– Comprendo que mi hermana sólo tiene el mayor interés por mi bienestar en su corazón y aprecio su disposición a acceder a las demandas de la decencia, milord, -dijo Caroline, su tono era a la vez frío y comedido- perfilando cada uno de mis argumentos y considéralos profundamente, creo que he dejado perfectamente claro por qué no tengo más elección que rechazar su propuesta. -Terminó su discurso manteniendo la cabeza alta y las manos apretadas ante ella… el mismo modelo de la razón y el sentido común.
Al menos eso era lo que esperaba. Ya que no había nadie que escuchara su discurso bien entrenado y sólo era capaz de juzgar su actuación por el reflejo vacilante en las puertas francesas de su dormitorio, era difícil de decir. Aunque había encendido cada vela de la torre a su vuelta de la biblioteca, la negrura absoluta de la noche más allá de las puertas quitaba toda definición a su imagen, dejándola tan brumosa como un fantasma.
Una ráfaga afilada sacudió ruidosamente las puertas, haciéndola saltar. El viento se había levantado firmemente en las últimas pocas horas, enviando más nubes a recorrer la cara luminosa de la luna. El brillo vacilante de las velas hacía imposible rastrear las sombras que atravesaban rápidamente su balcón.
En algún lugar en las profundidades del castillo un reloj empezó a marcar las doce, cada gong resonaba a través de los nervios destrozados de Caroline. Más que nada, quería arrancarse el maldito traje de Eloisa, echarse en la cama, y cubrirse la cabeza con las mantas. Pero se obligó a avanzar hacia la imagen fantasmal de las puertas francesas, extender la mano y comprobar metódicamente que estaba echado el cerrojo.
Cuando el momento pasó, nuevas dudas empezaron a arrastrarse hasta su consciencia. Quizás Adrian no estaba de camino. Quizás la culpaba a ella por arruinar su plan para atrapar y destruir a Duvalier. Quizás era tan infeliz ante la perspectiva de verse obligado a casarse con ella que lamentaba cada momento que habían compartido… cada roce, cada beso.
Caroline empezó a pasearse nerviosamente alrededor de la cama. Difícilmente podía culparla de obligarle a casarse cuando había sido él quien la había comprometido delante de medio salón. Era él quien había aprovechado su devoción por sus hermanas y la había esgrimido como un arma, pensó, enfadándose más a cada paso por la injusticia de él.
No tenía intención de pasar el resto de sus días paseándose en su dormitorio y anhelando oír los pasos de su marido en las escaleras. Si él no venía a ella, entonces por Dios, ella iría a él.
Se estaba girando hacia las puertas cuando estas se abrieron de golpe. Captó el breve vistazo de la silueta de un hombre contra la oscuridad antes de que el viento azotara la torre, apagando todas las velas con un solo aliento.
Contuvo su propio aliento, esperando que las nubes volvieran a moverse. Esperando un solo brillante haz de luz de luna que dorara el pelo y bañara los planos rudos de la cara.
Era la cara del guerrero del retrato. Y había venido a por ella. Caroline dio un paso involuntario hacia atrás, su coraje había desertado. El negro inflexible de la camisa y los pantalones de Adrian encajaban perfectamente con su faz sombría. Cuanto más distante y remoto parecía él, más parecía su traicionero corazón anhelarle.
– Me sorprende que no fijaras la puerta con pernos -dijo él.
– ¿Eso te habría mantenido fuera?
– No -admitió, dando un solo paso hacia ella.
– Entonces quizás tengas más en común con tus ancestros de lo que crees.
– Intenté advertirte que eran todos sinvergüenzas y réprobos, ¿no? Estoy seguro de que robaron y raptaron a más de una novia en su día.
La indignación de Caroline ante su arrogancia echó a volar de su cabeza todo su discurso bien ensayado.
– ¿Mientras mi hermana y tú estabais decidiendo mi futuro de forma tan arrogante, nunca se os ocurrió a ninguno de los dos que podría desear que se me consultara?
