“…y entonces, seguro que no te sorprende, hablé demasiado. Es que no podía parar, pero supongo que es lo que hago cuando estoy nerviosa. Sólo podemos esperar que, en el futuro, tenga menos razones para estar nerviosa.”
Eloise Bridgerton a su hermano Colin,
con motivo del debut de Eloise
en la temporada londinense.
Entonces, abrió la boca.
– ¿Sir Phillip? -preguntó y, sin darle tiempo a responder, continuó hablando a la velocidad de la luz-. Siento mucho presentarme en su casa sin haberle avisado, pero no me quedó otra opción y, para serle sincera, si le hubiera escrito que venía, la carta habría tardado más que yo, de modo que hubiera sido inútil, seguro que lo entiende y…
Phillip parpadeó, convencido de que debería entenderla, aunque ya hacía rato que se había perdido.
– … un viaje bastante largo, y me temo que no he podido dormir, así que le ruego disculpe que me haya presentado así y…
A Phillip le daba vueltas la cabeza. ¿Sería de mala educación sentarse?
– … no he traído muchas cosas, pero es que no me ha quedado otra opción y…
Aquello había pasado de castaño oscuro y, en realidad, no tenía pinta de terminar. Si la dejaba hablar un segundo más, estaba seguro de que sufriría un desequilibrio auditivo interno o, a lo mejor, ella se quedaría sin aliento, caería al suelo redonda y se golpearía la cabeza. En cualquiera de los dos casos, uno de los dos acabaría herido.
– Señora -dijo, aclarándose la garganta.
Si lo oyó, no lo demostró, y siguió diciendo algo sobre el carruaje que la había llevado hasta su puerta.
– Señora -repitió Phillip, aunque un poco más alto, esta vez.
– … pero entonces he… -Levantó la cabeza y lo miró, parpadeando, con aquellos espectaculares ojos grises. Por un momento, Phillip temió perder el equilibrio-. ¿Sí? -dijo.
Ahora que tenía toda su atención, parecía no recordar qué quería decirle.
– Eh… -dijo-. ¿Quién es usted?
Ella lo miró fijamente durante unos buenos cinco segundos, con la boca abierta por la sorpresa y, al final, respondió:
– Eloise Bridgerton, por supuesto.
Eloise estaba casi segura de que estaba hablando demasiado, y sabía a ciencia cierta que estaba hablando demasiado deprisa, pero es lo que solía hacer cuando estaba nerviosa y, aunque presumía de encontrarse en contadas ocasiones en esa situación, ahora parecía un momento bastante indicado para explorar aquella emoción; además, sir Phillip, suponiendo que el hombre terriblemente corpulento que tenía delante fuera él, no era para nada como se había imaginado.
– ¿Usted es Eloise Bridgerton?
Ella lo miró con cierta irritación.
– Por supuesto. ¿Quién creía que era?
– Es que no me lo esperaba.
– Usted mismo me invitó -señaló ella.
– Sí, y usted no respondió a mi invitación -contestó él.
Eloise tragó saliva. En eso tenía razón. Y mucha, para ser justos, aunque ella no quería serlo. No en ese momento.
– No tuve ocasión de hacerlo -respondió ella, tratando de salirse por la tangente y entonces, cuando por la expresión de sir Phillip Eloise comprendió que necesitaba más explicaciones, añadió-: Como ya le he dicho antes.
Él se la quedó mirando un buen rato, haciéndola sentir incómoda, con esos ojos oscuros e inescrutables, y luego dijo:
– No he entendido ni una palabra de lo que ha dicho.
Eloise notó cómo se le abría la boca por la… ¿sorpresa? No, era irritación.
– ¿No me estaba escuchando? -le preguntó.
– Lo intenté.
Eloise apretó los labios.
– Muy bien, perfecto -dijo, contando mentalmente, y en latín, hasta cinco antes de añadir-: Lo siento. Siento haberme presentado aquí sin avisar. Ha sido un gesto muy maleducado por mi parte.
Phillip se quedó callado tres segundos, Eloise los contó, y dijo:
– Acepto sus disculpas.
Ella se aclaró la garganta.
– Y, por supuesto -añadió él, tosiendo un poco y mirando si había alguien por allí que pudiera salvarlo de la señorita Bridgerton-, estoy encantado de que haya venido.
