Dos

Matt tamborileó con los dedos sobre el volante de su furgoneta. La nieve caía abundantemente por la carretera. Encendió los limpiaparabrisas y la radio para escuchar una emisora local con la esperanza de encontrar la predicción meteorológica.

Frunció el ceño y apretó los ojos para tratar de ver mejor el camino que lo llevara al rancho. Tal vez había cometido un error cuando decidió ir a la ciudad y entrar como un caballo desbocado en la oficina del sheriff para obtener respuestas.

No había conseguido nada.

De hecho, aquella detective pelirroja lo había puesto en su lugar. Resultaba turbador. Irritante. Insultante. Kelly Dillinger lo había turbado más de lo que debería. No podía sacársela del pensamiento. Tenía la piel pálida y unos profundos ojos color chocolate. El cabello era de un vibrante color rojizo, que, en opinión de Matt, se podía comparar con su temperamento. Las pelirrojas eran siempre mujeres de temperamento muy apasionado. Además, no se había dejado amilanar por él. Como si fuera un hombre, aunque distaba mucho de parecerlo. Pese a que su constitución era atlética, resultaba muy femenina. Matt se había dado cuenta de ello perfectamente y se lamentaba de que así hubiera sido. El uniforme se le estiraba muy seductoramente por encima de los senos y le ceñía la cintura y las caderas. Aquella mujer tenía curvas… y qué curvas, aunque se esforzara mucho por ocultarlas.

Siempre había escuchado que las mujeres se sentían atraídas por los hombres de uniforme, pero jamás hubiera esperado que funcionara también a la inversa, y mucho menos con él. No. A él le gustaban las mujeres femeninas, las que resaltaban sus armas de mujer. Le encantaban las camisetas ceñidas, las minifaldas o los vestidos largos con aberturas laterales, que mostraban gran parte de la pantorrilla y el muslo. Había visto también pantalones y camisas de seda que resultaban también muy sexys, pero jamás se habría imaginado que un uniforme pudiera serlo, y mucho menos uno del departamento del sheriff del condado. No obstante, no había podido evitar fijarse en Kelly Dillinger. A pesar del su enojo cuando entró en el departamento del sheriff, le había costado mucho centrar la atención en lo que lo había llevado hasta allí.

Siempre tenía problemas con su libido. Con una mujer atractiva cerca, siempre le costaba controlarla. No obstante, aquella noche era peor de lo que lo había sido en mucho tiempo.

Era muy sencillo. Se sentía atraído por ella.

No podía ser. Ni hablar. Era una mujer policía que, además, estaba trabajando en el caso de su hermana y que, además, sabía que sentía una enemistad personal hacia la familia McCafferty. Finalmente, decidió que se estaba engañando. Sólo de pensar en ella, sentía que se le tensaba la entrepierna. Se miró en el retrovisor.

– Idiota -susurró.

Al ver que acercaba al Flying M, el rancho que había sido el orgullo y la alegría de su padre, aminoró la marcha.

– Genial.

Aquella mujer estaba fuera de sus límites. No había más que hablar. Aunque no fuera por ninguna otra razón más que por el hecho de que vivía allí, en Grand Hope, lejos de su propio rancho. Si estuviera buscando a una mujer, lo que no era el caso, se la buscaría más cerca de su casa. Dios, ¿de dónde habían salido aquellos pensamientos? Ni quería ni necesitaba a una mujer. Significaban problemas. Y Kelly Dillinger no era una excepción.

La luz de los faros capturó los copos de nieve que bailaban delante de la furgoneta mientras avanzaba por el sendero que llevaba al corazón del rancho. Unas cuantas cabezas de ganado se vislumbraban contra la nieve, pero la mayor parte de las reses había buscado refugio o estaba fuera de su línea de visión. Por fin, tomó una curva del terreno y se encontró frente a la zona de aparcamiento que había frente a la casa principal.

Detuvo la furgoneta bajo un manzano y apagó el motor. Abrió la puerta y rápidamente llegó a los escalones que conducían al porche. Antes de entrar en la casa, se sacudió la nieve que le cubría las botas.

El calor del interior llegó hasta su rostro acompañado de las notas de una alegre y melódica tonada al piano. Se quitó la chaqueta y sintió que el estómago comenzaba a protestarle cuando notó el olor a pollo asado y a pastelillos de canela. Colgó su chaqueta y su sombrero en el perchero y escuchó el sonido de unos piececitos sobre el suelo de madera del piso superior. A los pocos segundos, las gemelas bajaban a toda velocidad por las escaleras.

– ¡Tío Matt! -exclamó una de las niñas mientras terminaba de bajar los raídos escalones.

– ¿Cómo está mi Molly? -preguntó Matt mientras se agachaba y extendía los brazos para levantar en el aire a su sobrina.

– Bien -respondió la niña. Sus ojos reflejaban una repentina y poco característica timidez. Comenzó a chuparse un dedo mientras que su hermana, arrastrando una mantita, terminaba de bajar la escalera.

– ¿Y cómo estás tú, Mindy? -le preguntó Matt, repitiendo el gesto que había hecho con su hermana.

Como la música seguía sonando, comenzó a bailar con las dos niñas en brazos. Sólo hacía un mes que conocía a sus dos sobrinas, pero ellas, junto con el hijo de Randi, eran parte de su familia y lo serían para siempre. No se podía imaginar la vida sin Molly, Mindy o el bebé.

Las niñas comenzaron a reír. Sin dejar de bailar, Matt las llevó hacia el salón donde su madre, Nicole, estaba sentada al piano. Los dedos volaban sobre las teclas mientras tocaba maravillosamente una alegre canción.

