La mujer moderna actual debe admitir que, en cuanto se imponga, hará frente a muchas tentaciones. A veces la tentación adopta la forma de un apetecible vestido o de una deliciosa confección, a los que, dependiendo de su situación económica, quizá debería resistirse. Sin embargo, a veces la tentación adopta la forma de un apetecible y delicioso caballero, en cuyo caso no debería resistirse.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima.
Charles Brightmore.
Nathan clavó otro clavo, aporreando la pequeña cabeza de metal con un jadeo satisfecho.
– ¿Dando rienda suelta a tus frustraciones? -preguntó una voz grave a su espalda.
Nathan se tensó ante el comentario de su hermano. Luego inspiró hondo y se obligó a relajar los hombros, preguntándose cuándo la incomodidad que se había instalado entre Colin y él terminaría por disiparse. Eso, claro, en caso de que llegara a disiparse algún día. Soltó un jadeo, sacudió el clavo con un golpe final que acompañó con un gruñido y miró por encima del hombro. Impecablemente vestido con su traje de montar, inmaculadamente uniformado y rezumando la imagen del perfecto caballero que Nathan había dejado de emular hacía ya tiempo, su hermano le observaba con esa expresión tan habitualmente inescrutable en él.
Nathan se volvió y cogió la camisa arrugada que había dejado apartada en el suelo para secarse la frente mojada. El sol le calentaba la espalda desnuda y agradeció la brisa fresca y perfumada que le acarició la piel caliente.
– Dando rienda suelta a mis frustraciones -repitió-. Sí, de hecho eso es exactamente.
– A juzgar por la cantidad de martillazos que llevo oyendo toda la mañana debes de estar realmente frustrado. -Colin señaló con la barbilla la obra de Nathan-. Menudo corral les estás construyendo a los animales.
– Por si no te habías dado cuenta, he llegado a casa con un buen número de animales.
– Habría resultado condenadamente difícil no reparar en ellos, con todos esos mugidos, balidos, cloqueos, ladridos, maullidos, graznidos, gruñidos y… ¿qué clase de sonido es el que hace esa cabra?
– Esa cabra tiene un nombre. Petunia.
Colin se pellizcó el puente de la nariz y negó con la cabeza.
– Se me antoja prácticamente imposible entender por qué te empeñas en mantener semejante colección de animales, y aún más imposible comprender qué necesidad tenías de traerlos a Cornwall. Pero lo que realmente no llego a entender es lo que te ha llevado a condenar a esa pobre bestia poniéndole un nombre como el de Petunia.
– No fui yo quien se lo puso. Fue la señora Fitzharbinger, la paciente que me la regaló, quien la llamó Petunia.
– Bien, está claro que la señora Fitzharbinger no posee el menor sentido del olfato porque en mi vida he olido nada menos parecido a la fragancia de una flor que esa bestia mugrienta.
– Yo en tu caso mediría mis palabras, Colin. Petunia es muy sensible a los insultos y muy dada a arremeter contra el trasero de todo aquel que habla mal de ella. -Lanzó una mirada a la cabra que, al oír su nombre, levantó su cabeza amarronada del parterre de flores donde rumiaba y le miró con sus ojos negros como la obsidiana. Un revelador manojo de flores violetas y de tallos asomaba por las comisuras de la boca de Petunia al tiempo que su desordenada barbilla no dejaba de moverse-. Siente especial predilección por las petunias. De ahí su nombre.
Colin alzó la mirada al cielo.
– Si realmente se le hubiera dado el nombre atendiendo a su manjar favorito, fácilmente podrías haberla llamado Pañuelo, Botón, Vitela…
– Sí, le encanta comer papel.
– Bien lo he visto esta mañana cuando se ha comido una nota que había dejado en el bolsillo de mi chaleco. Momento en el cual también perdí un botón. -Dedicó una mirada furibunda y glacial a Petunia. La cabra siguió masticando sin alterarse en lo más mínimo.
– ¿Qué pasó con tu pañuelo?
Colin entrecerró los ojos.
– Eso fue ayer. ¿Es que esta bestia no sabe que es hierba lo que supuestamente debe comer?
– De hecho, las cabras prefieren los matojos, los arbustos, las hojas y las anlagas.
– Diría más bien que prefiere comerse todo lo que no esté clavado al suelo. Y a la menor oportunidad.
– Quizá. Pero no creas que valora tus palabras. Yo en tu lugar pondría a salvo el trasero. -Nathan arqueó una ceja-. Tu nota debía de ser de alguna dama. Petunia muestra un gran apetito por las cartas de amor.