Seguramente, sería impertinente decirle que, por su tono de voz, parecía cualquier cosa menos encantado, así que Eloise se quedó allí de pie, mirándole el pómulo derecho y pensando qué podría decirle sin insultarlo.
Le pareció muy mal augurio que a ella, que generalmente siempre tenía algo que decir en cualquier ocasión, no se le ocurriera nada.
Por suerte, sir Phillip evitó que aquel incómodo silencio adquiriera proporciones monumentales al preguntarle:
– ¿Sólo trae este equipaje?
Eloise se irguió, encantada de pasar a un tema tan trivial, en comparación con lo de antes.
– Sí. En realidad, no… -Se detuvo. ¿Era necesario explicarle que se había escapado de casa en mitad de la noche? Aquel acto no la dejaba demasiado bien, ni a su familia, de hecho. No sabía muy bien por qué pero no quería, bajo ningún concepto, que él supiera que se había escapado de casa. Tenía la sensación de que, si se enteraba, la haría subir al carruaje y la devolvería a Londres de inmediato. Y, aunque su encuentro con sir Phillip no había sido lo romántico y precioso que ella se había imaginado, todavía no estaba preparada para abandonar.
Sobre todo, si eso significaba volver a casa con el rabo entre las piernas.
– Sí, es todo lo que he traído -dijo, con convicción.
– Bien. Yo, eh… -Phillip volvió a mirar a su alrededor, un poco desesperado, algo que a Eloise no le pareció nada halagador-. ¡Gunning! -gritó.
El mayordomo apareció tan deprisa que debía de estar escuchándolos detrás de alguna puerta.
– ¿Me ha llamado, señor?
– Tendremos que… eh… preparar una habitación para la señorita Bridgerton.
– Ya lo he hecho, señor -respondió Gunning.
Sir Phillip se sonrojó un poco.
– Muy bien -gruñó-. La señorita se quedará con nosotros… -dijo, mirándola con recelo.
– Quince días -respondió ella, con la esperanza de que le pareciera bien.
– Quince días -repitió sir Phillip, como si el mayordomo no la hubiera escuchado-. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para que esté como en su casa, por supuesto.
– Por supuesto, señor -asintió el mayordomo.
– Bien -dijo sir Phillip, que todavía estaba un poco incómodo con toda aquella situación. Bueno, en realidad, no estaba incómodo, estaba harto, que todavía era peor.
Eloise estaba muy decepcionada. Ella se había imaginado a un hombre encantador, un poco como su hermano Colin, que tenía aquella elegante sonrisa y siempre sabía qué decir en cada situación, por extraña que fuera.
Sir Phillip, en cambio, parecía que preferiría estar en cualquier otro lugar, algo que a Eloise no le hizo mucha gracia, teniendo en cuenta que ella estaba a su lado. Y lo que era peor: se suponía que debería hacer un esfuerzo por conocerla y decidir si sería una buena esposa para él.
Pues ya podía hacerlo, y grande, porque si era cierto aquello que decían de que las primeras impresiones son las buenas, Eloise dudaba que pudiera aceptarlo como marido.
Le sonrió, aunque con los dientes apretados.
– ¿Le apetece sentarse? -preguntó él, de repente.
– Sería un placer, gracias.
Phillip miró a su alrededor, perdido, y Eloise tuvo la sensación de que no conocía su propia casa.
– Por aquí -dijo, al final, dirigiéndose hacia la puerta que había al final del pasillo-. En el salón.
Gunning tosió.
Sir Phillip lo miró e hizo una mueca.
– ¿Quiere que prepare unos refrescos, señor? -le preguntó el mayordomo, muy servicial.
– Eh, sí, por supuesto -respondió sir Phillip, aclarándose la garganta-. Por supuesto. Eh, quizás…
– ¿Una bandeja de té, quizás? -sugirió Gunning-. ¿Con pastas?
– Excelente -dijo sir Phillip, entre dientes.
– O quizá, si la señorita Bridgerton tiene hambre -continuó el mayordomo-, la cocinera podría preparar un desayuno más consistente.
Sir Phillip miró a Eloise.
– Un té con pastas será suficiente -dijo ella aunque, en realidad, sí que tenía hambre.
Dejó que sir Phillip la tomara del brazo y la acompañara hasta el salón, donde se sentó en un sofá tapizado con seda de rayas azules. La sala estaba muy limpia, pero los muebles eran muy viejos. Toda la casa estaba un poco dejada, como si el dueño estuviera arruinado o no le importara.
