Capítulo 6

La mujer moderna actual debe ser consciente de que el conocimiento equivale a poder. Por tanto, le resultará esencial descubrir cuanto pueda sobre un caballero, sea amigo, enemigo o amante. Cuanto más sepa de él, mayor será el poder que podrá ejercer en la relación y menores devendrán las posibilidades de que se aprovechen de ella.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Con los ojos hinchados tras una noche agitada resumida en mucho pensar, un deambular agotador y poco sueño, Victoria pidió que le subieran la bandeja del desayuno a la habitación. Después de un ligero tentempié compuesto por té, tostadas y huevos -en los que clavó una mirada glacial, preguntándose si procederían de las gallinas de Nathan-, se levantó. No llamó a su criada, deseosa como estaba de quedarse a solas con sus cavilaciones, y se puso su traje de montar favorito de color verde oscuro. Tras cerciorarse de que la tan disputada carta estaba perfectamente escondida, se dirigió a las cuadras. Un enérgico paseo a caballo siempre ayudaba a aclararle las ideas y a mejorar su estado de ánimo. Y bien sabía Dios que necesitaba ambas cosas.

Y todo por culpa de él. De ese médico que se fingía espía que a su vez se fingía médico. No era de extrañar que Nathan no hubiera vuelto a pensar en ella en el encuentro que había tenido lugar entre ambos tres años antes. Sin duda, tenía una mujer en cada ciudad, pueblo y aldea. Ella no había sido más que una diversión momentánea para un experto rufián. Al recordar cómo había flirteado con él durante su primer encuentro, Victoria se estremeció. Indudablemente, él debía de haberse divertido de lo lindo. Pues bien, no tenía el menor deseo de volver a divertirle.

Después de que el doctor Oliver se había marchado de su habitación la noche anterior, Victoria había cerrado la puerta con llave y había colocado una silla contra la manilla para más seguridad. Luego había pasado las horas examinando la carta, intentando encontrar en ella algún significado secreto, aunque sin éxito. ¿Cómo iba a descifrarse una carta que solo hablaba de arte, de museos y del tiempo en un relato de peligros y de joyas? Por fin reconoció su derrota cuando, presa del cansancio, las palabras empezaron a difuminarse ante sus ojos. Aun así, volvería a intentarlo a la vuelta de su paseo, renovada y fresca.

Sin embargo, más frustrante aún que su fracaso a la hora de descifrar la nota era el familiar desasosiego que la embarcaba. No recordaba haberse sentido tan bombardeada con sentimientos tan encontrados. Cierto era que, hasta ese viaje en que había descubierto la nota en su equipaje y luego al doctor Oliver en su habitación, su vida había consistido en una agradable aunque rutinaria sucesión de temporadas en la ciudad, veranos en el campo y vacaciones anuales en Bath. Con la excepción de ese único beso robado hacía tres años, nada extraordinario le había ocurrido jamás y su vida había transcurrido exactamente en la dirección que ella misma se había trazado.

No obstante, tenía en ese momento la sensación de verse zarandeada a merced de aguas tormentosas, inmersa en un torbellino de emociones. La preocupación por la seguridad de su padre estaba en clara confrontación con una sensación de confusión, descrédito y traición al haber tenido noticia de la auténtica naturaleza de su vida secreta. Sumada a la rabiosa tempestad de sus emociones estaba la ira contra su padre por haberla tratado como a una niña. Docenas de preguntas zumbaban en su mente, y, por Dios, estaba decidida a exigirle las respuestas en cuanto regresara a Londres. ¿Cuánto tiempo llevaba involucrado con la Corona? ¿Lo había sabido su madre? A buen seguro que no. Victoria imaginaba que una revelación semejante habría sido recibida con una sesión de sales que bien podría haberse prolongado unos cuantos meses.

Sin embargo, subyacente a todo eso estaba el innegable orgullo y excitación que sentía tras haberse impuesto y haber hecho frente al doctor Oliver. Las enseñanzas que había asimilado de la Guía femenina le habían sido de gran ayuda y, aunque había tenido que alterar sus planes para adaptarse al nuevo giro que habían dado los acontecimientos, se las había ingeniado para tender un desafío al doctor Oliver sin dejar de disponer de la oportunidad perfecta para arrancarle su venganza. Al obligarle a aceptar su ayuda en su misión tendrían que pasar mucho tiempo juntos y podría así tentarle para que volviera a besarla. Entonces regresaría a Londres, se casaría con uno de los barones y ocuparía su sitio en la sociedad como siempre había planeado. Esta vez, sin embargo, se aseguraría de que fuera un beso, un encuentro, que el doctor Oliver no olvidara fácilmente.