– Porque también sabe leer, por supuesto.
– Lo cierto es que no me sorprendería descubrir que así es. Los animales son mucho más inteligentes de lo que imaginamos. He descubierto que Reginald puede diferenciar entre las manzanas y las fresas. No le gustan las fresas.
– Estoy seguro de que Lars y el resto de los jardineros respirarán aliviados cuando se enteren de la noticia, sobre todo dado el triste estado de las petunias. ¿Y cuál de los miembros de tu prole es Reginald? ¿La oca?
– No, el cerdo.
Colin desvió la mirada al lugar donde Reginald estaba tumbado sobre el costado en la mayor muestra de felicidad porcina, a la sombra de un olmo cercano.
– Ah, sí. El cerdo. ¿Otro regalo de un paciente agradecido?
– De hecho, fue el pago de un paciente agradecido.
– Paciente que sin duda creyó proveerte con un festín de cerdo, jamón y beicon.
– Probablemente. Qué suerte para Reginald que no me guste demasiado el beicon.
– Ni tampoco la carne de res, a juzgar por el aspecto de esa vaca.
– Margarita. Se llama Margarita. -Nathan señaló con un movimiento de cabeza al bovino negro y blanco que pacía junto a Reginald-. Sé que disfrutas considerándote un hombre insensible, pero obsérvala. Una mirada de esos enormes y líquidos ojos marrones y ni siquiera tú podrías pensar en ella, como una simple fuente de leche fresca.
Colin negó con la cabeza.
– Dios del cielo, eres un claro candidato a dar con tus huesos en el manicomio. Petunia. Margarita -masculló-. ¿Todas tus mascotas tienen nombre de flor?
– No todas. El nombre del mastín es R.B.
– A juzgar por el tamaño del animal, supongo que viene de Rompe Bancos, ¿no?
– No. De Rompe Botas. Date por advertido.
– Gracias. -No hubo ninguna duda sobre el tono sarcástico empleado por Colin-. ¿Y R.B. es también el pago de algún otro paciente agradecido?
– Sí.
– Como supongo que también lo son los patos, las ocas, el gato y el cordero.
– Correcto.
– ¿Eres consciente de que el dinero es la compensación habitual por los servicios de un médico?
– También lo recibo. De vez en cuando.
– A la vista de esta colección de animales, debo suponer que muy de vez en cuando.
Nathan se encogió de hombros. Nunca había logrado convencer a Colin ni al padre de ambos de que estaba plenamente satisfecho viviendo en una casa de campo que podía caber sobradamente en el salón de Creston Manor, ni de que sus mal emparejados animales eran sus amigos. Su familia. Y como tal, los necesitaba allí para que le ayudaran a bregar con el calvario que, según sospechaba, le esperaba a la vuelta de la esquina.
– Me siento pagado con creces teniendo un techo sobre mi cabeza y manteniendo alimentados a mis amigos peludos y emplumados.
– Mucho más domesticado que en los viejos tiempos -dijo Colin.
Al instante, el muro que se levantaba entre ambos y que habían estado sorteando desde la llegada de Nathan el día anterior no pudo seguir siendo ignorado. Aun así, Nathan no deseaba hablar del pasado.
– Mucho más, sí. Y así es como me gusta.
– Esta era tu casa, Nathan. No tenías por qué haberte marchado.
¿Cómo era posible que unas palabras pronunciadas con tanta dulzura pudieran golpearle con semejante fuerza?
– ¿Ah, no? -Nathan no consiguió borrar del todo la amargura que impregnaba sus palabras.
Colin le observó atentamente durante largos segundos desde unos ojos verdes tan semejantes a los de su madre que inspiraron en Nathan una nueva oleada de recuerdos contra los que tuvo que debatirse. Por fin Colin volvió la cabeza y fijó la mirada en la distancia.
– Podrías haber elegido de forma distinta.
– No veo cómo. Aunque hubiera querido quedarme, papá me había ordenado que me marchara.
– Habló presa de la rabia. Como tú. Desde entonces, te ha escrito varias veces, invitándote a volver a casa.
– Cierto. Pero para entonces yo ya me había instalado en Little Longstone. -Se pasó la mano por los cabellos-. A pesar de que mantenemos una relación civilizada, siguen existiendo ciertas… asperezas entre papá y yo que no estoy seguro de que vayan a limarse en algún momento. -No le hizo falta añadir: «Como las que existen entre tú y yo». Las palabras quedaron suspendidas entre ambos como una niebla húmeda.
