“… no me puedo creer que no me expliques más. Como tu hermana mayor (un año mayor que tú, aunque no debería recordártelo), merezco cierto respeto y, a pesar de que te agradezco la confesión de que lo que Annie Mavel nos explicó sobre las relaciones maritales es verdad, me hubiera gustado que me lo relataras con un poco más de detalle. Seguro que no puedes estar tan extasiada en tu felicidad como para no poder compartir unas palabras (si son adjetivos, mejor) con tu querida hermana.”
Eloise Bridgerton a su hermana, la condesa de Kilmartin,
dos semanas después de la boda de Francesca.
Una semana después, Eloise estaba sentada en la pequeña sala que, recientemente, se había convertido en un despacho para ella, masticando el extremo de la pluma mientras repasaba las cuentas de casa. Se suponía que debía contar el dinero que tenían, y los sacos de harina, los salarios de los sirvientes y cosas así, sin embargo lo único en que podía pensar era el número de veces que Phillip y ella habían hecho el amor.
Creía que eran trece. No, catorce. Bueno, en realidad eran quince, si contaba esa vez que Phillip no la había penetrado pero que los dos habían…
Se sonrojó, aunque no había nadie más en la habitación con ella y, si así fuera, nadie tenía por qué saber en qué estaba pensando.
Por Dios, ¿lo había hecho de verdad? ¿Lo había besado allí?
Ni siquiera sabía que era posible hacerlo. Annie Mavel no les había dicho nada de eso cuando, hace años, les explicó las relaciones sexuales entre un hombre y una mujer a Francesca y a ella.
Eloise frunció el ceño mientras pensaba en eso. Se preguntaba si Annie Mavel sabía que aquello se podía hacer. Le costaba imaginarse a Annie haciéndolo aunque, claro, le costaba imaginar a cualquiera haciéndolo, y mucho menos a ella misma.
Le pareció increíble, totalmente increíble y más que maravilloso tener un marido que estaba tan loco por ella. Durante el día, no se veían demasiado; él tenía su trabajo y ella el suyo, bueno si llevar la casa se podía considerar un trabajo. Sin embargo, por la noche, después de los cinco minutos que le daba para el aseo personal; habían empezado siendo veinte pero, progresivamente, se habían ido reduciendo hasta el punto que, incluso en los pocos minutos que ahora le daba, lo escuchaba pasear impaciente por la habitación…
Por la noche, se abalanzaba sobre ella como un hombre poseído. Bueno, más bien como un hombre hambriento. Parecía tener una energía infinita y siempre estaba probando cosas nuevas, colocándola en posiciones nuevas, tomándole el pelo y atormentándola hasta que Eloise gritaba y suplicaba, aunque nunca sabía si porque quería que se detuviera o que continuara.
Le había dicho que no había sentido pasión por Marina pero a Eloise le costaba creerlo. Era un hombre de grandes apetitos; era una manera tonta de decirlo, pero no se le ocurría otra, y lo que hacía con las manos…
Y con la boca…
Y con los dientes…
Y con la lengua…
Volvió a sonrojarse. Todo eso… bueno, una mujer debería estar medio muerta para no reaccionar.
Miró las columnas de números en el libro de contabilidad. No se habían sumado solos por arte de magia mientras ella soñaba despierta, y cada vez que intentaba concentrase, empezaban a bailar ante su atónita mirada. Miró por la ventana; desde allí no veía el invernadero de Phillip, pero sabía que estaba allí al lado y que él estaba dentro, trabajando, cortando hojas, plantando semillas y lo que fuera que hiciera ahí metido todo el día.
Todo el día.
Frunció el ceño. Era la verdad. Phillip se pasaba el día entero en el invernadero y, a menudo, incluso le llevaban la comida del mediodía en una bandeja. Sabía que no era extraño que marido y mujer llevaran vidas separadas de día y, en algunos casos, también de noche, pero es que sólo llevaban casados una semana.
