La primera carta de Perceval, esperada con enorme impaciencia, tardó mucho en llegar, hasta el punto de que Sylvie se preguntaba si le habría sucedido algún percance, un accidente o un mal encuentro. El contenido la tranquilizó y al mismo tiempo le proporcionó la explicación de un silencio tan largo: el caballero no quería escribir hasta saber con exactitud dónde se encontraba la fugitiva.
Al principio había supuesto que, para borrar mejor su pista, Marie habría tomado disfrazada la diligencia de Lyon, y desde allí la de Marsella, Aix, etc., pero pronto perdió esa esperanza, después de encontrar el coche en la segunda posta. A todo lo largo del camino había preguntado por una dama joven que viajaba en «silla», en carroza o incluso por vía fluvial: como sabía que encontraría a Beaufort en Tolón, tal vez Marie no había querido ir por la vía más rápida. Ni por un instante imaginó que delante de él corría, con un adelanto de diez horas, un jinete joven y audaz…
— ¡Los hombres son increíbles! -dijo Madame de Schomberg, que había corrido al lado de su amiga en cuanto recibió su carta, y se había instalado en la Rue Quincampoix para hacerle compañía-. Nunca se les ocurrirá que una muchacha ávida de gloria y brillo como mi ahijada, educada entre novelas de caballerías, pueda desear conducirse como una de sus heroínas. ¡Y ésta es quizá la más inteligente que conozco! ¿Qué más dice? Tiene que haber mil cosas apasionantes en esa carta tan larga.
Las había. En primer lugar, el relato de las desdichas del viajero cuya «silla» -decididamente esa clase de vehículo era poco fiable- había roto un eje en una cuneta profunda cerca de Mâcon, obligándole a procurarse un vehículo menos rápido pero más sólido. No podía continuar a caballo debido a un dolor en la cadera, consecuencia del accidente. Por consiguiente, Marie llevaba en Tolón dos o tres días ya cuando apareció Perceval, aún dolorido; y por lo visto, no había perdido el tiempo. Apenas llegado, Perceval se hizo conducir al Arsenal, y allí encontró a Beaufort, que salía, aún en pleno proceso de digestión de la violenta cólera que le poseía desde hacía veinticuatro horas. El recibimiento que dedicó a Perceval lo dejó muy a las claras:
— ¡Ah, vamos! ¿También vos por aquí? ¿Una reunión de familia, por así decirlo? -ladró-. Supongo que Madame de Fontsomme viene pisándoos los talones.
Pero Perceval no era hombre que se dejara impresionar por los truenos de aquel cañón humano al que conocía desde su más tierna infancia.
— Madame de Fontsomme está en París, muy inquieta y afligida, monseñor. Me ha confiado una carta que…
— ¡Dádmela!
El mensajero obedeció sin más comentarios, pero siguió con interés en el rostro del duque el curso cambiante de sus sentimientos. De la cólera, Beaufort pasó a la sonrisa, luego a la tristeza, y finalmente recuperó intacta su furia.
— ¡Su bendición! -rugió, arrugando el papel entre sus manos nerviosas-. ¡Me envía su bendición! ¡Ella también quiere que me case con esa loca! ¡A pesar de que sabe muy bien cuánto la amo…!
— Y no tenéis derecho a dudar de su amor. Sólo que… es una madre, y por la felicidad de su hija está dispuesta a todos los sacrificios.
— ¡Pues yo no! Sin embargo, no voy a tener más remedio que hacerlo.
— ¿Vais a… casaros con Marie? -preguntó con prudencia Raguenel, algo sorprendido, pese a todo, por la rapidez con que la joven parecía haber ganado la partida.
— ¡Oh, no de inmediato! Pero he tenido que darle mi palabra de gentilhombre. ¡Sin duda no imagináis la escena que me montó ayer, aquí mismo!
La tarde del día anterior, cuando Beaufort volvía de las atarazanas en que supervisaba la construcción de un navío y las reparaciones de otros seis, había recibido la visita del «caballero de Fontsomme». Era necesario dar un nombre para poder pasar entre los distintos guardianes que tenían encomendada la vigilancia del viejo arsenal construido por Enrique IV y en el que, por esa razón, Beaufort se sentía como en su casa. Descubrir a Marie bajo el disfraz masculino había sido una sorpresa para el duque, pero no tan grande como la que le produjo la extraña luz interior que emanaba de ella.
«He venido a deciros de nuevo que os amo -declaró ella, sin más preámbulo; y como, apenas repuesto de la sorpresa, él se disponía a protestar con energía, continuó-: No quiero escuchar razonamientos ni me voy a contentar con evasivas; estoy decidida a convertirme en vuestra esposa.»
— Intenté entonces -siguió contando François- tomar a broma aquella increíble declaración, pero ella no bromeaba. Su cara tenía tal seriedad que me impresionó. Sacó de su cinto un estilete, apoyó la punta de la hoja en su garganta y me dijo que si no prometía inmediatamente hacerla mi mujer, se mataría delante de mí. Estábamos solos porque ella había pedido hablarme sin testigos de un «asunto importante». Yo no podía esperar ninguna ayuda, y no tenía el menor deseo de echarme a reír porque leía en sus ojos una determinación horrible: «Os doy sólo diez segundos, añadió. Jurad, o si no…» Para convencerme, apretó ligeramente la punta de acero y apareció una gota de sangre. Comprendí que estaba dispuesta a llegar hasta el fin, y creí volverme loco. Ella se puso a contar. Cuando llegó a siete, me rendí y juré casarme con ella tal como me exigía. Entonces sonrió y volvió a enfundar el puñal; dijo que confiaba en mí y que nunca me arrepentiría de haber aceptado porque haría todos los esfuerzos posibles para hacerme feliz, «empezando por daros hijos, cosa que mi madre ya no podría hacer». Era una frase de más: al aceptar, yo había pensado en Sylvie, en Sylvie que me odiaría por toda la eternidad si Marie se daba muerte delante de mí. Le di a entender que era imposible una boda inmediata, que no podíamos hablar de eso hasta después de la campaña que estoy preparando contra el reis Barbier Hassan, ese renegado portugués que es el almirante de Argel; y que en consecuencia podía regresar a su casa. Se negó, y dijo que únicamente volvería casada, aunque tuviera que esperar aquí uno o dos años. Le recordé entonces que sería necesario también obtener el permiso del rey y de sus padres: es decir, su madre y su hermano, que es ahora el jefe de la familia. Pero ella sonrió, porque sabe muy bien que Philippe sería feliz si yo me convirtiera en su cuñado. En cualquier caso, no le hacía falta esperar mucho para saberlo: simplemente esperar su vuelta de Saint-Mandrier, adonde le había enviado a inspeccionar una fortificación. Y en esta situación me encuentro, querido Raguenel. Convendréis en que me he dejado pillar en la trampa como un bendito.
— Difícilmente podíais haber hecho otra cosa. Yo sabía que Marie podía ser muy decidida, ¡pero hasta ese punto…! Su excusa es que os ama desde siempre, creo. Quizá tanto como la propia Sylvie…
— Sylvie -repitió Beaufort en tono triste-. ¿Pensáis que me resulta divertido que se convierta en mi suegra cuando yo quería hacer de ella mi duquesa?
— Creo que hay que dar tiempo al tiempo. Habéis tenido razón al poner por delante los retrasos impuestos por las circunstancias. Pero… ¿podéis decirme dónde se encuentra Marie en estos momentos?
— En Solliès, a tres leguas de aquí aproximadamente, en casa de la marquesa de Forbin. Ella, como tal vez sabéis, es la madre de Madame de Rascas, la bella Lucrèce amante de mi hermano Mercoeur, para la que está haciendo construir en Aix lo que llama el pabellón Vendôme. Es también amiga mía, y le he confiado a Marie sin decirle que es mi… prometida, ya que al parecer lo es. He exigido que hasta nueva orden todo esto quede en secreto.
— ¡Sabia precaución! Quizás algún día conseguiremos que Marie os devuelva vuestra palabra.
— No soñéis… Vos no la habéis visto como la he visto yo.
La carta acababa con un relato sucinto de la entrevista que el caballero de Raguenel había tenido con Marie en el castillo de Solliès, y con el anuncio de su próximo regreso. Era evidente que la entrevista había sido tormentosa y que Perceval prefería esperar a verse cara a cara con Sylvie para darle los detalles. Salvo que prefiriera no decir nada en absoluto. Por lo menos, es lo que pensaba Madame de Schomberg.
— Para quien sabe leer entre líneas, no cabe duda de que está muy descontento. Yo también lo estoy. Nunca habría creído a mi ahijada, a la que quiero con ternura, capaz de tales acciones. Su fuga más bien me divirtió, no os lo oculto, Sylvie, pero esa escena grandilocuente, esa manera de obligar a un hombre a prometer bajo la amenaza de un suicidio, me desagrada profundamente. ¡Es tan… ordinaria!
— ¡Oh, es un poco culpa mía! -suspiró Sylvie-. No he valorado suficientemente el ardor y la firmeza de su amor por François, porque no imaginaba que pudiera llevarla a esos excesos.
— La desgracia es que nadie conoce del todo a sus hijos. Como les hemos dado la vida, pensamos que se parecerán a nosotros en todo, pero detrás de nosotros y detrás de ellos hay siglos de antepasados que también cuentan. Aparte del amor que les une, los hijos son unos desconocidos para sus padres, porque el amor es ciego. Lo que estás viviendo en este momento, amiga mía, me consuela de no tenerlos…
Sylvie dio dos o tres vueltas por la sala; colocó una flor, hojeó un libro que soltó enseguida, ocupó de una u otra forma sus manos, para intentar disimular su nerviosismo.
