Capítulo 5

La mujer moderna actual sabe que a menudo media un gran abismo entre lo que debería y lo que desea hacer. Naturalmente, hay ocasiones en que los dictados del deber exigen atención preferente. No obstante, hay otras, en especial aquellas en las que se halla implicado un atractivo caballero, en que debería olvidarse de la cautela y hacer lo que le dicte el deseo.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Victoria se plantó las manos en las caderas y clavó la mirada en el doctor Oliver, que parecía petrificado y cuya expresión resultaba absolutamente indescifrable… aunque lo cierto es que no detectaba en ella ni un atisbo de la culpa que cualquier persona decente habría sentido de haber sido sorprendida en semejante situación.

Arqueando una desdeñosa ceja, la joven dijo:

– No negaré que en más de una ocasión he deseado verle de rodillas. Sin embargo, en mi imaginación siempre le he visto arrodillarse ante mí… y no ante mi maleta.

Sin apartar la mirada de ella, Nathan se levantó lentamente. En lugar de mostrar un ápice de vergüenza, tuvo la audacia de saludarla con un guiño.

– Vaya, así que ha estado pensando en mí.

– Le aseguro que sin el menor afecto.

Nathan respondió al comentario con una mueca de dolor.

– Me hiere usted, señora.

– No, aún no. -La mirada de lady Victoria se posó con inconfundible elocuencia en el atizador de la chimenea-. Aunque eso podría arreglarse.

Él negó con la cabeza y chasqueó la lengua.

– No tenía la menor idea de que abrigara usted tan violentas tendencias, mi señora. En cuanto a arrodillarme ante usted, me temo que eso es algo que sus ojos jamás verán.

– Nunca diga de este agua no beberé, doctor Oliver.

Nathan respondió con un ademán despreciativo.

– Estoy convencido de que no es una gran pérdida, ya que sin duda está usted muy acostumbrada a que los hombres desempeñen el papel de sus adoradores esclavos.

Victoria oyó un sonido amortiguado y se dio cuenta de que era su zapato repiqueteando contra la alfombra. Se obligó a mantener quieto el pie y fijó en el doctor su mirada más glacial.

– Mis admiradores no son asunto suyo. Y no piense ni por un momento que su transparente táctica para desviar mi atención de su ultrajante comportamiento ha surtido efecto, ¿Qué hacía revolviendo mis cosas?

– No estaba revolviéndolas.

– ¿Ah, no? ¿Y cómo lo llamaría usted?

– Simplemente buscaba.

– ¿Qué es lo que buscaba?

Por respuesta, el insufrible rufián se limitó a lanzar una significativa mirada a la maleta de lady Victoria, que descansaba a los pies de su dueña.

– Interesante material de lectura el que esconde en su equipaje, lady Victoria.

El calor bañó el rostro de Victoria hasta que no le cupo duda de que se había sonrojado. Antes de poder recuperarse e inflingirle el correctivo que Nathan se merecía con creces, él se le adelantó:

– Creía que las jovencitas como usted leían solo tórridas novelas y poesía bobalicona -dijo con voz sedosa.

De nuevo Victoria tuvo que obligarse a mantener inmóvil el pie, aunque esta vez para no propinar un raudo puntapié a Nathan.

– ¿Las jovencitas como yo, dice? Vaya, vaya… así que no solo ladrón, sino además encantador. Y, en caso de que no haya reparado en ello, cosa en absoluto sorprendente, dado que sus poderes de observación dejan mucho que desear, ya no soy ninguna jovencita. Soy una mujer.

Algo destelló en los ojos de Nathan. La mirada del médico cayó a los pies de Victoria y desde allí ascendió trazando una lenta y evaluadora lectura como la que ningún caballero decente osaría prestar a una dama. Una hormigueante sensación de calidez que sin duda era ultraje se encendió en los pies de Victoria, y fue abriéndose camino cuerpo arriba conjuntamente con la mirada de Nathan hasta que casi sintió el calor en las raíces de sus cabellos. Cuando él terminó de recorrerla con los ojos, las miradas de ambos se encontraron. El brillo encendido que iluminaba los ojos del doctor la dejó sin aliento.

– Mis poderes de observación están en perfecto estado, lady Victoria. Sin embargo, he terminado ya con estos juegos. -Entrecerró los ojos-. ¿Dónde está?

– ¿A qué se refiere?

– Deje de hacerse la tímida. Sabe muy bien de lo que estoy hablando. La nota que lleva oculta en el relleno de la maleta. La correspondencia me pertenece. Démela. Ahora. -Tendió la mano con gesto imperioso y ella cerró los dedos sobre la suave tela de su vestido para evitar apartársela de un manotazo.

– Habrase visto semejante descaro. No solo entra a hurtadillas en mi habitación…

– La puerta estaba abierta.

– … y toca mis enseres personales…

– Solo muy brevemente.