Durante un breve y angustioso instante en el curso de la noche anterior, Victoria había creído que Nathan deseaba besarla. El modo en que la había arrinconado contra la pared… esos brazos fuertes, ese pecho ancho y firme ante ella. Había sido presa de esa sensación de cálida vertiginosidad que no había vuelto a experimentar desde aquella noche acontecida tres años antes. El corazón le había latido con fuerza, aunque no de miedo, sino de pura excitación ante su proximidad. La fragancia limpia que desprendía el doctor, un olor a ropa blanca, a almidón y a algo más que Victoria no alcanzaba a definir pero que le resultaba agradable y embriagador, le había embotado los sentidos. El cuerpo de Nathan emanaba un calor intoxicante que la había forzado a pegar la espalda firmemente contra la pared para evitar acercarse más a él y absorber de una vez ese calor. Se había sentido total y absolutamente rodeada por él, por su dúctil fortaleza. Todo ello, sumado a la convincente expresión de su mirada, había logrado cautivarla mucho más que sus brazos.

Y el contacto de su piel… La suave caricia del dedo de Nathan sobre su rostro encendido la había obligado a tensar las rodillas para no desmayarse. Y esa ultrajante sugerencia de que se desnudara delante de él… Una segunda oleada de calor la recorrió por entero. Eso no ocurrirá jamás, doctor Oliver, se dijo. Aunque me ocuparé personalmente de que lo desee.

Llegados a ese punto, Victoria llevaba ventaja en el trato forjado entre ambos, como si de un juego de ajedrez en el que ella tuviera en jaque al rey de Nathan se tratara. Ahora necesitaba superarle estratégicamente y ratificar el jaque antes de que él pudiera reagruparse y planificar una defensa. Victoria necesitaba información: sobre él y sobre su fallida misión. La noche anterior había mantenido los ojos bien abiertos, colmándose de una determinación que hasta entonces jamás había sentido. No volvería a permitir que nadie la tratara como una niña a la que podían tranquilizar con una caricia en la cabeza y mandarla luego con viento fresco. Lady Victoria Wexhall era una mujer moderna y alguien a tener en cuenta. «Prepárese, doctor Oliver. Su ciudadela está a punto de ser tomada.

Victoria salió de la casa por la terraza posterior, supervisando el terreno desde su posición ventajosa mientras cruzaba el espacioso patio de piedra. Los jardines se extendían hasta la izquierda: una serie de setos perfectamente recortados y de flores coloridas. Parecían como mínimo tan grandes como los jardines de Wexhall Manor… una agradable sorpresa. Más illa de los jardines se evidenciaba una gran extensión de verde césped, refulgente bajo un argentino manto de rocío matinal. El césped dejaba paso a unos árboles de gran altura que se elevaban apuntando a un cielo todavía salpicado con los trazos cada vez más apagados del alba.

Se detuvo durante un instante antes de descender los escalones de la amplia y curva terraza. Una ligera brisa jugueteó con los zarcillos de cabello que enmarcaban su rostro, acariciándole la piel con un aire fresco y bienvenido. Alzó el rostro, cerró los ojos e inspiró hondo varias veces. El aire tenía allí un olor distinto; limpio y fresco como solo podía oler el aire del campo, aunque con un ligero e intrigante toque de fuerte aroma a sal procedente del mar. Se había asegurado de que el paseo de la mañana incluyera una panorámica del agua.

Después de decidir que lo mejor sería salir antes de que los demás habitantes de la casa despertaran, a punto estaba de bajar la escalera cuando un suave maullido la detuvo. Cuando bajó la mirada, vio un diminuto gatito que se frotaba contra el dobladillo de su falda.

– Vaya, hola -canturreó, agachándose para rascar la bola de pelusa acumulada tras las minúsculas orejas del animal-. ¿Qué haces aquí tan solo? ¿Dónde está tu mamá?

Por única respuesta el gatito dejó escapar el maullido más lastimero que Victoria había oído en su vida.

– Oh, Dios, eso es tristísimo.

Cogió al gatito y lo acunó contra su pecho, donde el animalito rompió a ronronear de inmediato.

– Menudo adulador estás hecho.

Sonrió y acarició con las yemas de los dedos la suave barbilla del gatito. Era totalmente negro, salvo por las patas, de un blanco níveo.

– Cualquiera diría que te has caído en un cubo de pintura -le dijo entre risas. Un ronroneo encantado surgió del diminuto pecho del cachorro, que a su vez tendió una de las patas delanteras sobre la manga de Victoria-. Me pregunto si eres tú el pequeño diablillo que no podía bajar del árbol.

– Sí, así es -dijo una voz conocida y grave procedente de un punto situado exactamente a su espalda.

