– A pesar de ser un vampiro, encontré que Lord Trevelyan es un alma bondadosa anoche -comentó Portia.
– Pensé que los vampiros no tenían almas -refunfuñó Caroline, marcando el paso en el salón octagonal de su tía como si fuera una jaula.
La tía Marietta y Vivienne habían aceptado una invitación para la reunión de cartas de Lady Marlybone, dejando a Caroline y Portia para que hicieran lo que quisieran. Los sirvientes se habían retirado temprano, aliviados por estar libres de las demandas tiránicas de su ama.
Caroline hizo un cambio abrupto en la dirección, casi tropezando con un cabezal sobrerelleno. Los alojamientos de tres pisos de su tía ocupaban exactamente la mitad de una casa urbana estrecha. El saloncito era tan remilgado y ampuloso como la Tía Marietta. Caroline podía alcanzar apenas una taza de té sin enredar su manga en la vara de alguna pastora de porcelana china sonriendo tontamente. Una mareante gran colección de zarazas florales y abundantes brocados cubría los numerosos sofás, sillas, y ocasionales mesas.
Portia estaba enroscada en una de aquellas sillas, sus pies desnudos metidos bajo el dobladillo de su camisón de lino, un libro de los poemas de Byron recostado en su regazo. Sus rizos oscuros se asomaban bajo una gorra revuelta.
– ¿No piensas que Julian sería un vampiro mucho más distinguido que su hermano? Tiene tales manos elegantes y ojos sentimentales… -abrazó el volumen encuadernado en cuero contra su pecho, una sonrisa soñadora encorvó sus labios- No es demasiado viejo para mí, sabes. Tiene sólo veintidós años, cinco años más joven que el vizconde. ¿Si Vivienne consigue casarse con Lord Trevelyan, piensas que ella podría persuadir a Julian para ofrecer por mí?
Caroline cambió de dirección y contempló a su hermana.
– ¿Debo entender que ahora que tú te has encontrado con su oh! tan apuesto y siempre tan elegible hermano, estás dispuesta a pasar por alto el hecho que crees que Lord Trevelyan es un vampiro?
Portia parpadeó.
– ¿No eres tú quién siempre me impulsa a ser más práctica?
Mientras Portia entremetía su nariz de regreso en el libro, Caroline negó con la cabeza y reanudó su paseo. Suponía que no tenía derecho a regañar duramente a Portia por sus ridículas sospechas cuándo comenzaba a sentir como si Adrian Kane hubiera lanzado alguna clase de hechizo hipnótico sobre ella. No había pensado en nada -ni en nadie- más desde el primer momento que le había ofrecido su pañuelo. Ciertamente no podría admitir a Portia que había entremetido ese inofensivo retal de lino bajo su almohada al regresar de la casa urbana del vizconde. O que lo hubiera sacado al despertar para ver si un soplo tentador de perfume de laurel y sándalo todavía se aferraba a sus exuberantes pliegues.
Aunque Kane había sido el perfecto caballero durante la mayor parte de la noche, Caroline estaba todavía embrujada por ese momento en el comedor cuando su máscara de urbanidad había resbalado, revelando que podría ser aun más peligroso de lo que Portia sospechaba. Según el Alguacil Larkin, lo suficiente peligroso como para hacer que una joven que poseía un extraño parecido con su hermana desapareciera del mapa.
Trató de inspirar profundamente, pero la sofocante dulzura del perfume de lavanda de su tía parecía pegarse a cada esquina de la desordenada casa urbana.
¿Y si esa Eloisa Markham se pareciera realmente a Vivienne? ¿Era tan terrible imaginar que un hombre podría ser atraído a una mujer que le recordaba a su amor perdido? Sobre todo si la había perdido por otro hombre.