Pensó que la segunda opción sería la adecuada en este caso. Supuso que era posible que sir Phillip tuviera poco dinero, pero las tierras eran excelentes y, al llegar, había visto el invernadero, y estaba en excelentes condiciones. Teniendo en cuenta que sir Phillip era botánico, era lógico que se preocupara más por cuidar su lugar de trabajo que no la casa.
Estaba claro que necesitaba una esposa.
Ella cruzó las manos en el regazo, y vio cómo él se sentaba delante de ella en una silla que, obviamente, estaba pensada para alguien más menudo que él.
Estaba muy incómodo y Eloise sabía, porque tenía los suficientes hermanos para saberlo, que lo que verdaderamente le apetecía en ese momento era maldecir en voz alta, pero ella pensó que era culpa de él por haberse sentado en esa silla, así que le sonrió, con la esperanza que eso lo invitara a abrir la conversación.
Él se aclaró la garganta.
Ella se inclinó hacia delante.
Él se volvió a aclarar la garganta.
Ella tosió.
Él se aclaró la garganta por tercera vez.
– ¿Quiere un poco de té? -preguntó ella, al final, incapaz de escuchar un “ejem” más.
Él la miró, agradecido, aunque Eloise no sabía si era por el ofrecimiento o por haber roto el silencio.
– Sí -dijo-. Me encantaría.
Eloise abrió la boca para responder, pero entonces recordó que estaba en su casa y que no tenía por qué ofrecerle té al dueño de la casa. Y él también debería haberlo recordado.
– Bien -dijo ella-. Bueno, estoy segura que lo traerán enseguida.
– Claro -asintió él, moviéndose incómodo en aquella silla.
– Siento haber venido sin avisarle -murmuró ella, aunque sabía que ya lo había dicho; pero alguien tenía que decir algo. Quizá sir Phillip estaba acostumbrado a los largos silencios, pero Eloise no y sentía la necesidad de llenarlos todos.
– No se preocupe -dijo él.
– Sí que me preocupo -respondió ella-. He sido muy desconsiderada, y le pido disculpas.
Él se quedó un poco sorprendido por tanta sinceridad.
– Gracias -murmuró-. No pasa nada, se lo garantizo. Sólo es que me ha…
– ¿Sorprendido? -sugirió ella.
– Sí.
Eloise asintió.
– Sí, bueno, le habría pasado a cualquiera. Debería haberlo pensado y de verdad le prometo que lamento mucho las molestias.
Sir Phillip abrió la boca para responder, pero luego la cerró y miró por la ventana.
– Hace un día muy bonito -dijo.
– Sí, es verdad -asintió Eloise, aunque le pareció un comentario bastante obvio.
Él se encogió de hombros.
– Sin embargo, supongo que por la noche lloverá.
Eloise no supo cómo responder a eso, así que se limitó a asentir, estudiándolo de reojo mientras él seguía mirando por la ventana. Era más grande de lo que se había imaginado, con un aspecto más tosco, menos urbano. Las cartas eran encantadoras y ella se lo había imaginado más… dulce. Más delgado, quizá. Relleno no, pero quizá no tan musculoso. Parecía como si trabajara de campesino, y más con aquellos pantalones viejos y la camisa, sin corbata. Y, aunque en las cartas le había dicho que tenía el pelo castaño, ella siempre se lo había imaginado de un rubio oscuro, como los poetas (no sabía por qué, pero así es como se imaginaba a los poetas, rubios). Pero era como se lo había descrito: castaño, castaño oscuro; de hecho, era casi negro, con una onda rebelde. Tenía los ojos oscuros, casi del mismo tono que el pelo, tan oscuros que resultaba difícil saber qué estaba pensando.
Eloise frunció el ceño. Odiaba a la gente a la que no podía ver con transparencia al instante.
– ¿Ha viajado toda la noche? -preguntó él, con educación.
– Sí.
– Debe estar agotada.
Ella asintió.
– Un poco.
Él se levantó, alargando una mano hacia la puerta.
– Quizá prefiera descansar. No me gustaría entretenerla aquí y quitarle horas de reposo.
Eloise estaba exhausta, pero también estaba hambrienta.
– Primero comeré un poco -dijo-, y luego aceptaré encantada su hospitalidad y subiré a descansar un rato.
