Uno

En el mes de noviembre

Ella lo había conocido antes. Lo había visto en muchas ocasiones. Pero eso no significaba que tuviera que sentir simpatía hacia él. Ni hablar.

En lo que se refería a la detective Kelly Dillinger, Matt McCafferty sólo podía significar malas noticias. Estaba, sencilla y llanamente, cortado del mismo patrón parcial, mojigato y egoísta que el resto de sus hermanos y que el canalla de su padre.

Sin embargo, eso no significaba que no fuera guapo. Si a una le gustaban los vaqueros rudos, Matt McCafferty era el más indicado. Su duro atractivo era legendario en Grand Hope. Él y sus hermanos habían sido considerados los mejores partidos del condado durante años, pero Kelly se enorgullecía de ser diferente de la mayoría de las mujeres que sentían deseos de desmayarse cada vez que escuchaban el apellido McCafferty.

Eran guapos.

Eran muy sexys.

Tenían mucho dinero.

¿Y qué?

Por aquellos días, la reputación de los tres hermanos se había visto ensombrecida un poco. La fama les había pasado factura y se rumoreaba que el mayor de todos, Thorne, estaba perdiendo su estatus de soltero de oro y se iba a casar con la doctora de la ciudad.

No se podía decir lo mismo del segundo hermano, Matt. Parecía que iba a tener que ocuparse de él en aquel mismo instante.

Estaba abriendo la puerta de la oficina del departamento del sheriff en Grand Hope con uno de sus anchos hombros. Con él, entró en el despacho una oleada de aire gélido y copos de nieve que se deshicieron inmediatamente en el momento en el que afrontaron la cálida temperatura que proporcionaba la humeante cadera que se ocultaba en algún lugar del sótano del antiguo edificio de ladrillos.

Matt McCafferty. Genial. Simplemente… genial. Kelly ya tenía un fuerte dolor de cabeza y estaba hasta arriba de papeleo, una gran parte del cual estaba relacionado con el caso de los McCafferty. En realidad, era más apropiado decir casos, en plural, de los McCafferty. Desgraciadamente, tampoco podía ignorarlo. Miró a través del cristal que delimitaba su despacho y lo vio avanzar a través de la oficina, casi sin detenerse en la pequeña valla que separaba la zona de recepción de la de oficinas. Pasó por delante de la recepcionista en medio de una oleada de furia.

Kelly sentía una profunda antipatía hacia él. Había fuego en los ojos castaños de McCafferty e ira reflejada en su rostro. Sí. Efectivamente, estaba cortado por el mismo patrón que los otros. Se puso de pie y abrió la puerta de su despacho justo al mismo tiempo que él se disponía a aporrear la madera de roble.

– Señor McCafferty -dijo, fingiendo una sonrisa-. Es un placer volver a verlo.

– Déjese de tonterías -replicó él sin preámbulo alguno.

– Bien -repuso ella. Por lo menos, iba directo al grano-. ¿Por qué no entra usted y…? -sugirió, pero él ya había cruzado el umbral de la puerta. Estaba en el interior del pequeño despacho de cristal, recorriendo como un animal enjaulado la pequeña distancia que había entre una pared y otra.

Stella Gamble, la regordeta y nerviosa recepcionista, había abandonado su puesto y se había dirigido a la puerta del despacho de Kelly. La brillante laca de uñas que llevaba puesta reflejaba la luz de las lámparas fluorescentes.

– He tratado de detenerlo, de verdad -dijo, sacudiendo la cabeza. Los rizos rubios que enmarcaban su rostro le acariciaban suavemente las sonrojadas mejillas-, pero no me ha escuchado ni siquiera.

– Un rasgo familiar.

– Lo siento.

