Capítulo 7

La mujer moderna actual debería aplicar las sencillas reglas de la pesca a la captura de su caballero. Primero, dotar el anzuelo de un cebo tentador, como un vestido escotado. Luego, desplegar su poder de fascinación en la forma de una conversación coqueta y de miradas sugerentes. Recoger a la presa rozando «accidentalmente» su cuerpo con el de él y, acto seguido, atraerle a la orilla y dejarle sin aliento con un beso sensual, lento y profundo.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima

Charles Brightmore.


Nathan observó cómo el acaloramiento teñía de rubor el blanco y suave cutis de lady Victoria y tuvo que obligarse a no alargar la mano para tocar ese color hechizante. Los ojos azules de ella se cerraron, indignados, al tiempo que se encolerizaba por el inadecuado comentario del doctor. Victoria era la viva imagen de un fuego de artificio a punto de explotar.

– Si tal disposición no le satisface, señora mía, no tiene más que entregarme la nota. De lo contrario, me temo que me veré obligado a ser para usted como el verde para la lechuga, o el amarillo para el narciso; como el rojo para el tomate o el…

– Creo que he captado el mensaje. -Lady Victoria frunció los labios y Nathan se sorprendió clavando la mirada en la boca de la joven, anticipándose al momento en que relajaría la presión y los labios recuperarían de nuevo su carnosa voluptuosidad-. Sin duda cree usted que haciéndose pesado, gesta en absoluto difícil, por cierto, su constante compañía me resultará tan absolutamente odiosa que terminaré por entregarle encantada la nota.

– Ese es mi mayor deseo, sí.

– En tal caso me subestima usted, a mí y mi determinación.

– Al contrario, me doy cuenta de lo testaruda que es.

– Hay una gran diferencia entre la determinación y la testarudez.

– Estoy seguro de que así lo cree. Y estaría encantado de poder oír su teoría sobre la cuestión durante nuestro paseo. -Arqueó las cejas-. Y yo que creía que desearía disfrutar de mi compañía para asegurarse con ello que no estoy registrando su habitación durante su ausencia. -Recorrió con la mirada la figura de Victoria. A continuación volvió a mirarla a los ojos y en sus labios se dibujó una lenta sonrisa-. A menos, claro, que tema que pueda encontrar la nota en su persona.

Victoria alzó el mentón dando muestra de esa actitud obstinada, remilgada, altanera y despreciativa que, por alguna estúpida razón, él encontraba intensamente excitante.

– Por supuesto que no.

– Excelente. Entonces está decidido. Sígame. -Se dirigió a las cuadras y Victoria se apresuró tras él. Observándola de reojo, Nathan contuvo una sonrisa ante las miradas furtivas que ella iba lanzando por encima del hombro a sus animales, que iban directamente detrás de ellos.

Entraron a las cuadras y Nathan gritó:

– Hopkins, ¿está usted aquí?

– Aquí estoy -respondió una voz apagada. La puerta del primer establo situado a la izquierda se abrió de par en par y un hombre recio con una encendida mata de pelo rojo y barba del mismo color se abrió paso a golpe de hombro por la portezuela con un cubo grande en cada mano.

– Buenas, mi señora, doctor Nathan. -Levanto los cubos en el aire-. A punto estaba de llenar los comederos de su prole. Las gallinas han dejado un regalo de tres hermosos huevos.

Nathan sonrió.

– Gracias, Hopkins. Llévelos a la cocina y que la cocinera se los prepare.

– Gracias. -Echó una mirada de ojos entrecerrados a la cabra, el cerdo, la vaca y los patos que merodeaban junto a la puerta-. Vamos, fuera de aquí. Ya llega la manduca. -Miró entonces a Nathan-. ¿Necesitará que le ensille los caballos, doctor Nathan?

– Si se encarga usted de dar de comer a los animales, yo me encargo de ensillar a los caballos para lady Victoria y para mí.

Hopkins saludó la propuesta asintiendo con la cabeza y salió, seguido muy de cerca por el rebaño. En cuanto desapareció, su voz volvió a colarse en el interior de la cuadra.

