CAPÍTULO 10

Caroline cayó de espaldas. Mientras el duro parapeto de piedra golpeaba su espalda, el cielo se precipitó y amenazó con cambiar de lugar con el suelo. De repente los brazos de Kane estuvieron ahí, envolviéndola, duramente al principio y luego suavizándose al recoger su tembloroso cuerpo contra su pecho.

Una de sus grandes manos alisó su pelo, presionando su mejilla contra el caliente y amplio refugio de su pecho.

– Dios mío, mujer -dijo ásperamente- ¿Qué intenta hacer? ¿Matarme de un susto?

A medida que el mundo lentamente regresaba a su sitio y sus temblores disminuían, Caroline no deseaba nada más que hundirse en su fuerza y su calor. Creer que nada malo podía pasarle en tanto estuviera en sus brazos. Olvidar, incluso por un titubeante latido, que tan tonta idea era el peligro más seductor de todos.

Ella empujó contra su pecho, alejándose de su abrazo con una desesperación que la sorprendió.

– ¿Asustarte?¡Tú eres el que saltó hacia mi desde las sombras! Si hubiera caído hacia mi muerte y el pobre Wilbury hubiera tenido que pasar toda la mañana refregándome de los adoquines de tu patio, hubiera sido menos de lo que te mereces por venir de hurtadillas hacia mi de manera tan sigilosa -Empezó a alejarse de él, mientras sus sospechas crecían- ¿Y cómo fue que llegaste hasta aquí arriba?.

Él siguió sus movimientos sin mover un músculo, sus ojos brillando con una inconfundible diversión.

– Caminé.

Caroline se detuvo, frunciendo el ceño, perpleja. Siguió el movimiento de su mano, dándose cuenta, por primera vez, que la estructura que había confundido con un balcón privado era en realidad un pasillo que rodeaba toda la torre. Probablemente habría un puente o escalera en el lado contrario que conectaría a otra torre o piso.

Kane cruzó sus manos contra su pecho antes de preguntar suavemente.

– ¿Y cómo creía usted que llegué aquí, señorita Cabot?

Caroline paso saliva.

– Bueno, yo… No estaba segura qué es lo que había pensado. Después de todo no era como si hubiera podido convertirse en un murciélago y volado hasta su balcón sólo para meterse en su dormitorio, cubriendo su forma indefensa con su sombra y… -Al imaginarlo acercarse a ella, imponente, en la oscuridad de su cama, otra imagen se metió en su cabeza, una más perturbadora, y mucho más provocativa. Parpadeó desesperadamente deseando desaparecer- Oh, bueno yo… bueno… asumí que tal vez…

Él sintió lástima por su nervioso tartamudeo.

– No pretendía asustarla, pensaba que ya estaría en cama, me temo que aún no me acostumbro a la hora del campo. No podía dormir, así que salí para dar un paseo y fumar.

Por primera vez Caroline notó el delgado cigarro todavía humeando en las piedras. Debió haberlo tirado cuando se movió para sujetarla del borde del desastre; ahora entendía por qué había olido un viso de azufre antes de que él apareciera.

Y al mismo tiempo que notaba el cigarro también empezó a notar otras cosas. Como la bastante escandalosa ausencia del abrigo, chaleco y corbata de Kane. Su delgada camisa de algodón estaba metida en su pantalón de montar de cuero, que abrazaba su delgada cadera y acentuaba cada músculo de sus esculpidos muslos. La camisa estaba abierta en el cuello, revelando un trozo de músculo dorado y una generosa distribución de vellos rizados color miel. Aunque había peinado su cabello en una cola descuidada, algunas hebras mojadas caían alrededor de su cara.

Su apariencia sólo servía para recordarle su propio estado deplorable. Ni siquiera se había molestado en ponerse el salto de cama que él tan generosamente le había prestado. Estaba frente a él con su camisón desteñido y pies descalzos, con el cabello cayéndole por la espalda como el de una colegiala. El desgastado corpiño de su camisón apretaba la prominencia de sus senos.

