Cuatro

– Es decir, que la policía no tiene nada -dijo Thorne a la mañana siguiente con una taza de café en las manos. Tenía la pierna mala sobre un taburete y sentaba sentado a la misma mesa en la que habían rezado, comido y peleado cuando eran niños. Lo único diferente era que John Randall ya no se sentaba a la cabecera de aquella mesa cerca de la ventana, donde podía apoyar el codo sobre el alféizar y tomarse un café mientras observaba el inmenso terreno del rancho que tanto amaba.

No era que a Matt le importara, pero, en cierto modo, resultaba extraño que el viejo no estuviera.

– Creo que la policía no tiene ni idea de quién anda detrás de estos ataques…

– Maldita sea…

La ira se reflejó en los ojos de Thorne. Matt comprendió que su hermano mayor estaba maldiciendo en silencio a su pierna rota por obligarlo a permanecer en la casa. Aquello era algo que Thorne era incapaz de soportar. Necesitaba estar al mando, controlarlo todo, tomar decisiones.

– ¿Ha tenido alguien noticias de Striker? -gruñó.

– No desde hace un par de días -comentó Matt. Estiró los brazos por encima de su cabeza y bostezó. No había podido descansar bien aquella noche. No había podido dejar de pensar en su hermana y en el hijo de ésta. Tampoco en cierta oficial de policía pelirroja, que parecía decidida a infiltrarse en sus sueños y a mantenerlo despierto por la noche. Cuando se despertó aquella mañana, se había dirigido inmediatamente a la ducha y había abierto el grifo del agua fría para poder borrar todas las imágenes de su pensamiento… y de su cuerpo. No podía entender por qué se sentía tan atraído por Kelly Dillinger. Era policía. No exactamente su tipo.

Matt acababa de terminarse su taza de café cuando Juanita entró por la puerta de atrás. El aire frío recorrió toda la estancia y Harold pudo encontrar su lugar favorito sobre la alfombra que había debajo de la mesa. Con gesto ausente, Matt se inclinó sobre el viejo perro y comenzó a rascarlo entre las orejas.

– Dios, hace mucho frío ahí fuera.

– Tienes razón, Juanita -afirmó Matt. Él ya había ido fuera, al granero y a los establos para alimentar a los animales. A continuación, había llamado a Mike Kavanaugh, su vecino, para asegurarse de que todo iba bien en su propio rancho. Mike volvió a preguntarle a Matt si quería venderle el rancho, pero este último se resistió. Había luchado mucho para tener su propio rancho. Además, su estancia en el Flying M era temporal, sólo hasta que las cosas se calmaran, Thorne estuviera completamente recuperado y Randi hubiera salido del hospital. Entonces, se marcharía de Grand Hope y dejaría atrás toda posible fascinación que pudiera sentir por Kelly Dillinger.

– Tú mencionaste que Randi estaba escribiendo un libro -le dijo Thorne a Juanita mientras ésta se iba quitando varias capas de abrigos y jerséis.

– Sí -admitió la mujer mientras colgaba las prendas que se quitaba de unos ganchos cerca de la puerta trasera y se atusaba el cabello.

– ¿Tú lo viste?

– No.

– ¿Pero estás convencida de que existe? -preguntó Matt mientras volvía a llenarse la taza de café.

– Ella me lo aseguró la última vez que estuvo aquí -respondió Juanita. Se sirvió también una taza de café y dio un largo trago. Entonces, dejó su taza sobre la encimera y comenzó a buscar en la alacena-. La señorita Randi estuvo trabajando en ese libro durante muchas horas, sentada en el sofá del salón.

Thorne miró a Matt, que estaba apoyado contra la encimera al lado de la cafetera.

– ¿Y dónde está su ordenador portátil?

Juanita soltó un bufido desde las profundidades de la alacena.

– ¿Y cómo voy a saberlo yo?

– Tal vez Kurt lo encuentre -le dijo Matt a su hermano.

– Si es tan bueno como Slade dice que es… -comentó Thorne. En aquel momento, Juanita salió de la alacena, se terminó su café, se puso un delantal y se lo ató a la cintura.

