Capítulo 13

La mujer moderna actual merece experimentar una gran pasión en su vida, pero desgraciadamente no todas las mujeres tienen la bendición de encontrar a alguien que inspire en ellas tamaño deseo. Si por fortuna conocen al hombre que haga palpitar su corazón, temblar sus rodillas y estremecerse todo su ser, no deberían permitir que nada se interpusiera en su camino y les impidiera disfrutar a manos llenas de la felicidad.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Nathan ordenó a Medianoche aflojar el paso cuando se acercaron a la curva del sombrío sendero bordeado de árboles.

– ¿Es este el sitio? -preguntó Victoria, que avanzaba junto a él a lomos de Miel.

– Justo al doblar la curva. -Inspiró hondo y se preparó para lo que estaba por venir, aunque no hizo nada por detener la embestida. En cuanto dobló la curva, le asaltaron los recuerdos que tanto había luchado por apartar de su cabeza, poniendo cerco a las fortificaciones que con tanto esmero había levantado para protegerse de la culpa, del remordimiento y de la autocondena que habían amenazado con consumirle desde lo más profundo de su ser. Aunque desde un buen principio era consciente de que tendría que volver a visitar ese lugar, había esperado, rogado, que las imágenes se hubieran desvanecido. Sin embargo, se le clavaron como un cuchillo en el vientre.

Tiró de las riendas de Medianoche hasta detener al caballo y bajó la mirada al punto exacto donde había encontrado a Gordon, desplazándose luego hasta el seto del que había sacado a Colin. Cerró con fuerza los ojos. Por su mente desfilaron vividas imágenes y tajos de dolor que escocieron como un latigazo, abriendo aún más las cicatrices del arrepentimiento que ya marcaban su piel. Se le tensó el pecho y la garganta y, abriendo los ojos, escudriñó el terreno. La lluvia caída durante los últimos tres años había borrado cualquier resto de la sangre de Colin y de Gordon. Cuánto lamentaba no haber podido limpiar así su memoria.

Sintió que le tocaban el brazo y volvió la cabeza. Victoria había posado su mano enguantada sobre su manga y le miraba con una expresión de inconfundible preocupación.

– ¿Estás bien, Nathan?

No. No estoy bien, pensó. Había perdido todo cuanto le importaba. Exactamente allí. Y él era el único culpable.

– Sí. Estoy bien.

– Tienes mal aspecto.

Nathan forzó un esbozo de sonrisa.

– Gracias, aunque debo advertirte que palabras tan edulcoradas suelen subírseme a la cabeza.

Ni un leve asomo de diversión iluminó los rasgos de Victoria mientras su mirada estudiaba la de él durante lo que se le antojó una eternidad. Por fin dijo con voz queda:

– Te resulta doloroso estar aquí.

Nathan se vio obligado a tragarse el sonido aciago que sintió ascender por su garganta y asintió, sin confiar demasiado en su propia voz.

– ¿Quieres contarme lo que ocurrió?

Un inmediato «no» estuvo a punto de salir de labios de Nathan, pero la compasión que colmaba la voz y los ojos de Victoria pudo con él. De pronto no se le ocurrió un solo motivo convincente para no contárselo.

– A partir de ciertos datos que me facilitó un informador, me llevé la valija de las joyas de un barco anclado en Mount's Bay.

– ¿Cómo te las llevaste?

Nathan se encogió de hombros.

– Digamos simplemente que soy buen nadador y que me manejo bien con el cuchillo. -Los ojos de Victoria se abrieron de par en par, pero antes de que pudiera seguir interrogándole, él prosiguió-. Esa noche debía hacer aquí entrega de las joyas, pero cuando llegué oí disparos. Descubrí a Gordon herido en el sendero. Cuando me acerqué a él, me golpearon por la espalda y solté las joyas. Antes de que pudiera recobrar el sentido, mi asaltante las cogió y desapareció en el bosque.

– ¿No saliste tras él?

– No.

– ¿Por qué?

Otro recuerdo preñado de culpa le golpeó con un visceral puñetazo.

– Porque me pareció más importante comprobar que Gordon estuviera vivo. Luego me di cuenta de que también a Colin le habían disparado.

– ¿A quién se suponía que debías entregarle las joyas?

Nathan vaciló. Jamás se lo había dicho a nadie, a pesar de que no estaba ya en la obligación de permanecer en silencio. Sin embargo, y aunque el instinto le aconsejaba mantener la información en secreto, también le decía que podía confiar en esa mujer. Y que ella estaba en el derecho de saber.

– Tendrás que darme tu palabra de que jamás repetirás lo que estoy a punto de decirte.

– Muy bien.

– Supuestamente, debía entregar las joyas a tu padre.

La mano de Victoria se despegó lentamente de su manga y frunció el ceño.

– ¿A mi padre? -repitió con tono confundido-. No entiendo. ¿Estaba aquí? ¿En Cornwall?

– Sí. Cuando oí los disparos, lo primero que pensé fue que habían atacado a tu padre. Sin embargo, cuál fue mi sorpresa cuando vi que eran Gordon y Colin los que estaban heridos.

– ¿Por qué?

– Porque no sabían nada sobre la misión. Los únicos que estábamos al corriente de ella éramos tu padre y yo. A día de hoy, ni Gordon ni Colin saben que era tu padre la persona con la que yo debía encontrarme, y quiero que eso siga así. Al menos, por ahora.

– Pero ¿por qué no se les incluyó en la misión? Y, si no lo estaban, ¿qué hacían aquí esa noche?

