Prólogo

Febrero, 1823

Gloucestershire, Inglaterra


Resultó muy irónico que sucediera, precisamente, un día tan soleado.

El primer día soleado en… ¿qué, seis semanas seguidas de cielos encapotados acompañados de la ocasional nieve o lluvia? Hasta Phillip, que se creía inmune a las inclemencias del tiempo, se había animado y había mostrado una sonrisa más amplia. Había salido fuera… tenía que hacerlo. Era imposible quedarse dentro de casa ante aquella magnífica explosión de sol.

Y, sobre todo, en medio de aquel invierno tan gris.

Incluso ahora, un mes después de lo sucedido, todavía no acababa de creerse que el sol se hubiera burlado de él de aquella manera.

Pero ¿cómo había podido estar tan ciego para no verlo venir? Había vivido con Marina desde el día que se casaron. Y había tenido ocho largos años para conocerla. Debería habérselo esperado. Y, en realidad…

Bueno, en realidad, se lo esperaba. Aunque nunca había querido admitirlo. A lo mejor sólo quería engañarse, o incluso protegerse. O ignorar lo obvio con la esperanza de que, si no lo pensaba, nunca sucedería.

Pero sucedió. Y, encima, en un día soleado. Definitivamente, Dios tenía un sentido del humor muy particular.

Miró el vaso de whisky que tenía en las manos y que, inexplicablemente, estaba vacío. Debía habérselo bebido, aunque no lo recordaba. No notaba que estuviera borracho, al menos no como debería o como quería estar.

Miró por la ventana y vio cómo el sol se iba poniendo en el horizonte. Hoy también había sido un día soleado. Y, posiblemente, aquella era la razón de su excepcional melancolía. Como mínimo, eso esperaba. Quería una explicación, la necesitaba, para justificar ese cansancio que parecía que se estaba apoderando de él.

La melancolía lo aterraba.

Más que cualquier otra cosa. Más que el fuego, la guerra, más que el mismo infierno. La idea de hundirse en la tristeza, de ser como ella…

Marina había sido la melancolía personificada. Toda su vida o, al menos, la vida que él había conocido, había estado rodeada de melancolía. No recordaba el sonido de su risa y, de hecho, no estaba seguro de si alguna vez había reído.

Había sido un día soleado y…

Cerró los ojos, aunque no supo si era para buscar ese recuerdo o para disiparlo.

Había sido un día soleado y…


– Nunca creyó que volvería a sentir esa calidez en la piel, ¿verdad, sir Phillip?

Phillip Crane se giró hacia el sol y cerró los ojos mientras el sol le bañaba la piel.

– Es perfecto -murmuró-. O lo sería, si no hiciera tanto frío.

Miles Carter, su secretario, chasqueó la lengua.

– No hace tanto frío. Este año, el lago no se ha helado. Sólo algunas capas aisladas.

A regañadientes, Phillip se apartó del sol y abrió los ojos.

– Pero todavía no es primavera.

– Si creía que era primavera, señor, quizá debería haber consultado el calendario.

Phillip lo miró de reojo.

– ¿Te pago para que me digas esas impertinencias?

– Sí, señor. Y debo añadir que es usted bastante generoso. Phillip sonrió para sí mismo mientras los dos se paraban unos segundos a disfrutar de los rayos del astro rey.

– Creía que el cielo gris no le importaba -dijo Miles, cuando volvieron a ponerse en marcha camino del invernadero de Phillip.

– No me importa -respondió Phillip, desplazándose con las ágiles zancadas de un atleta natural-. Pero el hecho de que el cielo encapotado no me importe no significa que no prefiera el sol -hizo una pausa, quedándose unos segundos pensativo-. Dígale a la niñera Millsby que saque a los niños hoy. Necesitarán abrigos, bufandas y guantes, pero les irá bien que les toque el sol en la cara. Llevan demasiado tiempo encerrados.

– Como todos -murmuró Miles.

Phillip chasqueó la lengua.

– Es verdad.

Miró hacia el invernadero. Debería ir a mirar la correspondencia, pero tenía que clasificar unas semillas y, sinceramente, no pasaría nada por arreglar los asuntos de la casa con Miles dentro de una hora.

– Venga -le dijo a Miles-. Ve a buscar a la niñera Millsby. Nos reuniremos en el despacho más tarde. Además, odias el invernadero.