– ¿Está tocando Liberace? -preguntó Matt.

– ¡No! -exclamaron las niñas, muertas de la risa.

– No, tenéis razón. ¡Debe de ser Elton John!

– ¡No! -gritaron al unísono-. Es mamá.

– Y es una pésima pianista -dijo su madre, dándose la vuelta mientras aún resonaban las últimas notas de la canción. Las niñas se soltaron de los brazos de Matt y corrieron hacia su madre-, pero tú tampoco eres exactamente Fred Astaire o Gene Kelly.

– Oh, maldita sea. Yo creía que sí lo era -bromeó Matt. Se dirigió a la chimenea y se calentó las piernas frente a las llamas-. Me acabas de destrozar con ese comentario.

– Será la primera vez -comentó Nicole sacudiendo la cabeza. Sus ojos, de color ámbar, le brillaban de alegría.

Harold estaba tumbado en su lugar favorito sobre la alfombra que había cerca del fuego. Levantó la cabeza y bostezó. Entonces, estiró las patas como si fuera a levantarse, pero se lo pensó mejor y volvió a acomodarse sobre el suelo.

– ¿Y bien? ¿Qué has averiguado?

Thorne, con sus muletas, entró en el salón y se sentó en uno de los sillones de cuero. Allí, acomodó su pierna herida sobre un taburete. Llevaba unos pantalones de color caqui muy amplios que le cubrían la escayola que le inmovilizaba la pierna desde el pie hasta el muslo. La expresión de su rostro hablaba más claramente que sus palabras.

– Estoy cansado de estar así…

– Nada. El maldito departamento del sheriff no sabe absolutamente nada.

– ¿Has hablado con Espinoza? -preguntó Thorne.

El sonido de unas botas resonó por la casa, anunciando así la llegada de su hermano más pequeño.

– ¡Un momento! -gritó Juanita-. ¡Quítate esas botas! ¡Acabo de fregar el suelo! ¡Dios! ¿Me escucha alguien alguna vez? ¡La respuesta es «no»!

– ¡Eh! -exclamó Slade, apareciendo en el arco que separaba el salón del vestíbulo y de la escalera. No se molestó en contestar a Juanita, y tampoco se quitó el abrigo-. ¿Dónde diablos has estado? -le preguntó a Matt, frunciendo el ceño sobre sus intensos ojos azules-. Tenemos ganado al que alimentar y Thorne no me está ayudando mucho últimamente.

– Cálmate -dijo Thorne, mirando a su hermano-. Matt ha estado en la oficina del sheriff.

– ¿Han encontrado algo? -preguntó Slade. Su beligerancia fue aplacándose mientras se dirigía al mueble bar para servirse una copa de whisky-. ¿Os apetece algo de beber?

– No, no saben nada y sí, me vendría bien una copa -comentó Matt.

– Nada para mí -dijo Thorne-. ¿Qué es lo que te ha dicho Espinoza?

– Él no estaba. He hablado con la mujer.

– Kelly Dillinger -dijo Nicole mientras las gemelas, aburridas ya de aporrear el piano, se bajaron de su regazo y salieron corriendo del salón. Nicole era una mujer alta, de cabello castaño. Por su inteligencia y por su titulación académica, Nicole Stevenson era la pareja perfecta para Thorne. Inteligente, elegante y, como médico de urgencias, no estaba acostumbrada a aceptar órdenes de nadie. Era, sencillamente, la clase de mujer que podía domar a Thorne y hacer que sentara la cabeza.

– Esa misma -dijo Matt, tras aceptar la copa que su hermano le ofrecía. Entonces, tomó un trago y sintió cómo el whisky se le iba abriendo paso agradablemente por la garganta. Trató de apartar todo pensamiento de la detective Dillinger de su cabeza. No le resultó fácil. De hecho, fue más bien imposible. La rebelde pelirroja sabía cómo captar la atención de un hombre.

– ¿Una copa? -le preguntó Slade a Nicole.

– Será mejor que no. Tengo que marcharme al hospital dentro de un rato -dijo. Entonces, se calló e inclinó ligeramente la cabeza-. Oh, oh… Parece que alguien se ha despertado.

Efectivamente, Matt escuchó el llanto del bebé. Se quedó muy sorprendido al comprobar una vez más cómo las mujeres parecían tener un sexto sentido para esa clase de cosas.

– Iré a por él -anunció Nicole. Entonces, los miró a todos por encima del hombro-, pero sus tíos van a estar su cargo esta noche.

– Podemos ocuparnos -dijo Thorne, como si ocuparse de un bebé no supusiera ningún problema. Thorne pensaba que podía con todo, algo que no andaba muy descaminado.

– Sí, claro -replicó Nicole. Entonces, subió la escalera y, poco después, se escuchó su voz hablándole cariñosamente al niño.

– Bueno, ¿qué es lo que ha dicho esa detective? -le preguntó Thorne a Matt.

– Lo mismo de siempre. Que no descartan ninguna posibilidad, pero que no tienen prueba alguna de sabotaje. No hay sospechosos. Cuando Randi se despierte, tal vez podrán averiguar algo más. Si quieres saber mi opinión, un montón de tonterías.

Se tomó de un trago su bebida. Se sentía inquieto, ansioso por hacer algo. Llevaba en el rancho casi un mes, desde que lo llamaron para informarlo del accidente de su hermana. Había ido a gusto y había hecho todo lo que había podido, pero sentía una gran frustración. Tenía su casa, su rancho cerca de la frontera de Idaho. Su vecino, Mike Kavanaugh, le estaba cuidando sus tierras en su ausencia y había contratado a un par de vaqueros para que lo ayudaran, pero Matt estaba empezando a sentir la necesidad de regresar y ver cómo iba todo con sus propios ojos.

