7. Un extraño nacimiento

Cuando en los últimos días de octubre la corte abandonó Fontainebleau para pasar el invierno en el Louvre, Sylvie de Fontsomme suspiró aliviada. Desde la primavera anterior había pasado del Louvre a Vincennes, a Saint-Germain, a Compiègne y finalmente a Fontainebleau, con un intermedio en mayo en Versalles, donde Luis XIV se proponía construir el palacio más magnífico del mundo y donde, mientras tanto, daba fiestas en el parque del pequeño castillo construido años atrás por su padre. La más bella había sido sin discusión «Los placeres de la isla encantada», que había durado seis días y en la que se había puesto de relieve el gusto del joven monarca por el lujo. También, ay, se había puesto de relieve su pasión por Louise de La Vallière, con la que había tenido un hijo.

Cierto que la tímida joven, todavía enamorada con locura, había dado a luz discretamente en una casa próxima al Louvre, y que el niño vivía lejos de la corte con un nombre falso. Cierto que la heroica La Vallière había vuelto junto a Madame, de la que seguía siendo doncella de honor -y que la detestaba-, tan sólo unas horas después del nacimiento, pero el rey no ocultó su alegría.

Una alegría casi tan grande como la mostrada al nacer el Gran Delfín, en el otoño de 1661. No será ocioso añadir que cinco meses después que la reina, y nueve después del famoso verano de Fontainebleau en el que el rey y su cuñada se hicieron inseparables y exhibieron ante toda la corte su mutua atracción, Madame dio a luz una niña, lo cual no le produjo la menor alegría: desconsolada, gritaba que tiraran al río a la criatura. El resultado fue que nadie dudó de que Luis XIV había contribuido más al acontecimiento que su hermano, y que había en él un semental temible…

Después, María Teresa trajo al mundo una niña que, por desgracia, no vivió, y esperaba un nuevo hijo para Navidad. Por su parte, La Vallière esperaba uno para comienzos de año, y los cortesanos, desorientados por tal avalancha de bebés, no sabían muy bien a quién convenía ir a hacer reverencias; pero en líneas generales se divertían.

No era el caso de María Teresa. La infeliz no tardó mucho en conocer las infidelidades conyugales de su esposo, y estaba desconsolada. Sufría incluso de una manera tan patente, que la reina madre ya no sabía qué hacer para aliviarla. Tampoco Madame de Fontsomme, que le servía con frecuencia de confidente, y a la que una tarde en que La Vallière cruzaba sus aposentos [21] para ir a cenar con la condesa de Soissons, le había susurrado: «Esa muchacha que lleva pendientes con diamantes es la que ama el rey.»

Su dolor desazonaba a Sylvie. Nunca había imaginado que el Rey Cristianísimo, su encantador alumno de otra época, pudiera convertirse, una vez asentado en el poder, en una especie de sultán que vivía en medio de un harén y arrojaba el pañuelo a una u otra según su capricho. Y cada vez le gustaba menos aquella corte donde le faltaba el aire porque cada vez encontraba en ella menos amistad, la amistad que siempre había estimado tanto.

Estaba en primer lugar el interminable proceso a Nicolas Fouquet, inicuo y parcial hasta el punto de que el pueblo, al principio decididamente hostil al superintendente de las Finanzas, había acabado por cambiar completamente de opinión, y consideraba a Fouquet un mártir, y a Colbert un verdugo sin remisión, al que se dedicaban diariamente libelos insultantes. Además de Nicolas, aquel doloroso asunto mantenía alejadas de ella a muchas personas queridas de Sylvie: la esposa del preso, su amiga Madame du Plessis-Belliére, sus hermanos y sus hijos se habían dispersado. Sólo quedaba su madre, una mujer de gran austeridad a la que Sylvie frecuentaba poco. También estaba el que ella llamaba querido D'Artagnan, al que su mujer y sus mosqueteros apenas veían desde hacía tres años, porque el rey le había ordenado vigilar al preso «a la vista» en una torre de la Bastilla…

Y luego, ¡pero eso tenía poca importancia!, el mariscal de Gramont, tan asiduo hasta el arresto de Fouquet, fingía muchas veces no ver a Madame de Fontsomme cuando se encontraban en la corte. Había sido ascendido a coronel-general de la caballería ligera, y no quería comprometer el favor de que gozaba, ya que Sylvie no conseguía ocultar lo suficiente la infinita compasión que le inspiraba el preso.

La muerte también creaba nuevos huecos. Se había llevado a Elisabeth de Vendôme, duquesa de Nemours, la amiga de la infancia, la casi hermana, víctima de la viruela en el momento en que la corte saboreaba en Versalles las delicias de «la isla encantada». El miedo al contagio hizo que se prohibiera a Sylvie ir a consolarla durante su enfermedad. Únicamente su madre, la duquesa de Vendôme, que no temía nada, y sobre todo no temía a la muerte, y una criada abnegada se habían ocupado de ella. Entre los amigos de la familia, el joven «Péguilin», convertido en conde de Lauzun a la muerte de su padre, fue también el único en saltarse todas las prohibiciones para ir a saludar a la que durante algún tiempo pensó que sería su suegra. Tuvo que guardar la cuarentena encerrado en su casa, pero no por ello se declaró menos satisfecho de haber ido a rendir homenaje a una dama a la que estimaba. Para entonces estaba ya descartado, por lo demás, su matrimonio con una de las pequeñas Nemours, que tan locas habían estado por él: la mayor se casaba con el duque de Saboya, y se decía que la pequeña lo haría muy pronto con aquel rey de Portugal que con tanta energía había rechazado Mademoiselle, ahora exiliada una vez más en Saint-Fargeau. ¡Otra amiga alejada de Sylvie! En cambio, aunque Lauzun se había visto obligado a renunciar a sus proyectos respecto de Marie de Fontsomme, la original forma con que la muchacha había dado calabazas a su pretendiente había hecho que entre éste y su suegra frustrada naciera una amistad ciertamente episódica, pero sólida y divertida.

Finalmente, la primavera anterior había tenido que renunciar a la compañía de Suzanne de Navailles, exiliada a consecuencia de una peripecia semiburlesca, bastante poco honorable para el rey, y que sobre todo mostraba a una luz inquietante el carácter rencoroso de éste.

El suceso tuvo como marco el castillo de Saint-Germain, en el que, a pesar de su pasión por La Vallière y de la asiduidad con que frecuentaba por las noches a su esposa, el rey se había encaprichado de Mademoiselle de La Mothe-Houdancourt, una de las más bellas doncellas de honor de María Teresa. Le hizo la corte de modo tan visible que Madame de Navailles, responsable en tanto que dama de honor de aquel alegre escuadrón, se creyó autorizada por su cargo a dar una ligera, muy ligera, advertencia al joven monarca, sugiriéndole que buscara sus amantes en otro lugar que no fuera la casa de su esposa. Luis XIV aceptó el reproche sin rechistar, pero a la noche siguiente, en lugar de utilizar el camino habitual hacia la alcoba de la muchacha, se dedicó a escalar los tejados del castillo, en los que se abrían unos tragaluces muy oportunos. Al saberlo, la duquesa de Navailles hizo colocar el día siguiente unas rejas interiores, de modo que llegada la noche el rey tuvo que volverse insatisfecho, y ahora decididamente furioso. Como no se atrevió a exteriorizar su cólera para no ofender a su mujer, Luis XIV se tragó su rencor y esperó una ocasión. O mejor dicho, la recuperó.

