12. Lo que pasó en Candía

Después del regreso triunfal de Marie a la Rue des Tournelles, Sylvie acudía cada mañana a la capilla del convento de la Visitation Sainte-Marie para oír la misa del alba. Iba sola, y se negaba a que la acompañaran Marie o Jeannette.

— ¡Tengo demasiado que agradecer al Señor, por haberme devuelto a mi hija y haber abatido por fin a nuestro enemigo! Quiero que mis oraciones vayan a Dios sin acompañamiento.

— ¡Sin acompañamiento! -protestó Jeannette-. ¿Es que las monjas no son nadie?

— Es distinto. Sus oraciones llevarán las mías sin distraer la atención del Señor o de Nuestra Señora, y si vosotras queréis ir también a misa, hay otras…

Así pues, salió según su costumbre, con el libro de horas en la mano y envuelta, como una simple burguesa, en la gran capa negra con capuchón que le gustaba porque en su interior se sentía como en un refugio. Desde que abandonara Fontsomme, había renunciado también a los lujos ducales que sólo utilizaba para dar satisfacción a las gentes de la aldea: la carroza y sus lacayos de librea, el joven paje portando el almohadón de terciopelo rojo del reclinatorio, Jeannette con el misal. Todo eso no era adecuado en una madre cuya herida no cicatrizaría nunca, ni en una mujer que seguía siendo objeto de la cólera real. Sin embargo, aquella mañana se sentía casi feliz: la víspera, Marie había recibido una carta de Madame de Montespan para tranquilizarla sobre la suerte de Lauzun, que no dejaba de inquietarla. ¿Qué recibimiento reservaría Luis XIV, una vez concluido el asunto, al audaz que no había temido desencadenar un horrible escándalo en su presencia y obligarle a cerrar los ojos ante uno de esos duelos que reprobaba? Pero la bella marquesa no dejaba la menor duda al respecto: «El rey -escribía- ha reprendido a Monsieur de Lauzun por su loca temeridad y le ha dicho que merecería perder su cargo y volver a la Bastilla, pero finalmente le ha perdonado, y otra vez corren rumores de un matrimonio suyo con Mademoiselle. Nunca temí seriamente, querida amiga, que las cosas pudieran ir de otra manera: el rey quiere mucho al capitán de su guardia, porque le divierte su ingenio, y, ¡dicho sea en confianza!, no estoy lejos de pensar que no le desagrada del todo haberse librado de una cuestión a la que le había comprometido Colbert por no sé qué oscuro motivo y que sabía muy bien que disgustaba a todas las personas bien nacidas.»

Muy pocas personas, dado lo temprano de la hora, asistían a la misa en la pequeña capilla que se abría a la Rue Saint-Antoine por una corta escalinata. De todos modos Sylvie prefería quedarse en el fondo y sólo se adelantaba hacia el coro iluminado por algunos cirios en el momento de la comunión. De modo que se sintió algo incomodada, al volver del santo banquete, cuando vio a una mujer arrodillada junto al sitio en que había dejado su libro de horas, con la cara cubierta por un velo oscuro y oculta además entre sus manos. Fue a arrodillarse al lado de ella como si nada ocurriera, porque el mal genio no es de recibo cuando se viene de comulgar. Pero apenas se hubo aproximado a la vecina imprevista, hizo un ligero movimiento de rechazo: de la desconocida emanaba un perfume de ámbar que no había olvidado a pesar de los años transcurridos, por ir unido a uno de sus peores recuerdos. La impresión fue tan fuerte que tomó su libro e intentó cambiar de sitio; pero entonces sintió algo duro que le apretaba las costillas, y al mismo tiempo una voz, baja pero autoritaria, le intimó:

— ¡Quieta o te mato aquí mismo!

Ya no era posible dudar, y Sylvie exclamó:

— ¡Chémerault! ¡Otra vez vos!

— ¡La Bazinière, si no te importa! Se diría que no ha pasado el tiempo para ti. Yo, en cambio, lo he encontrado infinitamente largo.

El espeso velo con que se había envuelto la antigua doncella de honor disimulaba bien sus facciones, pero la voz no había cambiado. Tampoco el odio que traslucía, por lo demás.

— Os agradecería que no me tutearais -dijo Sylvie-. Me horrorizan esos modales populacheros.

— Mi lenguaje es el adecuado para una golfa como tú, ¡duquesa de opereta!

— Después de todo, no tiene importancia. ¿Qué queréis de mí?

— Llevarte a dar un paseo. Mi coche está delante de la puerta. ¡Tenemos tantas cosas que contarnos…!

Aunque expresadas en susurros, las palabras de las dos mujeres conservaban toda su carga de cólera, de un lado, y de tranquilo desdén por el otro.

— Decidme lo que tengáis que decirme, no me moveré. No os atreveréis a disparar en una iglesia.

— Voy a probarte que no tendría el menor inconveniente en hacerlo. Y te juro que vas a salir, porque he de hablarte del hombre al que hiciste asesinar en Saint-Germain hace quince días. De Fulgent de Saint-Rémy, ¡mi amante!

La sorpresa hizo que Sylvie, sobresaltada, estuviera a punto de gritar.

— ¿Vuestro amante? Pero ese hombre no tenía ni un céntimo, y vos siempre habéis sido una mujer cara…

— Consiguió ganar bastante, y yo le ayudé porque, ¿sabes?, le seguí a todas partes… salvo a Candía, por supuesto. Yo me había instalado en Marsella desde hacía varios años. Estábamos a punto de alcanzar nuestra meta, pero tú y tu hija lo echasteis todo a perder. Nunca seré duquesa de Fontsomme, como soñaba desde la época del Gran Cardenal.

— ¿Mi hija? Era ella la que tenía que casarse con ese miserable…

— Llámalo miserable si quieres, pero ella no habría sido su esposa mucho tiempo. Después, todo habría sido para mí… ¿Sales de una vez?

El canto de las religiosas había disimulado el ligero rumor de la discusión, pero la misa concluía ya. Se arrodillaron para recibir la bendición.

— ¡Disparad! -susurró Sylvie-. No voy a levantarme.

— ¿Tú crees?

La boca de la pistola se apartó de sus costillas y apuntó, debajo del velo, a una de las personas presentes.

— Si no vienes, mato primero a ésa…

El percutor dio un ligero chasquido. Sylvie comprendió que aquella mujer, probablemente medio loca, era capaz de todo para llevársela a donde pretendía, y se puso en pie.

— Os sigo.

— ¡Ni hablar! Vas a tomarme del brazo y saldremos tan contentas como las dos buenas amigas que somos.

Por más que aquel contacto la horrorizara, Sylvie dejó que Madame de La Bazinière la tomara del brazo, y de inmediato notó de nuevo la presión del arma en su costado.

— Una bala en el vientre hace mucho daño -susurró la mujer-, y se tarda mucho en morir. De modo que no hagas nada raro.

— ¿Y adónde vamos?

— Al lugar donde he decidido acabar contigo… de una manera tal que tendré todo el tiempo del mundo para disfrutar de tu muerte.

Salieron a la escalinata. Frente a los peldaños, en efecto, esperaba un coche. Sylvie comprendió que, si subía, estaría perdida, y decidió correr el riesgo. Por lo menos, allí tal vez alguien podría detener a la asesina. Reunió fuerzas, pidió mentalmente perdón a Dios, y dio un empujón a su acompañante con tanta fuerza que ésta tropezó y estuvo a punto de rodar por la escalera, pero consiguió sujetarse a la barandilla de hierro. Con un grito de rabia, sacó la pistola y disparó. Sylvie cayó con un grito de dolor.

No oyó el disparo, venido de la calle, que la vengó de inmediato.

Su desvanecimiento no duró mucho tiempo. Cuando abrió los ojos, despertada por el dolor y por una sensación de malestar agudo, se encontraba en brazos de un hombre barbudo que se la llevaba a la carrera. Un poco detrás, Perceval de Raguenel se esforzaba en seguirle. Ella murmuró:

— Dejadme en el suelo, monsieur, debería poder caminar…

— Ya llegamos. ¡No os mováis!

¡Aquella voz! Intentó ver mejor el rostro, cubierto por una abundante barba rubia y protegido por un gran sombrero negro.