Victoria se volvió apresuradamente. El doctor Oliver estaba a menos de dos metros de ella, cruzado de brazos con aire despreocupado. A Victoria el corazón le dio un vuelco, sin duda a causa de la inesperada compañía del médico, al tiempo que se le encogía el estómago… indudablemente, por culpa de los huevos. Paseó la mirada por él, reparando en sus cabellos desordenados, como si se hubiera peinado los lustrosos mechones con los dedos, dejando caer varios rizos sobre la frente. Bajó un poco más la mirada y al instante quedó fascinada por la camisa, o para ser más exactos por el modo en que Nathan llevaba la prenda. Ningún pañuelo le adornaba el cuello, permitiéndole una visión libre del bronceado cuello y un tentador atisbo del musculoso pecho antes de que la tela blanca de la camisa le frustrara el espectáculo. Nathan se había remangado, dejando a la vista unos fuertes y musculosos antebrazos y cubiertos por una sombra de vello negro. Estaba casi tan irresistible con aquella camisa como lo había estado el día anterior sin ella.

Unos pantalones de color camello se ajustaban de tal modo a sus largas y musculosas piernas que Victoria lamentó no poder detener el tiempo durante unos instantes para gozar de la oportunidad de estudiar sus fascinantes piernas minuciosamente. Las botas negras eran sin lugar a duda viejas favoritas, pues se habría dicho que el doctor había recorrido Inglaterra entera con ellas. ¿Cómo se las había ingeniado para cruzar toda la terraza de piedra sin ser oído? Debía de moverse como un fantasma. Un irritante, fastidioso y arrogante fantasma. Aun así, e independientemente de qué otras cosas pudiera pensar de él, Victoria no podía negar que era un hombre atractivo. De un modo grosero y en absoluto caballeroso. Con un gran esfuerzo, volvió a alzar la vista. La mirada escrutadora reflejada en los ojos de Nathan indicaba que había sido sorprendida observándole, y sintió cómo una oleada de calor le encendía el rostro. A Dios gracias los espías no podían leer las mentes.

Nathan la saludó con una inclinación de cabeza y en cierto modo logró incluso parecer cortés y burlón a la vez.

– Buenos días, lady Victoria.

Ella inclinó la cabeza dando muestra de su estilo más remilgado y regio.

– ¿Ha dormido usted bien?

– Maravillosamente.

Nathan arqueó una ceja.

– ¿Es cierto eso? A juzgar por las sombras que tiene bajo los ojos, se diría que ha estado despierta toda la noche, probablemente intentando descifrar mi carta.

Victoria no habría sabido decir qué era lo que más la irritaba: si la suposición espeluznantemente acertada o el hecho de que el doctor hubiera dado a entender que parecía cansada.

– Oh, gracias. Sin duda no recuerdo haber sido jamás blanco de tan florido cumplido.

En vez de mostrarse avergonzado, Nathan sonrió, mostrando su reluciente y blanca dentadura.

– ¿Iba usted a los establos?

– Sí. Me gusta dar un paseo a caballo por las mañanas.

– Yo también me dirijo hacia allí. ¿Vamos juntos? A pesar de nuestro encuentro de anoche, estoy seguro de que podremos llegar a las cuadras sin iniciar ninguna discusión.

– Sí… siempre que ambos guardemos silencio.

Destelló una nueva sonrisa y Nathan señaló los escalones con una floritura.

– ¿Vamos?

Dado que aquella era una perfecta, aunque sin duda inesperada, oportunidad para saber más cosas sobre él, Victoria asintió.

– Por supuesto -dijo.

Descendieron la amplia y curva escalera y cruzaron luego el césped inmaculadamente cortado. En vez de guardar silencio, el doctor Oliver señaló con la cabeza al gatito que se había sumido en un sueño ronroneante.

– Al parecer, se ha ganado usted una amiga. Mírela, dormida como un ángel. -Negó con la cabeza y rió-. A punto he estado de partirme el cuello mientras rescataba a esta diablilla. ¿Y cree usted que ha dado a cambio la menor muestra de agradecimiento?

– Naturalmente que no -dijo Victoria, acariciando el pelo de la gatita con la yema del índice-. Le ha arruinado su diversión. Seguro que ha olisqueado el aire y se ha alejado con aire ofendido.

Una lenta sonrisa asomó a los labios del doctor y dibujó un intrigante hoyuelo en su mejilla.

– Muy propio de las mujeres -murmuró.

Optando por hacer caso omiso del comentario y evitar así una discusión, Victoria preguntó:

– ¿Cómo se llama?

– Botas.

Victoria no pudo reprimir una sonrisa.

– Botas… El gato con botas… Le Chat Botté. Un nombre de lo más adecuado. Y uno de mis cuentos favoritos.