Y, en realidad, Eloise todavía estaba conociendo al hombre que se había convertido en su marido. La boda había sido tan precipitada; apenas sabía nada de él. Sí, sabía que era un hombre honesto, honorable y que la trataría bien, y ahora también sabía que poseía un lado carnal que ella jamás hubiera adivinado bajo aquella apariencia reservada.
Sin embargo, aparte de lo que le había explicado de su padre, no sabía nada de sus experiencias, sus opiniones, qué había pasado en su vida para que se hubiera convertido en el hombre que era ahora. A veces, intentaba mantener una conversación con él, y en ocasiones lo conseguía, pero casi siempre fracasaba.
Porque Phillip no parecía dispuesto a hablar cuando podía besar. Y aquello, inevitablemente, acababa en la habitación, donde se olvidaban de las palabras.
Y, en las pocas ocasiones en que había conseguido entablar una conversación, sólo sirvió para frustrarla más. Ella le preguntaba cualquier cosa acerca de la casa y él se limitaba a encogerse de hombros y a decirle que hiciera lo que le pareciera mejor. A veces, Eloise se preguntaba si únicamente se había casado con ella para que le llevara la casa.
Ah, y para tener un cuerpo caliente en la cama, claro.
Sin embargo, tenía que haber más. Eloise sabía que un matrimonio debía ser más que eso. No recordaba mucho de la relación entre sus padres, pero había visto la de sus hermanos con sus mujeres y creía que Phillip y ella podrían llegar a ser tan felices como ellos si pudieran pasar más tiempo juntos fuera de la habitación.
De repente, se levantó y caminó hasta la puerta. Tenía que hablar con él. No había ningún motivo por el que no pudiera ir al invernadero a hablar con él. A lo mejor, incluso le agradecería que se interesara por su trabajo.
No es que fuera a interrogarlo, pero una o dos preguntas, mezcladas en la conversación, no podían hacerle daño. Y si él le dejaba entrever que lo estaba interrumpiendo, se marcharía enseguida.
Sin embargo, le vinieron a la cabeza las palabras de su madre.
“No presiones demasiado. Ten paciencia.”
Con una fuerza de voluntad inaudita en ella, y que iba totalmente en contra de su naturaleza, dio media vuelta y se sentó otra vez.
Su madre nunca se había equivocado a la hora de darle consejos sobre las cosas realmente importantes y, si le había dicho precisamente aquello la noche de su boda, Eloise sospechaba que debería hacerle caso.
Con el ceño fruncido, pensó que se debería referir a esto cuando le dijo que le diera tiempo.
Colocó las manos debajo de los muslos, como si así quisiera evitar que la guiaran hasta la puerta. Miró por la ventana pero enseguida tuvo que apartar la mirada porque era consciente de que el invernadero estaba allí, muy cerca.
Apretando la mandíbula, pensó que aquel no era su estado natural. Nunca había sido capaz de estar sentada y sonriente todo el día. A ella le gustaba moverse, hacer cosas, explorar, investigar. Y, para ser sincera, molestar, conversar y opinar con cualquiera que quisiera escucharla.
Frunció el ceño y suspiró. Dicho así, no parecía una persona demasiado atractiva.
Intentó recordar el discurso de su madre la noche de su boda. Seguro que había algo positivo en sus palabras. Su madre la quería. Debía de haberle dicho algo bueno. ¿No le había dicho algo de que era encantadora?
Suspiró. Si no recordaba mal, su madre le había dicho que su impaciencia siempre le había parecido encantadora, que no era lo mismo que opinar que los buenos modales de alguien eran encantadores.
Aquello era horrible. Tenía veintiocho años, por el amor de Dios. Se había pasado la vida siendo perfectamente feliz cómo era y estando completamente satisfecha con cómo se comportaba.
Bueno, casi perfectamente feliz. Sabía que hablaba demasiado y que, a veces, podía ser un poco directa y, sí, a algunos no les gustaba, pero a muchos otros sí, y ya hacía tiempo que había decidido que ya estaba bien.