— ¿Me diréis…?

— ¡Silencio! ¡No habléis!

Delante de ellos, se abrían las puertas del hôtel de Raguenel. El hombre que la llevaba en brazos subió a grandes zancadas la escalera, seguido de Jeannette, que gemía como un animal asustado. Dejó finalmente a Sylvie sobre su cama y se sentó en el borde, mientras Marie y Jeannette tomaban posesión del otro lado, hablando las dos al mismo tiempo. Sylvie no las oía, ni tenía conciencia de su dolor: en el hombre de barba poblada y largo cabello que le sostenía las manos y la miraba con tanta ternura, acababa de reconocer a Philippe.

— ¡Dios mío! ¿Eres realmente tú? ¿No sueño? ¿Estás… vivo?

— Diría que sí…

Ella no se desmayó, pero extendió los brazos para estrecharle contra ella. Permanecieron largo tiempo abrazados, llorando y riendo los dos, sin encontrar nada que decir, dominados por la emoción. Mientras tanto, Marie había pedido a Perceval que le contara lo sucedido delante de la capilla: habían ido en busca de la duquesa porque Philippe insistía en creerla en peligro, y fueron testigos de la escena, a la que puso fin un joven de aspecto agradable, aunque severo, que había abatido a la criminal de un disparo de pistola. De inmediato, las personas del coche habían subido a su ama y desaparecido sin dar ni pedir más explicaciones.

— ¿Quién era ese hombre? -preguntó Marie-. ¿Y cómo es que se encontraba tan oportunamente en ese lugar para disparar sobre esa loca?

— No es una loca, es la viuda del financiero La Bazinière, y la enemiga jurada de tu madre desde que las dos estaban juntas al servicio de la reina Ana. En cuanto al hombre de la pistola, es un antiguo agente de Fouquet que ha pasado al servicio de Monsieur de La Reynie, el magistrado para quien el rey ha creado el cargo de teniente de la policía. Vigilaba a la ex Mademoiselle de Chémerault desde hace algún tiempo porque ella frecuentaba los garitos y trataba con gentes de mal vivir… Ya hemos hablado bastante, hay que examinar esa herida.

— No parece que sea de mucha gravedad -sonrió Marie al contemplar la pareja formada por la madre y el hijo, que parecían sordos y ciegos a todo lo que les rodeaba.

— Ha perdido bastante sangre… ¡Vamos, Philippe, déjala! Marie y Jeannette la desvestirán, y luego yo la examinaré.

— Tenemos que enviar a buscar un médico -protestó Marie-. El de la reina, Monsieur D’Aquin…

— Desde luego que no. Si el caso va más allá de mis conocimientos, recurriremos a Mademoiselle.

— ¡Qué idea más absurda! Mademoiselle es sin duda…

— ¡Sé lo que digo! ¡Vamos, al trabajo! Tú, Philippe, tendrías que asearte un poco y dejar que te afeite Pierrot. Pareces un hombre de los bosques.

— ¡Quizá! Me lavaré con gusto, pero me niego a quitarme la barba. Acabo de decíroslo: aparte de las personas de esta casa, que sé guardarán silencio, nadie debe saber que estoy de vuelta.

Tal como esperaban Perceval y Marie, la herida de Sylvie era dolorosa pero en absoluto inquietante: la bala había pasado bajo el brazo derecho y rasgado el costado sin interesar las costillas. El caballero lavó con vino la larga herida, más parecida a una quemadura que a un corte, y la impregnó de aceite de corazoncillo antes de colocar un vendaje de gasa que envolvía el tórax de la paciente. Luego, para calmar la sobreexcitación causada por la aparición casi milagrosa de su hijo, le hizo beber casi por la fuerza una infusión de tila con miel y un poco de opio. Después fue a un cuartito vecino de su «librería» en el que había instalado un laboratorio bastante rudimentario pero suficiente para extraer el jugo de las plantas y componer jarabes, tisanas y ungüentos. En esta ocasión preparó un pote de cerato de Galeno con cera blanca, aceite de almendras y agua de rosas, que, alternado con el corazoncillo, iba, según él, a obrar maravillas. Finalmente bajó a la cocina para indicar a Nicole Hardouin, su impasible gobernanta, los alimentos más indicados para compensar la pérdida de sangre sufrida por Sylvie y restablecer sus fuerzas con rapidez.

De hecho, la alegría era sin duda el mejor remedio, porque, al despertarse la mañana siguiente, Sylvie se sintió casi bien. No del todo, por culpa de la angustia que había acompañado a su despertar: temía haber soñado aquella felicidad inesperada. Pero muy pronto se presentó su hijo, y ella pudo abrazarlo. No sin quejarse amablemente de aquella cara peluda que le daba la sensación de estar abrazando a un oso.

— No querrás seguir así mucho tiempo, ¿verdad? Tienes que ir a Saint-Germain, hacer saber a todos que estás vivo y recuperar tu puesto, tu rango… todo lo que querían arrebatarte.

— Lo sé. Mientras dormíais, el caballero y Marie me han informado de los acontecimientos de los últimos meses. Pero más vale que lo sepáis, mamá, es preciso que siga pasando por muerto. Incluso es posible que esta situación se convierta en definitiva si no quiero que se encarguen de matarme definitivamente…

— ¿Quieren matarte? ¿Pero por qué?

— A causa del que ha desaparecido conmigo, o mejor dicho yo con él, puesto que yo le seguía.

— ¡Y que sí está completamente muerto! -murmuró Sylvie con pena.

Philippe sonrió, y luego se inclinó sobre su madre para hablarle de más cerca.

— No. Está tan vivo como yo, aunque es mucho menos feliz; pero si el rey, Colbert o su compadre Louvois, que maquinaron la trampa diabólica en la que cayó, supieran que estoy en París, mi vida no valdría nada. Más tarde quizá pueda jugar a los aparecidos, pero hará falta tiempo…

— ¿Dices que no ha muerto? -susurró Sylvie, dividida entre la alegría y la inquietud suscitada por la actitud grave de su hijo-. ¿Dónde está entonces? ¿Todavía en Candía… o en Constantinopla? Han corrido rumores de que los turcos le tenían preso…

— Lo estuvo, como yo, pero ya no lo está. De los turcos, por lo menos. Os diré más tarde dónde se encuentra.

La campanilla del portal acababa de sonar, lo que era sorprendente. Las visitas escaseaban desde que la casa de la Rue des Tournelles alojaba a una réproba. Sólo se arriesgaban a visitarla los amigos «literarios» de Perceval, la entrañable Motteville y Mademoiselle, pero el hombre que se apeó de un sobrio coche de color verde oscuro no había venido nunca. Sin embargo Perceval, que miraba por una ventana, lo identificó, no sin una inquietud muy explicable:

— Es Monsieur de La Reynie, el teniente de la policía…

— ¿Qué viene a hacer? -preguntó Sylvie.

— Pronto lo sabremos. Yo lo recibiré. Tú, Philippe, harías bien en encerrarte en tu habitación.

El joven asintió con la cabeza y salió al mismo tiempo que Perceval y Marie. La curiosidad siempre despierta de la joven la impulsó a ir, también ella, a recibir a aquel importante personaje.

— Mi madre está en cama. Es normal que yo la sustituya -declaró en un tono tan tajante que Perceval no consideró oportuno oponerse.

Juntos entraron en el recibidor a la moda antigua en el que esperaba el teniente de la policía.

A sus cuarenta y cinco años, Nicolas de La Reynie era un hombre de alta estatura, ojos y cabello castaños, rostro agradable a pesar de una nariz prominente, y mentón hundido por un hoyuelo debajo de unos labios firmes y bien dibujados que sabían sonreír. Había nacido en Limoges, y pertenecía a esa gran burguesía de la magistratura que acaba siempre por fundirse con la nobleza. Rico, competente y culto, era también un hombre de gran inteligencia y dotado de un raro valor, la incorruptibilidad, que había hecho que con toda naturalidad el rey se fijara en él y le diera su confianza. No en vano: desde su nombramiento para el puesto creado para él, La Reynie había empezado a combatir la inseguridad dedicándose a la limpieza de las cortes de los milagros, al mismo tiempo que sentaba las bases de una policía digna de ese nombre y unificada bajo su mando.

