“… todos echamos de menos a papá, sobre todo en esta época del año. Pero piensa en lo afortunado que fuiste al poder compartir dieciocho años con él. No me acuerdo mucho de él y a veces pienso que ojalá me hubiera podido conocer mejor, ojalá hubiera visto en lo que me he convertido.”
Eloise Bridgerton a su hermano, el vizconde Bridgerton,
con ocasión del décimo aniversario de la muerte de su padre.
Eloise bajó tarde a cenar a propósito. No se retrasó mucho, porque no le gustaba llegar tarde y, sobre todo, porque era algo que no soportaba en los demás. Sin embargo, después de lo sucedido por la tarde, no tenía ni idea de si sir Phillip bajaría a cenar y no hubiera podido aguantar esperarlo en la sala, intentando no comerse las uñas ante la idea de cenar sola.
A las siete y diez en punto calculó que, si no la estaba esperando, es que no iba a bajar a cenar con ella y, por lo tanto, podría pasar directamente al comedor y hacer ver que ya estaba previsto que cenaría sola.
Sin embargo, para su mayor sorpresa y, sinceramente, también fue un alivio, cuando entró en la sala, Phillip estaba junto a la ventana, muy elegante con un traje que, aunque no era la última moda, estaba perfectamente hecho y cortado a medida. Eloise vio que iba de blanco y negro y se preguntó si sería porque todavía guardaba un luto parcial por Marina o si sencillamente llevaba esos colores porque le gustaban. Sus hermanos solían renunciar a los colores brillantes y vistosos tan populares entre ciertos hombres de la alta sociedad de Londres, y sir Phillip, seguramente, compartía el mismo criterio.
Eloise se quedó en la puerta un momento, observando el perfil de Phillip y preguntándose si la habría visto. Y justo entonces, él se giró, murmuró su nombre y se acercó a ella.
– Le ruego acepte mis disculpas por lo sucedido esta tarde -dijo y, aunque habló con voz ahogada, vio la súplica en sus ojos y sintió que necesitaba que lo perdonara.
– No tiene que disculparse -dijo ella y suponía que era la verdad. ¿Cómo iba a saber si debía disculparse si ni siquiera entendía lo que había sucedido?
– No, debo hacerlo -insistió él-. Reaccioné de manera desmesurada. Yo…
Eloise no dijo nada, sólo lo observó mientras él se aclaraba la garganta.
Phillip abrió la boca para hablar pero pasaron varios segundos antes de que dijera:
– Marina estuvo a punto de ahogarse en ese lago.
Eloise se quedó helada y no se dio cuenta de que se había acercado la mano a la boca hasta que sintió los dedos en los labios.
– Apenas sabía nadar -explicó él.
– Lo siento mucho -susurró ella-. ¿Estaba usted…? -Cómo preguntarlo sin parecer morbosa? No había forma de evitarlo y tenía que saberlo-. ¿Estaba usted allí?
Phillip asintió, muy serio.
– La saqué del agua.
– Tuvo suerte -susurró Eloise-. Seguro que debía estar aterrada.
Phillip no dijo nada. Ni siquiera asintió.
Eloise se acordó de su padre, de lo impotente que se había sentido cuando cayó al suelo delante de ella. Ya de niña era de las que necesitaba hacer cosas. Jamás se había dedicado a observar la vida, siempre había querido hacer algo, arreglar cosas, incluso personas. Y la única vez que realmente hubiera debido actuar, no había podido hacer nada.
– Me alegro de que pudiera salvarla -dijo, en voz baja-. Para usted, habría sido horrible no poder hacerlo.
Phillip la miró con curiosidad y ella se dio cuenta que aquellas palabras habían debido sonar muy extrañas y añadió:
– Es… muy difícil… cuando alguien muere y sólo puedes mirar, cuando no puedes hacer nada para evitarlo. -Y entonces, porque el momento lo pedía y porque se sentía extrañamente conectada a ese hombre que estaba de pie delante de ella, con una voz suave y quizás un poco triste, añadió-: Lo sé.
Phillip levantó la cabeza y la miró, cuestionándola con la mirada.