Así que, ¿por qué ahora? ¿Por qué, de repente, estaba tan insegura de sí misma, tan temerosa de decir o hacer algo malo?
Se levantó. No podía soportarlo, la indecisión, la pasividad. Seguiría el consejo de su madre y le daría a Phillip un poco de intimidad, pero no podía seguir allí sentada sin hacer nada.
Miró las cuentas. Por Dios. Si hubiera hecho lo que se suponía que tenía que haber hecho, no habría estado sentada sin hacer nada.
Un poco irritada, cerró el libro de contabilidad. No importaba que pudiera hacer las sumas porque sabía perfectamente que no lo haría, incluso si se quedara allí sentada horas y horas, así que sería mejor que saliera e hiciera cualquier otra cosa.
Los niños. Claro. Hacía una semana que se había convertido en esposa, pero también en madre. Y si había alguien que necesitaba que se entrometiera en su vida, eran Oliver y Amanda.
Animada por aquel nuevo objetivo en su vida, abrió la puerta sintiéndose otra vez como la Eloise de siempre. Tenía que repasar la lección con ellos, asegurarse que estaban progresando. Oliver tendría que prepararse para ir a Eton, donde tenía que entrar en otoño.
Y también estaba el tema de la ropa. Casi toda se les había quedado pequeña y Amanda debería llevar algo más bonito y…
Suspiró, satisfecha, mientras subía corriendo las escaleras. Ya estaba contando con los dedos todo lo que tendría que hacer; tendría que avisar a la modista y al sastre, y revisar los anuncios solicitando más tutores, porque los niños tenían que aprender francés, a tocar el pianoforte y, obviamente, a sumar. ¿Eran todavía demasiado jóvenes para aprender a dividir?
Con energías renovadas, abrió la puerta y entonces…
Se quedó de piedra intentando averiguar qué estaba pasando.
Oliver tenía los ojos rojos, como si hubiera estado llorando, y Amanda se sorbía la nariz, secándosela con el anverso de la mano. Los dos respiraban de manera entrecortada, como cuando uno está alterado.
– ¿Pasa algo? -preguntó, mirando primero a los niños, y luego a la niñera.
Los gemelos no dijeron nada, pero la miraron con ojos implorantes.
– ¿Niñera Edwards? -preguntó Eloise.
La niñera tenía la boca torcida en un gesto muy desagradable.
– Sólo están enfurruñados porque los he castigado.
Eloise asintió muy despacio. No le sorprendía en lo más mínimo que Oliver y Amanda hubieran hecho algo que mereciera castigo pero, a pesar de todo, allí había algo extraño. Quizás era aquella mirada desesperada en sus ojos, como si hubieran intentado desafiar a la niñera y se hubieran dado por vencidos.
Y no es que ella aprobara los desafíos, y mucho menos en contra de la niñera, que tenía que mantener su posición de autoridad, pero tampoco quería ver esa mirada en los ojos de los niños, tan derrotada, tan sumisa.
– ¿Por qué los ha castigado? -preguntó Eloise.
– Por dirigirse a mí de manera irrespetuosa -dijo la niñera inmediatamente.
– Entiendo -suspiró Eloise. Seguramente se lo habían merecido; lo solían hacer a menudo y era algo que ella les había recriminado varias veces-. ¿Y cómo los ha castigado?
– Les he golpeado los nudillos -respondió la niñera, con la espalda erguida, muy orgullosa.
Eloise se obligó a relajar la mandíbula. No estaba de acuerdo con el castigo físico pero, al mismo tiempo, golpearles los nudillos a los niños era una técnica que se aplicaba incluso en las mejores escuelas. Estaba segura que todos sus hermanos habrían pasado por lo mismo en Eton; no podía imaginárselos tantos años en el colegio sin hacer alguna que otra gamberrada.
