La mujer moderna actual que se encuentre en una situación en la que deba elegir entre dos o más caballeros probablemente se debatirá entre la naturaleza práctica de su mente y la naturaleza emocional de su corazón. En tales casos, debería preguntarse si es mejor elegir en función a las consideraciones sociales y económicas o seguir los dictados de su corazón.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima.
Charles Brightmore.
Victoria corrió por el pasillo hacia su habitación, colmada de una vertiginosa y excitante sensación de anticipación. Siguiendo un acuerdo previo, Nathan se había retirado poco después de cenar mientras ella se quedaba un cuarto de hora más en el salón con tía Delia y con el padre de Nathan, tras lo cual también ella se retiró a su habitación. Sin embargo, el sueño no tenía cabida en sus planes.
Nathan… ¿De verdad había transcurrido una semana entera desde la primera noche en que él había acudido a su habitación? Parecía que el tiempo hubiera volado… un tiempo que, a pesar de no haber sido testimonio del hallazgo de las joyas, había resultado pleno en el resto de los sentidos como Victoria jamás se habría atrevido a soñar.
Haciendo uso del mapa cuadriculado que Nathan había dibujado, pasaban los días inspeccionando sistemáticamente cada área, explorando docenas de afloramientos de rocas, registrando grietas y pequeñas cuevas, buscando una forma que se asemejara a la imagen que Victoria había perfilado. A medida que cada uno de los cuadrados del mapa quedaba eliminado, las esperanzas de Victoria de lograr dar con la valija oculta se desvanecían poco a poco. Para dificultar aún más sus intentos, no habían recibido todavía ninguna respuesta p parte de su padre a la carta de Nathan, aunque teniendo e cuenta la distancia que separa Cornwall de Londres, no era de extrañar.
Nathan en ningún momento se alejaba de su lado durante las salidas, siempre recelando de que pudieran volver a ser víctimas de un ataque. Había insistido en ocultar una pequeña pistola en la bolsa de las herramientas, que contenía los martillos y los cinceles, para asegurar la protección de Victoria. El optimismo de ambos no tardó en renovarse al no sufrir ningún otro incidente violento, llevándoles a pensar que el rufián que había robado la nota y el mapa falsos estaba lejos de allí, sin duda tras la pista equivocada, y todavía no había llegado a deducir que se hallaba sobre una información errónea.
Esas horas dedicadas a la búsqueda de las joyas fueron también horas que Victoria pasó junto a Nathan. Riendo, aprendiendo, hablando, descubriendo nuevas facetas de él y también de sí misma. Victoria le llevó a los jardines y le enseñó a hacer pasteles de barro… Luego le condujo a un oscuro rincón del invernadero y jugó a ser una traviesa muchacha con él. Nathan la llevó a la playa y le enseñó a hacer castillos de arena… y la condujo luego a la Cueva de Cristal y se transformó con ella en su travieso amante. La llevó a dar una vuelta en bote por el lago y le enseñó a remar. Victoria aprendió no solo a manejar los remos, sino también que ponerse de pie en un bote pequeño no era una sabia decisión si lo que pretendía era evitar que la embarcación volcara. Eso la llevó directamente a descubrir que la gélida temperatura del agua queda gloriosamente olvidada cuando se hace el amor en un lago… y que se recuerda al instante en cuanto el calor de la pasión se desvanece.
Nathan le enseñó a coger cangrejos, le besó el dedo cuando uno le pellizcó con sus pinzas y aplaudió cuando Victoria logró coger una docena de combativos crustáceos sin la ayuda de nadie. Orgullosos, hicieron entrega del botín a la Cocinera, que se los preparó para la cena esa misma noche, una comida que compartieron con tía Delia y con el padre de Nathan, quienes a todas luces se llevaban a la perfección. Durante los últimos siete días, habían estado los cuatro solos compartiendo las comidas y retirándose al salón al finalizar la cena. El hermano de Nathan no había regresado de su viaje a Penzance y había enviado una nota diciendo que los negocios requerían su presencia. Lord Alwyck, por su parte, no les había devuelto la visita.
Una mañana, para deleite de Victoria, Nathan la llevó a la cocina y la ayudó a hacer realidad su sueño de infancia, consiguiendo que la Cocinera le enseñara a hornear un pastel. Victoria lo quemó por fuera, pero Nathan se lo comió de todos modos, declarándolo delicioso. Esa noche, después de la cena, mientras su tía y lord Rutledge jugaban al backgammon, Nathan la condujo al salón del billar y la enseñó a jugar… o, mejor dicho, lo intentó, pues Victoria resultó ser inútil para el juego, de lo que ella culpó al hecho de que su instructor la volvía loca. Luego se retiraron al salón de música, donde ella intentó enseñar a Nathan a interpretar un tema en el pianoforte. Para ser un hombre con unas manos tan hábiles carecía de la menor aptitud para la música… aunque sí poseía una habilidad increíble para adentrarlas por debajo de su falda.
