Capítulo 7

Emmett se regañó a sí mismo mientras regresaba a la casa principal. Su conversación con Lily en el campo de fútbol parecía haber encendido una ligera llama en su alma y la mirada de Linda en la cocina también había arrojado una pequeña luz sobre lo que esperaba de él. Lily le había asegurado que Linda no tenía por qué estar necesariamente interesada en que permaneciera para siempre a su lado, y las miradas que habían cruzado aquella noche parecían demostrarle que sí estaba interesada en él.

Pero él no podía revelar sus sentimientos, se dijo. Tendría que moverse lentamente, dejar que fuera Linda la que le indicara hasta dónde podía llegar. Y debía estar seguro de que, por estrecha que fuera su unión física, no podía haber ninguna intimidad en su relación.

Cuando entró en la casa, oyó que estaba en el cuarto de baño y se quedó esperándola en el pasillo. Linda abrió la puerta, apagó la luz del baño y se sobresaltó ligeramente al encontrarlo allí.

– Eres tú -dijo.

– ¿Esperabas a otra persona?

Linda sacudió lentamente la cabeza. Un ligero rubor cubría sus mejillas.

– Sólo te esperaba a ti.

– Eso me gusta -se apartó de la pared y caminó hacia ella.

– No olvides que te he dicho que no tengo mucha experiencia -le advirtió.

Emmett no movió un solo músculo, pero era consciente del calor que emitía su cuerpo.

– Eso es como montar en bicicleta.

– También hace más de diez años que no monto en bicicleta.

– Entonces eso lo dejaremos para otro día -tomó sus manos, entrelazó los dedos con los suyos-. Esta noche es para nosotros.

Linda se estremeció.

– ¿Tienes frío?-susurró él.

– Me temo que usted me afecta mucho, señor Jamison.

– Por si lo ha olvidado, señorita Faraday, así es exactamente como se supone que funciona esto -tiró suavemente de ella para estrecharla contra él.

Linda alzó la mirada e hizo un gesto de desagrado.

– ¿Qué te pasa?

– La luz del pasillo. Es demasiado intensa.

Emmett alargó la mano y apagó el interruptor.

– Solucionado.

No estaban completamente a oscuras; la luz de la cocina le permitía distinguir el brillo dorado de su pelo y la bonita forma de su boca. Pero era una iluminación suficientemente tenue como para que otros sentidos comenzaran activarse. Emmett reparó en el sonido jadeante de su respiración y cuando posó la mano en su mejilla, sintió latir su pulso contra ella.

– No tienes que tener miedo de nada.

– Lo sé. No te tengo miedo -se puso de puntillas y su aliento bañó los labios de Emmett.

Estremecido, Emmett olvidó todas sus preocupaciones y promesas, se olvidó del pasado y del futuro. Pero recordó que debía ir despacio. De modo que encajó su boca con la de Linda con tierno cuidado. Presionó suavemente sus labios y dibujó sus curvas con la punta de la lengua. La sintió temblar bajo sus manos y volvió a dibujar nuevamente sus labios, notando que se iniciaba un suave ronroneo en lo más profundo de su pecho.

Emmett posó la mano en la parte posterior de la cabeza de Linda e inclinó la boca. Linda contuvo la respiración y Emmett deslizó la lengua entre sus labios. También entonces fue lento y considerado. Exploraba el interior de su boca con caricias tan lentas como delicadas.

Notaba cómo iba subiendo la temperatura de Linda bajo sus manos, pero no se permitió moverlas. Continuó concentrándose en su boca, en el sedoso calor de su interior, en la textura aterciopelada de su lengua.

Linda se estrechó contra él y comenzó a retorcerse contra su pecho, haciéndole sentir la dureza de sus pezones erguidos. Emmett deseó entonces quitarle la camiseta y el sujetador para apoderarse de aquellos dos montículos y succionarlos, lamerlos, mordisquearlos… Pero no lo hizo.