La sorpresa destelló en los ojos de Nathan.

– También el mío.

Victoria arqueó las cejas.

– ¿Cuentos? ¿Un espía aterrador como usted?

– Lo crea o no, fui niño en una época. El día de mi octavo cumpleaños, recibí un ejemplar de las Histoires ou contes du temps passé, avec des moralités: Contes de ma mère l'Oye de Perrault. Al instante se convirtió en mi libro de cabecera. Y sigue siéndolo a fecha de hoy.

Historias o cuentos de pasado con moraleja: Cuentos de Mamá Oca -tradujo Victoria-. Su francés es perfecto.

– Gracias. Un talento de gran utilidad cuando uno se dedica a espiar a los franceses.

– Tengo dos ediciones recientes del libro, una en francés y la otra traducida al inglés, que atesoro, aunque me encantaría poder disponer de un original.

– El mío es una primera edición.

Victoria se volvió a mirarle.

– ¿Una edición de mil seiscientos noventa y siete?

– No tengo noticia de que haya una primera edición anterior a ese año.

– Oh, me muero de envidia. Llevo años queriendo tener una, pero es imposible encontrarla. ¿Quizá estaría dispuesto a vender la suya?

– Me temo que no.

– ¿Y si le hiciera una oferta escandalosa?

Los ojos de Nathan se colmaron de una expresión indescifrable que, según alcanzó a suponer Victoria, le había ayudado enormemente durante su carrera como espía, pero que a ella le resultó absolutamente molesta.

– ¿Cuando dice una oferta escandalosa se refiere a una gran cantidad de dinero, lady Victoria? ¿O escandalosa en un sentido totalmente distinto?

El calor la abrasó hasta el nacimiento del pelo.

– Al dinero, naturalmente.

Nathan negó con la cabeza.

– No estoy interesado en venderla por ninguna cantidad. Fue el último regalo que recibí de mi madre antes de su muerte. El cariño que le tengo a ese libro nada tiene que ver con su valor pecuniario. -Miró a Victoria a la cara-. ¿Eso le sorprende?

– A decir verdad, sí. No creía que los hombres fueran tan sentimentales.

– ¿Se refiere a los hombres en general o a mí en particular?

Victoria se encogió de hombros.

– A ambos, supongo.

Entre los dos se hizo el silencio y Victoria se sorprendió innegablemente curiosa por conocer más sobre ese hombre al que, a juzgar por las palabras que su propio hermano había empleado para referirse a él, no le sobraba el dinero y que, a pesar de eso, ni se planteaba vender un libro de gran valor porque había sido un regalo de su madre. Diantre, cuando se había propuesto descubrir más sobre él no había imaginado descubrir nada que resultara… en fin, agradable.

– Me intriga que El gato con botas sea su cuento favorito de la colección de Perrault -dijo el doctor Oliver-. Habría dicho que La cenicienta era más su estilo.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué?

– Un apuesto príncipe, un deslumbrante baile… parecen ser las cosas preferidas por la mayoría de las damas.

– Oh, me gustó la historia, sobre todo el aspecto mágico del hada madrina y el romanticismo con que el príncipe emprende la búsqueda de la mujer que le ha robado el corazón. Pero el endiabladamente listo Gato con botas me encantó. Su ingenuidad me hizo desear que estuviera vivo para poder competir con él en ingenio. Incluso intenté hacerle un par de botas a mi gato.

– Después de haber visto no hace mucho un claro ejemplo de sus habilidades con la aguja, creo no equivocarme al suponer que las botas no fueron un éxito abrumador.

Victoria le lanzó una mirada burlona.

– Desgraciadamente, no. Aunque gran parte de la culpa la tiene Ranúnculo, que simplemente se negó a ponérselas.

– ¿Su gato se llamaba Ranúnculo? -Nathan torció el gesto en una cómica expresión.

– Por lo que he oído, es usted una de las personas menos indicadas para cuestionar los nombres de las mascotas ajenas.

– Supongo que tiene razón, aunque, en mi defensa, debo alegar que mío es solo el nombre de Botas y el de mi perro. Los demás animales ya me llegaron con el nombre puesto.

– Sabe muy bien que podría habérselos cambiado.

– ¿Le gustaría que alguien le cambiara el nombre?

– No, aunque no soy ningún animal de granja.

Nathan se llevó el índice a los labios.

– Chist. Ellos no saben que son animales de granja -dijo con un susurro a todas luces exagerado-. Creen que son dignatarios reales de visita.

Victoria intentó contener una sonrisa ante semejante bobada.

– Reconozco que entiendo su postura. Yo soy propiedad de Ranúnculo. Es ella la que me permite vivir en su casa.

