Capítulo 15

La mujer moderna actual en su búsqueda de la satisfacción y de la aventura íntima puede verse en una situación considerada peligrosa. En ese caso, debe mantener la calma y seguir centrada en su objetivo: lograr salir de dicha situación. Si fallan todos los intentos diplomáticos, una patada en el lugar oportuno suele obtener los resultados esperados.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


– Un sonido, un solo movimiento -gruñó el hombre junto al oído de Victoria- y habrá sellado su propio destino.

Aterrada, Victoria pegó los labios y cejó en su forcejeo mientras buscaba a Nathan con la mirada.

Nathan echó a andar hacia delante pero se detuvo en seco cuando el hombre apretó aún más la hoja del cuchillo contra el cuello de Victoria. Sus ojos se posaron en los de ella y le lanzó una mirada con la que le indicaba claramente que debía escuchar al loco que blandía el cuchillo.

– Un paso más y la degüello -amenazó el hombre en un tono que consiguió deslizar un latigazo de miedo por la espalda de Victoria.

– Suéltela -dijo Nathan con una voz glacial y acerada que Victoria jamás había oído de sus labios.

– Será un placer complacerle, en cuanto consiga lo que quiero.

– Le daré lo que desee. En cuanto la suelte.

– Me temo que no funcionan así las cosas, puesto que soy yo quien sostiene el cuchillo contra su cuello. Por cierto, hablando de cuchillos, quiero que coja el que lleva en la bota, despacio y con cuidado, y lo eche a los arbustos. Si hace algún movimiento rápido, doctor, la dama sufrirá por ello.

– Sabe quién soy -afirmó Nathan con voz letal.

– Quién es y quién era. -Tiró de Victoria, pegándola aún más a él-. Haga lo que le digo.

Apenas capaz de respirar con la hoja del cuchillo tan pegada al cuello, Victoria observó cómo Nathan, sin apartar ni un segundo la mirada del rostro del hombre, sacaba lenta mente un cuchillo de su bota y lo lanzaba sobre los arbustos.

– Ahora, suéltela.

– En cuanto me entregue la carta.

– ¿Qué carta?

Con un simple giro de su muñeca, el hombre rozó la hoja del cuchillo la piel situada bajo el mentón de Victoria, quien no pudo contener un jadeo. Una cálida humedad descendió por su cuello y se le nubló la vista en cuanto fue conciente de que se trataba de su propia sangre.

– Su estúpida pregunta ha dejado una cicatriz en la dama. Si hace otra, le costará una oreja. Si afirma no tener lo que busco, perderá la vida. ¿Entendido?

Una breve pausa.

– Sí -dijo Nathan.

– Quiero la carta que estaba en la bolsa de la dama. Ahora. Démela, despacio y con cuidado, y me marcharé.

Santo Dios. Iba a morir. Nathan no llevaba la carta encima. Victoria sabía que él intentaría salvarla, pero ¿qué podía hacer sin un arma y sin la carta? Su vida estaba a punto determinar. Allí. En ese preciso instante. En manos de ese hombre horrible. Quien probablemente también mataría a Nathan. En cuanto fue consciente de ello, un terror espantoso le oscureció la visión.

– ¿Cómo sé que la soltará cuando le dé lo que quiere?

– Supongo que tendrá que confiar en mi palabra. -la malvada risotada que Victoria oyó junto a su oreja le puso la piel de gallina-. No se preocupe, doctor. Mi palabra vale tanto como la suya. Honor entre ladrones, ya me entiende.

Victoria tomó la que sin duda sería su última bocanada de aire mientras veía que Nathan volvía a agacharse lentamente, esta vez para sacarse de la bota un pedazo de papel vitela doblado. La recorrió una sacudida de pura conmoción. La carta. La llevaba encima. Se sintió inundada por un halo de esperanza, que no tardó en apartar a un lado el terror que momentáneamente la había paralizado.