Incómodamente dobló sus brazos sobre ellos, agradeciendo por primera vez en su vida no ser tan bien dotada como su hermana Portia.

– Espero que mi grito no haya levantado a toda la casa.

– Los sirvientes probablemente siguieron durmiendo sin darse cuenta -le aseguró Kane, su mirada entrecerrada hojeaba, no su pecho, sino la graciosa curva de su cuello-. Después de todo ya deberían estar acostumbrados a sonidos como ese… gritos terroríficos, súplicas por piedad, el llanto torturado de los inocentes.

Lo estaba haciendo de nuevo. Burlándose de ambos sin nada más que el arquear perversamente una ceja leonada.

Caroline contraatacó con una sonrisa fría.

– No me sorprende. Asumo que tan fina propiedad tiene que tener un calabozo disponible.

– Desde luego. Justo ahí es dónde escondo a todas esas vírgenes desaparecidas de la villa. Tal vez podría arreglar un recorrido antes de que termine su visita.

– Eso sería estupendo

Él se apoyó contra el parapeto.

– Me temo que he sido tristemente negligente como anfitrión. Espero que me perdone por no haber estado presente para darle la bienvenida a usted y a sus hermanas.

– Wilbury nos informó que estaba fuera -Su mirada se mantuvo en su pecho, donde su camisa mojada apretaba la impresionante superficie de músculo y fuerza. La vista la hacía sentir curiosamente mareada. Se tocó una ceja. Quizás todavía estaba mareada por su casi caída del balcón- Debe haber sido algo muy urgente para necesitar su atención en una noche tan aterradora.

– Al contrario. Encuentro la tormenta mucho menos aterradora que estar encerrado en un salón de baile abarrotado o un teatro lleno de humo. Prefiero luchar contra los elementos que con las lenguas rápidas de los chismosos de la sociedad. Pero sí lamento no haber estado aquí para recibirlas.

Perfectamente consciente de que él había esquivado limpiamente su pregunta tácita, ella hizo un gesto hacia las puertas francesas, que todavía estaban abiertas, ofreciéndoles a ambos una vista iluminada por la luna de sus sábanas arrugadas.

– No puedo acusarlo de ser negligente con su hospitalidad cuando me ha proporcionado tan extravagante alojamiento.

Él bufó, tensando su mandíbula.

– Más extravagante que la que le proporcionó su tía, sin duda. Me sorprende que no la haya alojado en el depósito de carbón.

Caroline frunció el ceño.

– ¿Cómo sabía…? -Pero lo recordó a él parado en el portal de su tía bajo la lluvia, levantando su mirada hacia la buhardilla polvorienta. Debía haberse ocultado detrás de las cortinas un segundo muy tarde.

Inexplicablemente avergonzada de que él supiera que tan poco cariño tenía su tía por ella, levantó su mentón.

– Como huésped de honor Vivienne debía tener su propio cuarto, Portia y yo estamos bastante acostumbradas a compartir.

– Pensé que aprobaría el arreglo. Después de todo, no puedo ser acusado de intentar meterme al cuarto de su hermana y comprometer su virtud con Portia haciendo guardia, ¿podría acaso?

“¿Pero quién protegerá mi virtud?”. Caroline no se atrevió a hacerle esa pregunta. No cuando ella había insistido que estaba más allá de la edad en la que creía que todos los hombres que conocía estaban planeando seducirla o mancillarla. Inclusive aquellos que aparecían fuera de la puerta abierta de su recámara a medianoche, medio vestidos y oliendo a viento y lluvia y a una intoxicante mezcla de tabaco y licor.

– Me temo que Portia es más un terrier que un mastín -dijo ella.

Él tuvo un falso estremecimiento.

– Entonces la considero un enemigo más formidable. Prefiero ser atacado por un mastín que tener un terrier ladrador mordiendo mis botas.

Caroline sonrió, a pesar de si misma, por su acertada descripción de su hermana menor.

– Usualmente encuentro que golpearla en la nariz con el Morning Post puede ser bastante efectivo.