Continuó manteniendo el ritmo lento de su beso aunque sentía los músculos de Linda tensándose bajo sus manos. Y en el instante en el que la lengua de Linda se aventuró por primera vez al interior de su boca, su erección reclamó toda su atención.

Gimió al sentir la pelvis de Linda presionada contra aquel duro anhelo. Dejó caer la mano y la deslizó en el interior de la camiseta. Al sentir que se le ponía la carne de gallina, sonrió contra su boca.

– ¿Tienes cosquillas?-susurró.

– No, pero soy muy sensible.

Oh, aquello era maravilloso. Y lo fue más todavía cuando posó las manos alrededor de sus costillas y alzó las palmas hasta cubrir sus senos.

– No llevas sujetador -gimió-, no sabía que no llevaras sujetador.

Sus pezones se habían convertido ya en dos duros botones. Linda se presionó contra él y acercó la boca a la suya.

La invitación estaba clara. Emmett hundió la lengua en su boca con más fuerza con intención de saborearla. Rodeó los pezones con las yemas de los dedos y los pellizcó con delicadeza. Linda gimió suavemente y volvió a estrecharse con fuerza contra él.

Sin pensar en lo que hacía, Emmett tomó el dobladillo de la camiseta y se la quitó por encima de la cabeza. Al hacer aquel movimiento, interrumpió el beso. Y le bastó mirar a Linda a la cara para comprender que había roto la magia del momento. Retrocedió.

– Lo siento, yo…

Pero se interrumpió cuando Linda dio un paso hacia él. Le arrancó la camiseta de la mano y la tiró al suelo. Después, acercó las manos de Emmett hacia su desnudez.

– Cúbreme, Emmett.

Oh, Dios. Sí, deseaba hacerlo y lo hizo. La ayudó a volverse, de manera que fuera Linda la que se apoyara contra la pared para poder así inclinarse contra ella, rozando sus caderas, mientras posaba las manos sobre sus senos y continuaba besándola.

Abandonó después sus labios para tomar sus pezones y ella hundió los dedos en su pelo.

Sabía tan bien, pensó Emmett. Volvió a hundirse en la suavidad de su piel para lamer el otro seno. La fragancia a sol, a flores, se fundía con el aroma dulce y cremoso de su excitación. Tiró ligeramente con los dientes de un pezón mientras se dirigía con las manos hacia un nuevo territorio.

En el momento en el que hundió los dedos en la cintura del pantalón, la oyó decir jadeante:

– Oh, Emmett…

Inmediatamente, volvió a su boca y comenzó a acariciar la piel satinada de su vientre. Linda gimió contra sus labios cuando lo sintió acercarse a los pétalos de su sexo.

Ambos se quedaron paralizados. Emmett gimió ante el absoluto, dulce y sublime placer que encontró en su evidente excitación. Se excitó de tal manera que pensó que no iba a poder controlarse. Linda jadeó contra su oído y cuando hundió los dedos más profundamente en su interior, dejó incluso de respirar.

Emmett presionó su mejilla contra la suya e insertó otro dedo dentro de ella.

– Por favor, Emmett -le suplicó estremecida-, por favor…

– Creo que ya es hora de que vayamos a la cama, cariño -susurró él-. Ya es hora de que nos desnudemos y vayamos a la cama.

Linda asintió.

– Sí, por favor -pero tensó los músculos interiores de su cuerpo cuando Emmett intentó apartarse.

Con lo que sólo consiguió elevar la intensidad del deseo de Emmett.

– Cariño, sólo tendremos que separarnos unos segundos. Te prometo que después te llenaré con todo lo que tengo.

– Lo quiero todo, Emmett. Todo.

Aquellas palabras deberían haberlo asustado, pero Emmett estaba demasiado ocupado intentando dirigirse hacia su dormitorio. Le rodeó a Linda los hombros con el brazo, pero de pronto se acordó de algo. Los preservativos. No podía hacer el amor sin preservativos.

– Espera un momento -musitó.

