6. François

De la mano de la reina, el rey salió de la capilla en que ambos acababan de oír misa y pasaba por entre la doble fila de cortesanos inclinados cuando una mujer pálida y bella en su vestido de luto, sin una sola joya, se alzó a su paso antes de doblar la rodilla hasta tocar el suelo. Luego su voz sonó con la fuerza suficiente para que todos pudieran oírla.

— Apelo a la justicia del rey en el momento en que acaba de conversar con Dios, porque sólo el rey puede obligar al raptor de mi hijo a devolvérmelo.

Luis XIV tuvo un sobresalto y frunció el entrecejo; pero al cabo de un segundo soltó la mano de la reina para levantar a Sylvie con una solicitud que suscitó un murmullo de admiración.

— ¿Qué me decís, duquesa? ¿Vuestro hijo ha sido raptado?

— Ayer, Sire, en nuestras tierras de Fontsomme y delante de su preceptor, el abate de Résigny, que me acompaña…

— ¿Cómo podéis saber quién ha cometido esa fechoría? Esa gente no alardea de sus hazañas, por lo general.

— Éstos piensan que pueden actuar a cara descubierta. Su jefe es amigo declarado de Monsieur Colbert, y actúa contra una amiga de Monsieur Fouquet…

El rostro del rey se inmovilizó, su mirada se endureció y su boca se torció en una mueca desagradable.

— ¡Ah! -dijo únicamente. Luego añadió, mientras todos retenían el aliento-: Voy a acompañar a la reina a sus aposentos. Seguidme después a mi gabinete. ¡Vos también, abate!

— ¡Y si el rey lo permite, yo también! Abriéndose paso entre la multitud con sus poderosos hombros, François de Beaufort fue a colocarse al lado de Sylvie.

Por los ojos del rey pasó un relámpago de cólera.

— ¿Vos, Monsieur de Beaufort? ¿Y a qué título, os lo ruego? Si es por ser un amigo de la infancia, no basta…

— Madame de Fontsomme me detesta y el rey lo sabe bien, pero yo maté en duelo al padre de ese niño y reclamo el derecho de… ponerme a su servicio puesto que le privé de su defensor natural.

— Me parece justo… a condición de que la duquesa os acepte.

Sylvie no lo dudó, feliz a pesar de todo por la ayuda inesperada del verdadero padre. Una ayuda que no estaba libre de peligros: Beaufort también era amigo de Fouquet, y podía resultar sospechoso a los ojos de Luis XIV. Al apoyarla en un ataque contra Colbert, tal vez estaba arriesgando su propia libertad.

— Acepto, Sire.

— En ese caso, venid. Vuestra mano, señora -añadió volviéndose hacia su esposa, que no había entendido nada pero a la que inquietaban los velos negros de Sylvie.

Por su parte, François no se atrevió a ofrecer su brazo a la que amaba ahora sin esperanza, pero la mirada que le dirigió tuvo el efecto de tranquilizarla, y ambos caminaron en silencio en la estela azul y oro de la cola del vestido de María Teresa.

Cuando atravesaban la magnífica gran sala de baile de Enrique II en dirección a los aposentos de la reina, estuvo a punto de producirse un incidente: advertida de lo que ocurría por esas misteriosas transmisiones que en la corte propagan las noticias a la velocidad del relámpago, Marie, seguida por Athénaïs, que se esforzaba en detenerla, quiso precipitarse hacia su madre. Fue interceptada al paso por Perceval que, mezclado con los cortesanos como tenían derecho de hacerlo todos los gentileshombres, había observado su irrupción.

— ¡Tranquila, pequeña! Nadie te necesita aquí, y tu madre menos que nadie.

— Pero ¿qué hace con Monsieur de Beaufort?

— Él se ha puesto a su servicio para encontrar a tu hermano, que fue raptado ayer por… desconocidos. Tu madre acaba de apelar a la justicia del rey. El raptor podría ser un personaje importante. Ahora sabes tanto como yo. Mademoiselle -añadió dirigiéndose a Tonnay-Charente-, tened la bondad de llevárosla a los apartamentos de Madame. ¡Y tú, Marie, cálmate! Te prometo que te tendré informada…

— ¡No temáis! -aseguró Athénaïs-. Yo me encargo de ella. La vigilaré de cerca… ¡y enviaré a Montalais a por noticias! ¡Es nuestra espía más hábil!-concluyó con una risa que reveló sus bonitos dientes blanquísimos.

Había tomado del brazo a una Marie reticente para llevársela, cuando un nuevo personaje entró sin mayores miramientos en la conversación.

— Por hábil que sea, vuestra Montalais nunca estará a la altura de un hombre experimentado, sobre todo cuando se trata de saber lo que pasa en el entorno del rey. Mademoiselle de Fontsomme, soy ya vuestro servidor, aceptadme como galán. Añadiré que soy también vuestro admirador…

— ¡Qué audacia, Péguilin! -protestó Athénaïs-. Sois ya el servidor de tantas damas que debéis de estar muy atareado. ¡Dejad tranquila a mi amiga Marie y dedicaos a vuestros asuntos! Estoy segura de que Madame de Valentinois os busca.

— ¡Bah! Está acompañando a Madame, y nosotros vamos hacia allí. Venid, mademoiselle -añadió ofreciendo su puño a Marie con una mirada seductora.