– No importa, Stella. Tranquila. De todos modos, necesitaba hablar con uno de los hermanos McCafferty -le aseguró Kelly, aunque estaba exagerando un poco la verdad. No tenía pensada ninguna conversación con Thorne, Slade ni mucho menos Matt, sobre todo cuando Nathaniel Biggs estaba llamando cada dos horas, completamente seguro de que alguien le había robado su mejor toro la noche anterior. Perry Carmichael la había informado de una extraña luz sobre los robles que había detrás de su cobertizo de la maquinaria y Dora Haines había vuelto a desaparecer y probablemente se encontraba vagando por las colinas con aquellas frías temperaturas bajo cero y un nuevo frente que amenazaba con llegar al atardecer. No era que el caso de los McCafferty no fuera importante, simplemente no era el único en el que ella estaba trabajando-. No te preocupes, Stella. Yo hablaré con el señor McCafferty.

– Nadie debería pasar de largo por delante de mí -se quejó la recepcionista.

– Tienes razón. No deberían -dijo Kelly mirando con desaprobación al recién llegado-, pero, como te he dicho, tenía que hablar con el señor McCafferty de todos modos. Además, no creo que sea peligroso.

– Yo no estaría tan seguro -replicó McCafferty. Estaba de pie delante de uno de los archivos y parecía capaz de echar fuego por la boca.

En aquel momento, el teléfono comenzó a sonar en el escritorio de Stella.

– Yo me ocuparé de esto -dijo Kelly mientras Stella regresaba rápidamente a recepción para colocarse sus cascos.

Kelly cerró la puerta y echó las cortinas para procurar la necesaria intimidad.

– Siéntese -lo invitó mientras retiraba las carpetas que se acumulaban en la única silla disponible para las visitas.

Él no se movió, pero no dejó de mirarla mientras Kelly rodeaba la mesa para ir a tomar asiento detrás del antiguo escritorio de roble.

– Estoy cansado ya de que nos andemos por las ramas -dijo, casi sin mover la boca.

– ¿Por las ramas?

– Sí -respondió él. Entonces, colocó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia ella-. Quiero respuestas, maldita sea. Mi hermana lleva en coma más de un mes a causa de un accidente que, en mi opinión, fue provocado por otro coche que sacó el Jeep de ella de la carretera, y ustedes no están haciendo nada para descubrir qué fue lo que ocurrió. ¡Alguien trató de asesinarla ese día y no va a parar hasta que termine el trabajo!

– Sólo son especulaciones -le recordó Kelly sintiendo que iba perdiendo poco a poco la paciencia. Existía la posibilidad de que a Randi McCafferty la hubieran echado de la carretera en Glacier Park, pero, sin testigos, resultaba difícil afirmarlo. No obstante, el departamento del sheriff estaba considerando todas las posibilidades-. Estamos tratando de localizar al otro vehículo, si es que hay otro implicado. Hasta ahora, no lo hemos encontrado.

– Pero si hace más de un mes, por el amor de Dios -dijo él mientras Kelly lo observaba desde el otro lado del escritorio, comprobando cómo se le reflejaba en el rostro una batería de sentimientos. Ira. Determinación. Frustración. Y algo más… miedo. Esto último no era una actitud que ella hubiera relacionado con ninguno de los McCafferty. Los tres hermanos, como el padre, siempre le habían parecido intrépidos y carentes por completo de temor alguno-. Además, han pasado más de dos semanas desde que se estrelló el avión de Thorne. ¿De verdad también cree usted que eso fue un accidente?

– Es posible. Lo estamos investigando.

– Bien, pues espero que investigue un poco más -le espetó él. Aquel hombre estaba empezando a afectarla. Una vez más. Sabía bien cómo irritarla. Era como una especie de cardo que se le hubiera metido a un caballo entre la silla y la piel. Matt se irguió y se quitó el sombrero de la cabeza. Entonces, se mesó un cabello casi negro y algo ondulado-, antes de que muera alguien.

– Los federales están trabajando también en el accidente de avión.

– Pues eso no parece estar ayudando en lo más mínimo.

– Le aseguro que estamos haciendo todo lo que podemos para…

– No es suficiente -la interrumpió él. El fuego le brillaba en los ojos-. ¿Está usted a cargo de esta investigación, detective? -le preguntó observando atentamente la placa que ella llevaba con tanto orgullo. Apretaba con fuerza el ala de su sombrero Stetson, con tanta fuerza que tenía los nudillos blanquecinos.

Kelly trató de contenerse y de echar mano de su paciencia.