– Aparta de mi trasero ese maldito hocico, maldita bestia impaciente.

Fingiendo no haber oído nada, Nathan dijo:

– Permítame que acomode a Botas. -Dejó a la gatita dormida en el primer establo y cerró la puerta con pestillo. Al volver, preguntó a lady Victoria-: ¿Es usted una buena amazona?

– Sí.

– Bien. Creo que Miel será una buena montura para usted. Es enérgica, aunque muy dulce. -Abrió la marcha hasta el último establo, donde la yegua, bautizada por su crin de color dorado claro, relinchó al verle.

– Es preciosa -exclamó lady Victoria cuando él sacó a la yegua del establo. Nathan la vio entonces acariciar el cuello y el aterciopelado hocico del animal.

Mientras lady Victoria y Miel se conocían, él ensilló a la yegua con una silla de mujer al tiempo que oía a Victoria susurrar al caballo palabras suaves y halagüeñas. Ensilló después para él a Medianoche, un castrado purasangre negro.

Tras acomodar a lady Victoria en su silla, Nathan montó de un salto a lomos de Medianoche y abrió la marcha al exterior. Curioso por saber si ella era en realidad una amazona experimentada, no tardó en emprender un enérgico trote hacia el inmenso bosquecillo de olmos situado en el extremo más alejado de los parterres de césped, evitando a propósito la dirección opuesta, donde los tormentosos recuerdos de la noche acontecida tres años antes esperaban para abatirse sobre él en despiadada emboscada. Cuando se acercaban ya a los árboles, Nathan aflojó el paso, vagando despacio por los senderos impregnados de olor a madera, salpicados de los primeros rayos del pálido sol de la mañana. Los pájaros gorjeaban, las hojas crujían bajo los cascos de los animales y una suave brisa marina le colmaba los sentidos. Desde todas direcciones le asaltaban los recuerdos. Había cabalgado, caminado y corrido por esos caminos innumerables veces durante su juventud, e incluso, a pesar de tan prolongada ausencia, tenía la sensación de no haberse marchado de allí nunca.

No sabía con seguridad cuánto tiempo llevaban avanzando en silencio cuando ella dijo:

– El paisaje es precioso. ¿Visita a menudo Creston Manor?

Nathan se preguntó si Victoria habría visto algo reflejado en su rostro que la hubiera llevado a hacer esa pregunta.

– Hacía tres años que no venía.

Victoria arqueó las cejas.

– ¿Es decir desde su última misión?

– Sí.

– ¿Por qué no ha regresado desde entonces?

Nathan se volvió y la miró directamente a los ojos. El sol destellaba en el castaño oscuro de los rizos que enmarcaban el rostro de lady Victoria, lanzando al aire reflejos color canela. Su traje de montar de color verde oscuro armonizaba con su blanco cutis. Y los labios… diantre, los labios parecían forjados en un par de melocotones carnosos, jugosos y suculentos. Quizá haberla acompañado en su paseo a caballo no había sido a fin de cuentas una buena idea.

– ¿Lord Nathan? ¿Por qué no ha regresado desde entonces?

Demonios, había perdido por completo del hilo de la conversación. Se planteó durante un instante si decirle la verdad y pensó que por qué no iba hacerlo. En cualquier caso, poco importaba la opinión que ella tuviera de él.

– Después de que fracasara la misión, tuve una discusión con mi padre y con mi hermano. Lo mejor para todos los implicados era que me marchara.

La mirada de Victoria buscó la suya y dijo entonces dulcemente:

– Debe de haber sido muy duro para usted.

Sin duda era lo último que Nathan esperaba oír de labios de ella. Había esperado notarla curiosa, burlona, quizá entrometida. En cambio, le había ofrecido su compasión, como si entendiera el peso de esa separación. Semejante reacción lo confundió. Y le inquietó. No tenía el menor deseo de descubrir nada agradable en ella.

– Supongo que el regreso habrá despertado en usted muchos recuerdos -dijo ella, de nuevo desarmándole con su extraña capacidad para comprender precisamente lo que él estaba pensando.