Se volvió hacia el cuarto de baño, pero Linda no le dejó marchar. Lo agarró del cinturón y Emmett se volvió hacia ella.

– Ya estoy esperando -susurró Linda.

Emmett sonrió y tiró de ella hacia el baño. Encendió la luz y después de localizar los preservativos se volvió hacia ella.

– Ya…-enmudeció al instante.

Linda estaba pálida, con los ojos cerrados y una lágrima se deslizaba por su mejilla.

– ¿Linda? ¿Qué te he hecho? ¿Qué he hecho mal?

Una nueva lágrima escapó de sus ojos.

– No, no has sido tú -parecían faltarle las fuerzas hasta para hablar-. Me duele la cabeza, me duele mucho la cabeza.

Inmediatamente desapareció el nudo que Emmett tenía en el estómago. Él no le había hecho nada. Le apartó el pelo de la cara con delicadeza.

– ¿Qué puedo hacer por ti?

– La luz. Ayúdame a apartarme de la luz.

Emmett apagó la luz inmediatamente y, al notar que Linda se tambaleaba, la levantó en brazos. La llevó al dormitorio a grandes zancadas y la metió delicadamente entre las sábanas. Cuando estuvo tumbada, le quitó las sandalias y los pantalones. Linda se aferró a su mano.

– ¿Qué quieres, cariño?

– Las pastillas -farfulló ella-. Están en el armario de las medicinas.

A los pocos minutos, Emmett regresaba con las pastillas y un vaso de agua. Rápidamente, sacó una de las píldoras y se la colocó entre los labios. Linda la tragó con agua sin abrir los ojos.

– Ha sido la luz -volvió a decir-. Tú no me has hecho daño.

– Lo sé. Y nunca te lo haré.

Emmett no conseguía ver con claridad. Él no llevaba gafas, pero era como si las necesitara y las hubiera perdido. La luz era tenue y entrecerraba los ojos para poder orientarse en un laberinto de pasillos. Tenía miedo.

No miedo por él mismo. Llevaba la pistola en la mano y podía disparar si tenía que hacerlo. Tenía miedo de averiguar que no había nadie a quien disparar, de llegar demasiado tarde. ¿Dónde estaba ella?, se preguntaba atormentado. ¿Dónde estaba? Aquel pensamiento se deslizaba como una serpiente en su cerebro. Y al doblar una esquina, lo olió. El terror y la muerte. La sangre.

Oh, Dios, Dios, era demasiado tarde.

Comenzaba a correr, abalanzándose contra las paredes que no podía ver mientras avanzaba hacia aquellos olores de los que la mayoría de la gente huiría de manera instintiva. Pero Emmett estaba obligado a continuar avanzando porque en eso consistía su trabajo: avanzar hacia el terror, hacia la muerte.

Dobló otra esquina y se descubrió en una habitación vacía. Salió una figura de entre las sombras.

– ¡Christopher!-era su hermano. Su hermano mayor-. ¿Qué estás haciendo aquí?

El fantasma de Christopher no contestó. Avanzó hacia él y le tendió una cinta.

– No la quiero -le advirtió Emmett-. No la quiero.

Christopher sacudió la cinta, insistiendo.

– No -Emmett retrocedió-. No la quiero, la quiero a ella. ¿Dónde está?-intentaba recordar quién era ella, pero no era capaz.

Pero de pronto, tenía la cinta en la mano y veía a su hermano con un radiocasete. Quería que Emmett pusiera la cinta, era evidente, pero Emmett no quería.

Christopher le quitó la cinta y la metió en el aparato. Emmett lo observó horrorizado, hasta que fue capaz de gritar otra vez.

– ¡No la pongas! ¡No pongas esa cinta! ¡No pongas la cinta!

– Emmett -alguien le estaba sacudiendo el hombro-. Emmett, despierta.

También había oscuridad. No podía ver. Pero cuando volvieron a sacudirlo, abrió los ojos. Aunque era de noche, podía distinguir perfectamente lo que lo rodeaba. Estaba en una habitación diferente, con una cómoda, un espejo, una cama y… una mujer.