– Mi padre -dijo ella.
No era algo de lo que solía hablar con la gente; de hecho, su mejor amiga Penelope era la única persona ajena a la familia más cercana que sabía que Eloise había sido la única testigo de la muerte de su padre.
– Lo siento -susurró él.
– Sí -dijo ella, melancólica-. Yo también.
Y entonces, Phillip dijo algo muy raro:
– No sabía que mis hijos supieran nadar.
El comentario fue tan inesperado, un cambio de tema tan repentino, que Eloise sólo pudo parpadear y decir:
– ¿Perdón?
Él le ofreció el brazo para acompañarla hasta el comedor.
– No sabía que supieran nadar -repitió, con voz profunda-. Ni siquiera sé quién les ha enseñado.
– ¿Importa? -preguntó Eloise con suavidad.
– Claro -respondió él, muy brusco-, porque debería haberlo hecho yo.
Era duro mirarlo a la cara. Eloise no recordaba haber visto jamás a un hombre tan atormentado por el dolor y, sin embargo, aquella actitud le gustaba. Cualquier hombre que se preocupara tanto por sus hijos, aunque no supiera qué hacer cuando estaba con ellos, debía ser un buen hombre. Eloise sabía que, para ella, las cosas solían ser blancas o negras, que a veces tomaba decisiones sin pararse a analizar la paleta de grises intermedios, pero también sabía que ahora estaba en lo cierto.
Sir Phillip Crane era un buen hombre. Puede que no fuera perfecto pero era un buen hombre, y tenía un gran corazón.
– Bueno -dijo ella, con brío porque, por un lado, era su manera de ser y, por el otro, porque era como le gustaba hacer frente a los problemas: lidiando con ellos en vez de arrepentirse de las cosas-. Ahora ya no puede hacer nada. No pueden desaprender lo que han aprendido.
Phillip se detuvo y la miró.
– Tiene razón, por supuesto -y luego, en un tono más suave, añadió-: Pero fuera quien fuera que les enseñase, yo debería haberlo sabido.
Eloise estaba de acuerdo en eso pero, al verlo tan preocupado, prefirió no decirlo en voz alta.
– Todavía tiene tiempo -le dijo.
– ¿De qué? -preguntó él, en un tono burlón que iba dirigido a él mismo-. ¿De enseñarles a nadar de espaldas y así ampliar su repertorio?
– ¿Por qué no? -respondió Eloise, un poco brusca, porque nunca había tenido mucha paciencia con la autocompasión-. Pero también de aprender más cosas sobre ellos. Son unos niños encantadores.
Él la miró, incrédulo.
Ella se aclaró la garganta.
– Bueno, sí, a veces se portan mal…
Phillip arqueó una ceja.
– De acuerdo, se portan mal muy a menudo pero sólo necesitan que les preste un poco más de atención.
– ¿Se lo han dicho ellos?
– Claro que no -dijo ella, riéndose de aquel comentario tan inocente-. Sólo tienen ocho años. No van a decirlo con estas palabras. Pero para mí está más que claro.
Llegaron al comedor y Eloise tomó asiento. Phillip se sentó frente a ella, acercó una mano a la copa de vino, pero enseguida la apartó. Movió los labios, de manera casi imperceptible, como si quisiera decir algo pero no supiera cómo. Al final, después de que Eloise tomara un trago de vino, le preguntó:
– ¿Se divirtieron? Nadando, quiero decir.
Ella sonrió.
– Mucho. Debería ir con ellos algún día.
Phillip cerró los ojos y los mantuvo así un instante, no demasiado largo, aunque más prolongado que un parpadeo.
– No creo que sea capaz -dijo.
Ella asintió. Sabía que los recuerdos eran muy poderosos.
– Quizás en algún otro sitio -sugirió-. Seguro que por aquí debe haber otro lago. O algún estanque.
Phillip esperó a que Eloise cogiera la cuchara y sólo entonces empezó a tomarse la sopa.
– Es una gran idea. Creo que… -Se detuvo para aclararse la garganta-. Creo que podría hacerlo. Ya pensaré dónde podemos ir.