— Me pregunto -dijo por fin- lo que piensa Philippe de todo esto. Mi padrino no habla de él.
— Quizá porque no tiene nada que decir.
En realidad, Philippe estaba demasiado desorientado para tener una opinión precisa. El peso de las noticias que cayeron sobre sus espaldas a su vuelta de la inspección, le aturdió un poco. La llegada de su hermana, su instalación en casa de Madame de Forbin-Solliès y la entrevista a solas en que Beaufort había pedido la mano, cuidando mucho de añadir que en ningún caso se podía divulgar la noticia; y finalmente el largo paseo por el puerto con Perceval y la visita al castillo de Solliès, donde su presencia era habitual, le sumieron en un abismo de reflexiones en el que se agitaban preguntas sin respuesta, como las siguientes: ¿por qué un acontecimiento tan feliz como una boda de dos personas que se aman ha de mantenerse en secreto? O bien: ¿por qué el humor de su bienamado jefe, tan alegre desde su regreso a Tolón, se había hecho detestable? Y finalmente, ¿por qué Marie, cuya conducta no conseguía comprender en absoluto, parecía querer borrar incluso el recuerdo de su madre? ¿Y por qué se negaba a volver junto a Madame, a la que tanto quería?
El abate de Résigny, que seguía siendo su confidente más íntimo, le aconsejó prudentemente que no intentara penetrar en los complicados arcanos del corazón de una muchacha. La carta que cada quince días, con mucha regularidad, enviaba éste a Madame de Fontsomme describía tanto el estado de ánimo del joven como los consejos que él le prodigaba al alimón con Perceval.
Finalmente, la escuadra partió de Tolón para perseguir a los berberiscos y Perceval de Raguenel tomó de nuevo el camino de París, después de una última entrevista con Marie. Se sentía disgustado. Hasta el último momento había esperado llevarse una palabra tierna para Sylvie, pero segura ahora de la palabra arrancada a Beaufort, y más segura aún de sí misma, de su juventud, de su belleza y de una victoria final que haría desaparecer finalmente a su madre de los pensamientos de su «prometido», la joven se había contentado con declarar:
— Decidle que soy feliz y que espero serlo más. Le agradezco que haya dado su consentimiento por escrito a este matrimonio que tanto deseo. Quizá pueda ayudarnos también a conseguir el del rey.
— No se lo aconsejaré. Nadie puede permitirse intentar influir en una decisión del rey. Sobre todo en lo que se refiere al duque de Beaufort, al que quiere muy poco. ¿Qué harás si se niega?
— Siempre podremos casarnos en secreto. A fin de cuentas lo que deseo es ser suya, y si fuese necesario vivir en el exilio, eso no me daría miedo porque estaría a su lado.
¿Qué más decir ante tal declaración? Perceval volvió junto a Sylvie y le proporcionó un informe tan completo como le fue posible. Ella le escuchó sin decir nada, y luego, cuando él hubo terminado, se limitó a preguntar:
— Decidme al menos cómo es esa señora de Forbin. ¿Creéis que Marie se encuentra a gusto en su casa?
— ¡Oh, a las maravillas! -sonrió Perceval-. La marquesa posee todas las cualidades de una gran dama unidas a las gracias de una mujer amable, cultivada y llena de generosidad, y podemos dar gracias a Dios de que esa loca esté bajo su cuidado. No habríamos podido esperar nada mejor, y me ha parecido llena de comprensión porque, en el momento de saludarla después de despedirme de Marie, murmuró: «Decid a la señora duquesa de Fontsomme que cuidaré de que no tenga que dirigirme ningún reproche el día en que tenga el honor de verme en su compañía.»Sylvie cerró los ojos para apreciar mejor el peso de la angustia que se quitaba de encima. Como sabía que aquella dama era amiga de François y recordaba demasiado bien su experiencia en la mansión de Catherine de Gondi, en Belle-Isle, había temido que Madame de Forbin-Solliès fuera una antigua querida o una enamorada rechazada. ¡Eran tan torpes los juicios de él sobre las mujeres! Pero con Perceval no ocurría lo mismo. De modo que exhaló un largo suspiro, abrió de nuevo los ojos y sonrió al rostro cansado de su viejo amigo.
— Habríais tenido que empezar por decirme eso. ¡No tengo mucha confianza en las «amigas» de monseñor! Pues bien, así las cosas, no nos queda más que esperar noticias.
— Puedo darte ya algunas frescas -dijo Perceval, al tiempo que abría su justillo y extraía una carta-. Antes de embarcarse, el duque me dio esto para ti.
— Tenía alguna esperanza de que contestara a mi carta. Veamos lo que escribe -añadió y, tras hacer saltar el sello de lacre rojo, desdobló el papel que mostraba la pintoresca letra de François. Sólo había unas pocas palabras, pero al leerlas sintió a la vez fría la espalda y cálido el corazón.
«Me casaré puesto que me obligan -escribía François-, pero sólo conseguirán de mí un matrimonio secreto y no consumado. Nunca tocaré a vuestra hija, porque nunca amaré sino a vos.»
Quiso tender el papel a Perceval para que lo leyera, pero éste rehusó, diciendo que ya conocía el contenido.
— Pues bien -preguntó Sylvie-, ¿Cómo creéis que se tomará Marie esa última disposición? Nos amenaza un nuevo drama…
— No lo creo. Lo que cuenta para ella es que le coloque el anillo en el dedo. No imaginas la confianza que tiene en sí misma. Se considera muy capaz de llevarlo una noche u otra a donde ella quiere. Piensa, y quizá no sin razón, que tiene toda la vida por delante.
— No está equivocada…, ¡y además es tan bella! Él, después de todo, no es más que un hombre…
Los meses siguientes fueron sin duda los más tristes que vivió la corte, dividida entre la lenta agonía de la reina madre y la exhibición por parte de Luis XIV de su pasión por La Vallière. Se notaba que, a despecho de los testimonios de amor que daba sin cesar a la que iba a partir, a pesar de sus lágrimas frecuentes, el joven rey piafaba de impaciencia por no poder rodear a su favorita -un término que no se había empleado desde hacía mucho tiempo- con el brillo de las fiestas y la caricia de los violines. Por otra parte, en mayo se produjo un episodio penoso. Cuando Ana de Austria redactó su testamento e indicó cómo se repartirían sus joyas entre sus hijos, Luis XIV insistió de una manera indecente en que su madre le legara las gruesas perlas que había admirado desde la infancia. La pasión del rey por las piedras preciosas y las joyas resplandecientes empezaba a ser bien conocida, y no soportaba la idea de que aquellas perlas excepcionales fueran a parar a la pequeña Marie-Louise, la hija de Monsieur. Acabó por tenerlas, pagándolas. Ana de Austria ofreció entonces a su hijo menor los famosos herretes de diamantes que eran tal vez su recuerdo más querido. Él los recibió llorando.
Durante todo ese tiempo, Philippe d'Orleans se comportó como un hijo perfecto, lleno a la vez de dolor, cariño y compasión. Cuando su madre fue llevada del Val-de-Grâce al Louvre, no se apartó de ella y se convirtió en su acompañante diario, su enfermero y casi su consejero espiritual. Un día, al ver cómo el terrible dolor crispaba el rostro enflaquecido pero aún tan bello, gritó:
— ¡Quiera Dios concederme el soportar la mitad de vuestros sufrimientos!
Ella respondió:
— No sería justo. Dios quiere que yo haga penitencia…
También la reina María Teresa se volcaba sin cálculo en atenciones hacia la mujer en la que había encontrado una segunda madre. Sylvie y Molina la acompañaban, porque a la reina le gustaba oír hablar a su alrededor la lengua de su infancia, y la primera pasaba largas horas en compañía de su amiga Motteville. A veces la enferma pedía a su antigua doncella de honor que cantara para ella como antaño, en aquellos días tan difíciles que ahora recordaba como una época feliz. Entonces, Madame de Fontsomme cogía la guitarra y, durante el tiempo de una canción, volvía a ser la «gatita» de antes. Mientras, el vientre de La Vallière se redondeaba por tercera vez…
Las únicas buenas noticias de aquellos días dolorosos llegaron del Mediterráneo, donde Beaufort llevaba a cabo verdaderas proezas. Por dos veces asestó a los piratas infieles golpes sensibles: primero, al entrar por la fuerza en el puerto de La Goleta, donde el anciano Barbier Hassan fue muerto en los comienzos de la batalla y perdió quinientos hombres, mientras los navíos del rey bombardeaban Túnez. Tres barcos cayeron en manos francesas. La segunda vez, después de un rápido paso por Tolón para reparar lo que podía ser reparado y embarcar tropas de refresco, Beaufort y los suyos pasaron a sangre y fuego el puerto berberisco de Cherchell, incendiaron dos barcos y capturaron tres más. Los estandartes de los vencidos fueron enviados a París y exhibidos en Notre-Dame, colgados de las bóvedas seculares, en el Te Deum triunfal del 21 de octubre. Y la capital del reino cantó con entusiasmo la gloria de aquel en que siempre vería al Rey de Les Halles. Al día siguiente, el padre de su héroe, César de Borbón, duque de Vendôme y almirante titular de la armada, murió en su hôtel del faubourg Saint-Honoré.