Colin asintió despacio.
– Tampoco tenías intención de volver.
Nathan fijó sin querer la mirada en la zona boscosa situada detrás de Colin. Sacudió la cabeza con un tenso gesto.
– No.
– Y sin embargo, aquí estás.
– La carta de lord Wexhall no me dejó mucha elección.
– Me pareció que aprovecharías la oportunidad para limpiar tu nombre.
– Créeme si te digo que la oportunidad de hacerlo es la única razón por la que estoy aquí. -Una punzada de culpa pellizcó a Nathan cuando vio que Colin apretaba la mandíbula, pero le pareció que decir la verdad sin ambages era su mejor opción. Ya había bastantes mentiras entre ambos.
– Evidenciada por el hecho de que hace tres años que no has estado en casa -murmuró Colin.
Sí, tres años. Tres años desde que su vida había cambiado drásticamente. Tres años enterrando recuerdos y luchando denodadamente por encontrar la paz. Por encontrar un lugar donde sentirse en casa, donde el pasado no le acechara desde todos los rincones.
– Os he escrito.
– Rara vez…
– He dedicado todo mi tiempo a encontrar un lugar donde instalarme. Donde asentarme.
– Y tuvo que ser a quinientos kilómetros de aquí.
– Sí. En un lugar donde nadie me conociera. Donde nadie estuviera al corriente de lo ocurrido.
– Marchándote así solo conseguiste parecer aún más culpable.
– En cualquier caso, todos me creían culpable, de modo que no veo que eso importase.
Los dos hermanos se dirigieron una larga y apreciativa mirada. Luego Colin dijo:
– Me sorprendió que tiraras la toalla tan fácilmente. Que no lucharas por limpiar tu nombre. Nunca fuiste de los que se rinden.
– Bueno, supongo que no me conocías tan bien como creías.
– Eso parece.
– O yo a ti. -Otra mirada se cruzó entre ambos y Nathan dijo entonces-: Por lo menos, a una distancia de quinientos kilómetros no estoy sometido a las miradas ni a los comadreos. Esa es una de las razones por las que mis «bestias», como tú los llamas, sean para mí tan importantes. Les tiene sin cuidado mi pasado. No me juzgan. No pueden hacerme daño.
– ¿Y es así como deseas vivir? ¿Sin sentir nada?
– Evitar el rechazo y el dolor no es lo mismo que no sentir nada.
– Han pasado tres años, Nathan. Ya es hora de que cambies.
– Ya lo he hecho.
– Hablaba en términos más geográficos.
– Te repito que ya lo he hecho. Es solo que este lugar… verme aquí es… difícil. -Su mirada descendió hasta la pierna de Colin, que como bien sabía estaba salpicada de cicatrices-. ¿Tan fácil te ha resultado a ti olvidar?
– Por supuesto que no. Ni a Gordon tampoco. Pero ni él ni yo hemos dejado que lo ocurrido pueda con nosotros.
Nathan casi se estremeció al oír mencionar aquel nombre. Gordon… barón de Alwyck… vecino y amigo de la infancia. Otro hombre que a punto había estado de perder la vida y tenía cicatrices en todo el cuerpo por culpa de esa desastrosa y última misión para la Corona. «Por culpa mía…»
– A ninguno de los dos se os acusó de haber robado las joyas. Ninguno de vosotros perdió el honor. Ni la reputación. Yo lo perdí todo. Ninguno fue responsable de… -La voz de Nathan se apagó y apretó la mandíbula con tanta fuerza que le dolieron las encías.
– Me salvaste la vida, Nathan. También a Gordon.
Un amargo suspiro surgió de las entrañas de Nathan. Sí, había reparado con éxito el daño físico ocasionado, pero había fracasado en muchos otros frentes. Frentes en los que no tenía la menor intención de pensar, que no deseaba revivir. No había conseguido olvidar la duda acusadora que había visto en los ojos de Colin. Y no era menos de lo que merecía.
Decidido a guiar de nuevo la conversación hacia temas menos dolorosos, dijo:
– Supongo que nuestras invitadas llegarán hoy.
Colin le miró durante varios segundos y asintió despacio, captando el mensaje con claridad. Excelente. Nathan había soportado todos los recuerdos que era capaz de soportar por un día.
– Sí. Se espera que lady Victoria y su tía lleguen hoy -asintió Colin-. Lady Victoria… Mentiría si dijera que me acuerdo muy bien de ella. Tan solo recuerdo de manera vaga que era extraordinariamente hermosa.
