CAPÍTULO 11

Caroline arrancó la mano de la pintura como si le hubiera abrasado la punta de los dedos, después giró lentamente sobre su eje para encontrar a Kane apoyado contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho. Difícilmente podía acusarle de acercarse a ella a hurtadillas esta vez. Había estado tan fascinada por su retrato, que dudaba que hubiera oído a un regimiento entero de gaiteros marchando por la galería.

Estaba, una vez más, vestido con el atuendo adecuado de un caballero. Aunque no llevaba abrigo, su chaleco de seda a rayas color borgoña y oro estaba completamente abotonado. Su profunda V no revelaba más que los volantes delanteros de la camisa. Su corbata pulcramente atada aseguraba que no pudiera captar mucho más que un vislumbre del pelo crispado que cubría su pecho. Ignorando la punzada de desilusión, se preguntó cuánto tiempo llevaba él ahí de pie, observándola. Se preguntó si la había visto tocar al feroz guerrero del retrato como nunca le había tocado a él.

– Una maravilla, ¿no cree, milord? -replicó, cabeceando hacia el ceñudo caballero-. Sólo estaba admirando los extraordinarios trazos. No puedo imaginar dónde encontró a tan habilidoso artista. Rivaliza con Reynolds o Gainsborough.

Kane se enderezó, su gracia sin esfuerzo le recordó que ningún artista, sin importar lo habilidoso que fuera, podría captar completamente su rabiosa vitalidad en carne y hueso.

– Me temo que el artista murió hace mucho. Como su modelo. Este retrato es todo lo que queda de ambos.

Cuando se acercó más a ella, Caroline trató de escapar a su penetrante mirada para volver al retrato.

– No entiendo. ¿No es usted? -Gesticuló hacia la pared-. Creía que era usted.

– ¿Creía que había encargado múltiples retratos de mí mismo, vestido con disfraces diversos de épocas pasadas? -Su humeante risa ahogada hizo que se le erizaran los pelos de la nuca-. Puedo asegurarle, Señorita Cabot, que aunque soy un hombre de muchos otros vicios, la vanidad no está entre ellos.

Ella se encogió de hombros, preguntándose cuáles podrían ser esos otros vicios.

– Algunos podrían llamarlo vanidad. Otros simplemente un anhelo de inmortalidad.

A pesar de que estaba detrás de ella, pudo sentir la súbita inmovilidad en las profundidades de su alma.

– No muchos hombres están dispuestos a pagar el precio de la inmortalidad. Puede ser muy costosa ciertamente.

Extendió el brazo junto a ella para quitarle gentilmente la vela de la mano, y la dirigió hacia la placa de latón manchada que había en la parte baja del marco. Aceptando su tácita invitación, Caroline se acercó, entrecerrando los ojos para leer los números tallados allí.

– Mil trescientos noventa y cinco -susurró, enderezándose lentamente para fijar su incrédula mirada en Kane.

Él hizo un gesto cortés hacia el retrato.

– Permítame presentarle a Sir Robert Kane, Señorita Cabot. Él construyó este castillo en mil trescientos noventa y tres, años después de podar un montón de cabezas francesas en la Guerra de los Cien Años. Convenientemente tuvo el descuido de no solicitar una licencia de construcción al rey Ricardo II, pero se le concedió el perdón no mucho después. Me temo que nosotros los Kane siempre hemos sobresalido en pedir perdón después de un cortés atrevimiento. Por eso la mayor parte de los hombres a los que ve aquí están considerados a la vez réprobos y sinvergüenzas-. Como yo mismo. Aunque las palabras no fueron pronunciadas, bien podrían haberlo sido.

Caroline lanzó otra mirada al guerrero de ojos acerados.

– Habría jurado que era usted. Las similitudes son extraordinarias.

Examinando la escabrosa fila de Kanes, su anfitrión suspiró.

– Hay un parecido familiar indiscutible, ¿verdad? Supongo que mis hijos serán maldecidos con él también, pobres diablos.