– Él descubrió que había habido otro vehículo implicado en el accidente de Randi antes de que lo hiciera la policía -señaló Matt-. Yo apuesto por él.

Justo en aquel momento, mientras Juanita se disponía a empezar a cocinar, las dos gemelas entraron en la cocina. La dura expresión del rostro de Thorne se suavizó inmediatamente cuando las dos niñas aparecieron por la puerta.

– Me estaba preguntando cuando os ibais a despertar vosotras -dijo, con una carcajada.

– ¡El bebé estaba llorando! -exclamó Molly arrugando la nariz y colocándose las manos sobre las orejas.

Mindy, que se había sentado sobre el regazo de Thorne, copió a su hermana y se colocó las regordetas manitas a ambos lados de la cabeza. Comenzó a hacer gestos como si hubiera probado algo asqueroso.

– No hacía más que llorar y llorar…

En aquel momento, Nicole entró en la cocina con el pequeño J.R. en brazos. Aún estaba medio adormilada e iba arrastrando los pies por el suelo de la cocina

– Nos hemos levantado -dijo, con un bostezo-, tanto si queremos como si no.

Iba vestida con una bata blanca y unas zapatillas de color rosa. Tenía el cabello revuelto y el rostro sin maquillar, pero irradiaba una belleza serena que le provenía de su interior. Thorne se sentía cautivado. Jamás en un millón de años se habría imaginado Matt que su hermano mayor, el duro y decidido hombre de negocios completamente dedicado a ganar dinero, podría ser capaz de enamorarse y sentar la cabeza. Sin embargo, la doctora y las dos gemelas le habían robado el corazón.

– Yo me ocuparé del bebé -se ofreció Thorne.

Nicole sacudió la cabeza y sonrió.

– Ya tienes las manos llenas -replicó ella señalando las gemelas. Thorne las tenía a las dos sobre el regazo en aquellos momentos.

– Venga, siéntate. Tómate una taza de café. Yo me haré cargo -dijo Matt. Tomó en brazos a su sobrino. Unos ojos muy brillantes lo miraron con cierta alarma-. No te preocupes. Por muy torpe que parezca, no te dejaré caer, aunque, efectivamente, soy un completo idiota en lo que se refiere a los cuidados de un bebé.

– Pues sí que le estás dando confianza -observó Nicole mientras se servía su café-. Eh, chicas, ¿os apetecen unas tortitas?

– ¿Con arándanos y sirope de arce? -preguntó Molly.

– Bueno, con sirope de arce, seguro. No sé si hay arándanos.

– En el congelador. Voy a por unas cuantas -dijo Juanita mientras se secaba las manos y entraba en una pequeña habitación al lado de la alacena.

– ¿Y tú quieres lo mismo? -le preguntó Nicole a su otra hija. Mindy asintió vigorosamente.

Zí.

– Muy bien -dijo Thorne.

Matt se preguntó sobre Thorne y su recién adquirida familia. Parecía funcionar a la perfección. Estaba completamente loco por aquellas niñas y por Nicole y se comportaba como si ella fuera la única mujer en todo el planeta para él.

A Matt le costaba creerlo. Durante años, Thorne había evitado el matrimonio como si fuera la peste, a pesar de que muchas mujeres hermosas e inteligentes se habían fijado en él como posible esposo. Él nunca se había sentido interesado y, ciertamente, no se había comprometido. Hasta que llegó Nicole. Entonces, todo había cambiado.

Se acomodó en una silla. No podía culpar a Thorne. Nicole era hermosa, inteligente, ambiciosa y una madre fantástica. Un buen partido.

Sin aviso alguno, la imagen de Kelly Dillinger se le coló en el pensamiento. Ella también era muy hermosa… bueno, suponía que lo era si alguna vez se quitaba el uniforme y la actitud de policía. Inteligente, sin duda. Era capaz de valerse por sí misma en la mayoría de las circunstancias, no soportaba a los necios e, incluso de uniforme, era una verdadera belleza. Era una pena que viviera allí, tan lejos de su rancho de Montana… Se quedó atónito. ¿En qué diablos estaba pensando? Ni siquiera estaba cerca de sentar la cabeza y mucho menos con una mujer, una policía, que vivía a cientos de kilómetros de su hogar.

