El primer día de vida independiente de Linda incluyó muchas mas dependencias de las que imaginaba. Pero Emmett había contribuido a que su primera experiencia en un supermercado se convirtiera en un éxito. Después de descargar la compra, de un almuerzo ligero y una merecida siesta, Linda decidió que el éxito de aquella mañana le daba valor para dar un paso hacia uno de los aspectos más difíciles de su vida.
Ya era hora de que comenzara a comportarse como una madre.
Encontró a Emmett en la habitación de invitados, tensando la cinta de una máquina de ejercicios que había en una esquina. También tenía a su alrededor una pirámide de pesas, tres pelotas de diferente tamaño y una colchoneta.
– ¿Qué es todo esto?-le preguntó.
– Me gusta hacer ejercicio. Y tú también necesitas hacerlo. A Nancy y a Dean les ha parecido bien convertir una de las habitaciones en un gimnasio.
– Yo antes estaba orgullosa de mi buena forma física -recordó Linda, mirándose en las puertas de espejo del armario con el ceño fruncido-, pero me he convertido en una chica de complexión delgada y he dejado de ser una mujer atlética.
– Para tu información, ahora se llevan las mujeres muy delgadas. Pero la cinta mecánica ya está casi lista si quieres hacer un poco de ejercicio.
– No, ahora no. He venido a pedirte otro favor.
– Para eso estoy aquí, Linda.
Pero se lo hubiera prometido a Ryan o no, a ella le resultaba incómoda aquella situación.
– Encontraré la forma de pagarte por lo que estás haciendo.
– Quizá se me ocurra algo.
Linda se quedó helada. Había percibido un matiz en su voz que le hizo pensar… Pero no, no estaba pensando en ella como mujer. ¿Cómo iba a verla como una mujer cuando no era capaz siquiera de elegir unos cereales sin echarse a llorar?
– Bueno, eh… hasta que llegue ese momento…-se había ruborizado por culpa del estúpido rumbo que habían tomado sus pensamientos-, he pensado que podrías llevarnos a Ricky y a mí al colegio. Y que hoy podría ir a buscarlo.
– Claro.
Emmett se enderezó y se quitó la camiseta. Linda retrocedió y se quedó mirando fijamente aquella exhibición de músculos.
– ¿Qué… qué estás haciendo?
– Cambiarme de camiseta. Ésta está llena de grasa.
– Ah, claro.
No tenía nada que decir, pero tampoco era capaz de desviar la mirada. Pensando en ello, era la segunda vez en diez años que veía a un hombre medio desnudo. Sintió que se ruborizaba mientras escapaba un suspiro silencioso de sus labios. Al parecer, al salir del centro de rehabilitación se había liberado también algo en su interior; por lo visto, sus hormonas no habían sufrido ningún daño durante aquellos diez años.
Emmett se detuvo a su lado antes de abandonar la habitación.
– ¿Te encuentras bien?
– Eh, sí, estoy bien.
Emmett alargó la mano y le dio unos golpecitos en la nariz con el dedo.
– Dame dos minutos.
Linda pasó los siguientes dos minutos diciéndose que era perfectamente normal experimentar deseo. Era algo bueno, otra señal de mejora, otro dato que indicaba que, en un futuro, podría ser una mujer completa. Lo cual incluía algo más importante: el ser una madre.
Madre. Le bastó pensar en aquella palabra para que sus hormonas se evaporaran. Aun así, consiguió seguir a Emmett hasta el coche e intentó parecer serena cuando aparcaron cerca del colegio.
Miró el reloj y se humedeció los labios.
– Hemos llegado demasiado pronto.
– No importa, esperaremos.
Pero esperar la ponía nerviosa. Para distraerse, se dedicó a observar a las otras madres que esperaban tras los volantes de sus coches. Todas parecían estar haciendo tres cosas a la vez: hablaban por el móvil, miraban sus agendas, bebían agua y le daban un juguete al bebé que llevaban en el asiento trasero. Casi todas llevaban el pelo corto o recogido.
