Seis

– Simplemente no sé por qué no tienen a un hombre a cargo de la investigación -gruñó Matt mientras se sentaba a la mesa con una taza de café entre las manos dos días después.

Sólo faltaban unas pocas jornadas para el día de Acción de Gracias. Juanita, Nicole y Jenny, la canguro, habían estado muy ocupadas preparando una gran reunión a la que estarían invitados amigos y parientes. Habían decorado la casa muy profusamente para la ocasión.

El estado de Randi se había estabilizado, pero no había mejorado mucho. El pequeño J.R. se iba haciendo más grande por segundos y Mike Kavanaugh había vuelto a llamar para tratar de presionar a Matt para que le vendiera el rancho que éste poseía.

Además de todo esto, él no dormía bien. Desde el día en el que Kelly Dillinger estuvo en la casa, no había podido dejar de pensar en ella. Mientras trabajaba con el ganado, su traicionero pensamiento evocaba la imagen del rostro de la detective. Por la noche, daba vueltas en la cama y, cuando conseguía conciliar el sueño, soñaba con que la besaba, y se despertaba con una erección tan potente como cuando estaba en el instituto. Durante el día, mientras estaba en el hospital, la buscaba por todas partes, esperando encontrarse con ella, o se inventaba excusas para tener que llamarla.

Sin embargo, hasta el momento, no lo había hecho.

Resultaba completamente estúpido. Kelly Dillinger ni siquiera era su tipo. A él le gustaban las mujeres más dulces, más tranquilas, de curvas redondeadas, largo cabello rubio y dulce voz. Siempre que había pensado en sentar la cabeza, lo que no había ocurrido con frecuencia hasta que Thorne anunció que se iba a casar, Matt había pensado que le gustaría una mujer casera que no quisiera más que ser la esposa de un ranchero y la madre de sus hijos. Jamás había considerado que podría enamorarse de una mujer de carrera, armada, policía de lengua afilada y que, además, vivía demasiado lejos del rancho que él se había comprado con tantos esfuerzos. Había pagado un buen precio por aquel trozo de tierra que significaba su independencia y no iba a dejarlo por ninguna mujer, en especial por una detective.

Se recordó que, por supuesto, no se estaba enamorando de nadie. Tomó un sorbo de café que le quemó el paladar. Entonces, escupió y tosió. ¿De dónde había salido aquel traicionero pensamiento?

– Hay un hombre a cargo de la investigación -dijo Thorne-. Según creía yo, Roberto Espinoza es el jefe del equipo.

Slade se reclinó sobre la silla y observó a sus hermanos por encima del borde de su taza.

– No se trata de eso. A menos que me equivoque, yo diría que la detective Dillinger te molesta por la misma razón que Nicole a Thorne.

– ¿Y qué se supone que significa eso? -gruñó Matt. No le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación.

– Reconócelo, hermano. Te sientes atraído por ella.

Matt miró directamente a los ojos de su hermano.

– Ni hablar. Es policía. No me interesa una mujer detective. Se trata simplemente de que está trabajando en la investigación.

Slade sonrió a Thorne, invitándolo en silencio a que se uniera a la discusión.

– Yo creo saber de qué se trata -comentó éste-. Lo que te pasa es que sientes fascinación por una figura de autoridad.

– ¿Cómo?

– Bueno, ya sabes que dicen que a las mujeres les fascinan los uniformes… Tal vez sea eso lo que te pasa a ti. Te gusta la idea de tener una mujer que te dé órdenes.

Matt lanzó un bufido de desdén.

– ¿Acaso no tenéis algo constructivo que hacer? -preguntó, aunque no se atrevía a analizar demasiado la teoría de sus hermanos.

– Sí -dijo Slade-. Supongo que es mejor que vuelva a llamar a Kurt Striker. Me dijo que regresaría a Grand Hope esta tarde. Tal vez haya averiguado algo mientras ha estado en Seattle -sugirió. Entonces, se levantó y llevó su taza al fregadero-. Le diré que venga a vernos esta noche.

– Bien -afirmó Thorne-. Cuanto antes lleguemos al fondo de todo este asunto, mejor.

«Amén», pensó Matt.


– No faltaba medicación alguna ni de los carritos, ni de los armarios ni de la farmacia -dijo Kelly lanzando un dossier sobre el escritorio de Roberto Espinoza.