– ¿Significa que hay consenso? -preguntó Nicole, mirando a su alrededor-. ¿Tortitas?

Thorne asintió.

– Y beicon y huevos y…

– Colesterol, grasa…

– Exactamente -apostilló Thorne guiñando un ojo. Nicole soltó una carcajada.

– Bueno, está bien. Conozco a un excelente cirujano del corazón por si tenemos un problema.

– ¡Entonces, cárgame bien el plato! -exclamó Thorne.

Por primera vez en su vida, Matt sintió envidia. Lo que Thorne compartía con Nicole era algo muy profundo. Verdadero. Con esa clase de vínculo que Matt pensaba que no existía. Su padre y su madre, Larissa, se habían separado cuando Penelope apareció en la vida de John Randall. Él se casó con la joven y volvió a convertirse en padre a los seis meses de la fecha de boda. Desgraciadamente, esa unión también se había deshecho, incapaz de soportar la presión del tiempo.

Observó cómo Thorne iba cojeando por la cocina, le daba un azote en el trasero a su mujer, y la ayudaba a preparar el desayuno a pesar de las protestas de Juanita. El millonario empresario, un donjuán por derecho propio, estaba dando vueltas a unas tortitas como si llevara toda su vida haciéndolo. Matt observó cómo Juanita lo miraba a él y comprobó que ella estaba igualmente sorprendida.

Con el niño en brazos, dejó que la taza de café se le enfriara y miró por la ventana. ¿Y su propia vida? Él jamás había considerado el matrimonio. Le había parecido que era una pérdida de tiempo y, en cuanto a los hijos, le parecía que le faltaba mucho antes de que sintiera la necesidad de convertirse en padre. Cuando decidiera que había llegado el momento, se buscaría una mujer hogareña, que no tuviera profesión, alguien que quisiera vivir en su rancho y a la que le gustara tanto la tierra como a él. Una mujer que quisiera compartir su vida tal y como él deseaba vivirla. Sin embargo, faltaba mucho para eso. Simplemente aún no estaba listo para tener familia.

Miró al bebé que tenía acurrucado entre los brazos y, por primera vez en su vida, cuestionó sus pensamientos.

¿Y si estaba equivocado?


– Yo creo que fue uno de los hermanos -afirmó Karla mientras trabajaba con su último cliente del día.

En el primer sillón de su pequeño salón, estaba tiñendo los mechones del cabello de Nancy Pederson de un color rojizo y envolviéndolos en papel de aluminio. Cuando terminó, parecía que la cabeza de Nancy iba a poder captar señales de radio desde Plutón. Mientras Karla trabajaba, Nancy se entretenía haciendo crucigramas.

Las plantas crecían en profusión cerca del escaparate y sobre una antigua cómoda pintada de rosa salmón, sobre la que se alineaban botes de champú y de acondicionador. Por los demás, el mostrador era de un morado muy oscuro, las paredes estaban pintadas de marrón, y exhibían fotografías de actrices y cantantes famosas. Karla llevaba diez años ejerciendo de esteticista y hacía dos que era dueña de aquel salón.

– ¿Crees que uno de los McCafferty trató de matar a su hermana? -le preguntó Kelly mientras se inclinaba sobre la mesa de la manicura para inspeccionar los frascos de laca de uñas.

– Uno, dos o tal vez los tres -replicó Karla mirando a su hermana a través del espejo.

– Entonces, se trata de una conspiración -dijo Kelly sin poder evitar que una nota de sarcasmo se le reflejara en la voz.

– No te rías de mí -protestó Karla agitando un peine en dirección a su hermana-. Esos hermanos jamás han sentido ninguna simpatía por Randi. No consientas que te digan otra cosa. Ella fue la razón de que sus padres se divorciaran para que John Randall se pudiera casar con Penelope. Entonces, él les dejó a sus hijos una sexta parte del rancho, mientras que Randi se quedó con la mitad. ¿A ti te parece justo? -preguntó, sin dejar ni por un instante de teñir el cabello de Nancy.

– Entonces, ¿por qué insisten tanto en que encuentre al asesino? -preguntó Kelly.

