Supongo que debería descansar un día.

– Más de uno -dijo él, con brusquedad.

– Seguramente tenga razón, pero le aseguro que no seré capaz de quedarme en la cama más de un día.

Phillip sonrió. No era el tipo de mujer que se pasaba el día sentada en el salón bordando, cosiendo o lo que hicieran las mujeres en un salón con aguja e hilo en la mano.

La observó mientras, incluso sentada en la cama, no podía evitar mover una pierna. No era el tipo de mujer que se pasaba el día sentada, y punto.

– ¿Le gustaría llevarse un libro? -le preguntó.

Los ojos de Eloise reflejaron su decepción. Phillip sabía que esperaba que la acompañara y Dios sabe que una parte de él quería hacerlo, pero la otra parte le decía que tenía que alejarse, casi como medida de protección. Todavía se sentía un poco descolocado por haber tenido que pegar a sus hijos.

Parecía que cada quince días hacían algo merecedor de un castigo y, la verdad, ya no sabía qué más hacer. Aunque no disfrutaba pegándoles. Lo odiaba; cada vez que lo hacía, tenía arcadas, pero ¿qué se suponía que debía hacer cuando se portaban de aquella manera? Intentaba pasar por alto las pequeñas cosas, pero cuando pegaban el pelo de la institutriz a las sábanas mientras ella dormía, ¿cómo iba a pasarlo por alto? O como el día que rompieron todas las macetas de cerámica que había en una estantería del invernadero. Dijeron que había sido un accidente, pero Phillip no les creyó ni una palabra. Y, mientras defendían su inocencia, en sus ojos se veía que no pensaban que su padre les creyera.

Así que imponía disciplina de la única manera que sabía aunque, hasta ahora, sólo había utilizado la mano. Y eso cuando la utilizaba. La mitad de las veces, bueno más de la mitad, los recuerdos de la disciplina de su padre lo mortificaban de tal manera que se iba, temblando y sudado, horrorizado ante el temblor de la mano con la que quería pegarles en el culo.

Le preocupaba ser demasiado benévolo con ellos. Seguramente lo era, visto que sus hijos no se comportaban mejor. Se decía que tenía que ser más severo e incluso un día había ido a los establos y había cogido la fusta…

Recordarlo le hacía estremecerse. Fue después del episodio del pegamento; a la señorita Lockhart tuvieron que cortarle el pelo y Phillip sintió una rabia muy dolorosa y desquiciante. La visión se le tiñó de rojo y lo único que quería era castigarlos, hacer que se portaran bien, enseñarles a ser buenas personas y acabó por ir a buscar la fusta.

Sin embargo, le quemó en las manos y la soltó, horrorizado y temeroso de en qué se habría convertido de haberla usado.

Los niños se quedaron sin un castigo durante un día entero. Phillip se encerró en el invernadero, temblando y odiándose por lo que casi había hecho.

Y por lo que era incapaz de hacer.

Convertir a sus hijos en mejores personas.

No sabía cómo ser un buen padre. Eso estaba claro. No sabía cómo hacerlo y, además, era posible que no estuviera hecho para eso. A lo mejor, había hombres que nacían sabiendo qué decir y qué hacer y otros, por mucho que lo intentaran, no servían.

A lo mejor, uno necesitaba tener un buen padre a quien poder imitar.

Y en eso, la suerte de Phillip estuvo echada desde el día que nació.

Y ahora estaba allí, intentando cubrir sus deficiencias con Eloise Bridgerton. Quizá podría dejar de sentirse tan mal padre si les conseguía una buena madre.

Sin embargo, las cosas nunca eran tan fáciles como parecían y Eloise, en el día que llevaba en Romney Hall, había puesto su vida patas arriba. No esperaba desearla, al menos con la intensidad que lo hacía cada vez que la miraba. Y cuando la había visto en el suelo, ¿cómo es que lo primero que había sentido había sido terror?

Terror por su estado físico y, para ser sincero, terror de que los gemelos la hubieran convencido de que se marchara.

Cuando se había enterado de lo del pelo de la señorita Lockhart, su primera reacción había sido ir a buscar a los niños, lleno de cólera. Con Eloise, en cambio, apenas había pensado en ellos hasta que se había asegurado personalmente que no estaba grave.

No quería preocuparse por ella, sólo quería una buena madre para sus hijos. Y ahora no sabía qué hacer.

Y, por lo tanto, pasar la mañana en el jardín con la señorita Bridgerton parecía una idea celestial, pero sabía que no podía permitírselo.

Necesitaba estar un rato solo. Necesitaba pensar. O mejor, no pensar, porque si pensaba sólo conseguía enfadarse y confundirse más. Necesitaba hundir las manos en alguna maceta llena de tierra y ensuciarse hasta olvidarse de todos sus problemas.

Necesitaba escapar.

Y si por ello era un cobarde, pues que así fuera.

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