Sus hijos. Los hijos que tendría con Vivienne. Chicos altos y atléticos de ojos verde azulados y pelo color miel que la llamarían Tía Carol, pondrían grillos en su cama, y secretamente le tendrían pena por no tener hijos propios. Aunque Caroline no se sobresaltó, se sentía como si el guerrero del retrato le hubiera atravesado con dureza el corazón con la punta de su espada.

– ¿Cómo escapó Julian a este terrible destino? -preguntó, manteniendo la voz deliberadamente ligera.

– Tuvo el buen sentido de parecerse a nuestra madre -Kane se giró, el barrido de la vela reveló los retratos de la pared opuesta por primera vez. Caroline siguió su brillo hasta el retrato ovalado de una mujer menuda con el pelo color visón y oscuros ojos risueños. Su alegría era tan contagiosa que Caroline no pudo evitar sonreír también.

– Es preciosa. ¿Todavía vive?

Kane asintió.

– Ha estado en el extranjero desde que el corazón de mi padre falló hace casi seis años. Sufrió una fiebre severa de niña, y el clima de Italia es mucho mejor para sus pulmones que el aire de este húmedo y ventoso lugar. Yo acababa de terminar en Oxford cuando envió a Julian a vivir conmigo.

– Ah, ¿así que descubrió lo que era convertirse en padre antes de tiempo?

– Ciertamente. Aunque yo diría que usted tuvo bastante más éxito en eso que yo. Cuando vino por primera vez de Oxford, Julian deseaba desesperadamente seguirme a donde quiera que fuera, pero yo creía que era demasiado joven así que le palmeaba en la cabeza e intentaba que fuera por el buen camino. Para fastidiarme, me temo que encontró una jauría bastante insípida de jóvenes de sangre caliente.

– Parece haber acabado bien -ofreció Caroline.

– Tan bien como puede esperarse, supongo.

Sorprendida por la inconfundible nota de amargura en su tono, le lanzó una mirada sobresaltada. Un velo había vuelto a caer sobre su cara, cerrando la ventana del pasado. Notando una curiosa omisión entre los retratos, preguntó.

– ¿Por qué no hay retratos suyos y de su hermano?

Él se encogió de hombros.

– Mi madre siempre dijo que no podía conseguir que nos sentáramos juntos el tiempo suficiente.

Caroline se giró hacia el primer retrato de todos. El hombre del bastón y los spaniels sólo podía ser el padre de Kane. La gracia atrevida de su postura y el destello malicioso de sus ojos hacía que entendieras demasiado fácilmente por qué la madre de Kane se había enamorado de él. Le envidió la alegría de amar a semejante hombre. Pero no la angustia de perderlo.

Incapaz de resistir el tirón de esa mirada, volvió al retrato del guerrero medieval. Lanzó una mirada furtiva a Kane, después se acercó más al retrato, una sospecha increíble empezaba a rondar el fondo de su mente.

– El parecido es absolutamente sobrenatural. Uno casi juraría que es usted. Incluso tiene el mismo lunar justo ahí sobre… -La vela se apagó, dejándolos en la más absoluta negrura.

– ¿Milord? -susurró Caroline inseguramente.

Kane masculló un juramento ronco.

– Tendrá que perdonar mi torpeza. Al parecer he dejado caer la vela.

La puerta al final del corredor no dejaba pasar mucho más que un rayo de luz, advirtiendo a Caroline que fuera del castillo, la noche absoluta había caído. El manto aterciopelado de la oscuridad le proporcionó otros sentidos de anhelante consciencia. Podía oír la accidentada respiración de Kane, oler la colonia de laurel perfumando, la curva recién afeitada de su mandíbula, sentir el calor irradiando de su carne.

Aunque estaba tan desorientada que dudaba que pudiera haber localizado su propia nariz, la mano de él encontró la suya en la oscuridad. Entrelazó sus grandes y cálidos dedos con los de ella, tirando gentilmente hacia él. Su primer instinto fue resistir, pero un impulso más primitivo la instó a obedecer, a que fuera voluntariamente a sus brazos o donde quiera que él quisiera llevarla.

– Sígame -murmuró él-. Yo cuidaré de usted.