Él asintió y volvió a sentarse, intentando hacer encajar su cuerpo en aquella diminuta silla pero, al final, dijo algo entre dientes, se giró hacia ella y con un “Disculpe”, se sentó en otra silla.
– Le ruego que me disculpe -le dijo, cuando estuvo aposentado de nuevo en una silla más grande.
Eloise asintió, preguntándose cuándo se había visto en una situación más extraña que aquella.
Sir Phillip se aclaró la garganta.
– Eh, ¿ha tenido buen viaje?
– Sí -respondió ella, dándole algunos puntos por, como mínimo, intentar establecer una conversación. Un buen intento se merecía otro, así que hizo su contribución diciendo-: Tiene una casa preciosa.
Phillip arqueó una ceja, dándole a entender que no se creía ese falso halago ni por un segundo.
– Los jardines son preciosos -se apresuró a añadir ella. ¿Quién habría pensado que ese hombre sabría perfectamente que tenía la casa muy dejada? Los hombres nunca se daban cuenta de esas cosas.
– Gracias -dijo-. Como le dije, soy botánico y paso gran parte del día trabajando en el invernadero.
– ¿Tenía planeado trabajar fuera hoy?
Él asintió.
Eloise le sonrió.
– Siento haberle desbaratado los planes.
– No pasa nada, se lo aseguro.
– Pero…
– No tiene que volver a disculparse -la interrumpió él-. Por nada.
Y entonces se produjo otro incómodo silencio, mientras ambos miraban la puerta, esperando que Gunning regresara con una tabla de salvación en forma de bandeja de té.
Eloise empezó a golpear el asiento del sofá con los dedos de un modo que hubiera horrorizado a su madre, porque era de muy mala educación. Miró a sir Phillip y se alegró de ver que estaba haciendo lo mismo. Entonces él vio que lo estaba mirando y, lanzándole una mirada a la mano nerviosa, dibujó una sonrisa entre irritada y nerviosa.
Eloise se quedó quieta de inmediato.
Lo miró, rogándole, casi implorándole en silencio que dijera algo. Lo que fuera.
Pero él no dijo nada.
Aquello la estaba matando. Tenía que decir algo. Aquella situación no era natural. Era horrible. Se supone que la gente tiene que hablar. Aquello era…
Abrió la boca, presa de una desesperación que no entendía demasiado.
– Yo…
Sin embargo, antes de que pudiera continuar con una frase que se hubiera inventado sobre la marcha, se escuchó un grito espeluznante.
Eloise se puso de pie de un salto.
– ¿Qué ha sido…?
– Mis hijos -dijo sir Phillip, suspirando, desesperado.
– ¿Tiene hijos?
Vio que ella estaba de pie y se levantó.
– Por supuesto.
Ella lo miró boquiabierta.
– Nunca dijo que tuviera hijos.
Él entrecerró los ojos.
– ¿Es que eso supone algún problema? -le preguntó, con contundencia.
– ¡Claro que no! -exclamó ella, a la defensiva-. Me encantan los niños. Tengo más sobrinos que dedos en las manos y le aseguro que soy su tía favorita. Pero eso no es excusa; jamás lo mencionó.
– Eso es imposible -respondió él, agitando la cabeza-. Debió pasarlo por alto.
Eloise levantó la barbilla tan bruscamente que fue una sorpresa que no se rompiera el cuello.
– Le aseguro -dijo, con altanería-, que no es algo que habría pasado por alto.
Él se encogió de hombros, ignorando sus protestas.
– Jamás los mencionó -dijo-, y puedo demostrarlo.
Sir Phillip se cruzó de brazos, mirándola con incredulidad.
Ella se fue hacia la puerta.
– ¿Dónde está mi maleta?
– Supongo que donde la dejó -dijo él, observándola con condescendencia-. O quizás esté en su habitación. Mis empleados no son tan descuidados.
Ella se giró hacia él con el ceño fruncido.
– Tengo todas y cada una de sus cartas y le puedo asegurar que en ninguna de ellas aparecen las palabras “mis hijos”.
Phillip la miró, sorprendido.
– ¿Guarda todas mis cartas?
– Claro. ¿Es que acaso usted no guarda las mías?
Él parpadeó.
– Eh…
Ella dio un grito ahogado.
– ¿No las guarda?