Se trataba de una falsa carta del rey de España para informar a María Teresa de los amores de su esposo con La Vallière. Sus autores eran la condesa de Soissons, su amante el conde de Vardes y el conde de Guiche, que lo era de Madame. Pero la falsificación era tan burda, que al llegar a manos de Molina, ésta, sin decir nada a su ama, la entregó directamente al rey. Este se enfureció, pero le fue imposible encontrar un culpable. Ocurrió entonces el suceso de las rejas y Madame de Soissons, siempre venenosa, se apresuró a sugerir con mucho aplomo a su antiguo amante que tal vez la dama de honor tenía algo que ver en aquel feo asunto. Feliz por la ocasión que se le presentaba, Luis XIV ya no se preocupó de buscar más lejos. La venganza estaba servida, y aquella misma tarde los Navailles, marido y mujer, recibieron una orden de exilio que les envió a sus tierras del Béarn, con escasas esperanzas de regresar pronto. Aquello provocó la cólera de la reina madre: «¿Ahora castigáis la virtud?»Madre e hijo riñeron, pero la pelea no duró mucho: Luis fue a implorar perdón e incluso lloró, pero no ocultó que le era imposible «controlar sus pasiones» y que, en último término, mejor sería que se acostumbraran, tanto su madre como los demás.

Sylvie vio marchar a su amiga con un pesar que se agudizó al tener que soportar después a la nueva dama de honor, la ex marquesa de Montausier, convertida ahora en duquesa gracias a los eminentes méritos militares de su marido, al que ella no amaba. La nueva duquesa no era otra que la famosa Julie d'Angennes -hija de la no menos famosa marquesa de Rambouillet, reina durante muchos años de las Preciosas-, y Montausier la había conquistado, después de un largo cortejo infructuoso, haciendo componer para ella una asombrosa colección de versos ilustrados, La guirnalda de Julie. El matrimonio se había celebrado cuando la novia había cumplido los treinta y ocho años, lo que era un récord de virginidad. Se trataba de una mujer inteligente, a la que el rey había confiado inicialmente la tarea de gobernanta de los Infantes de Francia, cuando éstos se reducían únicamente al Delfín. Ahora era a la joven reina a quien entregaba de alguna manera a su gobierno, y muy pronto mostró de lo que era capaz, cuando intentó hacer aceptar el asunto La Vallière a la pobre esposa rebelde, que respondía sin cansarse a todos sus argumentos: «Yo le amo, le amo, le amo…»

— Si le amáis, debéis desear complacerle… y aceptar a sus amigas. Los amores de los hombres nunca duran mucho tiempo.

— Eso es fácil de decir, señora, pero esa muchacha es más reina de Francia que yo. Ya veis las fiestas que dan en su honor.

— ¡En honor de Vuestra Majestad y de la reina madre!

— ¿A quién queréis hacer creer eso? -gritó María Teresa, que era mucho menos tonta de lo que se creía-. Los versos de los poetas, las alusiones, los homenajes, van dirigidos a ella, y a nosotras las reinas no nos queda más que mirar… y aceptar.

— Vuestra Majestad se equivoca al ponerse en tal estado. Al rey no le gusta ver llorar. Volvería con más facilidad a Vuestra Majestad si encontrara un rostro sonriente, un poco más de coquetería y una buena relación con las mujeres que elige. Os falta adquirir más experiencia de las cosas del mundo.

Sylvie había intervenido entonces, bastante decepcionada al ver el papel que estaba desempeñando la dama.

— ¡No es culpa de la reina si sufre! Contra eso no pueden nada los razonamientos más sensatos.

Como el rey entró en ese preciso instante, la discusión se interrumpió en seco, pero la emoción de su llegada inesperada fue tan fuerte para María Teresa, que empezó a sangrar en abundancia por la nariz. Aquello disgustó a Luis XIV.

— ¿Ahora sangre? Hasta ahora, querida, no me ofrecíais más que lágrimas… ¡Pensad en el hijo que esperáis!

Y se retiró seguido de Madame de Montausier, que le hablaba al oído. Sylvie, ayudada por Molina y el joven Nabo, necesitó muchos minutos para que la reina recuperara un poco de calma, pero fue el negro quien mejor consiguió distraer a su ama con canciones, risas y una especie de sortilegios murmurados en una lengua incomprensible. Nabo había cambiado mucho en tres años. Ahora era un muchacho de quince años, hermoso como una estatua de bronce. La reina, con sus caprichos de embarazada, le reclamaba continuamente a su lado: se había convertido para ella en algo tan necesario como el chocolate que bebía en tales cantidades que los dientes se le estropeaban. Naturalmente, esa presencia continua, como también la de la enana, incomodó a la nueva dama de honor.

«Llegará un día en que la reina dará a luz un pequeño monstruo -decía a quien quería escucharla-. Convendría apartar de su vista unos objetos tan insólitos, que pueden influirla negativamente.»

Pero María Teresa no quería separarse de quienes le recordaban con tanta fuerza su infancia en el silencio enrarecido por el incienso de los palacios castellanos, y Ana de Austria le daba la razón, decidida a ayudarla con toda la influencia que aún conservaba.

Cada vez más debilitada por el cáncer que le roía interiormente, la anciana reina no ignoraba a sus sesenta y tres años que se aproximaba a un final doloroso, y se preparaba multiplicando las estancias en su querido Val-de-Grâce, o bien en las Carmelitas de la Rue du Bouloi, donde también acudía con frecuencia su nuera. Su querida Motteville no la abandonaba, y ella recibía casi todos los días la visita de su confesor, el padre Montagu, antes lord Montagu, amante de la duquesa de Chevreuse y confidente de los bellos amores de antaño. Madame de Fontsomme, que ahora la compadecía de todo corazón, iba también siempre que podía: su amistad con Motteville se iba estrechando cada vez más, y la enferma la recibía siempre con alegría, y aún le llamaba a veces «gatita», con una sonrisa…

La tarde del regreso a Fontainebleau, una vez instalada María Teresa en sus grandes aposentos del Louvre, Sylvie, liberada momentáneamente de sus tareas, se hizo conducir a casa de Perceval de Raguenel, como lo hacía en cada ocasión en que la corte aterrizaba en París entre dos desplazamientos. Aquello le permitía reencontrar a su padrino y la atmósfera agradable de la Rue des Tournelles, y dejar cerrado la mitad del año su hôtel de la Rue Quincampoix, de modo que la mayor parte del personal marchaba a Fontsomme o a la casa de Conflans, la preferida de Sylvie. Además, allí tenía más oportunidades que en cualquier otro lugar de ver a su hija, porque el afecto que ésta mostraba hacia Perceval crecía cada vez más, en tanto que el que sentía por su madre parecía disminuir.

