“… no importa, Daphne, creo que no deberías haberte marchado.”
Eloise Bridgerton a su hermana,
la duquesa de Hastings, durante la breve separación
de Daphne de su marido, a las pocas semanas
de estar casados.
El camino hasta casa de Benedict estuvo lleno de surcos y baches y, cuando Eloise bajó del carruaje frente a la casa de su hermano, había pasado de estar enfadada a estar de un humor de perros. Y, para empeorarlo todo un poco más, cuando el mayordomo le abrió la puerta, la miró como si fuera una loca.
– ¿Graves? -preguntó Eloise cuando resultó obvio que el pobre hombre no podía hablar.
– ¿La están esperando? -preguntó él, aturdido.
– Bueno, no -dijo Eloise, mirando hacia la casa porque, en realidad, allí es donde quería estar.
Había empezado a lloviznar y Eloise no iba protegida para la lluvia.
– Pero no creo que les… -empezó a decir.
Graves se apartó, recordando su deber y dejándola pasar.
– Es el señorito Charles -dijo, refiriéndose al hijo mayor de Benedict y Sophie, que apenas tenía cinco años y medio-. Está muy enfermo. Está…
Eloise notó que tenía un nudo en la garganta.
– ¿Qué le pasa? -preguntó, sin molestarse en disimular su preocupación-. ¿Se va a…? -Por Dios, ¿cómo se preguntaba si un niño se iba a morir?
– Avisaré a la señora Bridgerton -dijo Graves, tragando saliva. Se dio la vuelta y subió las escaleras a toda prisa.
– ¡Espere! -exclamó Eloise, que quería hacerle más preguntas, pero ya había desaparecido.
Se dejó caer en una silla, muy asustada y, por si no fuera poco, muy enfadada consigo misma por haberse atrevido a quejarse de su vida. Sus problemas con Phillip que, de hecho, no eran tales, sólo una pequeña rabieta, no eran nada comparados con esto.
– ¡Eloise!
El que bajó las escaleras fue Benedict, no Sophie. Estaba demacrado, con los ojos hundidos y la piel pálida. A Eloise no le hizo falta preguntarle cuánto tiempo llevaba sin dormir; seguro que a su hermano no le haría gracia y, además, la respuesta estaba reflejada en su cara: llevaba días despierto.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó.
– Venía de visita -dijo ella-. A saludaros. No tenía ni idea. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo está Charles? Le vi la semana pasada y estaba bien. Estaba… ¿Qué ha pasado?
Benedict tardó unos segundos en reunir fuerzas para hablar.
– Tiene mucha fiebre. No sé por qué. El sábado se despertó muy bien pero, a la hora de comer, estaba… -Se apoyó en la pared y cerró los ojos, encerrándose en su agonía-. Estaba hirviendo -susurró-. Y no sé qué hacer.
– ¿Qué ha dicho el médico? -preguntó Eloise.
– Nada -respondió Benedict, derrotado-. Al menos, nada bueno.
– ¿Puedo verle?
Benedict asintió, sin abrir los ojos.
– Tienes que descansar -dijo Eloise.
– No puedo -dijo él.
– Tienes que hacerlo. En estas condiciones, no le haces bien a nadie, y me temo que Sophie debe estar igual.
– La obligué a acostarse hace una hora -dijo-. Parecía un cadáver.
– Bueno, tú no tienes mejor aspecto -le dijo Eloise, utilizando a propósito un tono decidido y seguro.
A veces, era lo que la gente necesitaba en un momento así, que les dijeran qué hacer. La compasión sólo conseguiría que su hermano se echara a llorar y ninguno de los dos quería que aquello pasara.
– Tienes que acostarte -le mandó Eloise-. Ahora. Yo me encargaré de Charles. Aunque sólo duermas una hora, pero te sentirás mucho mejor.
Benedict no le respondió; se había quedado dormido allí de pie.
Eloise se puso al frente de la situación. Le dijo a Graves que metiera a Benedict en la cama y ella fue a la habitación del niño e intentó no echarse a llorar cuando lo vio.