Aquella expresión fue deliciosa, la incertidumbre, la vulnerabilidad. El saber que, a pesar de que no estaba seguro de estar haciendo lo correcto, iba a intentarlo. A Eloise le dio un vuelco el corazón, pero un vuelco de alegría, y le vinieron ganas de levantarse y cogerle la mano, pero no podía. Aunque la mesa no fuera más larga que su brazo, no podía. Así que se limitó a sonreír y a esperar que aquel gesto lo animara.
Phillip se tomó otra cucharada de sopa, se secó la boca con la servilleta y dijo:
– Espero que nos acompañe.
– Por supuesto -respondió Eloise, encantada-. Me sentiría desolada si no me invitaran.
– Estoy seguro de que exagera -dijo él, sonriendo-. Pero, de todos modos, sería un honor y, sinceramente, para mí sería una tranquilidad añadida tenerla conmigo. -Ante la curiosa mirada de Eloise, Phillip se explicó-: Seguro que, con su presencia, la excursión será un éxito.
– Estoy segura que usted…
Phillip la interrumpió.
– Todos nos lo pasaremos mucho mejor si usted nos acompaña -dijo, con énfasis, y Eloise decidió no discutir y aceptar el halago.
Además, era posible que tuviera razón. Él y los niños estaban tan poco acostumbrados a pasar el tiempo juntos que su presencia serviría para relajar los ánimos.
Y a ella no le molestó para nada la idea.
– Tal vez mañana -dijo-, si sigue haciendo buen tiempo.
– Creo que se mantendrá -respondió Phillip-. El aire sigue soplando del mismo lado.
Mientras sorbía la sopa, un caldo de pollo con verduras al que le faltaba un poco de sal, Eloise lo miró.
– ¿Predice el tiempo? -preguntó, con un evidente escepticismo. Tenía un primo que estaba convencido de que podía predecir el tiempo y, siempre que le hacía caso, acababa empapada o con los pies helados.
– En absoluto -respondió él-, pero se puede… -Se detuvo y ladeó un poco la cabeza-. ¿Qué ha sido eso?
– ¿El qué? -dijo Eloise pero, mientras lo decía, también lo escuchó. Una discusión y unas voces que cada vez eran más fuertes. Pasos decididos.
Se escucharon una serie de improperios y, a continuación, un grito de terror que sólo podía provenir del mayordomo…
Y entonces Eloise lo supo.
– Dios mío -dijo, ladeando la cuchara hasta que la sopa volvió a caer en el plato.
– ¿Qué diablos sucede? -preguntó Phillip, que se levantó y se preparó para defender su casa ante los invasores.
Aunque no sabía a qué clase de invasores tendría que hacer frente. Qué clase de invasores pesados, entrometidos y diabólicos tendría que hacer frente en unos diez segundos.
Pero Eloise sí que lo sabía. Y sabía que, hablando de la inminente seguridad de Phillip, “pesados, entrometidos y diabólicos” no era nada comparado con “furiosos, poco razonables y muy corpulentos”.
– ¿Eloise? -preguntó Phillip, arqueando las cejas cuando los dos escucharon que alguien gritaba su nombre.
Ella sintió que la sangre se le helaba en las venas. Lo sintió, sabía que había sucedido, aunque no tuviera frío. Era imposible que sobreviviera a eso, que lo superara sin matar a alguien, preferiblemente a alguien que llevara su misma sangre.
Se puso de pie, con los puños cerrados en la mesa. Los pasos que, para ser sinceros, parecían una horda furiosa, estaban cada vez más cerca.
– ¿Los conoces? -le preguntó Phillip, bastante tranquilo para alguien que estaba a punto de morir.
Ella asintió y, sin saber cómo, consiguió responder:
– Mis hermanos.
Phillip pensó, mientras estaba pegado contra la pared con dos pares de manos rodeándole el cuello, que Eloise podría haberle advertido de aquello.
No hubiera sido necesario decírselo con varios días de antelación, pero habría sido un detalle, aunque insuficiente, eso sí, vista la fuerza de cuatro hombres muy corpulentos, muy enfadados y, a juzgar por sus caras, muy parecidos.