– La detective Dillinger está muy bien, si queréis saber mi opinión -comentó Slade.

– Nadie te la ha pedido -replicó Matt.

Slade soltó una carcajada.

– No me irás a decir ahora que no te has dado cuenta -se mofó Slade. Matt soltó un bufido y se encogió de hombros-. Venga ya, admítelo. Siempre has tenido muy buen ojo para las mujeres.

– Y eso me lo dices tú.

– Ya basta -dijo Thorne, justo cuando Nicole regresaba con el bebé.

Matt sintió que el corazón se le deshacía al ver al pequeño J.R., el nombre que los tres hermanos habían acuñado dado que Randi seguía en coma y ni siquiera sabía que tenía un hijo. Se imaginaron que podrían llamarlo Julio o John Randall, como su abuelo. Como había hecho en muchas ocasiones, Matt se preguntó por el padre de aquel niño. ¿Quién sería? ¿Dónde diablos estaba? ¿Por qué Randi ni siquiera había hablado de él?

Matt sintió el aguijonazo de la culpabilidad. La verdad del asunto era que él, como sus hermanos, había estado tan centrado en su propia vida, que había perdido el contacto con su hermanastra, que había representado la ruina para ellos, dado que era la hija de la mujer a la que culpaban de haber arruinado el matrimonio de sus padres.

En aquellos momentos, mirando al bebé, con aquel cabello pelirrojo, Matt sintió una mezcla de orgullo y de algo más, algo más profundo, algo que le asustaba y que le hablaba de la necesidad de echar raíces, de sentar la cabeza y de tener hijos propios.

Nicole le entregó el bebé al hombre con el que se iba a casar.

– Toma, tío Thorne, ocúpate tú de J.R. mientras yo voy a ver si Juanita necesita ayuda en la cocina.

– Yo también ayudo -exclamó Molly, que acababa de entrar en el salón para ir a buscar a su madre antes de dirigirse a la cocina.

– ¿Y tú? -le preguntó Nicole a Mindy, que siempre iba por detrás de su decidida hermana.

– Tí. Yo también.

– Entonces, vamos.

Cuando las tres se hubieron marchado, Matt miró a su hermano y sonrió. Thorne, millonario y director general de McCafferty International, hasta aquel momento seductor y donjuán de fama internacional, trataba de evitar que su sobrino se le cayera de las manos mientras se colocaba la pierna rota.

– Eh, me vendría bien un poco de ayuda -gruñó, aunque sin dejar de sonreír al niño.

– ¿No habías dicho que había que dar de comer al ganado? -le preguntó Matt a Slade.

– Así es.

Los dos McCafferty más jóvenes se marcharon, dejando a su hermano a cargo del pequeño bebé. Mientras se ponía la chaqueta, Matt pensó que, dado que no podía echarles una mano en el rancho, lo más justo era que Thorne ejerciera de canguro para su sobrino.


La mujer que había sobre la cama de hospital tenía un aspecto terrible, aunque, según los partes médicos, estaba sanando. No obstante, en opinión de Kelly, a Randi McCafferty le quedaba un camino muy largo por recorrer. Tenía tubos y monitores conectados a su cuerpo por todas partes y yacía sobre la cama, completamente inmóvil, delgada y pálida, a pesar de que la mayoría de los hematomas y de los cortes ya habían desaparecido.

– Ojalá pudieras hablar -dijo Kelly mordiéndose el labio inferior.

A pesar de todo el dolor que los McCafferty habían infligido a su familia, a Kelly no le gustaba ver a nadie en aquella situación.

Una enfermera entró y se acercó a la cama para comprobar las señales vitales.

– ¿Ha mostrado alguna indicación de que vaya a despertarse? -preguntó Kelly.

– No podría decirle -suspiró la enfermera, que según su placa se llamaba Cathy Desmoña-. Con esta paciente, creo que necesitaríamos una bola de cristal. En mi opinión, no debería tardar mucho en despertarse. Los ojos se le mueven mucho por debajo de los párpados y ha bostezado. Además, a una de las enfermeras nocturnas le pareció que el otro día movía un brazo. Sin embargo, no se puede saber si esto significa que se va a despertar hoy, mañana o la semana que viene.

– Sin embargo, lo hará pronto.

– Eso diría yo, pero no le puedo asegurar nada.

– Comprendo.

Kelly deseó de todo corazón que la mujer despertara y que estuviera lo suficientemente coherente para responder a todas sus preguntas. ¿La había empujado alguien intencionadamente de la carretera? ¿Se había puesto de parto y había perdido el control o acaso simplemente había encontrado una placa de hielo que había hecho patinar su vehículo? Los McCafferty parecían pensar que había alguien detrás del accidente, pero Kelly no estaba del todo convencida.

La enfermera se marchó y Kelly se acercó un poco más a la cama. Sin poder evitarlo, tocó el reverso de la mano de Randi.

– Despierta -dijo-. Tienes mucho por lo que vivir; para empezar, un hijo recién nacido. Además, tienes muchas cosas que explicar -añadió. Le apretó un poco la mano, pero no consiguió respuesta alguna-. Vamos, Randi, échame un cable.

– No te puede oír.

Kelly soltó la mano de Randi y se sonrojó. Había reconocido inmediatamente la voz de Matt McCafferty. El corazón le dio un vuelco.