Sin embargo, Victoria estaba segura de que Nathan no pensaba darle la carta, el mapa, a ese rufián. En cualquier momento utilizaría alguna de sus ingeniosas tácticas de espía para desarmar y capturar al ladrón. No obstante, le vio incorporarse y tender el brazo con la nota entre el pulgar y el índice.

– Tíremela -gruñó el rufián-. Quiero verla caer justo a mis pies, de lo contrario, la dama pagará por ello.

La nota voló por los aires. Con el mentón apuntando al cielo, Victoria no pudo ver dónde aterrizó la carta, aunque dado que su cuello seguía intacto, dio por hecho que la puntería de Nathan había sido la esperada.

– Ahora túmbese en el suelo, boca abajo -le ordenó el hombre a Nathan.

Muy bien. En cualquier momento Nathan emplearía cualquiera de sus tretas de espía para salvarles y desarmar al hombre. Victoria mantuvo la mirada fija en su rostro, esperando alguna suerte de señal, alguna indicación de lo que Nathan quería que hiciera, pero los ojos de él en ningún momento se apartaron del hombre que la sujetaba. Victoria siguió observándole con todos los sentidos alerta. Nathan se tumbó sobre el sendero de barro como se le había ordenado.

– Las manos detrás de la cabeza, doctor.

Nathan entrelazó las manos detrás de la cabeza.

Un arranque de furia como no recordaba haber experimentado hasta entonces estalló en Victoria. Maldición, ¡aquel tipo se iba a salir con la suya!

– Y ahora, damita mía -dijo el rufián, echándole su aliento caliente al oído-, quiero verla caminar hasta donde está el doctor y tumbarse boca abajo con las manos detrás de la cabeza, exactamente como él. Si hace el menor ruido o cualquier otra cosa le clavaré la hoja de este cuchillo entre los omóplatos. Y al doctor también.

Jamás se había sentido tan impotente ni llena de rabia en toda su vida. A pesar de que deseaba con todas sus ganas chillar y forcejear, temió que el hombre cumpliera con su amenaza. De puntillas como estaba, ni siquiera podía darse un mínimo impulso para propinarle un buen pisotón. Pero algo dentro de sí la empujaba a actuar. Quizá si pudiera quitarle la nota del bolsillo al ladrón podría darle así a Nathan la oportunidad de hacer algo. En un ciego intento por conseguirlo, dio una patada a un lado.

Pero en ese preciso instante el ladrón la soltó, apartando la de él con un violento empujón. Victoria se tambaleó hacia delante, y se pisó el borde del vestido con el botín. Con un involuntario chillido, cayó bruscamente sobre sus rodillas y aterrizó sobre el vientre con un contundente golpe que le arrebató el aire de los pulmones.

Apenas había podido darse cuenta de lo ocurrido cuan do unas manos la tomaron con suavidad de los hombros y la volvieron boca arriba. Vio ante sí el rostro de Nathan, cuya expresión era la viva imagen de la preocupación.

– Victoria -susurró lleno de preocupación mientras su mirada le estudiaba detenidamente el cuello y se quitaba la camisa de un tirón. Ella se llevó los dedos al punto de dolor y percibió en las yemas una sustancia caliente y pegajosa.

– Estoy sangrando.

– Sí, lo sé. Necesito ver cuánto.

– Dónde está…

– Se ha ido.

– Pero tiene…

– Chist… Eso no importa. No te preocupes.

– Pero debes…

– Cuidar de ti. No hables. Ahora vuelve un poco la cabeza hacia aquí… Eso es. -Sintió que Nathan le limpiaba el dolorido cuello con algo suave… debía de ser su camisa-. El corte es pequeño -le oyó decir con una voz calma en la que creyó adivinar un toque de alivio-. Voy a aplicarle presión para detener la sangre. Quédate quieta y relájate.