– Para hacerte perder la pista, por supuesto. Bendito sea el Señor, Kelly, no seas tan tonta. Eres detective, por el amor de Dios. Los McCafferty tienen que fingir que están preocupados por Randi. Si no lo hicieran, ¿qué iba a pensar todo el mundo?

– Yo no me lo creo -comentó Kelly. Tenía entre los dedos un frasco de «Seducción Rosa».

– Bueno, yo sólo te estoy diciendo lo que pienso y te aseguro que no soy la única. Hoy ya he tenido tres clientas sentadas en esta silla y Donna ha tenido cuatro -observó Karla señalando la otra silla junto a la que Donna Mills, embarazada de gemelos, estaba barriendo recortes de cabello rubio del suelo.

– Eso es cierto -afirmó Donna con una sonrisa.

– Todo el mundo habla de lo mismo. Incluso he oído que una pareja discutía sobre ello en el Montana's Joe cuando fui a comprar una pizza para comer. Estaban en la fila y comenzaron a discutir sobre cuál de los tres hermanos lo había hecho.

– Eso es ridículo.

– Tal vez sí, tal vez no. Alexis Bonnifant creció con Slade y le hice una permanente no hace ni dos horas. Por lo que me ha contado, él odiaba a Randi. Están todos juntos en el ajo, eso te lo digo yo. De ese modo, se pueden dar coartadas unos a otros.

– Dudo que quisieran matar a su hermana…

– Te aseguro que se han producido asesinatos por mucho menos de la mitad de un rancho en Montana.

– Amén -añadió Nancy, que levantó la cabeza de su crucigrama tan sólo por un instante-. ¿Y quién más querría a Randi muerta?

«Eso, ¿quién más?», pensaba Kelly mientras abandonaba el salón de belleza unos minutos más tarde. Había ido a ver si su hermana quería que cuidara de sus hijos aquella noche por si quería salir y decidió que tampoco le vendría mal saber lo que opinaba la ciudad. Hasta aquel momento, todos parecían estar en contra de los tres hermanos.

Recorrió tres manzanas hasta llegar al Pub'n'Grub y allí pidió un bocadillo y una ración de patatas fritas. La atendió un muchacho al que había enviado al tribunal juvenil en más de una ocasión. El muchacho la trató correctamente, pero evitó mirarla a los ojos en todo momento. Mientras esperaba a que su comida estuviera lista, no pudo evitar escuchar una conversación en una de las mesas.

Dos mujeres estaban charlando animadamente sobre la noticia más importante que había ocurrido en Grand Hope desde que la esposa del alcalde se escapó con uno de los concejales.

– Esos McCafferty siempre están mirando por lo suyo. Están cortaditos por el mismo patrón, si quieres saber mi opinión -dijo Roberta Fletcher mientras asentía enfáticamente.

– Jamás se llevaron bien con su madrastra o su hermanita. Ni lo intentaron. Les echaron la culpa a ellas por el divorcio de sus padres y bueno… ya sabes, su madre tenía un montón de problemas. Ya sabes, lo de la bebida. Probablemente todo empezó cuando se casó con John Randall. Yo también me habría dado a la bebida si ese hijo de perra hubiera sido mi esposo…

Kelly no sabía cuál era el nombre de la otra mujer, pero le parecía que estaba casada con uno de los agentes de seguros de la ciudad. También ayudaba con la asociación de rodeo local.

– ¿Y si él hubiera sido tu padre? -preguntó Roberta mientras chasqueaba con la lengua-. Pobre chica, teniendo que crecer en la compañía de esos burros… y ahora mira. Te digo que es una verdadera pena. Cuando pienso en el bebé, sin padre, al menos que se sepa, y su madre en coma mientras tres hombres solteros tratan de criarlo… Alguien debería llamar a los de Protección a la Infancia.

– Si uno de los hermanos es un asesino…

– Resulta difícil de creer, pero cosas más extrañas se han visto. Pobre niño. Es de lo más bonito que se ha visto por aquí, según me han dicho -añadió Roberta-. Mi hija es amiga de Jenny Riley. Jenny cuida del bebé y de las gemelas cuando Nicole está trabajando. Jenny dice que el pequeño J.R. es el bebé más adorable del mundo.