Años de práctica habían enseñado a Nathan a mantener sus rasgos perfectamente impasibles. Recordaba demasiado bien a lady Victoria.
– A buen seguro no te acuerdas de ella porque la vez que estuvimos juntos dejaste a la chiquilla conmigo mientras tú te dedicabas a conversar con su tía, la hermana de lord Wexhall.
– Hum, sí. Sin duda tienes razón. Según creo recordar, lady Delia era un personaje de lo más divertido.
– No sabría decirte -apuntó Nathan con una mirada intencionada-, pues fui yo quien tuvo que cargar con lady Victoria.
– ¿Cargar, dices? Qué curioso. Si mal no recuerdo, más bien la requisaste y le pediste que te mostrara sus espantosos retratos familiares. -Colin asintió despacio, y Nathan reconoció sin dificultad el brillo en los ojos de su hermano. De pronto le sorprendió admitir cuánto había echado de menos ese brillo-. Recuerdo también que apareciste bastante nervioso tras tu, ejem… conversación con la deliciosa lady Victoria.
Nathan dio un portazo a la marea de recuerdos que pugnaban por hacer su entrada.
– Nada de eso. Es solo que no disfruté conversando con esa chiquilla altanera. -Se maravilló desapasionadamente ante la capacidad que todavía poseía de mentir sin el menor esfuerzo. Sin duda había cosas que no cambiaban. Aun así, el dolor sordo que sintió en las entrañas le indicó que quizá, y después de todo, la mentira sí había requerido en esa ocasión cierta dosis de esfuerzo.
– ¿Conversando? ¿Es eso lo que estuvisteis haciendo en aquella habitación tenuemente iluminada de la que regresaste despeinado por completo? Y, a los dieciocho años, Victoria no era ya ninguna niña -dijo Colin, en cuyos ojos el brillo parecía haberse acentuado.
– Pues te aseguro que se comportó como tal, parloteando neciamente sobre el tiempo y la moda.
– Bien, ahora que ha cumplido ya los veintiuno, ni siquiera tú me negarás que ya ha dejado de ser una niña. Y lord Wexhall la envía aquí. Según decía en su carta, espera que cuides de ella. Qué interesante.
– ¿Y cómo sabes tú con tanta precisión lo que contenía la carta que me ha enviado lord Wexhall?
– Porque la he leído.
– No recuerdo haberte dado permiso para que lo hicieras.
– Estoy seguro de que esa era tu intención. De no ser así, no la habrías dejado en una de las mesas de la biblioteca.
– Te aseguro que no he hecho nada semejante. -Maldito Colin y sus magníficas habilidades de ratero. Bien, quizá fuera ágil con los dedos, pero sin duda no era un experto en la lectura de códigos. Por mucho que hubiera estudiado en profundidad la misiva de lord Wexhall, jamás habría podido descifrar el mensaje secreto que contenía. Nathan sintió una punzada de culpa por no haber compartido el contenido oculto de la carta de lord Wexhall con su hermano, pero quería esperar a recibir más información para hacerlo. No tenía sentido arrastrar a su hermano a una situación que potencialmente podía resultar peligrosa hasta saber con exactitud cuál era la situación.
Colin agitó la mano en un gesto despreciativo.
– Aunque quizá fuera en una mesa del salón. ¿Cómo decía lord Wexhall en su carta? Ah, sí. «Espero que cuides de Victoria y que te ocupes de que no sufra ningún daño» -recitó con voz sonora-. Me pregunto qué clase de daño cree lord Wexhall que puede sufrir su hija.
– Probablemente tema que Victoria se pierda y se caiga por un acantilado. O que gaste en demasía en las tiendas del pueblo.
Colin arqueó una ceja de lo más elocuente.
– Quizá. Pero fíjate que se dirige a ti. En ningún momento me menciona. La chiquilla es responsabilidad tuya. Naturalmente, si es tan encantadora como la recuerdo, quizá podría dejarme convencer para ayudarte a cuidar de ella.
Nathan culpó al calor que le abrasaba en esa extraña tarde de calor. Demonios, la conversación estaba provocándole dolor de cabeza.
– Excelente. Deja que te convenza. Te daré cien libras si cuidas de ella -le ofreció Nathan empleando un tono despreocupado totalmente reñido con la tensión que le consumía.
– No.
– Quinientas.
– No.
– Mil libras.
