Aunque bien es cierto que la mujer moderna actual debería abstenerse de tomar decisiones que podrían alterar el curso de su vida «en el calor del momento», debería también reconocer que algunas decisiones no requieren ser meditadas porque existe claramente para ellas una sola respuesta.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima.
Charles Brightmore.
Seis semanas después.
Nathan estaba de pie ante el altar de la pequeña parroquia a la que su familia había asistido durante generaciones mientras miraba cómo su hermosa novia caminaba lentamente hacia él. Con un sencillo vestido azul celeste de modesto cuello cuadrado y mangas ablusadas, llevando un ramo de rosas de color pastel, Victoria le dejó sin aliento. Cuando llegó a su lado, Nathan sonrió.
– Estás preciosa -susurró.
– Tú también -le susurró ella a su vez, acompañando sus palabras con una sonrisa.
El vicario se aclaró la garganta y les miró, ceñudo. La ceremonia prosiguió sin incidentes hasta que el sacerdote dijo:
– Si alguno de los presentes sabe de alguna razón por la que estas dos personas no puedan unirse en santo matrimonio, que hable ahora o que calle para siempre.
Nathan carraspeó.
– Tengo que decir algo.
Las cejas del vicario se arquearon hasta casi tocarle el nacimiento del cabello.
– ¿Ah, sí?
– Sí. -Se volvió a mirar a Victoria-. Tengo que decirte algo.
Victoria palideció.
– Dios santo -susurró-. No puede ser nada bueno.
– Me parece obvio que estás totalmente convencida de llevar esta ceremonia a su conclusión -dijo.
– Esos eran mis planes, sí.
– Excelente. En ese caso, y deseoso de hacer una auténtica revelación antes de que seamos oficialmente marido mujer, quiero que sepas que… hum… ya no soy un hombre de posibilidades modestas.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que quiero decir es que Su Majestad me ha dado una cuantiosa recompensa por la devolución de las joyas.
– ¿Cuan cuantiosa?
Nathan se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
– Cien mil libras. -Se apartó de ella, disfrutando de su mirada absolutamente conmocionada-. Y además está la casa.
– ¿La casa? -repitió Victoria débilmente.
– En Kent. A unas tres horas de Londres. Según Su Majestad, se trata de una finca modesta. Probablemente de no más de treinta habitaciones. Mucho espacio para tus veladas y muchas hectáreas para mis animales.
Ella le miró, boquiabierta.
– ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?
– Tu padre me lo ha dicho hace apenas unos momentos… justo antes de que te acompañara hasta el altar.
La boca de Victoria se abrió y se cerró dos veces sin que de ella saliera sonido alguno. Por fin, dijo:
– ¿Hace seis minutos que has tenido noticia de este dinero caído del cielo?
– Aproximadamente.
– ¿Y no me lo has dicho?
Nathan se encogió de hombros y sonrió.
– Quería estar seguro de que no te casabas conmigo por mi dinero.
Victoria no dijo nada durante varios segundos y a continuación soltó una breve carcajada.
– Debo reconocer que es una noticia «insobrepasablemente» buena.
– No existe la palabra «insobrepasablemente».
– Ahora sí. -Y entonces empezó a hablar tan deprisa que él apenas pudo entenderla. Se arriesgó a lanzar una mirada al vicario, que parecía estar a punto de sufrir una apoplejía.
– Victoria -susurró Nathan. Al ver que ella no interrumpía su parloteo, la hizo callar del único modo que conocía. Estrechándola entre sus brazos, la besó.
– Dios del cielo -exclamó el vicario con voz indignada-. ¡Todavía no! ¡Aún no os he declarado marido y mujer!
Nathan interrumpió el beso y se volvió a mirar al hombre de rostro escarlata.
– Créame, padre, si no la hubiera besado, jamás habría tenido la oportunidad de hacerlo.
Volvió entonces su atención a Victoria, que parecía acalorada y satisfecha con sus besos.
– Cielos -dijo-, me has besado para hacerme callar… así es como empezamos.
– Cierto.
– Y ahora supongo que esto marca el fin del cortejo.
Nathan se llevó la mano enguantada de Victoria a la boca y depositó un beso en sus dedos.
– No, mi amor. En todos los sentidos, este es solo el principio.