– En esta época del año, no -respondió Miles-. El calor se agradece.

Phillip arqueó una ceja y ladeó la cabeza hacia Romney Hall.

– ¿Estás insinuando que mi casa solariega es fría?

– Todas las casas solariegas son frías.

– Eso es verdad -dijo Phillip, sonriendo.

Miles le caía muy bien. Lo había contratado hacía seis meses para que le ayudara con las montañas de papeleo y los detalles de la gestión de la pequeña finca, que parecía que criaban encima de su mesa. Era bastante bueno. Joven, pero bueno. Además, su sentido del humor ácido era más que bienvenido en una casa donde las risas brillaban por su ausencia. Los criados nunca se atreverían a bromear con Phillip y Marina… bueno, obviaba decir que Marina no se reía ni bromeaba con nadie.

A veces, Phillip se reía con los niños, pero eso era otra clase de humor y, además, casi nunca sabía qué decirles. Lo intentaba pero se sentía muy raro, demasiado grande, demasiado fuerte, si es que eso era posible. Y enseguida los echaba de su lado y los enviaba con la niñera.

Así era más fácil.

– Venga, vete -dijo Phillip, enviando a Miles a hacer lo que, posiblemente, debería hacer él. Hoy todavía no había visto a sus hijos y suponía que debería hacerlo, pero no quería arruinarles el día con algún comentario cruel que, por lo visto, no podía evitar.

Ya se reuniría con ellos mientras estuvieran de paseo con la niñera Millsby. Eso sería una buena idea porque podría enseñarles alguna planta y hablarles de ella y, así, todo sería más fácil.

Phillip entró en el invernadero y cerró la puerta, respirando el agradable aire húmedo. Había estudiado botánica en Cambridge, siendo el primero de su promoción y, en realidad, habría enfocado su vida hacia la enseñanza si su hermano mayor no hubiera muerto en la batalla de Waterloo, dejándole a él como único heredero de las tierras y caballero rural.

A veces incluso pensaba que la vida académica habría sido peor. Después de todo, habría sido el único heredero de las tierras y caballero urbano. Al menos, ahora podía seguir dedicándose a la botánica con relativa tranquilidad.

Se inclinó sobre la mesa de trabajo y examinó su último proyecto: una variedad de guisantes que estaba intentando cultivar para que crecieran más grandes en la vaina. Aunque, por ahora, nada. La última vaina no sólo se había marchitado, sino que también se había vuelto amarilla, que no era, en absoluto, el resultado deseado.

Frunció el ceño pero luego, mientras caminaba hacia el fondo del invernadero para ir a buscar más guisantes, sonrió. Si sus experimentos no daban resultado, nunca se preocupaba demasiado. En su opinión, la casualidad era la madre de la invención.

Accidentes. Todo se reducía a accidentes. Ningún científico lo admitiría, por supuesto, pero casi todos los grandes inventos de la historia se produjeron mientras el científico estaba intentando solucionar otro problema totalmente distinto.

Chasqueó la lengua mientras tiraba los guisantes marchitos a la basura. A este ritmo, a finales de año habría encontrado la cura para la gota.

“Vuelve al trabajo. Vuelve al trabajo.” Se inclinó sobre la colección de semillas y las esparció en la mesa para poder verlas bien. Necesitaba la semilla perfecta para…

Levantó la cabeza y miró por el cristal recién lavado. Le llamó la atención un movimiento en el bosque. Vio un destello rojo.

Rojo. Phillip sonrió y meneó la cabeza. Debía de ser Marina. El rojo era su color preferido, aunque a él siempre le había extrañado mucho. Cualquiera que la conociera pensaría que preferiría colores más oscuros y serios.

La vio desaparecer por el bosquecillo y volvió al trabajo. Era muy raro que hubiera salido a dar un paseo. Últimamente, apenas salía de su habitación. Phillip se alegraba de que lo hubiera hecho. A lo mejor, el paseo la animaba. No del todo, claro. Ni siquiera el sol tenía la capacidad de hacerlo. Pero, a lo mejor, un cálido y soleado día bastaría para alegrarla un poco y conseguía hacerla sonreír.

Sólo Dios sabe que a los niños les iría de perlas. Iban a verla cada noche a su habitación, pero aquello no era suficiente.

Y Phillip era consciente de que él no les estaba compensando aquella pérdida.