– Ni hablar. -Colin sonrió-. Para empezar, y teniendo en cuenta que habitualmente tus clientes te pagan con animales de granja, dudo que tengas mil libras, y, a diferencia de ti, no tengo el menor deseo de que se me pague con cosas que mugen. Por otro lado, ni por todo el oro del mundo renunciaría a verte hacer algo que con tanta claridad detestas, como ocuparte de cuidar a una mujer a la que consideras una idiota mimada e irritante.
– Ah, sí, los motivos que me han llevado a estar tres años lejos de aquí vuelven a caer sobre mí de un plumazo.
– De hecho -prosiguió Colin como si Nathan nada hubiera dicho-, te daré cien libras, en moneda en curso, si logras cumplir con tu deber con lady Victoria sin que te vea pelearte con ella.
Acostumbrado como estaba a la naturaleza bromista de Colin, Nathan dijo:
– Define «pelear».
– Discutir. Intercambio acalorado de palabras. Altercados verbales. Doy por hecho que no caeréis en ninguna muestra de altercados físicos.
– No tengo intención de acercarme a menos de tres metros de ella -dijo Nathan, convencido de cada una de sus palabras.
– Probablemente sea mejor así. Está soltera, ¿lo sabías?
Nathan guardó silencio. No, no lo sabía. Aunque poco importaba. Se encogió de hombros.
En su mente se dibujó una imagen de negros y sedosos cabellos, risueños ojos azules y una boca lujuriosa y deliciosa. A pesar de ser plenamente consciente de que ella puso a prueba con él sus artimañas femeninas recientemente acuñadas, Nathan había quedado encantado con semejante combinación de inocencia, flirteo y nervios que ella demostró en su presencia, y había sido incapaz de resistirse a la tentación de robarle un beso. Lo cierto es que tan solo buscaba con ello dar con un modo burlón de poner fin a la nerviosa cháchara de Victoria, pero el beso provocó un incendio que lo aturdió. Las virginales jovencitas de buena familia recién salidas del colegio no habían sido nunca plato de su gusto, y Nathan no había contado con su reacción a aquel beso. Ni con la de ella. Ambas le habían pillado por sorpresa y no era amigo de las sorpresas.
No obstante, aquellos breves instantes robados habían quedado en el pasado y, como bien sabía, los recuerdos y los lamentos estaban mejor enterrados en la más profunda grieta que uno pudiera encontrar. Durante los últimos tres años se había convencido de que lady Victoria había madurado hasta convertirse poco más que en la típica hija bobalicona de cualquier noble, incapaz de mantener una conversación que no versara sobre la moda y el tiempo. Una engreída flor de invernadero que apestaba a altanería y a modales afectados. Una mujer que se enfurruñaba y hacía pucheros para salirse con la suya… En suma, Nathan la había catalogado exactamente como la clase de mujer a la que no aguantaba.
Y ahora se vería obligado a soportar su compañía. A protegerla. Pero ¿de qué? ¿De quién? ¿Y por cuánto tiempo? Según la carta codificada de lord Wexhall, este había ocultado cierta información en el equipaje de lady Victoria, información que respondería a esas preguntas y que podría ayudarle a resolver el misterio de las joyas desaparecidas que le había acosado, a él y a su conciencia, durante los últimos tres años. Recuperar las joyas. Y recuperar todo lo que había perdido.
– Incluso aunque crea que Victoria corre peligro, resulta extraño que Wexhall mande a su hija a Cornwall -dijo Colin-. Creo que lo que intenta es alejarla de algún pretendiente poco deseable. Probablemente tenga la esperanza de casar bien a la muchacha, en cuyo caso parece haberte elegido a ti como víctima, ejem… es decir, como afortunado.
Nathan se limitó a fijar en él la mirada.
– Imposible. Lord Wexhall desearía para su hija a un heredero, no a un segundón. -Y menos que nadie a un segundón con una reputación tan mancillada como la mía, pensó. Se preguntó cuánto sabría lady Victoria sobre su pasado… cuánto le habría contado su padre o si habría sido blanco de chismorreos en Londres-. Y no me imagino a lady Victoria deseando para sí nada por debajo de eso. -Las cejas de Nathan se arquearon al tiempo que lanzaba a su hermano una mirada especulativa-. Sí, es cierto, quizá lord Wexhall espere librarse de la chiquilla, en cuyo caso, y sin lugar a duda, serías tú la víctima deseada, ejem… quiero decir el afortunado.
– Aun así, sus deseos apuntan a que seas tú quien cuide de ella. Y no tengo la menor intención de permitir que termines endosándomela a mí.
