Capítulo 12

Hoy es jueves.

Emmett está en su cama y Ricky ha dormido en su habitación.

Tengo que levantarme, hacer el desayuno y llevar a Ricky al colegio.

Y hablar con Emmett de su plan para atrapar a Jason.

Linda llamó suavemente a la habitación de Emmett de camino a la cocina.

– Ricky, despiértate y vístete para ir al colegio. El desayuno estará preparado dentro de unos minutos.

Se oyó un murmullo en respuesta y Linda esbozó una mueca. Ricky se había quedado levantado hasta tarde la noche anterior y no había dormido cuanto necesitaba. Comenzó a preparar el café y retiró el periódico que les habían dejado en el porche. Vaciló un instante, posó la mano en el caballito de tiovivo que había en el porche y tomó aire intentando tranquilizarse. Tenía que preparar el zumo y los cereales. Una bolsa de papel con un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada, un plátano, unas galletas y un zumo. Sí, podría acordarse de todo.

¡Planchar! Le había prometido a Ricky que le plancharía la camisa antes de que fuera al colegio. La ansiedad comenzaba a provocarle dolor de cabeza. Ignorándola, dejó el periódico en la puerta de la cocina y volvió a llamar a la puerta de Emmett.

– ¿Ricky, estás despierto? Voy a plancharte la camisa.

Corrió de nuevo a la cocina y conectó la plancha. Mientras se calentaba, sirvió los cereales y llevó la leche a la mesa. Después, preparó rápidamente el almuerzo de Ricky. E, inmediatamente, atacó la camisa. Sí, atacar era la palabra más adecuada. La prenda era tan pequeña…Y justo cuando acababa de terminar, entró Ricky en la cocina, con los pantalones de color caqui y las zapatillas.

– Tu camisa -le ofreció Linda.

– Odio esa camisa, es horrible.

– Ésta es la camisa que me diste anoche.

– Pues la odio. Parezco tonto con ella. Todo el mundo me dirá que parezco tonto.

El dolor de cabeza comenzaba a hacerse insoportable.

– ¿Quieres otra? Puedo ir a la casa…

– ¡Ya no hay tiempo! Me has despertado tarde -agarró la camisa y comenzó a ponérsela.

Cuando terminó, Linda ya le estaba tendiendo el zumo.

– No quiero zumo -le dio una patada a una silla y se sentó delante de los cereales-. Sólo comeré esto.

Linda se bebió el zumo de naranja. Aunque sabía que era el cansancio el que hablaba por Ricky, no la ayudaba saber que ella era la responsable de ese cansancio. Debería haberlo acostado antes.

Ricky devoró los cereales, se lavó los dientes a toda velocidad e intentó agarrar la bolsa del mostrador. Pero al hacerlo, tiró todo su contenido al suelo. El zumo explotó y el sándwich se salió de su envoltorio, aterrizando en medio del zumo.

Linda se agachó para intentar limpiar aquel desastre.

– Ahora mismo te preparo otro almuerzo.

– ¡No tengo tiempo! ¿No puedes llevármelo más tarde al colegio?

– No lo sé. No sé conducir y no sé si Emmett podrá…

– ¿Pero qué clase de madre eres?-tenía los ojos llenos de lágrimas-. Me despiertas tarde, no sabes hacer el desayuno y no puedes llevarme el almuerzo al colegio. ¿Pues sabes una cosa? Como madre eres… eres ¡tonta!

Y salió corriendo de casa.

Linda se quedó mirándolo fijamente y bajó después la mirada hacia el desastre que tenía en el suelo. La cabeza le latía a un ritmo vertiginoso. Por encima de los latidos de su cabeza, oyó el sonido de la ducha. Así que Emmett estaba allí. Mejor así. No quería otro testigo de aquella escena. Ojala no hubiera tenido que estar ella siquiera.

– Ojala… ojala no fuera la madre de Ricky.

Sí, ya estaba. Lo había dicho, en voz alta incluso. Contuvo la respiración, esperando que la fulminara un rayo. Ninguna mujer debería decir una cosa así, ¿no?