– Tu padre estaba a cargo de la misión y solo quería implicar a un operativo. En cuanto a por qué me eligió a mí en vez de a Colin o a Gordon, fue simplemente una cuestión de dinero. Se ofrecía una gran recompensa por la recuperación de las joyas. Por su condición de herederos, Colin y Gordon tenían la vida resuelta. Yo, en cambio, no podía decir lo mismo. Al asignarme la misión, tu padre me ofreció la oportunidad de acceder a una situación de seguridad económica.

– Ya… veo -dijo ella, aunque sin duda todavía le rondaban algunas preguntas-. ¿Qué pasó con mi padre esa noche? ¿También él resultó herido?

– Naturalmente yo estaba muy preocupado por él. En cuanto acabé de curar a Colin y a Gordon recibí un mensaje codificado de tu padre en el que me informaba de que había sido asaltado poco después de haber salido de la posada donde se alojaba y en el que me preguntaba qué había ocurrido. Le escribí una explicación, a la que él respondió diciéndome que había decidido regresar a Londres y en la que me daba instrucciones de que dijera lo menos posible a Colin y a Gordon sobre la misión, al tiempo que insistía en que no mencionara su implicación en lo ocurrido. Logré evitar las preguntas de Colin y de Gordon mientras les curaba las heridas, aunque sabía que no podría seguir evitándolas durante mucho tiempo. Cuando finalmente exigieron respuestas, mis vagas explicaciones no lograron satisfacerles. Casi de inmediato estallaron los rumores sobre las joyas desaparecidas y mi implicación en el caso, sin duda gracias a los retazos de conversación oídos por el servicio. Lo siguiente que supe fue que se me interrogaba oficialmente. A pesar de que nunca se logró probar nada contra mí, fueron muy pocos los que me consideraban inocente. Cada día que pasaba surgían nuevos chismes. Las miradas y los susurros me seguían por el pueblo. Y también en casa.

– ¿Tu familia te creyó culpable?

– Aunque ni Colin ni mi padre llegaron en ningún momento a acusarme abiertamente, tampoco proclamaron mi inocencia. Hasta un ciego habría podido leer la sombra de duda que velaba sus ojos. -La imagen de Colin que había quedado grabada en su mente y la de su amigo mirándole con los ojos preñados de duda y de sospecha destellaron en su mente, provocando de inmediato una afilada punzada de dolor. Nathan parpadeó en un afán por deshacerse del recuerdo y prosiguió-: En cuanto a Gordon, mi mejor amigo, me acusó abiertamente.

– ¿Tenía alguna prueba que te inculpara?

– Ninguna. No había ninguna. Tan solo insinuaciones y mera especulación, aunque mucho me temo que eso es algo que puede resultar igualmente dañino. A Gordon, entre otros, le pareció muy conveniente que yo hubiera sido el único en escapar del incidente ileso.

– ¿Cómo respondiste a semejante acusación?

– No respondí. Era obvio que nada de lo que yo pudiera decir le convencería de su error. -Y, maldición, cuánto había dolido eso. Casi tanto como que el propio Colin dudara de él. Volvió a centrar su atención en Victoria y casi pudo ver girar los mecanismos de su mente. ¿Cuánto tardaría en preguntarle si también su padre le creía culpable? ¿Cuánto en ser consciente de las implicaciones que suponía el hecho de que si él y su padre eran las únicas dos personas que estaban al corriente de la misión, y él no era culpable…?

– Dices que ni tu hermano ni tu padre proclamaron tu inocencia. ¿La proclamaste tú?

Nathan apartó los ojos de los de ella y echó una mirada a la espesura del bosque.

– Les dije que no había traicionado a mi país, aunque mis palabras cayeron en oídos sordos. Colín se sentía engañado y sospechaba de mi continuo secretismo. Mi padre, perplejo al descubrir que sus hijos habían estado trabajando para la Corona, me acusó de ser el responsable de la herida de Colin. Según dijo, Colin podía haber muerto. Como si yo no lo supiera. Como si eso no fuera a carcomerme la conciencia durante el resto de mi vida. Tuvo lugar una terrible discusión. Se dijeron palabras enojadas e hirientes. Ellos se sentían traicionados y embaucados, y yo me sentía… -Su voz se apagó.

– ¿Cómo te sentías? -preguntó Victoria con suavidad.

– Culpable. Presa del remordimiento. Destrozado. Mi padre me ordenó que me fuera y así lo hice.

– Debe de haber sido muy doloroso.

Nathan se volvió a mirarla, buscando en su rostro algún atisbo de condena. Sin embargo, en él tan solo pudo detectar un velo de compasión. De algún modo, eso le hizo sentirse aún peor que si Victoria le hubiera dedicado una mirada de censura.

– Por no decir… más. Después de ir de aquí para allí durante dos años, descubrí por fin Little Longstone. Allí todos me aceptan simplemente como el doctor Nathan Oliver. Nadie está al corriente de la elevada posición de mi familia, de mi pasado de espía ni de mi mancillada reputación. Me dedico en cuerpo y alma a la profesión que amo y vivo como siempre quise hacerlo. Del modo que siempre me ha hecho sentir más cómodo. Con toda sencillez. Y pacíficamente.

– Pacíficamente quizá, aunque no estés realmente en paz.

A pesar de que una inmediata negación asomó a labios de Nathan, las palabras murieron ante la cálida compasión y la gentil ternura que supo leer en la mirada de Victoria.

– Puedo verlo en tus ojos, Nathan -dijo ella con renovada suavidad-. Las sombras. El dolor. En cuanto volví a verte supe que no eras el mismo hombre que conocí hace tres años.