Phillip jamás había entendido a las mujeres y, casi siempre, estaba decidido a olvidarse de cualquier explicación médica y declararlas otra especie distinta a los hombres. Era plenamente consciente de que casi nunca sabía qué decirles, pero hasta él se había dado cuenta que esta vez estaba perdido.
– Estoy seguro de que tengo algunas -dijo.
Eloise apretó la mandíbula, enfadada.
– Casi todas, en realidad -añadió él.
Parecía que ella se había amotinado. Sir Phillip descubrió, sorprendido, que era una mujer con una voluntad formidable.
– No es que las haya tirado a la basura -añadió, en un intento por salir de aquel pozo en el que él mismo se había metido-. Lo que pasa es que no estoy seguro de dónde las dejé.
Observó, maravillado, cómo Eloise controlaba su rabia y espiraba. Sin embargo, sus ojos seguían siendo como una tormenta gris.
– Está bien -dijo ella-. Además, tampoco tiene tanta importancia.
Justo lo que él pensaba, aunque fue lo suficientemente inteligente como para no decirlo en voz alta.
Además, por el tono de voz, quedó claro que, para ella, sí que tenía importancia. Y mucha.
Se escuchó otro grito, aunque esta vez lo siguió un estrépito. Phillip hizo una mueca. Había sonado a un mueble cayendo al suelo.
Eloise miró hacia el techo, como si esperara que el yeso fuera a caerles en la cabeza en cualquier momento.
– ¿No debería subir a ver qué pasa? -le preguntó a sir Phillip.
Debería, pero no le apetecía lo más mínimo. Cuando los gemelos estaban fuera de control, nadie podía detenerlos aunque eso, pensó Phillip, era la definición de “fuera de control”. A su parecer, normalmente era más fácil dejarlos correr como locos por la casa hasta que caían rendidos, algo que no tardaban mucho en hacer, e intentar hablar con ellos entonces. Posiblemente, no era lo correcto, y seguro que ningún padre lo hubiera recomendado, pero un hombre solo tenía un límite para tratar con dos gemelos de ocho años y se temía que él lo había alcanzado hacía seis meses.
– ¿Sir Phillip? -insistió Eloise.
Él suspiró con fuerza.
– Sí, tiene razón. Por supuesto. -No le convenía parecer un padre despreocupado por sus hijos a los ojos de la señorita Bridgerton, a quien estaba intentando cortejar, con cierta torpeza, y convencer de que se convirtiera en madrastra de aquellos dos demonios que ahora mismo estaban destrozando la casa-. Si me disculpa -dijo, asintiendo levemente antes de salir al pasillo.
– ¡Oliver! -exclamó-. ¡Amanda!
No estaba seguro, pero le pareció oír a la señorita Bridgerton soltar una risita horrorizada.
Lo invadió una oleada de irritación y la miró, aunque sabía que no debía hacerlo. Supuso que ella creía que podría manejarlos mejor.
Fue hacia las escaleras y volvió a gritar el nombre de los gemelos. Por otro lado, a lo mejor no debería ser tan severo. Tenía la esperanza, o mejor dicho, rezaba fervientemente para que Eloise Bridgerton pudiera manejarlos mejor que él.
Dios Santo, si era capaz de enseñarles a comportarse, juraba besar el suelo que pisara esa mujer tres veces al día.
Oliver y Amanda aparecieron en el descansillo de las escaleras y siguieron bajando hasta el vestíbulo, mirando a su padre sin un ápice de arrepentimiento.
– ¿Qué ha sido todo eso? -les preguntó Phillip.
– ¿Qué ha sido todo el qué? -respondió Oliver con descaro.
– Esos gritos -dijo Phillip.
– Ha sido Amanda -respondió Oliver.
– Sí, he sido yo -asintió ella.
Phillip esperó una explicación más elaborada, pero cuando vio que aquello era todo lo que tenían que decir, añadió:
– ¿Y por qué gritabas?
– Había una rana -dijo ella.
– Una rana.
Ella asintió.
– Sí. En mi cama.
– Entiendo -dijo Phillip-. ¿Y alguien tiene alguna idea de cómo pudo llegar allí?
– La puse yo -respondió la niña.
Phillip estaba mirando a Oliver, a quien le había hecho la pregunta, y se giró hacia su hija.
– ¿Pusiste una rana en tu propia cama?