En ese momento, se temía que le habría seguido al mismo infierno. Pero sus pies la traicionaron y tropezó. Los brazos de él la rodearon para estabilizarla, el susurro del aliento de él contra su mejilla le advirtió lo peligrosamente cerca que estaban los labios de él de los suyos.

Su lengua salió para humedecer esos labios. En cierta forma los sentía ajenos… hinchados, tiernos, anhelando un beso que nunca llegaría.

La luz apareció. Captó sólo un vistazo de los ojos de Kane, humeando con una emoción que podría haber sido deseo, antes de comprender que tenían compañía.

Se giraron como uno solo para encontrar a Julian apoyado contra el marco de la puerta, con un mechón de pelo astutamente desgreñado volcado sobre su frente y un candelabro en la otra.

– Si ibas a mostrar a la Señorita Cabot los esqueletos de nuestro armario familiar, querido hermano -dijo arrastrando las palabras-realmente deberías haber recordado traer velas.

Adrian sabía que debía bendecir a Julian por su oportuna intervención, pero en vez de eso quería estrangularle. No era la primera vez que deseaba acabar con la vida de su hermanito. Ni sería la última, sospechaba.

Caroline se había puesto rígida entre sus brazos. Ya no suave y flexible, sino erizada por la sospecha, sus labios formaban una rígida línea. Era difícil de creer que sólo segundos antes, esos labios habían estado separados en invitación, refulgiendo con néctar, suplicando sin palabras su beso.

Cuando había acudido a sus brazos sin dudar, casi había sido su perdición. Su confianza, a la vez no ganada e inmerecida, había desatado un hambre más profunda de lo que deseaba. Yo cuidaré de ti, había dicho. Pronunciar esas palabras descuidadas en voz alta sólo le había hecho comprender lo imposible que sería cumplir cabalmente su promesa. Todavía le perseguía el fantasma de la última mujer que había sido lo bastante tonta como para creerlas.

Avanzando a zancadas, arrebató el candelabro de la mano de su hermano.

– Tu sentido de la oportunidad, como siempre, es impecable. Me temo que la Señorita Cabot fue una víctima inocente de mi torpeza. Dejé caer nuestra única vela.

– Qué trágico para ambos -dijo Julian, con una sonrisa jugueteando alrededor de sus labios-. De no haber venido cuando lo hice, me estremezco al pensar lo que podría haber ocurrido.

– Y yo -dijo el alguacil Larkin, emergiendo de entre las sombras tras Julian.

Adrian jadeó hacia Larkin con incredulidad, después volvió la mirada hacia su hermano.

– ¿Qué demonios está pasando aquí?

Cruzando sus largas piernas en los tobillos, Julian suspiró.

– Por si quieres saberlo, yo le he invitado.

Agudamente consciente de que Caroline todavía revoloteaba tras él, Adrian luchó por mantener la voz algo por debajo de un rugido.

– ¿Que tú qué?

– No sea tan duro con su hermano. -La sonrisa de Larkin era estudiadamente amable-. No le di elección. Me venía con él a Wiltshire. O él podía haber venido conmigo… a Newgate.

– ¿Con qué cargos? -exigió Adrian.

Larkin sacudió la cabeza tristemente.

– Me temo que el juego fuerte y los bolsillos poco profundos no se llevan bien. Su hermano ha recorrido bastante los garitos de juego y a las damas desde vuestro regreso a Londres. Tenía toda la intención de dejar tras de sí un grueso montón de deudas de juego, pagarés impagados, una bandada de corazones rotos, y a varios caballeros airados dispuestos a acusarle de perder su dinero por ganar los corazones de sus prometidas.

Adrian se volvió hacia Julian.

– ¿No te advertí sobre eso? Sabes que no tienes cabeza para las cartas o las mujeres cuando has bebido. -Sacudió la cabeza luchando con la urgencia de tirarse del pelo… o del de Julian… de frustración-. Te di doscientas libras sólo la semana pasada. ¿Qué demonios has hecho con ellas?