– Eso ya lo sé.

Se dio la vuelta y se encontró cara a cara con él. Aún iba vestido con los vaqueros y la camisa que llevaba puestos horas antes. Tenía la chaqueta desabrochada y el sombrero en las manos. Su rostro no mostraba un gesto tan hostil como antes, pero aún se adivinaban acusaciones silenciosas en aquellos ojos oscuros. Era tan guapo…

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Me reuní con el detective Espinoza en Urgencias y luego decidí venir a ver a tu hermana.

– Deberías estar buscando líneas de investigación para tratar de encontrar al canalla que le hizo esto -dijo Matt. Se acercó a la cama de Randi y miró a su hermana.

Kelly lo observó atentamente y se sorprendió al ver la profundidad de los sentimientos que se reflejaron en el rostro del duro vaquero, algo que jamás hubiera imaginado. Según se comentaba por la ciudad, se había convertido en un hombre muy solitario. Le pareció que en aquellos ojos se reflejaba ira y determinación, pero también culpabilidad. En cierto modo, Matt McCafferty se sentía responsable por el estado de su hermana. Tal y como Kelly había hecho minutos antes, tomó la mano de su hermana entre sus enormes dedos.

– Aguanta ahí -dijo, acariciándole suavemente el reverso de la mano con un dedo, con mucho cuidado de no tocarle la vía que se le hundía en la piel.

Kelly sintió una profunda emoción en la garganta al reconocer su dolor.

– J.R., tu hombrecito, te necesita -susurró Matt.

Entonces, algo avergonzado, miró a Kelly. Evidentemente, se sentía más cómodo herrando caballos o reparando vallas que tratando de animar a una hermana en coma, pero, al menos, lo estaba intentando. Kelly sintió que el corazón le daba un vuelco. Tal vez Matt McCafferty era mucho más de lo que parecía a primera vista y de lo que se decía de él.

– Nosotros también te necesitamos -añadió con voz ronca. Tras golpear suavemente el hombro de su hermana, se dio la vuelta.

Kelly suspiró. ¿Quién era aquel hombre y por qué reaccionaba ella ante él de aquella manera? Tenía las manos sudando y le parecía que el corazón se le había acelerado al verlo. Sólo era una locura. Imposible.

Se decidió a seguirlo al exterior.

– ¿Dónde está Espinoza? -le preguntó él cuando estuvieron fuera de la habitación.

– Probablemente haya regresado ya a la oficina. Ha terminado el otro caso que lo ha traído aquí, pero es muy consciente de que tú estás preocupado. Te llamará esta noche, pero no creo que te pueda dar más información de que la que te he dado yo.

– Maldita sea…

Se dirigieron al ascensor y entraron en su interior. Kelly trató de no prestar atención al hecho de que el pulso se le había acelerado. Inmediatamente, notó el olor a cuero y a jabón. Cuando las puertas del ascensor se cerraron y se quedaron a solas, Kelly notó que él la miraba. Ella trató de zafarse del intenso escrutinio al que la sometían aquellos acusadores ojos, pero no pudo hacerlo. Se mantuvo firme cuando él le preguntó:

– ¿Por qué estabas en la habitación de Randi?

– Para volver a centrarme. Hacía mucho que no la veía y, después de tu visita de esta tarde, pensé que debía venir a verla para ver cómo estaba. Por supuesto, he estado en contacto con el hospital, pero pensé que verla me podría aclarar algunos puntos.

– ¿Como cuáles?

– No entiendo por qué estaba en Glacier Park. ¿Adónde iba? ¿Quiénes eran sus enemigos y quiénes sus amigos? ¿Por qué despidió al capataz del rancho más o menos una semana antes de marcharse de Seattle? ¿Qué le ocurrió en su trabajo? ¿Quién es el padre de su hijo? Esa clase de preguntas.

– ¿Y has conseguido alguna respuesta?

– Estaba esperando que alguien de la familia pudiera saber alguno de estos detalles.

– Ojalá. Nadie sabe nada.

Las puertas del ascensor se abrieron. Habían llegado al vestíbulo de entrada. Kelly salió primero del ascensor.

– ¿Qué es lo que sabes sobre un libro que tu hermana estaba escribiendo?

– No estoy seguro de que ese libro exista -respondió él mientras cruzaban el vestíbulo.

– Vuestra ama de llaves, Juanita Ramírez, dijo que estaba en contacto con tu hermana antes del accidente y que Randi estaba trabajando en un libro, pero nadie parece saber más al respecto.

– Juanita ni siquiera sabía que Randi estaba embarazada. Dudo que fuera partícipe de los secretos de mi hermana -musitó Matt mientras se acercaban a las puertas de cristal de la entrada principal.

– ¿Y por qué se lo iba a inventar?

– No estoy diciendo que Juanita esté mintiendo -respondió él-. Tal vez fue Randi quien lo hizo. Lleva diciendo que va a escribir un libro desde que estaba en el instituto, pero no lo ha hecho nunca, al menos que mis hermanos o yo sepamos.

Cuando salieron al exterior, vieron que estaba nevando otra vez. Los copos caían suavemente, bailando y girando sobre sí mismos, iluminados por la potente luz de las lámparas de seguridad.

Matt se puso el sombrero. El ala oscureció aún más su rostro.

– Habla con cualquiera y, tarde o temprano, te contará el libro que va a escribir algún día. El problema es que «ese día» no llega nunca.

– Has hablado como un verdadero cínico -observó Kelly mientras se abotonaba la chaqueta. El frío del invierno de Montana se hizo sentir sobre su rostro, helándole por completo la sangre.