Parecía tan pequeño y frágil en aquella cama tan grande; Benedict y Sophie lo habían llevado a su habitación, que era más grande, para tener más espacio para atenderlo. Estaba ardiendo pero, cuando abrió los ojos, Eloise vio que los tenía cristalinos y era incapaz de fijar la mirada en algo concreto. Además, cuando no estaba totalmente inmóvil, deliraba diciendo cosas incoherentes sobre caballos, árboles y mazapanes.
Eloise se preguntó qué diría ella, en estado delirante, si alguna vez se ponía tan enferma.
Le secó la frente, lo giró y ayudó a las sirvientas a cambiarle las sábanas, y ni siquiera se dio cuenta que el sol se había escondido por el horizonte. Sólo daba gracias al cielo porque Charles parecía no empeorar con sus cuidados. Según los sirvientes, Benedict y Sophie habían estado a su lado dos días enteros y Eloise no quería ir a despertarlos con malas noticias.
Se sentó en una silla junto a la cama, le leyó su libro favorito y le explicó historias de cuando su padre era pequeño. Y, aunque dudaba que pudiera escucharla, aquello le hacía sentirse mejor porque no podía quedarse allí sentada sin hacer nada.
Sin embargo, no fue hasta las ocho de la tarde, cuando Sophie se despertó y le preguntó por Phillip, que se le ocurrió que debería enviarle una nota porque, a lo mejor, estaba preocupado.
Así que escribió algo breve, sólo para decirle que estaba velando a su sobrino. Phillip lo entendería.
A las ocho de la tarde, Phillip estaba convencido de que Eloise había muerto en un accidente o lo había abandonado.
Y ninguna de las opciones le parecía demasiado agradable.
No creía que lo hubiera abandonado; parecía bastante feliz con su matrimonio, a pesar de la pelea que habían tenido por la mañana. Además, no se había llevado nada, aunque aquello no significaba nada porque casi todas sus cosas todavía tenían que llegar de Londres. Si se había marchado, no dejaba gran cosa en Romney Hall.
Sólo un marido y dos hijos.
Por Dios, y a los niños les había dicho: “Creo que ha venido para quedarse”.
No, pensó con ferocidad, Eloise no lo dejaría. Nunca haría algo así. No era una mujer cobarde y jamás huiría de su matrimonio. Si había algo que no le gustaba, se lo diría, a la cara y sin rodeos.
Y eso, pensó mientras se ponía el abrigo y salía corriendo hacia la puerta, significaba que tenía que estar muerta en alguna cuneta del camino a Wiltshire. Había estado lloviendo toda la tarde y los caminos entre su casa y la de Benedict no estaban en demasiado buenas condiciones.
Demonios, casi sería mejor que lo hubiera abandonado.
Sin embargo, camino de Mi Casa, el estúpido nombre de la propiedad de Benedict Bridgerton, empapado y de muy mal humor, cada vez estaba más convencido de que Eloise lo había abandonado.
Porque no estaba en ninguna cuneta, ni había ningún rastro de algún accidente de carruaje, ni la había encontrado en ninguna de las dos posadas que había en el camino.
Y sólo había un camino para ir desde Romney Hall hasta Mi Casa; era imposible que estuviera en cualquier otra posada de cualquier otro camino y que todo aquello acabara por saldarse en un terrible malentendido.
– Tranquilo -se dijo, mientras subía las escaleras de casa de Benedict-. Tranquilo.
Porque nunca había estado tan cerca de perder los nervios.
A lo mejor había una explicación lógica. A lo mejor no había querido volver mientras llovía. No llovía tanto, pero era algo continuo, y supuso que no le apetecía viajar en esas condiciones.
Levantó el picaporte y golpeó la puerta. Con fuerza.
A lo mejor se había roto una rueda del carruaje.
Volvió a golpear la puerta.
No, eso no lo explicaría. Benedict podría haberla enviado a casa en el suyo.
