A principios de mayo.
– Maldito saco de huesos -gruñó Matt McCafferty mientras se ponía de pie y se sacudía el polvo de los pantalones vaqueros. Entonces observó al potro, que tenía una mirada salvaje en los ojos.
Con razón aquella maldita bestia se llamaba Diablo Rojo. Era un desafío. En sus treinta y siete años en el rancho Flying M, Matt jamás se había encontrado con un caballo al que no pudiera domar. Tenía que reconocer que el animal tenía espíritu. Fuego. No resultaba fácil domarlo, como muchas de las mujeres con las que Matt se había encontrado.
– Está bien, canalla. Volvamos a empezar.
Se inclinó para recoger su sombrero. Lo golpeó con fuerza contra el muslo y entornó los ojos hacia el sol, que había empezado ya a descender lentamente por detrás de las colinas.
– Tú y yo, Diablo, vamos a tener que llegar a un acuerdo y va a tener que ser esta misma tarde.
El potro agitó la cabeza y relinchó ruidosamente. Entonces, levantó la cola como si fuera una bandera y comenzó a trotar a lo largo de la valla mientras la silla vacía que portaba sobre el lomo crujía como si se estuviera burlando de él.
«Maldito caballo», pensó Matt mientras se calaba el sombrero.
– Esto no se ha terminado -le aseguró al animal, que no dejaba de relinchar.
– Eso espero.
Matt se quedó inmóvil al escuchar la voz de su padre. Se dio la vuelta sobre los tacones desgastados de las botas que llevaba puestas y observó cómo Juanita empujaba la silla de ruedas de John Randall a través del aparcamiento que separaba la enorme casa de dos plantas de la serie de corrales conectados unos con otros que rodeaban los establos. Matt no albergaba demasiado cariño hacia el canalla de su padre, pero no podía evitar sentir pena por el hombre, tan robusto en el pasado, que se había visto confinado «al maldito armatoste», como él se refería a la silla de ruedas.
El cabello ralo y blanco de John Randall se revolvió con el viento. Tenía el rostro pálido y delgado, pero aún se adivinaba chispa en aquellos ojos azules. Adoraba sus tierras más que a nada, incluso más que a sus hijos.
– He tratado de convencerlo para que no haga esto -protestó Juanita mientras colocaba la silla de ruedas cerca de la valla donde Harold, el viejo spaniel de John Randall que también estaba parcialmente tullido, se había acomodado a la sombra de un solitario pino-, pero ya sabes cómo es. Demasiado terco.
– Y bien que me ha venido serlo -replicó el anciano mientras utilizaba los maderos de la valla para ponerse de pie. Estaba delgado. Demasiado delgado. Los vaqueros y la camisa de franela que llevaba puestos le estaban demasiado grandes. Sin embargo, consiguió sonreír mientras se inclinaba sobre el madero superior y observaba a su hijo mediano.
– Tal vez tú puedas inculcarle un poco de sentido común -dijo Juanita mirando a Matt con preocupación mientras murmuraba algo más sobre los hombres locos y orgullosos.
– Lo dudo. Nunca he podido hacerlo.
El viejo McCafferty indicó a Juanita que se marchara con un gesto de la mano.
– Estoy bien. Necesitaba un poco de aire fresco. Ahora, quiero hablar con Matt. El me llevará al interior de la casa cuando hayamos terminado.
Juanita no pareció convencida, pero Matt asintió.
– Creo que podré ocuparme de él -le dijo a la mujer que había ayudado a criarlo de niño. Juanita chasqueó con la lengua ante lo absurdo de aquella situación y regresó rápidamente a la casa, la única que Matt había conocido en toda su vida.
– Ese -comentó John Randall señalando al potro con la barbilla-, te va a hacer sudar lo tuyo. Como muchas mujeres -añadió mirando con conocimiento de causa a su hijo.
Matt se sentía muy irritado. Se secó el sudor de la frente y le dio un manotazo a una mosca que se había acercado demasiado.