– Supongo que eso significa que el agresor llevó él mismo la insulina al hospital -dedujo Espinoza. Se reclinó sobre su butaca y comenzó a mirar por la ventana.

– ¿Significa eso que el personal del hospital está limpio?

– O que el agresor es muy inteligente.

– O las dos cosas -afirmó Kelly. Apoyó una cadera sobre el escritorio y señaló el dossier-. Interrogaremos a todos los que puedan tener alguna relación con los McCafferty. Podría ser que hubiera alguien diabético. Si es así, hay que descubrir si le falta medicación.

– Está bien. ¿Y las huellas?

– Nada relevante, pero, dada la cantidad de guantes de látex que hay en un hospital, no es de extrañar. Sin embargo, la buena noticia es que Randi McCafferty está fuera de peligro y ha sido trasladada a una habitación.

– ¿Está vigilada?

– Por supuesto. Si volvieran a atacarla, los McCafferty nos demandarían sin dudarlo. Son demasiado impulsivos esos tres. Todos estuvieron arrestados cuando estaban en el instituto. Su viejo les pagó la fianza una y otra vez y, en mi opinión, eso no les ha servido de nada.

– De eso hace mucho tiempo.

– Sí, supongo -dijo Espinoza. Inclinó la cabeza y la miró atentamente-. Tienen su reputación. Rompieron bastantes corazones en esta ciudad en sus días de juventud.

– No creo que eso sea relevante para el caso.

– ¿No?

– No me irás a decir ahora que crees que necesito consejo -replicó ella. Estaba decidida a agarrar al toro por los cuernos-. ¿Qué es lo que estás tratando de hacer? ¿Advertirme? ¿Sobre qué?

Kelly se preparó para el sermón que veía formándose en los ojos de Espinoza. De vez en cuando, su jefe adoptaba el papel de hermano mayor o de tío, probablemente porque había trabajado con su padre años antes de que ella entrara en el cuerpo de policía.

El detective se colocó las manos debajo de la barbilla y cerró los ojos un poco, como si no estuviera seguro de querer compartir sus pensamientos.

– Tú has empezado esto -dijo ella-. Es mejor que lo termines. Si tienes algo que decirme, sólo tienes que hacerlo.

– Muy bien -replicó Espinoza. Sin dejar de mirarla, se reclinó en su asiento-. Mi hermana Anita tuvo algo con el segundo de los McCafferty. De eso hace mucho tiempo, probablemente quince años. Ella estaba terminando el instituto cuando se lió con Matt. El la invitó a salir unas cuantas veces y la relación se hizo bastante profunda, al menos desde el punto de vista de mi hermana. Él parecía interesado por ella y entonces, de repente, empezó otra vez con lo del circuito de rodeo y se marchó en menos de un mes. Todo ocurrió muy rápido, pero mi hermana se quedó desolada.

– Deja que lo adivine. Desde entonces, no lo soportas.

– Digamos que no me gustaría que esto le volviera a ocurrir a alguien que conozco y aprecio.

– Espera un momento. ¿Estás hablando de mí? ¿Me estás previniendo contra McCafferty? -preguntó Kelly. Se sentía muy tensa.

– Simplemente estaba haciendo un comentario.

– Bien, pues comenta sobre otras cosas, ¿de acuerdo? No es asunto tuyo a quién veo o dejo de ver.

– ¿Es que estás saliendo con él?

– ¡Claro que no! Me refería a profesionalmente… aunque te repito que nada de esto es asunto tuyo.

Kelly sabía que estaba reaccionando demasiado exageradamente, pero no se podía contener.

– Volvamos al caso. ¿Qué me dices de los hombres que interesaban a Randi McCafferty?

Espinoza asintió. Aparentemente, el sermón de hermano mayor había quedado aplazado, al menos temporalmente.

– Los tres hombres con los que la hemos relacionado. Paterno, Donahue y Clanton, tienen coartadas, si te refieres a eso. Todos estos estaban a kilómetros de distancia de Grand Hope en el momento en el que ocurrió el accidente. También tienen coartada para el momento en el que Randi fue atacada en el hospital. No estoy diciendo que sean coartadas blindadas, pero parece que hay muchas personas dispuestas a ratificar lo que dicen. La policía de Seattle lo está comprobando todo.

– ¿Y la paternidad?

– Seguimos en ello. En lo referente a los grupos sanguíneos, Joe Paterno, Brodie Clanton y Sam Donahue podrían ser el padre del pequeño. Encargaré pruebas más concluyentes. Tal vez terminemos sabiendo que ninguno puede ser el padre del bebé de Randi.