– Creo que ya hemos hablado antes de esto. El caso se ha asignado al detective Espinoza. Yo estoy colaborando con él, dado que fui la primera en llegar a la escena del accidente de su hermana.

– En ese caso, estoy perdiendo el tiempo con usted.

Eso le dolió. Kelly tuvo que apretar los dientes. Se puso de pie.

– Dígale a Espinoza que quiero hablar con él.

– Él no está aquí en estos momentos.

– Esperaré.

– Podría tardar un buen rato.

Matt McCafferty parecía a punto de explotar. Dejó el sombrero sobre la silla y volvió a inclinarse de nuevo sobre el escritorio. Entonces, acercó el rostro tanto al de ella que las narices de ambos estuvieron a punto de tocarse. El aire pareció restallar. El olor a ante húmedo, a caballos y a pinos inundó los sentidos de Kelly. La nieve se le había deshecho sobre los hombros de la chaqueta de piel de oveja y tenía algo de humedad también en el rostro.

– Detective, tiene que entender que se trata de mi familia -susurró, lo que tuvo más impacto que si él hubiera gritado-. De mi familia. Tal y como yo lo veo, mi hermana estuvo a punto de ser asesinada. Además, por aquel entonces estaba embarazada de nueve meses.

– Lo sé.

– ¿De verdad? ¿Se imagina por lo que tuvo que pasar? Se puso de parto cuando el Jeep volcó sobre la ladera y chocó. Tuvo suerte de alguien pasara por allí y llamara a Urgencias. Entre los de la ambulancia y los médicos del hospital de St. James, y mucha ayuda de Dios, consiguió salir adelante.

– Y el bebé sobrevivió -afirmó ella. Recordaba perfectamente lo que les ocurrió a la madre y al hijo.

Resultaba evidente que no iba a ser tan fácil disuadir a Matt. No cejó ni por un instante en su empeño.

– Después de un brote de meningitis.

Kelly agarró con fuerza un bolígrafo que encontró encima de la mesa.

– Comprendo que todo esto es…

– Afortunadamente, el pequeño J.R. es un McCafferty. Es duro y ha podido salir adelante.

– Por lo tanto, está bien -concluyó ella, tratando de mantener los sentimientos alejados de la conversación, algo que, por supuesto, resultaba imposible.

– ¿Bien? -repitió él-. Supongo que sí, a excepción de que necesita a su madre, que sigue aún en coma tumbada en la cama de un hospital -añadió. Durante un breve instante, Matt McCafferty pareció estar genuinamente preocupado por su sobrino. Los ojos marrones se le habían oscurecido por la preocupación. Eso emocionó a Kelly, aunque se negó a demostrarlo. Por supuesto que él estaba preocupado por el niño. Los McCafferty siempre se preocupaban por los suyos, hasta el punto de olvidarse de todos los demás-. Y eso no es todo, detective -añadió.

– Estoy segura de ello -murmuró Kelly, y Matt frunció el ceño ante aquel tono de voz tan condescendiente.

– Es un milagro que Thorne haya sobrevivido al accidente de su avión y que terminara sólo con unos cuantos cortes y hematomas y una pierna rota.

Amén. Thorne era el mayor de los McCafferty, un magnate del petróleo. Había estado pilotando el avión privado de la empresa de regreso a Grand Hope cuando el mal tiempo lo derribó.

– Tal y como yo lo veo, o los McCafferty están teniendo una racha de muy mala suerte o alguien va a por nosotros.

– Randi estaba conduciendo y se encontró con hielo en la carretera. Su hermano estaba volando solo cuando atravesó una tormenta de nieve. ¿Mala suerte o mal juicio en ambos casos?

– O, como he dicho yo, un asesino en potencia anda suelto.

– ¿Quién? -preguntó ella mirándolo a los ojos. No se echó atrás ni un solo centímetro, a pesar de que estaba empezando a sudar. El despacho, tan pequeño, lo parecía aún más que de costumbre con la presencia de Matt McCafferty.

– Eso era lo que esperaba que usted me dijera.