No obstante, no le gustaba la mirada de los niños, así que se llevó a la niñera Edwards a un aparte y, en voz baja, le dijo:
– Entiendo que necesitan disciplina pero, si tiene que volver a hacerlo, debo pedirle que no los golpee tan fuerte.
– Si no lo hago fuerte -dijo la niñera, bastante seca-, no aprenden la lección.
– Ya juzgaré yo si aprenden o no la lección -dijo Eloise, reaccionando ante el tono de aquella mujer-. Y no se lo estoy pidiendo. Se lo estoy diciendo. Son niños y tiene que ser más cuidadosa.
La niñera Edwards apretó los labios pero asintió. Una única vez, para demostrar que, aunque no estaba de acuerdo, haría lo que le mandaran. También dejó claro que no estaba de acuerdo con la intromisión de Eloise.
Ésta se giró hacia los niños y, en voz alta, dijo:
– Estoy segura que, por hoy, ya han aprendido la lección. Quizá podrían hacer una pausa y venirse conmigo.
– Estamos estudiando caligrafía -dijo la niñera Edwards-. No nos podemos permitir perder más tiempo. Sobre todo, si me tengo que encargar de hacerles de niñera y de institutriz.
– Le aseguro que solucionaré este problema cuanto antes -dijo Eloise-. Y, para empezar, me gustaría darles yo la clase de caligrafía. Le aseguro que no se retrasarán.
– No creo que…
Eloise le lanzó una mirada que la hizo callar. Era una Bridgerton y sabía cómo tratar a los sirvientes tozudos.
– Sólo tiene que informarme de por dónde iban.
La niñera estaba muy enfadada pero le dijo a Eloise que, esta mañana, estaban practicando la M, la N y la O.
– Mayúsculas y minúsculas -añadió, muy seca.
– Muy bien -dijo Eloise, en un tono más animado y decidido-. Estoy segura que puedo enseñárselo yo.
La niñera Edwards se sonrojó ante el sarcasmo de Eloise.
– ¿Es todo? -gruñó.
Eloise asintió.
– Sí. Puede marcharse. Disfrute de su tiempo que, seguramente es menos del que se merece, haciendo de niñera y de institutriz, y haga el favor de volver para la comida de los niños.
Con la cabeza bien alta, la niñera Edwards salió de la habitación.
– Bueno -dijo Eloise, girándose hacia los niños, que todavía estaban sentados en su pequeña mesa, mirándola como si fuera una especie de hada que hubiera bajado a la tierra a salvarlos de la bruja malvada-. ¿Empezamos a…?
Sin embargo, no pudo terminar la pregunta porque Amanda se había abalanzado sobre ella, abrazándola por la cintura con tanta fuerza que Eloise había retrocedido hasta apoyar la espalda en la pared. Y Oliver se unió a su hermana.
– Bueno, bueno -dijo Eloise, acariciándoles la cabeza, confundida-. ¿Qué os pasa?
– Nada -dijo Amanda, con la cabeza escondida.
Oliver se separó y se puso derecho como el hombrecito que siempre le decían que tenía que ser. Sin embargo, arruinó el efecto al limpiarse la nariz con la mano.
Eloise le dio un pañuelo.
El niño lo usó, le dio las gracias y dijo:
– Usted nos gusta mucho más que la niñera Edwards.
Eloise no podía imaginarse a nadie peor que esa mujer y, para sus adentros, se dijo que debía encontrarle una sustituta cuanto antes. Pero no iba a decírselo a los niños porque, seguramente, se lo dirían a ella y la niñera iría a pedirle explicaciones y se marcharía, dejándoles con un problema todavía mayor, o lanzaría su cólera contra los niños, y eso no pensaba permitirlo.
– Sentémonos -dijo, llevándoselos a la mesa-. No sé vosotros, pero no me apetece nada decirle que no hemos repasado la M, la N y la O.
