Caroline se deslizó al interior de la torre, dejando que la puerta se cerrara a su espalda. Sintió su corazón palpitar tan fuerte como para despertar a los muertos. Se estremeció, alejando el desventurado pensamiento.
Vaciló, esperando que sus ojos se adaptaran a la penumbra. Aunque las afelpadas cortinas de terciopelo cubrían las ventanas, la cámara no estaba completamente oscura. Una vela de cera se quemaba en un candelabro de hierro fijado a la pared en el lado opuesto de la torre.
Cuando las sombras se retiraron, fijó su mirada en el mueble que dominaba el cuarto. Para su eterno alivio, no era un ataúd cerrado en una tarima de mármol, sino una altísima cama imperial de caoba, similar a la suya, pero adornada por cortinajes de seda rojo-rubí. Aquella colgadura estaba hechada, ocultando la cama.
Avanzó poco a poco, casi tropezando con otro mueble situado cerca del pie de la cama. Su forma alta, delgada también estaba cubierta de seda. Levantó una esquina de la tela, determinada a echar una ojeada debajo, cuando oyó el distintivo crujido de algo moviendose detrás de la colgadura de la cama.
Se volteó, perdida su esperanza secreta de que la cama podía estar vacía. Metiendo la mano en el bolsillo de su falda, envolvió sus dedos temblorosos alrededor de la estaca. Sintiendo como si sus pies se hundieran en arenas movedizas, se arrastró al lado de la cama más cercano a la vela. Sus dedos se deslizaron sobre la seda y retiró la cortina de la cama para exponer a su inquilino.
En lugar de estar echado de espaldas con los brazos cruzados sobre su pecho, Adrian Kane estaba tumbado sobre su estómago entre las sabanas de seda rojas. La lisa seda había resbalado peligrosamente hasta sus delgadas caderas, exponiendo los musculos esculpidos de su espalda y hombros y haciéndole imposible decir lo que él llevaba puesto o no bajo la sábana.
Caroline regresó la mirada a su cara, tragando para combatir la repentina resequedad de su boca.
Él dormía con la cara girada hacia el suave brillo de la vela, sus largas pestañas acariciaban sus mejillas. Ya que estas se tornaban doradas en las puntas, Caroline nunca se había percatado de cuan largas y lujuriosas eran. El sueño había borrado la tensión que tan a menudo marcaba su frente y había aliviado el peso de la responsabilidad que siempre parecía cargar sobre sus amplios hombros. Con el grueso cabello despeinado y sus labios ligeramente abiertos, casi podía vislumbrar al muchacho que había sido.
Cuando un ronquido decididamente mortal abandonó aquellos labios, Caroline sacudió su cabeza, vencida por una ola de ternura. Había venido aquí para demostrar de una vez para siempre que él era simplemente un hombre. Todo lo que había hecho era demostrar que tonta era. No había nada simple sobre él. O acerca de sus sentimientos por él.
Él no había estado engañándola; ella había estado engañándose. Había insistido en creer que representaba una amenaza para su hermana cuando lo único en peligro había sido su propio corazón. Mientras pudiera aferrarse a la ridícula idea que podía ser un vampiro, no tenía que dejarle ir.
Caroline cerró sus ojos durante un momento, luchando para controlarse. Cuando los abrió, todavía picaban, pero estaban secos.
Sabía que debería irse, pero no podía moverse. Nunca volvería a tener la posibilidad de acercarse a él en la oscuridad, mirarlo dormir y preguntarse, durante un momento egoísta, si él soñaba con ella.
Una caricia.
Era todo lo que se permitiría. Entonces se arrastraría lejos tan silenciosamente como había venido y lo dejaria descansar. Volvería a su cámara y juntaría toda su fuerza de modo que cuando él llamara a su puerta para pedir la mano de Vivienne, fuera capaz de darle la bienvenida como al hermano en que se convertiría.
Caroline estiró su mano, agudamente consciente que este no era ningún retrato, sino carne y sangre, llena de calor y plena de vida.
Un segundo sus dedos rozaban el satén de oro caliente de su espalda, al siguiente se encontraba con la espalda sobre el colchon de plumas, con sus muñecas apresadas encima de su cabeza por una de sus manos, la otra mano se enroscaba alrededor de la delgada columna de su garganta.