Se quedó quieta, aunque la posibilidad de relajarse se le antojó un auténtico misterio, y vio que Nathan doblaba una parte de su camisa que luego aplicó con firmeza a la piel situada justo debajo de su barbilla. Mientras sostenía la tela con una mano, se concentró en el resto de su cuerpo, examinando los rasguños que Victoria tenía en las palmas de las manos y levantándole las faldas para explorar con suma delicadeza sus doloridas rodillas. Luego le hizo un examen general, apretando aquí y allí, preguntándole si esto o aquello le dolía. Esa era una faceta de él que Victoria no conocía… la profesional. La forma de tocarla era sin duda la de un médico a su paciente: tierna, hábil e impersonal.

– Nada serio -le informó Nathan con una tranquilizadora sonrisa-. Estarás dolorida durante un par de días, aunque tengo un bálsamo que te ayudará. -Posó la mirada en el cuello de Victoria-. Y ahora echemos otra mirada a ese corte.

Después de reducir lentamente la presión que ejercía sobre la herida, retiró el improvisado vendaje.

– Ya casi ha dejado de sangrar. -Volvió a doblar la camisa y de nuevo colocó la tela contra el cuello de Victoria. Luego le tomó la mano y la puso sobre el vendaje-. ¿Te sientes lo bastante fuerte para presionar aquí?

– Por supuesto. No soy la engreída flor de invernadero que crees. -Aunque había pretendido parecer firme en su respuesta, vio avergonzada que le temblaba el labio inferior al tiempo que una caliente humedad se abría paso tras sus ojos. La sonrisa que Nathan le dedicó no hizo más que empeorar la sensación.

– Mi querida Victoria, eres la muchacha más valiente que he conocido.

– Lo he intentado…

– Has estado maravillosa.

Una inmensa lágrima quedó prendida de sus pestañas, velándole la visión y deslizándose poco después por su mejilla.

– No sé qué me pasa. No soy de esa clase de mujeres lloronas. -Otra lágrima resbaló por su mejilla y Victoria sorbió-. De verdad, no lo soy.

Nathan le secó las lágrimas con dedos tiernos.

– No sé, cariño. Eres una guerrera. Pero hasta los guerreros sorben las lágrimas después de la batalla.

– ¿De verdad?

– Naturalmente. -Y dicho esto, la levantó en brazos.

– ¿Qué… qué haces?

– Llevarte a casa. -Nathan echó a andar enérgicamente por el sendero-. Agárrate bien.

Victoria le rodeó el cuello con el brazo que tenía libre, posando la mano sobre su piel cálida y desnuda.

– Puedo andar. -Se creía obligada a protestar.

– Lo sé. Pero me siento mejor si te llevo en brazos, así que compláceme. Por favor.

– Bueno, si me lo pides por favor… -Suspiró y se acurrucó aún más contra él, reposando la mejilla sobre su fuerte y cálido hombro. Entrecerró entonces los ojos y de pronto sintió como si todas sus fuerzas se evaporaran, dejándola exhausta. Aunque no tanto como para impedirle hacer una pregunta-. Ese hombre te conocía. ¿Le conocías tú a él?

– No.

– ¿Cómo supones que estaba al corriente de la existencia de la carta?

– No lo sé. Y, para serte sincero, en este momento me preocupa más asegurarme de que estés bien que preguntarme sobre el maldito bastardo que te ha herido. Podemos hablar de ello en cuanto te haya tratado y estés a salvo y cómodamente instalada junto al fuego de la chimenea. Por ahora, limítate a concentrarte en mantener la presión sobre ese corte.

Victoria apenas reparó en el empleo poco caballeresco de semejante muestra de lenguaje obsceno en boca de Nathan pero estaba tan agotada que decidió pasarlo por alto.

Cuando llegaron a la casa, fueron recibidos por un perplejo Langston. Después de tranquilizar al escandalizado mayordomo y asegurarle que Victoria no estaba herida de gravedad, Nathan dijo sin más rodeos:

– Necesito que lleven de inmediato a mi habitación agua caliente, tiras de algodón limpio y una botella de brandy. -Dicho eso, subió la escalera.

– ¿A tu habitación? -dijo Victoria con un susurro escandalizado-. No puedes llevarme a tu habitación.

