CAPÍTULO 18

Unas notas alzándose de un vals vienés, un giro vertiginoso y Caroline estaba nuevamente en el único lugar al que había temido no volver jamás, en los brazos de Adrian. Por la esquina de su mirada vio a Larkin sacudir su cabeza con disgusto antes de darse la vuelta y alejarse, con su larga zancada abrió una brecha a través de la multitud.

Su alivio fue de breve duración. Cuando ladeó su cabeza para encontrarse con los ojos fijos de Adrian, su mirada hacía que la amenaza de Newgate fuera igual que pasar un fin de semana en un balneario de Bath.

– Sólo dime ¿Dónde esta tu hermana? -demandó-. ¿Inconsciente y atada dentro de algún ropero?

– ¡Muérdete la lengua! Nunca me rebajaría a una traición tan baja. -Vaciló un momento antes de soltar impulsivamente-: Si tienes que saberlo, la drogué.

Adrian alzó su cabeza carcajeándose, recibiendo miradas de reojo de un sultán turco y de una chica del harem que giraban más allá de ellos en el vals.

– Mi querida Señorita Cabot, recuérdeme nunca subestimar su crueldad una vez que decida dejar de lado sus entusiastas escrúpulos y hacerlo a su manera.

– Estoy segura que no se puede comparar con la suya, mi lord, -contestó dulcemente-. Duvalier podría estar observándonos, como sabe, -precisó mientras la dirigía en otro intrincado giro de baile, con su fuerte mano extendida sobre la delicada curva de su espalda-. Usted debería estar observándome como si deseara hacerme el amor, no estrangularme.

– ¿Y si deseo hacer ambos? -replicó, sus resueltas palabras enviaron un estremecimiento de calor que bajo por su columna.

Su gracia natural le sirvió tan bien, para el baile, como cuando se hizo cargo de los rufianes en Vauxhall. Incluso con su mano descansando tan ligeramente sobre su hombro, Caroline podía sentir el movimiento fluido de sus músculos bajo la tela de casimir de su saco.

Él frunció el ceño al observar el ramillete de rizos dorados que brotaba de la parte superior del medio turbante rosa satinado que llevaba alrededor de su cabeza.

– Ese no es su cabello.

Caroline frunció la nariz desdeñosamente.

– Mi hermana tiene rizos en abundancia. No creí que le importara si tomaba prestados unos cuantos.

Su mirada fija bajó aun mas, examinando audazmente el generoso escote revelado por el cuello bajo de su vestido.

– Y esos no son sus…

– ¡Claro que lo son! -Caroline dirigió su ultrajada mirada hacia abajo-. Se sorprendería de lo que se puede conseguir simplemente pidiéndole a la doncella que apriete las cintas de su corsé. Además, no era como si tuviera otra opción, -admitió avergonzada-. En caso de que no lo haya notado, estoy carente en esa área en comparación con mis hermanas.

– He hecho más que notarlo, -murmuró, su posesiva mirada recordándole que sólo la noche anterior había ajustado sus calidos dedos alrededor de su pecho desnudo, reclamándolo para sí-. Le puedo asegurar que de lo único que carece es de una buena dosis de sentido común. Si tuviera alguno, no hubiera preparado esta peligrosa pequeña charada.

– ¿No es ese el objetivo de una mascarada? ¿Convertirse en algo que no se es? -Le devolvió su desafiante mirada con una propia-. Yo podría ser esta noche Vivienne o Eloisa para usted. ¿Cuál preferiría tener en sus brazos? ¿A quién preferiría hacerle el amor si creyera usted que Duvalier nos miraba en este preciso momento?

Sin perder un solo paso de baile, Adrian se inclinó cerca de su oído y le murmuro,

– A usted.

Las firmes zancadas de Larkin lo llevaron fuera del Gran salón y a subir las escaleras, las notas del vals se desvanecieron en un eco fantasmal. Aun seguía conmocionado por haber visto a Caroline llevar el camafeo de Eloisa. Nunca había olvidado como el encantador rostro de Eloisa se había encendido la noche de su cumpleaños dieciocho cuando Adrian los había presentado. Al observar como Adrian abrochaba la cadena alrededor de su agraciado cuello, Larkin había deslizado su obsequio, un bello volumen de los sonetos de Blake, de regreso al bolsillo de su abrigo.

Su resolución vacilo justo afuera de la puerta de la sala de estar de Vivienne y Portia. Ahora que había alcanzado su destino, se dio cuenta de lo impropio que era el estar al acecho cerca de la puerta de la recamara de una joven dama sin siquiera un chaperón o criada a la vista.

Aclarándose la garganta torpemente, llamo a la puerta con un fuerte golpe.

– ¿Señorita Vivienne?, -dijo en voz alta-. ¿Señorita Portia? Es Constable Larkin. Quisiera hablar unas palabras con ustedes si me lo permiten.

