Capítulo 2

Linda descubrió que los pasillos del centro de rehabilitación no eran suficientemente anchos en el momento en el que tuvo que cruzarlos al lado de Emmett Jamison. Era enorme y tenía un aspecto extremadamente masculino con los pantalones anchos y la camisa de cuello abierto. Mientras lo guiaba hasta su dormitorio, Linda tenía la sensación de que estaba excesivamente cerca de ella. Y estaba deseando deshacerse de él.

– No me dijo por qué quería verme -le advirtió.

Si no hubiera estado tan sorprendida y confundida cuando la había llamado el día anterior, habría insistido en averiguar la razón.

– ¿Ah, no?-preguntó, mientras miraba hacia una de las salas de rehabilitación.

En el centro había algunos pacientes sentados frente a diferentes mesas, unos trabajando con ordenadores, otros insertando clavijas en una malla de plástico y otros haciendo un rompecabezas.

– ¿Ése es el tipo de cosas que ha estado haciendo durante este año?

– Sí. Los juegos de ordenador y los rompecabezas ayudan a mejorar la destreza en las manos, la memoria y la capacidad de concentración. También he recibido terapia física y ocupacional. En muchos aspectos, en la mayoría quizá, era como una niña cuando vine aquí.

– Pero ya está… ¿cómo lo diría? ¿Curada?

Linda comenzó a notar un sudor frío.

– Soy una persona diferente, no soy la misma que antes de tener el accidente.

¿Y quién era esa persona exactamente? A aquella pregunta se sumaba la horrible sensación de haber perdido una década. Con un pasado tan nebuloso como su futuro, continuaba luchando para crearse una identidad, incluso para creer que sería capaz de hacerlo. Dejar el centro de rehabilitación, pensó preocupada, agudizaría aquel problema.

Encontrar a Nancy y a Dean Armstrong en la pequeña salita de su habitación no la hizo sentirse mejor. Eran maravillosos, dos personas extremadamente generosas que habían cuidado a Ricky. Pero aquel día verlos allí sólo servía para recordarle que pronto, muy pronto, tendría que trasladarse a su casa y se esperaba que allí no sólo comenzara a labrarse su propia vida, sino que ejerciera de madre de su hijo.

– Nancy, Dean, me alegro de veros -los abrazó.

– Te hemos traído las fotografías del partido de fútbol y de la excursión al campo de la semana pasada.

Linda tensó los dedos sobre las fotografías. Los Armstrong estaban haciendo un gran esfuerzo para integrarla en la vida de Ricky.

Compartían sus fotografías y se hacían acompañar por el niño en cuanto tenían oportunidad. Ellos no tenían la culpa de que ella no se aceptara a sí misma como madre.

– ¿Conocéis a Emmett Jamison?-les preguntó, señalando a su acompañante.

Ambos asintieron, lo que la dejó estupefacta. Así que cuando estuvieron los cuatro sentados, decidió abordar directamente la cuestión.

– Señor Jamison…

– Emmett -la corrigió.

– De acuerdo, Emmett, entonces. ¿Qué puedo hacer…?-miró a la pareja-. ¿Qué podemos hacer por ti?

Nancy y Dean intercambiaron miradas.

– La pregunta debería ser qué puedo hacer yo por ti -respondió Emmett.

A Linda no le gustó el tono en el que pronunció aquellas palabras.

– Yo no necesito nada…

Emmett miró fugazmente a los Armstrong.

– Pronto saldrás de aquí. Y quiero ayudarte.

¿Estaría ofreciéndose para ayudarla a llevarse sus cosas?

– Iré a vivir a casa de los Armstrong y apenas tengo cosas que llevarme. Ropa, algunos libros, nada más.

Emmett no contestó directamente. Dejó que el silencio se alargara. Linda sacó las fotografías del sobre para tener algo que hacer.

– Se lo prometí a Ryan -dijo Emmett por fin.

– ¿Le prometiste qué?-preguntó ella con el ceño fruncido.

– Le prometí que te cuidaría, que haría lo que fuera para facilitarte la vida. Le hice dos promesas y pretendo cumplirlas.

– Era muy propio de Ryan preocuparse por mí, pero no necesito que nadie me cuide. Ni que nadie me facilite las cosas -bueno, por supuesto que lo necesitaba, pero dudaba que hubiera una sola persona en el mundo que pudiera ayudarla a sentirse como una verdadera madre y como una mujer completa.

– Pero yo podría hacerte las cosas más cómodas -insistió Emmett.

Linda miró a los Armstrong. No sabía cómo rechazar su oferta. Fue entonces cuando advirtió la preocupación que reflejaba el rostro de Nancy.

– ¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que me estáis ocultando?

Nancy sonrió.

– Creo que entre todos estamos confundiéndote y, desde luego, no era eso lo que pretendíamos. Es sólo que se nos ha ocurrido un nuevo plan que pensamos que podría funcionar y ser lo mejor para ti.

Dean se aclaró la garganta.

– Cuando Emmett nos habló de la promesa que le había hecho a Ryan, pensamos que su ofrecimiento llegaba en el momento ideal. Es una oportunidad para que conquistes un grado de autonomía mayor que el que conseguirías trasladándote a nuestra casa. Ya sabes que tu psicóloga no estaba segura de que fuera una buena idea.

Linda tragó saliva. Ella ya sabía que la psicóloga desconfiaba de que aquélla fuera la mejor opción.

– ¿Creéis que no debería irme a vivir con vosotros?-musitó.

– No, no, Linda. Nosotros queremos estar a tu lado -se precipitó a aclarar Nancy-. Lo que estamos proponiéndote es que te quedes en la casa para invitados que tenemos detrás de la piscina. Tiene tres dormitorios, un baño y una cocina. Allí tendrás oportunidad de cuidar de ti misma. De hacer la compra, cocinar… Emmett podría quedarse en uno de esos dormitorios para apoyarte durante algún tiempo.

Linda se frotó la frente. Los cambios la descolocaban. Adaptarse a situaciones y a ideas nuevas era una de las habilidades en las que se suponía que tenía que trabajar cuando iniciara su nueva vida.

Bajó la mirada hacia las fotografías que tenía sobre el regazo. Eran de una docena de niños. Estaba tan desconcertada que tardó varios segundos en darse cuenta de lo que estaba viendo. Ricky. Por supuesto, era Ricky, su hijo.

Dean debió de advertir el rumbo que estaban tomando sus pensamientos.

– Mientras estés allí, él puede continuar con nosotros e ir a verte con toda la frecuencia que quiera, por supuesto. De esa manera podrá disfrutar de lo mejor de ambos mundos.

«Lo mejor de ambos mundos». Aquella frase la impactó. «Lo mejor de ambos mundos. Lo mejor».

Lo mejor de irse a vivir a la casa de invitados, la parte más tentadora, era que le permitiría conservar cierta distancia del mayor de sus miedos. Podría pasar más tiempo, pensó, avergonzada y aliviada al mismo tiempo, sin ejercer el papel de madre de Ricky.


Hoy es viernes, día ocho de mayo. Tienes que moverte. Ahora vives en la casa de invitados de los Armstrong. El baño está cruzando el pasillo. Tienes que levantarte, ducharte y vestirte.


Aquellas frases aliviaron la ansiedad de despertarse en una cama y una habitación desconocidas. Más relajada, observó los rayos de sol acariciando el papel amarillo y violeta de las paredes. Había llevado sus cosas a esa habitación la tarde anterior y después, agotada por el ejercicio y por el cambio de escenario, se había puesto el pijama, se había tumbado en la cama y se había quedado completamente dormida.

Le sonó el estómago, recordándole que no había comido nada desde el almuerzo del día anterior. Pero la comida tendría que esperar. Si era por la mañana, lo primero era ducharse y vestirse.

Le resultaba más fácil seguir las instrucciones de su libreta. La improvisación podía conducirla al desastre, como había ocurrido las veces que había olvidado vestirse antes de ir a una cita. Se había presentado en una reunión con uno de los abogados de Ryan en pijama. Afortunadamente, la reunión se celebraba en una de las salas del centro de rehabilitación y no en un despacho de abogados de San Antonio.

Se levantó de la cama y advirtió entonces que llevaba el mismo pijama. Lo había elegido Nancy, al igual que la mayor parte de su guardarropa. Era de algodón, de color salmón claro. Los pantalones eran muy cortos y la parte de arriba no tenía mangas. Hizo una mueca al verse en el espejo que había en uno de los extremos de la habitación. Todavía estaba demasiado delgada y aquel pijama tan infantil la hacía parecer una niña de doce años, en vez de mostrar sus treinta y tres años.

El estómago volvió a sonarle.

«Ducharse, vestirse», se recordó otra vez. Y el cuarto de baño estaba enfrente, cruzando el pasillo.

Pero justo cuando empujó la puerta del dormitorio, se abrió la del cuarto de baño. Y apareció un hombre frente a ella.

Linda se quedó boquiabierta, pero no salió un solo sonido de sus labios. Era un hombre alto y estaba desnudo. Sólo llevaba una toalla alrededor de la cintura. Tras él, escapaba el vapor del cuarto de baño, dándole el aspecto de un genio erótico.