– Quizá debería hacer algo con esto -comentó ella, pasándose la mano por la melena.
– Es precioso.
Linda se volvió hacia Emmett. Había olvidado que estaba allí.
– ¿Por qué me miras?
– Estoy mirando tu pelo, es precioso. Eres muy guapa.
Linda se ruborizó violentamente.
– Yo… no estaba buscando un cumplido.
– Pero es la verdad. He visto cómo mirabas a las otras mujeres y no es difícil adivinar lo que estabas pensando. Pero no necesitas preocuparte de no estar a su altura.
– Eres muy observador -replicó ella, sin estar muy segura de que le gustara.
– Me ha preparado mi tío Sam. Pero tú estás familiarizada con ese tipo de cosas, ¿no? Ryan me contó que trabajabas para el Departamento del Tesoro antes del accidente. Que estabas investigando los libros de contabilidad de Fortune TX y que fue así como conociste a Cameron Fortune, el padre de Ricky.
– Cameron Fortune -repitió el nombre y desvió la mirada-. Estoy segura de que tu tío Sam te dejó claro que no deberías involucrarte sentimentalmente con la persona que está siendo investigada. Y menos aún hacer algo tan estúpido como acostarte con ella.
– ¿Fue eso lo que ocurrió?
– No lo sé -se frotó la cara-. Eso fue lo que Ryan averiguó después del accidente. Pero cuando recuperé la conciencia, no fui capaz de añadir nada más a la historia. No recuerdo nada de lo ocurrido durante los meses en los que estuve investigando a Fortune TX. Me acuerdo del día en el que, a los veintiún años, recibí mi diploma y también de que desde allí fui a un curso de preparación. Y lo siguiente que recuerdo es el rostro de Nancy Armstrong. La miré a los ojos y le pedí un refresco de cola. Pero, entre el día del diploma y el refresco, no me acuerdo de nada.
– ¿Y tampoco de lo que sentías por Cameron?
– No.
– Supongo que entonces debe de resultarte difícil asimilar que eres madre.
– Pero lo soy.
Se oyó el timbre del colegio en la distancia. A su alrededor comenzaron a abrirse las puertas de los coches y a salir aquellas confiadas y eficaces madres. Linda tomó aire y alargó la mano hacia la manilla de la puerta.
– Ahora mismo vuelvo -le dijo a Emmett.
– Te acompañaré.
Una verdadera madre no habría necesitado su presencia, pero ella ni siquiera se molestó en protestar. Hundió las manos en los bolsillos y siguió a todas aquellas mujeres que se dirigían hacia las puertas del colegio.
En primer lugar salió un grupo de niños con capas de plástico amarillas y señales de stop.
– Es la patrulla de tráfico -le explicó Emmett.
¡La patrulla de tráfico! Por supuesto. E, inmediatamente, comenzaron a salir montones de niños. Algunos se dirigían hacia los autobuses escolares, otros corrían hasta sus madres y los demás se juntaban para cruzar la calle.
Linda no distinguía entre ellos a Ricky. Estudió los rostros que la rodeaban y se dirigió hacia las puertas.
– ¡Ricky!-oyó gritar a una voz aguda.
Giró, intentando seguir aquel sonido, pero el niño que lo había emitido se había perdido en aquel mar de cabezas.
Volvió a girar, diciéndose que encontraría a su hijo, que no tenía que dejarse llevar por el pánico, que también una persona que no hubiera sufrido lesión cerebral alguna estaría aturdida en medio de aquel griterío.
– ¡Grrrr!
Un ser que le llegaba a la altura de las rodillas y llevaba una horrible careta hecha con un plato se acercó a ella. Linda retrocedió instintivamente, chocando al hacerlo contra el sólido pecho de alguien.
Contra el pecho de Emmett. Emmett la sostuvo contra él agarrándola por la cintura.