– ¿Qué es lo que han dicho ellos?

– No son un grupo muy hablador, pero los está entrevistando un policía de Seattle. No tenemos mucho más. Estoy pensando en mandar a alguien a Seattle para entrevistarlos y podamos así tener información de primera mano. ¿Te interesa?

– Claro que sí. ¿Cuándo?

– Esta semana. Antes de Acción de Gracias -afirmó Espinoza. Tomó el dossier y lo golpeó suavemente, como si acabara de tomar su decisión final sobre el tema.

– Cuenta conmigo.

– Bien. Aún tenemos un guardia apostado a la puerta de la habitación. Hasta ahora, no ha ocurrido nada sospechoso, gracias a Dios; por lo tanto, si Randi McCafferty cooperara y se despertara, tal vez podríamos conseguir algunas respuestas.

Abrió el dossier y repasó las páginas, deteniéndose en algunos detalles. No obstante, Kelly sospechaba que su jefe conocía aquel dossier de memoria.

– ¿Y qué me dices del avión de Thorne McCafferty? -preguntó ella cuando Espinoza llegó a la última página-. Los hermanos McCafferty parecen convencidos también de que hay juego sucio en eso.

– Una vez más, aún no se puede concretar nada. Aquel día hubo una gran tormenta. El accidente podría haber sido resultado de un fallo del piloto o del equipo. O tal vez fue sólo coincidencia que el avión cayera. No tiene mucho sentido que alguien esté tratando de asesinar a todos los McCafferty a la vez y, además, nadie ha vuelto a intentar nada contra él -concluyó Espinoza. Volvió a dejar el dossier sobre el escritorio-. No. Me apuesto la placa a que, en eso, Thorne McCafferty simplemente tuvo mala suerte.

– Pero lo de Randi es otra historia.

– Así es. Decididamente, alguien se está intentando asegurar de que no despierte. Sólo tenemos que averiguar quién.

– Y por qué.

– Sí. Estaría bien saber el motivo. Algunas personas de esta ciudad parecen pensar que los hermanos están implicados, que Thorne fingió el accidente de avión para desviar las sospechas hacia ellos y que Randi y el hijo de ésta son los principales objetivos.

– Ni hablar. En mi opinión, si hubieran querido, habrían encontrado maneras mucho mejores de asesinarla. Son tres hombres fuertes en los que ella confiaba plenamente. Unos podrían haber sido la coartada de los otros. En cuanto al bebé… los he visto con él y estoy segura de que lo defenderían con su vida.

– Estoy de acuerdo -afirmó Espinoza-. ¿Entonces quién nos queda?

Eso era precisamente lo que se preguntaba Kelly. Estuvo preguntándoselo todo el día. Terminó su último informe del día después de las ocho. Se puso su chaquetón y se dirigió a su coche. Las ventanas estaban empañadas con la fría temperatura, pero la noche era clara y limpia, con las estrellas brillando en el cielo. Iba de camino a su casa cuando, en un semáforo, decidió tomar otra dirección y marcharse al hospital.

La prensa ya no parecía estar tan interesada en el caso. Kelly se dirigió hacia la segunda planta, en la que se encontraba la habitación de Randi. A la puerta, sentado en una silla, estaba un corpulento policía cuyo trabajo era proteger a Randi. Reconoció inmediatamente a Kelly.

– Supongo que no serás mi reemplazo, ¿verdad? -dijo el oficial, tras mirar el reloj-. Si lo eres, llegas temprano.

– No, Rex, pero te sustituiré unos minutos si quieres tomarte un respiro e ir a por otro de ésos -replicó ella, señalando la taza de papel que el policía tenía a los pies.

– No tienes que decírmelo dos veces. De acuerdo.

Rex recogió la taza del suelo y se marchó por el pasillo. Cuando Rex desapareció por la esquina, Kelly entró en la habitación de Randi. Vio que ella estaba tumbada de espaldas, con la respiración tranquila, los labios parcialmente abiertos y los ojos cerrados.