– Ya lo creo que puedo. Allí es donde tengo mi instrumental médico y no pienso dejarte sola para ir a por él.

– Podría perfectamente quedarme sola durante unos instantes. No me pasaría nada.

– No me cabe duda. Pero quizá a mí sí. Y no tiene sentido discutir pues ya hemos llegado.

Nathan empujó con una rodilla la puerta, que dejó abierta de par en par a propósito por respeto al decoro. Y no es que le preocupara demasiado las normas de comportamiento social, pero no quería causar ninguna preocupación gratuita a Victoria. Después de cruzar apresuradamente la alfombra Axminster marrón, se dirigió a la cama, depositándola suavemente sobre el edredón.

– Mantén la presión sobre la herida un poco más -dijo, sin alterar un ápice la expresión del rostro mientras tocaba con los dedos la mano de Victoria, quien seguía apretándose el cuello con su camisa doblada. La camisa de Nathan, teñida ton las manchas carmesíes de la sangre de Victoria-. Voy a buscar mi maletín y a lavarme las manos.

Nathan se dirigió a la jofaina de cerámica colocada en el rincón junto al enorme armario de cerezo donde guardaba su maletín de trabajo. A pesar de que odiaba la idea de apartar los ojos de Victoria durante un segundo, le dio la espalda mientras vertía el agua en la palangana y se frotaba las manos con jabón. Dios bien sabía que necesitaba unos segundos para calmarse.

Maldición, por muchos años que viviera, jamás olvidaría la espantosa imagen de Victoria con ese cuchillo contra el cuello. La única vez que había sentido un temor semejante había sido cuando había encontrado a Gordon y a Colín heridos por los disparos. Y ni siquiera ese episodio podía compararse con el espantoso terror que le había embargado al ver a ese loco aparecer de la nada, despegándose de las sombras situadas detrás de Victoria, y ese destello de acero mortal al sujetarla. La sangre de Victoria deslizándose por su cuello hasta mancharle el vestido.

Era culpa suya, demonios. Se había alejado demasiado para poder protegerla. ¿Por qué la había perdido de vista aunque hubiera sido un solo instante? Creía que ella estaba exactamente detrás de él. Cuando se había vuelto y había descubierto que no era así, tendría que haber regresado a buscarla. Pero la había visto un instante después, andando hacia él, y la había visto acercarse, adorando su forma de moverse. Adorando su imagen. Y entonces la conmoción provocada por esa sombra en movimiento…

Cerró con suavidad los ojos para deshacerse de la nauseabunda imagen. Después. Ya se enfrentaría a ella después, junto con la retribución que pensaba reservarle a aquel bastardo cuando diera con él. Y estaba decidido a encontrarle. Aunque en ese momento, lo que Victoria necesitaba era un médico.

Oyó que llamaban a la puerta y vio entrar a Langston con una enorme bandeja en la que llevaba un balde de agua humeante, tiras de algodón y brandy.

– ¿En la mesita de noche, doctor Nathan?

– Sí. -Y, mientras se secaba las manos, preguntó-: ¿Dónde está lady Delia?

– En el salón, con su padre.

– Bien. No deseo alarmarles, sobre todo viendo la naturaleza poco preocupante de las heridas de lady Victoria. Deme un cuarto de hora para que le limpie y le vende los cortes y bajaré a contárselo personalmente.

– Sí, doctor Nathan. -Langston se aclaró la garganta-. Quizá desee ponerse una camisa antes de hacerlo.

Perplejo, Nathan bajó la mirada hacia su pecho desnudo.

– Buena idea. Gracias.

Con una leve reverencia, el mayordomo salió de la habitación dejando la puerta abierta de par en par. Nathan abrió el armario, sacó su maletín de médico con una mano y una camisa doblada y limpia con la otra. Luego cruzó la estancia hacia la cama. Fijó entonces la mirada en el pálido semblante de Victoria y se le encogió el pecho ante lo que vieron sus ojos. Haciendo acopio de todo su aplomo profesional, dejó el maletín en el suelo junto a la cama y dedicó a Victoria su mejor sonrisa de médico.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó, encogiéndose de hombros dentro de la camisa.