– Bueno, hay que reconocer que los McCafferty siempre han sido muy guapos. Todos y cada uno de ellos.

– Demasiado guapos. Eso siempre ha sido un problema.

– Nadie entiende que el padre de ese niño no dé un paso al frente -comentó Roberta tras darle un buen bocado a su sándwich.

– Tal vez ese hombre no sepa que tiene un hijo.

– ¿Y por qué no se lo diría Randi?

– Tal vez no estaban juntos.

– O tal vez ni siquiera sepa quién es el padre -comentó Roberta, riendo de un modo muy desagradable.

Kelly decidió no seguir escuchando mientras esperaba que el camarero le preparara su pedido.

Más tarde, ya de vuelta en su despacho, Kelly empezó a comer su bocadillo mientras repasaba las notas que tenía en su ordenador. Docenas de preguntas le bullían en el cerebro. ¿Quién querría matar a Randi? ¿Por qué? ¿Por el bebé? ¿Por su trabajo? ¿Se trataba acaso de una aventura amorosa que había salido mal o acaso le debía dinero a alguien? ¿Se había ofendido alguien por algo que hubiera escrito en su columna? ¿Quiénes eran sus enemigos? ¿Y sus amigos?

Estudió el listado de personas que conocían a Randi. Compañeros de trabajo en Seattle, personas con las que había crecido o había ido al colegio en Grand Hope, personas con las que había salido o había mantenido amistad a lo largo de toda su vida. Nada tenía sentido. Randi McCafferty había sido un poco marimacho, probablemente por sus hermanos mayores. Su padre y su madre la adoraban, era una princesa que jamás había estado demasiado mimada. Se había graduado en el instituto allí en Grand Hope y había ido a la universidad en Montana State para, por fin, convertirse en periodista. Había trabajado en el rancho de su padre al tiempo que trabajaba a tiempo parcial en la Grand Hope Gazette. Después, tras una serie de trabajos, había terminado en Seattle, donde encontró un trabajo en el Clarion. La columna que escribía en aquel periódico había sido publicada también en otros diarios y había trabajado también como autónoma.

Entonces, tuvo el accidente.

Kelly se tomó el pepinillo que tenía en el bocadillo y volvió a repasar sus notas. Juanita Ramírez, el ama de llaves, era la única persona que parecía haber mantenido el contacto con Randi en los últimos meses y afirmaba que esta última estaba escribiendo un libro, que la razón por la que había decidido regresar al rancho era para terminar un libro que nadie sabía dónde estaba. Juanita afirmaba que existía el libro, pero no se había enterado de que Randi estaba embarazada. Podría ser que se estuviera equivocando en lo del libro.

Ojalá Randi McCafferty se despertara… antes de que el asesino tratara de rematar su faena.

Kelly observó atentamente la pantalla del ordenador. No había nada nuevo. Ni siquiera la ayudaban mucho los últimos informes del laboratorio. La habitación de hospital en la que Randi había sido atacada no había revelado ninguna pista sobre la identidad de la persona que había intentado matarla con una dosis letal de insulina. Los interrogatorios a todos los que estaban de guardia en aquel momento no habían proporcionado información nueva ni nadie había visto nada sospechoso, aparte de Nicole Stevenson. Según los registros del hospital y de la farmacia que había en el primer piso, no faltaba ninguna dosis de insulina, aunque, por supuesto, los registros se podían falsificar.

No había mucho. Casi nada. Kelly se terminó el bocadillo y tiró la bolsa a la papelera, llena de frustración.

– Te atraparemos -prometió, como si el atacante estuviera en su despacho y pudiera escucharla-. Y eso va a ser pronto. Muy pronto.

Estuvo unas cuantas horas en su despacho trabajando. Entonces, decidió terminar la conversación que había tratado de comenzar con Matt McCafferty en la cafetería la noche anterior.

Él no se alegraría de verla, dado que no tenía más información sobre el caso, pero no había nada que ella pudiera hacer al respecto.

Se puso su chaquetón y los guantes. ¿Qué tenía aquel hombre que tanto la afectaba? Por supuesto, era muy guapo, si a una le gustaba el físico de los vaqueros. Tenía cierto encanto que muchas mujeres encontraban completamente irresistible, pero Kelly había conocido muchos hombres encantadores a lo largo de su vida y jamás había sentido aquella atracción. Atracción. Eso era precisamente de lo que se trataba.