Agachando la cabeza tímidamente, Julian dedicó toda su atención a las arrugas imaginarias de sus puños franceses.

– Pagar la cuenta de mi sastre.

Adrian sabía que querría volver a estrangular a su hermano. Lo que no había comprendido es que sería tan pronto. O que querría hacerlo por la corbata de seda escandalosamente cara de Julian.

– ¿Por qué no acudiste a mí cuando comprendiste lo que se te venía encima? No podría haber reparado los corazones rotos pero te habría dado lo que necesitabas para volver a comprar esos pagarés.

Cuando Julian alzó la cabeza, no hubo forma de equivocarse sobre la amargura que había en sus entrañables ojos.

– Ya te debo más de lo que nunca podré pagar.

Sintiendo la aguda mirada de Larkin como una daga presionada contra su garganta, Adrian se pasó una mano por el pelo, tragándose a la vez su réplica y su orgullo.

Presintiendo una grieta en su armadura, Larkin aprovechó la ventaja.

– Cuando oí que había invitado a las hermanas Cabot a visitar Trevelyan Castle y asistir a tu baile de máscaras, no ví ningún daño en que me uniera a vuestra pequeña fiesta. Después de todo, pase todas las vacaciones aquí cuando estábamos en Oxford. ¿No fue Ud. quien me imploró que pensara en este lugar como en mi segunda casa?

Antes de que Adrian pudiera detenerlos, los años se desvanecieron y Larkin estuvo una vez más de pie en el vestíbulo del castillo, todo pelo revuelto y extremidades larguiruchas, tan tímido que apenas pudo tartamudear su nombre a un ceñudo Wilbury.

No te preocupes, compañero, había dicho un risueño Victor, rodeando a Adrian para dar a Larkin un gentil empujón. Wilbury sólo come chicos de Cambridge.

Ese recuerdo caprichoso sólo sirvió para recordarle lo inseparables que él, Larkin y Duvalier habían sido una vez. Hasta que Eloisa se había interpuesto entre ellos.

Todavía estaba intentando sacudirse el eco del recuerdo cuando Caroline se deslizó por su costado y tomó el brazo de Larkin. La cautela que había exhibido hacia el hombre en Londres parecía haberse desvanecido milagrosamente.

Cuando le ofreció una ligera sonrisa, incluso el imperturbable Larkin pareció deslumbrado.

– Yo por mi parte estoy encantada de que pudiera unirse a nosotros, alguacil. Y estoy segura de que mis hermanas estarán tan encantadas como yo.

– Estoy bastante falto de algo de compañía civilizada, Señorita Cabot -le dijo él-. El joven Julian aquí presente estuvo un poco aburrido durante el viaje. Insistió en pasar durmiendo la tarde y sufría un ataque de enfurruñamiento cada vez que yo trataba de abrir los postigos del carruaje.

– Quizás mientras esté aquí, podría contármelo todo sobre sus días de universidad con Lord Trevelyan. -Arrastrando al alguacil pasillo abajo, lanzó una mirada ilegible sobre el hombro a Adrian-. Así que cuénteme… ¿ha cambiado mucho el vizconde con el paso de los años? ¿O siempre ha sido tan… imponente?

La voz de Larkin vagó tras ellos.

– En realidad, debe cuidarse excelentemente. Casi juraría que no ha envejecido ni un día desde nuestros años en Oxford.

– Una buena pareja, ¿verdad? -señaló Julian, observando a Adrian estudiar a los dos que se alejaban pasillo abajo, cogidos del brazo-. Con frecuencia he pensado que una esposa joven y guapa sería lo que mantendría ocupado ese inquisitivo cerebro suyo.

Adrian volvió la mirada hacia su hermano.

– ¿No tienes unas botas que lustrar o una corbata que almidonar?

Julian podía ser tonto, pero no estúpido. Cogiendo el candelabro de la mano de Adrian, se alejó pausadamente por el corredor, silbando una canción discordante y dejando a su hermano en la oscuridad.