Sin embargo, y aunque Victoria se deleitaba con los descubrimientos y delicias sensuales que compartían, disfrutaba igualmente de la compañía de Nathan cuando se limitaban a hacer juntos algo tan excitante como podía ser tomar el té. Lo que más la cautivaba era el modo en que él se dirigía a ella. Su forma de escucharla. Cómo buscaba su opinión sobre un amplio espectro de cuestiones. El hecho de que no la hiciera sentirse una estúpida si había algo que ella no sabía, y la intensa atención que le prestaba cuando ocurría lo contrario. El cariño que demostraba cuando bromeaba con ella, cuando la desafiaba, cuando la animaba a plantearse cosas a las que hasta entonces había prestado poca atención, como la política.
Nathan la fascinaba con sus teorías personales sobre medicina y sobre la sanación, muchas de las cuales estaban en directa oposición a los métodos aceptados en la época. Se pasaban las horas debatiendo sobre las obras de Shakespeare y Chaucer, la poesía de Byron y la Ilíada de Homero. Cada día que pasaba parecían estar más unidos, y Victoria se daba cuenta de que, además de ser su amante, Nathan también era su amigo. Un amigo que podía encenderle la sangre con una simple mirada.
Y estaban además las siete noches gloriosas que había pasado en brazos de él. Haciendo el amor, explorando el uno el cuerpo del otro, disfrutando de las innumerables intimidades que comparten los amantes. A veces, se amaban ejecutando una danza suave y lenta; otras, se entregaban a una rauda y furiosa carrera. Nathan la ayudó a descubrir lo que la complacía y la apremió para que también ella descubriera lo que a él le gustaba, aunque por lo que ella pudo ver, él era fácil de complacer. En ese instante, recorriendo apresuradamente los últimos pasos que la separaban de su habitación, donde sabía que él la esperaba ya, el corazón le dio un vuelco en el pecho al anticipar las delicias sensuales que auguraba la noche.
Jadeante a causa de una combinación de su paso apresurado y de la idea de lo que la esperaba, abrió la puerta de su habitación. Se quedó de piedra en el umbral ante la visión que abarcaron sus ojos. Como si estuviera sumida en un profundo trance, se apoyó contra el panel de caoba y clavó la mirada ante el espectáculo que tenía delante. La habitación estaba cubierta de rosas. Docenas de capullos que iban desde el blanco más puro hasta el más intenso escarlata derramándose desde un cuenco de plata colocado en la cómoda. Un rastro de pétalos llevaba de la puerta al centro de la habitación, donde el sendero se dividía en dos bifurcaciones. Una terminaba junto a la chimenea, donde esperaban una manta salpicada de pétalos y una cesta de picnic. La otra giraba hacia la cama, cuyo edredón marfileño estaba salpicado a su vez de capullos de un tojo carmesí. Nathan estaba de pie justo en el origen de ambas, con una sola rosa de largo tallo en la mano.
La mirada que Victoria adivinó en sus ojos, esa embriagadora concentración de calor, de deseo y necesidad, la dejó sin aliento. Se acercó a él lentamente, deteniéndose cuando apenas medio metro les separaba. Nathan tendió hacia ella la mano y le acarició el mentón con los aterciopelados pétalos de la flor.
– Te ofrezco una elección, Victoria -dijo con voz queda y ojos serios, clavando en los de ella una intensa mirada-. ¿Cuál quieres?
– Los dos -respondió ella sin la menor vacilación.
La mañana siguiente, Victoria estaba de pie frente a la ventana de su habitación, mirando al jardín y a las extensiones de césped bañadas en un difuso halo del primer sol de la mañana. Había llovido casi toda la noche, pero el cielo azul, salpicado de algodonosas nubes blancas, prometía un día de buen tiempo. Un día de aventura, al tiempo que la búsqueda de las joyas seguía su curso. Otro día glorioso que pasaría con Nathan.
Sus ojos se cerraron suavemente y recordó la noche anterior. Cómo, tras responder a Nathan que elegía los dos senderos, él la había complacido al instante, levantándola en sus fuertes brazos y llevándola a la cama, donde se habían amado en un salvaje frenesí, como si llevaran meses sin tocarse. Luego, después de un ligero tentempié a base de pan, vino y queso, habían hecho el amor despacio y lujuriosamente en la manta, delante del fuego.
El recuerdo se desvaneció y Victoria abrió los ojos. Bajando la mirada hacia el sol que brillaba en la hierba cubierta de rocío, se hizo la pregunta que invadía su mente con creciente frecuencia a medida que pasaban los días: ¿Cómo iba a decir adiós a Nathan cuando llegara el momento de marcharse y volver a su vida cotidiana? Y, como le ocurría cada vez, la mera idea le provocó un nudo en la garganta y un extraño e incómodo vacío en el pecho. Pues bien, como había hecho hasta entonces, apartó la pregunta de su cabeza. Cuando llegara el momento de marcharse, simplemente… se marcharía. Y seguiría adelante con su vida. Del mismo modo que él lo haría con la suya.