– Sí. El sendero por el que pasamos ahora fue siempre mi favorito. Se bifurca dentro de medio kilómetro. El camino de la derecha lleva a la playa y el de la izquierda a un pequeño lago privado enclavado en el extremo más alejado de la propiedad.

– ¿Así que este lugar en particular está plagado de recuerdos felices?

Nathan asintió despacio al tiempo que una sonrisa tironeaba de sus labios mientras algunos de esos recuerdos volvían a dibujarse en su mente.

– Sí, así es.

– ¿Por qué no comparte algunos conmigo?

Nathan le lanzó una mirada. La expresión de lady Victoria revelaba tan solo interés.

– ¿Es usted consciente de que, si conversamos, corremos el riesgo de discutir?

– No conversaremos -respondió ella con una sonrisa-. Puede hablar usted y yo me limitaré a escuchar las historias de su malograda juventud. Dígame, ¿por qué era este su rincón favorito?

Nathan vaciló vanos segundos antes de responder, dejando que el ambiente que destilaba el entorno le infundiera un halo de nostalgia. El gorjeo de los pájaros, los inmensos árboles que les proporcionaban ondulantes lazos de sombra y dorados rayos de sol. El aroma de la tierra húmeda, el aire limpio, y siempre ese fuerte olor a mar que le hacía pensar en su casa y en los suyos.

– Mis dos rincones favoritos de la propiedad son el lago y el mar. Todos los días, independientemente del clima, recorría este sendero, decidiendo durante el trayecto qué porción de agua visitaría ese día. -Rió al recordarlo-. La decisión era realmente agónica.

– ¿Por qué agónica? ¿Por qué no simplemente resolver el dilema alternando destinos a diario? ¿O mejor aún, visitando ambos?

– Excelentes sugerencias. Sin embargo, nunca me pareció viable visitar los dos, pues no soy amigo de las prisas, y en cuanto llegaba a una de las ubicaciones odiaba marcharme, de modo que era mucho lo que tenía que considerar a la hora de elegir mi destino diario. El clima, sin ir más lejos.

– ¿Qué tenía que ver el clima con su elección?

– Siempre elegía la ruta hacia el mar si había tormenta. El espectáculo de las olas rompiendo contra la orilla, el rugido de las aguas agitadas salpicando los accidentados acantilados me embelesaba. También elegía el camino que llevaba al mar directamente después de una tormenta, pues la orilla siempre mostraba una nueva selección de despojos a observar y de conchas que coger.

– Me encanta coleccionar conchas -dijo lady Victoria con los ojos brillantes-. Las guardo en un enorme jarrón de cristal en Wexhall Manor, y añado más todos los años después de nuestras vacaciones en Bath.

– En ese caso, sin duda disfrutará de la playa que tenemos aquí.

– ¿Debo entender entonces que optaba por la ruta que lleva al lago los días de buen tiempo?

– Normalmente sí, pues me gusta nadar en el lago. A veces venía solo, disfrutando de la soledad de flotar en el agua, mirando el cielo y viendo pasar las nubes. Sin embargo, casi siempre Colin, Gordon y yo íbamos juntos, metidos en alguna travesura, jugando a los piratas o a algo por el estilo.

– Gordon… ¿se refiere a lord Alwyck?

– Sí. Nos conocemos desde que éramos niños -dijo. Y éramos inseparables, pensó. Nathan apartó esa idea de su cabeza y prosiguió-: Naturalmente, los miércoles estaban siempre dedicados al lago, independientemente del día que hiciera.

– ¿Por qué?

– Porque es el día en que Hopkins se baña en el lago. Nos escondíamos en la orilla y esperábamos a que se hubiera sumergido del todo en el agua para robarle la ropa.

Victoria abrió mucho los ojos y se llevó los dedos enguantados a los labios para ocultar su sonrisa.

– ¿Y le hacían eso al pobre hombre todos los miércoles?

– Sin falta.

– ¿Y él no tomaba represalias?