– No veo que tengas ninguna elección en la cuestión. Tu buena reputación está arruinada. Ningún hombre decente pedirá tu mano.
Caroline se preguntó por qué era tan rápido en colocarse a sí mismo entre las filas de los indecentes.
– Tal y como lo veo yo -continuó él-, solo tienes dos posibles futuros. Puedes convertirte en mi esposa -La nota humeante de su voz se profundizó-. O puedes convertirte en mi amante… con todos los deberes inherentes que conlleva ese privilegio.
Negándose a ruborizarse, Caroline alzó la barbilla.
– Tal y como lo veo yo, una esposa tiene exactamente los mismos deberes. Solo que normalmente no se la compensa por ellos con flores y joyas.
Los ojos de él se entrecerraron.
– ¿Es eso lo que quieres de mí? ¿Rosas? ¿Diamantes?
Caroline se mordió el labio antes de poder soltar lo que quería de él. Quería que volviera a tocarla con estremecedora ternura. Deseaba largos y ardientes besos a la luz de la luna. Deseaba que presionara los labios contra su pelo y la llamara su amor.
– No quiero nada de ti, -mintió-. Mi hermana dejó abundantemente claro que sólo te casas conmigo por obligación. Bueno, esto no es el Vauxhall y no te dejaré hacer de campeón por mi bien. No necesito ser rescatada y no me convertiré en otra de tus aventuras. No tengo ningún uso para tu lástima. Mi reputación puede estar arruinada, pero todavía tengo mi orgullo.
– Tu hermana está absolutamente en lo cierto, -estuvo de acuerdo él-. Casarme contigo es lo último que quiero hacer.
Un jadeo inesperado escapó de los labios de Caroline. Puede que hubiera sospechado muchas cosas de él en el pasado, pero nunca le había creído capaz de crueldad deliberada.
– No quiero casarme contigo. No quiero desearte, -añadió fieramente, dando un paso comedido hacia ella, después otro-. Y seguro como el infierno que no quiero amarte. Pero, que Dios me ayude, no puedo evitarlo. -Cerrando la distancia entre ellos de una sola zancada, la agarró por los hombros, su ardiente mirada le recorría la cara como grabando a fuego sus rasgos en la memoria-. No quiero casarme contigo porque te amo demasiado para pedirte que pases el resto de tu vida ocultándote entre las sombras.
Con el corazón rebosante de alguna nueva y maravillosa emoción, Caroline le puso una mano en la mejilla.
– Prefiero pasar el resto de mis días viviendo entre las sombras contigo que caminando a la luz del sol totalmente sola. -Cuando las cadenas del orgullo cayeron, Caroline susurró-. ¿Te casarás conmigo?
Los labios de Adrian se posaron sobre los suyos, dándole la única respuesta que podía necesitar. Acarició las sedosas comisuras de su boca, volviéndose más insistente, más persuasivo, con cada tierna pasada de su lengua. Sin romper el beso, la cogió entre sus brazos, acunándola contra su pecho como si no pesara más que una niña.
Cuando empezó a dirigirse hacia las puertas, ella murmuró contra sus labios.
– ¿Adónde me llevas?
Él solo apretó su garra posesiva.
– A mi cama. Donde perteneces.
Mientras Adrian la llevaba escaleras abajo y a través del puente, su cuerpo la escudó de la fuerza apaleante del viento. Las ventanas de abajo estaban ahora oscurecidas. No había ojos curiosos que presenciaran su viaje. Caroline rodeó el cuello de Adrian con los brazos y enterró la cara contra la calidez de su garganta, respirando profundamente su olor a sándalo y laurel.
Todavía estaba tímidamente apretada contra su cuello cuando él la puso sobre sus pies. Casi había esperado que la tumbara directamente en su cama, pero cuando abrió los ojos se encontró parada a los pies de la misma, delante del alto mueble cubierto con cortinas de seda que había provocado su curiosidad en la última visita a la recámara de él.
Adrian retrocedió hacia las puertas francesas para abrir las pesadas cortinas de terciopelo que las velaban, invitando a la luz de la luna a entrar en su guarida.