– Tendré eso en mente -él levantó su cabeza hacia un lado, dándole una de esas miradas penetrantes que ella empezaba a desear y temer-. Así que dígame, señorita Cabot, ¿qué opina de mi humilde casa? ¿Es de su agrado?

Ella dudó.

– Sus recámaras de invitados son encantadoras, mi señor, pero debo admitir que encuentro que su vestíbulo un poco…intimidante. Hay unos pocos animales muertos y escenas de batalla de más para mi gusto.

– Supongo que le falta el calor que sólo puede dar el toque de una mujer -replicó, su profunda voz acariciaba cada palabra.

– Ah, pero esa es una falta que puede ser fácilmente remediada, ¿no?

Por un instante sus miradas se encontraron, Caroline tuvo la asombrosa impresión de que ninguno de los dos estaba hablando de Vivienne.

La sensación fue tan desconcertante que ella empezó a retroceder hacia la recámara. Ella casi esperaba que la siguiera, emparejando cada paso como había hecho en el camino de Vauxhall.

– Si me disculpa, mi señor, realmente debería estar regresando a la cama. El amanecer estará aquí antes de que nos demos cuenta.

– Sí, así será, ¿no es cierto? -En lugar de seguirla, Kane se volvió para sujetar el parapeto, su mirada alejándose hacia el distante horizonte, donde el destello de los relámpagos todavía dividía la parte más baja de las turbulentas nubes-. ¿Señorita Cabot?

Ella se detuvo, su mano ya buscaba el pomo de la puerta tras ella.

– ¿Sí?

Él habló sin volverse a mirarla, su mirada aún clavada en la noche.

– De ahora en adelante tal vez debería ponerle cerrojo a esas puertas. No siempre se puede confiar en que un elemento tan caprichoso como el viento ejerza su mejor juicio.

Caroline respiró hondo antes de decir suavemente.

– Como desee, mi señor.

Retrocediendo hacia su habitación, cerró suavemente las puertas tras ella. Dudó por el más corto de los instantes antes de agacharse y asegurar el cerrojo de hierro en su lugar. Cuando levantó sus ojos Kane ya se había ido, el balcón estaba vacío.

Estaba sola.


– ¡Oh, mi cielo! ¿Quién murió y te hizo Reina de Inglaterra?

Caroline no podía decir que era más horrible. Despertarse a la mañana siguiente con el chillido exuberante de Portia o que las cortinas de su cama fueran abiertas de golpe dejando pasar el resplandor de la luz del sol. Mientras los ardientes rayos calentaban su cara, echó una mano sobre sus ojos, sintiéndose como si fuera realmente a estallar en llamas.

Mucho después de que Adrian Kane desapareciera de su balcón, había dado vueltas en la cama entre las sabanas enredadas, preguntándose si había sido el viento, o tal vez un elemento más primitivo y peligroso, lo que había abierto su puerta. Preguntándose por qué cada encuentro con Kane tenía que comenzar o terminar con ella en sus brazos. Y sobre qué clase de criatura malvada podía encontrar estar en sus brazos tan alarmantemente agradable cuando no tenía ningún derecho a estar ahí.

Mientras Portia saltaba sobre el colchón de plumas como una especie de cachorrito alborozado, Caroline gimió y tiró la colcha estampada sobre su cabeza.

– ¡Vete!. Me rehúso a creer que ya sea de mañana.

– ¿Mañana? -repitió Portia-. Vaya. ¡Pero si es casi mediodía!. Sólo porque te hayan hospedado en la torre de la reina no significa que puedas languidecer todo el día en la cama como la realeza. Si esperas que yo actúe como ayudante de cámara y llame a una sirvienta para que te traiga chocolate a la cama, ¡le espera una sorpresa, su alteza!

– ¿Mediodía? -Caroline se sentó y tiró la colcha, lanzándola accidentalmente sobre la cabeza de Portia-. ¿Cómo puede ser mediodía? Habría jurado que acababa de amanecer.

Doblemente horrorizada por esta nueva evidencia de su decadencia moral, Caroline salió disparada de la cama. Sólo tenía una semana antes del baile para determinar si Kane era amigo o enemigo y ya había malgastado medio día.