Saludó como un hombre de mundo y se excusó por la hora quizás algo temprana de su visita.

— Me importaba -dijo- tener noticias de la señora duquesa de Fontsomme, que fue cobardemente atacada ayer al salir de misa. ¿Cómo está?

— Mucho mejor de lo que sería de temer. La bala sólo desgarró la carne y no afectó a ningún órgano. Cuando cicatrice la herida, estará totalmente restablecida.

— ¡Me hace muy feliz saberlo! Y creo que también al rey…

Perceval se puso rígido.

— ¿El rey? -dijo en tono seco-. ¡Eso sí es una novedad! No hace mucho tiempo, al rey le preocupaba muy poco lo que Madame de Fontsomme sufriera o dejara de sufrir.

— Es difícil -dijo La Reynie con una semisonrisa- penetrar en el fondo de su pensamiento. Se diría que oscila entre la severidad generada por un rencor cuyo origen ignoro y un cariño muy antiguo del que no puede desprenderse. En cualquier caso, si estoy aquí es por orden suya. Y repito que muy feliz por lo que acabo de oír.

— ¿Veis al rey todos los días? -preguntó Marie, a la que le gustaba muy poco quedarse callada.

— Casi todos. El rey trabaja mucho más de lo que la gente imagina. Está al corriente de todo lo que ocurre en el reino, sin duda, y muy especialmente en París.

— Sin embargo no lo ama, y desea, dicen, instalarse en ese nuevo Versalles que está edificando con enormes gastos.

— No he dicho que sea por amor. Más bien por desconfianza. Creo que nunca olvidará la Fronda… Bien, me retiro ya -añadió el visitante, y se puso en pie.

— Un instante aún, por favor -repuso Perceval-. ¿Podemos saber qué ha sido de la agresora? ¿Ha muerto?

— Aún no, pero poco le falta. Desgrez, el oficial que le disparó, y que es el mejor de mis colaboradores, sabía quién era ella y ha preferido, dado su estado, dejarla morir en su casa sin divulgar su nombre. Es una simple muestra de respeto por una familia respetable en muchos aspectos. Madame de La Bazinière sucumbirá a una breve enfermedad… Por supuesto, he dado mi aprobación. También el rey.

La Reynie se dirigía ya a la puerta, y sus dos huéspedes se disponían a acompañarlo, cuando se detuvo de repente.

— ¡Ah, se me olvidaba…! ¿Quién es el joven que ayer parecía tan emocionado y que trajo aquí en brazos a Madame de Fontsomme?

Con un aplomo que confundió a Raguenel, Marie dio de inmediato una respuesta, en tono tranquilo.

— Gilles de Pérussac, un amigo de la infancia de mi hermano. Se veían a menudo cuando Gilíes estaba en el Vermandois en casa de su abuela Madame de Montgobert. Nos quiere mucho, y al enterarse de… la desaparición de mi hermano Philippe, vino ayer a visitarnos; tenía poco tiempo, pero quiso ver a mi madre.

El teniente observó a la hermosa joven, tan orgullosa en sus ropas de luto que hacían destacar su cabello rubio, y no pudo evitar sonreírle, pero aún preguntó:

— ¿Se ha marchado ya?

— Ya lo he dicho: estaba de paso, camino de Brest para reunirse con Monsieur Duquesne, bajo cuyo mando sirve.

— ¡ Ah, es un marino! Eso explica su aspecto un tanto desaliñado.

Cuando La Reynie se hubo marchado, Perceval, inquieto desde el comienzo de la entrevista, felicitó a Marie por su sangre fría.

— ¡Has estado magnífica, qué aplomo! ¿Pero no has ido demasiado lejos? Ese hombre cuenta con los medios necesarios para informarse de todo lo que ocurre en Francia, y si busca en Brest…

— ¿O en la escuadra de Duquesne? Encontrará en ella a Pérussac. Como es realmente un amigo de la infancia y su prima es una de las doncellas de honor de la reina, podía afirmarlo sin miedo.

— ¡Bravo! Pero, por si acaso le entran dudas a Monsieur de La Reynie, será preferible que tu hermano siga escondido aquí o encuentre un rincón tranquilo en provincias.

— Desde luego, pero antes de tomar una decisión conviene que escuchemos su historia.


Sin embargo, esperaron hasta la noche para estar seguros de que nadie les molestaría. Después de la cena, que tomó en su habitación, y mientras Jeannette le rehacía la cama, Sylvie pidió a su fiel camarera que se retirara luego de ayudarla a acostarse. Era la primera vez que la excluía así del círculo familiar, y Jeannette reaccionó con una mirada de sorpresa. Entonces ella le explicó:

— Estamos tan próximas la una a la otra, desde siempre, que nunca te he ocultado nada. Has compartido mi vida entera. Pero no debes saber lo que dentro de poco se dirá aquí. No por desconfianza hacia ti, sino por el deseo muy fundado de tenerte al margen de un asunto demasiado grave para no resultar peligroso. Se trata de algo que no puede ser sino un secreto de Estado, y vale más apartar a las personas queridas que no tienen una relación directa con él. Y yo te quiero mucho…

Con lágrimas en los ojos, Jeannette fue a arrodillarse junto al sillón de su ama y apoyó en sus rodillas una cabeza en la que los cabellos blancos empezaban a menudear.

— No tenéis que darme ninguna explicación, y haré lo que deseáis. Los secretos del reino no me importan más que por el daño que pueden haceros, y desde la niñez habéis sufrido ya demasiado por culpa de ellos. Prometedme tan sólo que no nos dejaréis de lado, a mi Corentin y a mí, si vos, o los niños, o los tres, volvéis a encontraros en peligro.

— Te lo prometo -afirmó Sylvie, e incorporó a Jeannette para abrazarla-. Seguiremos juntas mientras Dios quiera…

Tranquilizada, Jeannette acabó de preparar la cama, instaló en ella a Sylvie, puso un par de troncos más en el hogar de la chimenea y salió sin apagar las velas como hacía cada noche, dejando sólo encendida una lamparilla. Un momento más tarde, el caballero de Raguenel, Philippe y Marie se sentaban alrededor del gran lecho cubierto por una colcha de seda amarilla con el reverso blanco, y aproximaban sus sillas todo lo posible para que el narrador no tuviera que levantar la voz.

— Listos -dijo Perceval al tiempo que encendía su pipa-. Creo que ahora estamos preparados para escucharte, muchacho. Espero que no te moleste el humo del tabaco. A tu madre no le afecta…

— Yo también fumo -repuso el joven con una sonrisa-. Y además Marie ha colocado allí, en el escritorio de concha, una bandeja con copas y vino de España. No nos falta nada.

Se inclinó hacia delante, colocó los codos en sus piernas separadas, apoyó la cara entre las manos y pareció recogerse en el silencio que se hizo.

— De no haber vivido lo que os voy a relatar, creo que me costaría creerlo si alguien me lo contara. Incluso ahora, a veces me pregunto si no ha sido una pesadilla, hasta tal punto trastorna la idea que yo tenía de la grandeza de los reyes y la nobleza de los hombres. De algunos, por lo menos…

— Puedes estar seguro -gruñó Perceval- de que ninguno de nosotros pondrá en duda tu palabra.