Y, en ese momento, pensó: “Tengo que hablar de esto con Phillip.”
Miró las manos de Oliver. No parecía que hubieran recibido una buena reprimenda pero sí que había un nudillo un poco más colorado. Igual se lo había imaginado pero, de todas formas…
Tenía que hablar con Phillip. Lo antes posible.
Mientras trasplantaba una planta de semillero, Phillip canturreaba, plenamente consciente de que antes de su boda con Eloise trabajaba en silencio.
Nunca le había apetecido silbar, nunca había tenido ganas de cantar o de canturrear pero ahora… bueno, ahora parecía como si la música flotara en el aire, flotara a su alrededor. Estaba más relajado y ya no notaba aquellos puntos de presión en los hombros.
Casarse con Eloise había sido, sencillamente, lo mejor que podría haber hecho. Diablos, incluso iría más lejos y diría que era lo mejor que había hecho en su vida.
Por primera vez en mucho tiempo, era feliz.
Y ahora parecía algo tan sencillo.
No estaba seguro de si antes sabía que no lo era. Algunas veces se reía y se divertía, sí. No había vivido en un perpetuo sentimiento de infelicidad, como Marina.
Sin embargo, no era feliz. No como ahora, que se levantaba cada día con la sensación de que el mundo era maravilloso, que todavía lo sería cuando se acostara por la noche y que, al día siguiente, cuando se levantara, seguiría siéndolo.
No recordaba la última vez que se había sentido así. Seguramente, fue en la universidad cuando había descubierto, por primera vez, la emoción del mundo intelectual y donde estaba lo suficientemente lejos de su padre como para no tener que preocuparse por la constante amenaza de la vara para castigarlo.
Era difícil explicar lo mucho que Eloise había mejorado su vida. En la cama, por supuesto, ya que era mucho mejor de lo que jamás hubiera imaginado. Si alguna vez hubiera soñado que las relaciones sexuales podían ser tan espléndidas, no habría esperado tanto tiempo a tenerlas. En realidad, a juzgar por su apetito sexual, no hubiera podido.
Pero no lo sabía. Las relaciones con Marina no habían sido para nada así. Ni con ninguna de las mujeres con las que había estado en la universidad, antes de casarse.
Sin embargo, y para ser totalmente sincero consigo mismo, y era difícil teniendo en cuenta la reacción de su cuerpo ante Eloise, su estado de felicidad no se debía principalmente al contacto físico.
Se debía a esa sensación, a esa certeza de que, por fin, y por primera vez desde que era padre, había hecho lo mejor para sus hijos.
Nunca había sido un padre perfecto. Lo sabía y, aunque detestara admitirlo, lo aceptaba. Pero, al final, había hecho lo mejor que podía hacer: les había encontrado una madre perfecta.
Y, al hacerlo, era como si le hubieran quitado quinientos kilos de culpabilidad de encima.
No le extrañaba que sintiera más relajados los músculos de la espalda.
Podía encerrarse en el invernadero por la mañana y no preocuparse por nada. No recordaba la última vez que lo había hecho; sencillamente, se iba a trabajar y lo hacía sin perder los nervios cada vez que escuchaba un ruido o un grito. O la última vez que había sido capaz de concentrarse en su trabajo sin echarse la culpa de esto o lo otro y ser incapaz de pensar en otra cosa que en sus fallos como padre.
Ahora, en cambio, se metía allí y se olvidaba de sus preocupaciones. Bueno, es que no tenía preocupaciones.
Era magnífico. Mágico.
Un alivio.
Y si alguna vez su mujer lo miraba de manera que quería que dijera o hiciera algo distinto… bueno, sería porque él era un hombre y ella una mujer, y los hombres nunca entenderían a las mujeres y, en realidad, debería estar agradecido de que Eloise casi siempre dijera lo que pensaba; eso era muy bueno, ya que así él no tenía que estar rompiéndose la cabeza para averiguar qué esperaba de él.