Maldición, ¿cómo se las ingeniaba esa mujer para deslizarse tras su guardia de ese modo? Victoria le hacía sentirse… vulnerable. Indefenso. Y eso no le gustaba.

– Estoy seguro de que lo dices en el mejor de los sentidos -dijo Nathan en un tono seco como la grava.

– Lo que quiero decir es que enseguida supe que algo te había cambiado. Ahora sé lo que es. Y lo siento por ti.

– Porque te resulté encantador la primera vez que nos vimos.

Aunque había una inconfundible dosis de sarcasmo en las palabras de Nathan, Victoria le sorprendió respondiendo en un tono de extrema seriedad:

– Sí. -Entonces sonrió-. Aunque sin duda eso debió de resultarle obvio a un maestro del espionaje como tú. Creo recordar que también yo te gusté.

Dios, sí, por supuesto. A Nathan le había gustado el aspecto de Victoria. El brillo de sus ojos. Su seductora sonrisa. Esa dulce inocencia mezclada con malicia revestida de delicada belleza. Su encantador parloteo nervioso, que le había llevado a silenciarla con un beso. Y también su deleitable sabor. Su delicioso contacto y el olor no menos agradable. Nada ni nadie habían logrado encenderle la sangre ni afectarle tan profundamente ni antes ni desde entonces.

– Sí, Victoria -respondió con voz queda-. Me gustaste. -Dios del cielo, todavía le gustaba. Y mucho se temía que demasiado.

Un rubor teñido de rosa manchó las mejillas de Victoria y él agarró con firmeza las riendas de Medianoche para evitar sucumbir a la tentación de tocarla.

– No sé si sabes que… esa noche… fue mi primer beso -dijo ella.

Nathan sintió que algo se expandía en su interior.

– No, no lo sabía con seguridad, aunque debo confesar que lo sospechaba.

Las mejillas de Victoria se ruborizaron aún más y su mirada terminó apartándose de la de él.

– Mi inexperiencia debe de haberte aburrido.

Nathan no pudo hacer más que clavar en ella la mirada. Debía de estar de broma. ¿Aburrirle? Ojalá. Sin embargo, el rubor y la vergüenza que evidenciaba Victoria eran un claro indicador de que hablaba en serio. Mientras que el sentido común le decía que lo más sensato era dejarla creer lo que quisiera, su conciencia no le permitió que Victoria abrigara un malentendido tan intolerable. Tendió la mano y apoyó las yemas de dos de sus dedos bajo el mentón de ella. Incluso ese ínfimo contacto con la suave piel de Victoria provocó en él una oleada de calor. Cuando las miradas de ambos se encontraron, Nathan dijo con extrema delicadeza:

– No me aburriste, Victoria. Estuviste… -Se detuvo y quiso añadir: Me embriagaste. Me embrujaste. Me encantaste. Me cautivaste. Te convertiste en alguien irrevocablemente inolvidable con solo un beso, pero solo dijo-: Estuviste encantadora.

Nathan juraría haber visto un destello de alivio en esos ojos que eran del mismo vivido azul que el del mar. El atisbo de una sonrisa tembló en los labios de Victoria.

– Quizá también yo podría decir lo mismo de ti.

– ¿Podrías decirlo… o lo dices? -A pesar de su tono ligeramente burlón, Nathan fue de pronto consciente de lo mucho que anhelaba la respuesta a su pregunta.

– ¿Estás seguro de que quieres oír la respuesta, Nathan? -preguntó ella empleando un tono igualmente burlón e imitando la pregunta que él le había hecho en más de una ocasión.

Nathan retiró los dedos de debajo del mentón de Victoria y sonrió.

– De hecho, siendo como soy un maestro del espionaje, conozco la respuesta. Tu entusiasta reacción fue buena prueba de que nuestro encuentro te resultó tan delicioso como a mí.

Victoria inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento y se encogió de hombros.

– He aprendido que los hombres duchos en el arte de besar suelen estar acostumbrados a recibir entusiastas respuestas.

Nathan entrecerró los ojos, aunque ella no lo percibió porque se había vuelto a mirar a un par de pájaros que canturreaban en una rama cercana. ¿Qué demonios había querido decir Victoria con eso? Un espasmo de celos, abrasador e innegable, lo atravesó. ¿Qué sentido tenía siquiera preguntárselo? Obviamente, solo había una forma de que Victoria hubiera obtenido semejante información: besando. A Hombres. Hombres que no eran él.

Maldición. La noche anterior Nathan había sufrido horas de insomnio, atormentado por ideas de esa índole. Bueno, toda la noche no. Había dedicado parte de ella a permitirse disfrutar de fantasías eróticas en las que se imaginaba tocándola, besándola, haciéndole el amor de una docena de formas distintas, explorando cada centímetro de su piel suave y fragante con las manos, la boca y la lengua. Sin embargo, otra parte de la noche le vio sumido en un intento por apartar de su mente imágenes atormentadoras de ella compartiendo esas intimidades con otro hombre. Cuando volviera a Londres, Victoria elegiría esposo. Uno de sus malditos barones. O peor aún, a Gordon o a Colin, ambos claramente atraídos por ella. No obstante, el verdadero problema era la dolorosa, creciente y extremadamente infortunada atracción que ella despertaba en él.

Victoria se volvió a mirarle.

– ¿Mi padre te consideró inocente?

– Eso dijo.

Ella asintió despacio.

– Si te sirve de algo, yo sí creo en tu inocencia.

El corazón volvió a darle en el pecho uno de sus ridículos vuelcos y, con esas simples palabras, Victoria logró tocar alguna fibra en lo más hondo de su ser. La fe que ella mostraba en él no tendría que haberle servido de nada. No quería que le sirviera de nada. Aunque… la realidad era muy distinta.

