Capítulo 4

“…siento mucho que los cólicos de Caroline te estén volviendo loca. Y, por supuesto, es una lástima que a Amelia y a Belinda no les haga ninguna gracia la llegada de una nueva hermanita. Pero míralo por el lado bueno, querida Daphne, si hubieras tenido gemelos, todo habría sido mucho más complicado.”


Eloise Bridgerton a su hermana,

la duquesa de Hastings, un mes después

del nacimiento de la tercera hija de Daphne.


Mientras cruzaba el recibidor, camino de las escaleras, Phillip iba silbando, extrañamente satisfecho con la vida. Se había pasado gran parte de la tarde con la señorita Bridgerton. “No -se recordó-. Con Eloise.” Y ahora estaba convencido de que sería una magnífica esposa. Era muy inteligente y, con todos esos hermanos y sobrinos de los que le había hablado, seguro que sabría cómo manejar a Oliver y a Amanda.

Y además, pensó, con una sonrisa, era bastante bonita y más de una vez, mientras estaban hablando, se la había quedado mirando, preguntándose cómo sería tenerla entre los brazos, cómo reaccionaría a sus besos.

Todo su cuerpo se tensó con sólo pensarlo. Hacía mucho tiempo que no había compartido intimidad con una mujer. Tantos años que ya ni siquiera se molestaba en contarlos.

Para ser sincero, más años de los que cualquier hombre admitiría.

Nunca se había aprovechado de los servicios que las mozas del hostal del pueblo le ofrecían, porque prefería que las mujeres con las que intimaba estuvieran más limpias y que no fueran tan anónimas, la verdad.

O quizá prefería que fueran más anónimas. Ninguna de las mozas tenía la intención de marcharse del pueblo y Phillip se lo pasaba demasiado bien en el hostal para arruinar esos momentos cruzándose con mujeres con las que se había acostado una vez y de las que nunca más había querido saber nada.

Y antes de la muerte de Marina… bueno, jamás se había planteado serle infiel, a pesar de que la última vez que habían compartido lecho fue cuando los gemelos eran muy pequeños.

Después de dar la luz, Marina se había quedado muy triste. Siempre había parecido muy frágil y reflexiva, pero fue después del nacimiento de Oliver y de Amanda cuando realmente se encerró en su propio mundo de pena y desesperación. Para Phillip había sido horroroso ver cómo sus ojos iban perdiendo la vida, día tras día, hasta que sólo reflejaban un vacío espeluznante, la sombra de la mujer que había sido.

Sabía que las mujeres no podían tener relaciones inmediatamente después de dar a luz pero, incluso después de recuperarse físicamente, ni siquiera se le había pasado por la cabeza forzarla a mantenerlas. ¿Cómo se suponía que un hombre debía desear a una mujer que siempre parecía que estaba a punto de echarse a llorar?

Cuando los gemelos fueron un poco más mayores y Phillip creyó, y esperó, que Marina estaba recuperada, había visitado su dormitorio.

Sólo una vez.

No lo había rechazado, pero tampoco había participado de manera activa. Se había quedado allí quieta, sin hacer nada, con la cara hacia el otro lado, con los ojos abiertos, sin apenas parpadear.

Casi había sido como si no hubiera estado allí.

Phillip se había sentido sucio, moralmente corrupto, como si la hubiera violado, aunque ella no había dicho que no.

Y, desde aquel día, no la había vuelto a tocar.

No estaba tan desesperado como para aliviarse con una mujer que yacía debajo de él como un cadáver.

Además, no quería volver a sentirse como aquella noche. Al llegar a su habitación, había vomitado, tembloroso y alterado, enfadado consigo mismo. Se había comportado como un animal, intentando desesperadamente provocar en ella alguna reacción, la que fuera. Cuando había comprobado que era imposible, se había enfadado con ella y había querido golpearla.

Y aquello lo había aterrado.

Había sido demasiado brusco. No le había hecho daño, pero tampoco había sido muy cuidadoso. Y no quería volver a ver esa otra cara de su personalidad.

Pero Marina estaba muerta.

Muerta.

Y Eloise era diferente. No iba a echarse a llorar porque se le cayera el sombrero o a encerrarse en su habitación, comiendo como un pajarillo y empapando la almohada de lágrimas.

Eloise era alegre. Tenía genio.

Era feliz.

Y si eso no bastaba como motivo para querer casarse con ella, entonces no sabía qué bastaría.