Parpadeó, hipnotizada por el brillo salvaje de sus ojos. Cada aliento era una lucha, pero no podría decir si era por estar aprisionada bajo su peso o por inhalar el embriagador aroma que emanaba de su cuerpo tibio por el sueño. El peligro añadido a su habitual mezcla de sándalo y ron de bahía creaba una especie nueva y aún más potente.
El reconocimiento bajó despacio por sus ojos, dejándolos cautelosos y pesados. Relajó el apretón en sus muñecas y garganta, pero no hizo ningún movimiento para liberarla.
No estaba segura de poder huir aunque la soltara. Una languidez paralizante parecía haberse instalado en ella, reduciendo la marcha del tiempo a un vals medido por cada latido de su corazón. Era agudamente consciente de su peso, su calor, del fornido cuerpo que la fijaba al colchón. Incluso en su inocencia, Caroline reconoció que la mano en su garganta no era la mayor amenaza.
– No lo haga -susurró cuando vio su mirada fija en sus labios. No podía hablar, no podía pensar, no podía respirar sin llenarse del almizcleño olor de su deseo- Por favor no…
Mientas las pronunciaba supo que era demasiado tarde. Sabía que había sido demasiado tarde desde el primer momento que sus ojos se encontraron, en que sus labios se tocaron.
Su mano se deslizó desde su garganta hasta su mejilla. Capturó su mirada con la propia, sosteniéndola cautiva tan seguramente como al resto de ella. La yema de su pulgar jugó sobre el blandura de sus labios, explorando sus contornos flexibles con una ternura que amenazó con deshacerla.
Entonces su cabeza estaba allí, bloqueando la última de la luz de la vela cuando él acercó su boca a la suya. Sus labios se movieron sobre los suyos, separándolos suave pero firmemente, dejándola completamente vulnerable al calor humeante de su lengua explorando su boca, reclamándola junto con su corazón. Usó aquella lengua para cortejar, halagar, hacer promesas mudas que nunca podría mantener.
Caroline no podía haber dicho como sus manos se escaparon. Ella sólo sabía que de repente se enredaban en su pelo, ciñéndose alrededor de su nuca, profundizando el beso, atrayéndolo más.
Demasiado tarde, se dio cuenta que su mano estaba libre. Libre de examinar cuidadosamente la seda de su cabello hasta liberarlo de sus horquillas, para deslizarlo por sus dedos. Libre de deslizarse por su garganta hasta el delicado hueco en la base. Libre para rozar su pecho sobre la suave batista de su blusa. No estaba lista para el erótico toque de sus dedos calientes deslizandose bajo la blusa y el corsé, enfrentando piel a piel. Su mano se curvó alrededor de su pecho, su pulgar moviendose con exquisito cuidado sobre la cima del seno, enviando diminutos estremecimientos de placer directamente a su matriz. Aunque ella deliraba de placer, fue é,l el que gimió con mortal agonía.
Durante seis años se había negado cualquier placer. Ahora sintió como si se ahogara en él, hundiéndose más profundo en su abrazo con cada suspiro, cada beso, cada hábil golpe de las yemas de sus dedos contra su carne. Cuando su mano se deslizó más abajo, rozando la curva de su vientre, remontando el elegante arco de su cadera, solo pudo echar su cabeza atrás, bebiendo más profundamente del néctar prohibido que le ofrecía.
Sabía a galletas de azúcar calientes durante una nevada mañana de Navidad; fresas maduras y crema fría durante una bochornosa tarde de verano; humeante vapor de sidra de manzana durante una tarde de otoño crujiente. Por primera vez desde que había perdido a sus padres, era como si todos los sitios vacíos dentro de ella estuvieran llenos y nunca tendría que acostarse hambrienta otra vez.
Como si quisiera llenarla en todas partes, separó sus muslos blandos con una rodilla, colocándose en el hueco caliente entre sus piernas con una ligera presión que trajo un ahogado grito a su boca y la hizo arquearse en la cama. No sabía lo que hacía. Sólo sabía que quería más.
Más de él.
Cuando colocó su boca sobre la suya, ella gimió una protesta. Pero sus gemidos se convirtieron en suspiros cuando él presionó besos suaves como una pluma contra la esquina de su boca, la curva delicada de su mandíbula, la piel suave bajo su oído.