– Oh, ya lo creo. Aquello se convirtió en una batalla por saber quién era más ingenioso. Hopkins empezó a esconder su ropa en lugares distintos y nosotros la encontrábamos. Él se llevaba una muda adicional, pero también caímos en la cuenta de eso. Escondía una toalla entre los arbustos y nosotros dábamos con ella. Siempre le dejábamos la ropa en el establo, pulcramente doblada, con una nota que decía: «Hasta la semana que viene, el Ladrón Que Te Deja Con El Trasero Al Aire». -Una sonrisa asomó a los labios de Nathan-. Cuando estaba en nuestra compañía, Hopkins fingía que no sabía que éramos nosotros los responsables de los robos. Pero nos ocultábamos en los bosques y le observábamos salir del lago, chorreando, lanzando maldiciones y juramentos, prometiendo venganza contra aquellos «jóvenes gamberros»… aunque el tono de las palabras que utilizaba era decididamente más elevado que eso y desde luego no eran palabras que yo vaya a repetir ante una dama.

Lady Victoria intentó mostrarse severa, pero la diversión que revelaba su mirada no dejaba lugar a dudas.

– ¿Y pudo alguna vez Hopkins con ustedes?

– Oh, ya lo creo. Una vez nos llenó las botas con estiércol de caballo. -Hizo una mueca y se echó a reír-. Jamás olvidaré la expresión que asomó al rostro de Colin cuando metió el pie en su bota. En otra ocasión, Hopkins se largó con nuestra ropa, algo que no puedo decir que no nos tuviéramos bien merecido. Y aunque casi logramos entrar en casa por la puerta de servicio sin ser vistos, desafortunadamente nos tropezamos con dos criadas que en ese momento se dirigían a las habitaciones a cambiar la ropa de cama. Y cuando digo tropezamos, quiero decir que literalmente tropezamos con ellas. Sábanas y fundas de almohadas por los aires, unos chiquillos desnudos y sonrojados, y un par de criadas boquiabiertas y jadeantes. Y, para terminar de empeorar las cosas, mi padre se cruzó con nosotros… Fue todo un espectáculo. Recibimos un buen tirón de orejas por parte de mi padre, que además nos prohibió volver a nadar en el lago.

– ¿Y le hicieron caso?

– Por supuesto que no. -Sonrió de oreja a oreja-. ¿Qué tiene eso de divertido? -Tiró de las riendas de Medianoche hasta detenerlo por completo y señaló-: Ahí está la bifurcación. ¿Qué dirección elige?

Al ver que Victoria se llevaba el dedo a sus labios fruncidos y meditaba su respuesta, Nathan dijo:

– Ahora entiende usted la agonía que supone tal decisión. Imagine, si puede, que sus dos tiendas favoritas de Londres hubieran decidido regalar su mercancía, pero solo durante una tarde, y a la misma hora. ¿A cuál elegiría ir?

– No elegiría ni la una ni la otra. Iría a una de las dos y enviaría a la otra a un criado que actuara en mi nombre.

Nathan no pudo contener la risa.

– Pero se perdería la excitación de poder elegir las prendas personalmente.

– Cierto, pero tendría las prendas de las dos tiendas -afirmó con una sonrisa-. Y, dado que hoy es miércoles, que no deseo interrumpir el baño rutinario de Hopkins prefiero la playa y poder coger algunas conchas.

Nathan saludó su elección con una profunda reverencia.

– Como desee.

Iniciaron el descenso por el sendero que no tardó en estrecharse, obligándoles a avanzar en fila de a uno. Nathan abría la marcha, permitiendo que las visiones del pasado fluyeran a su alrededor. Aquellos eran los senderos de su niñez, preñados de incontables recuerdos, conspirando ahora para resucitar el dolor sordo de la añoranza que creía finalmente enterrada. En un esfuerzo por mantener esa emoción a raya, dijo:

– Ahí delante está el mar. -Mantuvo a Medianoche al paso, incrementando así la sensación de anticipación, conocedor como lo era de la exquisita vista que les esperaba.

En cuanto llegó al final de la curva que dibujaba el sendero, tiró de las riendas de Medianoche e hizo un alto en el camino al tiempo que la panorámica que ofrecía a la vista el punto estratégico donde se encontraban le golpeaba sin compasión. Un cielo cerúleo, salpicado de nubes algodonosas y fundidas en el horizonte con el agua moteada de sol y del blanco de las crestas de las olas, cuyo azul se desgranaba del zafiro más profundo al más pálido celeste en las zonas menos profundas de la playa que se abría bajo sus pies. Los oscuros acantilados se elevaban mayestáticos, a un tiempo misteriosos y austeros, y, como bien sabía Nathan, un tesoro escondido de escondrijos para los contrabandistas.