– Un poco dolorida -admitió Victoria con una pálida sonrisa-. Y sedienta.

Tras meterse apresuradamente en los pantalones los faldones de la camisa, le sirvió un generoso dedo de brandy.

Luego apoyó una cadera en el borde de la cama y le acercó el vaso a los labios.

– Bébete esto.

Victoria obedeció y arrugó la nariz.

– Puaj. Qué asquerosidad.

– De hecho, y a juzgar por el refinado gusto de mi padre en lo que hace referencia al brandy y a que he encontrado… hum… varias cajas del mejor Napoleón, sospecho que es un brandy excelente.

Victoria arqueó una ceja.

– ¿Encontrado, dices? ¿Y dónde encuentra uno cajas de brandy francés?

Nathan se encogió de hombros y adoptó su expresión más inocente.

– Oh, aquí y allí.

– Hum. Bueno, si esto es lo mejor que consiguió hacer Napoleón, no es de extrañar que le desterraran.

Una carcajada retumbó en la garganta de Nathan. En ella encontró un alivio más que bienvenido a la tensión que le embargaba.

– Puede que no sea de tu gusto, pero te ayudará a calmar el dolor, así que bebe.

Victoria le lanzó una potente mirada, pero obedeció. Cuando el vaso estuvo vacío, dijo:

– Esta espantosa porquería me va a abrir un agujero en estómago.

– Qué suerte la tuya que sea médico y pueda curarte.

– Tú y solo tú eres el causante del problema por haberme obligado a tomarlo.

– Que no se diga que no pongo solución a las aflicciones que causo. -Dejó a un lado el vaso vacío y humedeció un puñado de tiras de algodón en el agua humeante-. Y ahora, si puedes cooperar y dejarme hacer mi trabajo, te lo agradeceré de corazón.

Victoria le miró con una repentina combinación de sospecha y de ansiedad.

– ¿Cuánto me lo agradecerás?

– Lo suficiente para ordenar que te traigan una bandeja con la cena y te preparen un baño relajante en tu habitación. ¿Qué te parecería eso?

– Delicioso. Es solo que…

Nathan extrajo el agua de las tiras de algodón.

– ¿Qué?

– No me fío mucho de los médicos. -Las palabras salieron en tropel de entre sus labios.

Nathan asintió con gesto serio.

– Oh, yo tampoco. Son una pandilla de viejos malvados con las manos frías que se dedican a manosear exactamente allí donde más duele.

– ¡Exacto!

– Pues considérate afortunada de que yo no sea ni viejo ni malvado, de que no tenga nunca las manos frías y de que antes me tiraría al Támesis que hacerte daño.

Aunque la tensión que la atenazaba pareció desvanecer se ligeramente de sus ojos, Victoria todavía parecía nerviosa.

– No estoy muy segura de que eso suene demasiado reconfortante, especialmente dada tu obvia predilección por chapotear en el agua.

– En el agua del lago, sí. ¿En la del río Támesis? Desde luego que no. -Con suavidad, retiró la mano de Victoria de la tela sucia que seguía presionando contra su cuello-. ¿Qué ha sido de mi valiente y fiera guerrera del bosque?

– Quizá ella no sea tan valiente como creías.

– Bobadas. Es la personificación del valor. -Mientras hablaba, Nathan lavó suavemente la sangre seca, aliviado al ver que la herida había dejado por completo de sangrar-. Y tiene mi permiso para aporrearme con la licorera si en el curso de mis obligaciones la disgusto de algún modo.

– De acuerdo.

– Muy de acuerdo, intuyo. Sin embargo, ni se te ocurra aporrearme hasta que haya concluido con mis obligaciones. Ahora cuéntame lo que piensas sobre el rufián que ha huido con nuestra nota.