Tan silencioso como una sombra, se deslizó tras ella. Sacó la rosa de detrás de su oreja y estrujó los aterciopelados pétalos entre los dedos, liberando su intoxicante fragancia. Cuando estos cayeron al suelo, tiró de la cinta de seda, liberándole el cabello que se derramó alrededor de sus hombros en una cascada sedosa. Alzándole el lujurioso peso de la nuca, presionó allí los labios, provocando un exquisito estremecimiento de placer que bajó por su espina dorsal. Cuando deslizó un brazo alrededor de su cintura para estabilizarla, ella pudo sentir el calor de su cuerpo irradiando a través de cada poro.
Envolviéndose su cabello en la mano, expuso la larga y elegante curva de su garganta.
– Tenías razón sobre mí todo el tiempo, -dijo, el humeante susurro de su voz era una caricia en sí mismo-. Desde el primer momento en que posé mis ojos en ti, no deseé más que devorarte allí mismo. -Sus labios buscaron el pulso palpitante en el costado de la garganta, partiendo a consolar el mismo punto que había perforado solo la noche antes-. Deseé beber de tus labios. Deseé probar la suavidad de tu piel-. Su boca se movió hacia la oreja, la ronca urgencia de su voz se vertía sobre los sentidos hambrientos de Caroline como miel derretida-. Deseé probar cada gota de néctar que tu dulce carne tenía para ofrecer.
Sus labios trazaron la oreja, demorándose contra el tierno lóbulo. Cuando la aterciopelada calidez de su lengua recorrió la concha delicada, un latido de placer en respuesta entre sus piernas humedeció sus calzones e hizo que sus rodillas se debilitaran. Cerró los ojos mientras se recostaba contra la dura longitud del cuerpo de él, sintiéndose tan floja y plegable como una muñeca de trapo entre sus manos.
Le sintió rodearla y de repente supo exactamente qué había bajo ese sudario de seda. Mantuvo los ojos apretados, en alguna esquina caprichosa de su alma todavía temía abrirlos y descubrirse acurrucada entre los brazos invisibles de un amante demonio y no tener ni fuerza, ni voluntad para resistirse.
Oyó el roce de la seda cuando la cortina cayó al suelo.
– Mírame, mi amor -urgió Adrian-. Míranos.
Incapaz de resistir, Caroline obedeció, solo para encontrarse mirando fijamente los ojos luminosos del hombre al que amaba. El reflejo de Adrian en el dorado espejo de cuerpo entero era tan sólido como el suyo propio, uniéndolos mucho más que solo por su tierno abrazo. Por primera vez en su vida Caroline quedó sorprendida por su propio reflejo. No era el trémulo tul de su traje o la cortina de cabello iluminada por la luna que fluía sobre sus hombros lo que la hacía hermosa. Era el crudo deseo en los ojos de Adrian.
– Oh Dios -susurró Caroline, girándose entre sus brazos.
Adrian la llevó a la cama entonces, gimiendo su nombre profundamente en la garganta mientras rodaban por las sábanas de seda hasta que ella estuvo debajo y él irguiéndose sobre ella en la oscuridad. Cuando su boca se posó en la de ella y le rodeó con los brazos, saboreó la maravilla de estar entre sus brazos. Él nunca le pertenecería a Vivienne ni a ninguna otra mujer. A partir de este momento, era todo suyo.
La hipnótica zambullida y retirada de su lengua persuadió a la suya a perseguirle con tentadores golpecitos que imploraban que tomara su boca más completamente, más profundamente. Él accedió ansiosamente hasta que ambos quedaron sin aliento de deseo. Su timidez se desvaneció, las manos de Caroline desgarraron la tela fina de la camisa de él.
Adrian rió ahogadamente, deleitado por su atrevimiento. Quitándose lo que quedaba de la camisa, la echó a un lado, y después se deshizo de sus pantalones, calcetines, y botas con igual rapidez.
Tiró gentilmente para sacar el vestido de Eloisa por la cabeza de Caroline, después se deslizó tras ella para desabrochar el corsé.