– Gracias.

– También creo que mi padre es inocente -prosiguió ella, dando clara evidencia que comprendía perfectamente lo que suponía considerar a Nathan inocente de un acto como aquel-. Tiene que haber otra explicación. Y estoy decidida a encontrarla. La respuesta está en las joyas. Bien, ¿por dónde iniciásemos la búsqueda?

– Sí -concedió Nathan, aunque estaba empezando a sospechar que ya había encontrado un tesoro cuya existencia ni siquiera había imaginado.


Después de casi tres horas registrando sin éxito una docena de formaciones rocosas enclavadas en el sector de la cuadrícula en que habían dividido el mapa de la finca, llegaron a un murmurante arroyo.

– Este arroyo marca la frontera norte de la propiedad -dijo Nathan-. Sugiero que paremos a comer aquí y dejemos beber y descansar a los caballos.

– De acuerdo -respondió ella con la esperanza de no sonar tan agradecida como se sentía en realidad. Cansada, dolorida, hambrienta y sedienta, estaba más que deseosa de poder disfrutar de un descanso.

Nathan bajó del caballo, cogió la alforja de cuero gastado donde llevaba la comida del picnic y le dio a Medianoche una suave palmada en la grupa. El castrado se dirigió de inmediato hacia el arroyo. Nathan se acercó entonces a Victoria y le tendió los brazos para ayudarla. Ella sintió un cosquilleo en el estómago, pero el contacto con Nathan fue totalmente impersonal y en cuanto sus pies tocaron el suelo, él la soltó, dejándola incómodamente desilusionada. La verdad es que él había estado prácticamente callado durante las últimas tres horas.

Victoria se llevó las manos a la zona lumbar, arqueó la espalda para estirar los músculos y no pudo evitar una mueca de dolor. Nathan levantó la mirada desde donde se había agachado junto a la alforja.

– Debería haber sugerido que paráramos antes -dijo con tono de disculpa-. ¿Por qué no has dicho nada?

– ¿Y que me acuses de ser una engreída flor de invernadero? No, gracias. Y no solo eso, sino que estábamos tan cómodos en nuestro silencio que no me ha parecido oportuno interrumpir tan ejemplar concordia. Además, no quería dejar de buscar. Tenemos mucho terreno por cubrir. -Miró a su alrededor, abarcando con su gesto los altos árboles y el vasto paisaje-. No había imaginado que sería tanto.

– Es una finca enorme. -Nathan sacó dos manzanas de la alforja y se las lanzó con cuidado-. ¿Por qué no das una golosina a Miel y a Medianoche mientras yo organizo el picnic?

– De acuerdo.

Manzanas en mano, Victoria se dirigió a la orilla del arroyo, donde los dos caballos seguían bebiendo el agua cristalina. Mientras esperaba a que terminaran, se quitó los guantes de montar y supervisó los alrededores. El sol destellaba en franjas de oro entre las hojas mientras nubes esponjosas flotaban perezosamente contra un telón de fondo de un azul deslumbrante. Un exuberante verdor, salpicado de pinceladas de coloridas flores silvestres y de rocas desiguales, bordeaba las dos orillas del arroyo. El suave murmullo del agua al correr sobre las rocas pulidas por obra del tiempo proporcionaba una música de fondo al trino de los pájaros y al crujir de las hojas provocado por una brisa lo suficientemente fresca para ofrecer alivio del calor del sol sin traducirse en frío. Victoria inspiró hondo, disfrutando del débil aroma del mar que impregnaba el aire incluso a pesar de que no estaban cerca de la orilla.

Miel levantó la cabeza y Victoria dio a la yegua la golosina que tenía para ella. Medianoche la empujó suavemente, sin duda reclamando la misma atención. Con una carcajada, Victoria lo premió con su manzana y le concedió una idéntica ración de caricias y de susurros. En cuanto concluyó su tarea, se lavó las manos en el agua helada y volvió hasta donde estaba Nathan.

Él se hallaba de pie a la sombra de un olmo enorme junto a una colorida manta sobre la que había dispuesto una ingente cantidad de comida. La saludó con una exagerada reverencia y sonrió.

– Su almuerzo espera, mi señora.

– Cielos -dijo Victoria, avanzando hacia él mientras estudiaba la variedad de quesos y de tartas, carnes y galletas, fruta y pan-. ¿Cómo ha cabido todo esto en una alforja?

– La Cocinera es experta en empaquetar la comida.

Victoria bajó la mirada hacia la manta y no logró contener la risa.

– Aquí hay comida suficiente para media docena de personas. ¿Esperamos invitados?

– No. Estaremos tú y yo solos.

Victoria levantó bruscamente la cabeza y las miradas de ambos se encontraron. Sí, sin duda estaban los dos solos. El corazón le dio un vuelco.

– La Cocinera me ha informado de que tenemos que acabárnoslo todo. Y que no podemos volver hasta que no quede ni una miga.

Dios del cielo, eso podía llevar… horas. El corazón volvió a darle un vuelco. Inspiró hondo, intentando conservar la calma, y sonrió.

– En ese caso, será mejor que empecemos.

Victoria se acercó a la manta, tomó asiento en el lugar que él le indicó y se acomodó las faldas alrededor. Nathan se sentó a su lado, cruzó las largas piernas y procedió a prepararle un plato colmado de comida. Tras prepararse también uno para él, llenó de sidra dos vasos de peltre. Luego sostuvo uno de los vasos en alto y clavó en Victoria una mirada que ella no supo descifrar pero que le provocó una oleada de calor.

– Brindo porque encontremos lo que buscamos.