Tenía setenta y un años y las enfermedades, fruto de una vida de excesos, habían minado la fortaleza de aquel organismo apto para vivir cien años. La gota, los cálculos del riñón y también la sífilis le consumían entre grandes dolores que se esforzaba en mitigar recurriendo a todos los remedios que le ofrecían, no los médicos, a los que consideraba ignorantes, sino los herboristas y los curanderos de campo. Pasó sus últimos meses en compañía de su mujer en los castillos que tanto amaba: Anet, Chenonceau y sobre todo Vendôme, su ducado, que se esforzaba en embellecer y hacer progresar. En ocasiones se instalaba en Montoire, donde poseía una casita en la que se encontraba a gusto y descansaba del lujo de sus restantes mansiones. El gran pecador se arrepentía y encontraba un poco de ternura junto a la fiel esposa que nunca había dejado de amarle y que, poco a poco, le había conducido a Dios.
A finales de septiembre, aprovechando una mejoría que atribuyó a un remedio de un curandero de Montoire, se hizo trasladar a París con el fin de estar más cerca de las noticias que llegaban sobre la gloria de su hijo menor, pero los sufrimientos recomenzaron muy pronto y su agonía se prolongó tres semanas. Sin embargo, unos días antes de dejar este mundo, envió recado a Sylvie de que fuera a verle. Ella lo hizo sin dudar.
Al penetrar en la suntuosa habitación que tantas veces había visto en su infancia, sintió en la garganta el olor terrible de la enfermedad, mal disimulado por el del incienso que hacían quemar con la esperanza de que aquel alivio para las almas confortara también su cuerpo. La duquesa François e estaba allí, en compañía de un capuchino que rezaba al pie del lecho. Las dos mujeres se abrazaron con el calor de su antiguo cariño, y luego Madame de Vendôme murmuró:
— El buen padre y yo vamos a dejaros con él. Quiere hablaros…
Y Sylvie se quedó sola con el hombre que había permitido que tuviera una infancia feliz, pero que tanto daño le había hecho luego… Se acercó al lecho, que sin duda acababan de rehacer porque estaba tan liso y limpio como un lecho mortuorio, y examinó la cabeza enflaquecida, amarillenta y casi calva del que había sido uno de los hombres mejor parecidos de su época. Parecía dormir, y ella vaciló. De súbito, aquellos terribles ojos azules, apenas un poco empalidecidos, se abrieron y se posaron en ella.
— Habéis venido…
— Creo que es evidente…
— ¿Por qué? ¿Para ver a qué estado ha reducido la proximidad de la muerte a vuestro más antiguo enemigo?
— No sois mi enemigo más antiguo. Lo fue el hombre que asesinó a mi madre; y en aquel momento fuisteis vos, recordadlo, quien me proporcionó los medios para seguir viviendo en la seguridad de vuestros castillos.
— No fui yo; fue la duquesa…
— Pero vos aceptasteis sus decisiones.
La sombra de una sonrisa se insinuó en sus labios secos.
— Quizás a fin de cuentas pueda atribuirme algún mérito… No os detestaba, al principio, pero desconfiaba de vos… sobre todo debido a ese amor testarudo que os obstinabais en dedicar a mi hijo…
— Lo sé. Ya me lo habíais dicho… en otras circunstancias.
— No lo he olvidado. Estaba seguro de que por encima de todo lo que queríais era ser duquesa.
— ¡Qué extraña es la vida! Lo soy, sin haberlo deseado.
— Creo que fue ese matrimonio con un hombre de calidad lo que me abrió los ojos sobre vos. En especial después de su muerte a manos de mi hijo, tan poco tiempo antes de que matara también a su cuñado. Somos hombres terribles, y yo mismo me doy miedo. Yo… os he hecho mucho daño…
— No tanto como lo habríais deseado, porque no me habéis destruido… y tampoco el amor que nunca he dejado de sentir por él.
— ¿Le amáis todavía?
— Sí. Le amaré hasta el final… y quizás incluso más allá, si Dios lo permite.
Hubo un silencio, roto enseguida por la respiración pesada del moribundo.
— ¿Me creeréis si os digo que eso me hace… muy feliz? Ahora… debo deciros por qué os he hecho venir. En primer lugar… para pediros que me perdonéis… un perdón a la medida de mis remordimientos, que son profundos. Después… querría que cuidarais de François… Va a ser almirante de Francia y tiene muchos enemigos a los que ese alto cargo no va a apaciguar, antes al contrario.
— ¿Cómo podré hacerlo? Surca los mares a cientos de leguas de mí, expuesto a todos los peligros del mar y de los hombres.
— Cuando la muerte se aproxima, sucede que el futuro entreabre algo el velo que lo oculta. Un gran amor posee un poder infinito… y sé que un día él necesitará el vuestro… ¿Me lo prometéis?
Abrumada por la emoción, Sylvie se dejó caer de rodillas junto al lecho.
— ¡Os lo juro, monseñor! Haré por él todo lo que esté en mi poder.
— ¿Me perdonáis?
— De todo corazón.
Entonces, entre los sollozos que la sacudían, sintió en su frente la mano de César, que trazaba con lentitud la señal de la Cruz.
— Que Dios os bendiga… como os bendigo yo. Si se digna oír al pecador que soy, rezaré por vosotros dos…
Al contrario de lo que se habría podido esperar, Luis XIV mostró un pesar auténtico por la muerte de aquel tío suyo tan contradictorio, a un tiempo bravo hasta la locura y calculador, libertino y sin embargo profundamente cristiano, con arrepentimientos espectaculares; y también generoso y compasivo con los humildes como el propio François; aquel tío al que el rey llamaba «mi primo». Además, era el último de los hijos de Enrique IV que retornaba al Padre. De modo que, para sorpresa general, ordenó que sus funerales fuesen los de un príncipe de sangre. Y en su propio hôtel de Vendôme, cuatro heraldos de armas velaron en las cuatro esquinas del catafalco que el primer gentilhombre de la Cámara roció regularmente de agua bendita. Dividida entre el orgullo y la pena, la duquesa rezaba al pie del ataúd. Sylvie fue a arrodillarse y musitar una plegaria acompañada por Perceval, pero también por Jeannette e incluso por Corentin, que había venido desde Fontsomme para saludar por última vez al príncipe del que ambos habían sido servidores. Sylvie tuvo ocasión entonces de saber que, en su castillo de Picardía, el joven Nabo recuperaba el gusto por la vida aprendiendo el arte de la agricultura y la jardinería: para Corentin era una ayuda no desdeñable, y siempre sonriente…
Después, ella, Jeannette y Perceval marcharon a Vendôme, donde se iban a celebrar los funerales. Sólo el hijo primogénito, Louis de Mercoeur, ahora duque de Vendôme, y sus dos hijos Louis-Joseph y Philippe, respectivamente de once y diez años de edad, estuvieron presentes en la ceremonia: la escuadra de Beaufort seguía guerreando en algún lugar de la costa africana.
Después de que César fuera inhumado con gran pompa en la tumba de la colegiata de Saint-Georges, Sylvie se despidió con profunda emoción de la mujer que había sido para ella como una segunda madre: Françoise de Vendôme quiso quedarse para siempre al lado del hombre al que había amado, que le había dado unos hijos tan hermosos y que, a despecho de su vida disipada, siempre había sentido por ella una tierna admiración. Iba a entrar en el convento del Calvario, donde, desde hacía ya algún tiempo, se había hecho construir un alojamiento particular; allí quería vivir, bajo un hábito religioso.
Finalmente, antes de emprender el viaje de vuelta a París, Sylvie quiso hacer una última peregrinación: subir sola a lo alto de aquella torre de Poitiers que con tanta frecuencia había mirado entre lágrimas de rabia, cuando sus piernecitas de cuatro años no le permitían la ascensión. Entonces se había jurado hacerlo algún día.
Ahora era fácil; y azotada por el viento áspero de noviembre, contempló largo rato la ciudad y el campo que se extendían a sus pies, consciente de que nunca volvería a aquel lugar. Nada tenía que hacer allí: era duquesa, igual en rango a François, y la torre había sido vencida para siempre… pero no era más feliz por ello. Hoy, junto al duque César enterraba su infancia, y mañana, con la reina madre, diría adiós a una adolescencia demasiado breve, que ahora lamentaba que no hubiera durado más tiempo. Porque también Ana de Austria se dirigía hacia una muerte que le parecía más y más deseable. En su gran lecho de seda y terciopelo azul bordados en oro, coronado en lo alto de cada columna por plumas azules, rosadas y blancas, soportaba un martirio cuyos dolores conseguía amortiguar cada vez menos el opio con que la atiborraban sus médicos. Tortura suprema para aquella mujer hermosa, cuidadosa de su persona y siempre delicada en sus gustos, el pecho gangrenado desprendía un olor penoso que sus mujeres se esforzaban en alejar agitando continuamente abanicos de piel impregnada con perfumes cálidos.
Aquel largo suplicio se prolongó hasta enero. Una mañana, levantó para mirarla una de sus bellas manos y murmuró:
— Mi mano está hinchada… Es hora de partir. -Era hora, en efecto. Entonces se desplegó el lento ceremonial que acompaña a los reyes hasta su hora final, y que empezaba por una larga y minuciosa confesión.