No es que hubiese habido entre ellas ningún incidente, pero, después de la noche de Fontainebleau en que Marie había declarado su amor a François, y sobre todo después de la marcha de su hermano con el hombre que ella se obstinaba en amar, la joven había cambiado mucho. Aparte de sus encuentros en la corte, nunca iba a la casa de su madre más que de paso, con la esperanza, muchas veces en vano, de tener «noticias de Philippe», aunque entre líneas era otro el nombre que se leía. Su afecto ya no tenía el calor de antes: era superficial, distraído, y parecía depender de la costumbre más que brotar espontáneamente del corazón. En cambio, profesaba a Madame una especie de devoción, y únicamente a su lado encontraba soportable la vida; no paraba de proclamar cuánto le gustaba vivir en las Tullerías o en Saint-Cloud, y rechazaba con magnífica regularidad todos los partidos que se le presentaban. Entre sus pretendientes, Lauzun no había sido más que un meteoro: muy pronto le había dado a entender que, como no ignoraba la pasión que él sentía por la princesa de Mónaco, no veía ninguna razón para representar a su lado el papel poco glorioso de esposa eternamente engañada, a la que únicamente se le piden tres cosas: reflotar unas finanzas depauperadas, hacer hijos, y sobre todo callar. Pero sucedió lo contrario de lo que pretendía, y aquel lenguaje directo le valió un amigo.

— ¡Caramba, mademoiselle, me gustáis aún más de lo que yo creía! Y me dais un gran disgusto: habría sido agradable pasar la vida junto a una esposa tan inteligente como bonita… Entonces ¿de verdad no queréis convertiros en condesa de Lauzun?

— Con sinceridad, no niego que, aunque no sois guapo, tenéis mucho encanto; por desgracia, no soy sensible a él. Pero eso no debería apenaros: ¡tantas damas os encuentran irresistible!

— ¿Tampoco os tienta una asociación franca y leal? Yo respetaré las apariencias, vos me daréis un heredero o dos, y, como soy muy ambicioso, os convertiréis en una gran dama.

— Pero es que espero llegar a serlo sin vuestra ayuda. Habéis de saber que he decidido casarme con un príncipe. ¡Nada menos!

— ¡Muy bien, eso es hablar claro! Entonces, si os parece bien -añadió con su inimitable sonrisa feroz-, olvidemos todo esto y seamos amigos. Pero amigos de verdad, ¡como pueden serlo dos muchachos! Dado el puesto que ocupamos ambos, vos al lado de Madame y yo junto al rey, creo que podemos sernos muy útiles.

— Eso sí me parece bien -dijo Marie con una amplia sonrisa-. Si me sois leal, yo también lo seré con vos. Así se anudó una amistad cuyas futuras consecuencias Marie no podía prever.


En la «librería» de Perceval, y sentada a su lado delante de la chimenea en que ardían algunos leños y estallaban las piñas difundiendo un olor delicioso, Sylvie saboreó largamente, en silencio, uno de esos momentos de relajación y paz que es difícil encontrar en los castillos reales, siempre poblados de miradas indiscretas, de oídos al acecho, de malevolencia y de corrientes de aire.

Con los ojos cerrados y la cabeza reposando en el respaldo alto de cuero claveteado, Sylvie dejaba decantarse la fatiga del viaje, los nervios de los últimos minutos en Fontainebleau en las habitaciones sin muebles, el enojo de los pequeños incidentes del camino cuando todo el mundo quiere pasar delante de todo el mundo para estar más cerca del rey. Las cortes reales siempre han engendrado cortesanos, pero los surgidos del carácter abrupto y el orgullo intratable del joven Luis XIV disgustaban a Madame de Fontsomme más que los de otras épocas, que a su parecer conservaban al menos una apariencia de dignidad. En pocas palabras, el rey estaba domesticando a la nobleza, y eso la contrariaba hasta el punto de preguntarse si soportaría aún mucho tiempo una atmósfera que le resultaba cada vez más irrespirable. Si no fuese por la pobre pequeña reina, abandonada con tanta facilidad, y de la que se sentía cercana porque la compadecía, sin duda habría dejado su cargo.

— Quizá lo haga -dijo de repente en voz alta-, cuando la reina haya dado a luz.

Perceval, inclinado sobre un libro, levantó la cabeza y vio que sus ojos estaban abiertos de par en par.

— Lo que me asombra -dijo con suavidad- es que hayas aguantado tanto tiempo. No estás hecha para la vida de la corte. Demasiadas trampas, intrigas, hipocresías…

— Intrigas las he tenido de sobras, pero confieso que quiero mucho a nuestra pequeña reina. También quería cuidar del futuro de mis hijos (¡en el fondo no soy tan diferente de las demás!), y ya veis en qué situación me encuentro: no veo nunca a mi hija, y desde hace tres años no he visto a mi hijo. Sólo algunas cartas cuando la flota toca en algún puerto, y la mitad me las escribe el abate de Résigny.

— No las desdeñes. Te informan de la vida y los actos de Philippe mucho mejor que las que él mismo redacta. Cuando ha dicho que está bien de salud, que adora a Beaufort y que te echa de menos, considera que ha hecho ya más que de sobra. Nunca será un hombre de pluma. Y además… están las cartas, admito que bastante raras, que te dirige el propio duque.

Sylvie sonrió al recordarlas.

— Tampoco él será nunca un hombre de pluma. Como al escribirme no recurre a su secretario, sigue maltratando la ortografía.

— Como nunca has sido una amanerada, eso no debe importarte. Lo que cuenta son los sentimientos…

Sonrió con ternura al ver enrojecer aquella bonita cara. No cesaba de dar gracias al Cielo por una aproximación que deseaba desde hacía mucho tiempo, e incluso albergaba esperanzas de que unas bodas acabarían por unir a aquellos dos seres hechos el uno para el otro y que tan bien se conocían. Nada podía ser más conveniente, tanto para ellos como para Philippe, que algún día regresaría de sus viajes y al que no estaría de más proteger de una forma oficial. En efecto, aunque hacía ya tres años que Saint-Rémy no daba señales de vida y su cómplice vivía apartada en un castillo de provincias, el caballero de Raguenel no consideraba definitiva la desaparición del aventurero. Debía de estar oculto en alguna parte, para que lo olvidasen y que la pesada mano del rey, que por muy poco no le había alcanzado, tomara una dirección diferente; pero, a menos que se hiciera matar en alguna pelea, volverían a verle un día u otro… Por otra parte, era éste un tema del que no hablaba nunca con Sylvie, porque prefería que ella expulsara de su memoria uno de los períodos más penosos de su vida. Por la misma razón, se guardaba mucho de informar a su ahijada de lo que sabía por otras fuentes: Beaufort y los suyos se habían atrincherado en Djigelli, una plaza fuerte de la costa argelina, por cuya toma se había cantado un Te Deum en Notre-Dame el pasado 15 de agosto, pero de la que no se tenían noticias desde entonces porque los berberiscos mantenían un asedio tan riguroso que ningún correo podía atravesar sus líneas.

Sin embargo, estaba escrito en el libro de la vida que aquella tarde, que Sylvie se prometía tan pacífica, estaría lejos de serlo para ella. Primero, en el momento en que se disponían a sentarse a la mesa, se produjo la aparición tumultuosa de Marie. Sus llegadas eran siempre tumultuosas, y en la estela de sus vestidos de terciopelo azul, raso blanco y armiño, el otoño pareció eclipsarse para dar paso a la primavera. Al entrar, no vio a su madre y corrió a abrazar a Perceval.

— ¡Hace siglos que no os veía, y os echaba de menos! -exclamó-. No os pregunto por vuestra salud: ¡se os ve más joven que nunca!

Sin darle tiempo a respirar, distribuyó algunos besos por su rostro, y luego pirueteó sobre los talones y se encontró frente a Sylvie. De inmediato pareció apagarse como un cohete de fuegos de artificio al caer.

