La mujer moderna actual que decida tomar las riendas del destino y decirle al blanco de sus afectos «Te deseo» (y, sin duda, se le apremia desde aquí a que dé semejante paso) será mejor que esté muy segura de ello, porque es muy poco probable que el caballero decline su invitación.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima.
Charles Brightmore.
Con la gracia felina que tan bien le había servido durante su servicio a la Corona, Nathan se soltó del alféizar de la habitación en desuso situada justo encima del dormitorio de Victoria. Aterrizó suavemente en el balcón de la joven, se escondió rápidamente en las sombras, allí donde no llegaba la luz de la luna, y atisbo por los ventanales. Y se quedó de piedra ante la visión que apareció ante sus ojos.
Victoria reclinada en la bañera de latón, con su silueta velada por el halo dorado del crepitante fuego que ardía en la chimenea. Se había recogido el oscuro y brillante cabello sobre la cabeza en una muestra de artístico desorden mientras varios bucles caían sobre su cuello y sus mejillas. Rizos de vapor se elevaban dibujando espirales a su alrededor, perlándole los pómulos con su húmedo calor.
Sostenía un libro ante los ojos y parecía profundamente absorta en la lectura mientras no dejaba de mordisquearse el labio inferior. Al tiempo que él la observaba, una intrigante sonrisa que pareció colmada de secretos curvó los labios de Victoria, y Nathan se sorprendió deseando que fueran imágenes de él las que estuvieran inspirando semejante expresión.
Victoria cerró despacio el libro y lo dejó en la pequeña mesita redonda colocada junto a la bañera para dar cabida un par de gruesas y níveas toallas. Entonces, sus párpados se cerraron.
Con una facilidad resultante de la práctica constante, Nathan abrió los ventanales sin hacer el menor ruido y se adentro sigilosamente en la habitación llevando en la mano un rosa roja de largo tallo. Cuando llegó junto a la bañera, bajó la mirada. La cabeza de Victoria reposaba contra el pulimentado borde de latón, dejando a la vista su cuello húmedo y elegante. La mirada de Nathan quedó fascinada por la roja señal donde el cuchillo la había rozado y se le tensó la mandíbula. Apartó la atención del corte y prosiguió con su examen. El agua humeante lamía los hombros de Victoria, formando pequeños charcos en las delicadas concavidades dibujadas por la clavícula. Bajo la superficie del agua, que se mecía suavemente con la respiración de Victoria, brillaban unos pechos generosos coronados de unos pezones rosados. La mirada de Nathan se paseó por el vientre de la joven, por el triángulo de oscuros rizos enmarcado en el vértice de sus muslos y a lo largo de la línea de sus contorneadas piernas. Dado que la bañera medía menos que ella, para compensar la falta de espacio Victoria había apoyado sus finos tobillos cruzados en el borde opuesto, dejando al aire las pantorrillas y los pies. Tenía unos pies pequeños, con un empeine claramente pronunciado que los dedos de Nathan anhelaron acariciar.
– ¿Disfrutando del baño, Victoria?
Ella abrió los ojos de golpe y contuvo el aliento. El agua se derramó por uno de los laterales de la bañera cuando sus pies se sumergieron bajo la superficie al tiempo que cerraba las piernas y se cruzaba de brazos.
– ¿Qué… qué estás haciendo aquí?
– He venido a ver si estabas disfrutando del baño -respondió, tendiéndole la rosa-. Para ti.
La mirada sobresaltada de Victoria se posó primero en él y luego en la rosa que le ofrecía. Al fin alargó la mano y tomó la rosa por el tallo, llevándose el capullo al rostro y hundiendo la nariz en sus aterciopelados pétalos. Mirándole por encima de la flor, estudió el atuendo de Nathan.
– ¿Por qué te has vestido de negro?
– Para evitar que, mientras bajaba a tu balcón, cualquiera que pudiera estar al acecho pudiera detectar mi presencia.
Victoria se volvió a mirar de pronto los ventanales. Luego volvió a fijar en él la mirada. A pesar de que seguía pareciendo perpleja, el destello de interés que revelaban sus ojos era del todo incuestionable.
– ¿Has entrado aquí por el balcón? ¿Cómo?
– Saltando desde la ventana del piso de arriba.
Victoria lo miró con los ojos desorbitados.
– No habrás sido capaz.
– Ya lo creo.
– Pero ¿te has vuelto loco? Si te hubieras caído podrías haber quedado muy malherido.