A lo mejor…
A lo mejor…
Intentó, sin éxito, buscar alguna otra explicación para que Eloise estuviera allí con su hermano y no en casa con su marido. Y no se le ocurría ninguna.
La maldición que salió por sus labios era algo que hacía muchos años que no decía.
Volvió a coger el picaporte, dispuesto a arrancarlo y lanzarlo por la ventana, pero justo entonces se abrió la puerta y Phillip se encontró delante de Graves, el mayordomo a quien había conocido hacía apenas dos semanas, cuando había venido a hacer ver que cortejaba a Eloise.
– ¿Y mi mujer? -preguntó Phillip, casi gruñendo.
– ¡Sir Phillip! -dijo el mayordomo, sorprendido.
Phillip no se movió, a pesar de que la lluvia le resbalaba por la cara. La maldita casa no tenía pórtico. ¿Dónde se había visto que una casa inglesa no tuviera pórtico?
– Mi mujer -le espetó, otra vez.
– Está aquí -le dijo Graves-. Pase.
Phillip dio un paso adelante.
– Quiero a mi mujer -dijo-. Ahora.
– Permita que le quite el abrigo -dijo Graves.
– Me da igual el abrigo -dijo Phillip, de malos modos-. Quiero a mi mujer.
Graves se quedó helado, con las manos todavía estiradas para quitarle el abrigo.
– ¿Ha recibido la nota de la señora Crane?
– No, no he recibido ninguna nota.
– Ya me parecía que había venido muy rápido -murmuró Graves-. Se debe haber cruzado con el mensajero por el camino. Será mejor que entre.
– Ya estoy dentro -dijo Phillip, muy serio.
Graves espiró, en realidad fue más bien un intenso suspiro, algo muy extraño en un mayordomo que se suponía que no debía hacer gala de ningún sentimiento.
– Creo que tendrá que quedarse un buen rato -dijo Graves, con suavidad-. Quítese el abrigo. Séquese. Querrá estar cómodo.
De repente, la rabia de Phillip se transformó en preocupación. ¿Es que le había pasado algo a Eloise? Por Dios, si le había pasado…
– ¿Qué sucede? -susurró.
Acababa de recuperar a sus hijos. No estaba preparado para perder a su mujer.
El mayordomo encaró las escaleras con los ojos tristes.
– Acompáñeme -dijo Graves, en voz baja.
Phillip lo siguió y a cada paso que daba, mayor era el miedo que sentía.
Obviamente, Eloise había acudido a misa casi cada domingo de su vida. Era lo que se esperaba de ella y era lo que hacía la gente buena y honesta pero, en realidad, nunca había sido una persona especialmente religiosa. Durante los sermones, solía dejar volar la imaginación, cantaba los himnos porque le gustaba la música y no porque sintiera una elevación espiritual y, además, la iglesia era el único lugar en el que una pésima cantante como ella podía cantar en voz alta.
Sin embargo, esa noche, mientras contemplaba a su pequeño sobrino, rezó.
Charles no había empeorado, pero tampoco había mejorado y el doctor, que había venido y se había marchado por segunda vez ese día, había pronunciado las temerosas palabras: “en manos de Dios”.
Eloise odiaba esa frase, odiaba que los médicos recurrieran a ella cuando se enfrentaban a una enfermedad que los superaba, pero, si el doctor tenía razón y la vida de Charles estaba en manos de Dios, entonces es a él a quien Eloise rezaría.
Eso sí, sólo cuando no le estaba aplicando compresas frías en la frente o le estaba haciendo beber caldo caliente. Y, aunque había tantas cosas por hacer, se pasaba las horas en vela, nada más.
Así que se sentó, con las manos juntas en el regazo, y suplicó:
– Por favor, por favor.