Suspiró, sintiéndose culpable. Sabía que no era la clase de padre que necesitaban. Intentaba decirse que lo hacía lo mejor que sabía, que estaba haciendo bien lo único que se había propuesto: no ser como su padre.

Pero, aún así, sabía que no era suficiente.

Con movimientos decididos, se apartó de la mesa de trabajo. Las semillas podían esperar. Posiblemente, sus hijos también, pero eso no quería decir que debieran hacerlo. Además, ese paseo por el bosque deberían hacerlo con él, y no con la niñera Millsby, que no sabía distinguir entre los árboles caducifolios y las coníferas y, seguramente, les diría que una rosa era una margarita y…

Volvió a mirar por la ventana, recordándose que era febrero. Seguramente, la niñera Millsby no encontraría ninguna flor en el bosque con el tiempo que había hecho y, además, eso no era excusa. Era él quien debía llevarlos de paseo. Era una de esas actividades que hacían los niños que se le daban verdaderamente bien y no debía eludir la responsabilidad.

Salió del invernadero y, cuando apenas había recorrido un tercio del camino hasta la casa, se detuvo. Si iba a acompañar a los niños, debería llevarlos a ver a su madre. La echaban mucho de menos a pesar de que, cuando estaban con ella, sólo les acariciara la cabeza. Sí, tenía que encontrar a Marina. Aquello les iría mucho mejor que un paseo por el bosque.

Pero sabía, por experiencia, que no debía fiarse de ella. El hecho de que hubiera salido de casa no quería decir que se encontrara bien. Y odiaba que los niños la vieran en plena crisis.

Dio la vuelta y se dirigió hacia el bosquecillo por donde había desaparecido su mujer hacía tan sólo unos instantes. Caminaba el doble de deprisa que ella, así que no tardaría mucho en encontrarla y asegurarse que estaba de buen humor. Después, podría llegar a la habitación de los niños antes de que estuvieran preparados para salir con la niñera Millsby.

Caminó por el bosque, siguiendo las huellas de Marina. El suelo estaba blando, por la humedad, y su mujer debía llevar botas pesadas porque la suela y el tacón estaban perfectamente definidos. Lo llevaron por el camino y hacia el otro lado del bosquecillo, y luego por un camino cubierto de hierba.

– ¡Maldita sea! -susurró Phillip, aunque la brisa casi le impidió escuchar sus propias palabras.

Era imposible seguir las huellas por la hierba. Se colocó una mano a modo de visera, para protegerse los ojos del sol, y buscó algún destello de rojo.

No vio nada cerca de la casa abandonada, ni en su campo de veteados experimentales, ni en la roca en la que tantas veces se había encaramado de pequeño. Se giró hacia el norte, forzando la vista hasta que la localizó. Iba hacia el lago.

El lago.

Phillip separó los labios mientras la miraba avanzar lentamente hacia la orilla. No se había quedado helado; era más bien como si, mientras digería aquella imagen, hubieran detenido el tiempo. Marina nunca nadaba. De hecho, no sabía ni si sabía hacerlo. Suponía que ella sabría que había un lago en la finca pero, sinceramente, en aquellos ocho años de matrimonio nunca la había visto bajar allí. Empezó a caminar, temiéndose lo que su mente se negaba a aceptar. Cuando la vio adentrarse en la parte poco profunda, aceleró el paso, aunque todavía estaba demasiado lejos para poder hacer algo; sólo podía gritar su nombre.

Y lo hizo, pero si ella lo escuchó, no dio ninguna señal; sólo siguió avanzando con paso firme hacia las profundidades del lago.

– ¡Marina! -gritó él, echando a correr. Aunque volara, todavía tardaría un minuto en llegar al agua-. ¡Marina!

Ella llegó a un punto en que sus pies perdieron contacto con el fondo y se hundió, desapareció debajo de la superficie gris brillante, aunque la capa roja flotó unos instantes encima del agua antes de empaparse y hundirse.

Phillip la llamó otra vez, pero era imposible que lo escuchara. Bajó la pendiente a trompicones y resbalando y, cuando llegó a la orilla, tuvo el suficiente aplomo para quitarse el abrigo y las botas antes de meterse en aquel agua congelada. Marina llevaba ahí abajo poco más de un minuto; Phillip sabía que era imposible que se hubiera ahogado pero cada segundo que tardara en encontrarla sería un segundo menos antes de la muerte de su mujer.