Una brisa enérgica y salada le refrescó la piel. Nathan alzó el rostro, cerrando brevemente los ojos e inspirando hondo el aroma que desde siempre le había proporcionado una sensación de paz y un anhelo de aventura. Los chillidos de las gaviotas captaron su atención y, al abrir de nuevo los ojos, vio a un grupo de aves grises y blancas flotando al viento, suspendidas durante varios segundos con las alas completamente extendidas antes de lanzarse en picado para capturar un bocado en el mar.

– Oh, Dios… esto es espectacular.

Nathan se volvió a mirar a lady Victoria, cuyos ojos brillaban, sumidos en complacido asombro, mientras su mirada escudriñaba lentamente el panorama que se extendía ante ella. Pensó en ese instante que los ojos de Victoria eran del mismo tono de azul idénticamente intrigante que el de la línea donde el cielo y el mar se encontraban. La vio alzar el rostro hacia el sol, cerrar los ojos e inspirar hondo, exactamente como él acababa de hacer. Luego ella volvió a abrir los ojos y le miró con expresión perpleja.

– No sé con certeza lo que esperaba ver -dijo casi sin aliento-. Pero desde luego no era… esto.

Nathan la miró fascinado, mientras una sonrisa asomaba lentamente al precioso rostro de lady Victoria. Era preciosa hasta cuando fruncía el ceño, pero su sonrisa le hechizaba por completo. El mismo arrebato de atracción que había experimentado la primera vez que había puesto los ojos en ella volvió a sacudirle con pasmosa fuerza.

– Jamás había visto nada semejante -dijo ella con voz queda, trazando un amplio arco con la mano-. La absoluta belleza de los colores, la majestad de los acantilados y del mar desde esta altura… absolutamente magnífico. Debería haberme preparado para lo que estaba a punto de ver, pues la vista me ha dejado sin aliento.

La mirada de Nathan quedó brevemente suspendida en los labios húmedos de la joven.

– Soy de la opinión que hay cosas para las que no podemos prepararnos, lady Victoria. Simplemente… ocurren. Y nos dejan sin aliento. -Se obligó a fijar de nuevo la mirada en sus ojos-. A pesar de las incontables veces que he girado por esa curva y he visto esta misma panorámica, cada vez me quedo maravillado de lo que tengo ante mis ojos. Y no solo porque sea hermoso, sino porque es del todo inesperado.

Ella asintió despacio.

– Sí, eso lo describe a la perfección. Ante un espectáculo así no puedo por menos que lamentar no haber traído conmigo mis acuarelas, aunque esta es sin duda una escena cuya espectacularidad y vibrantes colores son más adecuados para óleo.

– ¿Pinta usted?

Una mancha rosada le tiñó las mejillas, como si acabaran de recibir la pincelada de un pintor invisible.

– Me temo que no lo hago bien, aunque disfruto enormemente del pasatiempo. Nunca he intentado pintar al óleo, pero he traído a Cornwall mis acuarelas.

– En ese caso, debe intentar plasmar esta escena antes de su regreso a Londres.

La mirada de Victoria se desplazó hacia la extensión de arena dorada que tenían debajo.

– ¿Cómo se accede a la playa?

– Hay un sendero a un poco más de un kilómetro de aquí. Sígame.