Hermanos. Debería habérselo imaginado. Seguramente, no era buena idea cortejar a una mujer que tenía hermanos.
Y cuatro, para ser exactos.
Cuatro. Era increíble que todavía siguiera vivo.
– ¡Anthony! -gritó Eloise-. ¡Suéltalo!
Anthony, o al menos Phillip supuso que sería Anthony porque aquí nadie se había tomado la molestia de presentarse formalmente, apretó las manos alrededor del cuello de Phillip.
– ¡Benedict! -exclamó Eloise, dirigiéndose al más corpulento de los cuatro-. ¡Sé razonable!
El otro, bueno el otro que lo tenía cogido por el cuello, porque había dos más que estaban un poco más lejos observándolo todo, lo soltó y se giró hacia Eloise.
Y eso fue un gran error porque, con las prisas por echársele al cuello, nadie se había fijado en el ojo morado de Eloise.
Y, por supuesto, creerían que sería culpa de él.
Benedict soltó un gruñido feroz y agarró a Phillip por el cuello con tanta fuerza que lo levantó del suelo.
“Magnífico -pensó Phillip-. Ahora sí que voy a morir.” El primer apretón había sido incómodo, pero éste…
– ¡Parad! -grito Eloise, lanzándose sobre Benedict y estirándole del pelo. Benedict gritó cuando Eloise le echó la cabeza hacia atrás pero, por desgracia para Phillip, Anthony se mantuvo firme, incluso cuando Benedict se vio obligado a soltar las manos para deshacerse de Eloise.
Que, por lo que Phillip pudo ver, porque la falta de oxígeno estaba empezando a afectarle, estaba peleando como una fiera. Con la mano derecha, le estaba estirando el pelo a su hermano Benedict y tenía el brazo izquierdo alrededor de su cuello, con el antebrazo fijo debajo de la barbilla.
– Por el amor de Dios -dijo Benedict, girando sobre sí mismo mientras intentaba zafarse de su hermana-. ¡Que alguien me la quite de encima!
Como era de esperar, ninguno de los otros Bridgerton acudió en su ayuda. De hecho, el que estaba apoyado en la pared parecía de lo más entretenido con aquella situación.
A Phillip se le empezó a nublar la vista pero, aún así, no pudo evitar admirar la fortaleza de Eloise. Era una de las pocas mujeres que sabía pelear y ganar.
De repente, la cara de Anthony estaba a escasos centímetros de la de él.
– ¿Le has pegado? -gruñó.
“Como si pudiera contestar”, pensó Phillip.
– ¡No! -exclamó Eloise, apartando su atención de la cabeza de Benedict por un momento-. Claro que no.
Anthony la miró fijamente mientras volvía a emprenderla a golpes con su hermano.
– Ni claro ni nada.
– Fue un accidente -insistió ella-. Él no tuvo nada que ver. -Y entonces, cuando ninguno de sus hermanos dio señal de creerla, añadió-: ¡Por el amor de Dios! ¿De verdad creéis que defendería a alguien que me hubiera pegado?
Aquello pareció funcionar porque, de repente, Anthony soltó a Phillip, que cayó al suelo, respirando con dificultad.
Cuatro. ¿Le había dicho que tenía cuatro hermanos? Seguro que no. Jamás se hubiera planteado casarse con una mujer que tuviera cuatro hermanos. Sólo un estúpido se encadenaría a una familia así.
– ¿Qué le habéis hecho? -preguntó Eloise, bajando de la espalda de Benedict y corriendo al lado de Phillip.
– ¿Qué te ha hecho él a ti? -preguntó uno de los otros hermanos. Phillip vio que era el que antes de que sus otros hermanos lo agarraran por el cuello, le había dado un puñetazo en la barbilla.
Eloise le lanzó una mirada feroz.
– ¿Qué haces tú aquí?
– Proteger el honor de mi hermana -respondió él.
– Como si necesitara tu protección. ¡Si ni siquiera tienes veinte años!
“¡Ajá!, este debe ser el chico cuyo nombre empieza por G. ¿George? No, no es ese nombre. ¿Gavin? No…”
– Tengo veintitrés años -respondió el chico, con toda la irritabilidad de un hermano pequeño.