– Es la realidad. Si Randi hubiera estado escribiendo un libro, ¿no crees que alguno de nosotros tres lo sabría?

– Sí, igual que sabíais lo de su trabajo y lo de su embarazo -le dijo Kelly, utilizando el mismo argumento que él le había dado antes sobre Juanita.

Matt estaba a punto de bajar de la acera, pero se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Kelly.

– Está bien, está bien, pero, aunque así fuera, ¿y qué si estaba escribiendo una maldita versión de Guerra y Paz? ¿Qué tiene eso que ver con lo que le ocurrió en Glacier Park?

– Dímelo tú.

– Tú eres la policía -señaló él con la ira reflejada en los ojos-. Detective, nada menos. Este es tu trabajo.

– Y estoy intentando llevarlo a cabo.

– En ese caso, esfuérzate un poco más, ¿de acuerdo? Mi hermana está entre la vida y la muerte.

Con eso, se bajó de la acera y se dirigió a su furgoneta. Kelly se quedó allí, con la ira ardiéndole en el rostro después de que su orgullo hubiera recibido un duro golpe.

– Canalla -susurró. Se dirigió a su propio coche, un todoterreno de la policía. No sabía con quién estaba más enfadada, si con el vaquero o consigo misma por cómo había reaccionado ante él. ¿Qué demonios le ocurría? Se sentía muy nerviosa a su lado, casi no podía ni hablar y se comportaba de un modo muy poco profesional. Pero eso iba a cambiar. ¡En aquel mismo instante!

Cuando se encontró detrás del volante de su vehículo, arrancó el motor y se dirigió a su casa, que estaba al oeste de la ciudad. Llevaba viviendo en aquella casa de dos plantas desde hacía tres años, cuando por fin pudo ahorrar lo suficiente para dar la señal.

Aparcó en el garaje y subió un tramo de escaleras hasta la planta principal. Allí se quitó las botas de una patada en el pequeño lavadero y entró en la casa. Tras arrojar las llaves sobre una mesa de cristal que tenía en el recibidor, se dirigió a la cocina y se dispuso a escuchar los mensajes que tenía grabados en el contestador mientras se quitaba el abrigo.

– ¡Kelly! -exclamó la voz de su hermana. Sonaba completamente frenética. Kelly sonrió. Su hermana era tan dada al dramatismo-. Soy Karla. Esperaba poder hablar contigo. Mira, son las seis más o menos y yo sigo en la tienda, pero voy a cerrar pronto. Después iré a recoger a los niños y luego me marcharé a casa de mamá y papá. Pensaba que tal vez podrías reunirte allí conmigo… Llámame a la tienda o trata de ponerte en contacto conmigo en casa de mamá y papá.

Kelly comprobó la hora y vio que eran casi las siete y media. Como no había más mensajes, llamó a la casa de sus padres. Karla contestó casi inmediatamente.

– He recibido tu mensaje -dijo Kelly.

– ¡Genial, Kelly! Mamá acaba de sacar un delicioso asado de cerdo del horno y, por cómo huele, te aseguro que está para morirse.

Kelly sintió que el estómago comenzaba a protestarle y se dio cuenta de que no había comido desde el yogur y la magdalena que se tomó para almorzar.

– Esperábamos que pudieras reunirte con nosotros.

Miró los papeles que tenía sobre la mesa y sopesó las opciones que tenía. Quería repasar toda la información que tenía sobre Randi McCafferty, pero se imaginó que, primero, podría dedicarle un poco de tiempo a la familia.

– Está bien. Dame unos minutos para cambiarme. Estaré allí dentro de media hora.

– Que sean veinte minutos, ¿de acuerdo? Mis niños están muertos de hambre y, cuando tienen hambre, se ponen de muy mal humor.

– Eso no es cierto -replicó uno de los niños.

– Date prisa -suplicó Karla-. Están bastante inquietos.

– Estaré allí en un santiamén.

– Bien. Pon las luces y la sirena y vente a toda prisa.

– Hasta luego.

Kelly se quitó el uniforme y se puso unos vaqueros y su jersey de cuello alto favorito. A continuación, se tomó un minuto para peinarse, se puso un abrigo largo y botas y se metió en su viejo Nissan, una reliquia que le encantaba. Tenía quince años, más de doscientos cincuenta mil kilómetros, pero jamás la había dejado tirada. En un semáforo, se pintó ligeramente los labios, pero consiguió llegar a casa de sus padres en el tiempo estipulado.

– ¡Kelly! -exclamó su padre mientras empujaba su silla de ruedas al comedor donde la mesa ya estaba puesta.

Ron Dillinger, que una vez fue un hombre alto y atlético, llevaba veinticinco años postrado en aquella silla de ruedas como resultado de una bala que se le alojó en la espalda y le dañó la médula espinal. Por aquel entonces, era ayudante del sheriff.

– Me alegro de que hayas podido venir -afirmó.

– Yo también, papá -dijo ella antes de darle un beso en la frente.

– Veo que has estado muy ocupada -comentó mostrándole un periódico-. Están ocurriendo muchas cosas.

– Como siempre.

– Así es como yo lo recuerdo. Incluso en mis tiempos, nunca había suficientes hombres en el cuerpo.

– Ni mujeres.

– Por aquel entonces no había ninguna mujer -replicó Ron.

– Tal vez por eso no erais tan eficientes -bromeó Kelly. Ron la golpeó con su periódico.

A continuación, Kelly se dirigió a la cocina, donde se vio recibida por un coro de gritos de alegría de sus sobrinos, Aaron y Spencer, que no parecían relajarse nunca.