– ¿La amabas? -preguntó Caroline suavemente, sacándose la cadena por la cabeza y mirando al frágil camafeo.
La pena, culpabilidad y arrepentimiento de Adrian estaban tan entremezclados que ya no podía recordarlo. Todo lo que pudo hacer fue plantarle un tierno beso en el hombro y decirle:
– Creo que si. Hasta que te conocí.
El camafeo se deslizó entre sus dedos. Se giró entre los brazos de él, sus labios se fundieron en un beso feroz. Cuando él apartó los labios solo lo suficiente como para quitarle el corsé y la camisa por la cabeza, el viento alejó las últimas nubes, bañando la torre y sus cuerpos entrelazados con la neblina plateada de la luz de la luna.
– Dios bendito -susurró él, las palabras era más plegaria que juramento mientras la posaba de vuelta entre las almohadas.
Sus ojos la devoraban. Era incluso más adorable de lo que había imaginado… toda curvas ágiles y delicados ángulos. Levantó la mirada hacia él con los grandes ojos grises, el cabello fluyendo como una cortina de telaraña sobre su almohada. Parecía como si estuviera en una cama de musgo en medio de un bosque encantado, esperando la llegada de un unicornio.
En vez de eso estaba esperándole a él.
Su mirada se demoró en la hinchazón gentil de sus pechos de puntas sonrosadas, en el sedoso triángulo de rizos entre los muslos. Aunque habría jurado que era imposible, eran de un tono más pálido que el cabello de su cabeza.
– Gracias a Dios por la luna, -dijo-. Me estaba empezando a cansar de la oscuridad.
– A mí no me importa, -susurró Caroline, acariciándole tiernamente las crispadas espirales de pelo del pecho con las puntas de los dedos-, mientras pueda compartirla contigo.
Caroline no podía creerse que estuvieran desnudos uno en brazos del otro, y no sintiera ninguna necesidad de ruborizarse o esconder la cara. La asombraba aún más que su toque pudiera causar tal descalabro en tan magnífica criatura masculina. Cuando su mano vagó más abajo, rozando los músculos tensos del abdomen de Adrian, el cuerpo entero de él saltó como golpeado por un rayo.
Le cogió la mano con la suya, mirando profundamente a sus ojos mientras la urgía a bajar más aún. Cuando le presionó la palma abierta en la longitud plenamente excitada, Caroline dejó escapar un pequeño gemido, comprendiendo finalmente el alcance total de su deseo por ella. Era un gran hombre… en más de un sentido. Sus dedos se cerraron instintivamente alrededor de él, maravillándose de que algo tan fuerte y duro pudiera sentirse como terciopelo al tacto.
Echando la cabeza hacia atrás, Adrian gimió con los dientes apretados.
Alarmada, Caroline retiró la mano bruscamente.
– ¿Qué pasa? ¿He hecho algo mal?
Entrelazando sus dedos con los de ella, se llevó la palma a los labios y presionó en ella un tierno beso.
– No, ángel, hiciste algo muy, muy bueno. Pero si lo vuelves a hacer, esta noche va a acabar antes de empezar.
Adrian bajó la cabeza, pero esta vez no eran sus labios lo que buscaba, sino el pico rosado de un pecho. Sopló suavemente, bañándola con la niebla sedosa de su aliento, antes de tocarla con la boca. Cuando la lengua lamió el brote turgente del pezón, el placer fluyó profundamente en su interior, haciéndola lloriquear y arquearse contra él. Aunque sus pechos no podían compararse con los de Portia, parecían volverse más llenos y pesados bajo tan habilidosas caricias. Para cuando volvió sus atenciones al otro pecho, ella ya estaba retorciéndose con algún primitivo deseo demasiado profundo para articularlo con palabras.
Adrian alzó la cabeza para mirarla sobre los refulgentes picos, sus ojos iluminados por el mismo deseo.
– Cuando mi hermano te vio por primera vez, insistió en que estabas llena de almidón y vinagre.
– ¿Tú estuviste de acuerdo con él? -preguntó, su respiración llegaba en cortos y temblorosos jadeos.