– ¿Huido, dices? -exclamó Victoria-. No sé si ese es el término que mejor describe lo ocurrido. Me ha parecido que le has dado la nota de muy buena gana. -Su tono de voz sonó ligeramente acusador.

– Sin duda. Viendo que su cuchillo bien podía haberte cortado el cuello en cuestión de segundos, me pareció la mejor opción. -Tras aplicarle un bálsamo al corte, Nathan centró su atención en las rasguñadas manos de Victoria.

– No sabía que llevaras la carta encima.

– Quería mantenerla a salvo.

Victoria dejó escapar un bufido poco propio de una dama.

– Pues está claro que tendrías que haber elegido un lugar distinto.

Nathan arqueó una ceja y le dio ligeros toques en las palmas.

– ¿Estás enfadada conmigo?

– ¿De verdad quieres saberlo?

– Por supuesto.

– Bien, pues sí, lo estoy. O, al menos, decepcionada. ¡No hiciste nada por detener a aquel hombre! Creía que los espías conocían toda suerte de tretas y de maniobras para desarmar a sus rivales y ser más listos que ellos. Sin embargo, te limitaste a hacer lo que él te pidió y ahora el mapa obra en su poder.

– Y tu cabeza sigue sobre tus hombros. ¿Cuál de las dos opciones crees que es más importante para mí?

Victoria se mostró escarmentada al instante.

– No quiero que me tomes por una desagradecida. Simplemente me preocupa que pueda encontrar las joyas antes que nosotros.

– No creo que eso ocurra. Al menos, no con la carta y con el mapa que tiene.

– ¿Qué quieres decir?

– Que la carta y que el mapa que obran en su poder le enviarán a lo que el Manual Oficial del Espía llama afectuosamente «La caza de la oca salvaje». -Le subió las faldas para lavarle las rodillas.

– Pero… ¿cómo?

– Escribí una carta falsa con información equivocada. Dibujé un mapa también falso en el que retraté las islas de Scilly, situadas a cuarenta y cinco kilómetros de la costa de Lands End. -Nathan se encogió de hombros-. Eso debería mantenerle lo bastante alejado de aquí hasta que concluyamos nuestra investigación con la nota y el mapa auténticos, que, por cierto, están a buen recaudo.

Victoria clavó en él la mirada, claramente perpleja, y su expresión cambió entonces, tiñéndose de una mezcla de admiración y humillación.

– Oh -dijo con un hilo de voz-. Al parecer, te debo una disculpa.

– Bueno, si de verdad lo crees necesario…

– Oh, sí. -Levantando los ojos hacia él, dijo con voz suave-: Lo siento, Nathan. Debería haber sabido que eres de una brillantez…«insobrepasable».

– Hum. Sí, deberías haberlo sabido. -Sonrió y dio un ligero masaje al ungüento que acababa de aplicarle sobre la palma de la mano.

– Me siento como una auténtica estúpida. Si tropecé fue porque intenté arrebatarle la nota de una patada. Creí que eso te daría la oportunidad de recuperar tu cuchillo o de reducirle de algún modo. No sabía que lo tenías todo bajo control.

Nathan apenas pudo contener la carcajada amarga que sintió ascender por su garganta. ¿Bajo control? No se había sentido tan impotente en toda su vida.

– Claro que podrías haberme contado lo de la nota en la estratagema de la bota -dijo Victoria-. Aun así, me salvaste la vida. -Se llevó la mano de Nathan a los labios y le besó los nudillos-. Mi héroe. Gracias.

Él le acarició suavemente la barbilla con las yemas de los dedos.

– De nada. Me alegra saber que no estás desilusionada al ver que he vencido al enemigo con el cerebro en vez de hacerlo con la fuerza física. Pero, acuérdate de lo que te digo: Cuando vuelva a ver a ese bastardo, pagará muy caro haberte tocado. Haberte hecho daño.

Victoria sintió que la recorría un escalofrío.

– Espero no volver a verle. Jamás había pasado tanto miedo.