– Y yo veintiocho -dijo ella-. No necesitaba tu ayuda cuando ibas en pañales y no la necesito ahora.
“Gregory, eso es.” Eloise le había hablado de él en una de sus cartas. Maldición, si sabía aquello, también debía saber lo de la tropa de hermanos. No podía echarle la culpa a nadie.
– Quería venir -dijo el que estaba en la esquina, el que todavía no había hecho ningún intento de matar a Phillip.
Phillip pensó que era el que mejor le caía y más después de ver cómo agarraba a Gregory por el brazo para evitar que se abalanzara sobre su hermana que, por otra parte, era lo que se merecía, pensó Phillip, con mucha ironía, desde el suelo del comedor. Con que pañales, ¿eh?
– Pues deberías haberlo detenido -dijo Eloise, ajena a lo que le estaba pasando por la cabeza a Phillip-. ¿Sabéis lo humillante que es esto?
Sus hermanos la miraron como si se hubiera vuelto loca, y con toda la razón, pensó Phillip.
– Cuando te fuiste sin decir nada -dijo Anthony-, perdiste todo el derecho a sentirte humillada, mortificada, incómoda o cualquier otra emoción que no sea la estupidez más absoluta.
Eloise parecía un poco más tranquila pero, aún así, murmuró:
– Como si fuera a escuchar algo de lo que me vas a decir.
– No como con nosotros -dijo el que debía ser Colin-, con quien eres dócil y obediente, ¿verdad?
– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Eloise, en un tono que las doloridas orejas de Phillip percibieron como muy atractivo.
¿Doloridas? ¿Le habían dado un golpe en las orejas? No lo recordaba. En una lucha de cuatro contra uno era difícil recordarlo todo.
– Tú -dijo el que Phillip estaba casi seguro que debía de ser Anthony, señalándolo con el índice-, no te muevas de aquí.
Como si fuera a intentarlo.
– Y tú -le dijo a Eloise, con una voz todavía más inexpresiva, si es que era posible-, ¿en qué demonios estabas pensado?
Eloise intentó capear el temporal con otra pregunta.
– ¿Qué estáis haciendo aquí?
Y lo consiguió, porque su hermano cayó en la trampa y le contestó.
– Salvarte de la ruina -le dijo, muy enfadado-. Por Dios, Eloise, ¿sabes lo preocupados que nos tenías?
– Y yo que pensaba que no os habríais dado cuenta -respondió ella, intentando bromear.
– Eloise -dijo Anthony-, mamá está fuera de sí.
Aquello consiguió preocuparla al instante.
– Oh, no -susurró-. No pensé en eso.
– No, no lo pensaste -respondió Anthony, con el tono severo que se esperaba del hombre que llevaba veinte años como cabeza de familia-. Debería darte una buena paliza.
Phillip intentó ponerse en pie porque no podía tolerar una paliza, pero entonces Anthony dijo:
– O, por lo menos, ponerte un bozal. -Y en ese momento Phillip supo que Anthony conocía a su hermana perfectamente.
– ¿Adónde crees que vas? -preguntó Benedict, y Phillip se dio cuenta de que debía estar intentando ponerse en pie y se dejó caer otra vez al suelo.
Phillip miró a Eloise.
– ¿No sería apropiado presentarnos?
– Oh -dijo Eloise-. Sí, claro. Estos son mis hermanos.
– Ya me lo he imaginado -dijo Phillip, con la voz ronca.
Lo miró, casi con la palabra perdón grabada en los ojos que, en la opinión de Phillip, era lo menos que podía hacer después que sus hermanos hubieran estado a punto de matarlo, y luego se giró hacia el grupo de hombres y dijo:
– Anthony, Benedict, Colin y Gregory. Estos tres -dijo, refiriéndose a la A, la B y la C-, son mis hermanos mayores. Éste -dijo, señalando a Gregory-, no es más que un mocoso.
Gregory estuvo a punto de saltarle encima, y Phillip no se hubiera opuesto, porque así el objetivo de sus puños hubiera dejado de ser él.