— Lo creo… Cuando partimos de Marsella, estaba realmente convencido de ir a la cruzada como habían hecho antes mis antepasados. ¡íbamos a combatir al infiel! Éramos soldados de Dios, y así lo proclamaba el estandarte de Cristo en la Cruz que Su Santidad el Papa había hecho llegar al señor almirante unas semanas antes. Él mismo, por lo demás, después de tantas afrentas recibidas de las gentes del rey, no pretendía ser sino el «capitán general de los ejércitos navales de la Iglesia», y tenía una fe profunda en su misión. Los vientos favorables que nos llevaron en quince días a la vista de la isla de Candía, le confirmaron en su certidumbre, y sintió aún mayor ardor por combatir en favor de una causa santa cuando estuvimos delante de la capital de la isla, llamada también Candía. [34] Lo que descubrimos entonces fue algo a la vez enormemente bello y profundamente triste. Casi un decorado del fin del mundo…

»Era temprano por la mañana, y los primeros rayos del sol iluminaban oblicuamente una cresta montañosa de un gris rojizo y mesetas cubiertas por una hierba áspera y aromática, con raros bosquecillos de robles verdes y olivos silvestres. A sus pies, extendiéndose hasta el mar de un azul casi violeta, el puerto protegido por un dique en el que se alzaba la torre de un antiguo faro, y una ciudad de murallas orgullosas, de bastiones en cuyos muros aparecía labrado el león de San Marcos, pero agujereados por el cañón, agrietados, medio derruidos en algunos puntos. Una ciudad de rojos palacios venecianos y casas blancas, algunas de ellas hundidas, y en cuyos alrededores eran visibles las galerías de minas reventadas por el arma extraña que utilizaba Morosini, esas botellas de cristal cuadradas y con cuatro mechas, que al romperse difundían un humo infecto y mortífero. En todas partes se veían huellas de incendios, en todas partes estigmas de muerte, y sobre todo ello, intacta, afirmando una feroz voluntad de resistir, la bandera roja y oro de Venecia ondeaba a la brisa ligera de la mañana. Los turcos sólo eran visibles por los fuegos de vivac en las posiciones elevadas que ocupaban. Pero aquel cuadro se animó muy pronto, cuando el sol, al ascender, hizo flamear los oros del Monarque y los restantes barcos. Una sonora aclamación les saludó desde el puerto en que la gente empezaba a reunirse…

»-Somos los primeros -constató Beaufort, que observaba la isla con un anteojo-. No es normal. Vivonne, que salió de Marsella antes que nosotros con las galeras, más rápidas, tendría que estar aquí, y también ese Rospigliosi que me niega el título de alteza. ¡Él viene de Civitavecchia! Es como para sospechar…

»Con todo, hacía falta más para desanimar al almirante. Embarcó en una chalupa con Monsieur de Navailles, Monsieur Colbert de Maulévrier, [35] su sobrino y yo, a fin de parlamentar con Francesco Morosini, el capitán general de Venecia. Éste vino al muelle acompañado por Monsieur de Saint-André-Montbrun, capitán francés al servicio de la Serenísima, para recibirnos después de vernos obligados a pasar la bocana, cerrada por el dique del faro, bajo el fuego turco. Por fortuna, aquella gente tiraba muy mal…

»No ocultaré la fuerte impresión que me causó Morosini, verdadera encarnación de los más altos valores de Venecia. Era un hombre de cincuenta y dos años, alto y flaco, que dentro de su coraza abollada parecía recto e inflexible como la hoja de una espada. Su rostro enérgico, de tez requemada por el sol, mostraba bajo un cabello en que aparecían mechones blancos unos rasgos delicados, boca sensible bajo un bigote sedoso y una perilla, y sobre todo profundos ojos negros, orgullosos y dominadores bajo un entrecejo arrogante que la impaciencia hacía estremecer. Sin embargo ese hombre, ese marino, ese soldado, ese estratega, hacía gala de una paciencia infinita que era una de las facetas de su genio… [36]

Entre él y nuestro almirante hubo desde el principio un acuerdo absoluto: eran dos hombres hechos para entenderse. Por desgracia, no era el caso de Monsieur de Navailles, a quien correspondía el mando de las operaciones terrestres con precedencia a monseñor…

Philippe se detuvo para sonreír a su madre, cuya mirada apasionada no se separaba de él.

— Estaré desolado, madre, si os causo pena porque Madame de Navailles es, lo sé, amiga vuestra desde hace muchos años, pero es incuestionable que su esposo es un imbécil que en este asunto, por una estúpida vanidad, fue la causa de la catástrofe.

— No te atormentes por eso. Siempre he sabido que, en esa pareja, ella era con mucho la más inteligente. ¡Si al menos, después de exiliarlos, el rey no hubiera llamado más que a ella…! Pero continúa, te lo ruego…

— A vuestras órdenes. Así pues, Navailles empezó por rechazar la oferta de Morosini, que le proponía, como vanguardia de la ofensiva inminente, a soldados veteranos de aquella guerra que conocían perfectamente el terreno. Se negó también a hablar con Monsieur de Saint-André-Montbrun, con quien monseñor, indignado, se reunió de inmediato en el bastión San Salvatore, donde pasó toda la noche trazando planes con Morosini y el capitán francés. Los tres coincidieron en que era preciso esperar a Vivonne, Rospigliosi y las tropas embarcadas en las galeras, a las que se añadirían tres mil alemanes reclutados por Venecia. Todo ello proporcionaría una poderosa masa de maniobra, necesaria para atacar al enemigo por tierra y por mar, apoderarnos de sus cañones y trincheras y hacernos fuertes en ellas.

»Por desgracia, cuando regresamos a bordo, Monsieur de Navailles había tomado por sí solo una decisión funesta: atacar a los turcos por tierra sin esperar a las tropas restantes. Lo peor es que no consideró útil avisar de sus planes al almirante, y que incluso tuvo la audacia, cuando éste fue informado, de aconsejarle "no poner el pie en tierra, porque ya bastante reputación había adquirido de exponerse al peligro en lugares donde no se le necesitaba". ¿Imagináis el efecto de esa declaración?

— ¡Señor! -masculló Perceval-. ¡Colbert y Louvois tienen que estar locos de atar para haber confiado un mando tan importante a ese cretino!

— Querido caballero, no perdáis de vista que la idea de esos ministros, y por lo demás también la del rey, erala de no indisponerse con la Sublime Puerta, por lo que aquella hermosa expedición estaba destinada al fracaso desde el comienzo. ¡Pensad que se denegó el mando al mariscal de Turena!

— Al que Beaufort se habría sometido sin discusión. ¡Continúa, muchacho! Por más que adivino que la continuación fue poco gloriosa…

— Para las armas de Francia, sin duda, pero sabed que para monseñor lo fue en grado sumo. En efecto, como el ataque iba a tener lugar la mañana siguiente, manifestó su intención de ser el primero, siguiendo el ejemplo de su abuelo Enrique IV. Entonces los oficiales de los navíos se reunieron con él para intentar impedírselo, repitiendo que no debía plegarse a una decisión tan insensata, y que si Monsieur de Navailles quería perder Candía o vencer a los turcos él solo era algo que únicamente le importaba a él, pero que se necesitaba una mayor preparación para que el ataque tuviera éxito. Les dio la razón pero no quiso escucharles más tiempo. Era preciso, dijo, que él estuviera a la cabeza de la primera oleada de asaltantes para dar ánimo a una tropa que no se encontraba en las mejores condiciones: muchos se habían mareado durante la travesía y aún sufrían los efectos. Razón de más, clamaron a coro La Fayette, Kéroualle y Maulévrier, para darles tiempo a reponerse. Pero Navailles se obstinaba, y Navailles tuvo la última palabra… No respondía de sus decisiones sino ante el rey.

«Mientras tanto, claro está, los turcos no estaban inactivos. Desde la aparición de la flota habían observado mucho y disparado un poco contra la chalupa del almirante, pero sobre todo habían reagrupado en las colinas a su caballería ligera. Fazil Ahmed Kóprülü Pachá, el gran visir del sultán que había venido en persona a dirigir el sitio de Candía, era un hombre precavido, tan prudente y sagaz como Navailles imprudente y ciego. Muy pronto nos íbamos a dar cuenta de ello…

»Monseñor pasó su última noche a bordo rezando en su elegante cámara tapizada de seda del color de la aurora. Había comprendido lo que significaban los obstáculos puestos a sus designios y la increíble terquedad de Navailles: en Francia no sentían el menor deseo de verle volver aureolado por una victoria. Por el contrario, el anuncio de su muerte a manos del turco encantaría a más de uno… Hacia las tres de la madrugada le vimos aparecer, sin coraza, protegido sólo por un justillo de piel de búfalo sobre el que colgaba una cruz de cobre, negro como su sombrero y sus plumas. Para proteger a los que amaba, el caballero de Vendôme y yo mismo, quiso que nos quedáramos a bordo, pero nosotros nos negamos en redondo. Entonces ordenó a Vendôme que combatiera separado de él, y lo dejó confiado a la protección, no hay otro modo de expresarlo, de dos oficiales. Yo me negué a que hiciera lo mismo conmigo, y le dije que le seguiría allá donde fuera, como había hecho durante años. Me dijo entonces que el peligro sería muy grande, que debía pensar en vos, madre, y en el nombre que llevo…

— ¿Qué le contestaste? -preguntó Sylvie.