Él sacudió la cabeza, con una sonrisa maliciosa curvando una de las comisuras de su boca.
– Siempre supe que estabas llena de miel.
Para probar este punto, rozó gentilmente los rizos en la conjunción de sus muslos, sus dedos astutos buscando infaliblemente y encontrando la espesa piscina de néctar que fluía entre sus pliegues internos.
Caroline echó la cabeza hacia atrás, jadeando ante la atrevida intimidad de su toque. Ya no era tan tonta como para creer que tenía las manos de un trabajador. Podrían ser grandes y poderosas, pero eran tan hábiles como las de cualquier artista, moldeándola a su voluntad con cada roce hábil de su dedos. Acariciaba, jugueteaba y rozaba, separando los delicados pétalos para exponer el botón extraordinariamente sensible que descansaba entre ellos.
– Aquí, -le susurró en el oído, la yema de su pulgar rodeó esa dulce protuberancia de carne con exquisito cuidado-. Has cuidado de todo el mundo tanto tiempo, mi dulce Caroline. Déjame cuidar de ti.
No es que tuviera elección. Yacía abrumada por el éxtasis, en medio de su abrazo, raptada por las oleadas de sensaciones que desplegaba su toque.
Mientras el pulgar continuaba operando su oscura magia, dos dedos se sumergieron más abajo… rodeando, acariciando, abriendo gentilmente el apretado hueco hasta su mismo centro, como preparándola para algo inexplicablemente delicioso que solo él podía darle.
– Por favor, -dijo sofocada, sin saber siquiera qué estaba suplicando, pero deseándolo más de lo que había querido nunca nada. Movió la cabeza adelante y atrás sobre la almohada, casi incoherente de deseo-. Oh, por favor…
Ni siquiera en sus sueños más salvajes habría imaginado que su súplica tendría como resultado que Adrian se deslizara hacia abajo por su cuerpo con sensual languidez hasta que el delicioso calor de su boca estuvo donde había estado su pulgar.
La lengua lamió la carne mortificada, sus muslos se separaron, invitándole a hacer con ella lo que quisiera. Una vez le había acusado de esclavizar mujeres con sus oscuros poderes de seducción, pero en su inocencia nunca había supuesto lo ansiosa que aceptaría sus cadenas o como estas les unirían.
La lengua se deslizó sobre la carne distendida, devorándola como si fuera el único alimento que fuera a necesitar nunca. Ella no tenía defensas contra un deseo tan primario, tan poderoso. Como estaba empeñado en honrar su voto de saborear cada gota de néctar que la suave carne de ella tuviera que ofrecer, todo lo que pudo hacer fue aferrar la áspera seda de su pelo entra las manos y rendirse a él, en cuerpo y alma. Solo entonces la lengua redobló el ritmo; solo entonces deslizó un dedo más profundamente en su interior.
Una oleada de éxtasis, tan grande y ardiente como el más dulce de los néctares, atravesó su cuerpo tembloroso. Se arqueó contra él, gritando su nombre. Él se alzó para capturar el grito roto en su boca, besándola salvajemente.
Cambió su peso y de repente ya no era su pulgar lo que estaba acunado en la húmeda suavidad de los rizos. No eran sus dedos los que se colocaban para enterrase en su dócil suavidad.
– Caroline, -murmuró contra sus labios-. Mi dulce, dulce Caroline… no quiero hacerte daño. Nunca querría hacerte daño.
– Entonces no lo hagas -susurró, enmarcándole la cara con las manos y obligándole a encontrar su suplicante mirada-. Solo ámame.
No tuvo que pedírselo dos veces. Se frotó entre esos tiernos pétalos hasta que estuvo resbaladizo por su rocío, después se colocó contra la parte de ella que anhelaba recibirle. Utilizando una exquisita contención, la penetró centímetro a centímetro. Solo cuando sus quejidos profundizaron a gemidos empujó contra ella, rompiendo la última resistencia de su cuerpo y enterrándose en la vaina de su acogedora suavidad.
