CAPÍTULO 21

El dormitorio de Portia estaba desierto, pero la ventana cercana a la cama estaba totalmente abierta, invitando a una alegre canción de alondra y a una brisa suave de primavera. Era muy fácil para Caroline imaginar los sones distantes de un vals flotando a través de esa ventana, planeando una melodía irresistible.

Mientras Larkin merodeaba en la puerta, murmurando palabras de consuelo a la pálida Vivienne, ella y Adrián siguieron el rastro de las sábanas anudadas alrededor de uno de los postes de la cama hacia la ventana. La improvisada escalera desaparecía sobre el alfeizar. Metiendo un pelo tras la oreja, que había escapado de su apresurado moño chignon, Caroline se asomó por la ventana del segundo piso. El final de la sábana se balanceaba sobre una parcela verde menta de césped bañada en un brillante remanso de sol. La noche anterior había habido sólo sombras esperando recibir a quien fuera lo suficientemente atrevido para descender.

– No soy capaz de encontrar ninguna señal de lucha o acto criminal -les informó Larkin. -Todo lo que encontré en el alfeizar fue esto. -Sostenía algo parecido a la paja de una escoba.

– Es un bigote de la máscara de gato que Julián le dio -dijo Caroline, aumentando su disgusto- Estaba muy entusiasmada poniéndoselo para él.

– Es todo por mi culpa -dijo Vivienne, todavía aferrada al brazo de Larkin- Si hubiera vuelto a mi habitación antes del amanecer, podría haberme dado cuenta que no estaba.

Mientras Caroline se quedaba con la boca abierta, Adrián se giró dirigiendo una penetrante mirada a su viejo amigo.

– ¿Tendré que gritarle, Agente?

Larkin tiró de su chaleco, y un entrañable rubor tiñó sus altos pómulos. Por primera vez, Caroline se dio cuenta que aunque Vivienne todavía llevaba su verde vestido de noche, la corbata de Larking estaba atada en un nudo francés tan meticuloso que Brummel palidecería de envidia.

– Tengo que decir que no. Puedo asegurarte que mis intenciones hacia la hermana de la señorita Cabot son honestas. Si lo hubiéramos hecho a mi modo, estaríamos ahora mismo a medio camino de Gretna Green. Pero Vivienne rehusó fugarse. Insistió que lo correcto sería que su hermana mayor se casara primero.

Mirando cuan tiernamente la tenía tomada entre sus brazos, Adrián dijo bajito:

– Mejor vas acostumbrándote a esto, compañero.

– ¿Qué?-preguntó Larkin.

– El no hacerlo a tu modo.

– No lo entiendo, -dijo Vivienne cuando Adrián se asomó por la ventana para estudiar el terreno de abajo.

– Si Portia simplemente se acercó a escondidas al baile contra los deseos de Caroline, entonces ¿por qué no volvió? Alastair preguntó discretamente en el castillo, y los sirvientes juraron que no había habido signos suyos desde ayer por la tarde.

Caroline sacudió la cabeza, recordando su último encuentro con Portia.

– Estaba terriblemente enfadada conmigo por no permitirle ir al baile. Podría estar enfurruñada en cualquier sitio, dándome un susto parar castigarme.

Cuando dijo las palabras, Caroline supo lo improbable de que fueran ciertas. Portia no había sabido nunca guardar rencor. Su temperamento normalmente calmado hervía a fuego lento para luego de repente estallar en ebullición. Caroline había perdido la cuenta de la cantidad de veces que Portia la había embrujado a perdonarle alguna rabieta o mala palabra simplemente abrazándola y soltando una disculpa. Daría casi cualquier cosa para sentir esos brazos alrededor.

Tampoco podía ayudar el recordar como deliberadamente se burlaba de los miedos y fantasías de Portia. Como, en un equivocado intento de protegerla, le había asegurado que eso no era un peligro real. Gracias a ella, Portia era la única de ellos que no sabía que los vampiros realmente acechaban en la noche.

Tiró de la manga de Adrián, incapaz de contener sus crecientes miedos.

– ¿No piensas que haya podido ser Duvalier, no?

Sacó la cabeza de la ventana y lentamente se volvió hacia ella, tensando la mandíbula en una línea sombría. Antes de pasar la noche anterior entre sus brazos y en su cama experimentando de primera mano la profundidad ilimitada de su pasión, no podría haberse dado cuenta de la ausencia absoluta de emoción en sus ojos.

Dio un paso atrás y se tapó la boca con la mano, recordando demasiado tarde que Duvalier no era el único monstruo conocido.

Caroline siguió a Adrián por los almacenes de la cocina, dando dos pasos por cada una de sus largas zancadas. Cuando empezó a bajar el húmedo, frío e inclinado pasaje que se dirigía al sótano de las especias, tuvo que recoger el vestido de Eloisa en una mano para no tropezarse con él. Empezaba a despreciar esa cosa aun más que antes, pero ahora no tenía tiempo de volver a su habitación a cambiarse. No con la urgencia de Adrián conduciéndolos por todo el castillo como un látigo.