— ¿Madre…? ¿Estabais aquí? No sabía que habíais regresado a París…

— Pues la corte hace bastante ruido cuando regresa -dijo Perceval, disgustado por el cambio de tono de la joven y por el efecto que producía en Sylvie-. Y las Tullerías están cerca. ¿Están sordos allí hasta ese punto?

— Oh, nosotros los de la casa de Madame nos hemos convertido en indeseables, en parias. Desde que nuestra princesa está de nuevo encinta ya no nos invitan. Los «placeres de la isla encantada» no son para nosotros, y aún no hemos visto Versalles.

Hablaba y hablaba delante de Sylvie, sin hacer el gesto de acercarse a ella.

— ¿No me das un beso? -murmuró ésta y en su voz sonó una nota dolorosa que llegó a los finos oídos de su padrino. Frunció el entrecejo, pero ya Marie respondía:

— Sí… naturalmente.

Sus labios frescos rozaron la mejilla de Sylvie, pero esquivó los brazos maternos que iban a cerrarse en torno a ella, y continuó:

— Estáis magnífica, como de costumbre, y os felicito. Vamos a las noticias, padrino. -Los hijos de Sylvie habían copiado de su madre, con toda naturalidad, ese apelativo afectuoso que en su caso no era exacto, puesto que ambos eran ahijados del rey-. ¿Habéis recibido cartas?

— Ninguna desde la última vez que nos vimos.

— ¿Y vos, madre?

Ésta se acercó a una de las estanterías de la biblioteca para esconder las lágrimas que asomaban a sus ojos. Respondió sin volverse:

— Sabes muy bien que todas las cartas que llegan del mar van dirigidas al caballero de Raguenel, por precaución.

— Claro que sí, pero eso no quiere decir nada: si él ha recibido una para vos, quizá no le parece necesario hablar de ella.

— ¡Qué idea!

— ¿Por qué había de hacerlo? Cuando un amante escribe a su que…

La bofetada cortó en dos la palabra. No fue Sylvie, demasiado herida por lo que acababa de oír, quien la dio, sino Perceval, y no precisamente con una mano ligera: la delicada mejilla de Marie se cubrió de púrpura.

— ¿Por quién me tomas? -rugió-. ¿Por un correveidile? ¡Soy el caballero de Raguenel, y nobleza obliga, hija mía! En cuanto al insulto que acabas de infligir a tu madre, vas a pedirle perdón. ¡De rodillas!

Sus dedos delgados, duros como el acero, se apoderaron de la frágil muñeca para obligar a Marie a hacer lo que decía. Sylvie se interpuso.

— ¡No, os lo ruego! Dejadla. ¿Qué significaría un perdón obtenido por la fuerza? Preferiría saber de dónde ha sacado Marie esa nueva información acerca de lo que cree ser mi vida íntima.

— ¿Lo has oído? ¡Responde! -dijo Raguenel, que había aflojado la presión, pero no soltado la muñeca.

Marie se encogió de hombros, resentida.

— No digo que mi madre siga siendo íntima de Monsieur de Beaufort, pero lo ha sido… hace mucho tiempo, claro está, y entre ellos el amor no ha muerto.

— Eso no responde a mi pregunta. ¿Quién te ha dicho eso?

Marie hizo un gesto vago.

— Gente de las Tullerías o de Saint-Cloud que saben muchas cosas. No ven ningún mal en ello. Al contrario, admiran…

— ¿A quién?

— ¡Me hacéis daño!

— Te haré más daño todavía, diga tu madre lo que diga, si no hablas. Por última vez, ¿quién?

— El conde de Guiche… el caballero de Lorraine… el marqués de Vardes…

Perceval soltó una carcajada que no presagiaba nada bueno.

— El amante de Madame, el favorito de Monsieur y el cómplice de Madame de Soissons en el feo asunto de la falsa carta española. ¡Eliges bien a tus amigos! ¡Felicidades! ¿Prefieres escuchar a esas lenguas viperinas, a jovenzuelos ociosos que nunca han hecho de su nobleza otra cosa que arrastrarla por las alcobas?… ¡Y yo que pensaba que nos querías!

La soltó con tanta rudeza que ella fue a caer sobre el sofá que su madre había dejado libre; y allí rompió a llorar.

Sylvie extendió una mano para acariciarla y miró a Perceval a los ojos para impedirle que siguiera. Por unos instantes la miró llorar. Sólo cuando Marie se hubo calmado un poco, su madre dijo a Perceval:

— No hay ninguna duda de que os sigue queriendo a vos, porque no tiene ningún motivo de resentimiento. Conmigo no le ocurre lo mismo. Sabéis muy bien que ama a Monsieur de Beaufort, y me cree su rival.

— ¿No lo sois? -hipó Marie.

— No lo he sido ni lo seré nunca, Marie. Sé que le amas, más sin duda de lo que yo creía. Cuando lo dijiste en voz alta y con tanta decisión, pensé que se trataba de uno de esos espejismos que se presentan con frecuencia a los quince años.

— Cuando se entrega un corazón como el mío, es para siempre.

— Debo admitirlo. Pues bien, escucha lo que voy a decirte: si Monsieur de Beaufort viniera un día a pedirme tu mano, se la concedería sin la menor vacilación.

— ¡Porque sabéis muy bien que no lo hará nunca! -exclamó Marie, y se sumergió de nuevo en un mar de lágrimas.

Pero Sylvie no tuvo tiempo de añadir nada más. En el patio se oyó entrar a un caballo, y Pierrot vino a anunciar a un mensajero de la reina.

Para su gran sorpresa, fue Nabo quien puso rodilla en tierra ante Sylvie. Para no despertar a su paso la curiosidad de la gente, había envuelto su túnica bordada en una gran capa y sustituido su turbante por un sombrero negro de ala amplia que se quitó al entrar, dejando al descubierto un cabello corto y rizado como el de un cordero karakul.

— La reina está enferma y triste. Necesita a su amiga -dijo.

Como siempre con Sylvie, hablaba español. Antes de ofrecerlo a María Teresa, Beaufort había cuidado de que aprendiera esa lengua, que era la que utilizaba habitualmente, lo que no impedía que pudiera expresarse también en un francés relativamente correcto.

— ¿Quién te envía?

— Madame de Motteville. Ha venido esta tarde…

— ¿Dónde están las otras? ¿Madame de Béthune? ¿Madame de Montausier?

— Béthune fatigada, marchó a acostarse. La gran dama ha ido a cenar con la favorita.

— ¿Quién te ha dado mi dirección?

— Motteville.

¿Quién, si no? No quedaba más remedio que volver al Louvre por un tiempo indeterminado. Con un suspiro de cansancio, Sylvie despidió al joven negro diciéndole que le seguiría, llamó a Pierrot para que hiciese preparar el coche, y finalmente se volvió hacia su hija.

— Si no estás obligada a volver muy pronto, quédate aquí como yo deseaba hacerlo. Te hará bien.

— ¡Oh, no tengo prisa! Madame está con sus inhalaciones, y se ha encerrado con su querida Madame de La Fayette [22] y con la princesa de Mónaco. En cuanto a las doncellas de honor que quedan, tienen propensión a irritarme.