Dejando de lado la colcha, Portia se dejó caer en el espacio tibio que Caroline había desalojado con un suspiro entusiasta.

– Supongo que no puedo culparte por ser tan perezosa, si tuviera un cuarto tan magnífico, jamás querría dejar mi cama.

Mientras Caroline abría el seguro de su baúl y levantaba la tapa, trataba de no pensar en otras razones, más convincentes, para no salir de la cama.

Portia se levantó y empezó a deslizarse por el cuarto, examinando sus muchos tesoros.

– Ahora sé por qué Vivienne insiste en que el conde es tan generoso. Así que dime, ¿qué hiciste para merecer tal recompensa?

– ¡Nada! -se le escapó a Caroline, metiendo su cabeza en el baúl para esconder un sonrojo traicionero-. ¡Nada en absoluto!

Ella rebuscó entre varias enaguas y fustanes desgastados antes de localizar finalmente un simple vestido de percal con mangas largas y cuello alto.

Para evitarle tener que llamar a una sirvienta, Portia se acercó para atarle el corsé. Levantando su cabello para que no molestara, Caroline preguntó:

– ¿Dónde está Vivienne esta mañana?

Portia puso sus ojos en blanco.

– Probablemente está acurrucada en alguna esquina, bordando un verso bíblico en algún muestrario. Tú sabes que no necesita mucho para divertirse.

– Ojala tuviéramos todos esa bendición -Todavía resuelta a aprovechar los últimos minutos de la mañana, Caroline se apresuró hacia la palangana para mojarse la cara y cepillar sus dientes con un paño y un poco de polvo con sabor a menta.

– No sé por qué estás tan apurada -dijo Portia-. Según ese mayordomo intratable, Julian no llegará hasta esta noche. Y ya sabes que Lord Trevelyan no podrá aparecer hasta después de la puesta de sol.

– ¿No crees que ya es tiempo de que dejes de mantener esa ridícula fantasía tuya? -Sentándose en el banco tapizado del tocador cubierto de lanilla, Caroline levantó la tapa y empezó a buscar por el paquete de horquillas que la criada había desempacado anoche. Recogiendo un lustroso mechón de pelo hacia su nuca. Ella dijo-. No creo que Lord Trevelyan sea un vampiro más de lo que te creí aquella vez que decidiste que eras la hija ilegítima de Prinny y por lo tanto heredera al trono de… -Ella se detuvo, mirando fijamente el interior del tocador.

– ¿Qué pasa? -Preguntó Portia, acercándose-. Realmente no te ves tan mal. Si quieres, te puedo traer mi pata de conejo y echarte un poco de polvo de arroz en esos círculos bajo tus ojos.

Cuando Caroline no dijo nada, Portia miró detenidamente por encima de su hombro. Le tomó un minuto reconocer lo que Caroline veía. O más bien, lo que no estaba viendo.

Las hermanas lentamente voltearon para verse la una a la otra, la verdad reflejada en sus ojos. Aunque la madera de roble del tocador mostraba claramente un tallado ovalado, no había espejo.

No había espejos cubiertos por telas en el castillo Trevelyan. No había ningún espejo en absoluto. Ningún ovalo delicado sujeto a los deditos rechonchos de dorados querubines. Ninguna columna alta de cristal situada entre dos ventanas. Ninguna lámina de espejo colgada sobre la repisa de la chimenea, para que los invitados pudieran fingir que miraban al fuego mientras secretamente admiraban su reflejo. Ningún elegante espejo de pedestal parado derecho en las esquinas de las recámaras, tentando a la dama a posar y arreglarse, mientras el espejo inclinado le mostraba tanto su figura como su peinado con mayor ventaja.

Caroline y Portia pasaron la mayor parte de la tarde esquivando lacayos y criadas para poder deslizarse dentro y fuera de las habitaciones desiertas del castillo. La búsqueda no produjo ni siquiera un deslustrado espejo de mano guardado en algún cajón de armario.