– Sí, lo mismo ocurrió con Botas en cuando la llevé a casa. Se instaló enseguida y se adueñó de mi sillón favorito. Alguien me dijo una vez que los perros tienen dueños y que los gatos tienen…

– Sirvientes -concluyó Victoria entre risas-. Totalmente cierto. ¿Botas fue un regalo?

– Un paciente me ofreció como pago un cachorro de la última carnada de su gata. Aunque observé detenidamente al grupo entero, supe enseguida que esta pequeña diablilla era la elegida.

Victoria bajó los ojos para mirar a Botas.

– No me sorprende que haya sido un amor a primera vista. Es un encanto. Me recuerda a mi Ranúnculo.

– ¿Ranúnculo es blanca y negra?

– Oh, no. Es atigrada, aunque tiene el pelo de color dorado.

– Ah, ya. Entiendo ahora que pueda recordarle a Botas. El parecido es cuando menos sorprendente.

Victoria no pudo evitar la risa ante el tono mordaz empleado por Nathan.

– Me refería a que a Ranúnculo le encanta que la tengan cogida así, y se queda dormida minutos después de que empiece a rascarle detrás de las orejas.

– Eso es algo con lo que disfrutan muchos animales, porque para ellos es un punto de difícil acceso.

– Dígame, doctor Oliver, ¿por qué era El gato con botas su cuento favorito?

– Como usted, también yo admiraba en gran mesura la inteligencia del gato. Mi parte favorita era cuando este convence a su dueño para que se bañe en el río y le esconde la ropa bajo la roca y le cuenta al rey no solo que su dueño se está ahogando, sino que unos ladrones le han robado la ropa.

Victoria se rió entre dientes.

– Menudo espectáculo para el rey y para su hija.

– Sin duda. Y una forma inteligente de cerciorarse de que la andrajosa ropa de su dueño no fuera vista por los hombres del rey. Aunque siempre me he preguntado si la princesa se enamoró del dueño del gato porque estaba muy guapo con los ricos ropajes que el padre de ella le había prestado… o porque le había visto desnudo. Victoria intentó contener una carcajada, pero no lo logró del todo. Levantó la mirada hacia él y vio en sus ojos un destello de picardía. Antes de que pudiera ocurrírsele una respuesta adecuada, Nathan dijo:

– Y siempre me he sentido muy identificado con la moraleja de la historia.

Victoria se quedó unos segundos pensativa y luego citó:

– «Aunque recibir una cuantiosa herencia encierra una gran ventaja, la diligencia y la ingenuidad valen más que la riqueza adquirida de los demás.»

Nathan pareció un tanto sorprendido ante la recitación de Victoria y no tardó en asentir.

– Además, encajaba a la perfección con mi condición de segundón -murmuró-. Esas palabras me resultaban… inspiradoras.

Una extraña sensación, que no consiguió identificar, recorrió a Victoria. Antes de que pudiera definirla, Nathan añadió:

– Reconozco, sin embargo, que la otra moraleja me resulta muy superficial: que la ropa, el aspecto y la juventud desempeñan un papel importante en los asuntos del corazón.

– Superficial, puede ser -concedió Victoria-, aunque cierta. Estoy convencida de que forma parte de la naturaleza humana sentirnos atraídos por aquello que es bello. A fin de cuentas, no solo el dueño de la ropa era decididamente apuesto, sino que la princesa aparece descrita como la joven más hermosa de mundo.

– Cierto. Aun así, la belleza está en el ojo de quien mira. ¿Se habría enamorado la princesa del apuesto héroe si le hubiera visto con su ropa de hombre pobre?

– No lo sé. -Un diablo interno la empujó a añadir-: Aunque si su teoría es cierta, la princesa se enamoró de él porque lo vio desnudo.

Nathan rió.

– Sí, y eso plantea la siguiente pregunta: Si nos deshiciéramos de toda la impedimenta que proporcionan riqueza y privilegio, dejando solamente expuesta a la auténtica persona, ¿seguiría siendo amada esa persona? ¿Admirada? ¿Solicitada? No lo creo.

– Una visión muy cínica.

– No, simplemente realista. Tómese usted misma como ejemplo, lady Victoria. Su padre está actualmente estudiando ofertas no de uno, sino de dos barones. Si cualquiera de ellos quedara de pronto desprovisto de su riqueza, posición y título, ¿seguiría planteándose la posibilidad de casarse con él?

El desafío que asomó a su mirada era inconfundible, y una fisura de irritación serpenteó por el cuerpo de Victoria.

– Escuchándole, cualquiera diría que hay algo malo en que una mujer desee hacer un buen matrimonio.

– En absoluto. Simplemente estoy desafiando la definición de «buen matrimonio». ¿Tiene más que ver con el título, con la riqueza y con la posición del candidato o con su carácter, honor e integridad?