Eso era algo que su hermano siempre le había dicho. “Cuidado con las mujeres que hacen muchas preguntas. Nunca contestarás lo que quieren oír.”
Phillip sonrió, recordando aquello. Visto así, no tenía que preocuparse por si, ocasionalmente, sus conversaciones acababan en nada. Casi siempre, acababan en la cama, y a él le parecía perfecto.
Bajó la mirada hacia la protuberancia que tenía entre las piernas. Maldita sea. Iba a tener que dejar de pensar en su mujer durante el día. O, al menos, encontrar la manera de volver discretamente a casa en ese estado y buscarla en seguida.
Y entonces, casi como si supiera que Phillip estaba allí de pie pensando en lo perfecta que era, y quisiera demostrárselo una vez más, abrió la puerta del invernadero y asomó la cabeza.
Phillip miró a su alrededor y se preguntó por qué demonios lo había construido todo en cristal. Si Eloise tenía la intención de ir a visitarlo de forma regular, tendría que instalar alguna especie de pantalla de intimidad.
– ¿Interrumpo?
Phillip se quedó pensativo. En realidad, sí que lo interrumpía porque estaba en medio de un experimento, pero no le importó. Y eso resultó ser extraño y agradable al mismo tiempo. Hasta ahora, las interrupciones lo irritaban mucho. Incluso si se trataba de alguien que apreciaba, a los pocos minutos ya estaba deseando que se fueran y lo dejaran solo para seguir con lo que estaba haciendo.
– En absoluto -dijo-, si no te molesta mi aspecto.
Eloise lo miró, se fijó en la suciedad y el barro, incluso en la mancha que Phillip sabía que tenía en la mejilla izquierda, y meneó la cabeza.
– Para nada.
– ¿Qué te preocupa?
– Es la niñera de los gemelos -dijo, sin ningún preámbulo-. No me gusta.
Aquello no era lo que Phillip se esperaba. Dejó la pala en el suelo.
– ¿No te gusta? ¿Qué le pasa?
– No lo sé muy bien. Pero no me gusta.
– Bueno, no me parece una razón de peso para despedirla.
Eloise apretó los labios y, como estaba empezando a aprender, Phillip entendió que se estaba enfadando.
– Les ha golpeado en los nudillos.
Él suspiró. No le gustaba la idea de que alguien golpeara a sus hijos, pero sólo eran unos golpes en los nudillos. Nada que no sucediera en cualquier escuela del país. Además, pensó con resignación, no es que sus hijos fueran un modelo de buen comportamiento. Y entonces, con ganas de gruñir, dijo:
– ¿Se lo merecían?
– No lo sé -admitió Eloise-. No estaba allí. Dijo que le habían faltado al respeto.
Phillip notó cómo le empezaban a pesar un poco los hombros.
– Por desgracia -dijo-, no me cuesta creerlo.
– No, a mí tampoco -dijo Eloise-. Son unos monstruos pero, en cualquier caso, me pareció que había algo raro.
Phillip se apoyó en la mesa de trabajo, estirando a Eloise de la mano hasta que la atrajo hacia sí.
– Entonces, averigua qué es.
Eloise abrió la boca, sorprendida.
– ¿No quieres hacerlo tú?
Él se encogió de hombros.
– No soy yo el que está preocupado. Jamás he tenido motivos para dudar de la niñera Edwards pero, si a ti te parece que hay algo raro, deberías investigarlo. Además, seguro que lo harás mucho mejor que yo.
– Pero… -Se retorció un poco cuando Phillip la atrajo hacia él y le acarició el cuello-, eres su padre.
– Y tú, su madre -dijo, hablando y respirando agitado contra su piel. Lo volvía loco y estaba muy excitado; si pudiera conseguir hacerla callar, seguramente podría llevársela a la habitación, donde se divertirían mucho más que allí-. Me fío de ti -dijo, creyendo que aquello la apaciguaría y, además, era la verdad-. Por eso me casé contigo.