– Sí -murmuró ella, tocando el vaso de Nathan con el suyo. Tomó un sorbo agradecido al tiempo que su garganta, reseca y abrasada, daba la bienvenida al frescor de la sidra. La comida tenía un aspecto delicioso y, puesto que estaba hambrienta, la acometió con deleite. No le costó reparar en que Nathan hizo lo mismo, y durante varios minutos se dedicaron únicamente a comer, rodeados de la sombra salpicada de motas de sol y de los sonidos que colmaban el aire.

Después de servirse otra gruesa rebanada de pan, Nathan inspiró hondo y espiró.

– Dios, cómo me gusta este olor. Este pequeño retazo de mar que impregna siempre el aire. A pesar de lo mucho que adoro Little Longstone, no huele así. Y tampoco Londres. -La miró y le recorrió un exagerado escalofrío-. ¿Cómo soportas pasar allí tanto tiempo?

– Están las tiendas.

Nathan meneó la cabeza.

– Multitudes.

– Las fiestas fabulosas.

– Tediosa conversación con cansinos desconocidos.

– La ópera.

– Gente que entona canciones indescifrables en idiomas que no comprendo.

Victoria rió.

– Me temo que tendremos que admitir nuestro desacuerdo. ¿Y tú? ¿Cómo soportas pasar la vida enterrado en el campo? ¿No te resulta desolador?

– No. Es un lugar tranquilo.

– No hay emoción.

– Es apacible.

– No hay calles como Regent o Bond Street.

– Gracias a Dios.

– Es solitario.

Nathan guardó silencio mientras un ligero ceño asomaba entre sus cejas.

– A veces -dijo con voz queda-. Pero tengo mis libros, mis animales y mis pacientes.

– ¿No hay ninguna mujer esperando ansiosa tu regreso? -Lanzó la pregunta con una despreocupación que estaba en total contraste con el fuerte tamborileo que sentía en el corazón.

– Nadie. -Una de las esquinas de su boca se curvó hacia arriba-. Al menos que yo sepa. Quizá tenga varias admiradoras secretas que suspiran por mí mientras hablamos. -Se metió un trozo de queso en la boca. Después de tragárselo, dijo-: Imagino que Branripple y Dravensby esperan ansiosos tu regreso a Londres.

Dios del cielo, a punto estuvo de preguntar a quiénes se refería antes de que la vocecilla interior le recordara justo a tiempo: «Tus barones. Uno de los cuales vas a desposar».

¿Estarían esperando ansiosos su regreso? Con toda probabilidad estarían ocupados asistiendo al torbellino de fiestas asociadas con la temporada. Y en las que, dada su idoneidad, serían objetivo de primer orden de una panda de jovencitas casaderas. Que no dudarían en adularles. Y flirtear con ellos. Y bailar con ellos. Quizá incluso compartir con ellos sus besos. Perspectiva que…

No la molestaba en lo más mínimo.

Frunció el ceño. Sin duda semejante posibilidad tendría que haberla molestado. Tendría que sentir algo al pensar en otra mujer capturando la atención de Branripple o de Dravensby. Algún atisbo de preocupación. Una punzada de fastidio. De celos. Aun así, lo que sentía era… nada.

Pero entonces se volvió a mirar a Nathan, quien la miraba a su vez con encendida intensidad, y de pronto sintió algo. Una crepitante oleada de algo que le encogió los dedos de los pies en los botines de montar. Y, en ese instante, un destello cegador le abrió violentamente los ojos a una verdad hasta entonces velada y supo que el simple hecho de imaginar a otra mujer besando a ese hombre le encogía el estómago. Le daba ganas de romper algo. De abofetear con fuerza a la otra mujer hasta que los labios que habían osado besar a Nathan se le cayeran de la cara. Al suelo. Donde pudiera entonces aplastarlos en el barro con el tacón del zapato.

– ¿Estás bien, Victoria? Por tu expresión se diría que estás… furiosa.

Victoria parpadeó en un afán por deshacerse de la imagen de una mujer abofeteada y sin labios, y arremetió contra las garras de los celos, tan innegables como confusas. ¿Qué diantre le ocurría?

– Estoy bien -dijo, tomando un apresurado sorbo de sidra.

– Bien. -Nathan dejó a un lado su plato vacío y se dio una palmadita en el estómago-. Delicioso. Pero ahora es cuando viene la mejor parte de un picnic.

– ¿El postre?

– Mejor aún. -Nathan se quitó la chaqueta, la dobló, aunque no con demasiada pulcritud, y a continuación se tumbó boca arriba, utilizando el amasijo de ropa como improvisada almohada-. Ahhh… -El profundo suspiro de satisfacción se abrió paso entre sus labios y sus ojos se cerraron.

Victoria siguió sentada totalmente inmóvil y fijó en él la mirada. Bueno, totalmente inmóvil con excepción de las pupilas, que recorrieron el cuerpo de Nathan comiéndoselo con los ojos y sometiéndolo a una exhaustiva… ejem… supervisión. Los rayos de sol iluminaban los bruñidos mechones de sus desordenados cabellos, sumiendo su rostro en un intrigante diseño de luz dorada y sombras humeantes. El níveo algodón, en el que la chaqueta había perfilado sus arrugas, se tensaba sobre su poderoso pecho y sus anchos hombros. Las manos descansaban sobre el abdomen y los largos dedos se entrelazaban relajadamente justo encima de la cintura de sus pantalones de color crema. Ah, sí… esos pantalones que abrazaban sus musculosas piernas de aquel modo absolutamente fascinante y arrebatador. Los pantalones desaparecían justo debajo de las rodillas en unas botas de montar negras y gastadas. La imagen de absoluta relajación se completaba con sus lóbulos cruzados.