Solo el silencio respondió a su petición.

Echó un vistazo hacia ambos lados del pasillo, después probo el pomo. La puerta se abrió fácilmente al empujarla.

La sala de estar estaba desierta, la chimenea apagada. La puerta de la recamara de Portia estaba cerrada, pero la puerta de Vivienne estaba entreabierta. Incapaz de resistir una invitación tan evidente para investigar, Larkin cruzo la sala de estar y abrió la puerta unas pulgadas más. Aunque una vela estaba encendida sobre el tocador, un aire de abandono se aferraba a la habitación.

Larkin sabía que no tenía ningún derecho a estar husmeando, pero la tentación era casi demasiado poderosa. El delicado perfume de lilas de Vivienne lo atrajo hacia la habitación como el más potente de los afrodisíacos. Juzgando por la urgente respuesta de su cuerpo, pareciera ser que había entrado en los prohibidos reinos del harem de un sultán.

La cubierta del tocador era un encantador revoltijo de polvos, ungüentos, y otras misteriosas pociones consideradas indispensables en la búsqueda del evasivo ideal de belleza femenina. En lo que concernía a Larkin, Vivienne no requería de ninguna de ellas. Una media de seda había sido lanzada descuidadamente sobre el banquito del tocador. Deslizo la punta de sus dedos sobre el delicado material, intentando no imaginarse a Vivienne sentada sobre ese mismo banquito deslizando la media sobre una de sus cremosas pantorrillas. Intentando no imaginarse recorriendo con sus labios ese mismo camino hasta alcanzar el sensible hoyuelo detrás de su rodilla.

Larkin retiro su mano, aterrado por su falta de auto control. Se estaba dando la vuelta para irse cuando descubrió la nota que yacía sobre el tocador. Una nota escrita con una precisa letra femenina.

Esta vez subió los escalones de dos a la vez, temiendo lo que se encontraría subiendo justo junto a él. Sin preocuparse por tocar, irrumpió en la torre norte.

Sus pasos se hicieron más lentos conforme se aproximo a la cama de Caroline. Los cortinajes estaban corridos como el telón de un escenario listo para ejecutar el acto final. Ataviada con un vestido de terciopelo esmeralda, Vivienne estaba reclinada sobre su espalda en las almohadas, los delgados dedos de su mano como de niña, encogidos cerca de su mejilla. La respiración de Larkin se estabilizo mientras observaba su pecho subir y bajar en dulce reposo.

Se recostó sobre una de las columnas de la cama, deslizando una mano temblorosa sobre su quijada. Parecía que le debía una disculpa a Caroline. Tal vez Vivienne realmente no se había sentido lo suficientemente bien como para asistir a la mascarada. Tal vez se había retirado a los aposentos de Caroline en la torre para escapar del alboroto y ruido que emanaban del Gran salón. Tal vez incluso había encontrado el vestido y el camafeo en el ático y había insistido en que Caroline los usara, sin darse cuenta de que una vez habían pertenecido a otra mujer, a la cual Kane había amado.

Embebido en la angelical pureza de sus rasgos, suspiró. Habría estado contento de poder quedarse y guardar su sueño por el resto de la noche. Pero si alguno de los criados tropezaba con él, habría graves consecuencias para su reputación.

Deslizó suavemente el edredón para cubrirla, decidido a retrasarse sólo lo necesario para agregar otra pala de carbón al fuego.

Una taza de té vacía reposaba sobre la mesita junto a la cama, junto a un frasco sin etiqueta. Sus instintos se activaron de nuevo, Larkin destapó el frasco y lo olisqueo con sospecha. Le tomó poco más que un olorcillo del dulzor acre para que reconociera su contenido.

– Malditos sean, -murmuró, cerrando el frasco y devolviéndolo a la mesa-. Malditos sean ambos.

Se sentó junto a Vivienne hundiendo el colchón de plumas, sin que le importara más lo que los criados podrían pensar si eran descubiertos.

Tomándola por los hombros, le dio una gentil sacudida.

– ¡Vivienne! Vivienne, querida, ha dormido bastante tiempo. ¡Tiene que despertar ahora!

Se removió, un quejido somnoliento se escapo de sus labios. Sus ojos se abrieron y cerraron. Era demasiado tarde para que Larkin pudiera cubrir sus facciones con indiferencia. Todo lo que pudo hacer fue esperar, el grito horrorizado que sin duda vendría una vez que descubriera quien estaba con ella en la cama, mirándola con el corazón asomando por sus ojos.

Le tomó un aturdidor momento darse cuenta de que ella debía seguir soñando, porque acercó una mano hasta su mejilla, sus labios se curvearon lentamente en una tierna media sonrisa, y murmuro:

– Portia siempre me dijo que mi príncipe vendría.