Aquella mañana, en el momento en que su carroza la dejaba a la puerta del Louvre, Madame de Fontsomme vio a la mariscala de Schomberg descender de un coche demasiado sucio de barro y nieve para no venir directamente del campo. Corrió hacia ella con una exclamación de alegría.
— ¿Cómo habéis llegado tan pronto, Marie? -le preguntó al tiempo que la abrazaba-. De madrugada he enviado un correo a Nanteuil para pediros que os apresurarais si queríais volver a ver viva a nuestra reina…
— Mademoiselle de Scudèry, que me escribe con frecuencia (y no a mí sola, por cierto; debe de escribir un volumen todos los días), me informó ayer de que Su Majestad iba a morir. Tiende a exagerar las cosas, pero esta vez había un tono de verdad en su carta que me hizo ponerme en marcha esta noche.
— ¡Me alegro tanto de veros, amiga mía! Por supuesto, os alojaréis en mi casa. Enviad allí el coche para que cuiden y hagan entrar en calor a los caballos; yo os llevaré luego en mi carroza.
Cogidas del brazo, cruzaron juntas el gran patio, que una gran nevada había blanqueado durante la noche, y al llegar ante el Grand Degrè vieron a un hombre ya de edad que subía despacio la escalinata apoyado en un bastón, y al que saludaban al adelantarle algunos de los que subían a los aposentos de la reina madre. La ex Marie de Hautefort le reconoció de inmediato y lo detuvo.
— ¿La Porte? ¡Pero qué placer inesperado! Me habían dicho que habíais jurado no volver a salir nunca de Saumur.
La alegría iluminó de súbito un rostro en que las arrugas revelaban la fatiga de muchos años de servicio, primero junto a Ana de Austria, de la que había sido jefe de protocolo y confidente, y después junto al joven Luis XIV, del que había cuidado como camarero real.
— ¡La señora maríscala de Schomberg! ¡Y la señora duquesa de Fontsomme! Soy muy feliz… Esperaba veros al venir aquí. No voy a pediros que me informéis de vuestra salud: ¡las dos permanecéis fieles al recuerdo que yo conservo!
— A pesar de todo, hemos envejecido un poco -dijo Sylvie-. Pero no es difícil adivinar la razón de vuestra venida: queréis verla una última vez.
— Sí. Cuando fui apartado de la corte por haberme atrevido a decir lo que pensaba del cardenal Mazarino, vendí, como probablemente sabéis, mi cargo de camarero real y me retiré a una pequeña propiedad que poseo junto al Loira. Allí me han llegado los rumores de la muerte inminente de la que sigue siendo mi querida ama. Y he querido por última vez rendirle el homenaje de mi devoción y fidelidad… Luego volveré a mi casa para no salir más de ella.
— Pues bien, vamos a saludarla juntos -dijo Madame de Schomberg emocionada-. Tan unidos como lo estuvimos en los tiempos en que no vivíamos más que para ella y su felicidad.
Naturalmente, había mucha gente en los aposentos, en los que por una vez se hablaba en voz baja. En el Grand Cabinet, el trío encontró a D'Artagnan.
— ¿Está aquí el rey? -le preguntó Sylvie.
— Aún no, pero no tardará. He venido por propia iniciativa, para rendir un último homenaje mientras aún es posible. ¿Queréis entrar conmigo? La reina está dentro, y Monsieur también. Madame acaba de tener una ligera indisposición.
En la gran estancia de muebles de plata y maderas preciosas, en la que se habían vertido perfumes con generosidad, Ana de Austria, cuyo confesor acababa de retirarse, reposaba casi serena entre la blancura de las sábanas de batista que habían cambiado al amanecer y sobre las que habían dispuesto saquitos fragantes. Su hijo Philippe estaba a su lado, apretando una de las manos de ella contra su corazón, el rostro anegado en lágrimas. Su nuera rezaba al otro lado del lecho.
Detrás del capitán de los mosqueteros, cuyos anchos hombros les abrían paso con facilidad, los tres visitantes llegaron hasta la balaustrada de plata que impedía el paso al espacio inmediato al lecho real. Allí, perfectamente conjuntados, los dos hombres se inclinaron al tiempo que las dos mujeres se inclinaban en profundas reverencias. La moribunda, que acababa de abrir los ojos, les vio. Una expresión de sorpresa feliz transfiguró su rostro, al ver reunidos los rostros de los testigos de sus años jóvenes y de sus amores. Les sonrió y esbozó el gesto de tenderles la mano como para atraerles hacia ella, al tiempo que se incorporaba un poco sobre la almohada, pero un suspiro doloroso siguió a la sonrisa. Los ojos se cerraron de nuevo y dejó caer suavemente su espalda y su mano.
Una voz anunció entonces: «¡El rey!», y el grupo se retiró. Los demás personajes presentes se dirigieron al Grand Cabinet: la reina madre, antes de recibir la comunión, deseaba conversar sin testigos con sus hijos, uno después del otro. La alcoba se vació. El rey se quedó solo con su madre… La conversación duró mucho rato, hasta el punto de despertar, si no inquietud, al menos curiosidad. El mariscal de Gramont, al que Sylvie no veía desde el asunto Fouquet y que parecía evitarla las más de las veces, se acercó a ella con un aire tan deliberado como si continuaran una conversación empezada el día anterior.
— Vos que estáis en los secretos de los dioses, duquesa, ¿sabéis quizá lo que la reina madre puede estar diciendo a su hijo durante tanto tiempo?
— Soy dama de la reina joven, señor mariscal, no de la reina madre. Por lo demás, no tenéis más que preguntarle al rey. Os habéis tomado tantos trabajos para ser uno de sus íntimos, que sin duda os lo debe.
Él la miró un tanto aturdido, y su gran nariz adquirió un tono púrpura.
— Me tratáis muy mal, señora. Esperaba que el tiempo…
— El tiempo no puede nada contra las amistades, señor mariscal. Proscrito, prisionero y todo lo que vos queráis, el señor Fouquet sigue siendo una persona querida para mí.
— ¿Y yo? ¿No era también vuestro amigo?
— De eso hace mucho tiempo, y me asombra que todavía os acordéis. Que yo sepa, no fui yo quien os rogó que os alejarais, sino más bien vuestra fiel consejera la Prudencia, y su primo el maestro del perfecto cortesano.
— ¡Vaya! ¿Quién podría creeros tan cruel? ¿Habéis olvidado tal vez…?
Sylvie tomó su abanico y lo agitó entre ambos como si le incomodara un olor desagradable.
— Puedo perdonar, pero nunca olvido; ni lo bueno ni lo malo. Deseabais hacer de mí vuestra querida, y tal vez ahora que la maríscala os ha dejado, planeáis casaros conmigo…
— Pero yo…
— ¡Dejémoslo así, os lo ruego! Permitid que os ofrezca mi sentido pésame y sigamos cada cual nuestro camino. ¡Tan divergentes como sea posible!
Sofocado por aquella filípica que llevó una sonrisa a los labios de Madame de Schomberg, el mariscal tal vez aún habría encontrado alguna réplica de no ser porque en ese instante el rey apareció en el umbral de la estancia. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y su rostro parecía el de un fantasma, tal era su palidez. Se hizo un profundo silencio. Apoyado en su bastón con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos, dio dos pasos, se volvió como un autómata hacia Monsieur, que le miraba sin atreverse a hablar, pareció hacer un prodigioso esfuerzo sobre sí mismo y finalmente articuló:
— ¡Pasad a ver a nuestra madre… hermano! Ahora desea despedirse de vos.
Luego continuó su camino para volver a sus aposentos a la espera de que trajeran el viático a la moribunda.
Al hacerlo, y mientras avanzaba con lentitud entre la doble fila de reverencias y saludos de corte, su mirada se posó en el pequeño grupo formado por las dos mujeres y La Porte. Se detuvo delante de ellos, y sus ojos mostraron en ese momento una increíble dureza.
— ¿Señora maríscala de Schomberg? -dijo en tono altanero-. No se os ha visto mucho en los últimos tiempos. ¿Qué os ha impulsado a venir hoy?
Un relámpago de cólera cruzó por los ojos azules de quien en otro tiempo fue llamada la Aurora, y que seguía mereciendo el sobrenombre.
— El amor y la fidelidad que desde siempre profeso a Su Majestad la reina madre. Deseaba volver a verla…
— ¿Os había llamado ella?
— No, Sire.
— En tal caso, seréis ciertamente más feliz en vuestra bella mansión de Nanteuil-le-Haudouin…
Antes de que Marie, confusa, pudiese contestar algo, Luis XIV pasó a Sylvie.
— Tenemos que hablar con vos, señora duquesa de Fontsomme. Cuando la reina, nuestra augusta madre, haya recibido al Señor y sus consuelos, presentaos en nuestros aposentos. En cuanto a vos, Monsieur de La Porte, no es bueno a vuestra edad recorrer tan largo camino en pleno invierno. Tenéis prisa, supongo, por volver a Saumur…
— Sire…
— ¡He dicho Saumur!
Y se alejó, rígido como un autómata vestido de brocado, sin preocuparse más de los que acababa de aplastar bajo los altos tacones rojos que utilizaba para parecer más alto. Alrededor de ellos se elevó un murmullo, y todos se apartaron instintivamente de aquellas personas caídas en desgracia como si se tratara de enfermos contagiosos.
Desde su alta estatura, Marie de Schomberg miró a los cortesanos con una sonrisa de desprecio, y luego deslizó su brazo por el de Sylvie:
— ¡Vámonos, querida! No tenemos nada más que hacer aquí. ¡Venid también, La Porte!