Sin dejar de esperar un cataclismo, limpió el suelo, preparó otro almuerzo para Ricky y se sirvió un café. Sentada a la mesa de la cocina, abrió el periódico. Allí estaba Emmett, en primera página. A medida que iba leyendo el artículo, iba siendo consciente de que Emmett no sólo se estaba poniendo como cebo para atrapar a su hermano, sino que estaba provocándolo. Y estaba tan concentrada en la lectura que, cuando alguien posó la mano en su hombro, se giró con un movimiento tan brusco que estuvo a punto de golpearse la espalda contra la pared.

Se le hizo un nudo en el estómago y el corazón comenzó a latirle a un ritmo tan vertiginoso como el de su cabeza. La amenaza que representaba el hombre que estaba frente a ella era innegable.

– No -dijo-. No.

Emmett se pasó la mano por el pelo.

– ¿No, qué?-le preguntó a Linda preocupado-. Siento haberte asustado.

– No, no.

– ¿Qué te pasa, cariño?

– ¡Aléjate de mí!

– ¿Pero por qué? ¿Qué te ha pasado?

– Tú, eso es lo que me ha pasado, y ya no me gusta. Ya no lo quiero. Ya no te quiero.

Emmett retrocedió estupefacto.

– ¿De qué demonios estás hablando?

– Quiero que te vayas hoy mismo de esta casa.

Emmett no podía creer lo que estaba oyendo. Aquélla no era la mujer que pasaba noche tras noche entre sus brazos.

– ¿Pero por qué? ¿Por qué ha cambiado todo de repente?

Linda señaló el periódico que descansaba encima de la mesa.

– Me has hecho daño.

– Pero Linda, cariño, todo va a salir bien. Mi hermano no te conoce, no sabe dónde vivimos.

– Me das miedo. Y ya es hora de que piense en mí, de que piense en protegerme. Perdí diez años de mi vida por enamorarme de un hombre que no debía, y no voy a arriesgarme otra vez.

Emmett intentó dominar su creciente enfado.

– No me compares con Cameron Fortune. Ese hombre era un egoísta. Diablos, yo no voy a aprovecharme de tu inocencia. Creo que incluso podría llegar a enamo…

– ¡No lo digas! ¡No utilices esa palabra!

– ¿Pero por qué tienes tanto miedo? Hemos estado tan bien juntos… ¿Por qué esa mujer que ha sido tan valiente día tras día va a rechazar ahora todo lo que hemos conseguido?

– ¿De qué mujer estás hablando? Porque lo único que sé de ella es que no es una buena madre y que sólo está segura de lo que era hace años: un agente secreto con un pésimo criterio para los hombres.

– Sólo eras una niña que cometió un error. Pero eso no tiene por qué afectarnos.

– ¿Pero no te das cuenta? ¿Cómo podemos saber que no voy a echar esto a perder como he hecho con todo lo demás? No tenemos ningún futuro. ¿Cómo vamos a tener un futuro si ni siquiera me conozco?

¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Emmett se quedó paralizado; de pronto, su enfado desapareció para ser sustituido por un inmenso dolor. Acababa de comprender lo que ocurría. Linda por fin había despertado y estaba comprendiendo que el páramo yermo y oscuro de su interior no era un lugar en el que quisiera habitar durante el resto de su vida.

Linda no recordaba haber sido nunca muy aficionada a las labores del hogar, pero se pasó la mañana y la tarde limpiando toda la casa, incluyendo la habitación de Emmett. Sus cosas habían desaparecido de la cómoda y del armario y Linda cambió las sábanas intentando no pensar en sus músculos y en su piel bronceada.

Era duro renunciar a la esperanza. Pero sabía que Emmett encontraría algún día otra mujer, una mujer completa, en vez de aquel desastre de fragmentos inconexos que era ella. Un desastre que no podía correr el riesgo de enamorarse y perder su corazón cuando lo perdiera a él.

Y era en eso en lo único que había pensado cuando había leído aquel artículo del periódico. Se había dado cuenta de que su amor por Emmett era tan intenso que no podría soportar su pérdida.

Se sentó en el cuarto de estar y enterró el rostro entre las manos. Pero una llamada a la puerta la sacó de su ensimismamiento. Se levantó y fue rápidamente hacia allí pero, de pronto, aminoró el paso. ¿Habría vuelto Emmett?

Sus manos abrieron la puerta por voluntad propia. Pero no vio a nadie al otro lado, hasta que bajó la mirada. Y descubrió entonces un pelo rubio y brillante. Y una mancha de barro en la mejilla.