El sótano del castillo Trevelyan bien podía hospedar una mazmorra medieval, pero su gran vestíbulo se había convertido en una acogedora sala de estar. Alfombras turcas de tonos cálidos carmesí y oro habían sido esparcidas por el salón, mitigando el frío de su suelo enlosado. A pesar del alto techo abovedado, las maderas claras y los balcones que rodeaban el vestíbulo, varios grupos de sofás, tilburis y sillas acolchadas proporcionaban a la habitación una sensación invitadora. Lámparas Argand con globos de cristal escarchado ardían en casi cada mesa, lanzando un brillo pintoresco. Las cortinas de terciopelo estaban firmemente cerradas, manteniendo la noche a raya. Caroline no pudo evitar notar que esas ventanas pesadamente veladas también hacían imposible captar un vistazo del reflejo de nadie.

Se habían retirado al cuarto de dibujo después de una cena relativamente indolora. Ambos, Lord Trevelyan y el alguacil Larkin parecían haber pactado una tregua tácita, bajando temporalmente sus armas para evitar herir a algún inocente transeúnte. Ya que Kane estaba atendiendo a Vivienne, y Portia estaba pasando las páginas de música de Julian al que se había persuadido para tocar una de las melodías más llenas de vida de Hayden en el gran pianoforte, Caroline terminó compartiendo un tilburi griego con el alguacil, un arreglo que servía bien a sus propósitos.

Apuñaló con su aguja el círculo de lino, luchando por dar los toques finales a la labor que había empezado seis meses atrás. Le daban un libro mayor, una columna de números, un frasco fresco de tinta y podía hacer un balance del presupuesto de Bretaña y le sobrarían aún dos peniques. Le daban un bastidor para bordar y una aguja, y todo lo que podía producir era un desesperado enredo. Pero la tarea ocupaba sus manos y mantenía sus ojos lejos del arpa de la esquina, donde Vivienne estaba recibiendo instrucciones del vizconde. Justo cuando Caroline les lanzaba una mirada de reojo bajo las pestañas, un risueño Kane se inclinaba sobre el hombro de su hermana, oliendo la rosa blanca del cabello de ésta antes de volver a colocar gentilmente los esbeltos dedos de Vivienne sobre las cuerdas.

Era demasiado fácil imaginarlos a los dos comportándose así los próximos treinta años… sus cabellos escarchados de plata, sus nietos jugando alrededor de sus rodillas, el afecto en sus ojos sin empañarse por el paso del tiempo. Golpeada por los celos y la vergüenza, Caroline volvió la mirada a la labor, dando a la aguja un tirón feroz que casi partió la hebra en dos.

Sin bordado que le ocupara, el alguacil Larkin no era tan afortunado. Aunque hacía una valiente representación de estar sorbiendo su té y mirando al fuego, era el perfil precioso de Vivienne lo que encendía el brillo triste de sus ojos.

– Si sigue mirando fijamente a mi hermana de ese modo, señor -murmuró Caroline-Lord Trevelyan va a verse obligado a desafiarle a duelo.

Larkin saltó culpablemente y volvió bruscamente la mirada a la cara de Caroline.

– No sé de qué está usted hablando. Sólo estaba admirando el trabajo de piedra veneciana alrededor de la chimenea.

– ¿Desde cuándo está enamorado de ella?

Larkin le dirigió una mirada sobresaltada, después suspiró, comprendiendo que no tenía sentido resistirse a su franqueza. Cuando descansó la taza en su platito Sévres, su mirada desesperada vagó de nuevo hacia Vivienne.

– No puedo decirlo en realidad, aunque juraría que cada instante en que ella me desprecia es toda una vida. ¿La vio en la cena? Ni siquiera me miraba. Y apenas tocó su comida. Cualquiera pensaría que mi mera presencia le robó el apetito.

Caroline frunció el ceño confusa.

– Mi hermana siempre ha sido excepcionalmente ecuánime. Nunca la he visto manifestar semejante aversión hacia nadie.

Él se apartó un mechón de pelo rebelde de los ojos.

– ¿Se supone que debo sentirme halagado? ¿Debería esforzarme por inspirar odio a cada criatura gentil que me encuentre?.