Arqueó el cuello, incapaz de resistirse a la suavidad de esos labios buscando el pulso en su garganta. Un pulso que corría fuera de control, revoloteando como un ave cautiva en sus manos.
Aturdida de placer, sintió el raspar de sus dientes un instante antes de que dejara caer sobre la sensible carne un agudo mordisco.
– ¡Auch! -Sus ojos se abrieron. Llevando una mano a la marca en su garganta, lo fulminó con una mirada ultrajada- ¡Me mordió!
La fulminó con la mirada, sus ojos brillaban como exóticas gemas a la luz de la vela.
– ¿Y por qué no? ¿Eso es lo qué esperaba, no es cierto? -sostuvo el afilado palillo que había sustraído del bolsillo de su falda mientras había estado cayendo en un mar de placer- Si no, no lo hubiera traído a mi cama.
Caroline tragó con fuerza, su mirada culpable desplazándose de la estaca a su cara.
– ¿Supongo que no creería que iba a ponerme al corriente con mi tejido?
– ¿Qué iba a hacer? ¿Bordar “Bendice a Nuestros Elfos” sobre mi corazón? -resoplando con el escarnio, colocó la estaca en su pecho y se apartó. Abriendo las colgaduras de seda, abandonó la cama.
Caroline se sentó, su mandíbula se abrió cuando se dio cuenta de lo que él usaba para dormir.
Nada.
Parecía que el David de Miguel Ángel había cobrado vida, cada tendón y músculo esculpido con cariño por las manos de un artista magistral. Atravesó el cuarto tan incosciente de la masculina gracia de sus movimientos que ella olvido retirar la mirada hasta que estuvo detrás de un biombo dorado para vestirse.
Enrojeciendo hasta las puntas de los pie, ella esquivó su cabeza.
– No puede culparme por creer lo peor de usted. No es como si alguna vez huviera tratado de negar esos horribles chismes que comentan a su espalda.
Su voz entrecortada vino de la pantalla.
– Pensé que era la unica persona que nunca creería en esos ociosos chismes.
– ¡No tengo otra opción que prestarles atención mientras corteje a mi hermana!
Él reapareció, poniéndose aprisa unos pantalones color carbón. Su mirada fue atraída hacia sus manos mientras se esforzaba para abotonar la tapa delantera. A pesar de su habilidad, parecía tener alguna clase de dificultad.
– ¿Hasta esta noche, le había dado alguna vez alguna razón para creer que mis intenciones hacia su hermana eran algo menos que honorables?
¡Sí! quiso gritar. Cuando me besaste en los Jardines de Vauxhall como si yo fuera la única mujer que has amado alguna vez. Pero contuvo su lengua. Porque él no la había besado. Ella lo había besado.
– Sus intenciones hacia mi hermana pueden ser intachables, pero sus intenciones hacia mí hace un momento no eran tan inocentes.
Se puso una camisa arrugada y comenzó a sujetar los botones.
– Habría recibido el mismo tratamiento de cualquier hombre que la viera tendida en su cama con ese imprudente abandono cuando estaba medio dormido.
El rubor de Caroline se hizo más profundo, pero Kane no lo vio. Por primera vez desde que se habían encontrado, su mirada había vacilado. Parecía no poder mirarla de frente.
Sospechando que trataba de convencerla tanto como a sí mismo, ella replicó.
– No caí en su cama. Me jaló.
– ¿Y qué se suponía que hiciera? No es normal que una mujer se introduzca en mi recamara dispuesta a asesinarme mientras descanso -Sacudiendo la cabeza, pasó una mano por su pelo ya despeinado- ¿En qué pensaba por el amor de Dios? Si uno de los criados la hubiera visto entrando aquí su reputación habría quedado arruinada.
– Me aseguré de no ser vista -dijo ella.
– Entonces es aún más tonta de lo que pensé -Su voz vibró peligrosamente cuando se movió hacia la cama con la gracia inexorable de algún felino salvaje.
Caroline se levantó para afrontarlo, su pelo se derramaba por haber perdido la mitad de sus horquillas, pero sostuvo su barbilla en alto. Después de seguir la dirección de su burlona mirada, deslizó la estaca en el bolsillo de su falda.