Se había metido en el lago muchas veces y sabía perfectamente dónde empezaba a ser profundo. Nadó con brazadas amplias hasta ese punto crítico sin darse cuenta de la resistencia de la ropa al agua.

Sabía que podía encontrarla. Tenía que encontrarla.

Antes de que fuera demasiado tarde.

Se zambulló en el agua, buscando a Marina debajo de las aguas revueltas. Seguro que había llegado al fondo y había levantado barro, porque el agua estaba sucia y aquellas opacas nubes de suciedad le impedían ver con claridad.

Pero, al final, a Marina la salvó su predilección por el color rojo. Cuando Phillip localizó la capa, nadó hacia allí a toda velocidad. Ella no se resistió cuando la subió hacia la superficie; de hecho, estaba inconsciente y sólo era un peso muerto en sus brazos.

Cuando salieron, Phillip tuvo que llenarse varias veces los pulmones, que le dolían mucho. Durante unos instantes, sólo pudo concentrarse en respirar porque el cuerpo le decía que, antes de poder salvar a nadie, tenía que recuperarse. Entonces, la llevó hasta la orilla, con cuidado de mantenerle la cabeza fuera del agua, aunque parecía que no respiraba.

Al final, cuando llegaron a la orilla, Phillip la dejó encima de la zona cubierta de tierra y piedras que separaba el lago y la hierba. Con movimientos rápidos, intentó comprobar si respiraba, pero no le salía nada de aire de la boca.

No sabía qué hacer, jamás se había imaginado que tendría que salvar a alguien a punto de ahogarse, de modo que hizo lo que le pareció de mayor sentido común: la colocó encima de sus rodillas, bocabajo, y le dio unos golpecitos en la espalda. Al principio, no pasó nada pero, después de la cuarta sacudida, Marina tosió y escupió un poco de agua sucia.

Phillip le dio la vuelta enseguida.

– ¿Marina? -preguntó, nervioso y dándole unas suaves cachetadas-. ¿Marina?

Ella volvió a toser y empezó a temblar y a sufrir pequeños espasmos. Y entonces empezó a respirar porque, aunque la mente quería otra cosa, los pulmones la obligaron a vivir.

– Marina -dijo Phillip, aliviado-. Gracias a Dios. -No la quería, nunca la había querido, pero era su mujer, la madre de sus hijos y, debajo de esa coraza de pena y desesperación, era una buena persona. Puede que no la quisiera, pero tampoco deseaba su muerte.

Marina parpadeó, un poco perdida, hasta que poco a poco se fue dando cuenta de dónde estaba y de con quién estaba y suspiró:

– No.

– Tengo que llevarte a casa -dijo él, muy seco, incluso sorprendido de la rabia que le había provocado esa palabra.

“No.”

¿Cómo se atrevía a rechazar su ayuda? ¿Acaso iba a rendirse por estar triste? ¿Podía más la melancolía que sus dos hijos? En la balanza de la vida, ¿un mal día pesaba más que lo mucho que unos niños necesitaban a su madre?

– Nos vamos a casa -gruñó él, levantándola de manera bastante brusca. Ahora estaba respirando bien y, obviamente, volvía a estar en perfecto uso de sus facultades, por alteradas que estuvieran. No había razón para tratarla como a una flor delicada.

– No -dijo ella, entre sollozos-. Por favor, no. No quiero… No puedo…

– Vienes a casa conmigo -dijo él, con firmeza, subiendo la colina, haciendo caso omiso del frío que le estaba convirtiendo la ropa mojada en hielo y del duro suelo lleno de piedras donde pisaba con los pies descalzos.

– No puedo -susurró ella, con lo que parecían sus últimas fuerzas.

Y, mientras Phillip la llevaba a casa, sólo podía pensar en lo acertadas que eran esas palabras.

“No puedo.”

En cierto modo, parecían el resumen perfecto de la vida de Marina.


Al caer la noche, todos tuvieron bastante claro que la fiebre conseguiría lo que el lago no había podido.

Phillip había llevado a Marina a casa lo más rápido posible y, con la ayuda del ama de llaves, la señora Hurley, le había quitado la ropa empapada y habían intentado hacerla entrar en calor envolviéndola en el edredón de oca que, ocho años antes, había sido la pieza central de su ajuar.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó la señora Hurley cuando lo vio entrar por la puerta de la cocina. Había preferido evitar la entrada principal, para evitar que los niños los vieran y, además, la puerta de la cocina estaba más cerca del camino.

