Epílogo

Sylvie murió el 22 de junio de 1687. O más bien dejó de existir, porque la muerte se la llevó dulcemente sin que ningún síntoma hubiera hecho presagiar su llegada. Ocurrió al finalizar un hermoso día. Sentada junto a François en el banco de piedra adosado a su casa, contemplaban el mar incendiado por la más gloriosa de las puestas de sol, cuando su cabeza se posó en el hombro de su esposo como solía hacer con frecuencia, y exhaló un suspiro de dicha… que fue el último.

La enterraron bajo los brezos, a la sombra de una cruz de granito plantada junto a la iglesia en la que se había casado. Abrumado por el dolor, François guardó desde entonces un silencio que apenas turbó la llegada de una carta como las que en ocasiones venían del continente. Después de leerla, preparó un pequeño equipaje, subió a su barca con la marea de la tarde, como si fuera a pescar, y llegó a tierra firme, donde abandonó la embarcación. Belle-Isle no volvió a verle…

La carta era de Philippe de Fontsomme, ahora casado y padre de dos hijos varones. Cuando el caballero de Raguenel falleció, tres años atrás, en su casa de la Rue des Tournelles, a la vuelta de su última visita a los exiliados -viajaba a la Bretaña aproximadamente una vez cada dos años-, Philippe había hecho saber a Saint-Mars que tomaba el relevo en la comunicación que habían establecido. Supieron así que después de la muerte de Fouquet, ocurrida en 1680, y de la vuelta de Lauzun al favor del rey, un año después, el carcelero y su preso se habían trasladado de Pignerol a otro castillo-prisión. Esta vez, el mensaje de Philippe anunciaba que Saint-Mars acababa de ser nombrado gobernador de la isla Sainte-Marguerite, una de las islas de Lérins, situadas en el Mediterráneo frente a un pequeño pueblo de pescadores llamado Cannes. El prisionero enmascarado le había seguido en una silla cerrada, cubierta por una lona encerada y acompañada por una fuerte escolta.

François conocía bien aquellas islas, que formaban una línea fortificada a lo largo de la costa de Provenza. Sabía que en Saint-Honorat, la más pequeña y más alejada, subsistía un puñado de monjes testarudos, que a lo largo de los siglos habían resistido los golpes de distintos enemigos venidos del mar, de los que les protegía mejor o peor una serie de escollos y viejas fortificaciones.

Algunas semanas después de la marcha de Belle-Isle, el abad de Saint-Honorat subió a una barca conducida a remo por uno de sus monjes, cuyo capuchón no dejaba ver otra cosa de su fisonomía que la barba gris, y llegó a Sainte-Marguerite para pedir al gobernador una entrevista mediante una carta que llevó un centinela. El día era magnífico, y el Mediterráneo, de un azul tan intenso que hacía palidecer el cielo, pero el sol de verano brillaba en las bayonetas de los guardias y relucía en las enormes bocas de los cañones de los adarves de la fortaleza. Nunca un prisionero había estado mejor guardado.

Sin embargo, cuando los dos religiosos salieron de la isla-prisión, un observador escrupuloso habría notado que la barba del monje remero era tal vez un poco menos blanca y no tan espesa. Aquella noche, el señor de Saint-Mars durmió mejor que en todos los años anteriores: el rostro oculto detrás de la máscara volvía a ser el que le había sido destinado. Pierre de Ganseville, feliz de respirar el mismo aire que su príncipe, ya no salió de Saint-Honorat.

Vivía aún cuando, en 1698, Saint-Mars recibió la recompensa de sus largos y leales servicios: se convirtió en gobernador de la Bastilla, la reina de las prisiones de Estado, la que más ingresos reportaba. Pero aunque había acumulado una enorme fortuna, el eterno carcelero del hombre de la máscara apenas la disfrutaba. Ni siquiera conocía las tierras borgoñonas de su propiedad, y únicamente pasó una noche en su castillo de Palteau con ocasión de su viaje a París, adonde, por supuesto, se llevó consigo al prisionero al que estaba unido como un forzado a su cadena. Quienes vieron entonces al misterioso cautivo admiraron su gran estatura, la elegancia de su porte bajo su atuendo de terciopelo negro, y la barba blanca, larga y sedosa que parecía brotar de la máscara.

Cinco años después, el lunes 19 de noviembre de 1703, el hombre al que habían desposeído incluso de su rostro murió en la Bastilla. Al día siguiente llevaron su cuerpo al cementerio de Saint-Paul, como era costumbre con quienes fallecían en la vieja prisión. Eran las cuatro de la tarde, y en el registro de los jesuitas que cuidaban del camposanto quedó escrito un nombre, porque algo había que escribir. Y ese nombre fue Marchiali. [43]

Pocas noches después, unos desconocidos fueron a abrir su tumba, pero sólo encontraron un cuerpo sin cabeza: había sido cortada y sustituida por una gran piedra, redonda como una bala de cañón…


Saint-Mandé, julio de 1998


Fin
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