Y luego, Eloise se giró hacia Phillip y les dijo a sus hermanos:
– Sir Phillip Crane, pero supongo que ya lo sabéis.
– Te dejaste una carta en el escritorio -dijo Colin.
Eloise cerró los ojos. A Phillip le pareció que movía los labios diciendo: “Estúpida, estúpida, estúpida”.
Colin sonrió.
– Procura ser más cuidadosa en el futuro, si decides volver a fugarte.
– Lo tendré en cuenta -respondió Eloise, aunque empezaba a apagarse lentamente.
– ¿Es un buen momento para levantarme? -preguntó Phillip, dirigiéndose a nadie en particular.
– ¡No! -Era difícil saber cuál de los cuatro había respondido más alto.
Phillip se quedó en el suelo. No se consideraba un cobarde y, en realidad, era bastante bueno en la lucha cuerpo a cuerpo, pero es que eran cuatro.
Puede que fuera boxeador, pero no era un tonto suicida.
– ¿Cómo te hiciste eso en el ojo? -preguntó Colin.
Eloise hizo una pausa antes de responder.
– Fue un accidente.
Colin se quedó callado unos instantes y luego añadió:
– ¿Te importaría ser un poco más explícita?
Eloise tragó saliva y miró a Phillip, algo que él deseó que no hubiera hecho porque así sólo conseguía que “ellos”, como empezaba a referirse al cuarteto, se convencieran todavía más de que él era el responsable.
Un malentendido que sólo podía provocarle la muerte y posterior desmembramiento. No parecían dispuestos a dejar que nadie les pusiera una mano encima a sus hermanas, y mucho menos les pusiera un ojo morado.
– Dígales la verdad, Eloise -dijo Phillip, cansado.
– Fueron sus hijos -dijo, con una mueca.
Sin embargo, Phillip no se preocupó. Aunque habían estado a punto de estrangularlo, no parecían capaces de golpear a dos niños inocentes. Y Eloise no hubiera dicho nada si hubiera creído que los estaba poniendo en peligro.
– ¿Tiene hijos? -preguntó Anthony, lanzándole a Phillip una mirada menos despectiva.
Phillip pensó que Anthony también debía ser padre.
– Dos -respondió Eloise-. En realidad, son gemelos. Un niño y una niña de ocho años.
– Enhorabuena -dijo Anthony.
– Gracias -respondió Phillip, sintiéndose muy cansado y mayor en ese momento-. Creo que las condolencias serían más adecuadas.
Anthony lo miró con curiosidad y casi sonriendo.
– No se mostraron excesivamente entusiasmados con mi llegada -dijo Eloise.
– Chicos listos -dijo Anthony.
Ella lo miró muy seria.
– Ataron una cuerda en mitad del pasillo -dijo-. Como la trampa que me tendió Colin. -Se giró hacia su hermano con una mirada diabólica-. En 1804.
Colin puso cara de incredulidad.
– ¿Te acuerdas de la fecha exacta?
– Se acuerda de todo -dijo Benedict.
Eloise se giró hacia su otro hermano.
A pesar del dolor en la garganta, Phillip estaba empezando a disfrutar de la conversación.
Eloise se giró hacia Anthony, regia como una reina.
– Me caí -dijo.
– ¿Sobre el ojo?
– No, sobre la cadera, pero no tuve tiempo de apoyar las manos y me golpeé la mejilla. Supongo que el morado se extendió a la zona del ojo.
Anthony miró a Phillip con una expresión feroz.
– ¿Es la verdad?
Phillip asintió.
– Lo juraría sobre la tumba de mi hermano. Los niños le dirán lo mismo si quiere subir a interrogarlos.
– Claro que no quiero -gruñó Anthony-. Nunca haría… -Se aclaró la garganta y dijo-: Levántese. -Aunque compensó la brusquedad del tono al ofrecerle la mano.
Phillip la aceptó, porque ya había decidido que era mejor tenerlo como aliado que como enemigo. Observó a los cuatro Bridgerton, casi con precaución. Si decidían atacarlo los cuatro a la vez, no tenía ninguna opción, y no estaba tan seguro de que el peligro ya hubiera pasado.