Ni tuvo tiempo de estremecerse cuando una rata grande se apartó a toda prisa del camino de las botas de Adrián, chillando frenéticamente. Antes de que pudiera recobrar el aliento, estaban de pie fuera de la puerta del sótano de las especias.

Recordando el aro de hierro de llaves que Wilbury llevaba en su cintura, ella dijo:

– ¿No necesitas una…

Adrián levantó una poderosa pierna y pateó la puerta por sus goznes.

– …llave? -terminó débilmente, agitando lejos una asfixiante nube de polvo.

Arrancó una de las primitivas velas de sebo del candelabro de hierro situado fuera del sótano, entonces caminó hacia el estante de la pared opuesta. Antes de que Caroline pudiera alcanzarle, sus dedos seguros habían buscado y encontrado la humeante botella de cristal colocada tras el borde del estante.

– ¿Qué es? -preguntó-¿Agua bendita?

En vez de contestar, dio un salvaje giro a la botella. La pared entera de estantes se balanceó hacia dentro, revelando un pasaje que era incluso más húmedo, frío…y oscuro…que el que acababan de atravesar.

– ¡Lo sabía! exclamó Caroline.-Claro, apostaría que Wilbury lo supo todo el tiempo.

Adrián se agachó bajo el marco de la puerta oscilante.

– Probablemente uno de sus antepasados fue quien ayudó a construirlo. Su familia ha servido a la mía durante siglos. Por eso es que él fue al único que alguna vez confié el secreto de Julián. -Miró por encima del hombro, sus ojos cálidos por un elusivo instante. -Hasta ti.

Cuando desapareció en las sombras, Caroline se apresuró tras él. Unos estrechos escalones de piedra abrazaban la pared circular, bajando en espiral hacia la oscuridad. Mientras descendían con sólo la vacilante llama de la vela para iluminar el camino, Caroline se acercó lentamente a Adrian, agarrando un puñado de su camisa en su mano temblorosa. La puso tras él, entrelazando sus cálidos dedos con los suyos.

Parecía que descendieran hacia el reino de la eterna noche, algún reino oscuro y proscrito por siempre de la luz del sol que ellos habían dejado atrás. Caroline podía oír el agua goteando en alguna grieta subterránea y el débil chillido de algo que ella fervientemente esperaba fuera otra rata.

Cuando llegaron al final de las escaleras, Adrián tocó una antorcha colgada en la pared y empapada de brea con la mecha de la vela. La antorcha llameó a la vida con un siniestro siseo, su resplandor infernal transformó las sombras en monstruos gigantescos.

– Bienvenida a mi mazmorra, -dijo Adrián suavemente, arrancando la antorcha de su sujeción manteniéndola en alto.

Sus dedos se zafaron de los suyos, Caroline se deslizaba adelante, su miedo momentáneamente remplazado por el asombro. A pesar de la ausencia de las vírgenes del pueblo, la fría y húmeda cámara de piedra era justamente como imaginó. Cadenas y grilletes colgaban en las paredes, de ganchos colocados en intervalos regulares, con los eslabones de hierro oxidados por el desuso.

Caroline recogió unos grilletes, estudiándolos con mal disimulada fascinación.

– Quizás podamos probarlos en otro momento si estás tan dispuesta, -dijo Adrián.

Le devolvió la provocadora sonrisa de suficiencia con una propia.

– Sólo si estás de acuerdo en ponértelos.

Arqueó una ceja, la nota ronca en su voz hacía estragos tanto en su cuerpo como en su corazón.

– ¿Por ti, mi amor? Con mucho gusto.

Los grilletes se deslizaron de su mano, golpeando la pared con un musical sonido metálico. Mientras inspeccionaba la sombría caverna de la habitación, una impotente risa se le escapó.

– ¿Qué pasa? -preguntó Adrián, sus duras facciones se suavizaron por la preocupación.

– Estaba pensando como le gustaría a Portia todo esto. Una misteriosa desaparición. Pasajes secretos. Una verdadera mazmorra. Es como una escena de una de las ridículas historias del Dr. Polidori. -Sin previo aviso, unas cálidas lágrimas inundaron sus ojos.

Adrián cruzó hacia ella y la agarró en un intenso abrazo con un solo brazo- La encontraré, -juró, presionando los labios en su pelo.- Lo juro por mi vida.

Parpadeando para alejar las lágrimas, Caroline echó atrás la cabeza para ofrecerle una tímida sonrisa.- ¿Tenemos que asegurarnos que esta historia acaba bien, verdad?

Ya que Adrián fue lo suficientemente amable para asentir, fingió no ver la sombra de duda en sus ojos. Se volvió, con la antorcha frente a ellos. Por primera vez, Caroline se dio cuenta de la puerta de madera colocada profundamente en la esquina, una reja de hierro su única ventana al mundo.

Aunque medio esperaba que Adrián levantara la pierna y pateara la puerta abajo, él simplemente le dio un leve empujón. Caroline jadeó, asombrada de nuevo.

En lugar de una celda infestada de ratas, la puerta se abrió suavemente para revelar una espaciosa habitación que podría haber estado en cualquier lugar del castillo.