Dios del cielo, ¿había creído acaso que estaba bien? Debía de haber perdido el juicio. El hombre estaba repantigado delante de ella, dispuesto a su vista como un festín. Un festín del que Victoria deseaba desesperadamente comer y beber.

¿Cuándo, exactamente, se había vuelto tan fascinante el cuerpo masculino? Sin duda la culpa la tenían las explícitas descripciones de la anatomía del hombre que aparecían en la Guía femenina. Si bien es cierto que Victoria siempre había hecho gala de una curiosidad natural, nunca había sentido nada igual. Ni Branripple ni tampoco Dravensby habían inspirado jamás en ella esa desesperada compulsión por tocar. Por explorar. Por quitarles la ropa.

Sin poder apartar sus fascinados ojos de él, tuvo que tragar saliva dos veces para encontrarse la voz.

– ¿Qué… qué estás haciendo?

– Disfrutar de la última fase del picnic.

– No me parece que echarte una siesta aquí sea una buena idea, Nathan. -Cielos, menuda remilgada estaba hecha. Cuánto le gustaría poder sentirse así de remilgada, y dejar de sentirse como un melocotón excesivamente maduro a punto de reventar contra la excesiva tirantez de su piel.

– No estoy echándome una siesta. Me estoy relajando. Deberías probarlo. Es muy bueno para la digestión.

– Estoy perfectamente relajada, gracias.-Sí. Y si los mentirosos estallaran en llamas, quedaría incinerada allí mismo. Un amasijo de palabras nerviosas se le arracimaron en la garganta y Victoria supo que estaba a punto de empezar a farfullar-. Dime, ¿por qué decidiste ser médico? -Las palabras salieron de sus labios en un jadeante reguero, aunque suspiró aliviada por dentro al ver que por lo menos tenían sentido.

– Siempre me atrajo poder curar, incluso cuando era niño. Pájaros con las alas rotas, perros con las patas despedazadas, ese tipo de cosas. Eso, combinado con mi amor por la ciencia y mi curiosidad por los mecanismos del cuerpo humano. Nunca tuve la menor duda del camino que seguiría.

Victoria había observado, sumida en una especie de trance, cómo la hermosa boca de Nathan formaba cada palabra y sintió cómo sus dedos hormigueaban con la abrumadora necesidad de tocarle los labios. Para evitar sucumbir a la tentación, levantó las rodillas, se abrazó con fuerza las piernas y entrelazó los dedos. Bien. Se había salvado de la tentación de ponerse en ridículo.

– ¿Y si no hubieras sido médico? ¿Qué profesión habrías elegido?

– Pescador.

– Bromeas.

– ¿Qué tiene de malo ser pescador?

– Nada. Es solo que no me parece… -Su voz se apagó y de pronto se sintió estúpida.

– ¿No te parece qué?

– Una ocupación propia de un caballero.

– Quizá tengas razón. Aun así, es un trabajo honrado. Y sin duda más útil que las caballerescas ocupaciones del juego y de la caza del zorro. Aunque lo cierto es que siempre he fijado mis propias normas. Nunca he entendido por qué debía pasarme la vida haciendo cosas que no me gustaban simplemente porque eso era lo que se esperaba de mí. Creo que habría sido un buen pescador. Mount's Bay es una excelente zona de pesca y ofrece protección incluso cuando el mar se embravece, cosa que suele ocurrir con frecuencia. Aunque siempre me ha gustado pescar, en cualquier época del año, el verano era sin duda el mejor momento. Todos los meses de julio esperaba ansioso la excitación anual que traía consigo la gran pesca de la sardina.

– ¿Qué es eso?

– La sardina de Cornwall, un pez local. Los hombres lanzan enormes redes desde sus barcos, formando un inmenso círculo alrededor del grupo de peces, que recibe el nombre de banco. El procedimiento bien podría compararse al modo en que las ovejas son conducidas a los rediles. Docenas de personas, entre quienes me incluía, esperábamos en la orilla, donde tirábamos de las tremendas redes llenas de miles de peces hasta la playa. Luego amontonábamos esos miles de peces en cualquier contenedor, cesta y cubo del que dispusiéramos. Resultaba estimulante y agotador, y era sin duda el evento más esperado de la temporada.

– ¿Qué hacías durante el resto del verano?

– Pasear por las playas. Coleccionar conchas. Hacer gamberradas con Colin. Estudiar las estrellas. Disfrutar de los picnics. Coger cangrejos y langostas.

– ¿Las cogías tú?

– Sí. -La miró a hurtadillas con un solo ojo y sonrió-. Rara era la vez que llegaban por su propio pie a los platos de la cena, ¿sabes?

Victoria sonrió a su vez y en su mente se materializó una imagen: la de un joven apuesto y despeinado, con la piel dorada por el sol, cogiendo cangrejos, caminando por la arena con el cabello a merced de la enérgica brisa del mar. La imagen quedó entonces reemplazada por la de sí misma de joven, y el contraste le resultó cuando menos desgarrador.

– Mientras tú te dedicabas a todas esas cosas, yo aprendía a bailar, a bordar y a hablar francés. Tú pasabas el tiempo aquí, junto al mar, mientras yo me criaba en Londres. Nuestra casa de campo queda a tres horas de viaje de la ciudad. Tú disfrutabas de la compañía de tu hermano mientras el mío se habría dejado matar antes de pasar tiempo conmigo. Tú te criaste sabiendo que querías ser médico mientras yo crecí sabiendo que tendría que hacer un buen matrimonio para asegurar mi futuro. Cuan distintas han sido nuestras vidas.