Estaba cerca de ella… Demasiado cerca… Dios. El escritorio que los separaba parecía una barrera muy pequeña.

– Créame, señor McCafferty.

– Matt. Llámame Matt. Hay demasiados McCafferty para llamarnos a todos por el apellido. Además, me da la sensación de que los dos vamos a trabajar muy unidos en este caso. Tengo la intención de pegarme a ti como si fuera pegamento hasta que descubras quién diablos está detrás de esto. Por lo tanto, es mejor que nos dejemos de formalidades.

La idea de trabajar unida a alguien apellidado McCafferty se le atragantaba por completo a Kelly, en especial con aquel vaquero tan guapo y tan seguro de sí mismo y que, además, parecía ser el más irritante de todos. Desgraciadamente, no parecía que tuviera mucho que decir en el asunto.

– Muy bien, Matt. Como te estaba diciendo, nos estamos esforzando todo lo que podemos en averiguar la verdad de lo ocurrido en esos dos accidentes. Todo el departamento está arrimando el hombro para descubrir qué fue lo que ocurrió.

– Pero no demasiado rápido -gruñó él.

– Y ninguno de nosotros, en especial yo -continuó ella, señalándose el pecho-, necesita que estés mirando constantemente por encima del hombro -concluyó. Entonces, arrojó el bolígrafo a la taza que tenía sobre la mesa-. ¿Acaso no contrataste tu propio detective privado?

Matt apretó los labios durante un instante.

– ¿No se trata de un hombre llamado Kurt Striker? -insistió ella cruzándose de brazos.

– Sí -admitió él-. Me pareció que necesitábamos más ayuda.

– ¿Y qué tiene él que decir?

– Le parece que hay juego sucio -respondió McCafferty mirando fijamente a Kelly, como si no pudiera decidir de qué iba ella. Mala suerte. Estaba acostumbrada a que los hombres desconfiaran de ella como detective sólo porque era una mujer y eso era precisamente lo que le parecía que ocurría con Matt. Era una verdadera pena. Kelly no iba a dejar que la acosara o la intimidara nadie, ni siquiera uno de los poderosos y ricos McCafferty. El padre de Matt, John Randall, había sido uno de los hombres más ricos, poderosos e influyentes del condado, y sus descendientes creían que aún ocurría lo mismo con ellos. Pero no sería así en aquel despacho.

– ¿Tiene Striker alguna prueba de que pueda haber alguien detrás de esos accidentes?

Matt no contestó.

– Ya me lo parecía. Eso es todo. Ahora, escúchame. Tengo que trabajar y no me gusta que entres aquí y me empieces a exigir cosas y a…

– Striker dice que hay algo de pintura en la carrocería del coche de Randi. Rojo oscuro. Podría ser que fuera del otro coche cuando trataron de empujarla de la carretera.

– Si la empujaron -le recordó Kelly-. Podría ser de un roce con otro vehículo en el aparcamiento de su casa de Seattle. Eso no lo sabemos. Además, nosotros ya sabíamos lo de la pintura, por lo que no tienes que venir aquí e insinuar que este departamento es poco eficaz o muy incompetente. Simplemente estamos siendo cuidadosos. ¿Entendido?

– Escucha…

– No. Ahora me vas a escuchar tú a mí, ¿de acuerdo? -replicó ella. Había llegado al límite de su paciencia. Rodeó el escritorio y se puso cara a cara con él-. Estamos haciendo todo lo que está en nuestro poder para tratar de averiguar lo que le ocurrió a tu hermana y a tu hermano. ¡Todo! No nos tomamos ninguno de los dos sucesos a la ligera, créeme. Sin embargo, tampoco nos vamos a apresurar a la hora de sacar conclusiones. Podría ser que el Jeep de tu hermana se encontrara con una placa de hielo. Es posible que perdiera el control del vehículo, que se saliera de la carretera y que terminara en el hospital en un coma.

»En cuanto a lo de tu hermano, se arriesgó mucho cuando decidió volar en unas condiciones meteorológicas tan malas. Los motores fallaron. Determinaremos por qué. Aún no hemos descartado un sabotaje. Simplemente nos andamos con cuidado. Este departamento no se puede permitir acusaciones en falso o dar algo por sentado sin comprobarlo.