Al final del día, estaría casado o muerto y no estaba preparado para que la decisión la tomaran esos cuatro a mano alzada.
Entonces, después de hacer callar a sus cuatro hermanos pequeños con una mirada, Anthony se giró hacia Phillip y dijo:
– Quizá quiera explicarme, desde el principio, qué ha sucedido.
De reojo, Phillip vio que Eloise abría la boca para intervenir, pero luego la cerró y se sentó en una silla con una expresión que, si no era sumisa, era lo más parecido a la sumisión que le había visto.
Phillip decidió que necesitaba aprender a mirar como Anthony Bridgerton. Haría callar a sus hijos en un santiamén.
– No creo que Eloise nos interrumpa -dijo Anthony, con suavidad-. Por favor, empiece.
Phillip miró a Eloise, que parecía a punto de estallar. Sin embargo, se mordió la lengua que, para alguien como ella, era casi un milagro.
Phillip relató los sucesos que habían traído a Eloise a Romney Hall. Le explicó a Anthony lo de las cartas; cómo empezó todo con la nota de pésame que su hermana le había enviado cuando su mujer había muerto y cómo, a partir de aquello, empezaron una amigable correspondencia, aunque se vio obligado a hacer una pausa cuando Colin dijo:
– Siempre me pregunté qué escribía tanto rato en su habitación.
Cuando Phillip lo miró, extrañado, Colin levantó las manos y añadió:
– Siempre llevaba los dedos manchados de tinta, y nunca supe por qué.
Phillip acabó de explicar la historia con un:
– Así que, como verán, buscaba una esposa. Y, a juzgar por el tono de las cartas, Eloise parecía inteligente y razonable. Mis hijos, como comprobarán si se quedan el tiempo suficiente como para conocerlos, pueden ser bastante… -buscó el adjetivo más positivo-… difíciles de controlar -dijo, satisfecho con la descripción-. Y esperaba que Eloise fuera una influencia tranquila para ellos.
– ¿Eloise? -se burló Benedict, y Phillip vio en sus caras que los otros tres hermanos pensaban lo mismo.
Y aunque a Phillip quizá le hubiera hecho gracia el comentario de Benedict, recordando todo lo sucedido, y quizás incluso hubiera estado de acuerdo con Anthony en lo del bozal, quedó claro que los hermanos Bridgerton no tenían a su hermana en la estima que se merecía.
– Su hermana -dijo, con una voz muy seca-, ha sido una influencia maravillosa para mis hijos. Y les ruego que no la menosprecien delante de mí.
Seguramente, acababa de firmar su sentencia de muerte. Eran cuatro e insultarlos así no jugaba en su favor. Y a pesar de que habían cruzado medio país para venir a proteger la virtud de Eloise, no iba a permitir que se presentaran en su casa y se rieran y se burlaran de ella.
De Eloise, no. No delante de él.
Sin embargo, para su mayor sorpresa, ninguno dijo nada y Anthony, que todavía seguía llevando la voz cantante, lo estaba mirando fijamente mientras asentía, como si estuviera quitando todas las capas hasta ver lo que realmente había en su interior.
– Usted y yo tenemos mucho de qué hablar -dijo Anthony, muy tranquilo.
Phillip asintió.
– Supongo que también querrá hablar con su hermana.
Eloise le lanzó una mirada de agradecimiento. Y no le sorprendió. Se imaginaba que no le hacía ninguna gracia que la dejaran de lado cuando se trataba de su vida. En realidad, no le hacía ninguna gracia que la dejaran de lado, se tratara de lo que se tratara.
– Sí -dijo Anthony-. De hecho, creo que primero hablaré con ella, si a usted no le importa.
Como si Phillip fuera tan estúpido como para contradecir a un Bridgerton mientras los otros tres estaban allí preparados para lo que fuera.
– Puede utilizar mi despacho -dijo-. Eloise sabe dónde está.
Enseguida se dio cuenta de que era lo peor que podía haber dicho. Ninguno de los hermanos necesitaba que les recordara que Eloise llevaba en esa casa el tiempo suficiente como para conocer la distribución de las habitaciones.