Victoria a punto estuvo de decir algo y apartó luego a regañadientes la mirada de la vista panorámica para centrar su atención en el sendero que se abría ante ella. Sus ojos quedaron sin embargo prendidos en la ancha espalda del doctor Oliver. La camisa de algodón blanco se tensaba sobre la extensión de piel dorada y lustrosos músculos que tan vívidamente recordaba haber visto el día anterior desde la ventanilla del carruaje. Los rayos de sol atravesaban por entre las hojas y las ramas de los árboles, brillando entre los oscuros mechones de sus cabellos. Manejaba su montura con mano experta, y un escalofrío de alarma la recorrió por entero ante el espectáculo de esas poderosas piernas a horcajadas sobre la silla. Su forma de moverse… desde la fluida facilidad con la que montaba hasta sus andares suaves y casi rapaces… la obligaron a tragar saliva a fin de aliviar la repentina sequedad que le atenazaba la garganta. Cielos, el viejo doctor Peabody, que había sido el médico de la familia durante años, no tenía ese aspecto ni se movía así. No, se movía por la casa con la gracia de un elefante.

Sin embargo, no había nada de desagradable en el doctor Oliver. Con gran esfuerzo, lady Victoria apartó de él la mirada, concentrándose en la belleza del entorno, el sonido de las gaviotas y de la espuma, la enérgica frescura del aire preñado de olor a mar, los atisbos del azul salpicado de blanco entre los árboles. Aun así, mirara donde mirada, era plenamente consciente de la presencia de Nathan a lomos de su caballo delante de ella, y se preguntó en qué estaría pensando él.

Siguieron avanzando durante un cuarto de hora antes de que Nathan se detuviera y desmontara cerca de un pequeño estanque.

– El sendero que lleva a la playa está ahí delante. Podemos dejar aquí a los caballos para que beban y descansen mientras nosotros exploramos.

Medianoche se dirigió de inmediato a beber al estanque mientras el doctor Oliver se acercaba a Victoria. Cuando llegó junto a Miel, levantó los brazos sin decir una palabra para ayudarla a desmontar.

El corazón de Victoria ejecutó en su pecho la más ridícula de las volteretas ante la que no pudo reprimir un reproche interno. Varios habían sido los caballeros que la habían ayudado a desmontar en el pasado sin provocar en ella reacción semejante. No obstante, el hecho de pensar en las enormes manos de doctor Oliver agarrándola por la cintura, un hombre cuyas manos la habían acariciado en una ocasión de un modo que había dejado patente que no era del todo un caballero, la turbó de tal manera que no pudo por menos que reconocer que la…

Excitaba.

A pesar de que su lado más sensato la advertía de que no debía permitir bajo ningún concepto que Nathan se acercara menos de un metro de ella, nada pudo hacer contra el poder abrumador de su emergente yo más osado, que tanto deseaba su roce.

Miró a Nathan desde las alturas y leyó fácilmente la diversión y el desafío impreso en los ojos del médico.

– No muerdo, lady Victoria. Al menos, no muy a menudo.

– Todo un alivio, sin duda -respondió ella despreocupadamente-. Sin embargo, ¿está usted seguro de que yo tampoco muerdo, doctor Oliver?

Los ojos de Nathan parecieron oscurecerse y su mirada descendió suavemente hasta la boca de la joven.

– Según creo recordar. Aun así, es un riesgo que estoy dispuesto a correr.

El significado de sus palabras no dejaba lugar a falsas interpretaciones y Victoria apenas puedo resistirse al impulso de abanicarse con su mano enguantada. Sin duda él recordaba el beso que habían compartido, probablemente con más detalle de lo que ella había sospechado. Bien, si esa información era cierta, excelente. Eso no haría sino ayudar a su causa, algo que había perdido de vista durante unos instantes.

Victoria tendió las manos hacia abajo hasta apoyarlas en los hombros del médico. Él la tomó de la cintura y la bajó al suelo, aunque no con la rapidez y la eficacia que ya habían de mostrado antes otros caballeros. No. Victoria se vio descendiendo al suelo entre sus manos con una deliberada falta de prisa que arrastró su talle a lo largo del musculoso pecho del doctor. La picardía y algo más, algo que le aceleró el corazón, destelló en los ojos de Nathan. Cuando sus pies por fin tocaron el suelo, Victoria sintió el rostro encendido y la respiración entrecortada.