– Tal vez estés más inclinada a creerme la próxima vez que te diga que soy la legítima heredera al trono de Inglaterra -dijo Portia con un gimoteo engreído mientras se apresuraban hacia el ala sur.

– Estoy segura de que existe una explicación totalmente razonable -insistió Caroline-. Quizás han sacado los espejos para poder pulirlos antes del baile. O quizás la familia Kane simplemente no es dada a la vanidad.

Portia suspiró melancólicamente.

– Si yo fuera tan hermosa como Julian me sentaría frente al espejo y me admiraría todo el día.

– Igual lo haces ahora -le recordó Caroline.

Ambas se estremecieron de culpa cuando la melodiosa voz de Vivienne sonó tras ellas.

– ¿Dónde diablos han estado ustedes dos toda la tarde?

Voltearon para encontrar a su hermana parada bajo las vigas de la bóveda de la parte más lejana del amplio corredor de baldosas.

– He terminado dos muestrarios, hecho el dobladillo a una docena de pañuelos y tomado el té, todo yo sola -les informó con pesar-. El señor Wilbury no es exactamente el más brillante conversador. He estado cada vez más cansada de mi propia compañía.

– No teníamos intención de abandonarte -gritó Caroline-. Sólo estábamos explorando un poco -Echando una mirada furtiva sobre su hombro hacia las enormes puertas de caoba que protegían la entrada al ala sur, le dio a Portia un ligero empujón en dirección a Vivienne-.¿Por qué no vas con Vivienne y le haces compañía, querida?. Yo me reuniré con ustedes dentro de poco.

A regañadientes Portia obedeció, lanzándole una mirada sobre sus hombros, con los ojos muy abiertos

– ¿Tendrás cuidado, verdad? Uno nunca sabe que clase de criatura podría aparecer en estos viejos cuartos mohosos.

Caroline desechó la advertencia de Portia. No sólo habían fallado en encontrar algún espejo. También habían fallado en encontrar algún rastro de su anfitrión. A pesar de los temores de Portia, Caroline se negaba a creer que él estuviera durmiendo la siesta en un ataúd en la cripta familiar.

Mientras veía a sus hermanas alejarse, cogidas del brazo, frunció el ceño. No era normal en Vivienne ser tan quejumbrosa. ¿Y no estaba su tez más pálida de lo usual? Caroline descartó la idea. Tal vez eran sólo las largas sombras las que robaban el color de las mejillas de su hermana. A través de los cristales de plomo del ventanal al final del corredor, ella podía ver la neblina lavanda del crepúsculo acercándose lentamente al castillo.

Con una sensación de urgencia creciendo inexplicablemente retrocedió hacia la puerta, cautelosamente giró el pomo. La puerta se abrió con un desconcertante chirrido y Caroline se encontró a si misma mirando hacia un corredor sin ventanas cubierto de sombras. Hurgó en el bolsillo de su falda, agradecida de haber tomado la previsión de meter un pedazo de vela y un yesquero en su bolsillo.

La mecha de la vela siseó a la vida bajo su asistencia, proyectando un brillo parpadeante a su alrededor. Deslizándose en el corredor, sostuvo la vela en alto, sólo para encontrarse a si misma cara a cara con Adrian Kane.

Ella soltó un agudo aullido y tropezó retrocediendo, tan sorprendida que casi se le cae la vela. Le tomó varios estruendosos latidos darse cuenta que no era el vizconde mismo parado frente a ella, sino un retrato de cuerpo entero montado en un marco dorado. Luchando para controlar su respiración, ella desplazó la vela en un tembloroso semicírculo. Esto no era un corredor ordinario sino una galería de retratos, cada uno de sus residentes congelados en el tiempo por el hechizo lanzado por el pincel del artista.

Se acercó sigilosamente al retrato de Kane, sabiendo que tal vez nunca tendría una oportunidad de estudiarlo en persona tan desprotegido. Él había sido pintado contra un telón de cielo tormentoso, una mano descansando en su cadera y la otra sujeta a la cabeza plateada de un bastón. Un par de perros aburridos recostados en el césped ante sus pies calzados de botas.