Adrian sintió que su cuerpo entero se estremecía cuando Caroline le condujo al éxtasis. La había confundido con la luz de la luna, pero ella era luz del sol, iluminando y calentando todas las esquinas solitarias y oscuras de su alma. Enterrando la cara en su garganta, se contuvo tanto como pudo, intentando dar al cuerpo desentrenado tiempo para ajustarse a su ruda invasión.
Cuando el dolor pasó a ser una molestia apagada, los ojos de ella se abrieron de par en par ante de pura sorpresa de su posesión. Estaba sobre ella; estaba dentro de ella; su dominio era completo. Aunque era ella la que tenía el poder de volverle medio loco sin nada más que el inquieto arqueo de sus caderas, el desesperado arañar de sus uñas hacia abajo por la curva de la espalda.
Aceptando su invitación con un gemido ronco, empezó a moverse más profundamente dentro de ella, tomando su inocencia, pero dándole algo infinitamente más precioso. Se deslizó dentro y fuera de ella como una poderosa ola atraída por la voluntad de la luna. Este era un tipo de placer diferente a los pequeños temblores de pura dicha que había hecho que la atravesaran solo minutos antes… más fuerte, más primitivo. Ella daba y él tomaba. Él daba y ella tomaba. Él la hacía su mujer mientras ella le hacía a él su hombre. Se aferró a él, murmurando su nombre en una jadeante letanía, mientras sus estocadas contenidas daban paso a ritmo palpitante e implacable que desterró todo pensamiento, toda razón, dejando solo sensación.
Justo cuando pensaba que no podría soportar otro segundo de tan dulce tortura, él colocó las caderas de forma que cada empujón le llevara contra ese tenso punto en el centro de sus rizos.
Caroline gritó cuando su cuerpo explotó en un frenesí de deleite. Sintiendo ese tirón irresistible, Adrian se estrelló contra la orilla con ella, un gemido gutural se escapó de su garganta cuando entregó su semilla y alma a su cuidado.
Caroline estaba sentada sobre las rodillas al pie de la cama, mirando hacia su reflejo iluminado por la luna en el espejo de Adrian. Aunque la mujer del pelo revuelto y los labios hinchados por los besos podría haber sido una desconocida, había visto esa mirada antes… en los ojos de la mujer del Paseo de los Amantes en Vauxhall. Ahora conocía el secreto que llevaba a los amantes a citarse en esos parajes oscuros y sombríos. Había saboreado los placeres que anhelaban y había quedado concienzudamente satisfecha, aunque deseando más.
Como presintiendo sus caprichosos pensamientos, Adrian se alzó tras ella.
Cuando sus fuertes y musculosos brazos la envolvieron, se aferró a la sábana en la que se había envuelto más firmemente, asaltada por una oleada de tardía modestia.
– Creí que estabas durmiendo.
– Lo estaba -murmuró él, frotándole el cuello con la nariz-. Hasta que escapaste de mis brazos y mis sueños.
Derritiéndose contra él, alzó la cabeza para darle acceso a sus labios y a la piel blanda bajo su oreja.
– ¿Con qué estabas soñando?
– Con esto. -Deslizó los brazos bajo la sábana, llenándose las manos con sus pechos desnudos.
Caroline jadeó cuando él dio a sus pechos un gentil apretón, y después empezó a juguetear con los pezones entre sus pulgares e índices. Se tensaron bajo su toque, absorbiendo ansiosamente cada onza de placer que le daba. Dejando que la sábana se deslizara hasta que una vez más estuvo desnuda entre sus brazos, girándose para acunarle la cabeza en la palma, desesperada por robar un beso de sus labios intrigantes.
– Si quieres saberlo, -murmuró, saboreando la comisura de su boca con la lengua-. Estaba quedándome dormido cuando de repente se me ocurrió que había olvidado comprobar tus estacas. Bien podrías haberme asesinado en mi sueño.
Caroline se arqueó contra él, sintiendo la prueba impresionante del deseo de Adrian anidada contra la suavidad de su trasero.