Estaba en la cama con una mujer. Linda.

– Lo siento, siento haberte despertado. ¿Cómo te encuentras?

– Mejor, un poco aturdida, pero mejor. Es el efecto de la medicación. ¿Y tú cómo estás? Estabas gritando.

– Estaba soñando.

– Has tenido una pesadilla -Linda le acarició el pelo como si fuera un niño.

Emmett se sentó en la cama avergonzado.

– Me iré para dejarte descansar.

Pero Linda lo agarró del codo.

– Antes déjame disculparme. Siento lo que ha pasado antes. A veces me asaltan unos dolores de cabeza muy fuertes.

– No tienes por qué disculparte -se levantó.

Linda estaba sentada en la cama, cubriéndose con las sábanas. La melena cubría sus hombros desnudos. Pero Emmett continuaba bajo los efectos de la pesadilla y la humillación de saber que lo habían descubierto llorando en sueños.

– Buenas noches.

– Emmett, déjame decirte una vez más que siento… siento ser un fracaso.

– ¿Qué dices?-Emmett dio un paso hacia la cama-. ¿De qué estás hablando?

– Yo pensaba que esta noche podría ser una mujer de verdad -susurró-, pero lo único que he hecho ha sido sufrir un terrible dolor de cabeza y provocarte una pesadilla.

– Mis sueños no tienen nada que ver contigo -inmediatamente se dio cuenta de cómo debían de haber sonado sus palabras. Se sentó en la cama y buscó su mano-. No pretendía decir eso. No me resulta fácil admitirlo, pero… ha sido una pesadilla. Una pesadilla que tengo muy a menudo, así que no es culpa tuya.

– ¿Por qué te resulta difícil admitirlo? ¿Crees que no tienes derecho a tener tus propios demonios?

– Yo…-suspiró-. Supongo que no quiero que tengan derecho a atraparme.

Linda le apretó la mano.

– Ya sé que los hombres del FBI nunca admiten que son como los demás mortales, pero todo el mundo tiene pesadillas. Eso no significa que seas un hombre débil. Ahora, la débil soy yo.

– ¿Débil? No.

– Incompleta, entonces. Inútil.

– Linda -se acercó más a ella para poder acariciarle la cara -, no puedes decir una cosa así. Y menos cuando la verdad es que me asombran tu fuerza y tu valor. Me he pasado la vida rodeado de hombres duros y, sin embargo, han sido siempre las mujeres las que me han impresionado por su valor.

– Eres muy amable, pero…

– No lo digo por decir. Sé de lo que hablo. Lo que he soñado esta noche, mi pesadilla, tiene que ver con una mujer a la que admiraba. Se ocupaba también del último caso en el que trabajé antes de pedir permiso en el FBI. Se llamaba Jessica Chandler.

– Háblame de ella.

– No.

No había hablado de Jessica con nadie desde que la investigación había terminado. Y aun, cuando todavía estaba en marcha, se había limitado a escuchar lo que otros contaban sobre ella. Había dejado que los padres de la chica le explicaran hasta el más mínimo detalle de su hija.

Sabía cuál era su color favorito, su canción favorita. Su hermana pequeña le había hablado del primer hombre que la había besado. Y su hermano mayor le había hablado del día que había rayado el coche de sus padres y él había dicho ser el culpable. Emmett había conocido a Jessica a través de los ojos de las personas que más la querían.

– No es una historia para contar antes de dormir. No debería haberla mencionado.

– Pero lo has hecho. A lo mejor necesitas hablar de ella.

– No.

– Emmett…

– Sólo tenía dieciocho años -se oyó decir a sí mismo-. ¡Sólo dieciocho años!

– Háblame de ella -susurró Linda-. No pasará nada, de verdad. Quiero que me hables de ella.