– Casi con toda probabilidad habría perdido la vida -la corrigió con una grave inclinación de cabeza-. Pero tengo la gran fortuna de gozar de un perfecto equilibrio.
– ¿Alguna vez has oído hablar de la palabra «puerta»?
– Demasiado predecible, sobre todo teniendo en cuenta que deseaba tener a mi favor el factor sorpresa. Además, corría mayor riesgo de ser descubierto si entraba en tu habitación desde el pasillo. ¿Y si me hubiera encontrado la puerta cerrada con llave? Aunque podría haber hecho saltar la cerradura, me arriesgaba a ser descubierto. Tampoco me apetecía llamar, pues de haberlo hecho tendrías que haber salido de la bañera y cubrirte para abrir la puerta. En ese caso, no habría podido verte en el baño, y, mi querida Victoria, permite que te diga que es una visión de la que jamás me perdonaría no haber podido disfrutar.
Una sombra carmesí que rivalizó al instante con el color de la rosa que Nathan le había regalado tiñó las mejillas de Victoria.
– Por eso has saltado a mi balcón desde una ventana.
Nathan se encogió de hombros.
– Así somos los espías. Aunque reconozco que no tengo herida en ninguna parte del cuerpo, me temo que he perdido un poco la práctica con la maniobra.
– ¿Y dices que has venido para examinarme los rasguños?
– No exactamente.
Nathan cruzó la habitación y al llegar a la puerta hizo girar la llave en la cerradura. El suave chasquido pareció reverberar en el aire. Mientras regresaba despacio hasta ella, se enrolló las mangas hasta los codos al tiempo que la veía observarle detenidamente y se fijaba en el recelo y en el estado claramente alerta que bullía en sus ojos. Cuando llegó a la bañera, se arrodilló y apoyó los antebrazos en el borde. Con las puntas de los dedos removió suavemente el agua.
– Por supuesto, estaría encantado de examinarte las heridas -dijo, clavando una fascinada mirada en la de ella-. Sin embargo, y en aras del juego limpio, debo advertirte que no he venido en calidad de médico sino de hombre. Un hombre decidido a… -Su voz se apagó y bajó la mano hasta pasar lentamente la yema del dedo sobre la delicada línea de la clavícula de Victoria.
Ella le miró con los ojos muy abiertos y brillantes.
– ¿A qué? -preguntó con voz jadeante-. ¿A seducirme?
– A seducirte -repitió él despacio, saboreando la palabra como lo habría hecho con un delicado y delicioso clarete-. Me parece una idea excitante y tentadora. Una idea que sin duda tendré en cuenta. La próxima vez.
La confusión destelló en los ojos de ella.
– ¿La próxima vez?
– Sí. -Logró encajar la expresión de su rostro en una máscara de pesar-. Por muy agradable que pueda antojárseme la idea de seducirte, me temo que esta visita responde tan solo a mi voluntad de venganza.
Y, sin darle oportunidad de que respondiera, se levantó se llevó con gesto suave y apresurado las toallas de Victoria de la mesita adjunta. Luego se dirigió al extremo más alejado de la habitación, junto a la chimenea, donde Victoria no pudiera alcanzarle, y apoyó despreocupadamente los hombros en la repisa de mármol blanco.
Victoria apartó la mirada de la mesita vacía para posarse en las toallas que él sostenía en las manos. Luego barrió la habitación con la mirada. Vio el camisón y el salto de cama a los pies del lecho. Lo más cercano que tenía para taparse eran las toallas que obraban en poder de Nathan. Le miró y frunció los labios.
– Ya entiendo -dijo, asintiendo-. Esta es tu venganza por lo que ocurrió en el lago. Te vi desnudo y mojado, y ahora quieres verme desnuda y mojada.
– Es lo justo. Y te advertí que me tomaría mi venganza. Aunque el hecho de verme desnudo y mojado no es lo único que ocurrió en el lago. -Una lenta sonrisa asomó a sus labios-. Y tengo intención de tomar mis represalias por ello.
Se sintió profundamente gratificado por el inconfundible chispazo de interés que vio perfilarse en la mirada de Victoria. Sin poner fin al contacto visual entre ambos, Victoria se inclinó hacia delante, apoyó los brazos cruzados en el borde de la bañera y apoyó la barbilla sobre sus manos entrelazadas.
– ¿Y si decido no salir de la bañera?