Y, sin más, Anthony y Eloise salieron del comedor, dejando a Phillip solo con lo otros tres hermanos Bridgerton.
– ¿Les importa que me siente? -preguntó Phillip, que se temía que lo tendrían allí un buen rato.
– No, siéntese tranquilo -dijo Colin, amigablemente. Benedict y Gregory seguían sin quitarle la vista de encima. A Phillip no le pareció que Colin hubiera venido a hacer amigos. Puede que fuera más amable que sus hermanos, pero reconoció una astucia en sus ojos que era mejor no obviar.
– Coman, por favor -dijo Phillip, señalando la comida que había intacta encima de la mesa.
Benedict y Gregory lo miraron como si les estuviera ofreciendo veneno, pero Colin se sentó frente a él y cogió un crujiente panecillo.
– Son excelentes -le dijo Phillip, aunque aquella noche todavía no había tenido ocasión de probarlos.
– ¡Qué bien! -dijo Colin, mordiendo un trozo-. Estoy muerto de hambre.
– ¿Cómo puedes pensar en comer? -le preguntó Gregory, furioso.
– Siempre pienso en comer -respondió Colin, buscando con los ojos la mantequilla hasta que la localizó-. ¿En qué otra cosa puedo pensar?
– En tu mujer -gruñó Benedict.
– Ah, sí, mi mujer -dijo Colin, asintiendo. Se giró hacia Phillip, lo miró fijamente y añadió-: Para su información, preferiría haber pasado la noche con mi mujer.
A Phillip no se le ocurrió ninguna respuesta que no fuera ofensiva para la ausente señora Bridgerton, así que asintió y se untó un panecillo con mantequilla.
Colin le dio un buen mordisco al suyo y luego habló con la boca llena. Ese gesto de mala educación fue un insulto directo hacia su anfitrión.
– Nos casamos hace pocas semanas.
Phillip arqueó una ceja, porque no había entendido nada.
– Somos recién casados.
Phillip asintió porque supuso que tendría que darle alguna respuesta.
Colin se inclinó hacia delante.
– De verdad, no quería dejar a mi mujer sola en casa.
– Claro -susurró Phillip porque, a ver, ¿qué otra cosa podría haber dicho?
– ¿Ha entendido lo que ha dicho? -le preguntó Gregory.
Colin se giró y le lanzó una espeluznante mirada a su hermano que, obviamente, era demasiado joven para dominar el arte de los matices y el discurso circunspecto. Phillip no dijo nada hasta que Colin volvió a girarse hacia la mesa y, entonces, le ofreció un plato de espárragos, que Colin aceptó encantado, y dijo:
– Deduzco que echa de menos a su mujer.
Los cuatro se quedaron en silencio y entonces, después de mirar a su hermano con desdén, Colin dijo:
– Mucho.
Phillip miró a Benedict, porque era el único que no había tomado partido en esa discusión.
Craso error. Benedict se estaba frotando las manos, y todavía parecía que se arrepentía de no haberlo estrangulado cuando había tenido la oportunidad.
Luego Phillip miró a Gregory, que tenía los brazos cruzados encima del pecho y estaba furioso. Tenía el resto del cuerpo muy tenso, conteniendo una rabia que quizás iba dirigida hacia Phillip o quizás hacia sus hermanos, que llevaban toda la noche tratándolo como a un mocoso. No le hizo ninguna gracia que Phillip lo mirara, así que levantó la barbilla, apretó los dientes y…
Y Phillip tuvo bastante de aquello. Volvió a mirar a Colin.
Seguía comiendo y, sin que Phillip se diera cuenta, había embaucado a alguien del servicio para que le sirviera un plato de sopa. Ya había dejado la cuchara en el plato y ahora se estaba mirando la otra mano. Con el índice extendido, señaló a Phillip mientras, recalcando cada palabra, dijo:
– Echo. De. Menos. A. Mi. Mujer.
– ¡Maldita sea! -explotó Phillip, al final-. Si me vais a romper las piernas, ¿por qué no lo hacéis de una buena vez?