– Esto es una selva, ¿eh?-le susurró suavemente al oído.
Aunque su cálido aliento le había erizado el vello de la nunca, Linda se relajó contra él. Al igual que había ocurrido en el supermercado, su presencia la tranquilizó.
– No veo a Ricky, ¿es posible que se nos haya perdido?
– No, claro que no -Emmett posó la mano en su hombro y la hizo volverse hacia un cruce-. ¿Ves esa señal de stop?
Y allí estaba Ricky, sujetando una de aquellas señales, con el rostro casi oculto bajo la visera amarilla de su gorra. Su hijo, Ricky: la estrella de la patrulla de tráfico.
O al menos así fue como lo vio ella, henchida de orgullo. Alzó la mirada hacia Emmett.
– Lo hace muy bien, ¿verdad?
– Es un auténtico prodigio.
Linda lo miró con los ojos entrecerrados.
– ¿Te estás riendo de mí?
– No, pero ha sido un comentario de lo más maternal.
Lo vieron ayudar a cruzar al último grupo de peatones y dirigirse después hacia el colegio con la señal de stop bajo el brazo. Linda fue consciente del instante en el que la vio.
– Hola -le dijo, deseando poder conservar el tono maternal que Emmett le había notado-. ¿Has tenido un buen día?
– ¿Qué estás haciendo aquí?-preguntó el niño, mirando hacia sus compañeros y volviéndose de nuevo hacia ella.
– He pensado que a lo mejor te apetecía volver a casa en coche. Podemos ir a tomar un helado -alzó la mirada hacia Emmett, buscando su aprobación, pero él no los estaba mirando.
– Quiero ir en autobús -miró hacia un niño que estaba a su lado-. Anthony y yo siempre volvemos juntos en el autobús.
– Anthony puede venir con nosotros a tomar el helado.
Anthony abrió de par en par unos ojos oscuros como el chocolate.
– No puedo ir a casa con una desconocida. ¡Mi madre me mataría!
– Yo no soy una desconocida -empezó a decir Linda, pero Ricky ya estaba empujando a su amigo hacia el colegio.
– Vamos, Anthony, tenemos que dejar las señales -le urgió.
– ¡Ricky, espera!
– ¿Qué quieres ahora?-preguntó el niño, volviéndose con desgana.
– Yo…-Linda suspiró-, ¿de verdad quieres ir a casa en autobús?
– Sí.
– Bueno -Linda se frotó las manos en los vaqueros-, supongo que es lógico. En ese caso, perdona que haya venido sin haberte avisado. Y también el que haya pensado que Anthony podría venir con nosotros. No me he dado cuenta de que…
– De que podías causarle problemas. Una verdadera madre lo sabría -Ricky se volvió y se alejó de ella.
Una verdadera madre lo sabría. Una verdadera madre.
A Ricky no podía engañarlo. Aunque hablara como una madre, actuara como una madre y se aprendiera todas sus normas de comportamiento, no conseguiría nada si Ricky no quería que ella fuera su madre.
Emmett no necesitaba las estrategias de observador que había aprendido en el FBI para saber que la conversación de Linda con su hijo no había ido bien. Linda no sólo había tenido que irse sin el niño, sino que había hecho todo el trayecto de vuelta a casa sumida en un profundo silencio. Y él no sabía qué hacer.
Una vez en casa, cuando Linda le pidió que le enseñara a utilizar la cinta mecánica, pensó que quizá el ejercicio la ayudara a combatir los demonios que la acechaban.
Pero, al contrario, parecían continuar castigándola.
Linda llevaba ya treinta minutos en la máquina, a una velocidad cada vez mayor, como si estuviera intentando dejar atrás lo que fuera que la inquietaba. Los pantalones cortos y la camiseta que se había puesto estaban empapados en sudor y algunos mechones de pelo que rodeaban su rostro estaban completamente mojados.