Cuando ya era demasiado tarde, Linda cruzó los brazos sobre el pijama que apenas ocultaba sus senos. Y no porque Emmett se los estuviera mirando. No, él se limitaba a observar su rostro, completamente quieto, como si ella fuera un animal salvaje y estuviera intentando no asustarla.

– Buenos días -le dijo suavemente-, pensaba que todavía estabas dormida.

Linda retrocedió un paso.

– Soy Emmett, ¿te acuerdas?-añadió él.

– Claro que me acuerdo -bufó, dando otro paso hacia el dormitorio y cerrando la puerta de un portazo.

Recordaba quién era, sí. Pero en la confusión del momento se había olvidado de algo más. Alargó la mano hacia el bolígrafo y la libreta y se sentó en el borde del colchón. Allí, tachó algunas de las frases que había escrito y escribió otras nuevas.


Ahora vives en la casa de invitados de los Armstrong CON EMMETT JAMISON. El baño está cruzando el pasillo. ¡Y ES POSIBLE QUE ÉL LLEGUE AL CUARTO DE BAÑO ANTES QUE TÚ! Es por la mañana, hay que levantarse, ducharse y vestirse. ¡Y NO TE OLVIDES DE PONERTE UNA BATA!


Durante la ducha tuvo tiempo de asimilar el hecho de que tenía un compañero de piso. El pequeño cuarto de baño retenía su fragancia, lo que no le resultó desagradable. Y se alegró de ver que no había cambiado el orden de los diferentes productos higiénicos que había colocado en la ventana la noche anterior.

Después de ajustar la presión de la ducha, abrió el bote de champú y el del acondicionador. A medida que iba utilizando cada uno de ellos, lo cerraba para asegurarse de no salir de la ducha con la cabeza llena de espuma, como había hecho una o dos veces antes.

Aquel pequeño ritual le permitió dejar de pensar en Emmett otra vez. Él iba a ser como su red de seguridad durante el tiempo que estuviera allí. Si se caía, se suponía que tenía que atraparla antes de que llegara al suelo. Por ese motivo, Linda le había dado permiso para hablar con su psicóloga sobre lo que se esperaba al final de aquel periodo de transición.

No tenía que mirar a Emmett como a un hombre; debía considerarlo una herramienta. Una herramienta increíblemente sexy cuando estaba semidesnudo, pero una herramienta al fin y al cabo.

Por su parte, él no parecía ser consciente en absoluto de su feminidad, lo que permitía que las cosas fueran más sencillas y le facilitaba ignorar el hecho de que estaba viviendo con un espécimen masculino tan atractivo. Y también le resultó más fácil enfrentarse a Emmett cuando se reunió con él en la cocina después de haber salido de la ducha y haberse puesto unos vaqueros, una camiseta y unos zapatos.

– ¿Quieres un café?-le ofreció Emmett.

Estaba sentado al lado del mostrador, con la cafetera en la mano.

Un electrodoméstico más, pensó Linda, reprimiendo una sonrisa.

Tomó la taza que Emmett le tendió y murmuró las gracias. Después, ambos se sentaron a la mesa de la cocina. Emmett tomó una parte del periódico al tiempo que le acercaba el frutero.

Linda tomó un plátano mientras él comenzaba la lectura. Sí, era como una máquina expendedora, se dijo; ofrecía café y fruta en los momentos oportunos. Podría llegar a acostumbrarse a eso.

Pero entonces se le ocurrió pensar que en realidad estaba ya acostumbrada a eso. Una de las razones por las que se suponía que tenía que vivir de forma independiente era que tenía que aprender a valerse por sí misma. Con esa finalidad, se levantó y tomó la taza de Emmett para volver a llenársela.

– Gracias -musitó él.

Ninguno de los electrodomésticos que había visto Linda hasta entonces tenía unos ojos tan verdes. Ni unas pestañas tan negras y aterciopeladas, y tan oscuras como su pelo. Sin pensar, alargó la mano hacia su pelo y se lo acarició.

Emmett se quedó helado.

Linda apartó la mano con el rostro rojo como la grana.

– Lo siento, lo siento mucho.

– No te preocupes, no pasa nada -Emmett pasó la página del periódico.

Parecía repentinamente fascinado por un anuncio de una tienda de sábanas.

– Sólo quería sentir tu pelo -dijo, intentando explicar los motivos de su acción. Se sonrojó todavía más-. Quiero decir, yo…

– No te preocupes -repitió Emmett con calma.