– ¿Ya has vuelto del colegio?

Ricky la rozó para entrar en la casa.

– Ya son más de las tres.

– ¿Y has almorzado?-le preguntó Linda, siguiéndolo hacia la cocina.

– Sí, mi profesora me ha dicho que la llames para asegurarle que podía comprar el almuerzo aunque no llevara dinero.

– Mañana te daré el dinero -alargó la mano hacia la bolsa del almuerzo y se la tendió-. ¿Quieres comer ahora algo de esto?

– ¿Qué es?

– El almuerzo que te he preparado cuando te has ido de casa.

– ¿Y por qué no me lo has llevado al colegio?

– Ya sabes que no puedo conducir.

Ricky buscó las galletas inmediatamente.

– ¿Dónde está Emmett?-preguntó con la boca llena-. Tengo que hacer deberes de matemáticas.

– No está, pero puedo ayudarte yo.

– Esperaré a que vuelva.

– Emmett… no volverá. Ha tenido que… ha tenido que irse a vivir a otra parte.

– ¿Adónde?

– No estoy segura.

Ricky dejó el resto de la galleta en la mesa y se volvió de espaldas a ella.

– Yo iba a invitarlo a una cosa.

– Bueno -Linda tragó saliva con dificultad-, cuando vuelvan Nan y Dean, a lo mejor podemos averiguar…

– ¡Pero es para mañana por la noche!

– ¿Y qué pasa mañana por la noche?

– Se celebra la barbacoa padre-hijo.

– Bueno, pero estoy segura de que no hace falta que lleves a un padre.

– ¡Claro que hace falta!-la miró furioso por encima del hombro-. Quería haberlo invitado anoche, pero…

Pero no se atrevió, terminó Linda en silencio por él. Quizá eso explicara por qué había suplicado quedarse levantado hasta tarde, y por qué había estado de tan mal humor aquella mañana. Quería que Emmett fuera al colegio con él, pero no había tenido valor para pedírselo.

– ¿Y por qué se ha ido?

– Bueno…-¿cómo podía explicárselo?-. En realidad estaba conmigo para hacerle un favor a Ryan. Y, a veces, los adultos…

– Lo has estropeado todo, ¿verdad? Es eso, ¿a que sí? ¡Siempre lo estropeas todo!

Linda cerró los ojos.

– No pretendía hacerlo. Ricky, yo no he elegido nada de esto. Yo nunca quise…

– ¿Qué? ¿Tenerme?

Aquellas palabras se deslizaron en su corazón como la fría y letal hoja de un cuchillo. No, no. Ya era suficientemente terrible pensarlo, pero oírselo decir a su hijo…

– Eso no es cierto.

No era cierto. Claro que no era cierto. En realidad no era que no quisiera tenerlo, lo que no quería era fallarle.

– Pues yo tampoco te he querido nunca -le espetó Ricky antes de salir corriendo de la casa-. ¡Ojala no te hubieras despertado nunca!

Linda cerró los ojos. Su vida era un fracaso. Un completo y auténtico fracaso. ¿Cómo iba a poder arreglar todo lo que había roto aquel día?

Oyó que la puerta volvía a abrirse. Y por un instante tuvo miedo de atreverse a esperar que fuera Emmett.

– ¿Mamá?-oyó preguntar al pequeño con un hilo de voz.

Linda abrió los ojos inmediatamente. Ricky había vuelto, sí, pero obligado por un desconocido que lo estaba apuntando con una pistola.

– ¿Quién es usted?-le preguntó Linda inmediatamente-. ¿Y qué hace con mi hijo? ¿Qué es lo que quiere?

– Quiero un yate y una casa en una playa de Tahití. Pero me temo que para eso tendré que esperar -le guiñó un ojo-. Ahora mismo, quiero a Emmett.

Oh, Dios santo.

– No está aquí.

– No, ya he visto que no está su coche -le dio una patada a una silla y empujó a Ricky para que se sentara-. Pero volverá.

Jason. Aquel desconocido era Jason Jamison. Linda tragó saliva.

– No, no volverá. Se ha ido esta mañana para siempre. Y no sé adonde.

Jason frunció el ceño.