Caroline rió en voz alta, ganándose una mirada ilegible del vizconde. Habría jurado que había visto la mirada de Kane desviarse en su dirección más de una vez. No era justo que envidiara su agradable intercambio con el alguacil cuando él estaba cortejando tan meticulosamente a su hermana.

Deliberadamente volvió toda su atención a Larkin, y dijo:

– Quizás Vivienne se sienta insultada por la idea de que haya venido aquí a protegerla de su propia temeridad.

Larkin resopló.

– ¿Como podría esperarse que incluso la más práctica de las mujeres conservara la cordura cuando Kane está esgrimiendo ese notorio encanto suyo?

Encontrando de repente dificultad en tragar, Caroline se aclaró la garganta y dedicó toda su atención a desatar un nudo en el hilo.

– Desearía poder ofrecerle algún ánimo, alguacil, pero tanto los afectos de mi hermana como sus esperanzas para el futuro están comprometidos. Le aconsejo no malgastar su tiempo en perseguir un sueño que nunca se convertirá en realidad -Lanzó una mirada furtiva a Kane bajo las pestañas, pensando en que debería prestar atención a su propio consejo-. Hablando de nuestro anfitrión, prometió contarme cómo se conocieron.

Larkin arrancó la mirada de Vivienne, sus ojos perdieron su mirada maravillada.

– Conocí a Adrian mi primer año en Oxford. Me encontró en Christ Church Meadow con una panda de muchachos pendencieros a mí alrededor, gritándome y empujándome. Yo era huérfano y un estudiante de caridad, ya sabe, y encontraban muy graciosa mi forma de hablar, mi ropa andrajosa, mis libros de segunda mano -Una sonrisa reluctante curvó sus delgados labios-. Mientras sus intereses consistían sólo el juego, las muchachas campesinas, beber demasiado brandy y burlarse de aquellos menos afortunados que ellos, Adrian dedicaba su tiempo libre a estudiar boxeo en Jackson´s. Acabó con todos, con cada uno de ellos. A partir de ese día, se nombró a sí mismo mi campeón y nadie se volvió a atrever a molestarme otra vez.

– Ese es un papel que parece abrazar con más entusiasmo del habitual -murmuró Caroline, recordando su oportuno rescate en Vauxhall-. ¿Y qué hay de Victor Duvalier? ¿Era otro de los protegidos de Kane?

Los ojos del alguacil centellearon con algo que habría sido diversión en un hombre menos reservado.

– Está usted muy atenta, ¿verdad, Señorita Cabot? ¿Está considerando una carrera en la contestaduría?

– Sólo si me permite usted continuar mi interrogatorio -replicó, incapaz de resistir una sonrisa presuntuosa.

Él suspiró.

– Si quiere saberlo, el padre de Victor era un conde rico y sus padres fueron ambos enviados a la guillotina durante la Revolución. Una tía le trajo de contrabando a Inglaterra pocos años después. Desafortunadamente, nunca se libró del todo del acento, lo que proporcionaba diversión sin fin a nuestros compañeros estudiantes, especialmente ya que estábamos en guerra con Francia en ese momento. Hasta que Kane le tomó bajo su ala, le hicieron vivir un infierno.

Su mirada curiosa buscó la cara de Larkin.

– Por lo que me contó en Londres, Kane no era sólo su campeón. También era su amigo.

La sonrisa de Larkin decayó.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– ¿Antes de que Eloisa Markham desapareciera? -aventuró, bajando la voz para asegurarse de que su conversación permanecía en privado.

– Después de que Eloisa desapareciera, Adrian nunca volvió a confiar en mí -admitió Larkin, incapaz de ocultar la nota de amargura en su voz-. Fue como si nuestra amistad nunca hubiera existido.

– ¿Y qué hay de Victor?. ¿Kane continuó confiando en él?.

– Victor volvió a Francia poco después de la desaparición de Eloisa.

Un estremecimiento de excitación hizo que Caroline se sentara erguida.

– ¿Cómo sabe que ella no le acompañó en secreto?.