Se detuvo a los pies de la escalera para mirar la hora en su reloj de bolsillo. Le había dicho a Eloise que servirían la cena a las siete y que la esperaría frente a la puerta de su habitación para acompañarla al comedor. No quería llegar demasiado temprano y parecer impaciente.

Por otro lado, no quedaría demasiado bien si llegaba tarde. Si le daba a entender que no estaba interesado, el que salía perdiendo era él.

Cerró el reloj y puso los ojos en blanco. Se estaba comportando como un chiquillo. Todo aquello era ridículo. Era el señor de la casa y un reconocido científico. No debería estar contando los minutos para ganarse el favor de una mujer.

Sin embargo, mientras pensaba esto, volvió a abrir el reloj. Las siete menos tres minutos. Excelente. El tiempo suficiente para subir las escaleras y esperarla en su puerta justo un minuto antes de la hora.

Sonrió, disfrutando de la cálida sensación de deseo al imaginársela con un vestido de noche. Ojalá fuera azul. Estaría preciosa de azul.

Sonrió todavía más. De hecho, estaría preciosa sin nada.


Pero, cuando la vio, frente a la puerta de su habitación, tenía todo el pelo blanco.

De hecho, toda ella estaba blanca.

Maldita sea.

– ¡Oliver! -gritó-. ¡Amanda!

– No grite, ya hace rato que se han ido -dijo Eloise. Levantó la cabeza y lo miró, echando chispas por los ojos. Unos ojos que, como Phillip no pudo evitar darse cuenta, era la única parte de su cuerpo que no estaba cubierta por una gruesa capa de harina.

Al menos, había sido rápida y los había cerrado a tiempo. Siempre había admirado los reflejos en una mujer.

– Señorita Bridgerton -dijo, alargando el brazo para ayudarla, aunque tuvo que retroceder porque no había manera de ayudarla-. No puedo expresarle mi…

– No se disculpe por ellos -lo interrumpió ella.

– Está bien -dijo él-. Por supuesto. Pero le prometo que… les voy a…

Se calló. Aquella mirada de Eloise hubiera hecho callar hasta al mismísimo Napoleón.

– Sir Phillip -dijo ella, lenta y seriamente, como si estuviera a punto de abalanzarse sobre él furiosa-. Como verá, todavía no estoy lista para la cena.

Él, por precaución, retrocedió un poco.

– Veo que los niños le han hecho una visita -dijo.

– Pues sí -respondió ella, con sarcasmo-. Y han huido. Y ahora, los muy cobardes, se han escondido.

– Bueno, no pueden estar muy lejos -dijo él, divertido, permitiéndole el insulto hacia sus hijos, que se lo tenían bien merecido, mientras intentaba mantener una conversación normal con ella, como si no pareciera una imagen fantasmagórica.

Le pareció que era lo mejor. O, al menos, la mejor manera de evitar que intentara estrangularlo.

– Supongo que habrán querido ver los resultados de la broma -dijo Phillip, retrocediendo un poco más mientras Eloise tosía y provocaba una nube de harina a su alrededor-. Supongo que cuando le cayó la harina encima no oiría ninguna risa, ¿verdad? ¿Carcajadas, quizás?

Ella lo miró fijamente.

– Sí, claro -dijo él, con una mueca-. Lo siento. Ha sido una broma muy inoportuna.

– En realidad -respondió ella, tan tensa que Phillip creyó que se iba a romper la mandíbula-, sólo escuché el golpe del cubo contra la cabeza.

– Maldita sea -susurró, mientras le seguía la vista hasta que vio el cubo de metal en el suelo, con un poco de harina todavía dentro-. ¿Se ha hecho daño?

Ella agitó la cabeza.

Él se acercó y le cogió la cabeza con las manos, intentando ver si tenía algún golpe o moretón.

– ¡Sir Phillip! -exclamó ella, intentando zafarse-. Tendré que pedirle que…

– No se mueva -le mandó él, pasándole los pulgares por las sienes para ver si tenía alguna secuela del golpe. Era un gesto bastante íntimo y le pareció extrañamente satisfactorio. Frente a él, Eloise parecía de la altura exacta y, si no hubiera estado llena de harina, Phillip no estaba seguro de haberse podido contener y no haberle dado un suave beso en la ceja.

– Estoy bien -dijo ella, casi enfadada, y se separó de él-. Pesaba más la harina que el cubo.