Los muchachos se lanzaron sobre ella y estuvieron a punto de tirar a su madre al suelo al hacerlo.

– ¡Tía Kelly! -gritó Aaron-. Aupa, aupa -dijo el niño, de tres años. Kelly lo tomó encantada del suelo. El pequeño llevaba un bocadillo medio aplastado en una mano y un camión de juguete en la otra. Tenía toda la cara manchada de mantequilla de cacahuete-. Has vinido.

Así es.

– Venido. Se dice «has venido» -lo corrigió Karla.

– Eres un bebé -se mofó Spencer.

– ¡No es verdad! -gritó Aaron.

– Claro que no -lo defendió Kelly mientras lo dejaba en el suelo y se preguntaba cuánta mantequilla de cacahuete tenía pegada en el jersey-. Ni tú tampoco -le dijo a su otro sobrino, que tenía un enorme hueco donde antes habían estado sus dos incisivos superiores. Spencer, un niño pecoso de ojos azules y listo como el hambre, disfrutaba burlándose de su hermano, que lo era tan sólo por parte de madre. Karla, que era dos años menor que Kelly, había estado casada en dos ocasiones, divorciada otras tantas veces y había decidido que iba a prescindir de los hombres y del matrimonio para siempre.

– Toma, tú puedes hacer el puré de patatas -le dijo Karla a Spencer, mientras tomaba una toallita húmeda y salía corriendo detrás de Aaron para limpiarle la cara.

El niño fue corriendo hacia el salón.

– ¡Yayo! -gritó Aaron, esperando que su abuelo lo protegiera de la obsesión materna por la limpieza.

– Él no te va a salvar.

Eva, la madre de Kelly y Karla, estaba terminando de preparar la cena. El aroma de la carne asada, de las hierbas y del perfume de su madre se mezclaban agradablemente en la cocina.

– Una nunca se aburre cuando estos dos andan por medio.

– Eso va lo veo.

Kelly revolvió cariñosamente el cabello de Spencer y cerró los ojos horrorizada ante el grito que se escuchó en el comedor. A continuación, se lavó las manos y se dispuso a preparar el puré de patatas. Entre el ruido de la batidora, los gritos de Aaron, el sonido del microondas, y el periquito de sus padres, Kelly apenas podía pensar.

– Yo prepararé la salsa -dijo Karla, tras arrojar la toallita a la basura.

– ¿Misión cumplida? -preguntó Kelly mirando a Aaron, que ya parecía estar más calmado. Tenía el rostro completamente limpio, aunque algo rojo.

– Sí, y va a durar un tiempo récord de cinco minutos. Eso si tenemos suerte.

La madre de Kelly soltó una carcajada. Era una mujer menuda, con rizos pelirrojos y una piel de porcelana. Adoraba a sus dos hijos como si fueran regalos de Dios, lo que en realidad era verdad. Era una pena que los niños tuvieran a unos canallas como padres. Seth Kramer y Franklin Anderson eran tan distintos como el día y la noche. Su único rasgo en común era que no eran capaces de hacerse cargo de sus responsabilidades como padres.

– ¿Estamos ya más o menos listos? -preguntó Karla.

Kelly apagó la batidora.

– Creo que sí.

Tardaron otros cinco minutos en llevar todo al comedor, encontrar la trona de Aaron, sentar a los dos niños a la mesa y servir, pero muy pronto Kelly se encontró saboreando un suculento plato de carne asada de cerdo con verduras. Poco a poco, consiguió relajarse. La tensión le iba desapareciendo de los hombros mientras comían y charlaban, tal y como había ocurrido en su infancia, a pesar de que había dos comensales más a la mesa.

– Bueno, ¿qué es todo eso con los McCafferty? -le preguntó su padre-. He leído en los periódicos que se sospecha que haya podido haber algo sucio en ese asunto.

– ¿Acaso no es así siempre? -replicó Kelly.

– Con esa familia, desde luego que sí -apostilló Eva.

– Sí. Efectivamente, son de poco fiar. De eso no hay ninguna duda.

– Amén -comentó Karla, mientras cortaba minúsculos trocitos de carne para su hijo pequeño.

Kelly no realizó comentario alguno. Durante años, el apellido McCafferty había sido equivalente al de Belcebú o Lucifer en el hogar de los Dillinger. Vio que su madre suspiraba suavemente mientras se servía un poco de salsa sobre el puré de patatas.

– Supongo que ahora todo es agua pasada -dijo ella suavemente, pero el dolor de la vieja traición aún resultaba evidente en las líneas de expresión de su rostro.

Ron frunció el ceño.

– Tal vez sí, pero eso no significa que yo tenga que sentir simpatía alguna por ellos.

– John Randall está ya muerto.

– Y espero que se pudra en su tumba.

– ¡Papá! -exclamó Karla, y señaló a sus hijos con la mirada.

– Eso es lo que siento. No hay razón alguna para suavizarlo. A ese hijo de perra no le importaba nadie más que los suyos. No le importó todos los años que tu madre se pasó trabajando para él, dejando pasar otros buenos empleos. La dejó sin trabajo cuando las cosas se pusieron difíciles. ¿Y qué pasó con su pensión? Nada. Eso fue lo que pasó. No hubo pensión alguna. Malas inversiones o borracheras de tal calibre que…

– ¡Papá! -insistió Karla.