– En algún momento tendrás que hacerlo. -Nathan sonrió y cruzó los pies-. Estoy dispuesto a esperar lo que haga falta.
– Hum. ¿Y si me niego?
– En ese caso, supongo que me veré obligado a meterme en la bañera contigo.
– ¿De verdad lo harías?
– ¿Es una invitación?
Los labios de Victoria se contrajeron.
– No. Es una pregunta. Estoy sopesando mis opciones y necesito una respuesta.
– Es ese caso, mi respuesta es «sí», lo haría. Sin dudarlo.
– Entiendo. Bueno, necesitaré un instante para meditarlo. Para decidir qué hacer.
– Tómate el tiempo que necesites -dijo Nathan con un magnánimo ademán. Se agachó para dejar las toallas al borde de la alfombra colocada junto al hogar y se dio cuenta entonces de que con ellas se había llevado el libro de Victoria. Lo cogió de encima del montón de toallas, leyó el título y arqueo las cejas.
– Ah, la infame Guía femenina -dijo, incorporándose. Abrió una página al azar y leyó:
La mujer moderna actual puede seducir de incontables formas al caballero al que desea. Tan solo la refrena su propia imaginación. Ella podría sugerirle un paseo a la luz de la luna con la intención de perderse con él por un sendero privado buscando una cita al aire libre. Él no podrá resistirse a una nota, anónima pero perfumada con su fragancia, en la que ella solo habrá escrito una hora y un lugar.
Nathan levantó los ojos y asintió con gesto aprobador.
– Sí, cualquiera de esas estratagemas funcionaría a la perfección conmigo. ¿Continúo?
– Si quieres. Creo que la siguiente sugerencia invita a que la dama acaricie discretamente a su caballero por encima de los pantalones.
Nathan volvió a bajar la mirada y leyó en silencio las dos líneas siguientes.
– Así es. -No logró decidir si la elección del material de lectura de Victoria le intrigaba o le inquietaba. Le pareció sumamente excitante la idea de que ella utilizara con él cualquier conocimiento obtenido gracias a la lectura del libro. Pero la idea de que lo utilizara con otro hombre se tradujo al instante en un abrasador ataque de celos. Cerró el libro y lo dejó encima de la repisa, reparando en que ella le observaba con una expresión inescrutable.
– ¿Qué estás pensando?
– ¿De verdad quieres saberlo?
– Sí.
– Me pregunto cómo te las ingenias para lograr excitarme de este modo estando a casi diez metros de aquí y además sumergida en el agua.
Antes de que Nathan pudiera decidir qué era lo que más le sorprendía, si la respuesta de Victoria o la voz velada con la que había librado su confesión, ella abortó cualquier esperanza de que pudiera decir algo levantándose despacio en la bañera. El agua se deslizó sobre su cuerpo en una brillante cascada envuelta en oro por el resplandor procedente del fuego de la chimenea. La mirada de Nathan serpenteó a lo largo de todo su cuerpo y el deseo le golpeó con toda su fuerza.
Tuvo que tragar saliva dos veces para encontrarse la voz.
– No estoy seguro de si «levantarte de un estanque humeante como una encantadora ninfa de agua» aparece en tu Guía femenina como método de seducción, pero si es así, te felicito, pues has logrado representarlo con auténtica maestría.
– No, no está en la lista, pero escribiré una anotación en el margen.
Salió elegantemente de la bañera y se acercó muy despacio a él, ondulando con suavidad las caderas, hechizándole con cada paso y con esa mirada entre descarada y tímida que brillaba en sus ojos. Cada una de las células de Nathan anheló estrecharla contra él, aplastarla contra su cuerpo con todo el tórrido fervor de un chiquillo primerizo. Inspiró despacio y hondo para calmar los ensordecedores latidos que le golpeaban en el pecho, aunque con ello solo logró que el delicado aroma a rosas de Victoria le embotara los sentidos.
– Creía que habías dicho que debía acostarme -susurró ella-. Que necesito descansar.
– Y así es. Aunque todavía no. -Su mirada se movió por ella con una avidez que luchó con todas sus armas por mitigar. Los ojos de ambos se encontraron y el corazón de Nathan se encogió ante la excitación que pudo ver en los de ella. Un toque de timidez, sí, pero su Victoria no era ninguna cobarde.