Al hablar de las que «quedaban», Marie se refería a que había perdido a sus compañeras más queridas: Montalais, exiliada desde el asunto de la carta española, había regresado a las orillas del Loira; en cuanto a Tonnay-Charente, después de la muerte de su prometido, el marqués de Noirmoutiers, junto al duque d'Antin en uno de esos duelos estúpidos que parecían batallas en toda regla, se había casado por amor con el hermano del difunto duque, el marqués de Montespan, un bravo soldado más rico en antepasados que en caudales, y que llevaba junto a ella una vida apasionada pero difícil.

— Intentad que se quede esta noche, padrino -murmuró Sylvie mientras besaba a Perceval-. No me gusta mucho que ande por las calles después de la puesta del sol. Ni siquiera en coche.

El la tranquilizó con un apretón de mano, y ella salió sin ocuparse más de su hija. Ahora sabía a qué atenerse respecto a su extraño comportamiento, y cualquier intento de aproximación, dado el estado crítico en que se encontraba Marie, no haría más que agravar las cosas. Era preciso contentarse con confiar en la elocuencia y el tacto del querido Perceval.

En el Louvre, la situación era peor de lo que había temido. Pensaba encontrar a María Teresa presa de una de las numerosas indigestiones que le valían su abuso del chocolate y su gusto exagerado por los platos fuertemente especiados, y en efecto eso había ocurrido. El olor agrio que llenaba la habitación y las criadas ocupadas en limpiar las alfombras lo atestiguaban, pero además la reina, envuelta en sus cabellos sueltos, sus lágrimas y sus sábanas arrugadas, padecía una crisis nerviosa que Molina y su hija parecían incapaces de controlar. El cuerpo de la infeliz, con su vientre enorme que apuntaba al dosel del lecho cuando se arqueaba apoyándose en sus talones, sufría de sacudidas convulsivas que las mujeres presentes en la habitación miraban con espanto, mientras se santiguaban y murmuraban plegarias apresuradas. ¿Qué diría el rey si se revelaba que la reina estaba poseída por el demonio? ¡Ni siquiera se atrevían a llamar a los médicos!

Sylvie recordó un caso parecido, de una mujer cerca del término de su embarazo a la que una especie de curandero de los alrededores de Fontsomme había conseguido calmar. Ordenó a Molina que preparara un baño templado y enviara a buscar un poco de abrótano a un boticario para preparar una tisana; luego pidió a Madame de Motteville, que aún estaba allí y la había recibido con visible alivio, que hiciera salir de la alcoba a todos los que no tenían nada que hacer en ella, y colocara guardias en la puerta.

Durante la noche, la crisis cedió y la reina pudo reposar con tranquilidad; y también Sylvie, para la que se preparó una cama en una de las habitaciones de los aposentos reales. Allí se quedó, por lo demás, hasta el parto, porque la reina la reclamaba con unos lamentos que llegaban al alma si no la veía a su lado. Bien es cierto que en los días venideros habría de sufrir muchos dolores.

Al día siguiente, los médicos reunidos por el rey en torno a la cabecera de su mujer diagnosticaron doctamente una «fiebre terciana», cosa al alcance de cualquiera porque a simple vista la reina tenía temperatura alta; además, se quejaba de agudos dolores en las piernas. Le aplicaron entonces el gran remedio habitual, es decir, la sangría, con la liberalidad de costumbre. En pocos días, la pobre María Teresa se vio aligerada de una parte apreciable de su sangre española. Pronto tuvo grandes dolores en las piernas, y el partero François Boucher se mostró preocupado: «Temo que la reina no llegue hasta el término previsto, en la Navidad -confió al rey-. Sería mejor estar preparados para un parto prematuro.»Se tomaron de inmediato las disposiciones necesarias. Se bajó el lecho de operaciones que, siguiendo la costumbre, estaba colgado desde el comienzo del embarazo del techo de la habitación de respeto; se retiraron las fundas que lo protegían -sobre todo durante los desplazamientos, en los que nunca olvidaba llevarlo-, y fue colocado bajo una especie de tienda alrededor de la cual era posible circular para las necesidades del servicio sin molestar demasiado a la parturienta. Luego se instalaron los instrumentos de cirugía debajo de otro pabellón más pequeño. En el momento de la llegada de la criatura, se apartaban las cortinas a fin de que los príncipes, princesas y otros altos personajes reunidos en la amplia estancia no perdieran detalle del espectáculo y dieran testimonio, llegado el caso, de que no había habido sustitución del bebé.

Las precauciones habían sido prudentes: al amanecer del domingo 16 de noviembre la reina, que desde hacía varios días sufría contracciones episódicas, empezó a sentir intensos dolores. Fue llevada a la habitación de respeto, y el rey se reunió allí con la reina madre, que llevaba ya varios días pasando la mayor parte del tiempo a la cabecera de su nuera, olvidando sus propios dolores para intentar consolarla. Uno a uno, los miembros de la familia y los grandes del reino ocuparon su lugar junto a ellos. Finalmente, aproximadamente media hora antes del mediodía, María Teresa, destrozada por el dolor y la fatiga, exhaló un largo gemido y dio a luz una niña cuyo aspecto sorprendió a todo el mundo: era más pequeña que la mayoría de los bebés, cosa nada sorprendente porque llegaba con más de un mes de adelanto, y no tenía la habitual piel enrojecida, sino de un violeta casi negro que impresionó a los asistentes, y al rey más aún que a los otros.

— ¡Esta niña no respira! -declaró D'Aquin, el médico del rey, que se apoderó de ella y se la llevó a una estancia vecina donde estaba dispuesto un cojín delante del fuego para los primeros cuidados.

Con un dedo experto, liberó la nariz y la boca de los «humores viscosos y pegajosos» que las obstruían y luego, sujetando al bebé por los pies, palmeó las pequeñas nalgas hasta que dio su primer vagido. Pero una vez puesta de nuevo del derecho, siguió ofreciendo un color nada ortodoxo.

— No es nada -aseguró el médico al rey, que le había seguido-. Un efecto de la asfixia. La sangre privada de aire se ha ennegrecido. En unos días desaparecerá…

— Si vos lo decís…

A pesar del gran crédito que concedía a la medicina, el tono del rey no era precisamente amable, y D'Aquin apartó la vista para no ver el fulgor siniestro de la mirada de su amo. Sin embargo, se atuvo a su versión del suceso, y Luis XIV no insistió. Por lo demás, ni el uno ni el otro pensaban que una criatura así pudiera vivir mucho tiempo, y el mismo día su nodriza, acompañada por el padrino y la madrina -el príncipe de Condé y Madame-, la llevó a la iglesia de Saint-Germain-l'Auxerrois, la parroquia real, para bautizarla con el nombre doble de Marie-Anne. Nunca se vio a un bebé recibir el agua lustral tan prodigiosamente envuelto: el capillo de encaje que ocultaba a medias su carita oscura y la penumbra de la iglesia disimularon bastante bien su extraño color, objeto ya de comentarios entre los más charlatanes de quienes habían asistido a la ceremonia. Se habló incluso de un «pequeño monstruo negro y peludo».

No hubo mucho tiempo que perder en conjeturas porque, poco después del parto, el estado de la reina inspiró la más viva inquietud. Volvieron a presentarse las convulsiones, hasta el punto de que el rey se instaló en la misma habitación de la que en el acto fue considerada moribunda, mandó distribuir dinero entre los pobres e hizo votos por el restablecimiento de una esposa tan dulce y amante. Al ver que se debilitaba cada vez más, ordenó que le trajeran el viático.