En vez de soltarla, las manos del médico se tensaron alrededor de la cintura de Victoria, cuyos dedos respondieron flexionándose sobre sus anchos hombros. La joven inspiro bruscamente y su cabeza se colmó con la fragancia de él: ropa limpia, piel cálida por el sol, todo ello mezclado con un ligero olor a sándalo. Apenas unos centímetros separaban sus cuerpos. La última vez que Victoria había estado tan cerca de él, la habitación se hallaba sumida en la penumbra. Sin embargo esa mañana los envolvía un entramado de lazos de sol. Victoria alzó la mirada y admiró las motas de oscuro dorado que salpicaban los ojos de Nathan, unos ojos que, incluso desde tan cerca, seguían resultando enloquecedoramente inescrutables. Reparó entonces en la fina maraña de arrugas que se extendían desde el extremo de sus ojos, como si Nathan fuera un hombre habituado a la risa. La textura dorada de la piel, suavemente afeitada, se tensaba sobre los pómulos y sobre el firme mentón. Y además estaba la boca…

Sus labios, como todo lo demás en él, la habían fascinado desde el momento en que los había visto. Supuestamente no había hombres bendecidos con bocas tan hermosas como aquella. Los labios de Nathan parecían a la vez firmes y suaves, tan capaces a la vez de proferir bruscas órdenes como de ceder dulcemente. Quizá la respuesta estuviera en la línea precisa y perfecta del labio superior, que contrastaba de forma inesperada con la sensual carnosidad del inferior. Era sin duda una boca que exigía atención, y Victoria sabía que no podía ser la única mujer que sintiera semejante fascinación por ella. Como bien recordaba, Nathan sabía utilizar esa boca.

Y de pronto descubrió que deseaba que él la besara de nuevo. Deseaba saber si la magia que había experimentado tres años antes había sido real o solo un producto de su hiperactiva y juvenil imaginación. Había llegado a Cornwall armada con la intención de compartir con él otro beso, pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza la posibilidad de llegar realmente a desear besarle por otra razón que no fuera la venganza. Un ceño se dibujó entre sus cejas. Diantre, desear a Nathan, en cualquiera de sus variantes, no formaba en absoluto parte de su plan. Era él quien debía desearla.

Desvió bruscamente su atención hacia arriba y las miradas de ambos se encontraron. Victoria gimió para sus adentros. Obviamente, él la había sorprendido mirándole. Por si eso fuera poco, peor aún fue la ausencia del menor atisbo de deseo en los ojos del doctor. No, Nathan se limitaba a mirarla con una expresión de absoluto desinterés. Definitivamente, Las cosas no apuntaban bien para su plan de venganza.

A juzgar por lo poco… dispuesto a ser seducido que vio a Nathan, Victoria comprendió que no era el momento óptimo para intentar actuar. Bien, no importaba. Tendría muchas oportunidades durante su visita, aunque no podía negar que le irritaba ver que él había logrado turbarla de ese modo mientras que su proximidad obviamente no había conseguido afectar ni un ápice al doctor. Retiró las manos de los hombros de Nathan y retrocedió varios pasos, más molesta aún al notar que las rodillas casi no la sujetaban. Las manos de él se retiraron de su cintura y, a pesar de que había dejado de tocarla, Victoria habría jurado que seguía sintiendo las huellas de sus manos en el talle.

Varios segundos de silencio se alargaron entre ambos y Nathan se aclaró la garganta antes de hablar.

– ¿Seguimos hasta la playa?

– Por favor.

Victoria echó a andar junto a él, y tuvo que admitir a regañadientes que Nathan era la personificación misma de la cortesía, pues le ofreció la mano allí donde el sendero se empinaba un poco, apartó las ramas del camino para que ella pudiera pasar sin sufrir daño alguno y hasta la tomó del brazo al verla tropezar en una ocasión. Huelga decir que estaba en la obligación de agarrarla, dado que era el único culpable de su tropiezo. Si Victoria hubiera estado concentrada en el sendero en vez de haberlo estado en cómo su hombro rozaba el brazo del médico, nunca habría perdido pie.

Sin embargo, cualquier expresión de fastidio resultó del todo imposible en cuanto se acercaron a la playa. Una franja de arena dorada se extendió ante sus ojos, y al instante la embargó el deseo de extender los brazos y echar a correr sobre sus intactos granos. La brisa marina le zarandeó el sombrero y Victoria se llevó una mano a la cabeza.