– No me cabe duda de que tanto tu padre como tu hermano se encargarán de asegurar tu futuro.

– Mi padre velará por mi seguridad económica, pero desgraciadamente no puedo depender de que mi hermano pueda hacer nada por mí. E incluso si pudiera, yo quiero tener una familia. Hijos.

Nathan rodó hasta quedar tumbado de costado, apoyó el peso de la parte superior del cuerpo en el antebrazo y la miró con unos ojos colmados de seriedad.

– Si pudieras haber sido algo distinto a la hija de un barón, ¿qué te habría gustado ser?

– Un hombre -respondió Victoria sin el menor asomo de duda.

Había esperado que su respuesta hiciera sonreír a Nathan. Sin embargo, la mirada de él permaneció firme y seria.

– ¿Qué clase de hombre? ¿Un barón? ¿Un duque? ¿Un rey?

– Tan solo… un hombre. Para poder elegir. Para que mi destino no estuviera determinado por mi sexo. Para que también yo pudiera escoger si quiero ser médico, pescador o espía. No tienes ni idea de lo afortunado que eres.

La mirada de Nathan se tornó pensativa. Luego, asintió despacio.

– Nunca me lo había planteado así. ¿Cómo fue tu infancia?

Victoria apoyó la barbilla en sus rodillas dobladas y meditó su respuesta. Nadie le había preguntado antes nada semejante.

– Solitaria. Tranquila. Sobre todo a partir de la muerte de mi madre. De no haber amado tan profundamente la lectura, quizá me habría vuelto loca. No sabes cuánto te envidio por tener un hermano con el que poder hablar. Con el que compartir cosas. Edward es diez años mayor que yo. A juzgar por todo el tiempo que hemos pasado juntos, fácilmente podría haber sido hija única.

– No puedo ni imaginarme mi vida sin Colin. Aunque, debido a la diferencia de intereses que nos define (Colin cree que la ciencia es sinónimo de tortura y preferiría dejarse cortar la cabeza antes que estudiar latín, por no hablar del hecho de que tuvo que aprender las responsabilidades que conlleva el título), también yo pasé gran parte de mi tiempo solo. -La observó durante varios segundos y dijo-: Parece que quizá incluso lleguemos a tener algo en común.

Victoria fingió escandalizarse.

– Qué impropio. Aunque debo decirte que nunca quise ser pescador.

– Mejor. Esas toscas redes no harían más que arruinar tus suaves manos. -Su mirada se deslizó hasta las manos de ella, que seguían relajadamente entrelazadas alrededor de sus piernas. Victoria sintió que los dedos se le tensaban involuntariamente. Fue entonces cuando Nathan volvió a alzar los ojos hasta los de ella-. Debo decirte, Victoria, que aunque entiendo los motivos que puedan llevarte a desear ser un hombre, me alegra sobremanera que no lo seas.

– ¿Y por qué? ¿Acaso temes que te ganara al billar?

– En absoluto. Soy un jugador de billar insobrepasablemente excelente.

– Creía que estábamos de acuerdo en que «insobrepasablemente» no era una palabra.

– Yo creía lo contrario. Pero da igual. El motivo por que me alegra que no seas un hombre es que, si lo fueras, no podría hacer esto…

Tendió el brazo y le acarició el dorso de la mano con la yema del dedo, cortándole el aliento. Los dedos de Victoria se soltaron y él le tomó la mano con suavidad y se la llevó a los labios.

– Ni tampoco esto -susurró, al tiempo que su cálido aliento le acariciaba la piel. Besó con infinita suavidad el dorso de las yemas de los dedos de Victoria.

¿Cómo era posible que con todo el aire que les rodeaba los pulmones de Victoria hubieran dejado de funcionar? Antes de que pudiera encontrar una respuesta, él le soltó la mano y se incorporó hasta quedar sentado. Su rostro estaba apenas a medio metro del de ella y el calor que brillaba en sus ojos la fascinó. El olor a sándalo mezclado con el sutil aroma de la crema de afeitar burló sus sentidos, inundándola de un insoportable deseo de tocar con los labios la piel pulcramente rasurada de Nathan, que tan cálida y firme se le antojaba.

– Desde luego, ni se me pasaría por la cabeza hacer esto.

Tendió de nuevo la mano y acarició la mejilla de Victoria con la yema del pulgar para examinar cuidadosamente sus cabellos con los dedos, acariciándole la nuca hasta pegar la palma a la parte posterior de la cabeza. De algún modo, un jadeo debió de abrirse paso desde los pulmones de Victoria, porque soltó un largo suspiro de placer.

Nathan se inclinó hacia delante y tiró suavemente de ella hacia él hasta que apenas un suspiro separó los labios de ambos.

– Y esto sería totalmente impensable. -Su boca revoloteó sobre la de ella, una, dos veces, en un atisbo de caricia que no hizo más que incitarla. Sin embargo, en vez de satisfacerla, Nathan se abrió paso a besos suavemente sobre su mentón, rozándola apenas. Su lengua jugueteó con el lóbulo de la oreja, provocando un inmediato jadeo, y sus cálidos labios se arrimaron entonces a la piel sensible de detrás de la oreja-. Rosas… -Suspiró, al tiempo que esa sencilla palabra provocaba una descarga de escalofríos que recorrió la espalda de Victoria-. ¿Cómo es que siempre hueles tan maravillosamente a rosas?

Los ojos de Victoria se entrecerraron y estiró el cuello para facilitar a Nathan el acceso a él.

– Mi baño. Lo aromatizo con agua de rosas.