«Su Victoria…»
Peligrosas e inquietantes palabras. Pues Victoria no le pertenecía. Jamás sería suya durante más de unos pocos momentos robados. Aunque sí lo era durante los breves y robados segundos que tenía ante él, de modo que decidió preocuparse de eso más adelante.
– «La venganza es dulce», afirma el proverbio -dijo con un ronco susurro-. Veamos si es cierto.
Tomándola de la mano, la condujo hasta el rincón más alejado de la estancia, deteniéndose ante el espejo ovalado de cuerpo entero. Se colocó entre ella y el espejo, y le acarició la suave y sonrojada mejilla con los dedos.
– Quiero tocarte, Victoria. -Incluso mientras pronunciaba esas palabras, le sorprendió reparar en que esa salvaje y urgente turbulencia que rugía en su interior era algo más que un simple «deseo» de tocarla. Era una necesidad. Que iba más allá de todo lo que hasta entonces había experimentado.
La rodeó hasta quedar directamente delante de ella.
– Quiero ver cómo me tocas -dijo. Y pensó: Para que puedas ver lo mucho que te deseo. Para que yo pueda ver que me deseas.
Victoria se quedó totalmente inmóvil, apenas atreviendo se a respirar mientras se observaba, desnuda, y a Nathan de pie tras ella. La visión la escandalizó y la excitó a la par. Hizo un movimiento inconsciente para cubrirse, pero él le tomó las manos desde atrás y meneó la cabeza.
– No -susurró contra su sien-. No te ocultes de mí. Ni de ti.
Un sonrojo integral la envolvió y tuvo que tensar las rodillas para mantener el equilibrio. Había estado desnuda delante del espejo de su habitación antes en numerosas ocasiones, estudiando su cuerpo, acariciándolo con manos inexpertas y ardiente curiosidad. ¿Cómo sería la sensación de que un hombre la tocara? Y no un hombre cualquiera. Ese hombre. Que había cautivado su imaginación desde la primera vez que se había fijado en él, tres años atrás. El corazón le dio un vuelco de pura ansiedad ante la inminente posibilidad de descubrir la respuesta a esa pregunta.
Nathan levantó las manos y con infinita suavidad fue quitándole las horquillas del pelo, dejándolas caer sobre la alfombra. Su desordenada mata de rizos se liberó, cayendo sobre las manos de Nathan y sobre sus hombros, cubriéndole en cascada la espalda hasta la cintura. Agarrándola delicadamente de los antebrazos, Nathan se inclinó hacia delante y hundió el rostro en su pelo.
– Rosas -murmuró.
De algún modo Victoria logró encontrarse la voz.
– Es mi olor favorito.
La mirada de Nathan se clavó en la de ella en el espejo.
– Ahora también es el mío.
La calidez de las manos de él sobre su piel, el calor de su cuerpo, la envolvieron como una capa de terciopelo. Con el corazón desbocado y pequeños jadeos entrecortados dando forma a su respiración, se debatió por mantener cierto semblante de calma externa, aunque sus esfuerzos resultaron de todo inútiles. Dios santo, la forma en que Nathan la miraba… ningún hombre la había mirado jamás de ese modo. Suponía que eso se debía a que pasaba su tiempo rodeada de la sociedad cortés, y no había nada de cortés en el deseo intensamente carnal que refulgía en los ojos de Nathan.
Vestido completamente de negro y con el rostro sumido en un mar de crudos contrastes de luces y sombras a causa del fuego de la chimenea, Nathan era la viva imagen del intrépido pirata en cuyo personaje ella le había imaginado: devastadoramente atractivo, absolutamente masculino y tan solo un poco peligroso. Santo Dios. No podía esperar a ver, a sentir, qué era lo que él planeaba hacer a continuación.
Nathan le apartó el pelo con una mano, revelando su nuca, mientras deslizaba la otra alrededor de la cintura y tiraba con suavidad de ella hacia él, salvando así cualquier distancia que hubiera podido existir entre ambos. Su cuerpo tocó el de ella del hombro a la rodilla al tiempo que la dura rugosidad de su erección se abría paso contra sus nalgas. El calor manaba de él, infundiendo en ella una oleada de calidez. Inclinó entonces la cabeza y la besó en la nuca.
Victoria vio, transpuesta, cómo las yemas de los dedos de Nathan se posaban en su cuello para deslizarse al instante hacia abajo, sumergiéndose en el leve hueco de la base del cuello, que se estremecía, desvelando su pulso acelerado. Nathan apenas acababa de empezar y ella estaba ya perdida.