A pesar de todos sus esfuerzos, lo invadieron la indignación, la desesperación y la sensación de inutilidad que lo asaltaban cada vez que pensaba en Jessica Chandler. Y quizá por lo reciente de la pesadilla, o quizá por la compasión que reflejaba la voz del Linda, en aquella ocasión las barreras que había erigido para contener el dolor no resistieron. Cerró los ojos con fuerza.

– Volvía a casa de sus padres al salir del trabajo y se paró en el buzón que había al final de la carretera que conducía a su casa. Su hermano encontró su coche allí menos de media hora más tarde. La puerta estaba abierta y su bolso, en el asiento de pasajeros, pero Jessica no aparecía por ninguna parte.

– La habían secuestrado.

– Sí, eso fue lo que concluyó el FBI. Una mujer joven y atractiva desaparecida. En un caso como ése, es difícil conservar la esperanza. Pero su familia no la perdió. Creían en Jessica y en su capacidad para resistir frente a la adversidad.

– Llegaste a conocer a su familia.

– Sí, y a través de ellos, conocí también a Jessica. Cuando comenzó a llamar el secuestrador, yo también pensaba que conseguiría sobrevivir a esa pesadilla. Pero al secuestrador le gustaba jugar con nosotros. No contestaba directamente, Jessica no se ponía nunca al teléfono. Y él sólo hablaba el tiempo suficiente para que no pudiéramos localizar la llamada.

– ¿Y al final lo encontrasteis?


– Tiempo después. Tras haber encontrado a Jessica -abrió los ojos. Estaba a punto de amanecer y una luz perlada inundaba la habitación-. Después de una semana de búsqueda, encontramos a Jessica donde él dijo que estaría. Pero ya no estaba viva. Estaba enterrada a un metro bajo tierra. La había matado dos días antes.

Linda abrazó a Emmett y le hizo apoyar la cabeza en la curva de su cuello.

– Estaba enterrada con una cinta. En una cara estaban grabadas las palabras del secuestrador. En la otra, el mensaje final que le había permitido grabar a Jessica para su familia y amigos.

Linda lo estrechó con fuerza contra ella.

– Eran las palabras más hermosas que puedas imaginarte. Les pedía que no pensaran en las últimas horas de su vida, sino en todo lo que había vivido antes. Las navidades, los cumpleaños, todas las fechas hermosas que habían compartido. Después les cantaba una canción de Simón y Garfunkel. Era increíble. Desafinaba en todas las notas, pero cualquiera que haya oído esa cinta, te diría que parecía estar cantando un ángel.

– Oh, Emmett. Debía de ser una mujer increíble.

– Sí, ya te lo he dicho. Fuerte y valiente. Y no haber sido capaz de salvar a una mujer tan luminosa me envió a las más oscuras profundidades. Pero tú has vuelto a traer algo de luz a mi vida.

– ¿Yo?

– Sí. Tengo tendencia a ver el mundo en blanco y negro: perdedor o ganador, víctima o verdugo…

– Muerto o vivo.

– Dormido o despierto.

– Pero yo te he hecho darte cuenta de que las cosas no son tan sencillas.

– Sí. Estás viva y estás luchando para recuperar la vida que has perdido. Y sé que lo conseguirás. Tu valentía y tu fortaleza me han hecho creer de nuevo en la bondad. En que la bondad puede llegar a ganar.

Linda estaba de nuevo entre sus brazos, en un enredo de sábanas y piel cálida. Emmett la sostuvo contra él, sonriendo ante la fuerza con la que lo abrazaba.

– Creo que es lo más bonito que me han dicho nunca -susurró Linda contra su cuello.

Y aquello fue lo más bonito que habían hecho por él, pensó Emmett. Linda le había hecho sentirse casi humano otra vez.

Sintió que comenzaban a humedecerse bajo su mejilla los largos mechones de Linda y los acarició mientras ella alzaba la cabeza hacia él.

– Lo siento -le dijo-, estás llorando.

– No pasa nada -le acarició la cara-, tú también.

Загрузка...