Se apartó de la ventana y su mirada se paseó por la habitación hasta la cama para quedar prendida en la rosa roja que él había dejado sobre la almohada junto a la suya. Cuál fue su desconsuelo cuando sintió que la humedad le velaba los ojos. Una hermosa flor de mano de un hombre hermoso que, mucho se temía, estaba empezando a significar demasiado para ella. Un hombre que, a pesar de todos sus esfuerzos por mantenerle a una distancia emocional apropiada, estaba abriéndose paso hacia su corazón. Cuando despertó esa mañana, estaba sola y cualquier evidencia de su sensual picnic salpicado de pétalos había desaparecido salvo por aquel solitario capullo.
Caminó hasta la cama, cogió la rosa y hundió la nariz en su suave centro. Una vez más, las vividas imágenes de la noche anterior coparon su mente. Nathan cerniéndose sobre ella, hundido en las profundidades de su cuerpo; luego ella a horcajadas sobre él, las manos de Nathan por todas partes mientras hacían el amor en el refugio perfumado con el aroma a rosas que él había creado para ella. Victoria no podría jamás separar el olor a rosas de las sensuales imágenes, lo cual resultaba problemático, pues no recordaba un solo día desde que era niña en que no se hubiera envuelto en la fragancia de su flor favorita.
Aunque no iba a preocuparse por eso en ese momento. Ya tendría tiempo para encerrar bajo llave sus recuerdos cuando el interludio concluyera. Hasta entonces, consideraría que cada día era un regalo y disfrutaría al máximo de su apasionada aventura.
Con esa idea en mente, tiró del llamador para avisar al Winifred. Luego se dirigió al armario para escoger el vestido que se pondría. Pero antes de elegir, sacó el ejemplar de la Guía femenina del bolso de viaje y, con exquisito cuidado, introdujo entre sus páginas la rosa que Nathan le había dejado.
Tras vaciar un saco de despojos de la cocina en el comedero del establo, para deleite de Margarita, Reginald y Petunia, Nathan cogió los huevos que sus gallinas habían puesto esa mañana. Se los dio a Hopkins, quien, con una leve inclinación de agradecimiento, cruzó el césped hacia la cocina con su premio. Luego, con R.B. pegado a los talones, Nathan recorrió la escasa distancia que le separaba del bosquecillo de olmos situado junto al establo, el rincón favorito de su infancia. Se sentó en el suelo, se apoyó contra la tosca corteza del firme tronco, estiró las piernas y las cruzó ante sí. R.B. se dejó caer a su lado, apoyó la enorme cabeza sobre sus botas y soltó un suspiro de satisfacción canina.
– Ni se te ocurra convertir las botas en uno de tus tentempiés -dijo Nathan, rascando al perro tras las orejas-. Son mi par favorito.
R.B. le dedicó una mirada de reproche, como diciendo que jamás haría algo así con las botas favoritas de Nathan… aunque cualquier otro par no correría la misma suerte.
Volviendo a apoyar la espalda contra el árbol, Nathan se recreó en la tranquila serenidad de la primera hora de la mañana y vio a sus animales disfrutar de su comida. Cuánto lamentaba que sus pensamientos no fueran tan serenos como aquel entorno…
Reginald salió del establo y, en cuanto vio a Nathan sentado bajo el árbol, el cerdo se acercó trotando hacia él. R.B. levantó la cabeza y, después de que los dos animales, totalmente acostumbrados a la presencia del otro, hubieron intercambiado un amistoso olfateo de alientos, Reginald se dejó caer también al otro lado de Nathan y apoyó la cabeza sobre su rodilla.
– Al parecer, esta mañana estamos solos -dijo Nathan-. Nada de mujeres. -Soltó un suspiro-. Haceos un favor, mis buenos chicos, y no os enamoréis. Pero, al menos, si vais a enamoraros, aseguraos de hacerlo de alguien a quien podrías tener. -R.B. se lamió las patas y le lanzó una mirada desolada. Nathan asintió, agradecido ante la obvia muestra de compasión canina-. Sí, así es precisamente como me siento. Sería como si te enamoraras de una gata en vez de enamoran de una perra, R.B. Claro que podrías amar a la gata, pero con eso solo conseguirías sufrir. Sois demasiado distintos, vivís en dos mundos demasiado diferentes para que funcione. Créeme si te digo que enamorarte es un fastidio. Además de que te destroza el corazón.
– Buenos días, Nathan -dijo una voz conocida a su espalda.
Nathan se volvió y vio acercarse a su padre desde la casa.
– Buenos días, padre.
– Sabía que te encontraría aquí.