Nathan le puso las palmas en los hombros y deslizó sus manos hasta las de ella, entrelazando los dedos de ambos. Luego levantó las manos de Victoria, pasándoselas por detrás del cuello.
– No las muevas -dijo con la voz como un susurro de tosco terciopelo. Victoria obedeció, entrelazando los dedos tras la nuca y agradecida de poder tener algo a lo que agarrarse.
Él posó sus cálidos labios contra su sien y muy despacio deslizó los dedos por sus brazos levantados. Un millar de placenteros hormigueos le recorrieron la piel, llevándola a echar atrás la cabeza hasta apoyarla contra el hombro de él, observando cómo sus inteligentes manos de dedos largos, tan oscuras contra su piel mucho más pálida, se embarcaban en una exploración agonizantemente lenta, como si deseara memorizar cada poro, cada lunar, creando en ella un deseo insoportable.
Colocó una mano en el pecho de Victoria y le susurró contra la sien:
– Te palpita el corazón.
A Victoria no le costó recordar que eran las mismas palabras que ella le había dicho a él.
– No debería sorprenderte -dijo, imitando la respuesta que él le había dado.
Aun a pesar de que percibió la sonrisa de Nathan, su atención seguía fascinada por la visión y el contacto de sus manos, que habían empezado a deslizarse hacia abajo, rozándole apenas los pechos. Contuvo el aliento y cerró los ojos.
– No cierres los ojos -dijo Nathan, rozándole la oreja con la calidez de su aliento-. Quiero que veas lo hermosa que eres.
Victoria vio cómo las grandes manos de él se cerraban sobre sus pechos, jugueteando con sus pezones hasta convertirlos en dos puntos de puro deseo, haciendo girar lentamente los excitados picos entre los dedos. Un largo ronroneo de placer vibró en su garganta. Soltándose las manos, pasó los dedos por el sedoso, abundante y oscuro cabello de Nathan. Luego arqueó la espalda, ofreciéndose aún más, una invitación de la que él inmediatamente se aprovechó.
Los labios de Nathan se pasearon por su cuello, alternando perezosos besos con aterciopelados embistes propinados con la lengua. Sin duda todas sus caricias eran lánguidas e indolentes, en sorprendente contraste con el afilado deseo que la recorría.
– Nathan… -Jadeó su nombre acompañándolo de un prolongado suspiro y se retorció contra él, impaciente, ávida. Nathan contuvo bruscamente el aliento y se pegó aún más contra la espalda de ella, encajándole la enhiesta longitud de su erección más firmemente entre las nalgas.
– Paciencia, mi amor -le susurró al oído.
Mientras con una mano seguía acariciándole los pechos, la otra continuaba su arrebatador descenso por el vientre de ella, aprendiendo la curva de su cintura, rodeándola para hundirse instantes después en el sensible hueco de su ombligo. Y más abajo, hasta que las yemas de los dedos rozaron el triángulo de rizos oscuros enmarcado por el vértice de sus muslos.
– Separa las piernas, Victoria.
Victoria obedeció y vio, sin aliento y fascinada, cómo los dedos de él se sumergían aún más abajo hasta acariciar sus pliegues femeninos. Aunque ese primer contacto la paralizó, después fue como si las compuertas de la sensación se abrieran, saturándola en la conciencia de su propio cuerpo al tiempo que sus músculos se empeñaban en aproximarse más a él y sus caderas se ondulaban contra su mano. Los dedos de Nathan se deslizaron sobre un punto exquisitamente sensible arrancándole un profundo gemido de las profundidades de la garganta. Victoria no reconoció a la mujer del espejo que la miraba desde unos párpados semicerrados bajo el peso de deseo y cuya pálida piel estaba rodeaba por unos fuertes, nudosos y dorados antebrazos y por unos dedos implacables y mágicos. La mujer parecía lujuriosa y carnal. Voluptuosa Traviesa.
Los dedos de Nathan se sumergieron aún más, acariciándola con un movimiento lento y circular que amenazó con volverla loca.
– Ya te dije -empezó él con un ronco susurro contra su cuello- que jamás me verías arrodillarme ante ti. ¿Lo recuerdas?
Dios santo, ¿no esperaría que fuera capaz de responder a ninguna pregunta en ese estado?
– Sí -logró responder. La afirmación concluyó con un jadeante susurro de placer.