Ella asintió.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Se aclaró la garganta.
– ¿Por qué?
La niña encogió los hombros.
– Porque quise.
Phillip notó que había echado la cabeza hacia delante, incrédulo.
– ¿Porque quisiste?
– Sí.
– ¿Quisiste poner una rana en tu cama?
– Intentaba criar renacuajos -le explicó la niña.
– ¿En tu cama?
– Me pareció un lugar bastante cálido y cómodo.
– Y yo le ayudé -añadió Oliver.
– De eso no me cabe ninguna duda -dijo Phillip, muy enfadado-. Pero ¿por qué gritaste?
– Yo no grité -dijo Oliver, indignado-. Fue Amanda.
– ¡Se lo estaba preguntando a Amanda! -exclamó Phillip, a punto de levantar los brazos, darse por vencido y refugiarse en su invernadero.
– Me estabas mirando a mí, padre -dijo Oliver. Y entonces, como si su padre fuera tonto y no lo hubiera entendido, añadió-: Cuando has hecho la pregunta.
Phillip respiró hondo e intentó poner cara de paciencia, o al menos eso esperaba, y se giró hacia Amanda.
– Dime, Amanda, ¿por qué gritaste?
Ella encogió los hombros.
– Olvidé que la había dejado allí.
– ¡Creí que se iba a morir! -añadió Oliver, con gran dramatismo.
Phillip decidió que era mejor no seguir por ahí. Se cruzó de brazos y lanzó una severa mirada a sus hijos.
– Creía que habíamos dicho que nada de ranas en casa.
– No -dijo Oliver, asintiendo con vehemencia hacia su hermana-. Dijiste que nada de sapos.
– ¡No quiero ningún tipo de anfibio en casa! -exclamó Phillip.
– Pero ¿y si se está muriendo? -preguntó Amanda, con esos preciosos ojos azules llenos de lágrimas.
– Tampoco.
– Pero…
– Lo cuidáis fuera.
– Pero ¿y si hace frío y nieva y lo único que necesitan son mis cuidados y una cama caliente dentro de casa?
– Las ranas pueden soportar el frío y la nieve -respondió Phillip-. Por eso son anfibios.
– Pero ¿y si…?
– ¡No! -gritó él-. ¡Nada de ranas, sapos, grillos, saltamontes o cualquier otro animal dentro de casa!
Amanda, de repente, parecía muy alterada.
– Pero, pero, pero…
Phillip suspiró. Jamás sabía qué decirles a sus hijos y ahora parecía que su hija se iba a diluir en una piscina de lágrimas.
– Por el amor de… -Se detuvo a tiempo y se tranquilizó un poco-. ¿Qué te pasa, Amanda?
La niña respiraba entrecortadamente y, entonces, empezó a sollozar.
– ¿Y Besie?
Phillip movió los brazos a su alrededor y no encontró ninguna pared en la que apoyarse.
– Naturalmente -dijo-, no estaba incluyendo a nuestro querido spaniel.
– Pues podrías haberlo dicho -dijo Amanda, entre sollozos, aunque ahora parecía sorprendente y sospechosamente recuperada-. Me has asustado mucho.
Phillip apretó los dientes.
– Siento mucho haberte asustado.
Ella bajó la cabeza como si fuera una reina.
Phillip refunfuñó en voz baja. ¿Desde cuándo eran ellos los que llevaban la voz cantante en una conversación? Seguro que un hombre de su tamaño y su inteligencia, al menos le gustaba creerlo, debería ser capaz de manejar a dos críos de ocho años.
Pero no era así porque, una vez más, y a pesar de sus buenas intenciones, había perdido el control de la conversación y había acabado pidiéndoles perdón.
Nada le hacía sentirse más fracasado como padre.
– Está bien -dijo, con ganas de acabar con aquello-. Marcharos, tengo cosas que hacer.
Los niños se quedaron allí, de pie, mirándolo con los ojos muy abiertos.
– ¿Todo el día? -preguntó Oliver, al final.
– ¿Todo el día? -repitió Phillip. ¿De qué diablos estaba hablando?
– ¿Vas a hacer cosas todo el día? -aclaró Oliver.
– Sí -respondió Phillip, muy seco.
– ¿Y si fuéramos a dar un paseo por el bosque? -propuso Amanda.