– … ¡sino que me acusa de robarle algo! ¿Por qué no se llevó la nota que según dice es propiedad suya la primera vez que registró mi habitación?

La mirada de Nathan se afiló al instante y bajó la mano.

– ¿La primera vez? ¿De qué me habla?

Victoria puso los ojos en blanco.

– Creía que había dicho que se habían terminado los juegos. ¿Acaso no me he explicado con suficiente claridad?

Nathan salvó la distancia que les separaba con una larga zancada y la agarró de los antebrazos.

– Esto no es ningún juego. ¿Me está diciendo que alguien ha registrado hoy su habitación?

El calor que desprendían sus dedos pareció quemarla a través de la fina tela del vestido. Victoria se liberó de un tirón de las manos de Nathan y dio un paso atrás.

– Sí, eso es precisamente lo que estoy diciendo. Como si usted no lo supiera. -La ira que la embargaba casi le hizo olvidar la sensación de calor que la impronta de los dedos del médico había dejado en ella. O casi-. Dígame, ¿se impone usted a todos sus invitados de este modo tan impropio, o soy yo la única afortunada?

– ¿Cómo sabe que alguien ha registrado su habitación? -preguntó Nathan, haciendo caso omiso del sarcasmo de lady Victoria, así como de su pregunta.

– Tengo la costumbre de ser muy precisa sobre dónde y cómo dejo mis pertenencias. Obviamente alguien había tocado mis cosas, y mi querida Winifred no tuvo nada que ver en ello. Supuse que habría sido alguna de las criadas de Creston Manor… hasta que le he pillado con las manos en la masa.

– Si sospechaba de alguna de las criadas de Creston Manor, ¿por qué no ha dado cuenta del incidente?

– Porque no he echado nada en falta. No me ha parecido motivo para instigar una investigación que sin duda terminaría con alguna acción disciplinaria contra alguien cuya única falta habría sido dejarse llevar por la curiosidad.

Aunque la expresión de Nathan no varió, Victoria percibió en ella la sorpresa al oír sus palabras. Decidida a sacar el mayor partido de su pequeña ventaja, alzó la barbilla.

– He respondido a sus preguntas y exijo la misma muestra de cortesía por su parte… aunque sospecho que la palabra «cortesía» y usted poco tienen en común.

– Ni siquiera ha empezado todavía a responder a mis preguntas. -Nathan señaló con la cabeza el armario de lady Victoria-. Esa maleta… ¿es la única que tiene?

– Por supuesto que no. Tengo una docena.

– ¿Dónde están?

Fingiendo dar al asunto seria consideración, lady Victoria se dio unos golpecitos en el mentón y frunció el ceño.

– Dos están en la casa de Londres y tres en Wexhall Manor. ¿O quizá haya tres en Londres y solo dos en el campo…?

Nathan dejó escapar un sonido grave que sonó como un gruñido.

– Aquí. ¿Tiene otras con usted aquí, en Cornwall?

Victoria apenas logró reprimir una sonrisa al ver la frustración del médico y abrió los ojos de par en par en un gesto de fingida inocencia.

– Oh, no. Esta es la única que he traído a Cornwall.

Sin apartar de ella la mirada, Nathan bajó la mano y buscó tras él. Con la maleta abierta contra su pecho, señaló el relleno desgarrado.

– ¿Cómo ha ocurrido esto?

– Sin duda eso es algo que debería explicarme usted.

Nathan avanzó un paso y Victoria tuvo que contenerse para no retroceder. Los ojos de él destellaron a la luz del fuego y un músculo se le contrajo en la mejilla.

– Lady Victoria -dijo empleando una voz engañosamente suave y sedosa-, está usted poniendo severamente a prueba mi paciencia.

– Excelente. Odiaría pensar que soy la única irritada.

Nathan frunció los labios y Victoria casi pudo oírle contar hasta diez.

– Cuando he llegado, este relleno estaba ya desgarrado y había sido torpemente reparado. -Habló despacio, pronunciando cada sílaba con esmerada precisión, como si se estuviera dirigiendo a una niña, un hecho que enfureció aún más a Victoria-. ¿Tiene usted idea de cómo sucedió eso?

– De hecho, sí.

Nathan clavó en ella la mirada, esperando a que Victoria elaborara su respuesta al tiempo que su paciencia, normalmente tan equilibrada y fiable, se acercaba peligrosamente a su tenue fin. Ella siguió plantada delante de él con el mentón alzado, las cejas arqueadas y los labios fruncidos, aparentemente tan impaciente como lo estaba él, cosa que por supuesto era del todo imposible, puesto que en ese instante Nathan habría apostado a que era el individuo más impaciente en todo el condenado país. Y eso no hizo sino fastidiarle aún más, puesto que no se consideraba un hombre impaciente en ninguna de las facetas de su vida. Aun así, había algo en esa mujer que sacaba lo peor de él.

Tras espirar despacio y profundamente, dijo en un tono de voz perfectamente calmo:

– Cuénteme lo que sabe.