Caroline había pasado la tarde buscando cualquier signo de una gran pasión entre Vivienne y su vizconde… miradas largas, persistentes, un ligero roce discreto de manos cuando pensaban que nadie estaba mirando, escabullirse detrás de una maceta con palmera para compartir un beso apasionado. Pero fueron el mismo modelo de la decencia. Kane había reído las bromas de su hermana, le dio efusivas alabanzas cuando toco mediocremente el arpa, y frenó de estrujarse el pelo cuando ella dijo algo particularmente sagaz. Parecía que trataba a Vivienne con el mismo afecto cariñoso que podría mostrar a un amado primo o una apreciada mascota.
Caroline frotó su frente surcada de arrugas. ¿Y si los afectos de Vivienne estaban más profundamente comprometidos que los de Kane? A diferencia de Portia, Vivienne nunca había sido alguien que llevara el corazón en la mano. Caroline no podría soportar la idea de romper ese tierno corazón cuando sus únicas armas eran rumores y acusaciones no demostradas. Era también agudamente consciente que el corazón de Vivienne no era la única cosa en juego. No con el primo Cecil amenazando con lanzarlas a la calle si no se comprometía a «mirarle más bondadosamente» en el futuro.
Se estremeció ante ese pensamiento. No estaba aún lista para condenar a Kane. No cuando sabía seguro que el primo Cecil era un monstruo.
¿Pero aun así no podía evitar preguntarse que pecado podría ser tan oscuro como para convertir al mejor amigo de Kane en su enemigo jurado? ¿Y quién era el misterioso Victor Duvalier? El alguacil obviamente había usado el nombre del hombre como una burla. La reacción de la cara pedregosa de Kane sólo le había hecho parecer más culpable, no menos. Especialmente cuando su hermano se había vuelto tan pálido como un cadáver por la mera mención del nombre.
Caroline vagó hasta la ventana. En unos pocos días ella y Portia serían desterradas de regreso a su vieja casa de campo ventosa en Edgeleaf. ¿Pero cómo podía dejar Londres, sabiendo que podría abandonar su hermana a la merced de un villano?
Mientras contemplaba las sombras de la noche, preguntándose qué secretos oscuros soportaban, la advertencia del Alguacil Larkin resonó a través de su memoria: No sé exactamente lo que es. Sólo sé que la muerte le sigue dondequiera que va.
– La muerte no será lo único siguiéndole esta noche -murmuró ella. Si el Alguacil Larkin no le podía brindar la prueba que necesitaba para condenar o exonerar a Kane, simplemente tendría que hacer un poco de investigación propia.
– ¿Dijiste algo? -preguntó Portia, levantando la mirada de su libro.
– Con toda seguridad lo hice -contestó Caroline, volviendo enérgicamente la espalda a la ventana- Vístete y ve por tu capa. Salimos.
Sintiendo alguna excitación rara estaba en marcha, Portia cerró de golpe su libro y gateó fuera de la silla, sus ojos centelleando con ilusión.
– ¿Dónde vamos?
Cuando la mirada fija de Caroline cayó en un par de polvorientas medias máscaras de papel maché descansando en la repisa de la chimenea de su tía, recuerdos de alguna mascarada por mucho tiempo olvidada, una sonrisa sombría curvó sus labios.
– A cazar un vampiro.
Cuando ella y Portia se deslizaron del rocín alquilado, hasta Caroline tuvo que admitir que era una buena noche para que los vampiros y otras criaturas de la noche estuvieran en pie… ventosa e inoportunamente caliente, con una cantidad suficiente de amenaza de lluvia en el aire para agitar las ramas de los árboles y el juego de las florecientes hojas de mayo. Una media luna tímida se asomaba por el velo andrajoso de las nubes. Al menos ellas estaban a salvo de los hombres lobos, Caroline pensó sardónicamente.
Había gastado casi la última moneda de su magra asignación para contratar el transporte. Ahora tendría que regresar a Edgeleaf e implorar al primo Cecil una mísera renta para sacarlas del apuro hasta final de mes. Él juraría que habían malgastado su dinero en la vida lujosa de Londres. En lugar de eso, habían consumido una hora acuclillada en un jamelgo alquilado tan apestado de humo de puro y perfume rancio, a la espera de que Lord Trevelyan emergiera de su casa urbana.