Durante la última semana, parte de la tensión que existía entre ambos se había disipado. Naturalmente, Nathan creía que eso se debía a que en ningún momento habían estado a solas. La presencia de lady Delia y de lady Victoria durante las comidas, los juegos de sobremesa y la conversación habían ayudado indudablemente a derretir un poco el hielo.
– ¿Me buscabas?
– Sí. ¿Te importa si me siento contigo?
– En absoluto. R.B., Reginald y yo estábamos teniendo una pequeña conversación entre hombres.
Su padre asintió.
– Siempre te gustó hablar con tus mascotas.
Lord Rutledge supervisó la zona que rodeaba el árbol con expresión ceñuda y sacó un níveo pañuelo del bolsillo, que depositó en el suelo. Nathan vio, entre perplejo y divertido, cómo su padre acomodaba con mucho tiento el trasero sobre el cuadrado de algodón. La operación requirió cierto movimiento, pero finalmente encontró lo que obviamente le pareció un lugar confortable y apoyó la espalda contra el árbol.
Tras varios segundos de agradable silencio, lord Rutledge preguntó:
– ¿Vais a continuar hoy con la búsqueda de las joyas? -Nathan había informado concisamente a su padre de que albergaba la esperanza de recuperar la valija perdida.
– Inmediatamente después del desayuno, sí.
– Te ofrecería mi ayuda -dijo su padre, al parecer incómodo-, pero no puedo dejar a lady Delia sola todo el día, como tampoco me parece adecuado someterla a salidas tan arduas.
– Lo entiendo perfectamente. -De hecho, Nathan agradecía la decisión de su padre, pues no tenía el menor deseo de incluir a nadie en esas preciosas horas que pasaba a solas con Victoria.
– Naturalmente, que lady Victoria te acompañe sin la presencia de su acompañanta…
– Prometí a su padre que la protegería. No puedo hacerlo si la dejo aquí.
– Supongo que no. Y, además, estáis al aire libre… no es como si estuvierais juntos en un carruaje cerrado.
– Exacto. -Nathan reparó en que su padre no había sugerido que Victoria se quedara en casa con él y con la tía de ella, cosa que despertó su curiosidad, llevándole a preguntarse qué era exactamente lo que hacían durante las horas que Victoria y él se ausentaban de la casa. Se había dado cuenta de que parecían llevarse muy bien.
– ¿Qué planes tienes para hoy? -preguntó a su padre.
– Le he prometido a Delia… quiero decir, a lady Delia… una visita a Penzance.
– Una excursión de la que sin duda disfrutará. Es una mujer encantadora. Inteligente. Divertida y vivaz.
Con el rabillo del ojo percibió que una sombra rojiza teñía el rostro de su padre.
– Sí. Es todo eso. Me atrevería a decir que su sobrina se parece mucho a ella en esos aspectos.
– Estoy de acuerdo contigo. -Cierto, Victoria era todo eso y mucho más. Una mujer poco común. Extraordinaria. Que en nada se parecía a nadie. Todos los días, Nathan aprendía algo nuevo sobre ella, y cada nueva faceta de ella que descubría servía tan solo para aumentar el amor y la admiración que le profesaba. Demonios, pero si hasta sus faltas se le antojaban atractivas. Su modo de balbucear cuando se ponía nerviosa. Su vena testaruda. Su modo de insistir en volver a contar los relatos más oscuros de Shakespeare para darles un final de cuento de hadas. De nada servía que él le recordara que los títulos eran La tragedia de Hamlet y La tragedia de Romeo y Julieta. Todas las cosas que hacían de ella una mujer imperfecta lograban en cierto modo hacerla parecer aún más perfecta.
El silencio se alargó entre ambos hasta que su padre dijo:
– La quieres.
– Hemos construido una buena amistad.
– Tus sentimientos son más profundos que los que puede dar cabida una simple amistad, Nathan.
– ¿Qué te hace decir eso?
– Ya no soy exactamente un niño. Y me doy cuenta de cómo la miras.
Nathan se obligó a responder con un despreocupado encogimiento de hombros.
– Si mis sentimientos son más profundos, no veo que eso sea cosa tuya. Soy más que capaz de seguir mi propio consejo.
– Y eso es precisamente lo que me preocupa.
– ¿Por qué? ¿Acaso temes que me comporte como un idiota? -preguntó, incapaz de disimular el deje de amargura que contenían sus palabras.
– No. Lo que temo es que te rompan el corazón. Es un dolor como ningún otro y un destino que no le deseo a ningún hombre, y menos que a nadie a mi hijo.
Un pesado silencio los engulló durante varios segundos mientras Nathan luchaba por ocultar su sorpresa ante las palabras de su padre. Al parecer, no tuvo el éxito que esperaba pues su padre añadió con delicadeza:
– Ya veo que crees que no sé de lo que hablo, pero te aseguro que hablo por experiencia propia. -Se volvió a mirar brevemente a los jardines y enseguida miró a Nathan de nuevo-. Si crees que la muerte de tu madre no me rompió el corazón, estás muy equivocado. La amaba con toda mi alma. Me cautivó desde el primer instante en que la vi.