– Por lo que puedo ver, milord, es usted el único que está armado por aquí.
Sintió la boca de él curvarse con una sonrisa maliciosa.
– ¿Eso significa que podré estacarte?
– Ya lo has hecho. -Apartando sus labios de los de él, Caroline encontró su mirada a través del espejo-. Justo a través del corazón.
Gimiendo, él presionó la palma contra el mismo centro de su feminidad reclamándolo como suyo. Le observó en el espejo, hipnotizada por la visión del dedo más largo desapareciendo entre sus rizos inferiores, desapareciendo en su interior. Completamente deshecha por esa exquisita presión, se arqueó contra él, invitando a una invasión más profunda. Extremadamente ansioso por complacer, él se alzó sobre las rodillas, conduciéndose más profundamente en el interior de su fundente suavidad.
Caroline gimió, el débil dolor tras su primer encuentro solo aumentaba la sensación de estar siendo empalada por alguna inquebrantable estaca diseñada solo para complacerla. La sensual criatura del espejo era incluso más que una extraña para ella ahora mismo, dispuesta a contorsionarse y arañar y suplicar para conseguir lo que necesitaba. Sus labios húmedos se separaban, sus ojos brillaban de deseo.
Adrian utilizó la yema del dedo para proporcionar un irresistible contrapunto al exigente empuje de las caderas. Pronto sería ella quien le montara, la que controlara el ritmo de sus largas y profundas estocadas. Su amor había desterrado lo que quedaba de timidez, transformándola en una tentadora… una atrevida hechicera que ya no suplicaba satisfacción, la exigía. Estremecimientos de placer se desplegaban ante su toque, creciendo con cada pasada de su dedo, con cada sinuosa alzada y caída de las caderas de ella.
– Eso es, corazón -jadeó en su oreja-. Acepta el placer y el poder. Reclámalos como tuyos.
Cuando ese placer fue en crescendo, el nombre de Adrian irrumpió de sus labios, medio sollozo, medio grito. Llenando sus manos con la suavidad de los pechos, él se puso rígido, su cuerpo entero estremeciéndose con el mismo éxtasis que arrasaba el útero de ella.
Se derrumbó entre sus brazos, tan deslumbrada por el placer que le llevó un largo tiempo comprender que el cuerpo de él ya no se estremecía de placer, sino de risa.
– ¿Por qué te ríes? -exigió, en lo más mínimo divertida al pensar que había hecho algo estúpido o lo bastante torpe como para provocar tanto regocijo.
El envolvió los brazos más firmemente a su alrededor, sus ojos brillaban con ternura cuando encontró los de ella en el espejo.
– Solo estaba pensando en todas las veces que Julian me recriminó por conservar este espejo porque era demasiado torpe para atarme la corbata sin él.
Sintiéndose tan satisfecha como un gato, Caroline yacía acurrucada entre los brazos de Adrian observando un nebuloso rayo de sol arrastrase hacia la cama. Cuando él le pasó los dedos por entre el pelo revuelto, hizo todo lo que pudo por no ronronear. Apoyó la mejilla contra el pecho de él, maravillándose por el firme latido del corazón bajo su oído.
La risa ahogada de Adrian fue un profundo trueno.
– ¿Qué pasa, corazón? ¿Estás escuchando un corazón que todavía no estás convencida que tengo?
Ella acarició la lana dorada del pecho, retorciendo una de las espirales alrededor de su dedo.
– Solo me alegro de que no se rompiera cuando Vivienne te hizo a un lado por el Contestable Larkin.
Él se aclaró la garganta.
– Bueno, debo admitir que la devoción de tu hermana por el buen contestable no fue del todo una sorpresa.
Caroline se alzó sobre un codo, mirándole con los ojos entrecerrados. Aunque parpadeaba hacia ella con juvenil inocencia, todavía se las arreglaba para parecer un felino de la selva que se acababa de tragarse de golpe un canario bastante grande y huesudo.