– ¿Has venido hasta aquí tan sólo para decirme eso? ¿Para esto ha tenido que empujarte Juanita hasta aquí fuera?
– No -respondió el anciano. Entonces, con cierto esfuerzo, se metió la mano en uno de los bolsillos de los vaqueros que llevaba puestos-. Tengo algo para ti.
– ¿El qué? -preguntó Matt. Sintió inmediatamente el aguijonazo de la sospecha. Siempre había tenido que pagar un precio por los regalos de su padre.
– Se trata de algo que quiero que tengas… Bueno, toma.
John Randall se sacó una hebilla de plata muy grande del bolsillo. Tenía incrustado un potro salvaje de oro que se erguía sobre las patas traseras. Aún estaba tan brillante como el día en el que John Randall se lo puso para un rodeo en Canadá más de cincuenta años atrás. La colocó sobre la callosa mano de su hijo.
– Antes la llevabas siempre puesta -observó Matt tensando la mandíbula.
– Sí. Me recordaba aquellos años de mi juventud -comentó. Se volvió a sentar en su silla de ruedas. La emoción de la añoranza se le había reflejado en los ojos-. Unos años muy buenos -añadió, con tristeza. Entonces, parpadeó antes de mirar a su hijo-. No me queda mucho en este mundo, muchacho -susurró. Antes de que Matt protestara, John levantó una mano para hacer que guardara silencio-. Los dos sabemos que no tiene mucho sentido discutir sobre estos hechos. El de ahí arriba está a punto de llamarme… es decir, si el diablo no me reclama primero.
Matt volvió a apretar la mandíbula. No dijo ni una sola palabra. Se limitó a esperar.
– Ya he hablado con Thorne sobre el hecho de que me estoy muriendo y, como tú eres el siguiente en la línea de sucesión, pensé que debía hablar contigo a continuación. Slade… bueno, ya me pondré al día con él muy pronto. Bueno, sé que he cometido errores en mi vida, el buen Dios sabe que fallé a tu madre…
Matt no realizó comentario alguno. Ni siquiera quería pensar en los terribles años en los que John Randall decidió divorciarse de su esposa y casarse con una mujer mucho más joven, Penelope Henley, Penny, que se convirtió en su madrastra y les dio a todos una hermana con la que ninguno de ellos sabía qué hacer.
– Me he arrepentido muchas veces de eso -confesó John Randall sobre el suspiro del viento-, pero todo eso es ahora agua pasada dado que tanto Larissa como Penny ya no se encuentran entre nosotros. Jamás pensé que enterraría a dos esposas -añadió, tras aclararse la garganta.
– Una esposa y una ex esposa -aclaró Matt.
El anciano frunció los labios, pero no discutió.
– Lo que quiero de ti, de todos mis hijos, son nietos. Eso ya lo sabes. Es el sueño de un viejo, lo sé, pero es algo completamente natural. Me gustaría irme a la tumba en paz sabiendo que has encontrado una buena mujer con la que sentar la cabeza, tener una familia y que te estás esforzando para que el apellido McCafferty siga existiendo durante unas cuantas generaciones más.
– Hay mucho tiempo…
– ¡No lo hay! ¡Para mí no lo hay! -le espetó John Randall.
Matt se sentía manipulado por su padre por centésima vez, por lo que trató de devolverle la hebilla.
– Si se trata de una especie de soborno o algo así, yo…
– No se trata de ningún soborno -replicó el anciano muy enojado-. Quiero que tengas esa hebilla porque significa mucho para mí y dado que tú hiciste rodeo hace algunos años, pensé que apreciarías su valor -explicó. Entonces, señaló la hebilla con mano temblorosa-. Dale la vuelta.
Matt hizo lo que su padre le pidió y vio que había unas palabras grabadas en el reverso.
Para mi vaquero. Te querré siempre. Larissa.