Obviamente, Eloise no se esperaba aquella respuesta.
– Por eso… ¿qué?
– Bueno, por esto también -murmuró él, intentando imaginarse en lo mucho que podría acariciarla si no se interpusiera tanta ropa entre ellos.
– ¡Phillip, basta! -exclamó, soltándose.
¿Qué demonios?
– Eloise -dijo él, con cautela porque, aunque su experiencia era limitada, sabía que debía tener mucho cuidado con una mujer enfadada-, ¿qué pasa?
– ¿Qué pasa? -preguntó ella, con un peligroso brillo en los ojos-. ¿Cómo puedes preguntarme eso?
– Bueno -dijo él, despacio y con un poco de sarcasmo-, quizás porque no sé qué pasa.
– Phillip, ahora no es el mejor momento.
– ¿Para preguntarte qué pasa?
– ¡No! -exclamó, casi gritando.
Phillip retrocedió un poco. Por precaución, se dijo. Seguro que a eso se limitaba la participación masculina en las disputas maritales. Precaución pura y dura.
Eloise empezó a agitar el brazo en el aire.
– Para esto.
Phillip miró a su alrededor. Señalaba a la mesa de trabajo, a las macetas con guisantes, al cielo, a los cristales del invernadero.
– Eloise -dijo, en un deliberado tono neutro-, no me considero un hombre estúpido, pero no tengo ni la menor idea de lo que estás diciendo.
Eloise abrió la boca, sorprendida, y Phillip comprendió que se había metido en un buen lío.
– ¿No lo sabes? -le preguntó.
Él debería haber hecho caso de sus propias palabras y protegerse, pero algún diablillo, seguro que era un diablillo masculino furioso, lo obligó a decir:
– No puedo leer la mente, Eloise.
– No es el mejor momento -gruñó ella, al final-, para intimar.
– Bueno, por supuesto que no -asintió él-. Aquí no tenemos intimidad. Pero -sólo con pensarlo, ya dibujó una sonrisa-, siempre podríamos volver a casa. Sé que es pleno día pero…
– ¡No me refería a eso!
– Muy bien -dijo él, cruzándose de brazos-. Me rindo. ¿A qué te refieres, Eloise? Porque te aseguro que no tengo ni la menor idea.
– Hombres -dijo ella, entre dientes.
– Me lo tomaré como un cumplido.
La mirada de Eloise podría haber helado el Támesis. Casi congeló el deseo de Phillip, algo que lo irritó muchísimo porque había imaginado aliviarse de otra manera totalmente distinta.
– No era esa mi intención -dijo ella.
Phillip se dejó caer en la mesa de trabajo de una manera informal para irritarla un poco.
– Eloise -dijo, suavemente-, intenta demostrar un poco de respeto por mi inteligencia.
– Es difícil cuando demuestras tan poca -respondió ella.
Y aquello fue la gota que hizo rebosar el vaso.
– ¡Ni siquiera sé por qué estamos discutiendo! -estalló-. Primero caes rendida en mis brazos y después te pones a chillar como una histérica.
Eloise meneó la cabeza.
– Nunca he caído rendida en tus brazos.
Phillip sintió como si el suelo que lo aguantaba hubiera desaparecido de golpe.
Eloise debió de darse cuenta porque, enseguida, añadió:
– Hoy. Me refería a hoy. A ahora.
Phillip relajó los músculos, aunque seguía enfurecido.
– Sólo intentaba hablar contigo -explicó ella.
– Siempre intentas hablar conmigo -señaló él-. Es lo único que haces. Hablar, hablar y hablar.
Eloise se echó hacia atrás.
– Si no te gustaba -dijo, en un tono insolente-, no deberías haberte casado conmigo.
– No tuve otra opción -respondió él, alterado-. Tus hermanos vinieron dispuestos a castrarme. Y para que no te enfades tanto, no me importa que hables. Pero, por favor, no todo el día.