– Dijiste: «No digas nunca de este agua no beberé», y tenías razón.
Apartó las manos del cuerpo de Victoria y un gemido de protesta surgió de las profundidades de la garganta de ella Pero el gemido se transformó en gimoteo cuando Nathan se colocó delante de ella. Los labios de ambos se encontraron en un lujurioso beso de bocas abiertas y las lenguas se unieron mientras las manos de él bajaban primero por la espalda de ella y se cerraban después sobre sus pechos. Tras interrumpir el beso, los labios de Nathan trazaron un rastro abrasador por el cuello de Victoria para descender luego hasta sus senos Envolvió un pezón en el aterciopelado calor de su boca, un delicioso tirón que despertó un estremecimiento de respuesta en las profundidades del útero de Victoria. Sumergida en sensaciones, se aferró a los hombros de Nathan, buscando un ancla, y dejó caer la cabeza lánguidamente hacia atrás.
Tras dispensar idéntica atención al otro pecho, Nathan cayó lentamente de rodillas mientras su lengua iba trazando una línea por el centro del vientre de Victoria hasta hundirse en el ombligo. Se abrió paso por el estómago a besos, y Victoria le oyó inspirar hondo y decir con un hilo de voz:
– Rosas.
Las manos de Nathan le rodearon los tobillos y ascendieron despacio por sus piernas, acariciándole los muslos, cerrándose sobre las nalgas, amasándole suavemente la carne. Fue depositando besos sobre el abdomen en claro descenso hasta que sus labios y su lengua la acariciaron como ya lo habían hecho sus dedos. Las manos de Victoria se cerraron sobre sus hombros, cada vez más conforme la debilidad se adueñaba de sus rodillas. Dejó escapar un jadeo ante la inesperada punzada de placer que la envolvió. Nathan introdujo el hombro entre los muslos de ella y los separó. Las piernas de Victoria temblaron, pero las fuertes manos de él la sujetaron por el trasero, apremiándola para que moviera las caderas contra él. El placer alcanzó una cota insoportable y entonces estalló, arrancando un grito de labios de Victoria al tiempo que una sacudida de temblores la envolvía. A medida que los estremecimientos fueron desapareciendo, la dejaron sin fuerzas, saciada, satisfecha y presa de una total languidez.
Sin decir una palabra, Nathan se levantó y la tomó en brazos. La llevó a la cama y la depositó en el lecho, rebotando ligeramente al dejarla sobre la ropa de cama ya desplegada. Victoria le miró, esperando encontrar picardía en su mirada, pero Nathan la miraba con ojos muy serios. Después de taparla con la sábana, acomodó la cadera sobre el colchón y le sujetó un rizo detrás de la oreja con dedos que a Victoria no le parecieron demasiado firmes.
– La venganza es sin duda dulce -murmuró Nathan.
A Victoria el corazón le dio un vuelco. Hubo algo en el tono de voz de él, en el modo de taparla, que parecía anunciar su intención de poner fin al interludio. Armándose de valor, dijo:
– Aunque sin duda inconclusa.
Algo brilló en los ojos de Nathan.
– ¿Deseas continuar?
– ¿Tú no?
– Estás respondiendo a una pregunta con otra pregunta ¿Has pensado en ello?
– Profundamente. Y no cuando estaba, como tú dirías, sexualmente excitada ni deleitándome en la complacencia posterior al placer.
– ¿Te has planteado las posibles consecuencias?
– Sí. En circunstancias normales, quizá no accedería a empezar un romance. Sin embargo, aquí existen factores atenuantes.
– ¿Como por ejemplo?
– La ubicación. Resultaría difícil mantener la discreción en Londres, pero aquí nadie me conoce. No tengo la menor intención de regresar, y tampoco creo que ninguno de mis conocidos de la alta sociedad esté en la zona.
– Si nos descubrieran, ninguna distancia bastaría para protegerte del escándalo. Además, está la cuestión del embarazo.
– Existen métodos para prevenir que eso ocurra -dijo Victoria-. Sin duda, siendo médico debes de saberlo.
– Por supuesto que lo sé. -Entrecerró los ojos-. Aunque no sabía que tú también lo supieras.
– He extraído una enorme cantidad de conocimiento de mis lecturas de la Guía femenina.
– Ah, sí, la Guía femenina. Al parecer, es una inagotable fuente de información. Debo admitir que el fragmento que he leído me ha parecido realmente excitante.