Caroline estudió su cara, consternada de descubrir que tan familiar se había vuelto en tan poco tiempo, sabía exactamente como las tenues arrugas de sus ojos se acentuaban cuando sonreía. Como aparecía un surco entre los arcos leonados de sus cejas cuando ella lo dejaba perplejo o lo desafiaba. Como su boca expresiva podía apretarse en una línea amenazadora o relajarse siempre que fijaba sus ojos en ella.

Tocó con la yema de sus dedos la carnosa elevación de sus labios, recordando como aquella boca se había arqueado tan tiernamente contra la suya. Alertada por una melancólica punzada en su corazón, alejó la mirada de su cara, solo ahí se dio cuenta de que la ropa estaba toda mal.

Perpleja, acercó la vela al lienzo. El hombre del retrato vestía un abrigo de satén azul medianoche con una faldilla acampanada adornada con una trenza dorada. Elaboradas cascadas de encaje enmarcaban su musculosa garganta y poderosas manos. Usaba pantalones apretados a la rodilla y las medias con liguero bajaban hasta un par de zapatos negros con broche, un estilo que había desaparecido una generación atrás.

Quizás había sido pintado por uno de esos artistas excéntricos que preferían pintar a sus modelos disfrazados con ropas de otra era. Solo una década atrás todo lo griego había estado de moda, dando como resultado una alarmante cantidad de retratos familiares representando regordetas matronas vestidas con togas escapando de empelucados centauros que lucían sospechosamente parecidos a sus abatidos esposos.

Robando una última mirada anhelante al cuadro, Caroline se dirigió al siguiente retrato. Su boca se abrió de la sorpresa. Era Kane otra vez, esta vez vestido con un sombrero emplumado y una gorguera isabelina, los pliegues de una capa se balanceaban desde sus hombros. Su cabello caía por debajo de esos hombros, los bigotes rizados y la barbita de chivo lo hacían parecer más diabólico que de costumbre. Ella podría no creer lo que veía si no fuera por la expresión sardónica de su boca y la audaz inclinación de su cabeza.

Para aumentar su conmoción, el sujeto del siguiente cuadro también se parecía Kane. En este tenía una sonrisa satisfecha y burlona, un gabán ribeteado de piel y unas apretadas mallas verde oscuro. Caroline apartó sus ojos, tratando de no notar lo extraordinariamente bien que llenaba las mallas.

– Debe estar usando un calzón con relleno -murmuró.

Sacudiendo su cabeza con desconcierto, levantó la vela en el siguiente retrato. El aliento salió silbando de sus pulmones. Un guerrero se imponía sobre ella con armadura completa, sujetando una brillante espada en la mano. No había forma de confundir las manchas oxidadas de su hoja, eran todo lo que quedaba de la última persona que había sido lo bastante tonta como para interponerse entre este hombre y lo que quería.

Él se pavoneaba sin mover un músculo, su mirada entrecerrada desafiando al mundo a aceptar su reto. Este era el Kane despojado de la capa de gentileza impuesta sobre él por la sociedad. Este era el hombre que Caroline había vislumbrado en los jardines de Vauxhall. El hombre que se había desecho de sus atacantes sin ni siquiera derramar una gota de sudor. Su cruda masculinidad era tan aterradora como irresistible.

Un hambre feroz brillaba en sus ojos, un apetito por la vida que rehusaba ser negado. Ella reconocía esa hambre porque la había sentido cuando la apretó contra él en el Camino de los amantes, la había saboreado cuando su beso se hizo más profundo y su lengua había reclamado su boca, exigiendo una rendición que ella había estado muy dispuesta a dar. Se acercó para acariciar con las yemas de sus dedos su mejilla, preguntándose si era posible domar tan salvaje criatura sólo con una caricia.

A pesar de los colores apagados y la pintura resquebrajada, se veía como si fuese perfectamente capaz de salirse del marco deslustrado y tomarla fuertemente en sus brazos.

Que fue por lo que Caroline apenas saltó cuando su voz salió de la oscuridad tras ella.

– Un parecido asombroso. ¿Verdad?

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