– Sin duda esas cosas no son autoexcluyentes. Se puede poseer un título y patrimonio y aun así ser una persona honorable e íntegra.

– En efecto. Pero si tuviera que escoger entre lo uno o lo otro… interesante dilema. En mi opinión, si la princesa de cuento más hermosa del mundo hubiera visto al dueño del gato con sus harapos y no la hubieran engañado para convencerla de que era un hombre rico, jamás habría reparado en él.

– Resulta difícil culpar a una princesa por ello.

– Supongo que sí. Aun así, es el aspecto externo del dueño del gato de lo que ella se enamoró… y no del hombre en sí. De ello se desprende que el cuento no hace sino probar que las apariencias desempeñan un papel importante en las cuestiones del corazón.

Había algo en su tono que avivó la curiosidad de Victoria, quien de pronto se preguntó si habría alguna mujer que era dueña del corazón de Nathan. La idea la inquietó de un modo que fue incapaz de definir. Un ceño se dibujó entre sus cejas. Si el doctor estaba comprometido con alguien, eso podría arruinar sus planes.

– Entiendo que eso significa que cuando escoja esposa lo hará con una venda en los ojos -apuntó alegremente, observándole con atención-. ¿O acaso ya ha elegido a alguien?

Nathan negó con la cabeza y sonrió.

– Nada de venda en los ojos… podría muy bien elegir una maceta de gardenias, creyendo que la dama en cuestión olía bien y se mostraba encantadoramente reservada. Y no, no he elegido esposa. Ni siquiera sé si me casaré algún día. Dado que no soy el primogénito ni que tampoco tengo necesidad de encontrar a una heredera que me ayude a pagar deudas de juego o cosas semejantes, no tengo razón para casarme… salvo por amor.

A pesar del alivio que sintió al ser conocedora de su estatus de soltero, Victoria arqueó las cejas.

– ¿Por amor? Jamás habría creído que los espías fueran tan… sentimentales.

– No sé de dónde saca usted esas ideas sobre los espías, lady Victoria. ¿De sus tórridas novelas, quizá? Mi razón tiene tanto que ver con la lógica como con el sentimiento. Puesto que no tengo necesidad de dar un heredero al apellido ni de engrosar las arcas de la familia, ¿por qué iba a plantearme empeñar mi vida a una mujer a menos que la amara?

– Qué… anticuado.

– En los elevados círculos que usted frecuenta, sí, estoy seguro de que lo es. Aun así, es práctica bastante común cuando nos apartamos del brillo de las clases altas. Además, me traen sin cuidado los dictados de la moda. Nunca me han importado. Jamás permitiré que las caprichosas reglas de la sociedad dicten con quién paso el resto de mi vida. -Negó con la cabeza-. De hecho, compadezco a Colin por verse sometido a las responsabilidades maritales que le impone su condición de heredero. Yo disfruto de libertades que él jamás conocerá.

Victoria digirió sus palabras no sin una buena dosis de sorpresa. Hasta la fecha jamás se había planteado que un hijo menor no envidiara al heredero por su título y su posición.

Antes de poder considerar en profundidad el asunto, sin embargo, se dio cuenta de que estaban ya cerca de las cuadras. Su mirada quedó prendida en la estructura que Nathan había levantado alrededor de los establos para sus animales. Y sus ojos se abrieron de par en par.

Una pareja de patos salió aleteando por la puerta abierta del recinto. Contoneándose, se dirigieron hacia ellos. Iban seguidos de una vaca, un cerdo enorme y una cabra… una cabra que llevaba sobre el lomo lo que parecía una paloma. El grupo al completo rompió a trotar. Victoria se detuvo a mirar. El doctor Oliver siguió andando y poco después se volvió a mirarla y se echó a reír.

– Daría lo que fuera por que pudiera verse la cara, lady Victoria. Su expresión no tiene precio.

– Cualquiera diría que van a atacarle.

– En absoluto. Simplemente me dan los buenos días… con entusiasmo, como si fuera yo quien les da de comer.

Victoria siguió exactamente donde estaba, prefiriendo observar desde la distancia sin dejar de acunar a Botas. Observó, perpleja, cómo el doctor Oliver era «saludado» por el grupo de animales. Los patos graznaban ruidosamente, picoteándole las botas, mientras el cerdo se frotaba contra sus piernas como un gato. La vaca soltó un lastimero mugido y luego lamió la mano del doctor Oliver con una lengua enorme, una escena a la que Victoria saludó arrugando la nariz. La cabra empujó suavemente por la espalda al doctor hacia el establo mientras el pájaro que iba sentado sobre su lomo, y que, según Victoria pudo apreciar, se trataba efectivamente de una paloma enormemente gorda, arrulló y ahuecó sus plumas.