Y entonces, como si alguien hubiera respondido a la plegaria equivocada, escuchó un ruido en la puerta y, por imposible que pareciera, era Phillip, aunque había mandado el mensajero apenas hacía una hora. Estaba empapado por la lluvia, con el pelo pegado en la frente, pero Eloise estaba más contenta que nunca de verlo y, antes de saber lo que estaba haciendo, cruzó la habitación y se lanzó a sus brazos.
– Oh, Phillip -sollozó, dándose permiso para llorar, finalmente. Todo el día se había estado haciendo la fuerte, obligándose a ser la roca que su hermano y su cuñada necesitaban. Pero ahora Phillip estaba allí y, cuando la abrazó, tan sólido y fuerte, Eloise dejó que, por una vez, el fuerte fuera otro.
– Pensé que eras tú -susurró Phillip.
– ¿Qué? -preguntó ella, confundida.
– El mayordomo… no me lo ha explicado hasta que hemos llegado a la puerta. Pensé que te había… -Meneó la cabeza-. No importa.
Eloise no dijo nada, pero lo miró con una pequeña y tímida sonrisa en el rostro.
– ¿Cómo está? -preguntó Phillip.
Ella negó con la cabeza.
– No muy bien.
Phillip miró a Benedict y a Sophie, que se habían levantado para saludarlo. Tampoco parecían demasiado bien.
– ¿Cuánto tiempo lleva así? -preguntó.
– Dos días -respondió Benedict.
– Dos días y medio -lo corrigió Sophie-. Desde el sábado por la mañana.
– Tienes que secarte -dijo Eloise, al separarse de él-. Y yo también. -Se miró el vestido, que había quedado empapado por el abrazo-. O acabarás peor que Charles.
– Estoy bien -dijo Phillip, acerándose a la cama del niño. Le puso la mano en la frente, negó con la cabeza y miró a sus padres-. No tengo sensibilidad -dijo-. Tengo las manos demasiado frías por la lluvia.
– Tiene fiebre -confirmó Benedict, cabizbajo.
– ¿Qué le habéis hecho? -preguntó Phillip.
– ¿Sabes algo de medicina? -preguntó Sophie, con los ojos llenos de esperanzas renovadas.
– El doctor le ha sacado sangre -dijo Benedict-. Pero parece que no ha hecho efecto.
– Le hemos estado dando caldo -dijo Sophie-. Enfriándolo cuando se calienta demasiado.
– Y calentándolo cuando se enfría -añadió Eloise, desesperada.
– Parece que todo es en vano -susurró Sophie. Y entonces, delante de todos, se vino abajo. Se abalanzó sobre el lateral de la cama y empezó a llorar.
– Sophie -dijo Benedict, arrodillándose junto a ella y abrazándola. Cuando vieron que él también estaba llorando, Phillip y Eloise apartaron la mirada.
– Té de corteza de sauce -le dijo Phillip a Eloise-. ¿Ha tomado eso?
– No creo. ¿Por qué?
– Es algo que aprendí en Cambridge. Se solía dar para paliar el dolor antes que el laudanum se popularizara tanto. Uno de mis profesores decía que ayudaba a bajar la fiebre.
– ¿Se lo diste a Marina? -preguntó Eloise.
Phillip la miró sorprendido, pero luego recordó que Eloise todavía creía que Marina había muerto por una gripe pulmonar que, en parte, debía ser verdad.
– Lo intenté -dijo él-, pero no podía hacerle tragar nada. Además, estaba mucho más enferma que Charles. -Tragó saliva, recordando-. En muchos aspectos.
Eloise se lo quedó mirando un buen rato y luego, de repente, se giró hacia Benedict y Sophie, que ya se habían calmado un poco, aunque seguían arrodillados en el suelo, viviendo un momento de intimidad.
Sin embargo, Eloise, como era habitual en ella, no tuvo ningún miramiento con los momentos privados en una situación como ésa, así que agarró a su hermano por el brazo y lo giró.
– ¿Tenéis té de corteza de sauce? -le preguntó.
Benedict la miró, parpadeando, y dijo:
– No lo sé.