– Una causa perdida, sin duda -dijo el doctor Oliver, señalando el sombrero con el mentón-. Estamos a punto de abandonar la protección de los árboles y el viento puede soplar con fuerza.

Victoria siguió con la mano firmemente pegada a la cabeza al tiempo que se adentraban en la arena. Al ver que el viento parecía haber remitido, bajó la mano. Casi de inmediato una ráfaga impregnada en sal le arrebató el sombrero de la cabeza.

– ¡Oh!

El doctor Oliver le dedicó una breve sonrisa y dijo con voz clara:

– Ya se lo había dicho. -Luego echó a correr hacia el agua en busca del sombrero huido. Ver a Nathan cruzando la arena a la carrera la colmó con el abrumador deseo de imitarle. Se agarró las faldas y tiró de ellas hasta sujetarlas por encima de los tobillos, y echó a correr tras él.

Los botines de piel que se había puesto para montar se hundieron en la blanda arena, frenando su progreso, pero el viento le azotó el cabello y el vestido, el sol brillaba en las aguas celestes y el olor a salado frescor le llenó los pulmones, insuflándole una vertiginosa sensación de libertad en nada comparable a ninguna sensación conocida. Una carcajada encantada escapó de sus labios, luego otra, y corrió más deprisa, levantando arcos de granos de arena dorada a su paso.

Siguió corriendo hacia el agua mientras veía cómo el doctor Oliver se agachaba en dos ocasiones a coger su sombrero, aunque ambas tentativas fueron en vano, hasta que por fin logró hacerse con el esquivo objeto por uno de sus largos lazos de satén de color verde oscuro. Nathan la vio correr hacia el cuando estaba sacudiendo la arena del sombrero. Se paró a mirarla mientras ella seguía acercándose. Victoria se detuvo a escasos metros de él, riendo sofocada por la carrera.

– Así que ha recuperado mi sombrero -dijo, hablando en entrecortados jadeos al tiempo que la respiración le inflamaba el pecho-. Gracias.

Nathan le hizo entrega del sombrero.

– De nada. Aunque yo se lo habría dado. No había necesidad de que se agotara de ese modo.

– No estoy agotada. ¡Estoy llena de energía! -Victoria abrió del todo los brazos y giró sobre sí misma un par de veces-. Nunca había estado en un sitio tan vigorizante como esta playa. Diríase que la energía vibra en el aire. Sin embargo, de algún modo me siento… serena. -Hizo un gesto despreciativo con la mano y se echó a reír-. Me temo no poder explicar exactamente cómo me siento.

Él la envolvió en la intensidad de su mirada.

– No es necesario que lo haga, pues entiendo a la perfección lo que dice. Es un lugar que inspira excitación y que infunde paz en el alma.

– ¡Sí! Eso es exactamente.

Una lenta sonrisa que curvó los labios de Nathan aceleró el corazón de Victoria de un modo totalmente distinto a como lo había hecho su improvisada carrera. Se sintió hechizada por la mirada del médico, cautivada por el modo en que la brisa le alborotaba el cabello y por cómo la luz del sol le bañaba en un halo de calidez dorada. Logró obligarse a bajar la mirada y la paralizó reparar en cómo la brisa pegaba la camisa de algodón a su pecho y a su torso, ofreciendo un burlón atisbo de su silueta masculina que resultaba a la vez absolutamente exagerado y casi insuficiente.

Decidida a no volver a verse sorprendida mirando, Victoria volvió la cabeza y sus ojos tropezaron con una concha en la arena. Rápidamente se quitó los guantes y se agachó.

– Mi primer tesoro -dijo al levantarse, sosteniendo en las manos la delicada y nacarada concha blanca.

– Preciosa -murmuró Nathan.

Ella le miró y pudo ver que él no miraba la concha sino a ella con esa misma expresión inescrutable. ¿Qué podría borrar esa expresión de sus ojos y colmarlos de algo fácilmente descifrable como… el deseo?

Aunque no estaba segura de tener la respuesta a esa pregunta, se dio cuenta de pronto de que ardía en deseos por encontrarla.

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