– Me temo que no se me da bien responder a órdenes imperiosas, doctor Oliver -objetó Victoria con tono altanero-. Quizá si formulara su petición de forma más cortés…

Las palabras de lady Victoria cayeron en el silencio, y Nathan se juró que antes de que la entrevista hubiera concluido sus dientes habrían quedado reducidos a simples trocitos.

– Se lo ruego -logró mascullar.

– Mucho mejor así -dijo ella con tono remilgado-. Aunque no estoy segura de que merezca una explicación después de haber insultado como lo ha hecho mis habilidades con la aguja.

– ¿Fue usted quien cosió el relleno?

– Así es.

– ¿Cuándo?

– Esta misma tarde. -Victoria volvió a guardar silencio, aunque sin duda lo que vio reflejado en la mirada de Nathan la empujó a proseguir sin necesidad de ningún otro aviso-. Después de refrescarme del viaje, mi tía y yo hemos salido a dar un paseo por los jardines… que, por cierto, son preciosos.

– Gracias. Prosiga.

– Ejem… Cierta cortesía, aunque bastante brusca. Como le decía, hemos dado un paseo por los jardines. Al volver a mi habitación para prepararme para la cena, me he dado cuenta de que alguien había estado en mi habitación. Las alteraciones que he observado en mis cosas eran apenas sutiles: una arruga en el edredón, mi frasco de perfume que no estaba exactamente donde yo lo había puesto, la puerta del armario cerrada en vez de unos centímetros abierta para ayudar a ventilar los vestidos, la cerradura del baúl abierta. Si hubiera encontrado manipulada una sola cosa o solo una parte de la habitación, habría atribuido lo sucedido a mi criada, pero había señales de lo ocurrido en toda la estancia. Me he encargado de deshacer y ordenar mi equipaje antes de salir a pasear por los jardines, de modo que no había razón alguna para que nadie tocara mi armario ni mi baúl.

– Así que llevó usted a cabo una investigación para ver si faltaba algo.

– Sí. Y no eché nada en falta. Ni siquiera algún objeto de mi joyero. Sin embargo, durante mi registro descubrí una costura desgarrada en mi bolsa de viaje, cosa que me afligió sobremanera, pues la bolsa había pertenecido a mi madre y es una de mis favoritas. Al examinar la bolsa con más detalle, me di cuenta de que las puntadas eran sin duda obra de una mano extremadamente aficionada y no la de un reputado sastre ni la de mi madre, cuya mano era extremadamente competente con la aguja y el hilo. Lo cierto es que sentí curiosidad y deshice las puntadas. Al terminar, registré el espacio que había tras el relleno.

– Y descubrió una carta. -No fue una pregunta.

– Cierto.

«Maldita sea.»

– ¿La leyó? -Tampoco es que importara, pues naturalmente Wexhall la habría escrito en código.

– Vamos, doctor Oliver, creo que aquí la pregunta pertinente es: ¿Cómo sabía usted que había una carta escondida en el relleno de mi equipaje?

Nathan la observó atentamente durante unos largos segundos. Maldición, esa era una complicación que no necesitaba. Ni deseaba. A decir verdad, no deseaba ni necesitaba nada de todo aquello. Tendría que haber estado en Little Longstone, atendiendo a sus pacientes, cuidando de sus animales, disfrutando de la pacífica existencia que tanto trabajo le había costado construir. Pero ahí estaba, enfrentándose a una auténtica arpía que tenía su nota y que, a juzgar por su expresión testaruda, no pensaba dársela fácilmente.

Media docena de mentiras asomaron a sus labios, pero de pronto se vio embargado por una repentina y abrumadora fatiga. Dios, estaba cansado de mentir. ¿Y por qué iba a mentir? El servicio que había prestado a la Corona había concluido. Ya no tenía por qué seguir fiel a su juramento de silencio. Qué fácil y liberador sería simplemente decir la verdad.

Sin dejar de observarla con suma cautela, dijo entonces:

– Sé que la carta estaba allí porque iba dirigida a mí.

– ¿Y por qué una carta dirigida a usted iba a estar escondida en mi bolsa de viaje?

– Porque, como viajaba usted a Cornwall, era la vía más rápida para hacérmela llegar.

– Si eso es cierto, ¿por qué estaba oculta? ¿Por qué no simplemente se me dio la nota con instrucciones para que se la entregara a mi llegada?

– Porque contiene información altamente secreta que solo debe ser leída por mí.

– ¿Altamente secreta? Por sus palabras, cualquiera diría que se trata de una aventura de espías.

Al ver que Nathan no hacía nada por negar o confirmar su afirmación, Victoria entrecerró los ojos y escudriñó al médico.

– ¿Insinúa que es usted una especie de… espía?

– No insinúo nada. Lo afirmo.

Ella parpadeó.

– Que es un espía.