— ¿No es un poco pronto, Sire? -se atrevió a preguntar Sylvie, que no sabía qué pensar de todos los sucesos de que era testigo.

— No. Es de temer que Dios no nos ha enviado esta dura prueba más que para llevarse consigo rápidamente a la madre.

— Es cierto -dijo Ana de Austria, que tampoco se apartaba de su nuera- que tenemos que desear con más ardor ver vivir a la reina en el Cielo que en la Tierra…

Pero María Teresa, aunque sin duda sufría mucho, no estaba en absoluto inconsciente, y gimió:

— Quiero comulgar, pero no morirme…

La convencieron, con una prisa que algunos consideraron improcedente, de que era lo mejor que podía hacer, y de que era urgente. Por su parte, Sylvie encontraba un poco sospechosa tanta prisa por administrar los santos óleos a la joven. Era como si se intentara forzar la mano de Dios, conminándole a llamar a su lado en el más breve plazo a la responsable de aquella extraña decepción. En esta ocasión, se guardó mucho de dar su opinión y se sumó a la ceremonia que acababa de decidirse: con gran pompa, el rey, su madre y toda la corte, portando centenares de cirios y antorchas, acompañaron en procesión el Santo Sacramento que María Teresa, que hizo un esfuerzo para levantarse, recibió con su dulzura y piedad habituales. Parecía resignada a una suerte que no deseaba y que suscitaba ya las plegarias de todas las iglesias de París.

— Me siento muy consolada por haber recibido a Nuestro Señor -suspiró-. No siento irme de este mundo más que a causa del rey y de esta mujer -añadió, señalando a su suegra.

Luego esperó una muerte que no parecía tener tanta prisa en acudir a buscarla.

Mientras, cuando una vez más velaba a su joven reina en compañía de Molina, Madame de Fontsomme recibió el aviso de que una dama quería hablar con ella a la puerta del Louvre. Se envolvió en un manto -el tiempo era horrible, frío y lluvioso como si hubiera llegado ya el invierno-, bajó y, al salir del palacio, vio un coche del que, al verla, descendió de inmediato una mujer ya mayor y vestida de negro. Reconoció en ella a Madame Fouquet, la madre de su desgraciado amigo y la única de la familia no afectada por las órdenes de exilio, debido a su gran piedad, próxima a la santidad. Ella le entregó un paquete, después de darle las gracias por haber bajado a hablar con ella.

— Sabéis -le dijo- que tengo grandes conocimientos de las plantas, elixires y otras cosas que sirven para remediar los sufrimientos de los cristianos. Me han descrito los males de nuestra reina y he compuesto para ella un emplasto que debe aplicarse de la manera que he escrito en este papel. Estoy segura de que, con la ayuda de Dios, sentirá un gran alivio.

— De todas maneras -dijo Sylvie-, no perderemos nada con probar, porque los médicos aseguran que está perdida…

— Lo sé. Dicen incluso -añadió con una amargura que no pudo reprimir- que el rey ha hecho ya preparar sus ropas de luto. En verdad, temo que desconozca absolutamente la piedad.

Dicho lo cual, volvió a subir al coche y se alejó. Sylvie vio desaparecer el carruaje entre las ráfagas de lluvia y se apresuró a volver a los aposentos reales. Allí fue directamente ante la reina madre. En efecto, no podía bajo su exclusiva responsabilidad aplicar a María Teresa ninguna clase de remedio.

Ana de Austria se sintió emocionada por el gesto de Madame Fouquet, por quien siempre había sentido amistad.

— ¡Pobre mujer! -suspiró-. En vísperas de perder tal vez a su hijo, piensa en primer lugar en su reina. Le daré las gracias, pero conviene probar enseguida este emplasto: en la situación en que se encuentra mi hija, no corremos ningún riesgo.

Y se produjo el milagro. El 19 de noviembre, María Teresa estaba completamente fuera de peligro, e incluso recuperaba fuerzas con una rapidez asombrosa.

— Hijo mío -dijo entonces la reina madre-, ¿no convendría mostrar algo de gratitud a Madame Fouquet?

La respuesta fue cortante, y horrorizó a Sylvie.

— Si conocía el medio de salvar a la reina, habría sido criminal que esa mujer no lo diera a conocer. Ahora bien, si ha creído obtener de ese modo derecho a mi indulgencia hacia su hijo, se equivoca. Si los jueces le condenan a muerte, haré que lo ejecuten… ¿Qué ocurre, Madame de Fontsomme? Parecéis turbada.

La aludida se inclinó en una profunda reverencia que le permitió disimular su rostro.

— ¡Lo confieso, Sire! Pensaba que la alegría de ver sana y salva a Su Majestad la reina no dejaría lugar en el ánimo del rey a ningún otro sentimiento.

Se hizo un silencio tan pesado que ella no se atrevió ni siquiera a alzar la cabeza, y esperó ser fulminada por un rayo.

— Pues bien, os equivocabais -dijo en tono seco Luis XIV, y se fue a pedir noticias de La Vallière, cuyo embarazo transcurría con toda normalidad. Pero la satisfacción que sentía no le hizo olvidar a la extraña princesita que el Cielo acababa de enviarle…

Muy pronto fue evidente que estaba bien constituida, que rebosaba salud y que su piel nunca sería blanca.

Aparte de las mujeres que se ocupaban de ella, y a las que una orden del rey había sellado los labios, nadie estaba autorizado a acercarse a ella, ni siquiera su madre, con el pretexto de que necesitaba atenciones especiales debido a una enfermedad. Y así fue, hasta el día de diciembre en que Luis XIV convocó a la duquesa de Fontsomme y la recibió a última hora de la tarde, no en su gabinete sino en su habitación, y con todas las puertas cerradas.

— Tenemos una misión delicada que confiaros, duquesa, una misión que exige el secreto más absoluto porque incumbe al Estado; pero os sabemos discreta y leal tanto a vuestra reina como, queremos esperarlo, a vuestro rey.

— Soy la servidora de Sus Majestades.

— Bien. Hoy mismo, a medianoche, entraréis en la habitación de… esa niña que nos ha nacido hace poco. Allí encontraréis a Molina, que os la entregará. En la salida del palacio os estará esperando un coche. Nos ocuparemos de que no os encontréis con nadie. El cochero ya ha recibido órdenes. También él es una persona de toda confianza.

Si le sorprendió lo que estaba escuchando, Sylvie se guardó mucho de mostrarlo. Empezaba a saber que el rey, aunque lloraba a menudo a impulsos de una sensibilidad a flor de piel, apreciaba poco las emociones de los demás; de modo que su rostro conservó la impasibilidad del mármol.

— ¿Dónde debo conducir a… la princesa?

— ¡Olvidad ese título! En cuanto a vuestro destino, lo sabe el cochero, y eso basta. Os conducirá a una casa donde entregaréis la niña, y el cofre que viajará con vos, a la mujer que os recibirá. Luego iréis a vuestra casa. La reina no os necesitará hasta mañana por la mañana…cuando demos a conocer públicamente la noticia de la muerte de nuestra hija Marie-Anne.

Ella ahogó un grito.

— ¿La muerte, Sire?

— ¡Aparente, madame! Si no fuera así, sería inútil privaros de una noche de sueño. No temáis, la hija de la reina vivirá escondida; estará bien cuidada hasta que sea posible confiarla a un convento. Ya veis que no tenemos intención de poner en peligro ni su alma ni la nuestra.