Un sentimiento que, gracias a Victoria, Nathan podía comprender a la perfección.
– Mucho me temo que cuando mamá murió yo estaba tan inmerso en mi propio dolor que apenas reparé en tu pérdida. Lo siento.
Su padre asintió.
– Lo que quiero decirte es que un corazón roto es un dolor que no puede compararse a ningún otro. Por eso te animo a que hagas lo que creas necesario para que eso no te ocurra.
La confusión asaltó a Nathan. Jamás había tenido una conversación remotamente semejante a esa con su padre, y lo cierto es que estaba del todo confundido. Por fin dijo, con sumo cuidado:
– ¿Estás sugiriendo que si existiera una mujer a la que yo amara, debería considerar la posibilidad de hacerla partícipe de mis sentimientos?
– Demonios, Nathan, como des más vueltas al asunto terminarás haciendo piruetas en el césped. Tengo una edad en la que ya no estoy para perder el tiempo. No te sugiero nada sobre ninguna hipotética mujer. Te digo, claramente, que si amas a lady Victoria, se lo digas.
Las cejas de Nathan se arquearon bruscamente.
– ¿No eres el mismo hombre que hace una semana afirmaba que mi hermano, Gordon o esos dos dandis de Londres… o, demonios, cualquiera que tenga un título y una propiedad… eran mejores partidos para ella?
– De hecho, no. No soy el mismo hombre que hace una semana.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Eso quiere decir que durante la semana pasada he llegado a importantes y, si he de serte franco, inesperadas conclusiones sobre mí. Sobre mi vida. Y sobre lo que quiero. Por primera vez en mucho tiempo me siento… estimulado. Rejuvenecido.
Y, de pronto, Nathan se dio cuenta de que había visto ciertas pruebas de lo que su padre acababa de decirle durante la última semana. Su padre le había parecido más relajado. Reía, sonreía y contaba historias divertidas, y Nathan había disfrutado viendo remitir el malestar que existía entre ambos. Aunque había sido consciente de los cambios, con la atención centrada como la tenía en Victoria, no se había detenido a pensar en ellos.
– ¿A qué atribuyes este rejuvenecimiento?
– A una gran dosis de introspección, que es el resultado de la amistad que he entablado con lady Delia. Tener de nuevo a gente en casa me ha llevado a darme cuenta de lo… solo que he estado, y he disfrutado enormemente teniendo a alguien de mi edad con quien hablar. Lady Delia conoce a todo el mundo, y resulta que tenemos en común un buen número de amistades. Tú sabes que no estoy al corriente de lo que acontece en la ciudad, y lady Delia me ha puesto al día de las vidas de las personas que no he visto y de las que no sé nada desde hace años. Me he quedado perplejo al saber cuántos de mis pares que conozco, de mi edad o más jóvenes, no gozan de buena salud. O han muerto.
El padre de Nathan meneó la cabeza.
– Tengo que reconocer que eso me ha dado una escalofriante conciencia de mi propia mortalidad y me ha llevado a apreciar lo que tengo, incluida mi salud. La vida es demasiado preciosa y demasiado corta para desperdiciar las oportunidades que nos ofrece. O para permitir que los errores queden sin corregir.
Inspiró hondo y prosiguió:
– Quiero terminar de una vez con las diferencias que nos separan, Nathan. Me doy cuenta ahora de que nunca te permití que me dieras una explicación por tus actos la noche en que dispararon a Colin y Gordon. En vez de eso, no hice más que lanzarte preguntas y acusaciones. En mi defensa tan solo puedo decir que estaba conmocionado, y no solo por los disparos sino al descubrir que mis hijos eran espías de la Corona. No mostré ninguna fe en ti y, aunque no siempre hemos estado de acuerdo, sabiendo la clase de hombre que eras, jamás tendría que haber pensado que actuarías de forma deshonrosa.
Esas palabras pronunciadas con voz calma impactaron a Nathan con fuerza, y, por vez primera en tres años, el dolor y la sensación de traición que le habían constreñido el corazón parecieron relajarse. Miró a su padre, quien le observó con ojos graves y prosiguió:
– Intenté disculparme por carta, pero reconozco que fue un esfuerzo poco entusiasta. Así que ahora, aun a pesar de que hayan pasado tres años de lo ocurrido, quiero manifestarte mi más sincera disculpa y pedir tu perdón. -Le tendió la mano.
Un nudo se alojó en la garganta de Nathan, y tragó saliva para deshacerlo. También él alargó el brazo y estrechó con firmeza la mano de su padre.
– Yo también te debo una disculpa, padre, por haber permitido que la brecha que se abrió entre nosotros se haya ensanchado como lo ha hecho. No negaré que fue un golpe tremendo darme cuenta de que mi padre, mi hermano y mi mejor amigo dudaban de mí. En ese momento, estaba atado de pies y manos por un juramento de silencio y no podía dar ninguna explicación.