– No me gustan las mentirosas, y menos si son rubias y tontas -le hizo un gesto con la mano-. Siéntate tú también, cariño. Esperaremos juntos a que Emmett vuelva.


Emmett consideró la posibilidad de dirigirse hacia la frontera de Texas y no volver nunca más. Podría buscar el rincón más profundo y oscuro de la Tierra y enterrarse allí para siempre. La cabaña de las montañas de Sandia, sí, eso podría funcionar. Era consciente de la promesa que le había hecho a su padre, pero eso había sido antes de perder a Linda. Antes de que la luz hubiera desaparecido de su vida.

Al advertir que se estaba quedando sin combustible, se acercó a una gasolinera. Y fue entonces cuando advirtió que estaba en Red Rock. Por alguna extraña razón, había conducido hasta las amadas tierras de Ryan. Le tendió las llaves del coche al joven que atendía la gasolinera y salió a estirar las piernas.

– ¿Es usted de aquí?-le preguntó el muchacho.

– No, la verdad es que descubrí este lugar gracias a Ryan Fortune.

– ¡El señor Fortune!-el chico sonrió-. Lo conocí. Solía venir aquí a echar gasolina. Y cuando se enteró de que se me daban muy bien las matemáticas, pero estaba pensando en dejar el instituto, me convenció de que no lo hiciera.

– Algo muy propio de él.

– E hizo algo más. Mi padre se había ido de casa y mi madre había perdido su trabajo. Por eso yo quería dejar de estudiar, para poder trabajar más horas en la gasolinera. Pero el señor Fortune le encontró un trabajo a mi madre.

– Así que pudiste seguir estudiando.

– Sí, la semana que viene me gradúo, he conseguido una plaza en la universidad y el señor Fortune continúa ayudándome. Me ha dejado pagados cuatro años de estudios.

Así era Ryan. Y ésa era la clase de labor que Emmett y Lily pretendían continuar haciendo con la fundación.

– ¿Y sabe lo que me hizo prometerle a cambio? Me pidió que, durante el resto de mi vida, ayudara a otros cuando tuviera oportunidad de hacerlo. Todavía no sé qué voy a hacer, pero recordaré a Ryan Fortune durante toda mi vida. Y el día que haga mi primera buena acción, estoy seguro de que él lo sabrá.

Emmett sintió una presión creciente en la cabeza y recordó a Lily diciéndole: «Te aprecio, Ryan y yo queremos que seas feliz, que aprendas a vivir el momento, a disfrutar de la vida».

Y él estaba haciendo justo lo contrario de lo que Ryan le había pedido que hiciera: cuidar a Linda y a Ricky. Eso no estaba bien. Había hecho una promesa. Si Linda no quería otra cosa de él, por lo menos podía ofrecerle su protección.

– Son cuarenta dólares y setenta centavos, señor.

Emmett abrió los ojos y buscó la cartera en el bolsillo.

– ¿Y ahora tu madre está bien?

– Sí, gracias, señor. Cuando mi padre se fue, todo la sobrepasaba. Solía decir que era un fracaso como mujer y como madre. Supongo que estaba asustada.

Mientras esperaba a que le dieran el cambio, las palabras del chico continuaban resonando en su cabeza. ¿Sería eso lo que le pasaba a Linda? ¿Estaría asustada?

– Pero el señor Fortune le dio esperanzas -continuó el chico-. Lo que hizo le demostró que tenía fe en ella.

Así era como le había fallado él a Linda. Cuando necesitaba que le diera confianza, había salido huyendo, en vez de quedarse a su lado para apoyarla. Cuando la había visto cuestionarse a sí misma como mujer y como madre, no había hecho nada para demostrarle su fe en ella.

– El cambio, señor.

Emmett se volvió hacia el chico, que regresaba de la máquina registradora. El sol le deslumbraba y, a contra luz, la silueta del chico parecía una oscura forma que se parecía extrañamente a Ryan.

– No te preocupes -musitó Emmett-. Acabo de comprenderlo, tengo que volver con ella.

– ¿Perdón, señor?

Emmett sacudió la cabeza.

– ¿Te acuerdas de la promesa que le hiciste al señor Fortune? Pues acabas de hacer tu primera buena acción. Y estoy seguro de que Ryan lo sabe.

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