– Que era un espía -la corrigió Nathan, manteniéndose fiel a su nueva política de honradez-. Dejé el servicio en activo hace tres años, aunque me han reincorporado a él temporalmente.

Victoria le miró fijamente durante diez largos segundos. Luego arrugó los labios.

– Debe de estar de broma -dijo, intentando sin éxito disfrazar su risa.

– Le aseguro que no -fue la envarada respuesta de Nathan.

Victoria se rió sin ambages.

– No esperará que me crea un cuento como ese.

– De hecho, no imagino por qué no iba a creerme.

– En primer lugar, porque está claro que es usted duro de oído. ¿Dónde se ha visto un espía con problemas de audición?

– Mis oídos están en perfecto estado.

Victoria dejó escapar un sonido claramente burlón.

– He entrado en la habitación y me he acercado a usted, y ni aun entonces se ha dado cuenta de mi presencia hasta que he hablado.

Maldición. Por culpa de la condenada Guía y de las imágenes eróticas que esta le había inspirado.

– Estaba… ejem… distraído. -Y antes de que ella procediera a enumerar más razones, dijo-: Hace tres años me vi implicado en una misión que fracasó y que provocó mi dimisión. La nota contiene información que podría proporcionarme la posibilidad de invertir el fracaso de la misión. -Y de recuperar lo que perdí, pensó.

Sin duda todavía divertida, Victoria asintió alentadoramente e hizo girar su mano.

– Continúe, se lo ruego. Esto es más entretenido que cualquiera de esas tórridas novelas que una jovencita como yo pueda leer.

A Nathan le llevó apenas un segundo preguntarse si hasta la fecha había conocido a alguna mujer más exasperante y supo sin ninguna duda que no. Con los ojos entrecerrados, depositó la bolsa de viaje de Victoria en el suelo y dio un paso hacia ella, deleitándose perversamente en la repentina chispa de incertidumbre que vio brillar en sus ojos.

– ¿Quiere entonces el relato tórrido? -preguntó, empleando un tono de voz sedoso-. Estaré encantado de contárselo. Desde una perspectiva tanto militar como contrabandística, esta propiedad está situada en un enclave muy privilegiado. Durante la guerra, fui reclutado por la Corona para llevar a cabo varias misiones, que incluían espiar a los franceses y recuperar objetos que salían de contrabando de Inglaterra. Hace tres años se me asignó la misión de recuperar una valija llena de joyas, pero la misión no… salió como estaba planeado y las joyas se perdieron. Dejé el servicio a la Corona poco después. Recientemente ha salido a la luz nueva información referente al posible paradero de las joyas. Dado que yo era quien estaba más familiarizado con el caso, se me ha pedido que regrese a Cornwall para ayudar a recuperarlas. La nueva información en relación a las joyas está en la nota que usted ha encontrado… una nota que, como a buen seguro entenderá, me pertenece. -Se cruzó de brazos, gratificado al ver que Victoria había dejado de parecer divertida. Sin embargo, tampoco parecía del todo convencida-. Y puesto que creo haber satisfecho su curiosidad, le estaría sumamente agradecido si ahora me devolviera la nota.

– De hecho, lo único que ha conseguido es espolear mi curiosidad, doctor Oliver.

– Una lástima, puesto que esa es toda la explicación que estoy dispuesto a darle. -Tendió la mano-. Mi carta, se lo ruego, lady Victoria.

En vez de acceder a su ruego, Victoria empezó a pasearse delante de él. Nathan casi pudo oír los engranajes girando en su cabeza mientras consideraba todo lo que él le había dicho. Con un suspiro de resignación, bajó la mano y la observó. La luz del fuego la envolvía en un suave y dorado resplandor, reflejándose en su reluciente cabello. El vestido, una seda en tono bronce bruñido que realzaba sus ojos azules al tiempo que favorecía su tez de piel clara, se arremolinaba alrededor de sus tobillos al girar.

La mirada de Nathan se posó en la delicada curva del esbelto cuello de la joven, que había quedado tentadoramente al descubierto por el recogido griego que peinaba sus cabellos. Se sorprendió fascinado por el punto donde el cuello se encontraba con la suave pendiente de su hombro… por esa delicada hondonada situada en la unión de la base del cuello y la clavícula. Los dedos y los labios del médico fueron presas de un repentino deseo de tocarla allí. De saborearla allí. De experimentar la sedosa suavidad de ese punto vulnerable. De aspirar la esquiva fragancia a rosas que, como bien sabía, ella llevaría prendida a su piel.

Victoria se volvió de nuevo y frunció los labios, atrayendo la atención de Nathan a su rosada carnosidad. A pesar de los tres años transcurridos, Nathan recordaba todos y cada uno de los detalles exactos de esos labios. Su suave textura. La lujuriosa carnosidad. El delicioso sabor. Su sensual modo de deslizarse contra su boca y su lengua. Había besado a un buen número de mujeres antes de vivir ese instante robado con lady Victoria, pero aquellos breves minutos con ella en la galería sin duda habían borrado de su memoria todos los encuentros anteriores.