Aun así, continuaba moviéndose sin cesar.
Emmett la vigilaba bajo el pretexto de estar haciendo también él ejercicio, pero no podía continuar fingiendo que no estaba preocupado.
– A lo mejor deberías dejarlo…-le comentó.
– Créeme, estoy empezando a pensar en ello -contestó jadeante.
– Dejar de correr -le aclaró. Se inclinó hacia delante para poder reducir la velocidad de la cinta-. Creo que ya es hora de que descanses un poco.
– No necesito una… niñera. Antes… estaba muy en forma.
– Y volverás a estarlo -redujo todavía más la velocidad de la cinta-, a no ser que antes te provoques un ataque al corazón.
Linda le hizo una meca.
– No me crees… pero antes era una mujer muy fuerte.
Pero la dureza no era ningún antídoto contra la tragedia, pensó Emmett. Ryan era un hombre duro. Lily Fortune era una mujer dura. Pero ninguno había escapado a las caras más sombrías que podía presentar el mundo. Jessica Chandler, la víctima más dulce y optimista a la que había intentado en vano ayudar, también era una mujer fuerte.
– Agente secreto contable.
Aquellas palabras obligaron a Emmett a volver al presente.
– ¿Qué has dicho?
Linda continuó caminando sobre la cinta con los brazos en jarras y tomó aire.
– Así era como me veía yo a mí misma. Había estudiado Económicas y después me reclutaron como agente secreto para el Departamento del Tesoro, por eso me consideraba a mí misma agente secreto contable.
Emmett hizo una mueca.
– Eras muy joven, ¿verdad?
– Nos hicieron seguir un curso que incluía el uso de armas de fuego y un entrenamiento físico. Seguramente no tan intenso como los que tenéis que soportar los agentes de los cuerpos especiales, pero al menos aprendí a cuidar de mí misma.
Paró la máquina y tomó la toalla que había dejado apoyada en ella. Mientras se secaba la cara, comentó con la voz amortiguada por la toalla:
– Pero al parecer, no era entrenamiento físico lo que necesitaba, sino emocional.
Estaba hablando de su aventura con el sujeto de la investigación, Cameron Fortune. En el interior de Emmett, estalló un repentino enfado que lo sorprendió por su intensidad. El hermano de Ryan doblaba a Linda en edad y en astucia, sin lugar a dudas. Se había aprovechado de ella y le había cambiado la vida de manera irrevocable.
– Dicen que era un hombre atractivo y encantador.
– ¿Y se supone que eso debería hacerme sentir mejor?-preguntó Linda con amargura-. La persona que yo creía ser no se dejaría seducir por un tipo guapo y encantador.
Aunque a Emmett se le daban pésimamente los comentarios frívolos, intentó aliviar la intensidad del momento.
– Vaya, en ese caso, a lo mejor tengo una oportunidad contigo.
Linda ni siquiera sonrió.
– Ni siquiera sabría lo que tengo que hacer. No fui buena como agente secreto, Ricky no me considera una buena madre… Y no creo que sea buena como mujer.
A pesar de aquellas palabras, su femenina y floral esencia flotaba en el aire, agitando la pituitaria de Emmett y sacudiendo el deseo que había despertado en él cuando la había abrazado aquella mañana. Y fue incapaz de resistir la tentación de apartarle un mechón de pelo de la cara.
– Date tiempo.
– No puedo, ¿no te das cuenta? Ya he perdido demasiado tiempo. Dentro de diez años más Ricky ni siquiera necesitará una madre.
¿Qué podía decir él a eso? ¿Qué podía hacer para ayudar? Desgraciadamente, no era un hombre al que le resultara fácil animar a los demás. Era un verdadero experto en ver el lado más sombrío de la vida.
– ¿Y cuál es la alternativa?
– Renunciar.