– No vine aquí esta noche para asesinarle. Vine para averiguar la verdad de una vez por todas. Y no voy a ningún lado hasta lograrlo -Respiró hondo, determinada a no chillar cuando finalmente dijo las palabras en voz alta- ¿Es o no es un vampiro?
Lo sorprendió tanto que se paró a escasos centímetros de ella, inclinando su cabeza hacia un lado para estudiarla.
– Nunca deja de sorprenderme. En nuestra primera reunión, habría jurado que era demasiado práctica para creer en tales criaturas.
Se encogió de hombros.
– Nadie niega la existencia de Vlad el Empalador o Elizabeth Bathory, la celebre Condesa de Transilvania que solía colgar a las vírgenes de pueblo boca abajo y cortar sus gargantas para beber su sangre y mantener su juventud.
La nota sedosa de su voz se hizo más profunda.
– Puedo asegurarle, señorita Cabot, que tengo usos mucho más agradables para las vírgenes.
Aunque su cara la traicionara con otro rubor, decidió no hacer caso del insulto deliberado.
– No puede negar que tiene los instintos de un asesino. Me tenía sobre mi espalda y con su mano en mi garganta antes de que pudiera juntar aire para gritar.
Arqueando una ceja, él dijo.
– Ahora que lo pienso, no luchaba muy fuerte -se acercó y coloco un cabello fugitivo detrás de su oído- Casi habría jurado que huir era la última cosa en su mente.
El toque de sus dedos en la sensible piel detrás de su oído la hizo estremecer de deseo.
Él retiró su mano, como si también lo hubiera sentido.
– ¿Es lo que cree que soy? ¿Un asesino?
– No sé qué es usted -admitió, su voz temblando por la emoción- Sólo sé que desde del primer momento que puse mis ojos en usted, ya no pude pensar en nada ni nadie más. Sé que cada vez que entra en una habitación, parece que las varas de mi corsét estan demasiado apretadas y no puedo respirar. ¡Sé que no debería estar teniendo pensamientos vergonzosos y sueños con el hombre con quien mi hermana prácticamente se ha comprometido en matrimonio si él no hubiera echado alguna clase de hechizo sobre mí!
– La primera vez que nos encontramos, usted me dijo que sólo los de poca voluntad estaban en peligro de sucumbir a mi encanto.
Una risa desesperada se le escapó.
– Entonces mi voluntad debe ser mucho más débil de lo que pensé.
– ¿Si eso es verdad, entonces qué pasaría si en este mismo momento yo le mandara acercarse? -Se acercó lo bastante para sentir el calor que irradiaba de su cuerpo, oler el masculino almizcle de su piel, sin tocarla- ¿Sería capaz de resistir si le ordenara que me abrazara? ¿Qué me besara?- Su voz se deslizó en una nota ronca- ¿Qué me amara?
Caroline trató de alejarse, pero Kane la agarró por los hombros, obligándola a encontrar su ardiente mirada.
– ¿Y si tiene razón, Caroline? ¿Y si la hubiera hechizado? ¿Y si fuera el hechizo más fuerte de todos? ¿Y si se enamorara de mí?
Sacudió su cabeza en una muda protesta, horrorizada de que conociera su mas profundo secreto. Ninguna cantidad de agua bendita podría quitar tal mancha. No había ninguna cura, ningún remedio, ningun encantamiento para ser roto. Bien podría atrevasar su traicionero corazón con esa estaca.
– Me insulta milord. Nunca le haría eso a Vivienne. No soy esa clase de mujer.
El apretón en sus hombros se había ablandado hasta parecerse peligrosamente a una caricia.
– ¿No cree que sé qué clase de mujer es? Es la clase de mujer que abandonaría sus propios sueños sólo para hacer realidad uno de los sueños de sus hermanas. Pero quizás su corazón no es tan escrupuloso y lleno de abnegación como el resto de usted. Podría insistir egoístamente en seguir su propio camino aun si usted no lo hace.
Ella lo miró fijamente, reteniendo las lágrimas.
– Entonces supongo que merece estar roto, ¿verdad?
– No por un hombre como yo -refunfuñó Kane.
Frunciendo el ceño, recuperó su voluminosa capa de la espalda de una silla y se la colocó alrededor de los hombros.