– Despierta, Randi -dijo, suavemente-. Tienes unos hermanos que están muy preocupados por ti y un hijo que te necesita -añadió tocando suavemente la mano de la enferma. Tenía la piel fresca y suave-. ¿Sabes una cosa? Me vendría muy bien un poco de ayuda. Tengo muchas preguntas que sólo tú puedes responder…

Se mordió el labio y se preguntó por aquella mujer, que parecía ser un misterio incluso para sus propios hermanos. Nadie en Grand Hope conocía los detalles de la vida de Randi McCafferty, ni quiénes eran sus amigos, ni en qué estaba trabajando, ni siquiera quién podría ser el padre de su hijo. Tal vez las respuestas estaban en Seattle. Tal vez si Kelly se marchaba allí unos días podría encontrar las respuestas a las docenas de interrogantes que rodeaban al caso.

– Vamos, Randi. Despiértate…

– Sigue sin poder oírte. Igual que la última vez que trataste de hablar con ella.

Kelly se quedó inmóvil. Luchó contra su reacción instintiva de tomar su arma de fuego y, en silencio, maldijo su mala suerte al reconocer la profunda voz de Matt McCafferty. Había vuelto a sorprenderla. Apartó la mano de la de Randi y se volvió para verlo en el umbral de la puerta, que casi ocupaba por completo con sus anchos hombros. Su atlética figura destacaba contra la potente luz que entraba por el pasillo.

El estúpido corazón de Kelly se sobresaltó y el pulso se le aceleró. Vio recriminación en aquellos ojos marrón chocolate.

– ¿Estás tú de guardia? -quiso saber él.

– No. Lo he relevado durante unos minutos.

– No me has oído entrar. Yo podría haber sido el asesino -dijo, con voz tensa-. Podría haberte atacado también a ti.

– O tal vez mi presencia te habría asustado -replicó ella-. Voy todavía de uniforme.

– Eso es cierto -susurró él mirándola de la cabeza a los pies.

– Y tengo mi arma.

Matt no hizo ningún comentario al respecto. Kelly se alejó de la cama y se acercó a él.

– ¿Has terminado? Porque no estoy de humor.

– ¿Y para qué estás de humor? -preguntó él. Durante un breve instante, Kelly pensó que estaba flirteando con ella, pero decidió que, seguramente, se lo estaba imaginando.

– Sólo he venido a ver cómo iba tu hermana y a dejar que Rex fuera al cuarto de baño y se comprara otra taza de café. Él es el oficial de guardia. ¿Te supone esto algún problema?

Matt pareció serenarse un poco. Miró rápidamente a su alrededor, como si estuviera viendo por fin que todo estaba controlado.

– Supongo que no.

– Bien.

Él se acercó a la cama. La habitación se inundó del aroma de los caballos, del trabajo duro y del frío exterior.

– Te he oído hablando con ella -susurró, avergonzando a Kelly por completo-. Desgraciadamente, no parece que funcione. Todos hemos tratado de comunicarnos con ella una y otra vez, pero no se mueve. Ni siquiera parpadea -añadió. Contuvo el aliento y suspiró-. Algunas veces, creo que no se va a despertar nunca.

– Simplemente va a llevar más tiempo…

– Eso me han dicho. Un millón de veces, pero ya no estoy seguro de creerlo -musitó él. Apartó la mirada de la cama y se fijó en Kelly-. No empieces a darme sermones sobre tener paciencia y fe, ¿de acuerdo? Creo que ya se me están acabando las dos cosas.

– También podría ser que ella oiga todo lo que le decimos. Tal vez, lo que ocurre es que no puede responder.

– Sí… Supongo que sí -dijo él. Tomó la mano de su hermana, que parecía muy pequeña comparada con la de él-. Venga, Randi… Vamos… -musitó.

Kelly sintió que el corazón se le encogía al ver el dolor que se reflejaba en el hermoso rostro de Matt. Era un hombre muy complejo, capaz de transmitir cientos de emociones, desde la ira, pasando por la culpabilidad al amor. Bajo aquel duro aspecto, había un buen corazón.

Si por lo menos su hermana abriera los ojos…

Kelly decidió que ella sólo era una intrusa en un momento familiar muy íntimo, por lo que se dirigió a la puerta.

– No tienes que marcharte -le dijo él.

– Simplemente estaré fuera -replicó ella sonriendo por encima del hombro-. Creo que necesitas estar a solas con ella.

Salió y observó el puesto de enfermeras, que estaba a sólo unas cuantas puertas de distancia. En el interior, había dos enfermeras trabajando. Un celador empujaba un carrito por el pasillo mientras que un paciente anciano caminaba pesadamente agarrado al soporte del suero.

Tranquilidad.

Paz.