Sintió un nudo en la garganta durante un instante al pensar en su madre, la del cabello negro brillante y los sonrientes ojos pardos. Del espíritu libre que había sido, Larissa se convirtió en una prisionera en su propio rancho y buscó la felicidad y la paz que no había podido encontrar en las botellas que había escondido por los rincones de la casa que había llegado a odiar tanto. De repente, Matt comprendió lo mucho que la echaba de menos. Su padre le había hecho mucho daño. No se podía explicar de otro modo.
– Larissa hizo que le grabaran esas palabras después de que yo la ganara. Diablos, por aquel entonces estaba loca por mí -susurró John Randall. Las arrugas que le rodeaban ojos y boca se profundizaron por la tristeza. Una pequeña sombra de culpabilidad se le reflejó en los ojos-. Y ahora quiero que la tengas tú, Matthew.
Matt agarró la hebilla con fuerza, pero no dijo ni una sola palabra. No podía hacerlo.
– Y quiero tener nietos. No es mucho pedir para un anciano.
– Yo no estoy casado.
– Entonces, cásate -afirmó su padre mirándolo de la cabeza a los pies-. Un hombre tan apuesto como tú no debería tener demasiados problemas.
– Tal vez no creo en el matrimonio.
– En ese caso, tal vez seas un necio.
Matt delineó la silueta del potro con un dedo.
– Podría ser que yo haya aprendido del mayor de todos.
– Pues olvídalo -le ordenó John Randall, como el mismo tono de voz que hacía siempre. Siempre era al modo de su padre o al suyo propio. Matt había elegido siempre este último.
– Tengo un caballo que domar y mi propia casa de la que ocuparme.
– Esperaba que fueras a quedarte aquí -dijo su padre. Tenía una nota de desesperación en la voz, pero Matt decidió mantenerse firme. Había pasado demasiada agua por debajo del maldito puente, aguas cenagosas y traicioneras que se veían alimentadas por una corriente de mentiras y engaños, la clase de aguas en las que un hombre podía ahogarse fácilmente.
Matt había regresado al rancho para tratar de reparar emocionalmente la relación con su padre y para ayudar al capataz, Larry Todd, durante una semana más o menos. Pero su propio rancho, unas pocas hectáreas cerca del límite del estado con Idaho, necesitaba su atención.
– No puedo, papá -dijo mientras observaba el vuelo de una avispa hacia el porche trasero-. Tal vez vaya siendo hora de que te lleve de nuevo dentro de casa.
– Por el amor de Dios, no te atrevas a tratarme como si fuera un niño, hijo. No me voy a morir aquí y ahora mismo -replicó John Randall. Se colocó las manos sobre el regazo y miró entre los maderos de la valla hasta el corral en el que el potro appaloosa, que aún llevaba puesta la silla vacía, golpeaba el suelo y levantaba el polvo a patada-. Te observaré mientras tratas de montarlo. Será muy interesante ver quién gana, si Diablo o tú.
Matt levantó una ceja con gesto de incredulidad.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– Bien -respondió Matt. Se cuadró el sombrero sobre la cabeza y se subió a la valla-, pero te aseguro que no va a ser un duelo muy reñido.
Se dirigió al caballo con renovada determinación sin dejar de mirar al potro, cuyos músculos temblaban más con cada paso que Matt daba. Había pocas cosas en la vida que pudieran derrotar a Matt McCafferty. Un potro demasiado nervioso no era una de ellas. Tampoco lo era su padre. No. Su debilidad, si es que tenía alguna, eran las mujeres, en particular las de temperamento fiero y testarudo. Las que trataba de evitar como si fueran el propio diablo.
Su padre quería que encontrara una mujer, que se casara y que empezara a criar un montón de niños. Cuando agarró las riendas del potro, estuvo a punto de soltar una carcajada. Matt McCafferty no se casaría jamás. Ni hoy, ni mañana ni nunca. Así eran las cosas.