«¿Así que nunca habías pasado tanto miedo? Pues ya somos dos.» Nathan volvió a bajarle las faldas para cubrirle las rodillas.

– He terminado con las curas. ¿Cómo te encuentras?

– ¿Has terminado? ¿Ya? -Victoria flexionó las manos, dobló las rodillas y meneó el mentón-. Me siento mucho mejor.

– Excelente.

Aunque Victoria entrecerró los ojos, un destello divertido asomó a su mirada.

– Me has engañado.

Nathan adoptó una inocente expresión escandalizada.

– ¿Yo?

– Me has distraído de tus curas haciéndome hablar.

– ¿Eso he hecho? Debo confiarte que no pareces necesitar que te apremien demasiado para animarte a hablar.

– Hum. Muy listo. Y efectivo. Mi tía me había dicho que le parecía que tienes buena mano con los enfermos. No debería haber puesto en duda su opinión, pues siempre ha resultado de lo más acertada en sus afirmaciones.

– En ese caso, os doy las gracias a ambas por el cumplido -dijo despreocupadamente-. En cuanto al resto de tu tratamiento, dejaremos que el bálsamo que te he aplicado vaya penetrando en la piel las próximas dos horas, durante las cuales te quedarás acostada y cenarás. Luego podrás disfrutar del baño caliente que te he prometido, tras el cual volveré a aplicarte el bálsamo. Acto seguido te irás a dormir. ¿De acuerdo?

– Sí, doctor.

– Excelente. Una paciente dócil.

– Nada de eso. Simplemente finjo serlo para corresponder a tu amabilidad.

– Entiendo. -Nathan retiró sus útiles y cerró con firmeza el maletín. Hecho eso, tendió la mano hacia la licorera con el brandy.

Victoria negó con la cabeza.

– Oh, no. Otra vez no. No pienso volver a probar ese asqueroso brebaje.

– No tienes de qué preocuparte. Este vaso es para mí.

Se sirvió dos dedos y se los bebió de un solo trago. Cerró entonces los ojos, saboreó el fuego que se abrió paso hasta su estómago y permitió que sus tensos músculos se relajaran. Cuando volvió a abrir los ojos, dejó el vaso a un lado. Sujetó con suavidad a Victoria por los hombros y la miró fijamente a los ojos.

– Ahora que mis obligaciones como médico han concluido, quiero que sepas que no tienes que devolverme ninguna gentileza. El hecho de que hayas resultado herida es única y exclusivamente culpa mía.

– Nada de eso…

– Totalmente culpa mía, Victoria. Tu padre te ha enviado aquí para que te proteja. Hoy he fallado, pero te doy mi palabra de que no volveré a hacerlo.

La mirada de Victoria se dulcificó y acercó la palma de la mano a la mejilla de Nathan.

– No has fallado, Nathan.

– El hecho de que estés en la cama prueba lo contrario. Del mismo modo que este episodio prueba que hay alguien desesperado por encontrar esas joyas. Y que hará cualquier cosa por salirse con la suya. -Puso la mano sobre la de ella y volvió levemente la cabeza para besarle la palma irritada-. Prométeme que no saldrás de la cosa sola. -A pesar de que no era su intención sonar tan severo, todavía sentía acechante el temor que le había atenazado.

– Te lo prometo.

Nathan asintió y se levantó de la cama.

– Voy a contarles a tu tía y a mi padre lo ocurrido. Luego le diré a tu tía que suba a verte para que te acomode en tu habitación y te ayude a cambiarte.

Y, como no pudo evitarlo, se inclinó sobre ella y le rozó la frente con los labios. Salió entonces de la habitación. Mientras avanzaba por el pasillo, apretó los labios, perfilando con ellos una triste sonrisa. Aunque no sabía quién era el responsable de lo ocurrido, a diferencia de lo acontecido tres años atrás, esta vez no tenía intención de abandonar. Esta vez conseguiría respuestas. Y el responsable pagaría por lo que había hecho.

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