– Y mientras tanto, alguien podría estar tratando de asesinar a mi familia.

– ¿Quién? -le preguntó ella mientras rodeaba de nuevo el escritorio y se sentaba en su silla de trabajo. Volvió a tomar el bolígrafo y sacó un cuaderno para apuntar-. Dame una lista de sospechosos, alguien que conozcas que podría tener algo en contra de los McCafferty.

– Hay docenas de nombres -replicó él entornando de nuevo los ojos.

– Nombres, McCafferty. Quiero nombres.

– Tú deberías conocer unos cuantos -dijo él.

– No te andes por las ramas.

– Muy bien. Empecemos por tu familia -espetó él.

Kelly se tensó.

– Ningún miembro de mi familia tiene problema alguno con tu hermano o con tu hermanastra -replicó ella mirándolo fijamente a los ojos.

– Sólo con mi padre.

– Muchas personas tenían problemas con él, pero ya no. Y te aseguro que en mi familia no hay asesinos en potencia, ¿de acuerdo? Por lo tanto, te ruego que ni siquiera entremos en ese terreno -dijo. Prácticamente escupió las palabras, pero no cedió a la ira que amenazaba con apoderársele de la lengua. ¿Cómo se había atrevido a decir eso?-. Ahora… ¿Quién podría querer hacerle daño a tu hermana Randi y a tu hermano Thorne? -insistió, aplicando la punta del bolígrafo al papel.

Matt pareció deshacerse de una parte de su ira.

– No lo sé -admitió-. Estoy seguro de que Thorne se ha granjeado bastantes enemigos. Uno no consigue ser millonario sin despertar envidias.

– ¿Envidias lo suficientemente fuertes como para tratar de matarlo? -preguntó Kelly.

– Maldita sea, espero que no, pero… -susurró. Cerró los ojos durante un instante-. No lo sé.

Eso, al menos, sonaba sincero.

– Trabaja en Denver, ¿no?

– Trabajaba. Las oficinas centrales de su empresa se encuentran allí.

– Ha decidido volver aquí para casarse -dijo Kelly. Matt asintió. Ella no pudo evitar fijarse en el modo en el que le brillaba el cabello bajo la potente luz de los fluorescentes. El se desabrochó la chaqueta, dejando al descubierto una camisa de franela y un amplio torso. Un vello oscuro le asomaba por la abertura de la camisa. Kelly apartó los ojos y se reprendió mentalmente por fijarse en él como hombre. Entonces, tomó algunas notas sobre Thorne.

– Sí. Se va a casar con Nicole Stevenson -afirmó Matt, con una medio sonrisa que resultaba increíblemente irritante y sexy a la vez.

Kelly comprendió. Thorne, como sus hermanos, había sido un soltero empedernido. Junto con Matt y Slade, el más joven de los tres hermanos, había hecho profunda mella entre las chicas de la ciudad. Ricos, guapos e inteligentes hasta el punto de resultar arrogantes, los tres hermanos habían empezado a ser considerados muy pronto como los solteros de oro del condado y, en consecuencia, habían roto bastantes corazones. Matt, en particular, se había ganado a pulso la reputación de verdadero seductor.

Sin embargo, en aquellos momentos parecía que el primero de los invencibles y alérgicos al matrimonio había caído en las redes de una mujer. La futura esposa era una doctora de urgencias en el hospital local, una madre soltera con dos hijas gemelas.

– Bien. ¿Y tu hermana? -le preguntó ella, tratando de centrarse en el asunto que tenían entre manos-. ¿Tiene algún enemigo conocido?

– No lo sé -admitió Matt. Se sentía bastante molesto. Desde el accidente, los de la oficina del sheriff llevaban metiendo la nariz en la vida de su hermana-. Podría ser. Escribía una columna para el Seattle Clarion.

– ¿Consejos para personas con el corazón roto?

– Algo más que eso. Consejos más generales y muy serios para solteros. Su columna se llama…

Solos. Lo sé. Tengo copias -dijo Kelly-. No obstante, la mayoría de los consejos que daba eran sobre la vida amorosa de una persona soltera.