– No puedo -respondió Phillip, aunque una parte de él sí que quería. Sin embargo, los niños lo sacaban de quicio y le hacían perder los nervios, y nada lo aterrorizaba más que eso.
– Podríamos ayudarte en el invernadero -dijo Oliver.
Sí, claro. Ayudarle a destrozarlo.
– No -dijo Phillip. Sinceramente, si le arruinaban el trabajo, dudaba que pudiera contenerse.
– Pero…
– No puedo -dijo, con un tono de voz que incluso él odió.
– Pero…
– ¿A quién tenemos aquí? -preguntó una voz detrás de Phillip.
Se giró. Era Eloise Bridgerton, metiendo las narices en un asunto que no le incumbía, y eso después de haberse presentado en su casa sin avisar.
– ¿Perdón? -dijo él, sin preocuparse por ocultar su indignación.
Ella lo ignoró y miró a los gemelos.
– ¿Y vosotros quienes sois? -les preguntó.
– ¿Quién es usted? -le preguntó Oliver.
Amanda entrecerró los ojos.
Phillip se permitió la primera sonrisa sincera de la mañana y cruzó los brazos. “Sí, veamos qué tal se las apaña la señorita Bridgerton.”
– Soy la señorita Bridgerton -dijo.
– No será la nueva institutriz, ¿verdad? -preguntó Oliver, en un tono casi envenenado.
– ¡Cielos, no! -respondió ella-. ¿Qué le pasó a la última?
Phillip tosió. Muy fuerte.
Los gemelos captaron la indirecta.
– Eh, nada -dijo Oliver.
La señorita Bridgerton no se dejó engañar por ese aire de inocencia, aunque decidió no insistir más en el tema de la institutriz.
– Soy vuestra invitada -dijo.
Los gemelos se quedaron callados un momento, pensando, hasta que Amanda dijo:
– No queremos invitados.
Y Oliver añadió:
– No necesitamos invitados.
– ¡Niños! -interrumpió Phillip que, aunque no le apetecía demasiado ponerse del lado de la señorita Bridgerton, después de lo entrometida que había sido, sabía que no tenía otra opción. No podía permitir que sus hijos fueran tan maleducados.
Los niños se cruzaron de brazos al mismo tiempo y se quedaron mirando fijamente a la señorita Bridgerton.
– Ya está bien -dijo Phillip-. Disculpaos con la señorita Bridgerton.
Pero no dijeron nada.
– ¡Ahora! -gritó Phillip.
– Lo sentimos -dijeron, entre dientes, aunque sólo un tonto se lo hubiera creído.
– Muy bien. Volved a vuestras habitaciones -les mandó Phillip.
Los dos empezaron a subir las escaleras como dos orgullosos soldados, con la cabeza bien alta. Habría quedado muy impresionante si Amanda no se hubiera girado y hubiera sacado la lengua.
– ¡Amanda! -exclamó Phillip, haciendo ademán de ir a buscarla.
Pero la niña desapareció, veloz como un zorro.
Phillip tuvo que respirar hondo varias veces, con los puños cerrados y temblorosos. Le gustaría que, por una vez, ¡sólo una!, sus hijos se portaran bien, no respondieran a una pregunta con otra pregunta, fueran educados con los invitados, no sacaran la lengua, no…
Por una vez, le gustaría sentir que era un buen padre, que sabía lo que estaba haciendo.
Y le gustaría no levantar la voz. Odiaba levantar la voz, odiaba la mirada de terror que reconocía en los ojos de sus hijos.
Odiaba los recuerdos que le traía a la memoria.
– ¿Sir Phillip?
La señorita Bridgerton. Maldita sea, casi había olvidado que estaba allí. Se giró.
– ¿Sí? -preguntó, mortificado por la idea de que aquella señorita hubiera presenciado su humillación. Algo que, por supuesto, le hacía estar enfadado con ella.
– Su mayordomo ha traído la bandeja de té -dijo ella, invitándolo a acompañarla al salón.
Él la miró y asintió. Necesitaba salir de allí. Alejarse de sus hijos y de la mujer que había presenciado lo mal padre que era. Había empezado a llover, pero no le importaba.
– Espero que le guste el desayuno -dijo-. La veré cuando haya descansado.
Y, después, salió a toda prisa de casa y se fue al invernadero donde podría estar solo con las plantas, que no hablaban, ni se portaban mal, ni se entrometían en sus asuntos.