Tal vez ella era sólo otra estúpida mujer que no se podía resistir a los hermanos McCafferty, que seguían siendo los solteros más deseados del condado.

Mientras atravesaba el aparcamiento en dirección a su coche, no hacía más que decirse que no podía hacerlo, que no podía enamorarse de él. Matt era el peor hombre que podía elegir.

Salió del aparcamiento y se dejó llevar por el flujo del tráfico. ¿En qué estaba pensando? No se enamoraría nunca de un McCafferty. No se enamoraría nunca de nadie.

Cautelosa por naturaleza, siempre se había cuidado mucho de proteger su corazón. No confiaba en nadie fácilmente y sólo tenía que mirar los matrimonios fallidos de su hermana Karla para cuidar muy bien sus sentimientos. Ningún hombre, y mucho menos un McCafferty, era merecedor de sufrir por él. Sin embargo, la imagen de Matt, alto, de anchos hombros y de masculinos rasgos, resultaba difícil de ignorar. Se lo imaginó encima de un caballo, montándolo sin esfuerzo alguno, con el aspecto de formar parte del animal mientras ambos galopaban por las extensas praderas. Se le secó la boca ante aquella imagen. Se miró en el retrovisor.

– Eres una tonta, Dillinger -gruñó.

Se dirigió hacia el norte, a las afueras de la ciudad. Por fin, las casas dieron paso a los campos cuajados de nieve.

El rancho de los McCafferty estaba localizado a treinta y cinco kilómetros de la ciudad. Kelly tuvo que enfrentarse a los elementos durante todo el camino. La nieve caía con fuerza, soplando por encima de la carretera y derritiéndose sobre el parabrisas. El cielo estaba oscuro y las colinas resultaban invisibles. Aquella noche de invierno era lo suficientemente fría como para helarle hasta los huesos.

Escuchó la emisora de la policía, aunque ya no estaba dentro de su horario de trabajo. Se recordó que Matt McCafferty era sólo el hermano de la víctima de un intento de asesinato. Nada más. No debería estar sudando ante la perspectiva de verlo y el pulso debería regresar a la normalidad. No debería estar sintiendo ni una pizca de anticipación por verlo.

Sin embargo, así era. No dejaba de imaginarse lo que sentiría si Matt la estrechara entre sus brazos o si decidiera unir sus labios a los de ella… Decidió contener sus pensamientos antes de que éstos la llevaran a territorio prohibido.

Por fin, gracias a Dios, llegó al desvío.

«Así que éste es el Flying M», pensó mientras atravesaba la puerta de la valla que conducía a la casa. Por supuesto, había pasado por la puerta en más de un millón de ocasiones, pero jamás había entrado en él.

Tras avanzar durante unos minutos por el sendero que atravesaba el rancho, llegó por fin a la casa. Aparcó junto a otros vehículos y se dispuso a enfrentarse a los elementos. Se dirigió a toda velocidad al porche principal de la casa y subió los escalones. Tras sacudirse la nieve de las botas, llamó al timbre. La puerta se abrió inmediatamente.

– Detective Dillinger -dijo Matt McCafferty mirándola con apreciación.

Iba vestido con unos pantalones vaqueros muy usados y una camisa de trabajo por encima de una camiseta azul marino. La animosidad parecía haber desaparecido en parte de la expresión de su rostro. El nacimiento de la oscura barba había comenzado a cubrirle la mandíbula. Sin duda, resultaba tremendamente sexy.

Kelly distaba mucho de ser inmune a tanto encanto. El corazón se le aceleró y las rodillas amenazaron con doblársele.

Matt se hizo a un lado.

– Entra.

De repente, Kelly se sintió como si hubiera entrado en la guarida de la serpiente. Se aclaró la garganta.

– Quería hablar contigo. Hacerte unas cuantas preguntas.

– Vaya, ¡menuda coincidencia! -exclamó él mirándola a los ojos-. Da la casualidad de que yo también tengo unas preguntas para ti.

Загрузка...