Caroline había estado dispuesta a reconocer la derrota cuando el jactancioso carruaje del vizconde había emergido del callejón que corría por detrás de la hilera de casas. Había pinchado para despertar a una Portia que dormitaba y había hecho señales al conductor, el cuál, había recibido órdenes para seguir el carruaje a una distancia discreta. Una vez que el vizconde alcanzó su destino, ella y Portia habían hecho una pausa para abrochar sus capas y ajustar las máscaras de hojas de oro que cubrían sólo la mitad superior de sus caras antes de ansiosamente abandonar el interior mohoso del carruaje para la noche caliente, ventosa.
– ¡Oh, Dios Mío! -Portia respiró, mirando fijamente hacia arriba con temor.
Caroline estuvo tentada a hacer lo mismo. Había esperado que Kane las condujera a algún callejón húmedo, pero en cambio las había atraído a uno de los reinos de hadas imaginarios de Portia, traídos a la vibrante vida por una llovizna de polvo de duendecillo y el ligero golpe de una varita mágica.
Mientras contemplaba arriba a los farolillos oscilantes ensartados por entre las ramas de los olmos, y oía las variedades distantes de violín y mandolina, Caroline se percató que estaban de pie delante de las entradas de Vauxhall, los jardines de placer más celebrados -y notorios- en todo Londres.
Su corazón se saltó una pulsación cuando Adrian Kane emergió de la fila de vehículos estacionados delante de ellas. A diferencia de uno de los reinos fantásticos de Portia, este lugar sostenía tanto encantamiento como peligro.
El vizconde no llevaba sombrero y la miel caliente de su pelo brillaba bajo el beso de la luz del farolillo. La capa de longitud hasta la cintura de su abrigo hacía sus hombros verse aun más anchos e intimidantes. Él echó una mirada en su dirección, sus ojos penetrantes escudriñando al gentío. Caroline cogió el codo de Portia y se agachó rápidamente detrás de una matrona corpulenta, mientras pensaba que iba a ir directamente hacia atrás hasta ellas y la sacudiría con fuerza por la oreja.
Pero cuando se asomó por el hombro de la mujer, había dado media vuelta y echado a andar hacia la entrada, bastón en mano.
– ¡Rápido! Ahí va. -Cogiendo a Portia de la mano, Caroline se tambaleó en un trote torpe para igualar las largas zancadas de él.
A pesar de las insinuaciones del Alguacil Larkin, no había nada furtivo en torno a los movimientos de Kane. Caminaba en la noche como si la poseyera, los hombros y la cabeza elevados sobre la mayor parte de los clientes que se dirigían al jardín.
– Yo más bien esperaba que Julian estuviese con él -confesó Portia ya sin aliento por su paso enérgico.
– Entiendo que a la mayoría de depredadores les gusta cazar a solas -Caroline masculló sin pensar.
Portia se detuvo en seco, sacudiendo con fuerza a Caroline para que parara. Caroline se dio la vuelta para encontrar a su hermana contemplándola, sus ojos redondos por la incredulidad.
– Pensé que estábamos aquí por una broma -dijo Portia- ¿Piensas decirme que no bromeabas sobre cazar un vampiro? ¿Realmente crees que el vizconde podría ser un vampiro?
– No estoy segura de lo que creo -contestó Caroline en tono grave, tirando de su hermana para que se moviera.- Pero tengo la intención de averiguarlo esta noche.
Estaban casi por la puerta del jardín cuando un hombre parcialmente calvo en pantalón y camisa caseros extendió la mano desde su caseta de madera para bloquear su camino.
– ¡So allí, señoras!
Aunque se dirigió a ellas como «señoras», no había equivocación en el brillo escéptico en sus ojos. Caroline apenas podría culparle por pensar lo peor de dos jóvenes hembras sin chaperona fuera de la ciudad a esta hora impía. Ella era dolorosamente consciente que arriesgaba las reputaciones de ambas. ¿Pero cómo podía pesar sus reputaciones contra el futuro total de Vivienne? Sólo podría pedir que las máscaras las mantuviesen de ser reconocidas por cualquiera en el círculo social de la Tía Marietta.