– Puede que la señora Crabtree sí -dijo Sophie, refiriéndose a la esposa del matrimonio mayor que se había encargado de Mi Casa hasta que Benedict se casó, cuando sólo era su refugio veraniego-. Siempre tiene cosas así. Pero ella y el señor Crabtree han ido a visitar a su hija y no volverán hasta dentro de unos días.
– ¿Podéis entrar en su casa? -les preguntó Phillip-. Si lo tiene, lo reconoceré. No es una hoja de té. Sólo es la corteza, que se hierve. Puede que ayude a bajarle la fiebre.
– ¿Corteza de sauce? -preguntó Sophie, incrédula-. ¿Quieres curar a mi hijo con la corteza de un árbol?
– Seguro que no puede hacerle daño -dijo Benedict, muy serio, caminando hacia la puerta-. Ven conmigo, Crane. Tenemos una llave de su casa. Yo mismo te acompañaré. -Sin embargo, cuando llegó a la puerta se giró hacia Phillip-. ¿Sabes lo que haces?
Phillip le dijo lo único que sabía.
– No lo sé. Espero que sí.
Benedict lo miró a los ojos y Phillip supo que su cuñado estaba deliberando consigo mismo. Una cosa era dejar que se casara con su hermana y otra cosa muy distinta era dejar que le metiera extraños brebajes a su hijo por la boca.
Pero Phillip lo comprendió perfectamente. Él también era padre.
– Está bien -dijo Benedict-. Vamos.
Y, mientras salía de la casa, sólo rezaba para que la confianza que Benedict Bridgerton había depositado en él se viera recompensada.
Al final, nunca se supo si fue el té de corteza de sauce, las plegarias de Eloise o la suerte pero, al día siguiente, Charles ya no tenía fiebre y, aunque todavía estaba un poco débil, estaba claro que se encontraba mejor. Hacia mediodía, quedó claro que la presencia de Phillip y de Eloise ya no era necesaria, así que subieron al carruaje y se fueron a casa, impacientes por meterse en la resistente cama y, por una vez, irse a dormir directamente.
Se pasaron los primeros diez minutos en silencio. Por increíble que parezca, Eloise estaba demasiado cansada para hablar. Sin embargo, a pesar del agotamiento, también estaba demasiado agitada por el estrés y la preocupación que habían pasado durante la noche. Así que se conformó con observar el paisaje por la ventana. En cuanto a Charles le había bajado la fiebre, había dejado de llover, como si una señal divina le dijera que lo habían salvado sus plegarias, pero mientras miraba de reojo a su marido, que estaba sentado a su lado con los ojos cerrados, aunque ella sabía que no estaba dormido, pensó que lo que había salvado era la corteza de sauce.
No sabía por qué estaba tan segura, y era consciente de que jamás podría demostrarlo, pero su sobrino estaba vivo por una taza de té.
Y pensar en las pocas probabilidades que había de que Phillip estuviera en casa de Benedict esa noche. Habían sido una serie de sucesos muy particulares. Si Eloise no hubiera subido a ver a los gemelos, si no hubiera ido a decirle a Phillip que aquella niñera no le gustaba, si no se hubieran peleado…
Visto así, el pequeño Charles Bridgerton era, posiblemente, el chico más afortunado de Inglaterra.
– Gracias -dijo Eloise, que no había sabido que iba a hablar hasta que las palabras le salieron por la boca.
– ¿Por? -susurró Phillip somnoliento, sin abrir los ojos.
– Por Charles -dijo ella.
Phillip abrió los ojos y se giró hacia ella.
– Jamás sabremos si ha sido por la corteza de sauce.
– Yo sí que lo sé -dijo ella, con firmeza.
Él sonrió.
– Siempre lo sabes todo.
Y Eloise pensó: ¿es esto lo que había soñado toda su vida? ¿No la pasión ni los gemidos de placer cuando estaba con él en la cama, sino esto?
¿Esta sensación de seguridad, de compañía, de estar sentada al lado de alguien en un carruaje y que todas las partes de tu ser te digan que es donde debes estar?