– ¿Adónde me lleva? -exigió cuando la sujetó del brazo através de la capa y la impulsó hacia las puertas francesas.
– De regreso a su habitación. A menos, por supuesto, que desee que llame a uno de los criados para que la escolte.
Sin esperar su respuesta, la empujó por las puertas francesas y salieron al exterior. El viento se había elevado, colocando jirones fantasmales de nubes atravesando el arco plateado de la luna creciente.
– No me iré tan fácilmente -Caroline insistió mientras la arrastraba rapidamente a por las escaleras hacia el puente. Agudamente consciente de la altura a la que se encontraban, tropezó a su lado, sin aliento por el esfuerzo para mantener el ritmo de sus largas zancadas- Si no es un vampiro, quiero saber por qué duerme todo el día y rechaza mostrarse a la luz del sol. Quiero saber por qué sus antepasados lucen igual a usted. Quiero saber por qué usted deja que la sociedad, y yo, creamos lo peor de usted en vez de defenderse contra sus acusaciones. ¡Y quiero saber por qué no hay un solo espejo en ninguna parte de este maldito castillo!
Mascullando un juramento, Kane la hizo girar para afrontarlo. Elevándose sobre ella, con sus amplios hombros enmarcados por las nubes, mostrando los dientes. La luz de la luna iluminó los planos de su rostro, afilándolos y haciéndolo parecer aún más peligroso.
Antes de que pudiera protestar, su mano se había sumergido en su bolsillo y había surgido con la estaca. Envolviéndo el otro brazo alrededor de su cintura para prevenir su fuga, colocó la estaca en su mano y la forzó a cerrarse alrededor. Por más que se resistió, giró la primitiva arma y la colocó contra su propio pecho.
– Si realmente crees que soy alguna clase del monstruo -dijo, su mirada tan feroz como nunca la habia visto- entonces sigue adelante y estacame. Mi corazón no ha sido mío desde el primer momento en que puse mis ojos en ti, bien podrias terminar el trabajo.
Caroline parpadeó, totalmente confundida por su confesión. En aquel momento, no le preocupó si era un hombre o un monstruo. Sólo quería que fuera suyo. Incapaz de esconder el ansia en sus ojos, se estiró y suavemente acarició la rígida curva de su mandíbula. Sus dedos despacio se relajaron, como hicieron los suyos, soltando la estaca que cayo al suelo.
Rindiéndose, la arrastró contra él, tomando su boca en un beso tan oscuro y dulce como la misma muerte. A pesar del golpe de su cabello en la cara y el salvaje aleteo de la capa en el viento, era como si estuvieran congelados en el tiempo. Para Caroline, no había ningún pasado o futuro. Ninguna Vivienne y ninguna excusa. Sólo este momento, este hombre, este beso.
Una eternidad más tarde, separó su boca de la suya y la miró profundamente. Sacudió su cabeza, pareciendo incluso más impotente de lo que que ella se sentía.
– ¿Sin importar lo que voy a hacer contigo, mi querida señorita Cabot?
– Lo que sea, milord -murmuró ella como si estuviera soñando, sintiendo el toque ferviente de sus labios en su pelo cuando descansó la mejilla contra su pecho.
– Adrian -le susurró, abrazándola.
– Adrian -suspiró.
Estaba tan aturdida por el placer que le tomó un momento entender que el rítmico sonido bajo su mejilla era el palpitar de su corazón. Lanzándole una mirada asustada abrió su camisa y presionó la palma contra la tibia piel de su pecho. El latido casi dobló su ritmo bajo aquel casto toque. Como el resto de él, su corazón estaba caliente, lleno de vida, y demasiado mortal.
– Siempre supe que no eras tan despiadado como aparentas -murmuró ella, echándole una mirada conocedora.
– Supongo entonces que mi secreto esta descubierto. No soy un vampiro.
– Por supuesto que no lo eres -Se rió de él, casi mareada de alivio- ¡No existen tales cosas! No puedo creer que me dejé influenciar por las fantasías ridículas de Portia. Debes pensar que soy una cabeza hueca. Yo nunca debería…
Los brazos de Adrian se apretaron a su alrededor, deteniendo abruptamente su charla. Su sombría mirada se fijó cuidadosamente en ella.
– No soy un vampiro, amor. Soy un cazador de vampiros.