Apenas echando una mirada al hombre, saltó de arriba abajo de puntillas, desesperada por conservar a Kane en la vista.
– Tenemos una prisa terrible, señor. ¿Puede apartarse por favor?
– No hasta que suelte tres chelines por cabeza.
Cuando empezó a clavar los ojos en él inexpresivamente, suspiró y puso sus ojos en blanco.
– Para el ingreso al jardín.
– ¡Oh! -Caroline retrocedió con consternación. Este era un costo que no había esperado, uno que las dejaría con un poco más de un puñado de peniques en sus cofres, que disminuían rápidamente. Pero a no ser que quisieran regresar a las posadas de Tía Marieta no más sabias de lo que eran antes de marcharse, no tenía mucha opción. Kane ya se perdía de vista.
Sacando su retículo de seda del bolsillo interior de su capa, Caroline contó el dinero y lo arrojó en la mano extendida del hombre.
Ella y Portia se apresuraron a través de la puerta tomadas de la mano. Los parrandistas se aglomeraban en el Gran Paseo del jardín. Las linternas centelleaban como estrellas entre las ramas majestuosas de los olmos que bordaban la carretera de grava. Los amantes paseaban del brazo en medio del aire perfumado con el jazmín de la noche y las castañas asadas.
Una señora con mucho busto pasó rápidamente a su lado, arrastrada por un chico uniformado, su peluca empolvada era tan blanca como la nieve, su piel lisa tan oscura como ébano pulido. Un puñado de niños se lanzó por la muchedumbre como elfos animados, sus ojos brillaban con travesura y sus deditos gordos sujetaban bizcochos de azúcar o cualquier otro dulce que recién habían convencido a sus padres que compraran. Un hombre de ojos negros se detuvo junto a una fuente de mármol, bajo su barbilla sostenía un violín que chillaba una melodía melancólica.
Mientras miraba todos los monumentos agradables alrededor de ellas, los pasos de Portia se demoraron. Caroline difícilmente podría culparla. Ella misma estaba en grave peligro de caer bajo el encanto del jardín. Pero fue sacudida de su hechizo por un arrogante grupo de tipos que observaron con demasiada insistencia y demasiado tiempo el pecho de Portia. Hacía apenas unos días, había oído por casualidad a la Tía Marieta y a algunos de sus amigos murmurando sobre una jovencita desafortunada que había sido arrancada del lado de su madre en uno de los sitios sombríos que rodeaban los jardines por un par de borrachos de sangre joven que tenía intenciones de la peor clase de fechoría.
– Deprisa, Portia -instó Caroline, acercando a su hermana aún más -¡No debemos dejarlo alejarse demasiado de nosotras! -Mantuvo su mirada fija sobre Kane, sus poderosos hombros parecieron de repente más una comodidad que una amenaza.
Habían avanzado sólo unos pasos cuando Portia la obligó a detenerse de nuevo. -¡Oh, mira, Caro! ¡Tienen helado!
Caroline se giró para encontrar a su hermana mirando con anhelo a un vendedor italiano que entregaba un cono de papel lleno de helado de limón a una señorita elegantemente vestida de una edad cercana a la de Portia.
– ¡Por favor, Portia! No tenemos ni el tiempo ni el dinero para tales tonterías en este momento. -Caroline arrastró a su hermana de vuelta a la acción, pero cuando sus ojos exploraron el camino delante de ellas, se dio cuenta de que era demasiado tarde. Kane se había ido.
– ¡Oh, no! -suspiró, soltando la mano de Portia.
Dejando a su hermana allí de pie, se abrió camino entre la multitud, quitándose la máscara para buscar al vizconde con desesperación. Pero fue inútil. Kane había desaparecido, tragado por la corriente constante de juerguistas.
¿Juerguistas o víctimas?, se preguntó, tocada por un frío repentino.