– ¡Miserable desvergonzado! -murmuró-. Sabías todo el tiempo que Vivienne estaba enamorada de Larkin, ¿verdad? -Al pensar en toda la culpa que había sufrido a cuenta de su hermana, gimió-. ¿Por el amor de Dios, por qué no me lo dijiste?
– Si te lo hubiera dicho antes de que averiguaras lo de Julian, les habrías dado a ella y a Larkin tu bendición y te habrías marchado. -Le acunó la mejilla en la mano, mirándola profundamente a los ojos- No sólo habría perdido a Vivienne, te habría perdido a ti también.
Le apartó la mano, negándose a ser seducida por su mirada cariñosa.
– Y si me lo hubieras dicho después que averigüé lo de Julian y Duvalier, no habrías tenido ninguna razón que hiciera que siguiera sin contarle a Vivienne todo lo de tu malvado plan. -Se recostó hacia atrás sobre la almohada y sacudió la cabeza, desgarrada entre el ultraje y la admiración- Tú, milord, eres un sinvergüenza y un réprobo!
Adrian se alzó y se inclinó sobre ella, sus ojos chispeaban con malicia.
– No querrías privarme de mi complot más malvado de todos.
– ¿Y cuál sería ese? -Su tono severo no pudo ocultar del todo que se estaba quedando sin respiración a medida que él empezara a dejar besos suaves como mariposa a lo largo de la curva de su mandíbula.
Los labios se deslizaron hacia abajo por su garganta, puntualizando cada palabra con un beso.
– Mi diabólico plan para sacarte de ese maldito vestido antes de que hubiera la más mínima oportunidad de que Duvalier te viera. -Acunó uno de sus pechos con la mano, moldeándolo hasta darle la forma perfecta para que su boca se retorciera alrededor del brote erecto de su pezón.
Caroline jadeó, su genio se aplacó por una ráfaga de ardiente de deseo.
– Puede que no apruebe tus motivos -dijo sin aliento, retorciendo los dedos entre la seda áspera del pelo de él- pero no puedo discutir la efectividad de tus métodos.
La tentadora calidez de los esos labios acababa de cerrarse alrededor de su pecho cuando una llamada aguda llegó desde la puerta.
Caroline gimió.
– Si Portia me ha seguido hasta aquí, tienes mi permiso para lanzarla a la mazmorra.
Adrian alzó la cabeza.
– ¿Y si es Wilbury? Es un inquebrantable defensor de la decencia, ya sabes. Si averigua que me has comprometido, insistirá en que hagas de mí un hombre honesto.
Ella le sonrió.
– Ese sería un cambio refrescante, ¿no crees?
– Señorita impertinente -gruñó Adrian, haciéndole cosquillas en las costillas. Ni siquiera sus gritos de risa pudieron apagar un nuevo asalto de golpes en la puerta.
Murmurando una maldición por lo bajo, Adrian se apartó rodando de ella y caminó hasta el biombo de la esquina para recuperar su bata.
Se colocó la prenda de terciopelo alrededor y ató el cinturón, dejando a Caroline una visión de los músculos definidos de sus pantorrillas.
Mientras ella se subía la colcha hasta la barbilla y se apartaba de un soplo un mechón de pelo de los ojos, él se acercó a la puerta y la abrió. No era Portia ni Wilbury quien estaba allí, sino el Contestable Larkin.
Pasándose una mano por el pelo revuelto, Adrian suspiró.
– Si has venido a recriminarme por el bien de la Señorita Cabot, Alastair, no hay necesidad. Planeo casarme con ella tan pronto como pueda conseguir una licencia especial del archiobispo. No tengo ninguna intención de que mi heredero nazca solo nueve meses después de nuestras nupcias.
Caroline se colocó una mano en el estómago bajo la sábana, preguntándose si Adrian podría haber puesto ya su bebé dentro de ella. La posibilidad hizo que su corazón volara de alegría.
Pero cuando él dio un paso a un lado y pudo ver el aspecto de la cara de Larkin, su corazón cayó hasta sus pies.
– No he venido por Caroline, sino por Portia -dijo Larkin, su cara estaba gris y fatigada-. Ha desaparecido. Tememos que pueda haber huido.