Caroline cerró sus ojos, sonrojada, sin aliento y mareada, no por el movimiento giratorio del vals, sino por su sangre que corría apresurada desde su cabeza hasta otros rincones mucho más imprudentes de su cuerpo. Casi deseaba poder desvanecerse en los brazos de Adrian para que entonces la sacara en brazos del salón y hacer todas las cosas tiernas y traviesas que secretamente deseaba pero que nunca podría ser lo suficiente atrevida para exigir.

Ninguna de sus infantiles fantasías la había preparado para este momento. Ya no era más la hermana sensible, satisfecha solo con mirar anhelantemente mientras sus hermanas se unían a la danza de la vida. En su lugar, era la que dirigía las miradas de todos en el salón, la que giraba alrededor de la pista en brazos de su magnifico hombre.

Su mano acarició su pequeña espalda, impulsándola a acercarse aun más, tan cerca que sus senos dolieron por escapar del confinamiento tortuoso de su corsé cada vez que se frotaban contra las solapas almidonadas de su frac.

– Si quiere usted montar una representación para Duvalier, ¿No deberíamos fingir que estamos de nuevo en Vauxhall? -susurró Adrian, su voz vibrando con urgencia. Con su pulgar frotando el centro de su palma, sus labios acariciando el sensitivo lóbulo de su oreja, provocando un estremecimiento de anhelo en su matriz-. No he olvidado que pequeña actriz tan convincente puede ser. Todavía recuerdo el sonido de sus suspiros, el sabor de sus labios, la forma en que se aferro a mí como si nunca deseara dejarme ir.

Los demás bailarines empezaron a dejarles espacio. Algunos habían parado de bailar al mismo tiempo y estaban estirando sus cuellos para mirar boquiabiertos la escandalosa exhibición. Los invitados de Adrian habían asistido al Trevelyan Castle esperando alguna clase de espectáculo, pero no esta fogosidad.

– Sus invitados… -se arregló finalmente para jadear-. Nos están observando.

– ¿No era eso lo que usted deseaba? ¿No vino esta noche para que Duvalier la viera? ¿Para que pudiera acosarlo con su belleza? ¿Para que pudiera hacer arder su impía lujuria y convertirlo en un hombre a medias de deseo por usted?

El tibio terciopelo de los labios de Adrian rozaron la curva de su garganta, ella supo por instinto que ya no hablaban de Duvalier. En verdad, ningún vampiro, al menos astuto, podría plantearle un peligro como este hombre lo hacia. Duvalier podía solo conseguir que su corazón dejara de latir, Adrian poseía el poder de romperlo en mil pedazos, dejándola para caminar por el resto de sus días con los fragmentos rotos alojados en su pecho.

Clavando sus dedos en sus hombros para evitar derretirse contra él en completo abandono, dijo:

– Vine aquí esta noche para ayudar a Julian. Para ayudarlo a usted.

Adrian volvía a mirarla fijamente, sus ojos ardiendo con deseo y cólera.

– ¿Y como se propone hacer eso? ¿Consiguiendo que asesinen su tonto ser? Esta usando el vestido de Eloisa. ¿Desea tener su mismo destino?

– ¡Claro que no! Sé que usted me protegerá. Juró que era lo suficiente fuerte para proteger a Vivienne, ¿O no? ¿Cómo puede usted prometer que protegerá a mi hermana, pero no confiar en que podrá mantenerme a salvo?

La música aumento en un crescendo. Pero Adrian la mantuvo cautiva contra el musculoso largo de su cuerpo, abandonando todo pretensión de bailar.

– Porque no pierdo mi inteligencia cada vez que Vivienne entra en una habitación. No me sacudo y doy vueltas cada noche en mi cama soñando con hacerle el amor. Ella no me distrae con sus interminables preguntas, sus incesantes curioseos, sus atolondradas intrigas. -su voz se elevo-. Puedo confiar en mi mismo para proteger a su hermana porque no estoy enamorado de ella.

Sus palabras hicieron eco contra las vigas, advirtiéndoles demasiado tarde de que tanto el vals como la música habían terminado. Caroline dirigió una mirada avergonzada a los demás bailarines, esperando descubrir que cada mirada en el salón estaba clavada en ellos. Pero extrañamente, los invitados parecían haber sido distraídos por un nuevo arribo.

Mientras sus sobresaltados murmullos se convertían en un audible zumbido, Caroline siguió la dirección de sus miradas hasta la puerta. Su corazón se hundió hasta sus zapatillas cuando reconoció la delgada figura acunada en los brazos de un hombre cuyos ojos entrecerrados prometían justicia y castigo.

Sólo alcanzó a ojear brevemente la expresión atontada de su hermana antes de que Constable Larkin presionara el rostro de Vivienne contra su hombro, ahorrándola de ser testigo un minuto mas del sórdido espectáculo que ella y Adrian acababan de hacer de si mismos.

Загрузка...