Ese frió se convirtió en un profundo helor cuando escuchó el cacareo familiar de una risa. Sin pensar, volteó alrededor. Tía Marieta y Vivienne estaban recorriendo el sendero, dirigiéndose directamente hacia ella. Habían pasado al lado de Portia, demasiado absortas en su charla como para notar a la joven enmascarada que estaba paralizaba a mitad del camino.
Intercambiando una mirada aterrorizada con Portia, Caroline buscó las cintas de su máscara. En un par de segundos las mujeres estarían donde ella.
– ¡Tía Marieta! -gritó Portia, despojándose de la máscara.
Las dos mujeres se volvieron al mismo tiempo. Caroline no sabía si echarse a llorar de miedo o de alivio.
– ¿Portia? ¿Eres tú? -llamó Vivienne, el aturdimiento sonaba en su voz.
La cara de Portia se arrugó. -¡Oh, Vivienne! ¡Tía Marietta! ¡Estaba tan asustada! ¡Me alegra tanto que hayan venido! -Se arrojó a la Tía Marieta, envolviéndole la amplia cintura con los brazos y enterrando su rostro en su pecho con volantes.
Tras la espalda de su tía, le hizo una señal frenética a Caroline. Ésta obedeció la señal, escondiéndose detrás de la bella columna de un templo gótico al borde del camino.
– ¿Qué diablos estás haciendo aquí, niña? -clamó la Tía Marietta, haciendo una mueca de disgusto mientras sacaba las manos de Portia de su vestido- Se supone que deberías estar en casa en cama.
Portia se irguió, pero no antes de usar uno de los volantes de su tía para sonarse la nariz. -Temo que he sido muy desobediente -confesó, aún respirando penosamente.- Estaba terriblemente enojada contigo por dejarme esta noche cuando me enteré de que sólo faltaban unos cuantos días para que me marchara de regreso al campo. Siempre he querido ver Vauxhall, así que esperé a que Caroline se durmiera, robé algunas monedas de su bolso, y me escapé de la casa. Pero tan pronto llegué aquí, me di cuenta de que había cometido un error terrible. ¡Me asusté tanto, y ahora sólo quiero ir a ca-a-a-sa! -la voz rompió en un chillido.
Caroline puso los ojos en blanco, agradeciendo por primera vez que su hermanita siempre hubiera sido una mentirosa tan convincente. Uno tendría que poseer un corazón de piedra para dudar de sus ojos llorosos y sus labios temblorosos.
– ¡Vaya, niña mala! Debería enviarte de regreso a Edgeleaf a primera hora de la mañana. -Cuando la Tía Marietta levantó un grueso puño como para jalarle las orejas a Portia, Caroline se tensó, lista para saltar fuera del lugar donde estaba escondida.
– ¿Qué están haciendo ustedes dos aquí? -reclamó Portia, su tono fue lo suficientemente acusante como para aturdir a la Tía Marietta, que bajó su mano.- ¿Por qué no están en su preciada partida de naipes?
– Lady Marlybone estaba enferma y no teníamos un cuarto para nuestra mesa -explicó la Tía Marietta.
– Era una noche tan bella que Tía sugirió que diéramos un paseo por los jardines antes de retirarnos. -una nota de felicidad pobremente reprimida se insinuó en la voz de Vivienne.- Te puedo asegurar que no tiene nada que ver con el hecho de que reconociéramos la insignia de Lord Trevelyan en uno de los carruajes estacionados afuera.
Tía Marietta suspiró. -Ya no hay más remedio, ¿no es cierto? Debes venir con nosotros también. Me rehúso a dejar que una niña desobediente arruine una noche tan agradable. Supongo que no es culpa tuya que esa tonta hermana mía nunca te enseñara modales. Tuve la buena fortuna de recibir tanto la belleza como la inteligencia en la familia.
Alzando su enorme nariz en el aire, la Tía Marietta enlazó el brazo al de Vivienne y se alejó caminando por el sendero, sin darle otra opción a Portia más que apresurarse a seguirlas. Portia se quedó un poco atrás, sólo lo suficiente para guiñarle un ojo a Caroline, dándole a ella una silenciosa bendición para que procediera con su misión.