— Id los dos a esperarme a mi casa, Marie -dijo Sylvie-. Tengo que quedarme, puesto que el rey me hace el honor de recibirme de inmediato. Tomad mi coche y enviádmelo de nuevo.
— No os dejaré sola en este palacio.
Una voz grave se dejó oír entonces:
— No estará sola -dijo D'Artagnan, que acababa de reaparecer y había presenciado la escena anterior-. Me quedo con la señora duquesa y la escoltaré ante el rey cuando llegue el momento.
Con una mirada llameante y el mostacho enhiesto de arrogancia, ofreció su puño a Sylvie para que ella colocara allí su mano, y juntos abandonaron el Grand Cabinet. Pero en las antecámaras vieron obstruido su camino: la reina María Teresa atravesaba los aposentos para recibir, a la puerta del palacio, el Santo Sacramento que traían de Saint-Germain-l'Auxerrois. Todo el Louvre quedó paralizado por el respeto y se mantuvo inmóvil mientras Dios permaneció en la cabecera de la moribunda. El rey había vuelto junto a su madre.
Esperaron largo tiempo.
Finalmente, al fondo de los aposentos resonó el eco frágil de la campanilla agitada ante la gran custodia de oro, escoltado por los taconazos de los guardias que presentaban armas. La procesión de la reina, entre letanías, cruzó a continuación las antecámaras, llegó al Grand Degrè y desapareció en sus profundidades. Luego, el rey regresó a sus aposentos. De nuevo D'Artagnan ofreció su mano.
— Venid, señora.
Ella opuso entonces alguna resistencia.
— Os lo ruego, amigo mío. No me cabe ninguna duda de que me espera la desgracia. ¡No os comprometáis viniendo conmigo! El rey podría no perdonároslo.
— Me conoce, señora, y sabe que mi fidelidad empieza por él, pero se extiende a quienes am… a mis amigos. Es más, si él no lo comprendiera así, sería yo el decepcionado.
La mirada que ella le dirigió estaba llena de admiración, pero también de gratitud. Dios mío, era bueno encontrar en aquel momento difícil a ese hombre todo corazón, valiente entre los valientes, que le ofrecía con tanta generosidad un refugio contra la tempestad que acababa de golpear a Marie y La Porte y que no dejaría de abatirse sobre ella si la causa era la que temía adivinar.
Al llegar a los aposentos del rey, D'Artagnan, sin dejar su mano, la confió al chambelán de servicio cuidando de precisar que se quedaría allí el tiempo que fuera necesario para llevarla él mismo a su coche o a los aposentos de la reina, según el resultado de la audiencia.
— Y no me digáis que actúe de otra manera -añadió volviéndose hacia ella-. Ignoro lo que desea de vos Su Majestad, pero si imagina que tiene algo que reprocharos, ¡se ha equivocado!
En el momento en que iban a introducir a Sylvie en el gabinete real, Colbert salía de él. Saludó con toda la cortesía deseable, pero a ella no le gustó el brillo sardónico de sus ojos negros, ni la sonrisa de satisfacción que disimulaba mal su bigote, y el corazón le dio un vuelco. Para que estuviera tan contento, a ella debían de esperarle muy malas noticias.
— ¡La señora duquesa de Fontsomme! -anunció el chambelán.
Luis XIV no se volvió. Estaba de pie delante del gran retrato de su padre pintado por Philippe de Champaigne, encuadrado por dos soportes monumentales provistos de varias velas gruesas cuyas llamas móviles parecían animar la efigie de Luis XIII; y lo examinaba con tanta atención como si lo viera por primera vez. Sólo el crepitar del fuego encendido en la chimenea de pórfido animaban un silencio que a Sylvie, desde el fondo de su reverencia y sin osar incorporarse, le pareció muy pronto insoportable. Pero le estaba prohibido hablar la primera… Las rodillas empezaban a hacerle daño cuando el rey se giró bruscamente y, con una mano a la espalda y la otra atormentando el encaje de su corbata de punto de Malinas, observó a la mujer prosternada delante de él.
— ¡Levantaos, señora!
La voz sonó seca, el tono duro. No la invitó a sentarse, pero pese a todo fue un alivio recuperar la posición vertical. Inspiró profundamente, aunque con discreción, y esperó a que él hablara. Lo que no se hizo esperar mucho.
Lentamente, Luis XIV fue a ocupar su sillón detrás de la gran mesa en la que reinaba un desorden impresionante en un hombre del que todo el mundo sabía que era un esclavo del trabajo. Y entonces atacó:
— Hemos resuelto, señora, apartaros del círculo de la reina, en el que, por lo visto, hicimos mal en incluiros… La compañía de una soberana joven debe ser ofrecida como prioridad a mujeres de una moralidad sin tacha.
Al oír aquella frase insultante, la sangre subió al rostro de la duquesa, en la que despertó de golpe la Sylvie de otros tiempos, espontánea y fácilmente irritable. Sin embargo, consiguió contenerse.
— ¿Puedo preguntar al rey qué encuentra de reprensible en mi… moralidad?
— En vida de vuestro esposo fuisteis la amante de mi primo Beaufort, y sin duda aún lo sois. Hemos sabido hace poco, con dolor, que para desembarazaros de él hicisteis matar a vuestro esposo en duelo por vuestro amante, a fin de que el infeliz no pudiera descubrir que estabais embarazada de otro…
— ¡Es falso! -Llevada por la indignación, gritó su protesta.
El entrecejo ya fruncido de Luis XIV se apretó aún más.
— No olvidéis delante de quién estáis y dejad de lado esas maneras de verdulera, nada impropias sin embargo de la concubina del llamado Rey de Les Halles.
De roja que estaba, Sylvie se puso muy pálida. Contempló a aquel joven coronado al que ella había querido y adornado con todas las cualidades, y en el que ahora descubría cada día una increíble ausencia de sentimientos. En ese momento le recordaba de una manera extraña a César de Vendôme, cuando con una violencia y una crueldad increíbles intentaba convencer a la niña que ella era aún, de que cometiera un crimen. ¡Bien se veía que corría por sus venas la sangre de Estrées, vengativa y despiadada! Sylvie no ignoraba quién podía haberle dado ese informe venenoso y sucio, pero de súbito decidió no defenderse.
— Quién diría que hubo un tiempo en que el rey decía amarme, y añadía que esperaba ver durar ese afecto, del que yo estaba tan orgullosa.
Se encogió de hombros, retrocedió dos pasos y realizó una reverencia profunda pero rápida; luego se giró decidida, para salir. El se lo impidió con un:
— ¡Deteneos! Os marcharéis cuando yo lo juzgue oportuno. Todavía no he terminado con vos.
Ella advirtió de pasada que él abandonaba el plural mayestático, pero no extrajo ninguna conclusión de aquello. Tal vez era una buena señal, porque Luis fue a sentarse en un sillón de respaldo alto cubierto por una tapicería preciosa, plantó los codos y apoyó su mejilla en el puño cerrado.
— ¡Sentaos en el taburete que veis ahí! ¿No sois duquesa? Tenéis derecho.
Sin obedecer, ella contestó con una ligera sonrisa de desdén:
— ¿El rey piensa que es preferible estar sentada para hacerse insultar? ¡Prefiero seguir de pie! Ese taburete se parece demasiado a la silla a la que tienen derecho los nobles cuando son juzgados.
— Estáis siendo juzgada, señora duquesa de Fontsomme, con la única diferencia de que yo soy el único juez. ¡Y os ordeno que os sentéis!
Para no exasperarle, ella lo hizo. Pensó sobre todo en sus hijos, cuyo futuro tenía que esforzarse en preservar.
— ¡Ahora, contadme! -ordenó él.
— ¿Contar qué, Sire?
— Vuestros amores con Monsieur de Beaufort. ¡Quiero saberlo todo! ¡Y no aleguéis no sé qué secreto! Puesto que la gente habla de ello, ya no hay secreto. Pero en primer lugar, una pregunta: ¿vuestro hijo es de él?
— Sí.
El resopló ligeramente y esbozó una media sonrisa que significaba «lo sabía». Sylvie continuó, con una dignidad que impresionó al joven autócrata.
— Es el fruto de un amor de infancia… y de una hora de abandono. ¡Una sola! A eso se reducen mis «locos» amores con François de Beaufort, al que después no he vuelto a ver durante diez años.
— ¡Contadme! -repitió él, en un tono algo más suave.
Y Sylvie contó…
El escuchó sin interrumpirla, y ella creyó ver suavizarse su expresión. Cuando acababa su relato, llamaron con discreción a la pequeña puerta que daba a la alcoba real y apareció Colbert, saludó y con el espinazo doblado fue a colocar un papel ante el rey antes de retirarse. Luis XIV le echó una ojeada, lo dejó y se irguió, recuperando de súbito toda su amenazadora impasibilidad.
— Admito -dijo- que habéis sido víctima de ciertas circunstancias que no me gusta recordar. En recuerdo de esas circunstancias… y del afecto que me unía a vos en otro tiempo, vuestros hijos no sufrirán las consecuencias de vuestra falta. Vuestro hijo conservará el nombre, el título y las prerrogativas que ostenta. En cuanto a vuestra hija, que lo es también del difunto duque, nada se opone a que haga una boda brillante… de lo que nos ocuparemos, por otra parte. En lo que a vos respecta, deseo que os alejéis de la corte y os instaléis en vuestras tierras de la Picardía. Me importa mucho que alrededor de la reina sólo haya mujeres de una virtud inatacable.