También había besado a un buen número de mujeres después de aquel instante robado con lady Victoria. Para su profunda confusión y fastidio, había descubierto que, por muy agradables que otros labios pudieran parecerle y por grato que fuera su sabor, ninguno le había provocado las mismas sensaciones que los de ella. En ninguno había encontrado ese sabor. Cierto era que la necesidad de probarse que se equivocaba al respecto se había convertido en una especie de búsqueda… hasta que había empezado a sentirse como el príncipe del cuento de la Cenicienta, aunque con la diferencia de que, en vez de intentar descubrir el pie que encajaba en el zapato de cristal, él intentaba encontrar un par de labios que se adecuaran a los suyos como lo habían conseguido los de ella. El príncipe había salido airoso de su búsqueda. Desgraciadamente, él todavía no había sido tan afortunado.

«Quizá porque has estado buscando en los lugares equivocados», susurró su voz interior. «Besando a las mujeres equivocadas. Quizá deberías limitar tu búsqueda a esta habitación…»

Nathan mandó al demonio a su voz interior y se clavó con firmeza los dedos a los costados para evitar tender las manos y agarrar a lady Victoria en el momento en que ella volvía a pasearse por delante de él para luego estrecharla entre sus brazos y besarla. Probarse de ese modo que, efectivamente, le había dado demasiada importancia a un beso insignificante. No podía haber sido tan maravilloso. Sí, sin duda había dado al episodio unas proporciones inmerecidas. Y solo había un modo de comprobarlo.

Pero antes de que Nathan pudiera moverse, lady Victoria se detuvo y se volvió a mirarle.

– Si la historia que me ha contado es cierta -anunció, mirándole con esa clase de sospecha alerta con la que un ratón observaría a un gato hambriento-, mi padre debe de estar implicado de algún modo.

Maldición. Nathan estaba seguro de que Victoria sumaría dos más dos y daría con el resultado correcto. Había esperado que no fuera así, confiando en que, como muchas mujeres de su posición, tendría la cabeza llena únicamente de chismes y de modas. Estaba claro que lady Victoria no era ninguna estúpida. A pesar de que una negación asomó a sus labios, no fue capaz de darle voz. En vez en eso, se sorprendió esperando fascinado qué diría ella a continuación.

Victoria no le defraudó y prosiguió irrefrenablemente.

– Incluso aunque papá no fuera la persona que ocultó la nota en mi bolsa, debe de haber estado al corriente de su existencia. De ahí que insistiera tanto en que viajara a Cornwall. Demasiada insistencia la suya, ahora que lo pienso. -Negó lentamente con la cabeza al tiempo que en su frente se dibujaba un ceño cada vez más pronunciado y su mirada se posaba en las llamas que danzaban en la chimenea-. Eso explicaría muchas cosas… -murmuró.

Nathan mantuvo sus rasgos totalmente impasibles -un talento heredado de sus días como espía- y se limitó a observarla. Tras casi un minuto de silencio, la mirada de Victoria giró hasta clavarse en él.

– Mi padre trabaja para la Corona.

Más que una pregunta, sus palabras fueron una afirmación, y Victoria las pronunció en un tono totalmente inexpresivo.

Nathan descartó de inmediato cualquier intento de andarse por las ramas.

– Sí.

De labios de ella escapó un sonido desprovisto del menor asomo de humor.

– Ahora lo veo todo muy claro… las reuniones clandestinas en su estudio a última hora de la noche, sus frecuentes ausencias, la expresión preocupada en sus ojos cuando se creía ajeno a cualquier mirada… -Dejó escapar un largo suspiro y negó con la cabeza-. En el fondo yo sabía que no era sincero, que había algo más tras el juego y la frivolidad masculina que empleaba como excusas, pero nunca quise presionarle. -La expresión de su rostro cambió hasta adoptar un aire de profundo dolor y esa expresión desolada estremeció el corazón de Nathan-. Creí que tenía una amante y que simplemente se mostraba evasivo y discreto para no herir mi sensibilidad.

– Me temo que el secreto es inherente a la labor de cualquier espía.

– ¿El secreto? Querrá decir usted la mentira.

A Nathan no le costó ver que Victoria se debatía en un mar de emociones, intentando asimilar sus sentimientos, y ver ese debate le afectó de un modo al que no supo poner nombre. Se acercó a ella y la tomó con suavidad de los brazos.

– Me refiero a decir y a hacer lo que sea necesario para mantener oculta nuestro vínculo con la Corona y así poder llevar a cabo nuestro cometido y proteger los intereses del país. Mantenernos a salvo a nosotros, a nuestros amigos y a nuestra familia.

La mirada de Victoria buscó la de él.

– La noche que vino usted a casa a ver a mi padre… ¿su visita estaba relacionada con la misión referente a las joyas? -preguntó.