– No debería haber necesitado ninguna.
La admisión templó cualquier resto de frialdad que Nathan pudiera haber albergado.
– Me temo que el orgullo me ha impedido ofrecerte alguna explicación tras mi regreso… un error de juicio que me gustaría corregir si deseas escucharme.
– Me encantaría.
Tras tomar una tonificante bocanada de aire, Nathan repitió la misma historia que le había contado a Victoria.
– La ironía de todo ello -concluyó- es que pretendía que las joyas fueran mi última misión… la que me ofrecería seguridad económica. En vez de eso, me arrebató todo lo que me era más querido… mi reputación, mi familia, mi casa.
– No tenías ninguna necesidad de salir a buscar por ahí la seguridad económica, Nathan. Te habría dado todo el dinero que me hubieras pedido.
– Sí, lo sé. Y, aunque aprecio tu generosidad, no me gusta que me regalen nada. Prefiero ganarme las cosas.
– Un aspecto de tu carácter que jamás comprendí -dijo su padre, meneando la cabeza-. Si alguna vez necesitas cualquier cosa…
– Te lo diré. Créeme, no tengo el menor deseo de vivir en la pobreza, y aunque sé que crees que vivo en esas condiciones, te aseguro que no es así. Quizá mi casa no sea un magnífico palacio, pero vivo muy cómodamente. Y, a pesar de la ocasional compensación no monetaria que acepto por mis servicios, estoy bien pagado.
– ¿Qué ocurrirá si no encuentras las joyas?
– No tendré más remedio que seguir con mi vida. Pero estoy decidido a encontrarlas. Hace tres años no me quedé al luchar por limpiar mi nombre. Esta vez no pienso darme por vencido tan fácilmente. Alguien traicionó la misión, y quiero saber quién fue. Alguien le ha hecho daño a Victoria, y quiero saber quién ha sido. Quiero recuperar las joyas y devolvérselas a la Corona para borrar así la marca que pesa sobre mi reputación. -Cerró los dedos sobre el hombro de su padre-. Pero, pase lo que pase, saber que me crees inocente de cualquier acción deshonesta significa mucho para mí.
– Qué lástima que Colin no esté aquí para este encuentro -dijo su padre.
– Sí, lo es -dijo Nathan pensativo.
– El instinto me dice que no tardará en volver. Lo más seguro es que su «negocio» sea una belleza llena de curvas de la que pronto se cansará.
– Sí, seguramente tengas razón -dijo Nathan. Desgraciadamente, no era eso lo que le decía su instinto.
A última hora de esa misma tarde, tras otro fallido registro de una nueva y escarpada formación rocosa, Nathan se apoyó contra el tronco de un majestuoso olmo, consultó el mapa cuadriculado y trazó una X sobre otro cuadrado. Tan solo quedaban cinco más. ¿Tendrían que registrar las cinco zonas restantes… o quizá encontraran las joyas al día siguiente? ¿O al siguiente? Incluso aunque resultara necesario registrar los cinco cuadrados, Nathan sentía todavía sobre él la presión del tiempo. En cuanto la búsqueda tocara a su fin, ya fuera después de haber encontrado las joyas o admitiendo la derrota, su tiempo en Cornwall habría concluido.
Sin duda tendría noticias del padre de Victoria durante la semana siguiente en relación a su carta, con suerte proporcionándole información adicional que podría serle de ayuda en la búsqueda de las joyas. Aunque ¿le pediría también lord Wexhall que enviara a su hija de regreso a Londres?
Lo mirara como lo mirase, sentía que sus mágicos momentos con Victoria tenían las horas contadas, como los granos de arena que inexorablemente se colaban entre sus puños cerrados.
Tras volver a doblar el mapa y metérselo en la bota, miró a Victoria, que en ese momento estaba agachada a escasos tres metros de él, cogiendo un pequeño ramo de flores silvestres de color violeta. El sol quedó prendido en sus cabellos, lanzando ardientes reflejos desde sus sedosos mechones. Demonios, qué hermosa era. Y cuánto la amaba. No menos de lo que la deseaba. El consejo que le había dado su padre reverberó en su cabeza y se dio cuenta de que tenía razón. Tenía que decirle a Victoria lo que sentía. Pero ¿cómo? ¿Cuándo? «Espera», le advirtió su voz interior. «Dale más tiempo. Es obvio que siente algo por ti… quizá se enamorará de ti.» De sus labios escapó un sonido carente del menor asomo de humor. O quizá Victoria le partiría el corazón en pedazos.
Victoria se levantó y le miró. El deseo que embargaba a Nathan debió de quedar reflejado en sus ojos porque un calor semejante ardió en la mirada de ella. Con una sonrisa de sirena jugueteando en sus labios, se acercó despacio a él.