– Porque fue un corazón roto lo que le condujo de vuelta a Francia. Verá, Señorita Cabot, los tres éramos amigos muy queridos, y de los tres, Victor era el que más amaba a Eloisa. No creo que perdone nunca a Adrian porque fuera el que ella eligió corresponder.

– ¿Y qué hay de usted? -se atrevió a preguntar Caroline-. ¿Le perdonará alguna vez?. ¿O a Eloisa? -añadió agudamente.

Larkin posó su taza de té en el platillo.

– Si yo hubiera tenido algo que ver con su desaparición, honestamente, ¿cree que habría abandonado mi sueño de unirme al clero y habría dedicado mi vida a cazar a los que cometen semejantes crímenes?.

Caroline sabía que la culpa había conducido a hombres a hacer cosas extrañas. Pero había algo en la mirada clara de Larkin que invitaba a confiar.

– Fue una gran pérdida para el clero, señor -dijo, absolviéndole con su sonrisa-. Habría sido un gran vicario.

Cuando él tomó un sorbo de su té, el mechón rebelde de pelo volvió a su cara. Caroline se las arregló para resistir la necesidad de corregirlo, pero había pasado demasiado tiempo arreglando los diversos lazos y cintas de Portia para ignorar el lazo torpe de la corbata medio desatada.

Posando su bordado en el regazo, extendió la mano y volvió a atar la corbata en un nudo pulcro, sorprendiéndose al encontrar su exasperación mezclada con genuino cariño.

– Debo decir, Alguacil Larkin, que tiene una necesidad horrenda ya sea de un ayuda de cámara o de una esposa.

– ¿Qué puesto está usted solicitando, Señorita Cabot?

Ante ese gruñido resonante, Caroline miró sobre su hombro para encontrar a Adrian Kane irguiéndose sobre el tilburi. Les miraba encolerizado con poca evidencia de su "notorio encanto". Vivienne había empezado a tocar una melodía en el arpa, dejándole libre para rondar por la habitación. Caroline no pudo evitar preguntarse cuánto llevaba allí de pie y cuánto de su conversación podía haber captado.

Su pregunta impertinente le produjo un furioso rubor en las mejillas. Antes de poder soltar una mordaz negativa, Larkin sonrió con arrepentimiento y dijo:

– Me temo que no podría permitirme ni un valet ni una esposa con mi magra comisión.

La mirada del alguacil vagó de vuelta a Vivienne. Sus dedos esbeltos jugaban sobre las cuerdas del arpa, extrayendo un delicado glissando de notas del instrumento. La luz de la oscilante lámpara hacía palidecer el color de sus inmaculadas mejillas, haciéndola parecer particularmente etérea, como un ángel de cabello dorado que pudiera ser convocado de vuelta a los cielos en cualquier momento.

Uniendo las manos en la parte baja de la espalda, Kane se inclinó sobre el respaldo de la silla e inclinó la cabeza para estudiar la labor de Caroline.

– Dios bendiga a nuestros elfos -leyó-. Ciertamente son palabras de acuerdo a las que vivir.

– Se supone que tiene que leerse "Dios Bendiga Nuestras Vidas" -replicó Caroline, mirando de reojo a la homilía de letras retorcidas. Cuando Kane se paseó tranquilamente para volver a sentarse en el sofá opuesto a ellos, su mirada burlona la inspiró a atacar su bordado con renovado vigor-. No era consciente de que seguía usted nuestra conversación, milord -dijo, esgrimiendo la aguja como si fuera una diminuta estaca de madera y la labor el corazón del vizconde-. De haberlo sabido, habría hablado más claramente para hacerle más fácil oír a escondidas.

Kane simplemente sonrió.

– Eso difícilmente sería necesario. Tengo un oído extremadamente bueno.

– Eso dicen -replicó ella más alto de lo que pretendía, su ardiente indignación la volvía descuidada-. Junto con una excepcional visión nocturna y una apasionada afición por el pudding de sangre.

– Sólo dicen eso porque todo el mundo cree que es un vampiro -dijo Vivienne sin emoción, con los dedos suspendidos sobre las cuerdas del arpa.

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