Probablemente, en el centro de rehabilitación le habrían indicado que, a veces, las personas con lesiones cerebrales hacían determinadas cosas porque sus lesiones les impedían controlar sus impulsos. Linda había oído hablar de ello y había sido testigo de que les ocurría a muchos pacientes. Pero hasta entonces, ella nunca había mostrado aquel síntoma en particular.

Se sentó de nuevo, deseando poder olvidar aquella bochornosa escena. No era para tanto, se dijo. Y menos cuando Emmett sólo estaba allí para ayudarla. Aquel hombre había renunciado a su tiempo para vivir con ella.

¿Y por qué?, se preguntó de pronto. Debería habérselo preguntado antes, comprendió. Pero las personas con ese tipo de lesiones vivían normalmente concentradas en sí mismas. Mientras luchaban para recuperar las capacidades perdidas, concentraban en sí mismas toda su energía. Y el día que Emmett se había ofrecido a quedarse en su casa, ni siquiera se había planteado qué podía significar aquella situación para él.

– ¿Emmett?

Emmett alzó la mirada.

– ¿Por qué estás aquí?

– ¿No lo recuerdas?

– Nunca me lo has dicho. Mencionaste una promesa, dos promesas en realidad, pero no dijiste por qué las habías hecho.

Emmett rodeó con la mano la taza de café y bebió.

– Ryan no sólo era un pariente lejano para mí. Llegamos a estar muy unidos durante los últimos meses de su vida. Cuando me hizo prometerle que te ayudaría, no pude decirle que no.

Linda frunció el ceño. Había algo más, estaba segura.

– ¿Eres de esta zona?

– No, no llevo mucho tiempo viviendo en Texas. Mi última dirección fija estaba en Sacramento, California. Dependo del departamento del FBI de aquella zona, pero llevo varios meses de permiso.

En su anterior vida, Linda también había trabajado para el FBI. Era una parte de su confuso pasado y otra de las piezas que estaba intentando integrar en su nueva identidad. Pero por distantes que fueran aquellos recuerdos, no creía que fuera habitual que un agente llevara tantos meses de permiso.

– ¿Por qué te eligió Ryan para hacerle esa promesa? ¿Y por qué no podías decirle que no?

– No sé por qué me eligió a mí, pero la razón por la que no podía decirle que no es que mi hermano le hizo pasar por un infierno durante los últimos meses de su vida. El hombre conocido como Jason Wilkes, que mató a cuatro personas y secuestró a Lily Fortune en febrero, es mi hermano.

Pero la fría expresión de sus ojos y la ligera ronquera de su voz le dijeron a Linda mucho más. Más incluso de lo que quería saber. Aquello le dejó claro que no era una máquina lo que tenía frente a ella. No, no podría ignorarlo con tanta facilidad. Durante las cuatro semanas siguientes iba a compartir la casa con un hombre de carne y hueso.

Emmett sabía que tenía que ser delicado con Linda, pero había habido dos ocasiones durante aquella mañana en las que la había sobresaltado. La primera había sido al salir del cuarto de baño y, la segunda, cuando le había hablado de Jason.

Y todavía estaba intentando disculparse por ello cuando la llevó al supermercado.

– Mira, siento haberte soltado tan bruscamente esa información sobre mi hermano.

Linda hizo un gesto, restándole importancia, mientras anotaba un nuevo producto en la lista que tenía en el regazo.

– No te preocupes. Me enteré de lo de Lily, por supuesto, y había oído hablar de los otros crímenes. Lo que no sabía era la relación que tenía Jason contigo.

– Lo siento -volvió a decir él.

– ¿Quieres dejar de disculparte? No soy una frágil florecilla, Emmett, a la que tengas que proteger del viento y del sol. Se supone que tengo que acostumbrarme a lo que es el mundo, ¿recuerdas?

Pero, maldita fuera, el mundo estaba lleno de florecillas frágiles y de fuerzas mortales dispuestas a acabar con ellas. Aun así, Linda podía ser tan frágil como cabezota. Una vez en el supermercado, insistió en llevar ella el carro.

– Esto puedo hacerlo yo sola -le dijo-. Tú hazme el favor de guardar un poco las distancias.

De modo que Emmett la siguió sin perder en ningún momento de vista los vaqueros azules y la melena rubia que flotaba por su espalda. Estaba delgada, pensó, pero con unos cuantos kilos en los lugares indicados tendría un tipo perfecto. Y a pesar de su delgadez, tenía unos senos turgentes. Los había vislumbrado bajo la tela transparente de ese pijama tan infantil que llevaba aquella mañana, y se había sentido culpable inmediatamente.