Phillip se agachó y lo cogió, comprobando por sí mismo lo que pesaba. Era bastante ligero y no podía haberle hecho mucho daño pero, de todos modos, nadie se golpearía con eso en la cabeza por gusto.

– Sobreviviré, se lo garantizo -dijo ella.

Él se aclaró la garganta.

– Supongo que querrá volver a bañarse.

A Phillip le pareció oír que decía: “Supongo que querré ver a esos dos condenados colgados de una cuerda”, pero no estaba seguro, porque Eloise había hablado entre dientes. Además, el hecho de que fuera lo que él habría dicho no significaba que ella fuera igual de despiadada.

– Haré que se lo preparen -dijo él, rápidamente.

– No se preocupe. Me he bañado antes de vestirme y el agua todavía está caliente.

Phillip hizo una mueca. Sus hijos no podían haber sido más inoportunos.

– Tonterías -insistió él-. Diré que le suban unos cubos de agua caliente.

Cuando vio cómo lo miraba, volvió a hacer una mueca. No había elegido las mejores palabras.

– Voy a la cocina a que vayan calentando agua -dijo.

– Sí -respondió ella, muy tensa-. Vaya.

Bajó para darle las instrucciones a una doncella pero, cuando se giró, vio que había media docena de sirvientes mirándolos boquiabiertos y provocó que empezaran a apostar cuánto tardaría sir Phillip en encontrar a los gemelos y darles un buen azote.

Después de ordenarles que fueran a calentar agua para el baño de la señorita Bridgerton, volvió con Eloise. Ya estaba sucio de harina, así que no dudó ni un segundo a tomarla de la mano.

– Lo siento mucho -dijo, intentando contener la risa.

La primera reacción había sido de rabia pero ahora… bueno, la verdad es que estaba bastante ridícula.

Ella lo miró y se dio cuenta del cambio en su estado de ánimo.

Phillip recuperó la compostura.

– ¿Quiere volver a su habitación? -le preguntó.

– ¿Y dónde me siento? -respondió ella.

En eso tenía razón. Seguramente, destrozaría todo lo que tocara o, como mínimo, lo llenaría de harina y tendrían que limpiarlo a fondo.

– En ese caso, le haré compañía -dijo él, en un tono jovial.

Ella lo miró, dándole a entender que todo aquello no le hacía ni pizca de gracia.

– Muy bien -dijo él, para llenar el silencio con algo que no fuera harina. Miró hacia la puerta, impresionado por el truco de los gemelos, a pesar de las terribles consecuencias-. Me pregunto cómo lo habrán hecho -dijo.

Ella lo miró, boquiabierta.

– ¿Importa?

– Bueno -continuó él, a pesar de que por la mirada que ella le estaba lanzando vio que no era el mejor tema de conversación en ese momento-. No lo apruebo, pero debo admitir que han sido muy ingeniosos. No veo de dónde pudieron colgar el cubo y…

– Lo colocaron encima de la puerta.

– ¿Cómo dice?

– Tengo siete hermanos -dijo ella, con desdén-. ¿Cree que es la primera vez que veo este truco? Abrieron un poco la puerta y, con mucho cuidado, colocaron encima el cubo.

– ¿Y no los oyó?

Ella lo miró fijamente.

– Claro -dijo él-. Estaba en el baño.

– Supongo que no intenta insinuar que ha sido culpa mía por no haberlos oído, ¿verdad? -preguntó ella, un poco alterada.

– Por supuesto que no -respondió él inmediatamente. A juzgar por la mirada asesina de la señorita Bridgerton, Phillip estaba convencido de que su integridad física dependía de lo rápido que expresara que estaba totalmente de acuerdo con ella-. Creo que la dejaré para que se…

¿De verdad había alguna manera educada de describir el proceso por el que debería pasar para quitarse toda esa harina de encima?

– ¿Bajará a cenar? -le preguntó, convencido que lo mejor era cambiar de tema.

Ella asintió una vez. No fue un gesto muy cálido pero Phillip estaba contento de que no hubiera decidido hacer las maletas y marcharse esa misma noche.

– Le diré a la cocinera que mantenga caliente la comida -dijo-. Y me encargaré de castigar a los niños.

– No -dijo ella, mientras él se alejaba-. Déjemelos a mí.

Phillip se giró, lentamente, algo inquieto por el tono de su voz.

– Exactamente, ¿qué tiene planeado hacer con ellos?

– ¿Con ellos o a ellos?