– No es solo eso -dijo Victoria, presa del impulso de defender el libro que tanto significaba para ella-. Proporciona información a mujeres que de otro modo casi con toda probabilidad se verían privadas de ella.
– ¿Como la de cómo tocar a un hombre? ¿O seducirle?
Victoria alzó el mentón.
– Sí, entre otras cosas.
– Hum. En cualquier caso, creo que debo al autor una nota de agradecimiento. Sin embargo, hay otras cosas a considerar. Aunque aquí no llegara a descubrirse un romance ahora, el hecho de que te vieras envuelta en él no pasaría desapercibido en tu noche de bodas, y las consecuencias serían previsiblemente negativas, pues sospecho que ni a Branripple ni a Dravensby les haría demasiada gracia descubrir que su esposa había tenido un amante.
– La Guía femenina sugiere varias formas para poner solución a esa situación, una situación que, por cierto, según afirma el autor, no es asunto del caballero. Ni que decir tiene que no se espera de los caballeros que lleguen vírgenes al matrimonio.
– Quizá no. Pero soy todo curiosidad. ¿Cómo sugiere el autor lidiar con la situación?
– Mi elección personal es el entusiasmo. La Guía afirma que si la novia se muestra como una participante activa y dispuesta en la actividad amatoria de la noche de bodas en vez de limitarse a ser un cuerpo inerte, el novio quedará tan embelesado que no tendrá el aplomo suficiente para preguntar los… ejem… detalles.
Aunque la expresión de Nathan era del todo ilegible, un músculo se contrajo en su mentón.
– Comprendo -dijo con tono neutro.
– Además, no entiendo por qué te preocupa lo que pueda ocurrir en mi noche de bodas.
Algo destelló en los ojos de él, aunque desapareció antes de que Victoria pudiera llegar a descifrarlo.
– Me preocupa porque no quiero que sufras. De ningún modo.
Un ceño se dibujó entre las cejas de Victoria.
– Gracias. Aprecio tu interés, pero…
– Pero ¿qué?
Victoria soltó un bufido.
– Bueno, para ser un hombre que afirma desearme, te veo frustrantemente reticente a convertirte en mi amante. Y, por desgracia, en mis numerosas lecturas de la Guía femenina, u recuerdo que se haga mención a cómo lidiar con un caballa poco dispuesto.
– ¿Poco dispuesto? -Los ojos de Nathan se oscurecieron y se levantó. Clavándola a la cama con la mirada, se quito lentamente la camisa-. Mi querida Victoria, te aseguro que mi disposición es plena. Tan solo quería asegurarme de que eras perfectamente consciente de lo que te espera.
Terminó de quitarse la camisa y la dejó caer descuidadamente al suelo. La mirada de ella se paseó por su pecho, posándose por fin en los sedosos rizos de vello oscuro que se estrechaban hasta perfilar la cinta de ébano que dividía en dos el pecho y el vientre plano y musculoso. La erección de Nathan quedaba claramente perfilada bajo los ajustados pantalones. Oh, Dios. No había nada en ese hombre que denotara la más mínima falta de disposición.
– ¿Y qué es lo que me espera? -preguntó Victoria, notando que se le aceleraba el pulso.
– Un amante que no estará satisfecho simplemente con tenerte una vez. Desearé que nuestro romance continúe durante el tiempo de tu estancia en Cornwall.
– Entiendo. -Victoria se incorporó, apartando la sábana a un lado y rodando hasta quedar de rodillas. Alargó entonces la mano y trazó con la yema del dedo esa mata de pelo que tanto la fascinaba-. En ese caso, y en nombre del juego limpio, será mejor que también yo te advierta de que estarás tomando a una amante que no se contentará con poseerte una vez. Espero también que nuestro romance prosiga durante el tiempo que dure mi estancia en Cornwall.
Trazó con el dedo la franja de piel situada justo encima de la cintura del pantalón. Los músculos de Nathan se erizaron bajo el suave contacto de la yema.
– Un infortunio que me comprometo a soportar con una sonrisa.
– Naturalmente, si no crees ser lo bastante resistente… Una ceja oscura se arqueó de pronto.
– ¿Dudas de mi vigor?
– Si respondo que sí, ¿me demostrarás cuan equivocada estoy?
– Me temo que eso me obligaría a estar a la altura de las circunstancias.
– Sí -dijo Victoria, sin el menor asomo de vacilación.