El doctor Oliver los acarició a todos, hablándoles como si fueran niños y no animales… animales que, a juzgar por el fuerte olor que flotó hasta ella, necesitaban con urgencia un baño.

– Venid -dijo Nathan al grupo, llevándolos hacia Victoria-. Permitidme que os presente a lady Victoria…

– Esto no es necesario -dijo ella apresuradamente, retrocediendo y mirando desconfiada a la cabra que mostraba un gran interés por los crespones de encaje que adornaban sus muñecas.

El doctor Oliver se detuvo y, maldición, a Victoria no le pasó desapercibido que se estaba divirtiendo de lo lindo a expensas de ella.

– Después de la impresionante actuación con la que me deleitó anoche, jamás habría pensado en usted como en una mujer cobarde, lady Victoria.

Victoria levantó la cabeza y se vio obligada a tomar aire por la boca debido al espantoso olor que impregnaba el aire.

– No soy ninguna cobarde. Simplemente no me gustan los animales que… pesan más que yo. Y que tienen un olor tan… peculiar. -Levantó un poco a Botas-. Es solo que prefiero los gatos a las cabras.

– ¿Le gustan los perros?

– De hecho, sí.

– Excelente, pues está a punto de conocer a R.B.

– ¿Quiénes…? ¡Ay!

Victoria dio un traspié hacia delante al verse firmemente empujada por el centro mismo de su trasero. En cuanto recuperó el equilibrio, se volvió de espaldas para encontrarse cara a cara con el perro más enorme que había visto en su vida., De color marrón claro, con manchas más oscuras y un hocico negro y mofletudo, el monstruo se erguía regiamente, observándola desde unos ojos separados de color castaño oscuro a los que asomaba una expresión alerta aunque con suerte también amable. La parte superior de la cabeza del gigante le llegaba al pecho. Victoria se obligó a quedarse totalmente inmóvil mientras la bestia levantaba la cabeza para olisquear el aire sin dejar de mover el hocico.

– Lady Victoria, permítame presentarle a R.B.

– ¿Qué quieren decir las siglas R.B.? -preguntó, suponiendo que la B hacía referencia a «bestia» o a «batacazo».

– Rompe Botas. Considérese avisada, aunque debo decir que es su única mala costumbre.

– En… encantada -murmuró Victoria, retrocediendo despacio unos cuantos pasos, alarmada al ver que R.B. avanzaba a su vez con ella. De pronto, se golpeó contra algo sólido y se detuvo. Unas manos grandes la tomaron por los brazos desde atrás y Victoria fue entonces consciente de que ese algo sólido contra lo que se había golpeado era el mismísimo doctor Oliver.

– Creía que había dicho que le gustaban los perros -oyó decir a la voz ligeramente divertida del doctor directamente junto a su oreja.

El calor que desprendían las manos de Nathan se extendió por sus brazos en un pasmoso contraste con la hormigueante sensación invocada por la voz profunda e intensa al acariciarle el oído.

– Me gustan los perros -dijo Victoria sin apartar en ningún momento los ojos de la enorme bestia que tenía delante-. Pero esto no es un perro. Es casi un… oso.

Nathan se rió entre dientes y su cálido aliento acarició el cuello de Victoria, despertando las sensibles terminaciones nerviosas en su piel desnuda. Luego la soltó y se movió hasta quedar de pie a su lado. A pesar de que había dejado de tocarla, el calor de sus manos seguía impreso sobre su piel y Victoria dio gracias a que todavía tenía a Botas en brazos, de lo contrario habría recorrido con los dedos el cálido punto del que él la había agarrado. R.B. se acercó trotando de inmediato a su dueño, meneando el rabo.

Tras acariciar la enorme cabeza del perro, el doctor Oliver dijo:

– Hagámoslo como corresponde, ¿te parece, muchacho? Siéntate. -El perro levantó una pata delantera del tamaño de un plato-. Desea serle presentado formalmente.

Victoria miró al perro, recelosa.

– ¿Es manso?

– Como un cordero.

– Desgraciadamente, no tengo la suficiente experiencia con los corderos para saber si son mansos. Oh, lo parecen, pero quién me dice a mí que no son unas bestias gruñonas e irritables…

– R.B. es extremadamente manso.

– Por su aspecto, diría que podría comerse mi pecho como entrante. Dígame, ¿todos sus animales son tan grandes? ¿No tiene nada más pequeño?

Nathan chasqueó la lengua.

– Me temo que no en forma de perro.