Aquella palabra lo dejó paralizado. Y no porque no comprendiera el impulso, sino porque él ya lo había hecho. Después de la muerte de Jessica Chandler, un caso muy próximo en el tiempo al asesinato de su hermano Chris, había renunciado y había huido a las montañas. Si hubiera sido por él, seguramente continuaría allí, borracho y rebosante de dolor.
En aquel momento estaba sobrio. Pero el dolor no había desaparecido.
– Pero no puedo renunciar -añadió Linda-. Tengo una responsabilidad hacia Ricky y hacia Nancy y Dean, que jamás renunciaron, ¿entiendes?
– Sí, claro que lo comprendo. A veces lo que nos obliga a continuar no somos nosotros mismos, sino lo que les debemos a los demás.
– Como la promesa que le hiciste a Ryan -dijo Linda, mirándolo fijamente.
– Y a mí mismo, y a mis padres. Y a la memoria de mi hermano Christopher.
– Lo siento -alargó la mano hacia él y la posó en su brazo-. La lesión… Todavía tengo que esforzarme para pensar en lo que me rodea. No paro de quejarme, pero tu situación tampoco es buena y, sin embargo, aquí estás, haciendo de Mary Poppins para mí.
Emmett arqueó las cejas.
– Siempre y cuando no me pidas que vuele con un paraguas.
Linda tensó los dedos alrededor de su brazo.
– En serio, Emmett, sé que no soy una persona completa, y menos aún una persona en la que pueda apoyarse nadie, pero si necesitas hablar con alguien, aquí me tienes.
– No me resulta fácil hablar. Siempre he sido el lobo solitario de la familia.
– Pues tienes suerte. Yo he vivido en el silencio durante muchos años.
E inmediatamente procedió a demostrárselo. Se sentó en el borde de la máquina y la palmeó para que se sentara a su lado. Emmett se sorprendió a sí mismo obedeciéndola. Se sentó a su lado y dejó que creciera el silencio a su alrededor.
Linda cruzó los brazos sobre las rodillas y apoyó allí las mejillas. Emmett contempló su nuca mientras escuchaba los sonidos de la primavera que llegaban desde el exterior. El canto de los pájaros, el crujido de las ramas mecidas por el viento y arañando el cristal. Unos perros ladraban en la distancia. Y se instaló en su interior una sensación acorde con aquella estación. La primavera. Tiempo para la renovación. Para la esperanza.
Linda tenía los ojos cerrados y se preguntó si estaría dormida.
– Continúas siendo una mujer, ¿sabes?-musitó.
Linda abrió los ojos inmediatamente, alzó la cabeza y lo miró adormilada.
– ¿Tú crees?
– Lo sé.
Se sostuvieron la mirada. Emmett alargó la mano hacia su mejilla sonrojada.
– ¿Tengo que demostrártelo?
Linda tragó saliva.
– No porque te sientas obligado.
– No lo hago porque me sienta obligado.
Pero sí porque no le gustaba verla triste. Porque quería borrar toda preocupación de su mente. Sí, y también estaba el deseo. No sabía si aquello complicaría las cosas, pero en aquel momento no le importaba.
Se inclinó hacia ella y rozó sus labios.
Linda retrocedió como si le hubiera dolido. Pero Emmett había sido delicado. Muy delicado.
Por un instante, le devolvió el beso como lo habría hecho una niña, con los labios tensos y apretados. Pero luego los suavizó. Entreabrió los labios, pero Emmett no lo interpretó como una invitación a una mayor intimidad en el beso. En cambio, dejó que Linda continuara experimentando sin hacer nada más que mantener la boca cerca de la suya.
– Deberías respirar -susurró él contra sus labios-. Tienes que tomar aire.
– ¿Por eso he visto las estrellas?-Emmett sonrió y Linda le acarició los labios-: No sonríes mucho.
– Continúa besándome así y quizá lo haga.
Linda sacudió la cabeza.
– Ya te tengo calado, ¿sabes? Cada vez sé más cosas sobre ti.