– Irónico, ¿verdad? Ella daba todos esos consejos en una columna que aparecía también en otros periódicos y, sin embargo, termina embarazada y casi muere al volante de su coche sin que se sepa siquiera quién es el nombre del padre de ese niño.

– Yo diría que, más que irónico, es muy raro -dijo ella. Apretó el botón que sacaba la punta del bolígrafo varias veces, muy rápidamente. Entonces, le indicó la silla que había vacía al otro lado del escritorio-. ¿Por qué no te sientas?

Matt miró la silla justo en el momento en el que empezó a sonar el teléfono.

– Perdona -se excusó ella. Tomó el auricular-. Dillinger.

– Siento molestarte, pero tienes a Bob en la otra línea -dijo Stella. Aún parecía nerviosa por no haber podido impedir el paso a Matt McCafferty.

– Hablaré con él -anunció ella. Levantó una mano hacia Matt al escuchar la voz de Roberto Espinoza al otro lado de la línea telefónica. Estaba en la granja Haines y le explicó que habían encontrado a Dora con su gato en brazos mientras avanzaba por la nieve con bata y zapatillas siguiendo un sendero que atravesaba el bosque hasta llegar a una empinada ladera donde, de niña, su padre solía llevarla a montar en trineo.

– Un caso muy triste -dijo Bob.

A continuación, el detective le explicó que Dora iba de camino al hospital de St. James. A los médicos les preocupaba la hipotermia, los síntomas de congelación y la senilidad.

– Voy a ir al hospital ahora. Iré a la oficina cuando termine aquí -añadió Bob.

– Aquí estaré -afirmó Kelly. Entonces, miró a Matt McCafferty-. Cuando tengas un minuto, tal vez quieras hablar con Matt McCafferty. Está aquí ahora -añadió. Entonces, pasó a explicarle la preocupación de Matt y los motivos de su visita.

– Es un hijo de perra arrogante -susurró Espinoza-. Como si no estuviéramos haciendo ya todo lo humanamente posible. Dile que se tranquilice un poquito. Lo veré en cuanto haya terminado de dictar un informe sobre Dora.

– Lo haré -respondió Kelly. Colgó el teléfono y le dio el mensaje a Matt-. Te verá en cuanto pueda. Mientras tanto, tienes que tratar de tranquilizarte.

– Y un cuerno. Llevo tranquilo demasiado tiempo y no he conseguido nada.

Kelly no respondió. En lo que a ella se refería, la reunión había terminado. Se puso de pie y tomó su sombrero y su chaqueta. Entonces, abrió las persianas.

– Tengo trabajo que hacer, McCafferty. El detective Espinoza ha dicho que te llamará y te prometo que lo hará -afirmó. Con eso, abrió la puerta y, en silencio, lo invitó a marcharse-. ¿Entendido?

– Si eso es todo lo que puedes hacer…

– Lo es.

Matt se caló el sombrero y miró a Kelly de un modo que le indicaba claramente que aquélla no iba a ser la última vez que lo viera. Con eso, se marchó del despacho, pasó por delante de Stella y se fue. Por lo que Kelly pudo verle por debajo de la chaqueta, los vaqueros que llevaba puestos habían visto tiempos mejores. No se molestó en ponerse guantes ni en abrocharse la chaqueta. Seguramente estaba bastante caldeado por la ira que Kelly y Espinoza habían despertado en él.

Cuando abrió la puerta, una vez más, una bocanada de aire tan frío como si viniera del Polo Norte inundó la sala. Con eso, se marchó. La puerta volvió a cerrarse detrás de él.

– Tanta paz lleves como descanso dejas -musitó Kelly. Se sentía bastante irritada por haberlo encontrado tan atractivo. Además, notó que Stella se había olvidado de contestar el teléfono o de trabajar en el ordenador sólo para no poderse detalle alguno de su salida.

Mientras se cuadraba el sombrero y se ponía la chaqueta de su uniforme, Kelly pensó que, efectivamente, aquel hombre significaba malas noticias.

Загрузка...