A pesar de la gravedad del momento, ella estuvo a punto de echarse a reír en sus narices.
— Desde luego nunca se alabará bastante la de la señora condesa de Soissons -no supo privarse de decir, y experimentó una alegría maligna al ver que él acusaba el golpe: las aletas de la nariz palidecieron y sus dedos soltaron la pluma de oca con que jugueteaban desde hacía unos minutos.
— No sabía que fuerais chismosa -gruñó.
— Yo tampoco, Sire, y lo siento, pero hay ocasiones en que determinadas comparaciones se imponen. Pido perdón al rey. ¿Puedo retirarme ya?
— ¡No, señora! -dijo impaciente-. No he terminado todavía con vos, porque podría, en rigor, olvidar todo lo que acabáis de contarme si no tuviera que reprocharos aún algo que considero un verdadero acto de rebelión.
— ¿Un acto de rebelión? ¿Yo?
— Sí. ¡Vos! En una circunstancia reciente y penosa, deposité en vos toda mi confianza, y creo que os di de ello una señal tangible al encargaros de cierta misión.
— No recuerdo haberme encargado de ninguna misión -respondió Sylvie, mirándolo a los ojos.
— He aquí una actitud que yo alabaría sin reserva sí, con una finalidad en la que entreveo sombras peligrosas, no hubierais sustraído a mi justicia a ese miserable esclavo negro.
— ¿Justicia, Sire? Ese infeliz, refugiado en una de las salas desiertas del viejo Louvre, escapó de milagro a unos matachines que querían asesinarle. Buscó refugio en mi casa…
— ¿Y por qué en vuestra casa?
— Quizá porque siempre le traté como a un ser humano, no como un juguete desprovisto de alma. Nunca ha estado cerrada mi puerta a quien pide socorro. Me educó Madame de Vendôme. De ella aprendí la caridad, y también de Monsieur Vincent…
Al oír el nombre del viejo sacerdote ya fallecido cuya aura de caridad le había impresionado en su infancia, Luis XIV dio un respingo y, como obediente a una orden superior, su voz se suavizó.
— Dios no quiera, señora, que yo reproche nunca a alguien el haberse mostrado compasivo, pero ese muchacho ha cometido un crimen de extraordinaria gravedad, y no debe seguir con vida para jactarse algún día.
— Sire, no es más que un niño aún…
— Un niño que comete el crimen de un hombre no lo es… Tiene que desaparecer, del mismo modo que tiene que desaparecer cualquier huella de lo que vos sabéis.
— ¡Sire! -exclamó Sylvie llena de angustia-. El rey no va a…
— ¿A eliminar a la pequeña? No soy un monstruo, señora, pero en el caso de que hayáis guardado algún recuerdo de vuestro viaje fuera de París, sabed tan sólo que ya no está en el lugar donde la dejasteis. Retiraos ahora, señora, y marchad tan pronto como os sea posible a vuestras tierras de Fontsomme. Muy bellas, por lo que me han contado…
— El rey me expulsa -dijo Sylvie con amargura-, del mismo modo que expulsa a Marie de Hautefort y Pierre de La Porte, que consagraron su vida, por amor y fidelidad, a su madre…
— No expulso a nadie. Sencillamente, en el comienzo de un nuevo reinado, pretendo barrer los vestigios del antiguo. ¡Idos ya, señora duquesa! Despediré por vos a la reina… ¡Una palabra aún! A menos que tenga de vos noticias que me desagraden, nadie tocará ni vuestros bienes ni a vuestra persona. ¡Pensad en vuestros hijos!
A pesar de la cólera y la indignación que hervían en su interior, su reverencia fue un modelo de gracia y orgullosa dignidad.
— No dudo de que el rey sabrá rodearse en adelante de servidores que contenten a su corazón… o mejor dicho a sus gustos.
— ¿Queréis insinuar que no tengo corazón? -rugió-. A petición de mi madre, voy a llamar de nuevo a los Navailles.
— El difunto cardenal de Richelieu pensaba que esa víscera no tenía ninguna función en el gobierno de un Estado. Vuestra Majestad tiene todas las cualidades para convertirse en un gran rey…
Furioso, Luis XIV olvidó la majestad que se imponía a sí mismo, corrió a la puerta y la abrió él mismo para hacer salir a la insolente; pero en el umbral encontró a D'Artagnan, y volcó en él su cólera.
— ¿Qué hacéis aquí? No os he llamado.
— En efecto, Sire. Pero he acompañado hasta aquí a la señora duquesa de Fontsomme, y estoy esperándola para llevarla a donde a ella le parezca bien.
— Es el rey quien decide adonde van sus servidores. ¿Y si os ordenáramos conducirla a la Bastilla?
— En tal caso tendría el honor de rogar al rey que diera a otro ese feo encargo y haría lo imposible para que no lo cumpliera -repuso el mosquetero sin perder la sangre fría-. La Bastilla no es lugar adecuado para una dama de esta calidad, y hasta ahora el rey no ha enviado nunca allí a un inocente…
— ¿Sabéis que eso es rebelión?
— No, Sire, simple cortesía, unida a lo que en otro tiempo era el deber de un caballero: proteger a los débiles de los malos caminos y de las fieras dañinas. Las calles de París no son seguras, y el Louvre está poblado por fieras siempre dispuestas a descuartizar la presa que se les entrega. ¡Añadiré además que me une a la duquesa una respetuosa amistad!
La mirada azul y la mirada negra, ambas relampagueantes por igual, se cruzaron como espadas. Fue el rey quien apartó la suya.
— ¡Maldito cabezota! ¡Haced lo que gustéis…! ¡Adiós, señora!
Como si hubiera sido un simple particular encolerizado, el rey se despidió con el portazo más democrático del mundo. De inmediato, el capitán de los mosqueteros ofreció a su compañera una amplia sonrisa y su brazo.
— ¿Me ofreceréis un vaso de vino caliente con canela? En estos tiempos desapacibles, es el mejor remedio que conozco contra las congelaciones del corazón.
— ¡Todo lo que queráis! Nunca daré suficientes gracias al Cielo por haberme provisto de un amigo así.
Y de ese modo, orgullosamente acompañada por D'Artagnan y saludada, gracias a él, por todos los soldados de guardia, Sylvie salió del Louvre casi exactamente veintinueve años después de haber entrado en él en la carroza de la duquesa de Vendôme. Esta vez, para no volver.
En el patio, el capitán pidió su caballo, subió a Sylvie a su coche y la escoltó por las calles nocturnas hasta su mansión. Al ver dos coches que esperaban, prefirió retirarse.
— Dejaremos el vino caliente para otra ocasión. Tenéis visitas y será mejor que yo regrese al Louvre.
— Me entristece pensar que no nos volveremos a ver -suspiró Sylvie.
— ¿Y por qué, si os place?
— Mañana marcho a Fontsomme, de donde no podré moverme, y no quiero colocaros en un compromiso ante el rey.
D'Artagnan esbozó una sonrisa feroz que hizo brillar sus dientes blancos.
— Ese pipiolo tendrá que aprender que, si quiere buenos servidores, ha de dejarles escoger libremente sus amistades. Iré a veros y a daros noticias. Y el placer será mío, porque… no puedo imaginar una existencia de la que vos estéis ausente para siempre.
Conmovida, ella le tendió una mano en la que él posó sus labios un largo momento; luego el mosquetero saltó al caballo con tanta ligereza como si tuviera veinte años, y partió sin darse la vuelta.
Junto a la chimenea de la biblioteca, Sylvie encontró a Marie de Schomberg, Perceval y La Porte, que esperaban bebiendo el vino con canela al que había renunciado D'Artagnan. Cuando apareció, los tres rostros se volvieron hacia ella.
— ¿Y bien? -dijo la maríscala.
— Exiliada en mis tierras. Como vos, y como vos -añadió dirigiéndose por turno a la antigua dama de compañía y al más fiel servidor de Ana de Austria.
Este se levantó y dio unos pasos por la estancia.
— Apostaría la cabeza a que tengo razón. El confesor de la reina madre ha debido de exigir de ella, para darle la absolución y antes de recibir el cuerpo de Cristo, que dijera la verdad a su hijo mayor.
— ¡Y yo digo que es imposible! -exclamó Marie-. Incluso en confesión, un secreto de Estado no es algo destinado a los oídos del primer cura que aparezca.
— Monseñor de Auch no es el primer cura que aparece, y aunque lo fuera, violar el secreto de confesión implica condenarse -intervino Perceval-. Dicho eso, el adulterio es un pecado mortal: la reina estaba obligada a descargar su conciencia. Pienso como La Porte: el rey lo sabe todo ahora. Y estáis en peligro… ¿No fuisteis cómplices de los amores de la reina con Beaufort?
— ¡Ella no nos habría entregado! -dijo Marie con vehemencia.
— Entregado no -contestó La Porte-, pero seguramente él exigió saber quién podía estar al corriente. Supongo que antes de dar nombres, ella hizo jurar al rey que no nos haría ningún daño. Si no, ya estaríamos en la Bastilla. El se contenta con alejarnos para siempre.