— Que me habíais confiado a él de niño para que no le abandonara nunca, que no ignorabais los peligros que eso comportaba, y que precisamente el nombre de mis padres me obligaba a honrarlo de alguna manera, aunque fuera en la muerte. En una palabra, que vos comprenderíais…

— Sí -dijo la duquesa con tristeza-, es lo que dicen los hombres. Pero a veces las mujeres, y sobre todo las madres, piensan de manera distinta.

— ¡No digáis eso! -protestó Philippe-. Pensad que si yo no me hubiera obstinado, que si no le hubiera seguido contra todo y contra todos, ahora no sabríamos que sigue con vida.

— Tienes razón, y soy una ingrata para con Dios. ¡Dinos qué pasó después, hijo mío!

— La noche era clara, templada, llena de estrellas. Una de esas bellas noches de Oriente que nos son desconocidas y que permiten olvidar el peso abrumador del sol. ¡Un instante de magia antes de la pesadilla! Una vez en tierra, avanzamos despacio por precaución, y descubrimos que para pasar, en orden de batalla, de la posición elegida por Navailles a la línea de ataque propiamente dicha, era necesario bajar desde una contraescarpa hasta el fondo de un barranco, y subir la otra ladera por un sendero de cabras en el que los fusileros turcos podrían dispararnos a placer. Monseñor nos hizo tendernos en el suelo para esperar el día, porque entonces el sol nos favorecería al deslumbrar a nuestros enemigos. Pero Navailles cometió una estupidez más, ¡casi habría que llamarla un crimen! De súbito oímos el redoble de tambores que llamaban a la carga, alertando al enemigo: teníamos que atacar en el momento en que la noche era más oscura, inmediatamente antes del alba… y sobrevino el drama. Los turcos nos cayeron encima desde todas partes, y provocaron un auténtico pánico en las filas de unos soldados con las piernas aún inseguras. Se produjo una desbandada general que monseñor no pudo contener. En algún lugar hubo una explosión en la noche, y entonces creyó que por ese lado los turcos luchaban con las fuerzas de Morosini y que sería posible atraparlos por la espalda. Pero estaba herido en una pierna y no podía correr. En ese momento encontré un caballo, salido no sé de dónde. Montó y yo salté a su grupa.

»- ¡Vamos, muchachos! -gritó-. ¡Ánimo, seguidme! ¡San Luis, San Luis!

»Espada en mano nos precipitamos sobre el grueso de las tropas otomanas, sin ver nada. Unos minutos más tarde, después de una defensa vigorosa pero inútil, él y yo fuimos apresados. Cuando nos vimos desarmados en medio de un bosque de amenazadoras cimitarras de las que arrancaban destellos los primeros rayos del sol, nos consideramos muertos e imaginamos nuestras cabezas ensartadas en la punta de unas picas; pero el gran visir había prometido quince piastras por prisionero, y setenta por los jefes. Así pues, nos ataron con cuerdas y nos llevaron hasta el campo, situado bastante lejos de la ciudad y desde el que descubrimos al fin las galeras turcas, ocultas en unas caletas profundas. Para mí, que estaba indemne, fue penoso; y para monseñor, cuya herida sangraba sin parar, un calvario que soportó sin una queja. Encontró incluso fuerzas suficientes para levantarse y mantenerse erguido cuando nos arrojaron al interior de la tienda de un hombre grueso vestido de seda, sentado en unos almohadones junto a los cuales estaba en pie una especie de secretario provisto de un rollo de papel, una pluma de ave y un tintero sujeto a su cinturón. Era un renegado cristiano llamado Zani, y hacía las veces de intérprete. Gritó a monseñor:

»- ¿Por qué te presentas con tanta arrogancia? No estás vestido como ése, con una túnica bordada y una hermosa coraza…

»-Un príncipe se distingue por otras cosas, no por su vestido.

»- ¿Un príncipe? No había más que uno entre los que nos han atacado.

»- ¡Soy yo! François de Borbón-Vendôme, duque de Beaufort, almirante de Francia.

»- ¿Y el que está tendido a tus pies?

»-Es mi edecán y mi hijo… espiritual. Se llama Philippe de Fontsomme.

»Cuando el secretario tradujo sus palabras, el hombre del turbante abrió de par en par unos ojos espantados. Era evidente que la importancia de su presa le excedía. Dijo algunas palabras precipitadas, y el renegado explicó:

»-Es posible que mientas, pero mi amo prefiere que sea alguien con más autoridad que él quien decida sobre tu suerte. Tendrás el honor de ser conducido ante Su Alteza el gran visir, que sabrá si dices o no la verdad.

»-Mientras tanto -dije yo-, deberíais cuidar su herida, porque de lo contrario el señor almirante podría no llegar a tener ese "honor"…

»Una patada en las costillas me demostró la poca importancia que daban a mi persona, y a partir de ese momento nos separaron a pesar de nuestras protestas. Dos guardias se llevaron a monseñor, sosteniéndolo con algún miramiento. En cuanto a mí, me arrastraron como a un paquete hasta una tienda de campaña en la que soporté todo el calor del día sin una gota de agua y sin alimento. Oía, algo apagados por la distancia, gritos horribles, súplicas y también disparos, el cañón, la batalla en una palabra. Y luego una especie de silencio, el más pesado que nunca haya experimentado… el de las grandes catástrofes. Cuando se decidieron a traerme un poco de agua y comida, el aspecto satisfecho de mi guardián me reveló con claridad que habíamos sido vencidos. Lloré, pero lo peor fue no poder tener noticias de monseñor porque no hablaba la lengua de aquellas gentes. Probé con el griego, que conocía bastante bien gracias a mi querido abate de Résigny, sin resultado. Sólo me sacaron de la tienda para encadenarme en el interior de una cueva cerrada con una empalizada, y confieso que me alegré: por lo menos estaba al resguardo del terrible calor diurno. Estuve allí quince días, hasta que una noche vino a verme Zani, el intérprete. Aunque me resultaba odioso, me alegró sin embargo poder hablar con alguien. Me dijo que iba a viajar desde la isla hasta Constantinopla esa misma noche, y que me tendrían preso hasta que se supiera si mi familia estaba dispuesta a pagar un rescate suficiente para mantener mi cabeza sobre mis hombros…

— ¡Pero no recibimos ninguna petición de rescate! -exclamó su madre-. Todo lo que supimos es que habías desaparecido con el duque de Beaufort, y después se os declaró muertos.

— Hablaré enseguida de esa historia del rescate -dijo Philippe con una sonrisa de desdén-, porque resulta verdaderamente increíble. Pero volvamos a mi marcha de la isla de Candía, que se produjo en efecto una hora después, en una galera en la que me encerraron en el cuartito donde guardaban las balas de los cañones colocados en el castillo de proa. Estaba encadenado, pero era un rincón bastante limpio en el que incluso me dieron un cubo para mis necesidades naturales. Para mi sorpresa, Zani viajó conmigo y durante el viaje, que duró algo más de ocho días, vino a menudo a verme y me hizo continuas preguntas sobre quién era yo, sobre mi familia, mi vida en Europa, el rey, y por supuesto monseñor, ¡sobre todo monseñor! Pero cuando le pedía que me diera noticias suyas, repetía siempre la misma frase: “Tu almirante es el prisionero de Su Alteza el gran visir Fazil Ahmed Kóprülü Pacha, que Alá (¡sea tres veces bendito su nombre!) quiera conservarnos." Nunca cambiaba una sola palabra y acabé por cansarme de tantas bendiciones. En el fondo, me bastaba saber que seguía con vida.