Un músculo se contrajo en la mandíbula de Nathan.

– Sí.

– ¿Mi padre estaba involucrado?

Hasta su condenado cuello, pensó Nathan.

– Así es. -La soltó y entonces, tras librar un breve debate consigo mismo, decidió que no tenía sentido no hablar claro-. Su padre coordinaba la misión. Él fue el encargado de reclutarnos.

Victoria asimiló sus palabras y dijo:

– Entonces, papá es más que un simple espía. ¿Es un… jefe de otros espías?

– En efecto.

– ¿Y quién, además de usted, está incluido en ese «nosotros» que mi padre reclutó?

– Mi hermano y lord Alwyck.

Victoria asintió despacio sin apartar en ningún momento los ojos de los de Nathan.

– Entonces, esta noche, durante la cena, he estado sentada entre dos espías y delante de un tercero.

– Antiguos espías. Sí.

– ¿También lo fue su padre?

– No.

– ¿Su mayordomo? ¿El ama de llaves? ¿El lacayo?

Una de las comisuras de los labios de Nathan se curvó ligeramente hacia arriba.

– No, que yo sepa.

– No sabe cuánto me alivia saberlo. Pero no nos olvidemos de mi genial y distraído padre, al que está claro que no conozco en absoluto. -La voz de Victoria tembló al pronunciar la última palabra y bajó la cabeza para mirar al suelo.

Nathan volvió a experimentar esa sensación de vacío en el pecho. Puso un dedo bajo el mentón de la joven y con suavidad la obligó a levantar la cabeza hasta que sus miradas se encontraron de nuevo.

– El hecho de que se le considere un hombre despistado y genial jugaba en gran medida a nuestro favor. El trabajo que coordinaba salvó la vida de cientos de soldados británicos. Y, para que pudiera hacerlo, había aspectos de su vida que no podía compartir con usted, ni con nadie.

Victoria tragó saliva, contrayendo su esbelta garganta y con los ojos preñados de preguntas.

– Eso lo entiendo -dijo por fin-. Lo que no entiendo es por qué le ha enviado esta nota conmigo. ¿Por qué no enviar a alguno de sus espías? ¿O reunirse con usted en Londres?

Antes de darle una respuesta, Nathan apartó el dedo del mentón de Victoria, dejando deslizar la yema por su piel durante una mínima fracción de segundo. Tanta suavidad… Maldición, qué piel tan delicada la de Victoria. Se le contrajeron las manos ante la necesidad de volver a tocarla. Tan intenso era el deseo que tuvo que alejarse de ella para asegurarse de no ceder a la imperiosa necesidad.

Tras acercarse a la repisa de la chimenea, fijó la mirada en el fulgor de las llamas y se sumió en un breve debate interno. Luego se volvió a mirarla.

– Su padre la envió a Cornwall porque cree que usted está en peligro. Quería sacarla de Londres y quería también traer la información a Cornwall, de modo que con un solo viaje vio satisfechos ambos cometidos.

– ¿En peligro? -repitió Victoria, cuyo tono expresaba a la vez duda y sorpresa-. ¿Qué clase de peligro? ¿Y por qué iba él a pensar algo semejante?

– No ha sido tan específico al respecto, pero sin duda cree que puede sufrir usted algún daño. En cuanto al porqué, me atrevería a aventurar que o bien ha recibido alguna amenaza contra usted o contra él mismo y por ello teme que usted pueda resultar herida en la refriega. Quizá ambas cosas.

Victoria palideció.

– ¿Cree usted que mi padre corre algún peligro?

– No lo sé. -Nathan le dedicó una mirada significativa-. Estoy convencido de que la carta que me envió en su bolsa de viaje contiene la respuesta a su pregunta.

– He leído la carta. No había en ella ninguna mención a ningún peligro. Lo cierto es que solo hablaba de… -Frunció los labios. Después de una pausa, dijo-: No mencionaba ningún peligro.

– No del modo en que ni usted ni ningún otro profano podría discernirlo. Su padre me habría escrito en código.

Un largo y tenso silencio se abrió entre ambos. Por fin Victoria alzó la barbilla, mostrando unos ojos turbados.

– ¿Y si papá resulta herido… o algo peor… mientras ye estoy lejos de él?

La preocupación que reflejaban sus ojos inquietó a Nathan de un modo que no se vio capaz de explicar. Lo único que sabía es que deseaba como nada en el mundo ver desaparecer esa expresión.

– Su padre es un hombre extremadamente inteligente y dotado de incontables recursos -dijo con voz queda-. No tengo la menor duda de que será más listo que quienquiera que se atreva a desafiarle.

Un grito ahogado emergió de labios de Victoria.

– No me parece que esté hablando usted de mi padre aunque es obvio que le conoce mucho mejor que yo. -Parte de la preocupación pareció desvanecerse de su mirada! reemplazada ahora por la especulación-. Indudablemente, es usted algo más que el sencillo médico de pueblo que finge ser.