Pero aquel joven reponedor que estaba cerca de ella, en el pasillo de los cereales, no parecía sufrir los mismos problemas de conciencia. Al ver que recorría a Linda de pies a cabeza con la mirada, ignoró la advertencia de ella y se acercó rápidamente.

– ¿Va todo bien, cariño?-preguntó, al tiempo que posaba la mano en su hombro y le dirigía al tipo una mirada de advertencia.

– ¿Qué?-preguntó Linda sobresaltada.

– ¿Va todo bien?

– Sí, claro… ¿qué ocurre?-un ligero rubor cubrió sus mejillas.

Emmett sonrió al ver que el joven entendía la indirecta y continuaba con su trabajo.

– Nada, salvo que ese tipo te estaba devorando con la mirada hace unos segundos.

Linda desvió la mirada hacia el muchacho y después volvió a mirarlo a él.

– Imposible, tengo edad suficiente para ser su madre.

Emmett soltó una carcajada y no pudo evitar acariciarle el brazo.

– Ni de lejos.

No había nada que no resultara absolutamente juvenil en aquella boca dulce, en su brillante melena o en aquellos senos que escondía bajo la camiseta. Emmett dejó caer la mano y maldijo en silencio. Se suponía que tenía que proteger a Linda, no comportarse como un viejo verde.

– Adelante, continúa con tus compras.

Linda lo miró con los ojos abiertos como platos y reanudó su trabajo. Emmett se mantenía a distancia mientras ella paseaba por la sección de las sopas y el pan.

Y Linda llevaba ya varios minutos frente a los expositores del pan cuando Emmett se dio cuenta de que, en realidad, no había metido nada en el carro. Nada. Ni uno solo de los productos de las estanterías por las que había pasado. En ese mismo instante, Linda comenzó a empujar el carro otra vez y avanzó a grandes zancadas hasta llegar a las puertas del supermercado. En su precipitación, la lista de la compra salió volando en el momento en el que abandonó el supermercado. Emmett la recogió, salió corriendo tras Linda y la alcanzó en el momento en el que estaba dejando el carro junto a los demás.

– ¿Linda?

Linda se volvió y se quedó mirándolo fijamente, como si fuera la primera vez que lo veía. En sus enormes ojos, Emmett distinguió el velo inconfundible de las lágrimas.

– ¿Estás bien?

Qué pregunta tan estúpida. Claro que no estaba bien. Parecía asustada y él no sabía qué hacer para ayudarla. Sin saber qué hacer, le tendió la lista de la compra.

– Se te ha caído esto.

Linda la tomó.

– Hay tantas cosas que decidir…-susurró, con la mirada fija en ella-. Escribo «cereales», pero los hay de tantas marcas y de tantas clases que no soy capaz de decidir la caja que quiero. Y el pan igual: pan blanco, pan con mantequilla, pan con cereales…-se le quebró la voz y una lágrima comenzó a deslizarse por su mejilla.

Lo estaba matando.

– No pasa nada. Lo conseguiremos -debería haberla llevado a una tienda más pequeña, pensó-. Iremos a casa y resolveremos la cuestión de la compra más tarde.

– No -Linda se enderezó y levantó la barbilla-. No, puedo hacerlo.

E, inmediatamente, regresó al interior del supermercado.

En aquella ocasión, Emmett permaneció a su lado, llevando el carrito y limitando sus elecciones a uno o dos productos cuando la veía confundida. Volvieron al coche treinta y cinco minutos después, ambos exhaustos.

Pero aun así, ella lo ayudó a cargar las bolsas en el coche. Después, cuando Emmett se acercó a abrirle la puerta de pasajeros, la oyó suspirar con cansancio, al tiempo que esbozaba una sonrisa.

– ¿Qué? Estás orgullosa de ti misma, ¿eh?

Linda asintió, ensanchando su sonrisa.

– Ya sé que puede parecerte una pequeñez, pero…

Emmett le cubrió la boca con la mano.

– Sé que no es ninguna pequeñez.

Sintió el movimiento de sus labios contra sus dedos e inmediatamente pensó en el pijama. Retrocedió rápidamente.

– ¿Has dicho algo?

– He dicho gracias.

Linda dio un paso hacia él y, como si fuera la cosa más natural del mundo, lo abrazó.

Fue un gesto de inocente gratitud por parte de Linda, pero cuando Emmett respiró la fragancia de su pelo, cuando sintió el latido de su corazón contra su pecho, fue otro sentimiento, y no el instinto de protegerla, lo que despertó en su interior.

Era deseo, lo que iba a complicar todavía más las cosas.

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