Phillip nunca creyó que llegara el día que tuviera miedo de una mujer pero, ante Dios como testigo, juraba que Eloise Bridgerton lo estaba asustando de verdad.

Esa mirada era definitivamente diabólica.

– Señorita Bridgerton -dijo, cruzándose de brazos-. Debo hacerle una pregunta. ¿Qué tiene pensado hacerles?

– Estoy sopesando las posibilidades.

Él se quedó pensativo.

– ¿Debo preocuparme de que lleguen vivos a mañana?

– No, para nada -respondió ella-. Llegarán vivos y con todas las costillas intactas, se lo prometo.

Phillip se la quedó mirando unos segundos y luego, lentamente, dibujó una sonrisa de satisfacción. Tenía el presentimiento de que la venganza de Eloise Bridgerton, la que fuera, sería exactamente lo que sus hijos necesitaban. Sin duda, alguien con siete hermanos sabría perfectamente cómo causar estragos de la manera más ingeniosa y discreta posible.

– Muy bien, señorita Bridgerton -dijo, casi contento de que sus hijos le hubieran tirado toda esa harina por encima-. Son todos suyos.


Una hora después, cuando Eloise y él se acababan de sentar a la mesa para cenar, se volvieron a escuchar gritos.

Phillip, del susto, dejó caer la cuchara; los gritos de Amanda eran más histéricos de lo habitual.

Eloise ni se inmutó y siguió tomándose la sopa de tortuga.

– No es nada -dijo, secándose la boca delicadamente con la servilleta.

Se escuchó cómo corría en dirección a las escaleras.

Phillip estaba a punto de levantarse.

– Quizá debería…

– Le he puesto un pez en la cama -dijo Eloise, satisfecha consigo misma, aunque evitó sonreír.

– ¿Un pez? -repitió Phillip.

– Está bien. Un pez bastante grande.

El renacuajo que se había imaginado al principio se convirtió, de repente, en un tiburón y notó que le costaba respirar.

– Y… -tenía que preguntarlo-. ¿De dónde ha sacado un pez?

– La señora Smith -dijo ella, como si la cocinera preparara truchas enormes cada día.

Phillip no se movió de la silla. No iba a salvar a su hija. Quería hacerlo. Al fin y al cabo, poseía ese extraño instinto paterno y la niña estaba gritando como si estuviera ardiendo en el infierno.

Sin embargo, ella se lo había buscado y ahora tendría que soportar lo que la señorita Bridgerton le había hecho. Hundió la cuchara en la sopa pero, cuando estaba a punto de metérsela en la boca, se detuvo.

– ¿Y qué ha metido en la cama de Oliver?

– Nada.

Él levantó una ceja, extrañado.

– Así no dormirá tranquilo -le explicó ella.

Phillip inclinó la cabeza a modo de aprobación. Era buena.

– Tomarán represalias, ya lo sabe -dijo, sintiéndose en la obligación de ponerla sobre aviso.

– Los estaré esperando. -Por su voz, no parecía muy preocupada. Entonces levantó la cabeza y lo miró directamente, sorprendiéndolo un poco-. Supongo que saben que me ha invitado con el objetivo de pedirme que me case con usted.

– Nunca les he dicho nada al respecto.

– No -susurró ella-. Claro que no.

Phillip la miró fijamente porque no estaba seguro de si lo había dicho como un insulto.

– No veo la necesidad de informar a mis hijos de mis asuntos personales.

Ella encogió los hombros, un pequeño gesto que hizo rabiar a Phillip.

– Señorita Bridgerton -añadió-. No necesito que me dé consejos sobre cómo criar a mis hijos.

– No he dicho nada -respondió ella-. Aunque debo decirle que parece bastante desesperado por encontrarles una madre, y eso podría indicar que sí que necesita ayuda.

– Hasta que acepte convertirse en su madre, le pido que se guarde sus opiniones -dijo él.

Eloise le lanzó una mirada de hielo y volvió a concentrarse en la sopa. Sin embargo, después de dos bocados, lo miró desafiante y dijo:

– Necesitan disciplina.

– ¿Cree que no lo sé?

– Y amor.

– Ya tienen amor -susurró él.

– Y atención.

– También tienen atención.

– Necesitan que se la dé usted.

Phillip sabía que estaba muy lejos de ser el padre perfecto, pero no estaba dispuesto a que viniera una extraña y se lo dijera a la cara.