»Lo confieso, la vista de Constantinopla, adonde llegamos una tarde cuando el sol se ponía, me maravilló. La ciudad se asienta sobre tres estrechos marinos, pero yo vi únicamente uno al desembarcar de mi galera: el Bósforo, entre la orilla asiática y la larga punta de Estambul, coronada por grandes cúpulas doradas, cúpulas más pequeñas de color azul o verde, y altos minaretes blancos, en medio de una infinidad de jardines que se prolongaban hasta el palacio y los jardines del sultán, junto al agua azul. Los últimos rayos del día bañaban todo aquello en un esplendor de oro y púrpura, subrayado por los grandes cipreses negros que se recortaban un poco por todas partes contra el cielo y acentuaban la belleza de los edificios. Pero no tuve oportunidad de penetrar en lo que, de lejos, parecía una imagen del paraíso. La galera atracó bajo los muros de una poderosa fortaleza situada en el extremo de la gigantesca muralla que protege la parte de Estambul situada junto al mar. Zani me informó con evidente placer: aquello era Yedi-Kulé, el castillo de las Siete Torres, cuya siniestra reputación había dado desde hacía muchos años la vuelta al Mediterráneo. Las cabezas cortadas visibles en las almenas mostraban con creces que esa reputación no era exagerada. Se decía que un sultán había sido asesinado allí por sus jenízaros, cincuenta años atrás. Además, el olor era insoportable porque en las inmediaciones de aquel infierno, junto a uno de los mataderos, estaban los talleres de los curtidores, de fabricación de cola fuerte o de conejo, y de cuerdas de tripa. Al principio creí que me sería imposible vivir en medio de aquella pestilencia, pero acabé por acostumbrarme. Por otra parte, tuve la suerte de que la celda en que me arrojaron tuviera una estrecha abertura, enrejada pero que daba al mar.

»Allí estuve encerrado meses y meses, helado durante el invierno y sofocado en verano, sin ver nada ni oír otra cosa que la llamada de los muecines y los gritos de las gaviotas o los Condenados. Los gritos de los empalados eran atroces, intolerables. Lo peor era carecer de noticias. A veces llegaba a olvidar quién era, porque las imágenes del pasado me resultaban particularmente dolorosas. Además, la inquietud por la suerte de monseñor me corroía interiormente. ¿Por qué me dejaban allí, atormentándome, sin más presencia que la del carcelero que me traía cada día lo justo para no morirme de hambre?

»Había acabado por convencerme de que pasaría el resto de mi vida en aquella tumba cuando, una tarde, vinieron a buscarme los soldados. Pensé que había llegado mi última hora y me apresuré a recitar una oración, pero en el patio del castillo me vendaron los ojos y me hicieron subir a una litera cerrada por unas cortinillas de cuero. No vi nada durante el trayecto. El olor innoble al que estaba habituado dejó paso a aromas más agradables, y luego a otros que me parecieron divinos cuando me hicieron bajar. Debía de encontrarme en un jardín porque tenía la impresión de hallarme rodeado de flores. Después mis pies descalzos tocaron un suelo liso y resbaladizo hasta el momento en que, en una atmósfera húmeda y cálida, me quitaron por fin la venda. Comprendí que estaba en lo que los turcos llamaban hammam, un lugar reservado a los baños. Dos esclavos negros me despojaron de los harapos infames que me cubrían, me sumergieron en una tina llena de agua caliente y me lavaron como a un caballo, con mucho jabón y un cepillo de cerda dura. Los dos baños sucesivos, caliente y frío, y el masaje con aceite aromático me parecieron el colmo de la delicia, y volví a encontrarme casi tan en forma como antes de mi larga cautividad. Después me vistieron con una camisa y un largo hábito azul ceñido con un cinturón, me calzaron unas babuchas rojas y, después de haberme servido una comida de carne asada y arroz, de nuevo me vendaron los ojos para confiarme a un personaje del que no vi, por debajo de la venda, más que los bajos de un vestido blanco y los pies calzados con babuchas amarillas.

»Sin dirigirme la palabra, me condujo a través de lo que me pareció una infinidad de pasillos y jardines. Me encontré al fin sobre una alfombra de un hermoso color rojo oscuro entrecruzado con hilos de oro, al borde de la cual me hicieron descalzarme. Avancé aún unos pasos, y me quitaron la venda: estaba ante un hombre ricamente vestido y con un gran turbante blanco envuelto en torno a un cono de fieltro rojo y adornado con plumas de garza. Supuse que se trataba de un alto personaje, y así lo confirmaba su sable, con la vaina y la empuñadura adornados con rubíes, colocado delante de él en una mesita baja.

»Estaba sentado, con las piernas cruzadas, en una especie de banqueta cubierta de brocado rojo y sobre la que había algunos almohadones, colocada sobre un estrado tapizado de seda. El estrado ocupaba el fondo de una sala recubierta con ladrillos de colores brillantes bajo unos ventanales con vidrieras a través de las cuales penetraba la música de una fuente. El hombre que me acompañaba me arrojó de bruces contra el suelo. Ese trato me indignó. Quise incorporarme de inmediato, y para mi sorpresa no me empujó de nuevo al suelo. Vi entonces que el alto personaje le despedía con un movimiento de la cabeza, antes de dirigirse a mí:

»-Me han dicho que hablas el griego -me dijo en esa lengua.

»-El de Demóstenes, que ya no está en uso, pero que me permite hacerme entender.

»-En efecto… Pero nos expresaremos en la lengua de tu país -añadió en un francés un tanto balbuciente pero muy comprensible, que me llenó de alegría-. Sabe en primer lugar ante quién compareces hoy: me llamo Fazil Ahmed Kóprülü Pacha y he sucedido a mi padre, el gran Mehmet Kóprülü, en el cargo de gran visir de la Sublime Puerta. Yo vencí en Candía a las fuerzas de tu país. Hoy la bandera del Profeta flota sobre toda la isla, pero Morosini ha recibido al rendirse honores de guerra, en homenaje a su valor, y le he dejado marchar a Venecia con los suyos.

»-Francesco Morosini merece toda mi admiración y me alegro por él, pero no me interesa. Suplico a Vuestra Excelencia que me informe de la suerte que ha corrido monseñor el duque de Beaufort, nuestro almirante…

»- ¡Ven aquí! -le ordenó, y señaló un asiento a su lado.

»Sin dar ningún signo de sorpresa ante aquella invitación, le obedecí. Así pude verle mejor. Era un hombre joven, de tez clara, rasgos enérgicos y ojos grises y dominantes. Un largo mostacho negro colgaba a cada lado de su boca firme y bien dibujada. Como supe más tarde, no era turco sino albanés, y bajo el gobierno de su padre primero y después el suyo, el Estado otomano, debilitado por unos sultanes incapaces, cuando no indignos (el actual, Mehmet IV, era conocido como el Cazador, porque pasaba en esta ocupación todo el tiempo que no dedicaba a su harén), había recuperado fuerza y estabilidad.

»-Quiero que me hables de él -dijo-. ¿Has dicho que eres su hijo?

»- ¡Espiritual, señor! Mi madre y él se criaron juntos. Para mí es como un tío muy querido.

»- ¿Le quieres?

»-Es decir poco. Le admiro y daría mi vida por él sin vacilar.

»- ¡Explica! ¡Cuéntame!

»Hablé, con un entusiasmo creciente a medida que, al reseguir su vida, la descubría de nuevo. Fazil Ahmed Kóprülü Pachá me escuchó con una intensa atención, y sólo me interrumpió para dar unas palmadas que hicieron aparecer de inmediato a un servidor con un servicio de café en una bandeja. Confieso que bebí con un placer vivísimo, y proseguí después mi relato, que él interrumpió ahora con algunas preguntas. Ésta fue la última:

»-Si lo he entendido bien, tu rey no le aprecia, a pesar de ser un buen servidor.

»- ¡Y su primo hermano!

»Por primera vez, le vi sonreír.

»-Los lazos de familia no cuentan cuando se ocupa un trono. Aquí, menos aún que en otros lugares. Tenemos la que llamamos "ley del fratricidio", que permite a un soberano, al alcanzar el poder, eliminar a los hermanos que eventualmente podrían molestarle. Pero tú, por ese hombre al que veneras, ¿estarías dispuesto a… contradecir, es decir, a oponerte a la voluntad de tu rey?

»-Si se tratara de su vida, sin dudarlo, incluso aunque eso me costara la mía propia.

»-Es lo que yo pensaba. ¡Escucha entonces!