Lo cogió de la mano.
– Fue horrible -dijo, sorprendida por tener lágrimas en los ojos-. Creo que nunca en mi vida he pasado tanto miedo. No me imagino lo que ha debido ser para Benedict y Sophie.
– Ni yo -dijo Phillip, con suavidad.
– Si hubiera sido uno de nuestros hijos… -dijo, y entonces se dio cuenta que, por primera vez, había dicho “nuestros hijos”.
Phillip se quedó callado un buen rato. Cuando habló, estaba mirando por la ventana.
– Durante toda la noche, cada vez que miraba a Charles -dijo, con una voz muy ronca-, daba gracias a Dios que no fueran Oliver o Amanda. -Se giró hacia Eloise, con la culpabilidad reflejada en el rostro-. Pero ningún niño debería pasar por eso.
Eloise le apretó la mano.
– No creo que ese sentimiento sea malo. No eres un santo. Sólo eres un padre. Y creo que uno muy bueno.
La miró, extrañado, y meneó la cabeza.
– No -dijo-. No lo soy. Pero espero serlo.
Ella ladeó la cabeza.
– ¿Phillip?
– Tenías razón -dijo él, apretando los labios-. Sobre la niñera. Quería que todo saliera bien, así que no le presté atención, pero tenías razón. Les pegaba.
– ¿Qué?
– Con un libro -continuó él, con una voz muy cansada, como si se hubiera quedado sin emociones-. Entré en la habitación de los niños y estaba golpeando a Amanda con un libro. Con Oliver ya había acabado.
– Oh, no -dijo Eloise, mientras lágrimas de pena y de rabia, le resbalaban por las mejillas-. No me imaginé. No me gustaba, de acuerdo, y les había pegado en los nudillos pero… a mí también me pegaron en los nudillos. Nos lo han hecho a todos. -Se hundió en el asiento, como si llevara un enorme peso de culpa en los hombros-. Debería haberme dado cuenta. Debería haberlo visto.
Phillip se rió.
– Apenas llevas quince días viviendo en casa. Yo llevo meses conviviendo con esa mujer. Si yo no lo vi, ¿por qué ibas a hacerlo tú?
Eloise no tenía nada que decir, al menos nada que evitara que su marido se sintiera todavía más culpable.
– Supongo que la has despedido -dijo, al final.
Phillip asintió.
– Les dije a los niños que nos ayudarías a encontrar una sustituta.
– Por supuesto -añadió ella, enseguida.
– Y yo… -Hizo una pausa, se aclaró la garganta y miró por la ventana antes de continuar-: Yo…
– Dilo, Phillip -le dijo ella, con dulzura.
Sin girarse, dijo:
– Voy a ser mejor padre. Los he ignorado durante demasiado tiempo. Tenía tanto miedo de convertirme en mi padre, de ser como él, que no…
– Phillip -susurró Eloise, cogiéndole la mano-. No eres como tu padre. Nunca podrías ser como él.
– No -dijo él, con la voz apagada-, pero pensé que sí. Una vez incluso cogí una fusta. Fui a los establos y la cogí. -Hundió la cabeza en las manos-. Estaba tan furioso. Tanto.
– Pero no la usaste -le susurró ella, sabiendo que esas palabras eran verdad. Tenían que serlo.
Él meneó la cabeza.
– Pero quería hacerlo.
– Pero no lo hiciste -repitió ella, con la voz tan firme como pudo.
– Estaba tan furioso -repitió él, y Eloise lo vio tan perdido en su propio mundo que no sabía si la había escuchado. Sin embargo, entonces se giró hacia ella y la miró a los ojos-. ¿Sabes qué es tener miedo de tu propia rabia?
Eloise negó con la cabeza.
– No soy un hombre pequeño, Eloise -dijo-. Podría hacerle mucho daño a alguien.
– Yo también -dijo ella y, ante la sarcástica mirada de él, añadió-. Está bien, quizás a ti no, pero a un niño sí.