– Y supongo que, en las doce horas que hace que está en esta casa, ha tenido tiempo de sobras de ver lo desgraciados que son, ¿verdad?

Ella soltó una risita desdeñosa.

– No necesito doce horas. Lo vi perfectamente esta mañana cuando casi le rogaron que pasara unos minutos con ellos.

– No es verdad -respondió, aunque notó cómo se le encendían las orejas, una señal inequívoca de que estaba mintiendo. No pasaba suficiente tiempo con sus hijos y le dolía que esa mujer se hubiera dado cuenta tan deprisa.

– Prácticamente le rogaron que no trabajara “todo el día” -dijo ella-. Si pasara un poco más de tiempo con ellos…

– No sabe nada de mis hijos -la interrumpió él, alterado-. Y no sabe nada de mí.

Eloise se levantó.

– Está claro -dijo, caminando hacia la puerta.

– ¡Espere! -gritó él, levantándose casi de un salto.

Maldita sea. ¿Qué había pasado? Hacía una hora, estaba convencido de que aceptaría ser su mujer y ahora prácticamente estaba haciendo las maletas para volver a Londres.

Resopló de frustración. Nada lo enfurecía tanto como sus hijos o las discusiones alrededor de ellos. Bueno, para ser más exactos, las discusiones sobre lo mal padre que era.

– Lo siento -dijo, de corazón. O, al menos, lo suficiente de corazón como para hacer que se quedara-. Por favor. -Alargó la mano-. No se vaya.

– No permitiré que me trate como a una imbécil.

– Si algo he aprendido en estas doce horas -dijo, haciendo hincapié en las doce horas-, es que no es ninguna imbécil.

Ella lo miró unos segundos y luego apoyó su mano en la de él.

– Al menos -dijo él, sin importarle que pareciera que le estaba rogando-, debe quedarse hasta que baje Amanda.

Ella levantó las cejas.

– Seguro que quiere saborear la victoria -le dijo, y añadió-: Yo lo haría.

Eloise dejó que la acompañara hasta la silla. Sin embargo, sólo pudieron disfrutar de un minuto más de silencio porque ese fue el tiempo que Amanda tardó en llegar, hecha una fiera, con la niñera pisándole los talones.

– ¡Padre! -exclamó Amanda, llorando, y se lanzó a los brazos de su padre.

Phillip la abrazó aunque, como no estaba acostumbrado, no supo muy bien cómo hacerlo.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó él, dándole un golpecito en la espalda.

Amanda levantó la cabeza y señaló a Eloise con un dedo tembloroso y furioso.

– Ella -dijo, como si se estuviera refiriendo al mismísimo demonio.

– ¿La señorita Bridgerton? -preguntó Phillip.

– ¡Me ha puesto un pez en la cama!

– Y tú le tiraste harina encima -dijo Phillip muy serio-. Así que estáis en paz.

Amanda miró a su padre boquiabierta.

– Pero ¡eres mi padre!

– Sí.

– ¡Se supone que tienes que ponerte de mi lado!

– Cuando tienes razón.

– ¡Un pez! -exclamó la niña.

– Ya lo huelo. Supongo que querrás bañarte.

– ¡No quiero bañarme! -gritó-. ¡Quiero que la castigues!

Phillip sonrió.

– Es un poco mayor para castigarla, ¿no crees?

Amanda lo miró, incrédula y, al final, con el labio inferior tembloroso, le dijo:

– Tienes que decirle que se vaya. ¡Ahora!

Phillip dejó a Amanda en el suelo, muy satisfecho por cómo se estaba desarrollando la situación. Quizá fuera la calmada presencia de la señorita Bridgerton, pero parecía que tenía más paciencia que de costumbre. No tenía ganas de darle un cachete a su hija ni de evitar el tema mandándola a su habitación.

– Disculpa, Amanda -dijo-. Pero la señorita Bridgerton es mi invitada, no la tuya, y se quedará el tiempo que yo quiera.

Eloise se aclaró la garganta. Con fuerza.

– O el que ella quiera -se corrigió Phillip.

Amanda arrugó la cara, pensativa.

– Y eso no significa que te dediques a torturarla para obligarla a marcharse -añadió enseguida Phillip.

– Pero…

– Sin peros.

– Pero…

– ¿Qué acabo de decir?

– Pero ¡es que es mala!

– Creo que es muy lista -dijo Phillip-. Y ojalá yo te hubiera puesto un pez en la cama hace meses.