»Supe entonces lo impensable. Desde antes de nuestra partida de Marsella, la Sublime Puerta había recibido en secreto, de parte del rey de Francia, seguridades de que el reino no deseaba, al autorizar la expedición, enturbiar las buenas relaciones, en particular comerciales, mantenidas hasta entonces. No se iba a hacer otra cosa que complacer al Papa, y se confiaría el mando a jefes enfrentados entre sí, que por ese motivo serían poco peligrosos: uno de ellos tenía poco criterio, y el otro era valeroso pero de una forma alocada. Se insinuaba además que en caso de que el segundo, que naturalmente era el duque de Beaufort, no muriera en combate, sería deseable que fuera capturado con toda discreción, a fin de permitir que circulara el rumor de su muerte.

»-Es lo que ocurrió -añadió Fazil Ahmed Kóprülü Pachá-. A bordo de la nave capitana había un hombre que nos informaba de las intenciones de tu jefe, a través de un pescador que iba diariamente a ofrecer pescado y a cuyos movimientos no se prestaba atención, sobre todo de noche. Supimos el lugar contra el que dirigiría el ataque, y aunque durante la batalla se produjo una gran confusión, la explosión que provocamos en medio de nuestras propias líneas produjo el efecto que esperábamos: el almirante creyó que se abría una brecha delante de él, y cayó en la trampa. No habíamos previsto que tú cayeras también junto a él, pero yo había dado órdenes severas de que se respetara su vida, y tú te beneficiaste de ello. Por lo demás, muy pronto comprendimos que eras muy importante para él.

»- ¡Quién le traicionó tan bellacamente?

»El gran visir negó con la cabeza y sonrió levemente.

»-Eso no te lo diré. La amistad de los pueblos es algo de difícil manejo, y es posible que algún día volvamos a necesitar sus servicios. Fue él quien llevó a Francia la confirmación de la muerte del almirante… y de la tuya.

»- ¿Me diréis lo que pasó después?

»-Hicimos llegar un mensaje al ministro francés para informarle de que el primo del rey estaba en nuestro poder y que también te teníamos preso a ti, y por supuesto reclamamos un rescate. El mensaje fue transmitido por un emisario discreto y la respuesta nos llegó a través del mismo canal, sin pasar, claro está, por el nuevo embajador que nos han enviado: un tal señor de Nointel, que necesita que le enseñen buenas maneras…

»- ¿Y cuál fue la respuesta?

»-Curiosa. El rey aceptó pagar la mitad del rescate solicitado, un precio suficiente para un muerto. La suma había de sernos entregada por dos hombres que llegarían en un barco a fin de llevarse al prisionero a un destino conocido únicamente por ellos. La entrega debía tener lugar de noche y en las condiciones que se indicarían. En cuanto a ti, era muy preferible que te diéramos muerte.

»- ¿Por qué no lo habéis hecho? ¿O eso significa que no voy a salir vivo de aquí?

»-Las baldosas de este palacio no absorben la sangre. Y si te he dejado con vida al recibo de la carta es porque tu almirante se había convertido en un amigo. Durante todo el tiempo transcurrido (¡un año y medio!), desde que en Candía lo trajeron a mi tienda, he aprendido a conocerlo y no estoy lejos de compartir tus sentimientos hacia él…

»- ¿Dónde está? ¿En la prisión de las Siete Torres?

»-No. Nunca fue allí. Lo mantuve en mi palacio primero, y luego en una residencia bien oculta. Debo decir que siempre insistió en que te llevara con él, pero me negué. Mantenerte en Yedi-Kulé, lejos de él, era la mejor manera de asegurarme de que no intentaría fugarse.

»- ¿No os bastaba su palabra de príncipe francés?

»-Yo no soy un latino como tú, y a mi juicio la prudencia es una virtud indispensable para quien desee conservar el poder. Y yo soy el gran visir de este país. Es decir, el blanco de muchas ambiciones.

»-Entonces ¿por qué me habéis sacado de mi calabozo esta tarde?

»-Porque había llegado el momento de conocerte, y porque las personas que vienen a buscarlo han llegado…

»- ¡Ah!

»Aquellas breves palabras despertaron la angustia que me había acompañado durante tanto tiempo. Le pregunté si iba a entregarles al almirante. Dijo que sí: el sultán lo quería así.

»- ¡Entonces dejadme marchar con él!

»-Los hombres de tu rey te creen muerto. Pero puedo proponerte un medio, si no para salvarlo, sí al menos para saber lo que le aguarda. Ya ves, me inquieta la idea de que lo llevan a un destino tal vez peor que la muerte, y me avergüenzo al verme obligado a entregar a un amigo. Así pues, escúchame bien: el barco francés (un "mercante" lento pero bien armado) saldrá del puerto mañana por la noche. Tú, antes de que amanezca, embarcarás en una falúa cuyo patrón y tripulación son hombres de mi confianza. Stavros ha recibido ya la orden de estar dispuesto a seguir al francés allí a donde vaya. Sin duda a Marsella…

»- ¿Seguirá a un barco por mar en un trayecto tan largo sin perderlo de vista ni correr el riesgo de confundirse?

»-Stavros lo ha hecho ya. Su embarcación es muy veloz, y él, el mejor marino que conozco. Además, al salir de los estrechos, el francés enarbolará el pabellón rojo de mis barcos para que lo respeten los que vosotros llamáis berberiscos. Por tanto, será fácil distinguirlo y no será atacado. Pero una vez llegado a su destino, te corresponderá a ti continuar la persecución. Te daré oro francés tomado del rescate, y vestidos adecuados para un marino griego.

»Me invadió una gran alegría. Me avergonzaba, es cierto, de mis compatriotas, pero sentía un agradecimiento inmenso hacia aquel enemigo de corazón tan noble. Rechazó con un gesto mi gratitud y, cuando le pedí el favor de ver a mi príncipe, aunque fuera sólo un instante, se negó:

»-Demasiado peligroso. No debe saber nada de mis planes. En cuanto a ti, será mejor que olvides que me has visto nunca.

»Una hora más tarde, tocado con un bonete rojo y vestido con una zamarra de piel de cabra, fui conducido al puerto por uno de los servidores mudos del visir, y confiado sin una palabra al patrón de la falúa Thyra, un griego tan ancho como alto, provisto de un perfil de medalla, una risa estentórea y músculos temibles bajo su capa de grasa. Bajo su inalterable buen humor, aquel hombre ocultaba una agudeza y una penetración notables. Pude confirmar enseguida lo que había dicho de él Fazil Ahmed Kóprülü Pachá: era muy buen marino, y pasé a formar parte sin dificultad de una tripulación de cuatro hombres que le eran enteramente leales.

»A1 salir el sol, vi mejor nuestra posición en medio de otros barcos, cuyas proas estaban colocadas en perpendicular al muelle, igual que las de los barcos del otro lado: la amplitud del Cuerno de Oro, el puerto de Constantinopla, lo permitía. Un solo barco estaba anclado en paralelo a tierra, en el entrante formado por la desembocadura de un pequeño río: era una urca como las que construyen los holandeses, pero de escaso tonelaje y con una tripulación reducida. Su aspecto pacífico, de barriga redondeada, era el de un honrado mercader.

»-Sin embargo tiene cuatro cañones -comentó Stavros, y añadió con una carcajada-: Le hacen falta para proteger los fardos de alfombras y pieles venidas de Rusia que va a transportar mañana. Pero no se hará a la vela hasta las dos de la madrugada. Nosotros saldremos inmediatamente después.

»- ¿Y vamos a seguirles durante toda la travesía? ¡Es imposible! Irán más aprisa que nosotros.

»-Somos nosotros los que podríamos ir más aprisa que ellos. Si no te encontraras encima, verías que esta falúa está construida para la carrera, como una galera; sus mástiles pueden llevar más trapo del usual, y si falta el viento se transforma realmente en una galera: ¡avanza a remo! Cosa que no puede hacer ese torpón. ¡Verás qué músculos se te ponen! -añadió, dándome una palmada en la espalda.

»- ¿Y qué se supone que vais a hacer en Marsella?