Nathan se echó hacia atrás y ella casi no logró reprimir un gemido de clara decepción. Abrió con esfuerzo los ojos y se quedó inmóvil al ver el fuego que ardía en los ojos de él.

– Entonces hueles a rosas… por todo el cuerpo.

No era una pregunta, sino una afirmación formulada desde una voz ronca y áspera que sofocó un gemido. Cualquiera que fuera la respuesta que Victoria había esperado dar se evaporó cuando las yemas de los dedos de Nathan trazaron suavemente sus rasgos. El fuego que encendía la mirada de él se mezclaba con una expresión desconcertada, como si estuviera intentando resolver un misterioso rompecabezas.

– Seguro que te dicen al menos una docena de veces al día lo hermosa que eres.

Una risa breve y jadeante escapó de labios de Victoria.

– No creas. Aunque no negaré que me lo han dicho alguna vez.

– ¿Alguien te lo ha dicho hoy?

– Hasta ahora no.

El índice de Nathan le rozó el labio inferior.

– Eres hermosa.

– Gracias. Aunque…

– ¿Qué? ¿Prefieres que emplee la palabra exquisita? Si es así, será un placer complacerte.

– No. Es solo que… en realidad no significa nada.

– ¿A qué te refieres?

– A ser hermosa. O, al menos, no debería.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no es algo sobre lo que la gente tenga ningún control. Desde luego, no me parece un gran logro… como lo es ser médico. No ha requerido ningún esfuerzo ni ningún talento especial por mi parte. No es algo que te convierta en decente ni en amable. Aun así, al parecer es la razón por la que más se me admira. Quizá la única. Bueno, eso y la fortuna de mi familia… aunque tampoco eso es algo sobre lo que yo tenga el menor control, y tampoco un cumplido. No requiere ningún esfuerzo ni ningún talento especial.

La expresión de Nathan se tornó aún más desconcertada.

– Me sorprende oírte hablar así. Imaginaba que le dabas una gran importancia a la belleza.

Victoria suspiró para sus adentros ante su irrefrenable tendencia al parloteo. ¿Es que no aprendería nunca a mantener la boca cerrada? Sin embargo, y habiendo llegado tan lejos, no vio razón alguna para no proseguir.

– No negaré que disfruto de la ropa bonita y que me gusta estar hermosa, lo cual supongo es una suerte, pues, dada mi posición, es lo que se espera de mí. Sin embargo, llevo en el corazón una imagen de mi madre… Mi madre, que era tan hermosa que pocos eran los que lograban no fijar en ella la mirada. Y, sin embargo, a pesar de toda su belleza, no fue realmente feliz.

A la mente de Victoria acudió la imagen morena e imponente de su madre riéndose alegremente delante de sus invitados y llorando después en su habitación.

– Después de tenerme a mí, tuvo dos abortos. Las dos pérdidas la sumieron en un halo de melancolía del que jamás se recuperó. Cuando murió, apenas había cumplido cuarenta años. Y todavía era hermosa. Pero ¿para que le sirvió? En cuanto a mí, yo solo deseaba poder disfrutar de mi madre. Poco me importaba que fuera hermosa o una bruja. Habría dado todo lo que tenía, toda mi supuesta «belleza» por un día más con ella. Por una más de sus escasas sonrisas. -Un velo acuoso asomó a sus ojos y parpadeó para eliminarlo. Dejó escapar un suspiro cohibido-. Supongo que lo que quiero decir es que la belleza exterior es totalmente… inútil.

Nathan la miraba con una peculiar expresión en el rostro, como si fuera la primera vez que la veía, y Victoria sintió que la recorría una oleada de vergüenza. Dios del cielo, de nuevo se había ido de la lengua.

– Sigues sorprendiéndome, Victoria -dijo él despacio, buscándola con la mirada-. Y no creas que me gustan demasiado las sorpresas.

Ella parpadeó y entrecerró los ojos.

– Vaya, gracias. Te aseguro que no recuerdo haber oído jamás palabras tan gratas.

Nathan meneó la cabeza como en un intento por despejarse.

– Lo siento. No pretendía que sonara así. -Tendió de nuevo la mano y le apartó un rizo de la mejilla-. ¿Me perdonas?

Victoria vio evaporarse su irritación con la misma rapidez con la que había prendido en ella. Nathan parecía muy sincero, y mostraba una expresión decididamente seria y grave, aunque… desconcertada. Si había una mujer en algún rincón del reino capaz de resistirse a su tierna petición, sin duda esa mujer no era ella.

– Perdonado -susurró.

La mirada de Nathan se posó en sus labios y el cuerpo de Victoria se aceleró, impaciente, ante la inminencia de otro beso. En vez de besarla, él se levantó de pronto.

– Es hora de volver.

Victoria miró al suelo para que él no pudiera ver la decepción que la embargaba. Su sentido común aplaudió la decisión. Obviamente, nada tenía de prudente seguir sentada en una manta de picnic, compartiendo besos y confidencias. El corazón, no obstante, anhelaba pasar allí el resto del día.

Aunque esos sentimientos no formaran parte de su plan, no sabía cómo frenarlos. ¿Habían pasado solo dos días desde que había creído que podía marcharse de allí, libre de Nathan e intacta tras su encuentro? Sí. Y ahí estaba, después de tan poco tiempo, definitivamente afectada y sintiendo ya algo que poco tenía que ver con la libertad. Si Nathan era capaz de desbaratar sus planes en tan solo dos días, ¿qué sería capaz de hacer en dos semanas?

Santo Dios. No supo decidir si aquella posibilidad la aterraba más que la entusiasmaba.

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