No había nada extraño ni siniestro.

– Eh, gracias por sustituirme -dijo Rex mientras se dirigía hacia su silla-. Te he traído una taza de café… espero que te guste solo.

– Perfecto -contestó ella. Tomó un sorbo.

– Se supone que tiene que ser tostado francés, pero a saber qué diablos es eso -comentó Rex-. Por el trabajo de policía, que, en este caso, implica ejercer de canguro -dijo, a modo de brindis-. Yo, personalmente, creo que es una gran pérdida de tiempo -se rascó la cabeza-. Sé que alguien ha tratado de asesinarla, pero tienen que ser muy estúpidos para volver a intentarlo. El hospital cuenta con un buen servicio de seguridad y, francamente, yo no he visto nada sospechoso desde que estoy aquí.

– Y que siga así -dijo Matt, que había oído la última parte de la conversación. Se sentía muy frustrado con la situación, y ver que un policía de uniforme se estaba quejando a Kelly por tener que hacer guardia allí le irritó profundamente.

El policía asintió y miró a Matt a los ojos.

– Esa es mi intención -afirmó-. Me llamo Rex Stanyon -añadió extendiendo una enorme mano que Matt estrechó de mala gana.

– Bien.

Matt se cuadró el sombrero en la cabeza y trató de controlar los celos que sentía en aquellos momentos. Su reacción ante Kelly había sido más que equivocada, pero era tan guapa y llenaba tan bien el uniforme en los lugares pertinentes… ¿Y qué? Era policía, por el amor de Dios.

Una vez más, como le ocurría siempre que la veía, sintió una ligera tensión en la entrepierna. Diablos. Apretó la mandíbula. Aquella mujer estaba investigando lo que le había ocurrido a su hermana. No podía pensar en ella como mujer.

– Nos ocuparemos de su hermana -le prometió Rex.

– Espero que así sea -comentó. Con eso, se dirigió al ascensor antes de que pudiera tener tiempo de decirle al policía algo que pudiera lamentar.

De soslayo, vio que Kelly se terminaba su café, que le decía algo a Rex y que se dirigía también al ascensor justo cuando éste se abría.

– Te has pasado -le dijo ella cuando entró en el ascensor. Apretó el botón de la planta baja.

– ¿Cómo dices?

– Rex es un buen policía.

– Si tú lo dices…

– Mira, McCafferty -replicó ella. Se volvió para mirarlo y comenzó a golpearlo suavemente con un dedo en el pecho-. Todos estamos haciendo lo que podemos y créeme si te digo que nos morimos de ganas de arrestar al tipo que atacó a Randi y meterlo entre rejas, pero eso no significa que no tengamos derecho a protestar un poco.

– Sólo le he pedido que haga su trabajo.

– Has insinuado que no lo estaba haciendo.

– Se supone que los policías tienen la piel dura.

– ¡Y los vaqueros también!

Sin pensarlo, Matt la agarró y la acercó a él.

– Los vaqueros son como los policías. De carne y hueso.

– Y también tienen sentimientos. ¿Es eso lo que me vas a decir ahora?

– No. De hecho, no iba a decir nada…

Sin pensarlo, la estrechó contra su cuerpo, bajó la cabeza y la besó. Los labios de Kelly eran cálidos y firmes. Su espalda se mantuvo rígida. Si Matt había esperado que ella se deshiciera contra él, se había equivocado.

Kelly se apartó de él justo en el momento en el que las puertas del ascensor se abrieron. Lo miró con indignación.

– No vuelvas nunca a…

En aquel momento, Slade McCafferty hizo ademán de entrar en el ascensor.

– Oh, Matt… iba a…

Slade miró a Kelly y, entonces, como si hubiera comprendido perfectamente la situación, sonrió. Fue un gesto pagado de sí mismo, como si estuviera diciéndole a Matt con aquel gesto que ya se lo había dicho, algo que irritó a su hermano mayor profundamente.

– ¡Vaya! ¿Qué está pasando aquí? -preguntó. Matt quiso abalanzarse sobre él.

– Nada -respondió Kelly, con lo poco que le quedaba de orgullo-. Simplemente le estaba explicando a tu hermano que estamos haciendo todo lo posible para localizar a la persona que atacó a vuestra hermana.

Slade sonrió de nuevo. Matt sintió deseos de darle un puñetazo.