– ¿Cómo cuáles?
– Eres dulce, por ejemplo.
– ¿Dulce? ¿Estás bromeando? Soy cínico, distante, decidido y obstinado. Puedes preguntárselo a cualquiera.
Linda se levantó.
– No tengo por qué preguntarlo. Estaba deprimida e insegura y tú me has besado. Ése es un gesto muy dulce.
– ¡Pero yo no lo he hecho para parecerte dulce!
Linda tenía unos ojos azules y redondos como los de un bebé.
– ¿Entonces por qué lo has hecho?
– Porque…
Su beso no había tenido nada que ver con la dulzura ni con la bondad. La había besado porque pensaba que era guapa y condenadamente atractiva.
– ¿Ves? No sabes qué decir.
Y sin más, giró sobre sus talones y se alejó de allí meciendo las caderas.
– ¡No te engañes!-gritó Emmett tras ella-. Soy un hombre cínico, frío, distante y obstinado. Espera y te lo demostraré.
Linda se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta tras ella.
Emmett todavía estaba sonriendo cuando sonó su teléfono móvil.
– Jamison al habla -contestó.
– Lo mismo digo -respondió una voz.
Emmett se olvidó inmediatamente de la primavera y el sol. Una nube oscura volvía a cernirse sobre él y el aire pareció llenarse del olor del azufre. Caminó a grandes zancadas hacia la puerta y observó el pasillo. Para asegurarse de que Linda estuviera a salvo.
– ¿Dónde demonios estás Jason?
– ¿Crees que he llamado para decírtelo, hermanito? Entonces eres más estúpido de lo que pensaba.
Emmett apretó los dientes. Desde una perspectiva un tanto perversa, Jason tenía derecho a su arrogancia. Había conseguido escapar de la cárcel para secuestrar a Lily Fortune. Y Emmett, con toda su experiencia, no había sido capaz de atraparlo cuando habían ido a entregar el rescate.
– Imaginábamos que a estas alturas estarías de camino hacia alguna isla del Pacífico o hacia Sudamérica para disfrutar de tu rescate -respondió, intentando calmarse.
– Te encantaría que estuviera fuera del país, ¿verdad?
Lo que a Emmett le encantaría era detenerlo de una vez por todas.
– Me gustaría saber por qué has llamado, Jason.
– Esta mañana he leído el periódico de Red Rock.
Aquélla era una pista. Su hermano estaba suficientemente cerca de allí como para tener acceso a un periódico local.
– Yo no he tenido oportunidad de leerlo -respondió Emmett.
– Pero no creo que te haya hecho falta leerlo para saber que Ryan Fortune te ha dejado una buena cantidad de acciones y de dinero.
Al parecer, habían trascendido a la prensa algunos detalles sobre la herencia de Ryan.
– Eh, eso no es cosa mía, es cosa de Ryan.
– ¿Y por qué vas a tener derecho a quedarte tú con el dinero de los Fortune cuando he sido yo el que ha luchado duramente para conseguirlo?
Jason creía tener derecho a la riqueza de los Fortune desde que eran niños y su abuelo, Farley Jamison, vivía obsesionado con el dinero con el que podría haber hecho realidad sus grandiosas aspiraciones políticas.
– Pero tú ya tienes parte del dinero de los Fortune. El rescate de Lily, por ejemplo -señaló Emmett.
– Ahora eso no me preocupa -le espetó Jason.
– ¿Ya no te importa el dinero?
– No tanto como la posibilidad de hundirte, hermanito. Vigila tu espalda, Emmett, porque voy por ti.
Interrumpió la llamada. Emmett permaneció de pie, con la mirada fija en el teléfono que todavía tenía en la mano. Vaya, vaya, vaya. Aquello daba un nuevo giro a la situación. El hombre al que tenía que atrapar había prometido atraparlo a él.
«Muy bien», pensó, «que gane el mejor».