Decidida a borrar la mueca divertida de esa boca sonriente, Victoria contuvo su nerviosismo y tendió la mano para estrechar la enorme pata que el animal le ofrecía. En cuanto la soltó, R.B. volvió a apoyarla en el suelo, dejándole la mano totalmente intacta. Lo cierto es que era un hermoso animal y que parecía realmente amistoso… quizá un poco demasiado, a juzgar por el golpe en el trasero que le había propinado… aunque debido a su exagerado tamaño resultaba intimidatorio.

Un nuevo olorcillo a animal de granja la sacó de su inmovilidad. Después de decidir que había acumulado suficiente información en lo que iba de mañana, se dirigió lentamente hacia las cuadras con la mirada fija en el rebaño del doctor Oliver.

– Si me disculpa, voy a dar mi paseo matinal.

– ¿No olvida usted algo, lady Victoria?

Dios del cielo, la cabra volvía a mirarla. Aceleró el paso.

– Ejem… no lo creo. -Para su consternación, el doctor Oliver se acercó a ella con una maliciosa sonrisa arrugando su hermoso rostro. Y como si eso no resultara en sí bastante alarmante, su apestoso rebaño no tardó en seguirle.

– Botas -dijo él.

La mirada de Victoria descendió hasta el despellejado calzado de Nathan.

– Son… preciosas. Necesitan un poco de lustre, pero…

– Me refiero a mi gata, lady Victoria. -Siguió acercándose a ella, con sus animales tras él… con excepción de la vaca, que se había detenido a comer un poco de hierba.

– Ah, Botas -dijo ella, deteniéndose a regañadientes y sintiéndose como una idiota. Bajó los ojos hacia la pequeña durmiente, que seguía dulcemente acurrucada en el hueco de su brazo, y fue presa de un arrebato de irrazonable y ridícula posesión.

El doctor Oliver se detuvo directamente delante de ella y le lanzó una mirada de total comprensión.

– Le roban a uno el corazón, ¿verdad?

– Eso me temo.

Nathan tendió el brazo y con sumo cuidado acomodó a la pequeña en sus manos. Los dedos de Victoria rozaron los suyos, acelerándole el pulso de un modo absolutamente ridículo. En cuanto se aseguró de que Botas había sido transferida sana y salva, Victoria apartó las manos bruscamente. Nathan acurrucó al diminuto animal contra su pecho y señaló con la cabeza a las cuadras.

– ¿Vamos?

– ¿Vamos adónde?

– A dar un paseo a caballo, naturalmente. Tengo que dar de comer a los animales, pero puedo hacerlo mientras Hopkins ensilla a nuestros caballos.

– No recuerdo haberle extendido una invitación para que me acompañe, doctor Oliver.

– Un descuido accidental, sin duda.

– A decir verdad, no. Preferiría montar sola.

– Una verdadera lástima, pues voy a acompañarla.

– Me temo que eso es del todo imposible dado que no está presente mi dama de compañía.

Nathan se limitó a desestimar las palabras de Victoria con un simple gesto de la mano.

– No tema. No compartiremos un carruaje cerrado ni nada parecido, lady Victoria. Estaremos al aire libre, cada uno a lomos de su caballo, a la vista de todos, eso si hay alguien a quien le importe… un comportamiento totalmente respetable aquí, en Cornwall. Y ahora dígame -prosiguió, empleando un tono declaradamente coloquial-, ¿ha pensado en devolverme mi nota?

– Ya le dije anoche cuáles eran las condiciones. Condiciones que no han variado. ¿Ha tomado alguna decisión respecto a mi propuesta?

– Le comuniqué mi decisión anoche, lady Victoria.

– ¿Y no piensa reconsiderarla?

Nathan negó con la cabeza y sonrió de oreja a oreja.

– Preferiría aguardar a que se desnudara.

Victoria apretó los labios y deseó con todas sus fuerzas poder disimular el sarpullido de calor que le abrasó el rostro.

– Si me disculpa… -Intentó rodear a Nathan y seguir su camino, pero él se movió a un lado para bloquearle el paso.

– No discutamos -dijo él-. Hace una mañana deliciosa para dar un paseo a caballo. Haré las veces de encantador anfitrión y le mostraré un sendero que lleva a la playa.

– ¿Encantador? -Victoria dejó escapar un bufido rebosante de descrédito-. No, gracias.

– Me temo que no tiene usted elección, lady Victoria. Su padre me ha dado instrucciones para que la proteja. Puesto que se niega a hacerme entrega de la nota y, por ello, no puedo saber con exactitud cuál es su preocupación, no me deja otra opción que la de seguirla día y noche. Desde el amanecer hasta el anochecer. Todos y cada uno de los minutos del día, desde que despierte… -Se acercó un paso más a ella y, con una sonrisa, añadió-: hasta que duerma entre sus sábanas por la noche.

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