Caroline se enderezó lentamente, su corazón se llenó de gratitud. La maniobra de su hermana menor le había brindado tiempo y oportunidad.
Colocándose la máscara y atándose las cintas, se apresuró por el camino donde Kane había desaparecido, determinada a encontrarlo antes de que ellas lo hicieran.
Caroline nunca había imaginado que era posible sentirse tan sola mientras te rodeaba tanta gente. Recorría los caminos aglomerados del jardín, examinando el rostro y la forma de cada caballero en vano. Dos veces habría jurado que pudo captar un vislumbre de cabello dorado y el imperioso giro de una capa justo delante de ella, pero no se abriría paso a través del tumulto sólo para hallarse navegando en un mar de desconocidos.
Al tiempo que la noche avanzaba y las multitudes empezaban a disminuir, un grupo de galanes y señoritas pasaron riendo tontamente, con sus rostros también enmascarados. Las sombras moteadas les daban a sus ojos huecos y sus labios lascivos un molde siniestro. Uno de ellos sacudió un manojo de campanas frente a su cara, carcajeándose salvajemente.
Ella retrocedió, apretando los dientes. Empezó a desear haber sido la que corriera a los brazos de la Tía Marietta, sollozando y suplicando perdón, cuando descubrió a un hombre solitario entre los árboles, marchando por un camino que corría paralelo al suyo.
Con su pulso acelerándose, Caroline esquivó la rama de un cedro y transitó a través del claro. Salió por un área desierta del paseo. No había señales del hombre que había visto.
El camino eran más estrecho aquí, las linternas estaban coladas más aparte, los árboles más cerca. Las ramas entrelazadas formaban un pabellón oscuro sobre su cabeza, bloqueando los últimos rastros de la luz de la luna. Con el corazón ahogado, Caroline comprendió que debía haber tropezado con el infame Paseo del Amante, el más legendario lugar de encuentro en todo Londres.
La reputación del Paseo se había esparcido por todo Edgeleaf. Se decía que aquí, entre estos senderos ventosos y claros frondosos, las damas que se habían casado por dinero venían a encontrar amor. Aquí los caballeros que habían sido desterrados de los fríos lechos de sus esposas venían en busca de brazos más cálidos y acogedores. Aquí tanto los libertinos como los respetados miembros de la Cámara de los Lores venían para complacer sus apetitos de placeres tan oscuros y deliciosos que nadie se atrevía siquiera a susurrar.
Caroline escuchó un gemido bajo proveniente de la oscuridad frente a ella. Dio un paso involuntario hacia el sonido, temiendo que alguien se hallara en líos. Y como pudo ver, no eran el tipo de líos que había esperado.
A tan sólo unos pasos del camino, un hombre sujetaba a una mujer contra el tronco liso de un gran árbol. Su desaliño casual era de alguna manera más impresionante que si hubieran estado desnudos. El abrigo y la camisa del hombre colgaban a medias fuera de sus hombros bronceados, mientras la falda de la mujer había sido levantada por encima de las rodillas, revelando un vislumbre de medias de seda y un muslo cremoso. El hombre prodigaba caricias y besos sobre uno de los grandes pechos que sobresalían por lo alto del corpiño de la mujer. La otra mano había desaparecido por debajo de la falda.
Caroline ni siquiera podía imaginarse que le estaba haciendo por allí abajo que la hacía retorcerse y gemir de forma tan desvergonzada.
En contra de su voluntad, sintió que su propia respiración se aceleraba, su propia piel comenzaba a acalorarse. Los ojos ausentes de la mujer se abrieron y encontraron a Caroline por encima del hombro de su compañero. Los hinchados labios por los besos se curvaron en una sonrisa satisfecha, como si ella poseyera un exquisito secreto que Caroline jamás conocería.