»- ¡Comerciar, como todo el mundo! En principio, viajo por cuenta de los hermanos Barthélemy y Giulio Greasque de Marsella, que tienen sucursal aquí. Ahí dentro hay café, canela, pimienta y opopónaco. ¡Si nos vamos a pique, oleremos bien!

»Y soltó su característica risotada inmensa. Al caer la noche, nos instalamos en el puente para observar a la Vaillante. Aproximadamente a medianoche, cuando el frío se había hecho más vivo, Stavros me tendió un anteojo sin decir nada: una chalupa se deslizaba sobre las aguas tranquilas en dirección a la urca. La visibilidad era bastante clara: la luz de la luna, que dibujaba en el cielo el creciente del Islam, destacaba en negro las siluetas de los hombres embarcados en ella. Uno se quitó el sombrero y sacudió los cabellos al viento con un gesto que yo conocía muy bien. De inmediato le obligaron a cubrirse otra vez, pero tuve tiempo de advertir el color claro de la cabellera. Unos momentos más tarde, la Vaillante se apartó de su fondeadero e inició su descenso hacia el mar. Enseguida iniciamos la maniobra de desatracar…

»No os abrumaré con los detalles del viaje -continuó Philippe después de mirar de reojo a su madre, que le pareció muy pálida pero lo tranquilizó con una sonrisa-. Todo fue a pedir de boca, gracias a la habilidad de Stavros y las cualidades náuticas de su barco. Además, el francés desempeñaba su papel de mercante, no se apresuraba y hacía las escalas obligatorias, en las que en ocasiones le precedíamos nosotros. Por Tenedos, Tinos, Citerea y Zante llegamos al estrecho de Sicilia y luego al de Cerdeña sin malos encuentros, y sobre todo sin haber perdido de vista nuestra presa. Finalmente, un atardecer, vimos a la puesta del sol las orillas del Lacydon. [37] Stavros, después de observar que la urca no se aproximaba al muelle, dirigió su barco -íbamos a remo desde la bocana del puerto- hacia un lugar próximo al nuevo ayuntamiento en construcción. De ese modo nos situamos en un puesto de vigilancia parecido al del muelle de Phanar, en el Cuerno de Oro. Eso nos permitió ver, apenas hubimos atracado, a un hombre de negro bajar a la chalupa y hacerse conducir al otro lado del puerto, a un lugar situado entre el arsenal de las galeras, aún sin terminar, y las torres de la abadía de Saint-Víctor.

»-Va a prevenir a alguien -comentó Stavros, que me tenía simpatía y quería ayudarme tanto como le fuera posible-. Probablemente el misterioso viajero no va a quedarse ahí mucho tiempo. Ahora te toca a ti seguir detrás de él…

»Como había residido algún tiempo en la ciudad antes de la marcha a Candía, la conocía bien y sabía dónde había de dirigirme para encontrar los medios de proseguir mi viaje: ropas occidentales, algo de equipaje y sobre todo un caballo. Mientras paseaba por las calles bulliciosas que bajan de la iglesia de Saint-Laurent, en las que aparecen mezcladas casi todas las razas del perímetro del Mediterráneo, me sentía lleno de ardor, pero también de inquietud: ¿conseguiría yo solo seguir inadvertido la pista de monseñor? Y entonces el Cielo me proporcionó un golpe de suerte inesperado: ¡me tropecé con Pierre de Ganseville!

— ¿Ganseville? -exclamó un coro de tres voces-. ¿Qué estaba haciendo allí?

— Buscaba un barco para ir a Candía. A primera vista me costó reconocerlo, tanto le había cambiado la desgracia. Podría decirse que cayó de golpe desde lo alto del Cielo a los tormentos del Infierno; en efecto, su joven esposa, de la que estaba apasionadamente enamorado, murió al dar a luz un hijo, que al cabo de una semana siguió a su madre a la tumba. ¡Imaginad lo que ha sufrido!

— ¡Pobre, pobre muchacho! -murmuró Sylvie conmovida-. ¿Y dices que fue un golpe de suerte para ti?

— ¡Y grande! Desde el fondo de la desgracia que os he contado, le había venido una idea fija: buscar las huellas de Beaufort, de cuya muerte se negaba a convencerse. Y se reprochaba haberle abandonado por una felicidad demasiado breve y que ahora le parecía egoísta. Nos encontramos con la alegría que podéis imaginar, después de que también a él le costara reconocerme por mi poblada barba. Cuando le conté por qué estaba en Marsella, le vi revivir, transformarse a ojos vista, y aunque el alegre compañero de otros tiempos había desaparecido para siempre, el hombre que me tendió la mano disponía de nuevo de toda su energía. La perspectiva de salvar a nuestro jefe le entusiasmaba, y trazamos un plan: nos alojaríamos en un albergue próximo a la abadía de Saint-Víctor, al que acudían los fieles que iban a rezar en aquel lugar santo sin sospechar la mala reputación que habían adquirido los monjes desde hacía unos años. Tenía la ventaja de que desde sus ventanas era posible vigilar la Vaillante, que se encontraba a poca distancia. Luego Ganseville me esperó, cuidando del caballo que yo acababa de comprar, mientras iba a despedirme de Stavros y a cambiar mis vestidos griegos por los que me había procurado. Contento por las monedas de oro que le ofrecí en prueba de mi agradecimiento, el buen hombre me prometió no zarpar de nuevo mientras la urca siguiera en el puerto, por si acaso dejaba Marsella sin haber desembarcado a su pasajero.

»-Si ocurre eso -dijo-, tú te darás cuenta y no tendrás más que volver al galope para que continuemos la persecución. Cuando me confían una misión, la cumplo siempre hasta el final.

»¡Gracias a Dios, existen personas de esa calidad! Sin embargo, pasaron varios días sin que ocurriera nada. Día y noche, Ganseville y yo nos turnábamos en la ventana de nuestro cuarto, y la inquietud empezaba a apoderarse de nosotros cuando por fin, una noche, unos jinetes que rodeaban un pequeño coche cerrado tomaron posiciones en la placita desierta situada junto al mar, cerca de nuestro alojamiento. De inmediato, la urca arrió una chalupa y la escena que habíamos presenciado en Constantinopla se repitió en sentido contrario.

»E1 corazón nos latía con fuerza, os lo aseguro, cuando fuimos en silencio a los establos donde nuestros caballos permanecían ensillados toda la noche. Poco después, el coche y su escolta se ponían en marcha a trote lento.

»Empezó entonces para nosotros la parte más ardua de la persecución, porque muy pronto comprendimos que cualquier intento de liberarlo era imposible. Sólo éramos dos, y habría sido necesaria por lo menos una compañía de soldados. La escolta era ya numerosa, pero en las cercanías de Aix vinieron a engrosarla jinetes de la gendarmería, que rodearon la carroza sin ocultar ya que conducía a un prisionero de Estado. Sin embargo, continuamos a pesar de que el camino se hizo más difícil a medida que nos fuimos internando en las montañas; aunque allí también podíamos ocultarnos con más facilidad. La marcha se volvió mucho más lenta, pero acabamos por llegar al final de aquel calvario…

— ¿Dónde está el duque? -preguntó Perceval en un tono seco que ocultaba su emoción.

— En Pignerol, una fortaleza en la frontera de Saboya.

— Lo sabemos -suspiró Sylvie-. Allí está encerrado el pobre Fouquet… ¿Qué hicisteis entonces?

— Descansamos un poco en la aldea vecina e intentamos reflexionar, pero no encontramos ninguna solución. Ganseville me aconsejó entonces que viniera a tranquilizaros sobre mi suerte. Él decidió quedarse allí para estar lo más cerca posible de su príncipe. Pero yo voy a volver. Quizá nos sonría la suerte un día y encontremos un medio…

— A lo largo del camino -le interrumpió Perceval-, ¿habéis podido siquiera verle?

— Ganseville sobornó al criado de un albergue que tenía que llevarle vino y comida, y consiguió atisbar por un momento. Hay que aclarar que entre Marsella y Pignerol no le dejaron bajar ni una sola vez de su prisión rodante. Cuando Pierre volvió a mi lado, cayó en mis brazos llorando. No sólo monseñor está secuestrado de una manera inhumana, sino que además su rostro está oculto detrás de una máscara… Una máscara de terciopelo negro.


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