Amanda retrocedió, horrorizada.

– Vete a tu habitación, Amanda.

– Pero es que huele mal.

– Y la única culpable eres tú.

– Pero la cama…

– Tendrás que dormir en el suelo -respondió él.

Con la cara, bueno todo el cuerpo, temblando, la niña se dirigió hacia la puerta.

– Pero… Pero…

– ¿Sí, Amanda? -preguntó él, en lo que le pareció una voz paciente muy impresionante.

– Pero a Oliver no le ha hecho nada -susurró la pequeña-. Y no es justo. Lo de la harina fue idea suya.

Phillip arqueó las cejas.

– Está bien, no fue sólo idea mía -insistió Amanda-. Fue idea de los dos.

Phillip se rió.

– Yo de ti no me preocuparía por Oliver. O no, mejor dicho -dijo, acariciándose la barbilla con los dedos-. Si fuera Oliver, me preocuparía. Me temo que la señorita Bridgerton también tiene planes para él.

Aquello pareció satisfacer a la niña que, antes de marcharse con la niñera, dijo:

– Buenas noches, padre.

Phillip volvió a concentrarse en la sopa, muy satisfecho consigo mismo. No recordaba la última vez que, después de una discusión con uno de sus hijos, hubiera terminado con la sensación de haber controlado la situación. Se llevó la cuchara a la boca y después, sin soltarla, miró a Eloise y dijo:

– El pobre Oliver debe estar muerto de miedo.

Al parecer, Eloise estaba haciendo un gran esfuerzo por no reírse.

– Esta noche no dormirá.

Phillip agitó la cabeza.

– Me temo que no cerrará ni un ojo. Aunque usted debe ir con cuidado. Estoy casi seguro de que pondrá algún tipo de trampa en la puerta.

– Ah, bueno. No tengo intención de torturarlo esta noche -dijo ella, moviendo la mano en el aire-. Sería demasiado previsible. Prefiero contar con el factor sorpresa.

– Sí, ya lo veo -dijo Phillip, riendo.

Eloise le respondió con una expresión de petulancia.

– Me encantaría mantenerlo en una agonía perpetua, pero no sería justo con Amanda.

Phillip se estremeció.

– Detesto el pescado.

– Ya lo sé. Me lo dijo en una de sus cartas.

– ¿Ah, sí?

Eloise asintió.

– Me extrañó que la señora Smith tuviera en la cocina, pero supongo que a los sirvientes les gusta.

Luego se quedaron en silencio, aunque fue una especie de quietud cómoda, nada violenta. Y, mientras cenaban y charlaban de nada en concreto, Phillip pensó que el matrimonio no tenía por qué ser complicado.

Con Marina siempre había tenido la sensación de que debía ir con mucho cuidado, temeroso de que ella cayera en uno de sus pozos, y se había decepcionado cuando la veía encerrarse en sí misma y no disfrutar de la vida.

Sin embargo, puede que el matrimonio fuera más sencillo que aquello. Quizá tuviera algo que ver con la compañía, con estar cómodo.

No recordaba la última vez que había hablado con alguien de sus hijos, del proceso de criarlos. Jamás había compartido lo que le preocupaba, ni siquiera cuando Marina estaba viva. Ella era una de esas responsabilidades y a Phillip todavía le costaba no sentirse culpable por el alivio que su muerte le había provocado.

Pero Eloise…

Levantó la cabeza y miró a la mujer que, de aquella forma tan inesperada, había llegado a su vida. La luz de las velas le teñía el pelo de color rojizo y cuando sus ojos se cruzaron, vio en ellos un brillo de vitalidad y un poco de picardía.

Empezó a darse cuenta que era, exactamente, lo que necesitaba. Inteligente, con ideas propias, mandona… No eran cualidades que los hombres solieran buscar en una esposa, pero Phillip necesitaba desesperadamente que alguien llevara el mando de Romney Hall. La casa era un desastre, los niños estaban descontrolados y las estancias estaban teñidas de ese peso melancólico de Marina que, desgraciadamente, no había desaparecido con su muerte.

Phillip estaría encantado de cederle parte de su poder en la casa a su mujer si con eso conseguía que todo volviera a ser como antes. Él estaría más que contento de poderse ir al invernadero y dejar que su mujer se encargara del resto.

¿Estaría dispuesta Eloise Bridgerton a asumir ese papel?

Por Dios, esperaba que sí.

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