– Pareces pensativo -dijo.
– Simplemente admiraba las vistas.
La mirada de Victoria le recorrió con descaro, posándose sin ambages en su entrepierna antes de volver a encontrarse con la de él.
– Sí, las vistas son fascinantes.
Nathan se tragó la risotada arrepentida que sintió ascender por su garganta al ser consciente de la facilidad con la que Victoria le excitaba. Ella se detuvo a medio metro de él y le tendió el ramo.
– Para ti -dijo.
Emocionado ante la sencillez del gesto, aceptó las flores, rozando los dedos de ella con los suyos.
– Nunca me habían regalado flores.
Ella sonrió.
– Ni yo las había regalado. Ya sé que parecen pálidas en comparación con las magníficas rosas que me diste, pero…
– No, no es cierto. Lo que importa no es la clase de flores que recibes, sino quién te las dé. -Acarició la suave mejilla de Victoria con los labios-. Gracias.
– De nada.
– De hecho, también yo tengo un regalo para ti. Ahora vuelvo.
Se dio impulso contra el árbol para apartarse de él y se dirigió al lugar donde habían atado a Medianoche y a Miel, a la sombra de un enorme sauce llorón. Después de poner sus flores en la silla de Medianoche, sacó una pequeña bolsa de cuero y volvió a reunirse con Victoria.
– Para ti -dijo, dándole el pequeño regalo.
El placer sorprendido que vio en Victoria fue del todo evidente.
– ¿Qué es?
– Solo hay una forma de saberlo.
Nathan la vio tirar del cordón que cerraba la bolsa y depositar el contenido en la palma de su mano. Era un fino cordón de terciopelo negro con una nacarada concha marina. De pronto, le asaltó la duda. ¿Qué diantre estaba haciendo, dándole algo de tan poco valor cuando Victoria estaba acostumbrada y merecía las joyas más caras y extravagantes?
Victoria estudió la concha durante varios segundos.
– Reconozco esta concha. La encontraste junto a la orilla el primer día que me llevaste a la playa. -Apartó la mirada del colgante para posarla en Nathan-. El primer día que me mostraste la Cueva de Cristal.
– Sí -respondió él, incapaz de ocultar su complacida sorpresa al ver que ella lo recordaba-. ¿Cómo lo has sabido?
Una inconfundible ternura llenó los ojos de Victoria antes de responder.
– Nathan, no creo que vaya a olvidar jamás nada de lo que ocurrió ese día. -Y tras dejar en el suelo la bolsa de cuero, levantó los brazos y se pasó el cordón de terciopelo por la cabeza. Luego sostuvo la delicada concha al sol y la examinó-. ¿Cómo has conseguido que brille tanto?
– Con una docena de capas de laca transparente. Le da brillo y la fortalece. -Se aclaró la garganta-. Quería que tuvieras algo que te recordara el tiempo que has pasado aquí. Ya sé que no es mucho, pero…
Victoria le tocó los labios con los dedos, silenciando sus palabras.
– Te equivocas, Nathan. Este colgante es… precioso. Y valioso. En todos los sentidos. Como el hombre que me lo ha regalado. Gracias. Siempre lo atesoraré.
Él le tomó la mano y retrocedió unos pasos, tirando con suavidad de ella hasta que su espalda volvió a descansar contra el tronco. Separó entonces las piernas y la atrajo lentamente hacia él hasta que ella apoyó el cuerpo contra el vértice de sus muslos.
– Me alegra que te guste -dijo, inclinando la cabeza para tocar con los labios el sensible suspiro de piel impregnada del olor a rosas situada justo detrás de la oreja de Victoria.
Un delicado escalofrío la recorrió y sus brazos se cerraron alrededor del cuello de Nathan. Inclinándose hacia atrás para mirarle, envuelta como estaba en el círculo de sus brazos, dijo:
– Hablando de lo que nos gusta… creo que a mi tía le gusta tu padre.
– Excelentes noticias, pues creo que a mi padre le gusta tu tía. -Pasó los dedos por la aterciopelada mejilla de Victoria-. Y creo que a su hijo le gusta su sobrina.
Victoria arqueó las cejas.
– ¿Ah, sí? ¿A qué hijo te refieres? Tiene dos.
Nathan sabía que Victoria bromeaba. Aun así, sintió celos.
– Me refería a mí.
– Ah. ¿Así que ella le gusta, hum…? ¿Significa eso que él, quiere que sean amigos?
– No.
– ¿No? ¿Por qué no?
– Porque los amigos no hacen esto. -Nathan posó las palmas sobre sus pechos, excitándole los pezones a través de la delicada tela del traje de montar-. Ni esto. -Inclinándose hacia delante, la besó ardientemente en el cuello.
Victoria dejó caer lánguidamente hacia atrás la cabeza, de sus labios escapó un suspiro colmado de placer. Coloco entonces su mano entre las piernas de Nathan y acarició con la palma su erección, arrancándole un gemido.