– Nunca he fingido ser médico. Lo soy. Y condenadamente bueno. -Inclinó la cabeza-. Indudablemente, es usted algo más que la bobalicona heredera que finge ser.

– Nunca he fingido ser una heredera. Lo soy. Y tampoco he sido jamás una bobalicona… eso no es más que una muestra de su arrogancia y de sus infundadas suposiciones.

– Quiero esa nota, lady Victoria.

– Sí, lo sé. Qué mala suerte para usted que obre en mi poder.

– No puedo pretender protegerla sin estar al corriente del peligro que su padre teme inminente.

– ¿Usted? ¿Protegerme? -se burló Victoria-. ¿Usted, que está sordo como una tapia? ¿Cuál es su plan para protegerme… ordenar a sus gallinas y a sus patos que reduzcan a picotazos a todo aquel que amenace mi seguridad?

Buen Dios. ¿En algún momento había considerado a lady Victoria una mujer atractiva? Debía de haber perdido el juicio. Era una joven exasperante. Y sin duda estaba jugando con él. Maldición, pero si no era más que una… una exasperante niña mimada. Y su paciencia se encontraba oficialmente al borde de sus límites.

Con su mirada entornada firmemente sobre la de ella, Nathan preguntó:

– ¿Por qué se niega a devolverme la nota?

– No me he negado a devolvérsela.

– Entonces ¿accederá a mi petición?

– No… al menos, no todavía.

– No soy la clase de hombre al que pueda hacer bailar al son que prefiera, lady Victoria.

– Nunca he dicho que sea ese mi propósito.

– Bien. Aunque es obvio que algo quiere.

– Cierto.

– Gracias a Dios, no soy propenso a derrumbarme al oír declaraciones sorprendentes. ¿Qué es lo que quiere?

– Quiero que me incluya. Quiero ayudarle.

– ¿Ayudarme a qué?

– A llevar a cabo la misión que mi padre le ha asignado. A recuperar las joyas.

Afortunadamente, Nathan tenía la mandíbula tensa, de lo contrario habría ido a estrellarse contra sus botas. Aun así, no logró reprimir una risotada de incredulidad.

– Ni hablar.

Ella se encogió de hombros.

– Bien, en ese caso mucho me temo que no puedo hacerle entrega de su carta.

– ¿Por qué iba usted a desear involucrarse en algo que no solo no es de su incumbencia sino que podría resultar potencialmente peligroso?

– Teniendo en cuenta que tanto mi padre como yo podemos estar en peligro, y que esa carta es la razón por la que se me ha despachado hasta este rincón apartado del mundo, creo que eso es sin duda de mi incumbencia. Veo ahora con absoluta claridad que he sido víctima de mentiras y secretos durante más años de los que puedo llegar a imaginar. Me niego a seguir sujeta a ellos. -Su expresión se endureció, tornándose enojada. Y resuelta. Dos expresiones que pondrían a cualquier hombre de inmediato en guardia-. ¿Sabe usted lo que se siente al ser víctima de la mentira, doctor Oliver?

Lo sabía, sí. Y no había disfrutado de la experiencia. Inclinó la cabeza al reconocer que Victoria le había ganado el tanto.

– Pero no puede ser tan estúpida como para albergar rencor simplemente porque su padre no le dijo aquello que podría haber comprometido la seguridad de este país.

– No, aunque no niego que me siento como una estúpida… y resentida también… al darme cuenta de lo poco que conozco al hombre con el que me crié, al que creía conocer y comprender extremadamente bien. Estoy, sin embargo, muy enojada por el hecho de que no me haya informado de que podía correr peligro.

– Ya se lo he dicho… sabe cuidar de sí mismo. Y de modo más eficaz si se ve libre de tener que preocuparse por la seguridad de su hija. Su padre quería, necesitaba, que usted se marchara de Londres. Obviamente creía que usted no lo haría si en algún momento llegaba a conocer la verdad.

– No me ha dejado elección -dijo lady Victoria, encendida-. Merecía saberlo. Tener la oportunidad de ayudarle. Ser partícipe del auténtico motivo por el que se me enviaba fuera de la ciudad. Saber que quizá también yo podía correr peligro. -Soltó un bufido-. Al menos así habría dispuesto de la oportunidad de prepararme. De ponerme en guardia. Pero, no, en vez de eso se me ha acariciado la cabeza y se me ha empujado al desierto, al cuidado de un hombre al que apenas conozco y al que hace tres años que no veo, como si por el mero hecho de ser mujer estuviera indefensa. -Todo su comportamiento rezumaba testaruda determinación-. Pues bien, ha cometido un error. Soy una mujer moderna. No permitiré que se me aparte a un lado ni que se me trate como si fuera una pobre imbécil. He diseñado un plan, y, a diferencia de usted y de mi padre, estoy más que dispuesta a ser franca y compartirlo con ambos. Es un plan sencillo, un plan que incluso usted será capaz de comprender. Tengo su nota. Se la devolveré si accede a incluirme en su misión.