– Serías incapaz -gruñó él y se dio la vuelta.
– Tú también -dijo ella.
Él se quedó en silencio.
Y, de repente, Eloise lo entendió todo.
– Phillip -dijo, con suavidad-, has dicho que estabas furioso pero… ¿con quién?
Él la miró, perplejo.
– Pegaron el pelo de la institutriz a la almohada, Eloise.
– Ya lo sé -dijo ella, agitando la mano en el aire-. Y seguro que, si hubiera estado presente, yo también habría querido darles una buena paliza. Pero no te he preguntado eso. -Esperó a que le diera una respuesta. Cuando él no dijo nada, ella añadió-: ¿Estabas furioso con ellos por lo de la cola o estabas furioso contigo mismo porque eras incapaz de controlarlos?
Phillip no dijo nada, pero ambos sabían la respuesta.
Eloise alargó el brazo y le acarició la mano.
– No te pareces a tu padre en nada, Phillip -dijo-. En nada.
– Ahora lo sé -dijo Phillip, suavemente-. No tienes ni idea de las ganas que tenía de partir por la mitad a esa maldita niñera Edwards.
– Me lo imagino -dijo Eloise, riéndose mientras se apoyaba en el respaldo.
Phillip sonrió. No sabía por qué pero había algo gracioso en el tono de su mujer, algo que era incluso agradable. De alguna forma, habían conseguido encontrar el lado divertido a una situación que no lo era. Y era maravilloso.
– Es lo que se merecía -dijo Eloise, encogiéndose de hombros. Se giró hacia Phillip-. Pero no le has hecho nada, ¿verdad?
Él negó con la cabeza.
– No. Y si he podido controlarme con ella, con mis hijos también podré hacerlo.
– Claro que sí -dijo Eloise, como si estuvieran hablando de algo obvio. Le dio unos golpecitos en la mano y luego se giró hacia la ventana, muy tranquila.
Phillip se dio cuenta que Eloise tenía mucha fe en él. Tenía fe en su bondad interior y en la calidad de su alma, cuando él había vivido atormentado por las dudas tantos años.
Y entonces supo que tenía que ser sincero y, antes de saber lo que iba a hacer, dijo:
– Creí que me habías dejado.
– ¿Anoche? -preguntó ella, mirándolo muy sorprendida-. ¿Cómo pudiste pensar algo así?
Él se encogió de hombros, en un gesto de desprecio hacia sí mismo.
– Pues no sé. Quizá porque te fuiste a casa de tu hermano y no volviste.
Eloise ignoró el toque de sarcasmo.
– Bueno, ya has visto lo que me entretuvo y, además, nunca te abandonaría. Deberías saberlo.
Phillip arqueó una ceja.
– ¿Ah, sí?
– Claro que sí -dijo ella, que lo miraba como si estuviera enfadada con él-. Hice un juramento en la iglesia y te aseguro que no me lo tomo a la ligera. Además, asumí el compromiso de ser una madre para Oliver y Amanda y jamás lo rompería.
Phillip la miró, muy serio, y luego dijo:
– No, no, claro. No lo harías. Fui un estúpido al no pensar en eso.
Ella se sentó con la espalda recta y se cruzó de brazos.
– Deberías haberlo hecho. Me conoces y sabes que nunca lo haría. -Y entonces, cuando él no dijo nada, añadió-: Esos pobres niños. Ya han perdido a su madre biológica. Desde luego que no me voy a marchar y obligarlos a pasar por lo mismo otra vez. -Se giró hacia él con una expresión muy irritada-. No puedo creerme que pensaras que había hecho algo así.
Phillip se estaba empezando a preguntar lo mismo. Sólo hacía… Santo Dios, ¿era posible que sólo hiciera dos semanas que conocía a Eloise? A veces, parecía que hacía una vida entera. Porque tenía la sensación de conocerla perfectamente. Siempre tendría sus secretos, claro, como todos, y estaba convencido de que nunca la entendería porque no se imaginaba llegar a entender a ninguna mujer en la vida.