– Karla tiene razón. No sirve de nada hablar de estas cosas delante de los niños -afirmó Eva-. Ahora, si alguien me puede pasar la pimienta…

Se dejó de hablar del tema al menos durante la duración de la comida. Su padre incluso volvió a sonreír cuando probó el pastel de merengue que su esposa había preparado.

Después de recoger los platos y cargar el lavavajillas, Ron desafió a los niños a un juego de damas sobre una pequeña mesa que había cerca del fuego. Aaron se subió al regazo de su abuelo y los dos jugaron juntos contra Spencer.

– A los dos les vendría muy bien la figura de un padre -comentó Karla al ver a sus hijos con el abuelo-. Desgraciadamente, lo único que tienen es a papá.

– Los dos tienen padres -le recordó Kelly.

Karla hizo un gesto de impaciencia con sus ojos verdes.

– Venga ya… Lo que tienen es dos tipos que han donado su esperma. Nada más. Madre mía, ¡qué mal elijo a los hombres! Algunas personas tienen problemas para realizar deportes. Yo los tengo para el amor.

– Tú y el resto de las mujeres de este planeta.

– No estoy bromeando. Yo me doy cuenta cuando otra persona está a punto de cometer un error, pero parece que estoy ciega en lo que se refiere a mi elección de hombres.

– O que los miras con buenos ojos.

– Sí, eso también. Tú nunca te arriesgas, Kelly. Es decir, con el amor. En tu carrera sí lo haces.

– Tal vez he estado demasiado ocupada.

– O tal vez simplemente eres más inteligente que yo -comentó Karla con un suspiro-. No te veo cometiendo los mismos errores que yo.

– Te olvidas de que tengo mi profesión. Soy policía -comentó Kelly mientras tomaba su abrigo.

– Y yo también. No me irás a decir que ser esteticista y tener tu propia tienda no cuenta.

– Ni siquiera me atrevería a sugerirlo -comentó Kelly, riendo.

– Bueno, volvamos a ti. ¿Cuándo te vas a olvidar de tu placa el tiempo suficiente para poder enamorarte?

– En cuanto tú dejes a un lado los rulos de la permanente, el champú y las horquillas.

– Qué graciosa.

– Eso me parecía -afirmó Kelly mientras terminaba de ponerse el abrigo.

– Creo que a las dos nos vendría muy bien que Randi McCafferty nos diera consejo. ¿Sabes que escribía una columna para personas solteras? -le preguntó Karla-. Por supuesto que lo sabes… ¿en qué estaba yo pensando? Llevas semanas trabajando en ese caso -añadió. Tomó también los abrigos de sus hijos y se dirigió a la puerta del salón-. Vamos, niños. Ha llegado la hora de marcharse -dijo. Los dos niños protestaron. Karla volvió a dirigirse a su hermana-. Sólo estaba bromeando sobre la columna de Randi McCafferty. Te aseguro que la última persona de la que aceptaría un consejo sería un McCafferty.

– Tal vez no sean todos tan malos como creemos -dijo Kelly mientras se sacaba las llaves del coche del bolsillo.

– ¿No? ¿Significa eso que ahora les están saliendo alas y halos? -replicó Karla-. No lo creo.

Se escuchó un gritó de júbilo en el salón, que significaba que Spencer había ganado a Aaron y a su abuelo. Aaron se echó a llorar, pero por el brillo que había en los ojos de Ron Dillinger, Kelly estuvo segura de que él había dejado que ganara su nieto mayor.

– Vamos, chicos. Ya ha llegado la hora de marcharse -insistió Karla-. Sacarlos de aquí es como extraer un diente.

– ¡No! -gritaba Aaron. Se negaba a moverse del regazo de su abuelo. Por su parte. Spencer se negaba a hacer caso a su madre, fuera lo que fuera lo que ésta hiciera.

Al final, tras una gran pelea, Karla consiguió poner los abrigos, los gorros y los guantes a sus dos hijos.

– Ahora, niños, tenéis que portaros bien -dijo Eva saliendo de la cocina. Le dio un beso a cada uno de los niños y una minúscula chocolatina.

– ¡Seré bueno! -prometió Aaron mientras trataba de quitarse los guantes para comerse el chocolate.

– ¡Mamá! -protestó Karla.

– Es que no puedo evitarlo…

– Venga, ya está -dijo Kelly. Desenvolvió la chocolatina y la metió en la boca de Aaron.

– Es como uno de esos pollitos que se ven en los documentales -comentó Karla, muerta de risa-. ¿Verdad que sí, polluelo?

Aaron sonrió. El chocolate empezó a caérsele por la barbilla.

– Tengo que marcharme de aquí. Vamos, Spencer -dijo Karla mientras sacaba a sus dos hijos por la puerta y dejaba que Kelly se despidiera de sus padres.

– ¿A ti te va todo bien? -le preguntó a Kelly su padre, con los ojos llenos de preocupación mientras se acercaba a la puerta de la calle en su silla de ruedas.

– No podrían irme mejor.

– Los chicos de la comisaría no te estarán dando problemas, ¿verdad?

– Nada que no me merezca, papá. No estamos en los años cuarenta, ¿sabes? Hoy en día hay miles de policías femeninas.

– Lo sé, lo sé, pero es que no me parece un trabajo apropiado para una mujer. No te ofendas.

– No me ofendo, papá, en absoluto. Simplemente acabas de denigrar a todas las mujeres policía que conozco, pero ¿ofenderme yo? Claro que no.

– Está bien, está bien. Ya me has dicho lo que piensas -dijo Ron riendo-. Simplemente, no dejes que nadie te lo haga pasar mal. Ni ninguno de los muchachos con los que trabajas ni, por supuesto, ninguno de los McCafferty.