– Se ha caído en el lago -respondió él, con brusquedad.

La señora Hurley lo miró con recelo y, al mismo tiempo, compasión y, en ese momento, Phillip se dio cuenta que la mujer sabía perfectamente lo que había pasado. Llevaba en aquella casa desde que los Crane se habían casado, tiempo suficiente para conocer las crisis de Marina.

Después de meter a Marina en la cama, lo había echado de la habitación y le había dicho que se fuera a cambiar si no quería enfermar él también. Sin embargo, inmediatamente después había vuelto al lado de su mujer. Como marido, y aunque se sintiera culpable por pensarlo, era el lugar que le correspondía, un lugar que había estado evitando esos últimos años.

Estar al lado de Marina era deprimente. Era muy difícil.

Pero ahora no era el momento de eludir sus responsabilidades, así que se quedó junto a su cama todo el día y toda la noche. Le secaba el sudor de la frente de vez en cuando y, cuando estaba más tranquila, intentaba hacerle tragar un poco de caldo tibio.

Le dijo que luchara, aunque sabía perfectamente que no lo escuchaba.

Al cabo de tres días, murió.

Era lo que ella quería, pero aquello no sirvió de nada cuando Phillip tuvo que sentarse delante de sus hijos, una pareja de gemelos que acababan de cumplir siete años, para intentar explicarles que su madre se había ido. Se sentó con ellos en la sala de juegos, aunque era demasiado grande para esas sillas de niños. Pero, de todos modos, se encogió como pudo, se encajó en una de ellas y se obligó a mirar a sus hijos a los ojos mientras se lo decía de la mejor manera posible.

No dijeron demasiado, algo sorprendente en ellos. Aunque no parecieron muy sorprendidos, y eso dejó muy intrigado a Phillip.

– Lo… Lo siento -consiguió decir, al final de su discurso. Los quería mucho y les había fallado muchas veces. Si apenas sabía cómo hacerles de padre, ¿cómo demonios se suponía que debía asumir también el papel de madre?

– No es culpa tuya -dijo Oliver, clavando sus ojos marrones en los de su padre-. Fue ella la que cayó al lago, ¿no? Tú no la tiraste.

Phillip asintió, porque no sabía demasiado bien cómo responder.

– ¿Es feliz, ahora? -preguntó Amanda, despacio.

– Creo que sí -dijo Phillip-. Ahora os estará viendo a todas horas desde el cielo, así que debe de ser muy feliz.

Los gemelos se quedaron pensando en aquellas palabras unos segundos.

– Ojalá sea feliz -dijo Oliver, al final, con una voz más decidida que su rostro-. A lo mejor, allí ya no llorará.

Phillip sintió un nudo en la garganta. Nunca se había dado cuenta de que los niños podían oír cómo su madre lloraba. Lo solía hacer bastante tarde y, aunque la habitación de los niños estaba justo encima de la suya, Phillip siempre había supuesto que, cuando ella lloraba, ellos ya debían estar dormidos.

Amanda asintió con aquella pequeña cabeza cubierta de mechones rubios.

– Si ahora es feliz -dijo-, me alegro de que se haya ido.

– No se ha ido -intervino Oliver-. Se ha muerto.

– No, se ha ido -insistió Amanda.

– Es lo mismo -dijo Phillip, con rotundidad, deseando poder decirles otra cosa que no fuera la verdad-. Pero creo que ahora es feliz.

Y, en cierto modo, aquella también era la verdad. Después de todo, era lo que Marina quería. A lo mejor era lo único que había querido todos esos años.

Los niños se quedaron en silencio un buen rato, sentados al borde de la cama de Oliver, observando el balanceo de sus piernas. Allí, sentados en aquella cama que, obviamente, era demasiado alta para ellos, se veían muy pequeños. Phillip frunció el ceño. ¿Cómo es que no se había dado cuenta hasta ahora? ¿No deberían dormir en camas más bajas? ¿Y si se caían por la noche?

A lo mejor ya eran muy mayores para eso. A lo mejor ya no se caían de la cama. A lo mejor nunca lo habían hecho.

A lo mejor sí que era un padre abominable. A lo mejor debería saber todas esas cosas.