Eloise lo miró como si quisiera decir algo tremendamente ingenioso pero lo único que pudo hacer fue abrir y cerrar la boca como un pez y emitir unos extraños sonidos:
– Ah, ah.
– De vez en cuando -continuó Phillip, sintiéndose superior-, deberías pensar en cerrar la boca y utilizarla para otra cosa.
– Eres insoportable -respondió ella.
Phillip arqueó las cejas, sabiendo que aquello la irritaría todavía más.
– Lamento que mi propensión a las palabras te resulte tan ofensiva -dijo ella-, pero yo estaba intentando hablar contigo y tú sólo intentabas besarme.
Él se encogió de hombros.
– Siempre intento besarte. Eres mi mujer. ¿Qué otra cosa se supone que tengo que hacer?
– Pero a veces no es el mejor momento -dijo Eloise-. Phillip, si queremos tener un buen matrimonio…
– Tenemos un buen matrimonio -dijo él, a la defensiva y un tanto malhumorado.
– Sí, claro -añadió ella, enseguida-, pero no podemos estar siempre… ya sabes.
– No -dijo él, deliberadamente inocente-. No lo sé.
Eloise apretó los dientes.
– Phillip, no seas así.
Él no dijo nada; se limitó a apretar todavía más los brazos cruzados y a mirarla fijamente.
Eloise cerró los ojos y, mientras movía los labios, inclinó la barbilla un poco hacia delante. Entonces, Phillip se dio cuenta que estaba hablando. No estaba emitiendo ningún sonido, pero seguía hablando.
Era imposible, no podía parar. Ahora hablaba sola.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó, al final.
Ella le respondió sin abrir los ojos.
– Intentar convencerme de que no pasa nada por ignorar el consejo de mi madre.
Phillip meneó la cabeza. Nunca entendería a las mujeres.
– Phillip -dijo ella, al final, justo cuando él había decidido marcharse y dejarla hablando sola-. Disfruto mucho con lo que hacemos en la cama…
– Es un alivio escuchar eso -gruñó él, todavía demasiado irritado para ser gracioso.
Eloise ignoró su poca cortesía.
– Pero no se puede limitar a eso.
– ¿El qué?
– Nuestro matrimonio. -Se sonrojó, muy incómoda por aquella conversación tan honesta-. No se puede limitar a hacer el amor.
– Es una parte importante del matrimonio -dijo él, entre dientes.
– Phillip, ¿por qué no quieres hablar de esto conmigo? Tenemos un problema y debemos hablar.
Y entonces hubo algo en su interior que cedió. Estaba convencido de que tenían un matrimonio perfecto, ¿y ella se estaba quejando? Esta vez estaba convencido de que lo había hecho bien.
– Llevamos casados una semana, Eloise -gruñó-. Una semana. ¿Qué quieres de mí?
– No lo sé. Yo…
– Sólo soy un hombre.
– Y yo sólo soy una mujer -dijo ella, despacio.
Por alguna razón, aquellas palabras sólo consiguieron enfurecerlo más. Se inclinó hacia delante, utilizando su corpulencia de manera deliberada para intimidarla.
– ¿Sabes cuánto tiempo hacía que no estaba con una mujer? -le preguntó, entre dientes-. ¿Tienes una ligera idea?
Eloise abrió mucho los ojos y negó con la cabeza.
– Ocho años -soltó él-. Ocho largos años sin otra satisfacción que mi mano. Así que la próxima vez que te parezca que estoy disfrutando mientras te hago el amor, por favor disculpa mi inmadurez y mi masculinidad -esta última palabra la dijo con cierto sarcasmo y rabia, como la habría dicho ella-, pero sólo estoy saboreando un trago de agua fresca después de una larga travesía por el desierto.
Y después, incapaz de soportarla un segundo más…
No, eso no era verdad. Era incapaz de soportarse a sí mismo.
Fuera como fuese, se marchó.