— La Porte tiene razón -aprobó Perceval-. La casualidad ha querido que los tres juntos hayáis sido los primeros en aparecer ante su vista cuando ha salido de la habitación después de saber que, aunque lleva la sangre de Enrique IV, no le sucede lo mismo con la de Luis XIII. Es una revelación terrible para un joven tan orgulloso, por más que su madre le haya asegurado que su hermano Philippe nunca sabría nada. El viejo zorro de Mazarino sabía lo que hacía cuando él y la reina favorecieron a cuál más los gustos femeninos del principito, para que nunca llegara a convertirse en un segundo Gaston d'Orleans. Luis es el rey, y pretende seguir siéndolo. Es bastante normal que aparte de su lado a unas personas que le recordarían continuamente la verdad.
— ¿Pensáis que Mazarino lo sabía? -preguntó Madame de Schomberg.
— Ella nunca le ocultó nada -dijo La Porte con amargura-. ¿No era su esposo secreto?
Sylvie dejó oír su voz:
— ¿Y Beaufort? ¿Qué va a ser de él?
El nombre hizo nacer un silencio en el que el espanto se mezclaba a la ansiedad. Todos sabían que Luis XIV nunca había querido al más turbulento de los Vendôme y no se atrevían a imaginar cuáles podían ser sus sentimientos, ahora que sabía… Fue de nuevo Perceval quien habló:
— El Rey Cristianísimo no puede cometer un parricidio que le condenaría. Pero tenéis razón, Sylvie, al pensar en él. Voy a marchar a Tolón y le esperaré allí: es preciso prevenirle de viva voz. Una simple carta, que puede caer en manos de cualquiera, sería demasiado peligrosa. Me reuniré con vos en Fontsomme… porque supongo que os iréis pronto.
— Mañana mismo. Esta casa y la de Conflans quedarán sumidas en el sueño hasta que mi hijo las despierte…
Al día siguiente, 26 de enero de 1666, moría Ana de Austria, unos minutos antes de las cinco de la madrugada, besando el crucifijo que había guardado toda su vida a la cabecera de su lecho. Tal como había pedido, fue revestida con el hábito de los Terciarios de San Francisco antes de que su cuerpo fuera llevado a la necrópolis real de Saint-Denis, donde se reunió con su esposo.
Todas las campanas de París doblaban por ella cuando tres coches, en los que viajaban respectivamente Madame de Schomberg, La Porte y Sylvie, salieron de la Rue Quincampoix. Perceval, por su parte, había optado valerosamente por la silla de posta, a pesar del penoso recuerdo que guardaba de ella.
Antes de dejar su mansión, Madame de Fontsomme había reunido al personal para ponerlo al corriente de la nueva situación y dejar en libertad a quien lo deseara. Pero no hubo la menor defección. Berquin y Javotte se quedarían en París con algunos criados para el mantenimiento de la casa. Todos los demás, incluido el nuevo cocinero, optaron por el castillo ducal.
— No hay ninguna razón para que la señora duquesa coma mal, con el pretexto de que en adelante vivirá en el campo -dijo Lamy-. Además, allí tendré tiempo para escribir el tratado sobre la caza menor de pelo y pluma que tengo en mente desde hace tiempo…
El único pesar de Sylvie al abandonar París era su bonita finca de Conflans, que siempre había sido su favorita y en la que se sentía más en su casa que en ningún otro lugar. Por lo demás, no estaba demasiado encariñada con su mansión parisina, y menos aún con una corte llena de trampas y ambiciones sórdidas, a pesar de la compasión afectuosa que le inspiraba la pobre reina, hundida en una pena auténtica y que iba a encontrarse muy sola, privada de un apoyo moral que nadie le iba a prestar.
Tenía razón al temer un aumento de los pesares y tal vez también del aislamiento de María Teresa: apenas había cerrado los ojos su madre cuando Luis XIV, con un cinismo asombroso, incluyó a su querida en el séquito de damas de su esposa: La Vallière dejó el Palais-Royal y el servicio de Madame para entrar en el de la reina. El rey podría verla así más a menudo.
Sylvie supo la novedad unas semanas después de su caída en desgracia, a través de una carta de Madame de Montespan, que con un valor digno de encomio le testimonió una amistad bastante inesperada y nacida sin duda del hecho de ser la madre de Marie, pero que cuadraba bien con el carácter orgulloso de Athénaïs, que tendía en cierto modo a considerar a los Borbones como un linaje menos antiguo, y por consiguiente menos respetable, que los Mortemart. «Sería un placer -escribió- enseñar a ciertos hombres y a sus concubinas el respeto que deben a las damas de calidad, y a una infanta en particular.»Aquella salida hizo sonreír a Sylvie, pero la historia la dejó desolada porque revelaba una faceta aún oculta del rey al que tanto había amado: el desprecio absoluto por todo lo que no fuera su propio placer, y una indiferencia total tanto por el sufrimiento de los demás como por el valor de la vida humana.
Tuvo una nueva prueba de ello al día siguiente de la llegada de la carta: Corentin, desolado e indignado a la vez, vino a anunciarle que el molinero de Fontsomme acababa de encontrar el cadáver de Nabo atrapado entre las hierbas heladas del canal del molino. No se había ahogado y llevaba aún al cuello la cuerda con que le habían colgado. El detalle más horrible era que habían marcado a hierro en su mejilla una flor de lis, como habrían hecho con un ladrón o un esclavo fugitivo.
— No le vi ayer -explicó Corentin-, pero no me preocupé demasiado. Desde que vino aquí le gustaba recorrer los campos y dar largos paseos por los bosques…
— ¿Con este tiempo glacial, y viniendo de un país cálido?
— Sí. Es extraño, ¿verdad? La blancura le fascinaba, y me parece que la nieve y la escarcha más que cualquier otra cosa. ¿Quién ha podido hacer una cosa así?
— ¡Piensa un poco, Corentin! La flor de lis es respuesta suficiente: el rey ha enviado a sus verdugos para llevar a cabo su venganza… Debo ver a nuestro cura para que organice los funerales, porque estaba bautizado.
— Tiene mucho trabajo de momento, porque todo el pueblo le presiona. Gritan no sé qué de una maldición y no quieren que acoja al muerto en la iglesia ni en el cementerio.
— ¡Voy allí!
Después de calzarse unas botas forradas y envolverse en una amplia capa, Sylvie, escoltada por Corentin y Jeannette, bajó a la aldea, donde, en la plaza de la iglesia, se había reunido mucha gente alrededor del cura, el abate Fortier, y de un pretil en el que, cubierto por un saco de grano, reposaba el joven negro. Su llegada produjo un respetuoso silencio: ella sabía que toda aquella gente la quería, pero temía un poco el miedo que veía en sus ojos. Por lo demás, no le dieron tiempo a tomar la palabra. El hombre con más autoridad de la aldea, un tal Langlois, se adelantó hacia ella, saludó y declaró:
— Señora duquesa, con todo respeto he de deciros en nombre de todos que no queremos a un negro entre nuestros muertos. No podrían descansar en paz.
— ¿Por qué? ¿A causa del color de su piel?
— Algo hay de eso… pero también por su fea muerte. Ha sido asesinado y no queremos que su alma en pena venga a atormentarnos.
— Sólo podría atormentar a su asesino, y me consta que no es ninguno de vosotros. Además, no olvidéis que Nabo era cristiano, bautizado en la capilla del castillo de Saint-Germain con el nombre de Vincent. Y que no ha cometido ningún crimen.
— Eso no lo sabemos, y tampoco vos, señora duquesa. Sobre todo porque nunca veis nada malo en ninguna parte…
— Puede ser, pero lo veo aquí, porque se niegan a un cristiano las oraciones y una sepultura cristiana.
— Es lo que intentaba explicarles, señora duquesa -suspiró el abate Fortier-, pero no atienden a razones.
— ¡No nos pidáis eso! -insistió Langlois, y todos a coro le secundaron.
Ella pensó un poco, y luego ordenó:
— En ese caso, llevadlo al castillo.
— ¿No iréis a hacer eso? -protestó Langlois-. ¿No lo enterraréis en la capilla, en medio de nuestros duques?
— No, sino en la islita que está en el centro del estanque. El abate Fortier vendrá mañana a consagrar una porción de tierra. Mientras tanto, que lo lleven a la habitación que ocupaba en las dependencias.
La obedecieron en silencio: el cadáver fue colocado en su lecho y alrededor encendieron velas y dispusieron un cuenco de agua bendita con una ramita de boj de la última Pascua florida, que únicamente utilizaron Sylvie y los suyos. Pero al día siguiente, cuando llegó el abate Fortier a bendecir la tumba que se había cavado sin demasiado esfuerzo en una tierra en la que el deshielo ya había empezado, el cuerpo de Nabo había desaparecido. Alguien se lo había llevado como por encantamiento de las dependencias del castillo, y sin dejar la menor huella. Como fue imposible encontrarlo, toda la aldea clamó de forma unánime que el Diablo había venido a buscarlo y que debían llevarse a cabo los ritos de purificación.
Aliviada a pesar de todo por ese desenlace, porque los aldeanos también habrían podido reclamar que se prendiera fuego a todo lo que había pertenecido al infeliz muchacho, y a su habitación antes que nada, Sylvie accedió a lo que pedían, pero hizo decir misas en su capilla privada y se esforzó en olvidar aquel penoso suceso que le parecía cargado de amenazas y que daba la medida del carácter vengativo del rey.
El futuro, que Sylvie siempre había deseado sencillo y claro, se cargaba de nubes sombrías, más opresivas si cabe en aquel gran castillo donde, a pesar de la presencia de la fiel Jeannette y de la numerosa servidumbre, Sylvie se sentía sola.