Desde la manta de cachemira tirada sobre el brazo labrado de la chaise longue hasta las paredes cubiertas de rica seda china, el juego de ajedrez de mármol sobre la mesa de Chippendale a media partida, era evidente que la habitación estaba habitada por una criatura que apreciaba la comodidad. Podría ser la opulenta habitación de un joven rajá indio si no fuera por una cosa.

No había una cama en el estrado del centro de la habitación, sólo un ataúd de madera.

Caroline tragó, la visión le provocó un nudo primitivo de temor en su garganta. Le echó una furtiva mirada a Adrian para encontrarlo con los ojos entrecerrados y la mandíbula apretada. Dándose cuenta de lo difícil que debería ser para él, le deslizó un brazo.

La recorrió con la mirada.

– Tengo que avisarte que mi hermano no estará muy feliz de que lo moleste. Incluso cuando era niño, siempre fue un joven irascible.

Se acercó aún más a él.

– Si insiste en estar enfurruñado, avisaremos a Wilbury para que le traiga algunas galletas y leche.

Su desgana era cada vez más palpable, Adrian se movió lentamente hacia el ataúd. Caroline le seguía paso por paso, luchando con su propio miedo.

Aguantó la respiración cuando Adrian alcanzó y deslizó a un lado la pesada tapa. Mientras la luz oscilante de la antorcha jugaba en su interior, se dio cuenta que había algo más terrible que ver un vampiro real dormitando en su ataúd.

Porque el ataúd estaba vacío. Julian se había ido.


Julian estaba tumbado y acurrucado en el frío suelo de piedra, su cuerpo atormentado con agónicos espasmos. Habían pasado quince horas desde que había tenido algún sustento. El hambre lo estaba devorando desde dentro, la sed filtrando cada última gota de humedad de las venas, dejándolas tan secas como un interminable desierto bajo el calor abrasador del sol. Aunque su piel estaba helada, ardía en fiebre. Si permitía arder a las llamas sin restricción, sabía que quemaría lo último de su humanidad, dejando atrás a una bestia voraz que podría devorar incluso a aquellos que él amaba para tener la oportunidad de sobrevivir.

Con un gruñido más animal que humano, dio un salvaje tirón a las cadenas que ataban los grilletes de sus muñecas a la pared. Sólo unas pocas horas atrás podría haberlas arrancado del mortero con una sola mano. Pero el crucifijo que Duvalier había puesto en su cuello durante la larga noche había doblado el drenaje de su decreciente fuerza. Aunque Duvalier había venido a quitarlo al amanecer, su huella estaba todavía en la carne chamuscada de su pecho. La depravación absoluta de Duvalier había convertido un símbolo de esperanza en una arma de destrucción.

Un frío estremecimiento le atravesó, tan violento que incluso podía oír a sus huesos crujir todos a la vez. Se derrumbó contra las piedras, las cadenas se zafaron de sus dedos.

Estaba muriéndose. Pronto no estaría más entre las jerarquías no consagradas de los muertos vivientes, sólo los muertos. Sin su alma, no había promesa de redención, ninguna esperanza del paraíso. Simplemente se secaría completamente y se convertiría en polvo, dejando al polvo de las cenizas de sus huesos esparcirse en el viento.

Presionó sus ojos cerrados, la luz de la única antorcha demasiado brillante para tolerarla. Los versos de una oración que él y Adrián solían repetir a la hora de acostarse cuando eran niños se hacían eco en su mente en un estribillo burlón. Ninguna oración podía protegerle del intenso deseo de matar que devastaba su cordura y voluntad. El impulso de alimentarse fue suplantado por otros instintos, cada jirón de decencia humana, Adrián había peleado duro para conservarla.

Gimiendo, Julián volvió la cara hacia el suelo. Incluso si Adrián llegaba a tiempo, no sabía si toleraría que su hermano lo viera así otra vez. Casi deseó que Duvalier lo hubiera dejado encadenado en algún verde claro del bosque donde los crueles rayos del sol hubieran acabado con su miserable existencia antes que nadie se diera cuenta que había desaparecido.

De repente la cara de Portia Cabot se levantó frente a él en la oscuridad, toda encanto travieso y fresca inocencia. Se preguntaba si lloraría su muerte cuando se fuera. ¿Lloraría sobre su almohada y soñaría con lo que podría haber sido? Trató de evocar una imagen de ella sentada a su lado en el banco del piano, pero todo lo que podía ver era la luz de la vela jugando sobre la grácil curva de su cuello, el tentador latido del pulso al lado de su garganta cuando se inclinó para sonreírle. Podía verse inclinado sobre ella, rozando con su labios la piel cremosa y satinada… antes de hundir sus colmillos profundamente en su carne suculenta, tomando su inocencia y su sangre con la misma impiedad.

Aullando con negativa, Julián se abalanzó sobre sus rodillas, arrojándose contra el peso de sus cadenas una y otra vez hasta que finalmente se colapsó en un exhausto montón.

Nunca oyó el chirrido de la puerta al abrirse. No supo que ya no estaba sólo hasta que la voz melodiosa de Duvalier se vertió sobre él como veneno endulzado.

– Me has decepcionado, Jules. Esperaba mucho más de ti.

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