Sin embargo, la conocía. Estaba seguro. Y por eso no debería ni haberse planteado la posibilidad de que lo hubiera abandonado.
Debió de ser el pánico, puro y duro. Y también, quizá, porque era mejor pensar que lo había abandonado a imaginársela muerta en alguna cuneta. En el primer caso, al menos podía ir a casa de su hermano y llevársela a casa.
Si hubiera muerto…
No estaba preparado para la punzada de dolor tan intensa que sintió con sólo pensarlo.
¿Desde cuándo Eloise significaba tanto para él? ¿Y qué iba a hacer para que fuera feliz?
Porque necesitaba que fuera feliz. Y no sólo, como había estado intentando convencerse a sí mismo, porque una Eloise feliz significaba que Phillip podría seguir disfrutando de su vida sin preocupaciones. Necesitaba que fuera feliz porque la idea de que no fuera así era como clavarle un cuchillo en el corazón.
Aunque todo aquello resultaba de lo más irónico. Se había dicho, una y otra vez, que se había casado con ella para darles una madre a sus hijos y ahora, cuando ella había reconocido que jamás lo abandonaría porque el compromiso con los niños era demasiado fuerte…
Se había puesto celoso.
Estaba celoso de sus hijos. Quería que pronunciara la palabra “mujer” y lo único que había escuchado era “madre”.
Quería que lo quisiera. A él. Y no porque hubiera hecho unos votos en la iglesia sino porque estuviera convencida de que no podría vivir sin él. Incluso, quizá, porque lo amaba.
Lo amaba.
Por Dios, ¿cuándo había pasado eso? ¿Cuándo había empezado a esperar tanto del matrimonio? Se había casado con ella para que sus hijos tuvieran una madre, ambos lo sabían.
Y luego estaba la pasión. Bueno, era un hombre, y hacía ocho años que no estaba con una mujer. ¿Cómo no iba a emborracharse de placer ante el contacto de la piel de Eloise, ante sus gemidos cuando explotaba a su alrededor?
¿Ante la intensidad de su propio placer cada vez que la penetraba?
Había encontrado todo lo que quería en el matrimonio. Eloise llevaba la casa a la perfección durante el día y calentaba su cama como una cortesana de noche. Cumplía tan bien todos sus deseos que Phillip no se había dado cuenta que Eloise había hecho otra cosa.
Se había metido en su corazón. Lo había tocado y lo había cambiado. Lo había cambiado a él.
La quería. No buscaba el amor, ni siquiera se le había pasado por la cabeza, pero lo había encontrado y era lo más maravilloso del mundo.
Estaba frente a un nuevo amanecer, frente a un nuevo capítulo en su vida. Era emocionante. Y aterrador. Porque no quería volver a fallar. No, no ahora que había encontrado todo lo que necesitaba. Eloise. Los niños. Él mismo.
Hacía años que no estaba a gusto en su piel, años que no confiaba en sus instintos. Años desde la última vez que se miró al espejo y no apartó la cara.
Miró por la ventana. El carruaje había aminorado la marcha porque ya estaban llegando a Romney Hall. Todo parecía gris, el cielo, la piedra de la casa, las ventanas, que reflejaban las nubes. Incluso la hierba parecía menos verde sin la luz del sol.
Todo iba acorde con su estado anímico contemplativo.
Un lacayo abrió la puerta y ayudó a Eloise a bajar. Después, cuando bajó Phillip, Eloise se giró y le dijo:
– Estoy agotada y tú también pareces cansado. ¿Por qué no subimos a descansar un rato?
Phillip estaba a punto de asentir, porque también estaba agotado, pero antes de poder decir que sí, meneó la cabeza y dijo:
– Sube sin mí.
Ella abrió la boca para protestar pero Phillip le colocó la mano encima del hombro y la hizo callar.
– Subiré enseguida -dijo-. Pero creo que ahora quiero ir a darles un abrazo a los niños.