– Bueno, estaba tratando de localizarte porque acabo de recibir una llamada de Kurt Striker. Está de camino al rancho. Acaba de llegar de Seattle. Llegará dentro de una hora.

– Vamos -dijo Matt.

– Me gustaría hablar con él -afirmó Kelly mientras los tres se dirigían hacia la salida del hospital.

– No creo que… -empezó Slade, en tono de protesta.

– ¿Por qué no? -asintió Matt-. Tal vez Kelly podría compartir algo de información con él y Striker podría hacer lo mismo con ella -añadió. Slade parecía de nuevo a punto de protestar, pero Matt lo obligó a callarse-. Tenemos que atrapar a ese canalla. Si la policía está dispuesta a trabajar con Striker, mejor que mejor. ¿Quieres venir en mi coche? -le preguntó a Kelly.

– Tengo el mío.

– Yo me marcharé al rancho dentro de un momento -dijo Slade-. Antes, quiero ir a ver a Randi.

Con eso, se dio la vuelta y se metió en el ascensor. Los otros dos se dirigieron al exterior.

– Estabas a punto de decirme lo que no tenía que volver a hacer nunca -le recordó él mientras ambos atravesaban el aparcamiento.

– No quiero que intentes inmovilizarme de nuevo -replicó ella-. Podría ser peligroso.

– ¿Cómo? ¿Acaso me vas a esposar? ¿Vas a sacar tu arma? ¿O a utilizar la porra para meterme algo de sentido común en la cabeza?

– No me refería a eso -dijo ella, muy seriamente. Entonces, de un modo inesperado, soltó una carcajada-, pero no es mala idea. Ten cuidado. Me gradué en la academia de policía con honores en el manejo de la porra.

Kelly tenía sentido del humor. Bajo aquella apariencia dura y profesional, le gustaba gastar bromas.

– No quería ofenderte.

– Claro que sí.

– Sólo te he besado…

– Ni hablar. Eso no ha sido un beso, sino más bien un bofetón. Estabas tratando de que yo me enterara de quién manda aquí. Nada más. Son tácticas de neandertal, McCafferty. Por si no te habías enterado, desaparecieron en la Edad de Piedra -bromeó. Entonces, sacó las llaves del coche del bolsillo y abrió la puerta.

– Pues nadie se había quejado antes.

– ¿Acaso has hecho alguna vez un sondeo de opinión?

– Ay…

– Tan sólo te estoy diciendo las cosas como son.

Matt, con su orgullo herido, quiso volver a tomarla entre sus brazos para demostrarle lo equivocada que estaba, pero no se atrevió.

– ¿Qué es lo que te pasa?

– ¿Qué quieres decir?

– Eres… diferente.

– ¿De las mujeres que te has encontrado hasta ahora en tu vida? Espero que sí.

Estaba metiéndose en su coche cuando Matt le agarró el brazo.

– Espera un momento.

Ella le miró la mano y, con un gesto de desdén, le apartó los dedos uno a uno.

– A mí no me gustan las tácticas de macho dominante.

– ¿No? ¿Y qué es lo que te gusta?

Kelly dudó, se mordió el labio y lo miró con ojos oscurecidos por la noche.

– Dado que lo has preguntado… Sé que voy a lamentar esto -añadió, sin dejar de mirarlo a los ojos-, pero tú has sacado el tema a colación.

Levantó los brazos y le colocó las manos a ambos lados del rostro. Entonces, se puso de puntillas y apretó los labios contra los de él, suavemente al principio, rozándolos simplemente con la piel. Entonces, profundizó el beso muy lentamente, deslizándole los brazos alrededor del cuello y acoplando los labios a su boca. Las brasas que llevaban tantos días esperando prendieron por fin un fuego, dejando que las cenizas volvieran a la vida. Con un gruñido, Matt cerró los ojos y le rodeó la cintura con las manos. El deseo le encendió la sangre. La combinación de aquella noche tan gélida con la cálida mujer que tenía entre sus brazos resultaba muy erótica. La deseaba tanto… En cuerpo y alma y…

De pronto, Kelly lo apartó rápidamente. Aunque ella trató de ocultarlo, Matt vio que la respiración se le había acelerado y notó que los ojos se le habían puesto prácticamente negros. Su piel estaba arrebolada.

– Eso… eso ha sido solamente una demostración -dijo ella, con voz ronca. Se aclaró la garganta-. Para que la próxima vez te lo pienses mejor antes de utilizar de nuevo las tácticas de hombre de las cavernas.

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