– ¿Y si me niego a acceder?

Una radiante sonrisa asomó a labios de lady Victoria.

– En ese caso, no se la devolveré. ¿Lo ve? Ya le he dicho que es muy sencillo.

Nathan se apartó de la chimenea y se acercó despacio a ella como un gato salvaje que acechara a su presa. La sonrisa de Victoria se desvaneció y, lentamente, se apartó de él. Nathan siguió avanzando al ritmo de su retirada, desplazándose para acorralarla en el rincón… exactamente donde la quería, tanto física como estratégicamente. Victoria dio un nuevo paso atrás y sus hombros golpearon contra el ángulo donde las dos paredes se encontraban. Un destello de sorpresa le iluminó los ojos y a continuación irguió la espalda y alzó una pizca más el mentón, con los ojos desorbitados pero enfrentándose a la mirada de Nathan sin el menor titubeo. Si Nathan no hubiera estado tan irritado con ella, habría admirado su valor al verse atrapada y luchando por salir airosa de la situación. Victoria podía ser para él una indudable molestia, pero no era ninguna cobarde. Una gran sorpresa, pues Nathan habría apostado que ante la simple mención de la palabra «peligro» la habría visto correr en busca de sus sales.

– No logrará intimidarme para que le entregue la nota dijo Victoria, empleando un tono de voz que no desvelaba el menor ápice de temor.

Nathan plantó una mano en cada una de las dos paredes, encerrándola en el paréntesis de sus brazos.

– Nunca he tenido que intimidar a una mujer para que me dé lo que quiero, lady Victoria.

La mirada de ella se posó en sus brazos, posicionados junto a su cabeza, antes de volver a su rostro.

– Nunca la encontrará.

– Le aseguró que se equivoca.

– No. Está escondida en un lugar donde jamás podrá localizarla.

Nathan ocultó su victoria ante la inadvertida admisión de ella de que la nota seguía intacta y de que no la había destruido. Dejó descender lentamente la mirada y volvió a elevarla trazando con ella el contorno de sus formas femeninas. Cuando su mirada volvió a encontrarse con la de ella, dijo con suavidad:

– La lleva usted encima. La cuestión es averiguar si la lleva metida en una de sus ligas, o si… -Volvió a bajar la mirada hacia la elevación de piel clara que se elevaba desde el cuerpo del vestido color bronce de Victoria-. ¿Quizá la oculta entre sus pechos?

La expresión de perplejidad de la joven, sumada a su furioso acaloramiento, confirmó la exactitud de la suposición.

– Jamás había sido sometida a un escrutinio tan poco digno de un caballero -dijo, jadeante como si acabara de subir apresuradamente un tramo de escalera.

Nathan le acarició despacio la mejilla con la yema del dedo, memorizando la sedosa textura de su cálida piel y el sonido de su presurosa respiración.

– Si piensa que va a convencerme de que el sonrojo carmesí que tiñe su piel es el simple resultado del ultraje propio de una doncella, me subestima usted, lady Victoria, y eso, sin duda, sería un error.

Victoria tragó saliva.

– Por supuesto que me siento ultrajada -reconoció-. Y, ya que es obvio que no se da usted por enterado, le recuerdo que un caballero pide permiso para tocar a una dama.

– Jamás he afirmado ser un caballero. -Incapaz de resistirse, Nathan acarició de nuevo ese tentador rubor con la yema del pulgar antes de volver a apoyar la mano contra la pared-. Prefiero pedir perdón después… siempre que sea necesario… que pedir permiso antes.

– Qué cómodo para su conciencia… aunque mucho me temo que usted carece de ella.

– Todo lo contrario. De hecho, en este preciso instante es mi conciencia la que me está invitando a preguntarle si me daría permiso para que la tocara.

– Por supuesto que no.

– Ah, ya ve usted por qué mi método es mucho más preferible.

– Sí… para usted.

– En ese caso, deberé pedir disculpas.

– Denegadas.

Nathan soltó un suspiro largamente contenido y negó con la cabeza.

– Al parecer, está usted decidida a negármelo todo esta noche. -Se acercó un paso más y se inclinó sobre ella de modo que sus labios quedaron a escasos centímetros de la oreja de la joven. La sutil fragancia de rosas embotó los sentidos y sus manos se cerraron contra el papel de seda que cubría las paredes-. En algún momento tendrá que quitarse la ropa, mi señora. Y ahora acaba de darme un magnífico incentivo para asegurarme de estar presente cuando lo haga.

Victoria inspiró un siseante jadeo. Nathan retiró la cabeza, maldiciendo la tentadora fragancia de la joven, ahora grabada en su mente.

– Eso jamás ocurrirá, se lo aseguro.

– No diga nunca de este agua no beberé.

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