– ¿Sospecho que los amigos tampoco hacen esto? -preguntó con voz velada.
Los dedos de Nathan se pusieron manos a la obra y empezaron a desabrocharle los botones del vestido.
– No estoy seguro… vuelve a hacerlo y te lo diré.
Victoria le acarició de nuevo y a continuación dejó que las yemas de sus dedos juguetearan con su erección.
– No -dijo Nathan con un ronco gemido-. Tampoco hacen eso.
– ¿Ni siquiera si son amigos íntimos?
– Ni siquiera. -Terminó de desabrocharle los botones y le bajó el vestido y la camisa por los brazos en un solo gesto.
– ¿Qué otra cosa no hacen los amigos?
Nathan pasó la perezosa yema de uno de sus dedos alrededor del endurecido pezón de Victoria.
– ¿Estás segura de que quieres saberlo?
– Sí.
La palabra concluyó en un siseo de placer cuando Nathan agachó la cabeza y se llevó el pezón a la boca. Victoria inspiró su nombre y toda la frustración reprimida que provocaba en él el hecho de desearla tanto, de amar a una mujer a la que temía no poder tener jamás, estalló, inundándole con una desesperación como jamás la había sentido. Le bajó el vestido, la camisa y la ropa interior sin miramientos por debajo de las caderas y simplemente la levantó y pateó las prendas a un lado, dejándola solo con las medias y los botines de montar. Con los jadeos bombeando desde sus pulmones como fuelles, le pasó una mano por debajo del muslo y le levantó la pierna por encima de su propia cadera mientras deslizaba la otra mano por la espalda desnuda primero y por las redondas nalgas después, para bajar más aún y acariciar los henchidos pliegues de su sexo. Comprobar que Victoria estaba ya húmeda para él le arrebató los últimos vestigios de autocontrol.
La besó profundamente al tiempo que deslizaba dos dedos en su húmedo calor mientras la acariciaba con la lengua, siguiendo el mismo ritmo suave que marcaban sus dedos dentro de ella. Los brazos de Victoria se cerraron aún más alrededor de su cuello, y Nathan la sintió pegarse con más fuerza a él. Interrumpió entonces el beso, acariciándole implacablemente el cuerpo y viendo cómo el placer la abrumaba mientras palpitaba alrededor de sus dedos.
En cuanto los temblores de Victoria remitieron, la tomó en brazos y la sentó sobre el vestido que había quedado en el suelo. Cayó de rodillas entre los muslos abiertos de ella, se desabrochó los pantalones con manos impacientes y temblorosas y liberó su erección. Ahora, maldición. La necesitaba ahora. Se sentó sobre los talones, la agarró con firmeza de las caderas y la colocó encima de él sobre sus muslos. Victoria se aferró a sus hombros y se deslizó hacia abajo al tiempo que él embestía hacia arriba. Nathan intentó ir despacio y saborear así la exquisita entrada al aterciopelado calor de ella, disfrutando del erótico apretón que imprimía sobre él el estrecho pasadizo de Victoria, pero la lentitud estaba más allá de sus posibilidades. Agarrándola de las caderas como si del torno de un banco se tratara, apretó los dientes y embistió fuerte, deprisa, mientras el sudor le perlaba la frente. Y, como sus embestidas, la descarga le llegó con fuerza y deprisa. Con un gemido gutural que pareció más doloroso que placentero, se retiró de ella y la aplastó contra él, hundiendo la cabeza en el cálido y fragante valle que dibujaban sus pechos. En cuanto la neblina inducida por la pasión se desvaneció de su mente una oleada de culpa arremetió contra él. Maldición, ¿qué demonios le había ocurrido? Jamás perdía el control de ese modo. La había tomado sin tan siquiera pensar en el placer de ella. Levantó la cabeza, dispuesto a disculparse y a pedirle perdón, pero la encontró mirándole con una expresión encendida, saciada y somnolienta.
– Oh… Dios -la oyó susurrar, apoyando la frente sobre la de él-. Justo cuando creo que por fin he descubierto qué es lo que haces mejor, me demuestras que estoy equivocada.
Aliviado al ver que ella había sentido tanto placer como él, depositó un beso en su nariz.
– Todavía no lo has descubierto.
– Oh… Dios -volvió a suspirar. Bajó los ojos y se miró los senos desnudos apretados contra el pecho de Nathan-. ¿Sospecho que los amigos tampoco hacen esto?
– ¿Somos amigos, Victoria? -Aunque Nathan lanzó la pregunta a la ligera, se sorprendió tenso en espera de la respuesta.
– Me gustaría pensar que sí.
– Bueno, en ese caso, supongo que los amigos sí hacen esto.
– Hum. ¿Cuánto crees que dos amigos tardarían en volver a hacer esto?
Nathan sonrió.
– Averigüémoslo.