Aún le faltaba tocar el fondo del sentimiento de abandono que se apoderaba de ella en las horas negras de las noches en que, a pesar de las tisanas calmantes de Jeannette, se esforzaba en vano en conciliar el sueño. El segundo domingo de febrero, cuando salía de la misa mayor en la iglesia de la aldea -era muy raro que se la viera en la capilla del castillo después de la marcha del abate de Résigny- y emprendía a pie el camino de vuelta acompañada por Corentin, Jeannette y la mayor parte de sus criados, el grupo fue adelantado por una silla de posta que hizo latir con mayor fuerza su corazón. Apresuró el paso. ¡Por fin iba a tener noticias! ¡No podía ser más que Perceval de Raguenel!
— Me extrañaría -dijo Corentin, que había fruncido el entrecejo-. Si fuese el señor caballero, habría hecho parar el coche al llegar a vuestro lado.
— Entonces ¿quién puede ser?
Era Marie.
Una Marie que después de dejar caer las pieles con que se abrigaba, esperaba en pie junto a la chimenea del gran salón, en la que ardía un tronco de árbol, ofreciendo las manos desenguantadas a su calor. Ni siquiera se volvió cuando su madre entró en el salón, tan amplio que casi le devolvía su estatura de niña pequeña, y tampoco cuando ésta gritó, con una alegría que le costaba retener:
— ¡Mi pequeña Marie! Has vuelto…
Sólo cuando Sylvie estuvo a su lado, dispuesta ya a abrazarla, volvió hacia ella un rostro más frío que el mármol blanco de la chimenea.
— He venido a deciros adiós… ¡Y también que os odio! A partir de este día, no tenéis ninguna hija.
— ¡Marie! ¿Qué quieres decir?
— Quiero decir que habéis arruinado mi vida y que no os lo perdonaré nunca, ¿entendéis? ¡Nunca! -Un sollozo estranguló la última palabra.
A pesar de la cólera que sentía crecer en su interior ante tanta injusticia, Sylvie se esforzó por guardar la calma: las huellas de llanto que mostraba aquella preciosa cara la impulsaban más a abrir los brazos que a blandir el rayo. Sin duda, François la había rechazado y… Dios mío, ya era bastante bueno que no hubiera llevado a cabo su terrible amenaza y estuviera allí, bien viva…
— ¿Por qué no intentas contarme qué ha ocurrido? ¿Por qué has dejado, en pleno invierno, el castillo de Sollies, en el que tan a gusto estabas, para hacer un camino tan largo? ¡Y sola, además! ¿No has visto a Perceval?
Esta vez, Marie la miró de frente y cruzó los brazos como para impedirle el paso hacia su corazón.
— No, no lo he viste. Como tampoco he visto al hombre con el que quería casarme y que me había dado su palabra…
No retenía ya sus lágrimas, y Sylvie sintió que le invadía el espanto. A pesar de los lazos de sangre que le habían sido revelados, ¿habría Luis XIV hecho asesinar a Beaufort, de la misma manera que había mandado ejecutar al pobre Nabo?
— ¿Por qué no le has visto? ¿Qué… qué le ha pasado?
En medio de su llanto, Marie esbozó una sonrisa despectiva.
— ¡Tranquilizaos! Vuestro amante se encuentra bien. Al menos lo supongo, porque la flota aún estaba en el mar cuando yo me vine.
— ¿Mi amante? Monsieur de Beaufort no lo es.
— Puede que ya no lo sea, pero lo fue, ¡porque si no, no veo de qué manera habría podido convertirse en el padre de mi hermano!
Tranquilizada por un instante, Sylvie sintió de nuevo el espanto apoderarse de ella, y gritó:
— ¿Quién te ha dicho semejante cosa?
— Un amigo de Madame de Forbin, que también lo es mío. ¡Un gentilhombre que parece saberlo todo sobre vos, madre!
La última palabra fue casi escupida, con una repugnancia que acabó de trastornar a Sylvie. Un terrible esfuerzo de voluntad la mantuvo en pie, al borde del abismo que amenazaba con tragársela.
— Diría que escoges muy mal a tus amigos. ¿Puedo saber cómo se llama éste?
Si creía que Marie iba a lanzárselo al rostro, se equivocaba. La joven se quedó un instante sin voz, mirándola con asco.
— ¿Y ni siquiera lo negáis? ¿Lo único que os importa es saber quién me ha impedido cubrirme de vergüenza y ridículo?
— ¿Vergüenza por qué? ¿Por qué ridículo? Monsieur de Beaufort no es tu padre, que yo sepa.
— Si es el de mi hermano, a mis ojos da exactamente lo mismo. Al casarme con él yo me convertiría en la madrastra de Philippe, ¡y esa idea me horroriza! ¡No quiero comer las sobras de vuestro plato! Y el hecho de que hayáis podido llegar a aceptar simplemente la idea, me resulta insoportable. Tenía razón Monsieur de Saint-Rémy…
Sylvie tuvo un sobresalto.
— ¿Qué nombre has dicho? ¿Saint-Rémy? ¿He oído bien?
Marie pareció de repente confusa, y sobre todo descontenta de sí misma.
— Se me ha escapado, pero… habéis oído bien. Se diría que no le queréis mucho -añadió con una risita afectada.
— Si es el que imagino, se trata de un hombre que ha vuelto de las Islas hace pocos años.
— Es él. Y eso prueba que le conocéis tanto como él a vos.
Sylvie no contestó enseguida. El regreso inopinado de aquel enemigo jurado la abrumaba. No sabía por qué camino tortuoso se había introducido en la noble familia provenzal en que había encontrado refugio su hija, pero no estaba lejos de ver en ello el dedo del destino que anunciaba la ruina de su casa y de los suyos. Fue a sentarse en un sillón, o mejor dicho se dejó caer en él.
— Es a Monsieur de Beaufort a quien deberías haber hablado de él. Una noche, en el cementerio de Saint-Paul en París, estuvo a punto de matarlo en el momento en que se disponía a dejar morir a tu hermano pequeño para poder reivindicar el título de duque de Fontsomme, sobre el que pretende tener derechos. Ese demonio consiguió escapar y desaparecer gracias, supongo, a la protección de Colbert, que no nos perdona nuestra amistad con Nicolas Fouquet y los suyos.
— ¿Qué fábula me estáis contando?
— No es una fábula, por desgracia. Eres libre de creerlo o no, pero lamento infinito que no esté aquí Raguenel para contártelo.
— A propósito… ¿dónde está? Decíais hace un momento…
— Se ha marchado a Tolón a esperar a Beaufort, al que amenaza un grave peligro. Si te he entendido bien, eso ya no te preocupa. ¿Puedo preguntarte qué piensas hacer ahora? ¿Te quedas aquí?
— ¿Bromeáis o no os habéis fijado en el coche que me espera fuera? Solamente he venido a deciros lo que pensaba de vos y de vuestra conducta.
— Tienes razón. Es mejor que las cosas estén claras entre nosotras. Por cierto, en beneficio de la claridad, puedes instalarte en la Rue Quincampoix o en Conflans. Puedes estar segura de no encontrarme: el rey me ha exiliado aquí, y también ha exiliado a tu madrina en Nanteuil… y a algunos más.
Marie lo esperaba todo menos aquello. Abrió unos ojos inmensos.
— ¿Tú? ¿Exiliada? Pero ¿por qué?
— Eso no te importa. Ah, una pregunta más: ¿sabe tu hermano lo que te confió ese buen Saint-Rémy?
— Cómo iba a saberlo si todavía está en el mar con… ¿debo decir su padre?
Sylvie dejó reposar su cabeza contra el alto respaldo de terciopelo y cerró los ojos, infinitamente cansada.
— Puedes, pero por el amor de Dios y si te queda una pizca de amor por él, no digas nunca nada a Philippe, salvo que debe guardarse de acercarse por poco que sea a un monstruo llamado Saint-Rémy que se ha propuesto quitarle la vida.
— No diré nunca nada. Podéis dormir en paz con vuestro secreto.
Sylvie no la vio recoger sus pieles y salir por la puerta arrastrándolas. No la oyó marcharse. Sólo cuando la silla de posta avanzó por la gravilla del patio de honor, supo que ya no tenía hija.
Cuando Jeannette corrió hacia ella después de haber visto a Marie irse del castillo de sus padres sin una mirada para nadie, la duquesa había resbalado de la silla y estaba tendida en el suelo, sacudida por una violenta crisis de nervios que asustó a su camarera. La levantaron y la llevaron a su alcoba apenas consciente.
A la caída de la tarde, cuando llegó al castillo Perceval de Raguenel, agotado pero bastante satisfecho por haber cumplido su misión -los navíos de Beaufort habían entrado en el puerto una hora después de que Marie partiera de Solliès-, la encontró presa de un violento acceso de fiebre que le espantó. Sylvie deliraba, y el delirio era tal que el caballero dispuso que la enferma fuera atendida únicamente por Jeannette, Corentin o él mismo, con exclusión de cualquier otra persona. Se relevarían a su cabecera y se prohibiría cualquier visita hasta nueva orden. Incluida la del médico de Bohain, que estaba ausente cuando le habían avisado, y al que se sentía perfectamente capaz de sustituir.
En cuanto a Marie, se ocuparía de ella cuando su madre estuviese fuera de peligro…