Tomando la capucha de su capa para cubrir sus mejillas ardientes, Caroline se apuró a pasarlos. Tuvo muchas ganas de volver sobre sus pasos, pero no podía soportar el pensamiento de pasar junto a los amantes otra vez. Quizás si simplemente seguía adelante, podría encontrar alguna otra salida de este desconcertante laberinto de caminos.
Durante varios minutos no vio pasar ni un alma. Su sensación de inquietud creció con cada paso, igual que el crujido rítmico de las hojas tras ella.
– Sólo es el viento -murmuró, apresurando el paso de nuevo.
Una rama se rompió en el bosque a su izquierda. Giró alrededor, llevándose una mano al palpitante corazón. Aunque sus ojos fijos no lograron detectar ni una sombra de movimiento, no podía quitarse la sensación de que alguien -o algo – la observaba desde las sombras, una presencia malévola que se contentaba con esperar hasta que ella bajara la guardia. Así de rápido, el cazador se había convertido en presa.
Se volvió para correr. Apenas logró dar tres zancadas antes de chocar precipitadamente contra un pecho masculino. Si el impacto no la hubiera aturdido, el aliento del hombre lo habría hecho. Obviamente había bebido más que el preciado ponche de Vauxhall que tanto gustaban los visitantes regulares del jardín. Las exhalaciones de su aliento eran lo bastante fuertes como para irritar sus ojos.
Parpadeando para aclarar su visión, vio que él era desmadejado, rubio y lo bastante mayor para tener patillas, con una pizca inofensiva de pecas en el puente de la nariz. A juzgar por su sombrero de copa de castor y el corte fino de su abrigo de paño, también era un caballero.
– Discúlpeme, señor -dijo ella, inundándose de alivio mientras intentaba tomar aire.- Parece que perdí el camino. ¿Sería usted tan amable de dirigirme de regreso al Gran Paseo?
– Vaya, ¿qué tenemos aquí? -canturreó él, inmovilizándola con una mano mientras exploraba debajo de su capucha con la otra.- ¿Caperucita Roja de camino a casa de su abuelita?
Un segundo chaval llegó balanceándose de los árboles detrás de él, aterrizando sobre sus talones con la gracia de un gatito joven. El sombrero ladeado sobre sus rizos oscuros.- ¿No te ha dicho nadie que estos bosques estaban llenos de grandes lobos malos que esperan saltar encima de niñitas como tú?
Mientras la mirada asustada de Caroline viraba de una cara a la otra, vio que estos dos no necesitaban máscaras. Sus miradas lascivas eran genuinas.
Dio un empujón al pecho de su captor, liberándose de su apretón posesivo. -¡No voy camino a la casa de mi abuelita y tampoco soy una niñita! -Esforzándose por mantener la voz más estable que las manos, añadió: -Puedo ver que los dos son caballeros. Pensé que ustedes estarían dispuestos a prestar ayuda a una dama.
Enganchando los pulgares en el bolsillo de su chaleco, el joven moreno resopló. -Ninguna dama vendría a pasear por este camino sola a menos que estuviera buscando un poco de diversión.
– Estaba buscando a un hombre -soltó Caroline, desesperada por hacerlos entender.
La sonrisa burlona del chaval rubio era demasiado glacial para ser tan amable. -Entonces, estoy seguro de que dos hombres serán el doble de diversión.
Mientras avanzaban, con cuidados pasos inestables, Caroline empezó a retroceder. En medio de una neblina de miedo, recordó a la desafortunada chica a la que habían arrancado de los brazos de su madre. Según Tía Marietta, nadie había hecho caso a sus gritos hasta que fue demasiado tarde.
Sabiendo que tenía que intentar de cualquier modo, Caroline estaba abriendo la boca para dejar salir un chillido espantoso cuando dio directamente a los brazos de un tercer hombre.
Un poderoso brazo rodeó sus hombros desde atrás, colocándose justo encima de la elevación de sus pechos. -Lamento decepcionarlos, muchachos -dijo el tono profundo y oscuro de una voz-, pero hay más que sólo lobos vagando por el bosque esta noche.