– ¿Es imposible olvidarse de ellos? -preguntó Eva.

– Imposible -replicó Ron. Con eso, se dio la vuelta y regresó al salón. Entonces, volvió con una copia del Grand Hope Gazette y lo dobló para poder enseñarles mejor un artículo que había en la tercera página, en el que se hablaba del accidente de aviación sufrido por Thorne McCafferty-. Y esto es después de que hayan pasado un par de semanas -añadió. Entonces, releyó rápidamente el artículo e hizo un resumen del mismo-. Parece que hay dudas sobre si hay algo sucio en este asunto. El periodista que firma el artículo parece creer que el accidente de avión de Thorne y el de coche de la hermana podrían estar relacionados. Bah. A mí me parece una coincidencia -concluyó. Entonces, miró a Kelly. Evidentemente, le estaba pidiendo su opinión.

– No puedo hablar libremente del caso.

– Corta el rollo, Kelly. Somos familia.

– Y yo te contaré algo cuando tenga que hacerlo, ¿de acuerdo? Ahora, tengo que marcharme. Me llama el deber.

Les dio un beso a sus padres en la mejilla y se dirigió rápidamente a su coche. La nieve había dejado de caer, pero el cielo estaba completamente nublado y no se veía ni una sola estrella en el cielo. Hacía mucho frío y tenía el parabrisas congelado, pero el coche arrancó a la primera. Se alejó de la casa de sus padres con un sentimiento de nostalgia. Sus progenitores estaban envejeciendo, más rápidamente que nunca a medida que pasaban los días.

Su padre jamás había recuperado su fortaleza después del disparo que le arruinó su trayectoria profesional y lo dejó tullido de por vida. Su madre, muy fuerte, se había hecho cargo de un marido convaleciente y dos niñas pequeñas. Había empezado a trabajar para John Randall McCafferty como secretaria para poder llegar a final de mes. John Randall le había prometido subidas de sueldo, ascensos, pagas extra y un plan de pensiones, pero su buena suerte cambió después de su divorcio. Lo perdió todo menos el rancho. Eva perdió su trabajo y descubrió que todas las promesas que John Randall le había hecho habían sido mentiras. John Randall había invertido todo lo que le pertenecía a ella en pozos petrolíferos que se habían secado, en minas de plata que jamás habían producido nada y en empresas que habían tenido que cerrar sus puertas al poco tiempo de abrir.

Se habló de demandarlo, pero Eva no pudo encontrar ningún abogado en la ciudad que estuviera dispuesto a enfrentarse a un hombre que había sido uno de los políticos de la zona, muy influyente y que aún tenía vínculos con jueces, con el alcalde e incluso con un par de senadores.

– No sigas pensando en ello -se dijo Kelly.

Atravesó la ciudad en la que había crecido y se dirigió a su casa. Con el mando a distancia, abrió la puerta de su garaje.

Aunque su familia no había tenido nunca mucho dinero, había crecido con seguridad y amor por parte de sus padres. Eso era, probablemente, mucho más de los que ninguno de los hijos de McCafferty podía decir. Subió las escaleras para ir a su dormitorio en el piso superior, se puso el pijama y una bata y se preparó una taza de café descafeinado, que se tomó sentada en la mesa de la cocina mientras examinaba sus notas sobre el caso de Randi McCafferty y de su hermano Thorne.

Había tantas preguntas sobre la hija de John Randall, preguntas que nadie parecía capaz de responder. Kelly había entrevistado a todos los hermanos, a todos los que trabajaban en el rancho y a todos los amigos que Randi tenía en la zona. Mientras tanto, se había mantenido en contacto con la policía de Seattle, que se había preocupado de hacer lo mismo allí, en la ciudad en la que Randi vivía y trabajaba. No era el procedimiento habitual, pero aquel caso era diferente por estar Randi embarazada, haber dado a luz y estar en coma mientras sus hermanos se empeñaban en que alguien la había echado de la carretera.

Sin embargo, hasta que Randi McCafferty saliera del coma, el misterio que la envolvía permanecería sin resolverse.

Mientras observaba las notas, Kelly decidió que había dos preguntas que resultaban más llamativas que el resto. La primera era quién era el padre del hijo de Randi y la segunda si Randi estaba escribiendo un libro y, si era así, de qué trataba.

De repente, empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza. Se terminó su café y se reclinó en la silla. Recordó a Matt McCafferty, tal y como lo había visto en su despacho y en el hospital. Rasgos masculinos, ojos oscuros, mandíbula muy cuadrada, cuerpo duro y habituado al trabajo físico. Había entrado en la comisaría como si se fuera a comer a alguien, pero había algo más en él, sentimientos más profundos de los que ella había sido testigo mientras Matt estaba junto a la cama de su hermana en el hospital. Sentimientos que él había tratado de ocultar. Culpabilidad. Preocupación. Miedo.

Sí. Decidió que, efectivamente, había mucho más en lo que se refería a Matt McCafferty de lo que parecía a primera vista.

Se estiró y bostezó. Entonces, se levantó y se dirigía a su dormitorio cuando el teléfono comenzó a sonar. Contestó la llamada en la extensión que tenía en su mesilla de noche y miró al reloj. Eran las once cuarenta y siete.

– ¿Sí? -preguntó, segura de que iba a ser una emergencia.

La voz de Espinoza resonó al otro lado de la línea telefónica.

– Tenemos un problema. Reúnete conmigo en el hospital de St. James inmediatamente.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Se trata de Randi McCafferty. Alguien ha intentado asesinarla.

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