A lo mejor… A lo mejor… Cerró los ojos y suspiró. A lo mejor debería dejar de pensar tanto e intentar hacerlo lo mejor que pudiera y ser feliz con eso.

– ¿Tú también te irás? -preguntó Amanda, levantando la cabeza.

Phillip la miró a los ojos, unos ojos tan azules, tan iguales a los de su madre.

– No -dijo, en un doloroso suspiro, arrodillándose frente a ella y tomándole las manos. Encima de la suya parecían tan pequeñas y frágiles-. No -repitió-. Yo no me iré. Nunca me iré…


Phillip bajó la cabeza y miró el vaso de whisky. Volvía a estar vacío. Era gracioso cómo se seguía vaciando incluso después de haberlo llenado cuatro veces.

Odiaba los recuerdos. No sabía cuál era peor, si la zambullida en las aguas heladas del lago o cuando la señora Hurley lo había mirado y había dicho: “Está muerta”.

O quizá los niños, con esas caras de pena y los ojos llenos de miedo.

Se acercó el vaso a la boca, bebiendo las últimas gotas de licor. Sí, la peor parte era lo de los niños. Les había dicho que jamás los dejaría y no lo había hecho, ni lo haría, pero su mera presencia no era suficiente. Necesitaban más. Necesitaban a alguien que supiera hacerles de madre o de padre, que supiera hablar con ellos, entenderlos y educarlos.

Y, como no podía buscarles otro padre, supuso que debería buscarles otra madre. Aunque todavía era muy pronto, claro. No podía volver a casarse hasta que hubiera pasado el periodo de luto, pero eso no significaba que no pudiera empezar a buscar.

Suspiró y se hundió en la butaca. Necesitaba una esposa. Cualquiera. No le importaba qué aspecto tuviera. Tampoco le importaba que tuviera dinero, que supiera sumar mentalmente, que hablara francés o que montara a caballo.

Sólo tenía que ser una persona alegre.

¿Era pedir demasiado para una esposa? Una sonrisa, al menos una vez al día. ¿Incluso, quién sabe, escuchar el sonido de su risa?

Y tenía que querer a los niños. O, como mínimo, hacerlo ver de manera tan convincente que ellos no se dieran cuenta.

No estaba pidiendo un imposible, ¿no?

– ¿Sir Phillip?

Phillip levantó la cabeza, maldiciéndose por haber dejado la puerta del estudio entreabierta. Miles Carter, el secretario, asomaba la cabeza.

– ¿Qué quieres?

– Ha llegado una carta, señor -dijo Miles, acercándose a Phillip para darle el sobre-. De Londres.

Phillip miró el sobre, arqueando las cejas ante la escritura claramente femenina. Con un movimiento de cabeza, le dio a entender a Miles que podía retirarse, cogió el abridor de cartas y rompió el lacre. Había una única hoja de papel. Phillip la acarició. De buena calidad. Caro. Y grueso, una señal de que el remitente no tenía necesidad de ahorrar en gastos de franqueo.

Le dio la vuelta y leyó:


5, Bruton Street

Londres


Señor Phillip Crane:


Le escribo para expresarle mis condolencias por la pérdida de su esposa, mi querida prima Marina. Aunque han pasado muchos años desde la última vez que la vi, guardo un gran recuerdo de ella y me entristeció mucho la noticia de su fallecimiento.

Por favor, no dude en escribirme si puedo hacer algo para aliviar su dolor en estos difíciles momentos.


Sinceramente,

Señorita Eloise Bridgerton


Phillip se frotó los ojos. Bridgerton… Bridgerton. ¿Marina tenía primos apellidados Bridgerton? Debía tenerlos, porque una le había escrito una nota.

Suspiró y se sorprendió a sí mismo cogiendo la estilográfica y una hoja de papel. Desde la muerte de Marina, había recibido muy pocas cartas de condolencias. Al parecer, la mayoría de su familia y amigos se habían olvidado de ella desde su matrimonio. No debería estar molesto, ni preocupado. Apenas salía de su habitación, así que era fácil olvidarse de alguien a quien nunca se veía.

La señorita Bridgerton se merecía una respuesta. Era una muestra de educación y, aunque no lo fuera, y Phillip estaba seguro de que no conocía el protocolo a seguir cuando uno se quedaba viudo, parecía lo más correcto.

Así pues, respirando hondo, empezó a escribir.

Загрузка...