– Dada tu condición de heredero y la mía de pobre segundón que se cobra en animales de granja sus servicios médicos, no me cabe duda de que no voy a tener la menor necesidad de endosársela a nadie. Sospecho que lady Victoria correrá directamente en tu dirección.
– No sabes cuánto me alegra ser tan ligero de pies.
– Y no sabes tú lo afortunado que me siento de no ser dueño del título ni de las propiedades que bien podrían seducir a una heredera, o incluso convertir el matrimonio en algo perentorio, pues no tengo ninguna necesidad de dar un heredero. Me temo que todas las esperanzas matrimoniales de la familia recaen en ti, lord Sutton.
– Deberías casarte si el título fuera tuyo.
– A Dios gracias, no lo es.
– Pero lo sería si yo no lograra dar un heredero a la familia.
– Solo si murieras, y pareces gozar de una salud excelente. si eso cambia, afortunadamente soy un médico magnífico y me encargaré de que vivas hasta la vejez. Y de que te cases. de que tengas muchos hijos. -Nathan sonrió-. Y todo eso mientras yo sigo manteniendo mi condición de despreocupada soltería.
– ¿Te acuerdas de cuando te tiraba al lago, hermanito?
– Desde luego. Así aprendí a nadar. -Dedicó a Colin una intencionada mirada de la cabeza a los pies-. Como verás, ya no soy tan pequeño. Te las verías y te las desearías para tirarme ahora al lago.
– Quizá. -Colin asintió, señalando al corral con la cabeza-. ¿Te falta mucho para terminar?
– Necesitaré aproximadamente una hora más. -Miró la inmaculada camisa blanca de Colin, el chaleco de brocado, la chaqueta marrón de Devonshire, los pantalones abombados y las botas lustrosas. -¿Supongo que no me echarías una mano con esto?
– Supones bien. Me voy a Penzance al encuentro de una dama. Una dama encantadora que, a diferencia de tu lady Victoria, en ningún caso merecería ser descrita como una chiquilla altanera.
– No es mi lady Victoria.
Colin se limitó a reír.
– Estaré de vuelta a tiempo para reunirme con vosotros para la cena. -Luego, con un gesto de la mano, entró en las cuadras, dejando a Nathan mirándole fijamente tras él, con un extraño nudo en la garganta.
Dios, cuánto había echado de menos a su hermano. A pesar de que hasta entonces en ningún momento se había permitido pensarlo, ver de nuevo a Colin había vuelto a resucitarlo todo en una dolorosa oleada. Esas pequeñas muestras de camaradería que habían compartido antaño le abrían en dos el pecho ante el peso de la pérdida, aunque también le daban un rayo de esperanza por cuanto apuntaban a que con su visita quizá lograra poner fin a las desavenencias con la familia.
Cogió otro clavo con un suspiro, lo colocó en su lugar y lo golpeó con precisión con el martillo. La vibración reverberó en todo su brazo y repitió la acción mientras especulaba sobre lo que cabía esperar de las siguientes semanas.
Cuando, tres años atrás, abandonó su puesto al servicio de la Corona bajo una oscura nube de sospecha y con la reputación hecha añicos, se había jurado que bajo ningún concepto volvería al redil… salvo en el caso de poder contar con la oportunidad de limpiar su nombre. Aun así, en el momento de hacerse aquel juramento no sospechaba que llegaría el día en que esa oportunidad se le presentaría. Había enterrado el pasado, se había construido una nueva vida en un nuevo lugar y vivía en paz… una gran diferencia con la vida que había dejado atrás. Sin embargo, cuando de pronto había surgido la oportunidad de poder recuperar las joyas y de reestablecer su reputación, los sentimientos que le embargaban eran más que ambivalentes. Alguien le había aconsejado en una ocasión que tuviera cuidado con lo que deseaba porque los deseos podían hacerse realidad. No había alcanzado a captar del todo la dimensión del consejo hasta ese momento. Y al repentino revés que acababa de sufrir su pacífica existencia se unía ahora el hecho de tener que volver a ver a lady Victoria.
En cualquier caso, su relación con ella sería mínima. No en vano había planeado la situación al detalle. Se haría con la información que la chiquilla llevaba con ella y luego, lo antes posible, volvería a mandarla a Londres. Con suerte restablecería el honor de su nombre, volvería entonces a su tranquila casa de campo de Little Longstone y retomaría su pacífica existencia. Sí, sin duda era un plan excelente.