— ¿Puedo hacer una pregunta más, Sire?

La sombra de una sonrisa se insinuó bajo el fino bigote de Luis XIV.

— Para ser una gran dama que sabe muy bien que no se pregunta nada al rey, nos parece que desde hace unos instantes no os priváis de hacerlo. Dicho eso, preguntad.

— ¿Por qué yo?

— Porque a excepción de la reina madre… y de otra que nunca me ha mentido, sois la única mujer de mi corte en la que tengo una confianza absoluta -declaró, dejando por fin a un lado el plural mayestático-. La reina también confía en vos, y por otra parte, a fin de prevenir una pregunta que no os atreveréis a hacer, está plenamente de acuerdo conmigo. Ha comprendido muy bien que esa niña no puede vivir a la luz del día en los palacios reales sin suscitar escándalo. Si ella lo desea, podrá más tarde ir a verla en secreto. Y acompañada únicamente por vos, por supuesto. ¿Seremos obedecidos?

— El rey no lo ha dudado jamás, creo.

— ¡En efecto! Id pues, madame, pero antes de marchar, sabed una buena noticia: ¡vais a volver a ver a vuestro hijo! Por culpa de uno de sus tenientes, Monsieur de Gadagne, el duque de Beaufort ha perdido Djigelli, que con tanta valentía había conquistado, y regresa para darnos cuenta de ello. Quizá no vuelva a irse nunca… -añadió en un tono tan duro que la alegría de Sylvie se extinguió como la llama de una vela en una corriente de aire.

— Si Djigelli la ha perdido otro, la culpa no es suya…

— Un jefe es responsable de todos sus hombres, desde los capitanes hasta el último soldado. Además, quizás hemos perdonado demasiado aprisa a un hombre que durante mucho tiempo fue nuestro enemigo…

— ¡Nunca fue enemigo de su rey! -gritó Sylvie, incapaz de contenerse-. Únicamente del cardenal Mazarino… como tantos otros.

— Puede ser, pero… ¿conocéis el axioma latino Timeo Danaos et dona ferentes?

— No, Sire.

— Significa: «Temo a los griegos y a los regalos que nos traen.» ¡Tendría que haber desconfiado del que me ofreció un antiguo rebelde!

— Lamenta sinceramente sus antiguas faltas, y lo único que desea es trabajar por el reino.

— Entonces que vele por su gloria… o muera. Acabemos, señora, me irritáis al defenderlo! Pensad únicamente en cumplir lo que os he ordenado.

No había nada que añadir. Al salir de la cámara real, Sylvie se sentía angustiada. Percibía de modo confuso que una vez más se encontraba enredada en un enigma cuya clave se le escapaba, o más bien que temía encontrar. Desde el nacimiento de Marie-Anne, Nabo, el joven esclavo negro, había sido retirado del aposento de María Teresa por orden de la reina madre, porque Molina y su hija creían que el extraño color de la recién nacida se debía a que, como estaba continuamente en compañía de la reina, ésta le había mirado demasiado y su presencia había acabado por impregnar de alguna manera la vista de su ama. Añadían que, como lo mismo ocurría con Chica, era una suerte que la niña no hubiera sido enana… Sylvie era una mujer de su tiempo y no daba crédito a esas supersticiones. Siempre había oído decir que cuando una mujer está encinta hay que apartar de su vista toda forma anormal o monstruosa. Sin embargo, la cólera que había leído en la mirada de Luis XIV iba más allá de esa clase de creencias, y ahora tenía miedo de lo que había podido ocurrir al pobre muchacho.

Tanto miedo que, al encontrarse con Molina en la habitación de Marie-Anne, no pudo evitar preguntarle qué había sido de él. El rostro amarillento y enjuto de la española reflejó entonces verdadero espanto, y sus labios delgados se apretaron como para retener unas palabras que pugnaban por escapar. Sylvie colocó entonces sobre su hombro una mano tranquilizadora.

— Piensa en lo que vengo a hacer aquí esta noche, María Molina, y mira si puedes confiar en mí. Temo por ese muchacho…

La española se decidió.

— Desde que vi a la niña, yo también temí por él. Mi hija se lo llevó entonces a la parte del palacio que van a derribar, porque ahora no va nadie allí, con la intención de hacerle salir más tarde para que pudiera marcharse de la ciudad e ir adonde quisiera, pero cuando volvió a buscarlo ya no estaba… sólo había manchas de sangre en el suelo. No puedo decir nada más porque no sé nada más… ¡Ya es la hora!

Sylvie tomó en sus brazos a la pequeña, cuidadosamente envuelta en sedas y blanchet, ese tejido de lana blanca y fina que desde la Edad Media tejían las mujeres de Valenciennes. Encima de todo ello cubría a la niña una pequeña manta de terciopelo negro con forro de piel, que Sylvie ocultó bajo los pliegues de su amplia capa con capuchón, también forrada de piel. La mensajera iba a salir cuando entró la reina.

— Un instante, os lo ruego…

Se acercó a Sylvie, apartó las telas que ocultaban la carita oscura, y posó en ella sus labios temblorosos en un largo beso.

— Cuidad mucho de ella, amiga mía -murmuró-. No sabéis cuánto me cuesta separarme de ella…

Sylvie no lo dudaba. María Teresa era una excelente madre, mucho mejor de lo que lo había sido nunca Ana de Austria. Cuidaba con toda atención del Delfín, de su alimentación, y muchas veces le daba ella de comer. También le gustaba pasearlo y jugar con él sin preocuparse de las sonrisas de lástima a que daba lugar un comportamiento tan poco regio; pero las verdaderas madres la comprendían y ella encontraba un lugar en su corazón. Así sucedía con Sylvie, que sabía lo doloroso que había sido para la joven reina la pérdida de su segundo hijo, niña también. Separarse de ésta debía de ser muy cruel, a pesar del color que hacía imposible su presencia entre los cortesanos.

— Iremos a verla, señora -susurró-. El rey lo ha prometido.

Después de apartarse del rostro de la pequeña, los labios de la reina rozaron la mejilla de la mujer de su séquito.

— ¡Dios os bendiga a las dos!

Momentos después, tras atravesar el Louvre sin encontrar ni un alma, Sylvie rodaba en dirección desconocida, escoltada a distancia, sin saberlo, por mosqueteros destinados a evitar cualquier encuentro inoportuno. Lo único que supo es que salieron de París por la puerta de Saint-Denis.

Durante el camino, que duró algo menos de dos horas, meció suavemente a aquel bebé distinto de todos los demás, que se apoyaba confiadamente en su pecho. Era realmente una niña muy bonita, regordeta, con las facciones finas de su madre, que corregían el carácter africano del rostro. Una fina pelusa oscura aureolaba la preciosa carita. El parecido con Nabo era muy grande, y Sylvie no conseguía comprender cómo había podido suceder aquello. La respuesta le iba a llegar antes del amanecer.

Eran aproximadamente las cinco de la mañana cuando el coche la dejó en casa de Perceval, después de entregar a Marie-Anne a una mujer amable y sonriente, que la había recibido en el umbral de una pequeña mansión oculta entre una laguna y un bosque. Estaba muy cansada y tenía prisa por acostarse en su cama, donde esperaba que Nicole Hardouin, la gobernanta de Perceval, habría tenido la buena idea de instalar un mundillo, [23] porque el brasero colocado al salir en el coche se había enfriado hacía mucho tiempo, y ella se sentía helada hasta los huesos.

Se sintió sorprendida al ver que la casa estaba iluminada y que Nicole, levantada, le tendía un tazón de leche caliente.

— Había dicho que no me esperarais.

— No se os ha esperado, señora duquesa, pero ha ocurrido algo.

— ¿Qué?

— Lo veréis. El señor caballero os espera en las dependencias del servicio…

Perceval, que había oído el coche, atravesaba ya el patio a oscuras para ir a su encuentro, y la condujo sin decir palabra hasta una de las habitaciones de los criados, nunca ocupadas, que se encontraban encima de los trasteros donde se guardaban las sillas de montar y las herramientas del jardinero. A la luz de un candil, vio sobre la almohada una cabeza envuelta en vendas. Una cabeza negra: Nabo.

— Cuando volvía de echar la basura en el sumidero, Pierrot lo ha encontrado acurrucado junto a la puerta, medio muerto de frío y de hambre, y además herido…

— ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

— La hija de Molina lo había escondido en las salas del viejo Louvre. Le llevaba de comer y tenía intención de sacarlo de allí, pero debieron de seguirla. Dos hombres enmascarados y armados lo encontraron e intentaron matarlo, pero no lo consiguieron. A pesar de la sangre perdida, consiguió escapar gracias al hecho de que, de tanto rondar por el Louvre, lo conoce mejor que nadie. Pudo salir del palacio y ocultarse en el almacén de un batelero, pero se sentía cada vez más débil y se arrastró hasta aquí, hasta la única casa que conocía un poco… y donde estaba seguro de que no le entregarían.

— Tenía razón. Pero a esos hombres que querían matarlo, ¿quién les enviaba?

— ¿Quién quieres que sea? ¿Quién, en todo el reino, puede sospechar que haya colaborado en una descendencia más bien extraña?

— ¿El rey?

— Quizá no directamente, pero con toda seguridad Colbert, que parece decidido a convertirse en su ángel malo. Es más despiadado aún que su amo. ¡Y no es poco! -gruñó Perceval, que no perdonaba a Luis XIV el arresto de su amigo Fouquet.

— Pero, la reina no ha podido… ¡Oh, padrino, apostaría mi salvación por su honestidad!

— Y tendrías razón. Ni siquiera sabe que Nabo la violó, y la sorpresa causada por el nacimiento ha tenido que ser tan fuerte para ella como para los demás.

— ¿Cómo es posible?

— ¡Oh, es muy sencillo! Este infeliz está enamorado de ella desde que Beaufort lo regaló, y sabes tan bien como yo que a ella le gustaba jugar con él y oírle cantar. Para ella, no era mucho más que un objeto. Por las noches, él solía esconderse debajo de su cama para verla dormir…

— Pero el rey duerme con su mujer todas las noches… o casi.

— Casi, y muchas veces se acuesta muy tarde, desde que La Vallière le tiene cautivo de sus encantos. Una noche, cuando Nabo salía de su escondite para entregarse a su placer favorito, la reina se despertó de pronto y lo vio inclinado sobre su cama. Se llevó un susto tan grande que ni siquiera gritó, y perdió el sentido. Entonces él se aprovechó. ¡Tan sencillo como eso!

— ¡Dios mío! ¿Cómo imaginar una cosa así de un chico tan joven? Si aún es casi un niño…

— ¡No exageremos! A su edad los apetitos de los hombres ya se han despertado, sobre todo en los negros. Y además estaba enamorado… Ahora, dejémosle dormir.

— Me gustaría hacer otro tanto -suspiró Sylvie-, pero me pregunto si lo conseguiré.

— Intenta no pensar en Nabo durante unas horas. Está en mi casa y es mi problema, no el tuyo. Mañana decidiremos lo que conviene hacer.

— Lo más sencillo sería devolvérselo a François de Beaufort, porque según el rey muy pronto estará de vuelta; pero me temo que eso sería agravar su caso. El rey está irritado con él por haber regalado a Nabo a la reina.

El rostro fatigado de Perceval se iluminó.

— ¡Vaya una buena noticia! ¿Vamos a volver a ver a nuestro Philippe? ¡Dios sea alabado!

— Sabía que os haría tan feliz como a mí, y por eso únicamente quiero pensar en ese regreso tan esperado. En cuanto a este pobre muchacho, creo que lo mejor será enviarlo a Fontsomme escondido en un coche, para que Corentin se haga cargo de él. Sin duda sabrá hacer lo más conveniente, dentro de unos días, cuando sea posible el viaje. Hasta entonces tendremos que mantener cerrada con llave esta puerta.

— No temas. Sólo Nicole y yo entraremos.

Al día siguiente de la expedición de Sylvie, la corte vistió de luto por la princesa Marie-Anne, víctima de una «sangre viciada», que fue enterrada con toda solemnidad después de ser colocada en su ataúd con una notable discreción. Por fin, el 20 de diciembre concluyó el interminable proceso de Nicolas Fouquet, con una nueva manifestación del odio del rey. El tribunal soberano le había Condenado al exilio, pero Luis XIV, furioso al verse privado del placer de ver caer su cabeza, no dudó en agravar la sentencia y ordenar cadena perpetua para el ex superintendente. ¡Tenía que consolar a Colbert y a sus dos ayudantes, Le Tellier y su hijo Louvois, por no haber conseguido la condena a muerte!

En efecto, de los veintidós jueces que componían el tribunal, tan sólo nueve habían votado en favor de la pena capital, y todos los demás se habían inclinado por la expulsión temporal o de por vida. La conciencia de los magistrados y la opinión pública -que se había volcado totalmente en favor de Fouquet- habían sido más fuertes que el odio del rey. Un odio que se convirtió en rencor tenaz hacia los jueces que se habían negado a complacerle. Todos lo pagaron de una u otra forma, pero el peor librado fue el íntegro Olivier d'Ormesson, juez y ponente del proceso, que fue quien descubrió pruebas falsas en el acta de acusación y con ello salvó la vida del acusado. Fue Condenado a un retiro prematuro, al negársele el acceso a todas las plazas e incluso la sucesión de su padre en el cargo de consejero de Estado, que le había sido prometido. Ese cargo fue dado al obediente Poncet, que había votado la muerte.

Así ejercía la justicia el que se consideraba a sí mismo el rey más grande del mundo, pero cuyo orgullo era tan excesivo que nunca aprendió la virtud de la clemencia. En vano la anciana Madame Fouquet, que había salvado a la reina, fue a rogar arrodillada a sus pies que se respetara al menos la opinión del tribunal. Todo lo que consiguió -aunque no lo había pedido- fue la libertad de fijar su residencia donde mejor le pareciera: el resto de la familia, ya apartado de la corte, fue dispersado por las provincias, y a la esposa de Nicolas Fouquet se le denegó el permiso de reunirse con su esposo en la prisión que se determinara, para vivir y morir a su lado. Las ilusiones que aún conservaba la duquesa de Fontsomme sobre la grandeza de alma de su antiguo discípulo acabaron de marchitarse.

El 27 de diciembre, a las once de la mañana, Fouquet, siempre acompañado por D'Artagnan, salió de la Bastilla en una carroza cerrada escoltada por cien mosqueteros. Su último destino era la fortaleza de Pignerol, en los Alpes.

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