— Un momento -intervino Perceval con cierta severidad-. Soy el tutor de Mademoiselle de Fontsomme… y no tengo el honor de conoceros.

— Tampoco yo os conozco -dijo el joven en tono impertinente-, pero por eso que no quede: me llamo Antonin Nompar de Caumont, marqués de Puyguilhem, y soy…

— El sobrino del mariscal de Gramont -recitó Tonnay-Charente con los ojos en blanco-, y tengo el mando de la primera compañía de cien gentileshombres Pico-de-Cuervo… ¡y mi propio pico es más agudo que el emblema de mi unidad! ¡Seguid vuestro camino, marqués! ¡Deberíais estar ya junto a la puerta del rey para escuchar lo que ocurre!

— No escucho detrás de las puertas, mademoiselle, y mis informaciones son de una naturaleza más sutil. Además… deseo ser mejor conocido por vuestra compañera.

— ¡Ya os conocerá suficientemente muy pronto! Venid, Marie.

— ¡Vaya pécora! Pero tendrá que morderse la lengua el día que yo vaya, señor tutor, a pediros la mano de vuestra pupila.

— ¿Queréis casaros con Marie…? A propósito, soy el caballero Perceval de Raguenel. Será mejor que sepáis mi nombre.

— Tenéis razón, puede ser útil. Pero decidme por qué no habría de casarme con ella. ¡Es bellísima, y un partido magnífico!

— Y vos, ¿sois también un partido magnífico?

El joven sonrió de una manera curiosa que le arrugaba todos los rasgos de la cara pero le prestaba un encanto particular.

— No diría tanto. Mi padre, el conde de Lauzun, es más rico en antepasados que en numerario… pero podéis estar seguro de que me abriré camino. El rey me quiere, porque le divierto.

— Tenía entendido que pretendíais casaros con una de las hijas de Madame de Nemours.

— Hay un impedimento de fuerza mayor para ello, querido. Si me casara con una, la otra me arrancaría los ojos, y por supuesto también los de la feliz elegida. No, gracias a Dios esas dos locas y su madre se han ido a seguir con sus discusiones a Saboya… y espero no volver a oír hablar de ellas. ¡Hasta pronto, señor caballero! Voy a ver si me entero de algo.


En el gabinete del rey, la conversación no tenía el mismo tono de frivolidad. Al entrar, Luis XIV había ocupado su sillón detrás de la pesada mesa en que portafolios abiertos, clasificadores y legajos daban testimonio de que no se trataba de un simple adorno, y luego había señalado un asiento a Sylvie, mientras Beaufort y el abate se mantenían de pie, uno a cada lado de ella.

— Contadme lo que ha ocurrido -ordenó, al tiempo que se arrellanaba en el sillón de respaldo alto, de roble y cuero claveteado.

Con más claridad de la que podía esperarse dada su emoción, Monsieur de Résigny contó la escena de la que había sido testigo: los niños entretenidos recogiendo nueces, los caballeros tan seguros de sí mismos que ninguno de ellos había tomado la precaución de ocultar su rostro, el rapto del duquesito, y para terminar la frase desdeñosamente dirigida al desolado preceptor. Cuando hubo terminado, el rey guardó silencio un instante, y luego dijo:

— ¿Ese hombre dijo «los amigos de Monsieur Colbert»? ¿Qué pretendía decir con eso? ¿Tenéis alguna idea, duquesa?

— Sí, Sire. Se trata probablemente de un tal Fulgent de Saint-Rémy, que desembarcó hace algún tiempo procedente de la isla de Saint-Christophe y que pretendía ser el hermano mayor de mi difunto esposo, y reclamaba su parte de la herencia… sin presentar ninguna prueba de ello.

— ¿Un hermano mayor? ¿Es que el mariscal de Fontsomme se casó dos veces?

— No exactamente, pero antes de marchar a la guerra habría firmado una promesa de matrimonio a una joven para el caso de que ella esperara un hijo varón. Ella quedó embarazada, el padre que la destinaba a otro se dio cuenta y la encerró en un convento; ella escapó de allí, para salvar a su futuro hijo y para seguir al único amigo que tenía. Se embarcaron para las Islas y el hijo (ese Saint-Rémy) nació al parecer en el barco. Afirma que puede exhibir la promesa de matrimonio y se dice más o menos protegido por Monsieur Colbert.

— ¿Qué habéis respondido a sus pretensiones?

— Me pareció que estaba en la miseria y le di un poco de dinero.

— Fue un error. A esa clase de personajes, se la echa a la calle sin explicaciones.

— Lo sé, Sire, pero me atemoricé, lo confieso, cuando dijo que en el caso de que algo le sucediera a mi hijo (¡el último duque!), haría valer sus pretensiones ante el Parlamento y el juez de armas del rey. Y mi hijo acaba de ser raptado…

— ¡Teníais que haber llamado a la ronda, madame! ¿O es que ese hombre posee algún medio para presionaros? No alcanzo a ver cuál podría ser porque vuestra vida es transparente, pero a los chantajistas les sobra imaginación.

Sylvie reprimió un estremecimiento: la mano de Beaufort acababa de posarse, ligeramente primero y luego con firmeza, en su hombro, como para recomendarle prudencia. Bajo aquella cálida presión, ella se sintió extrañamente confortada, porque eso quería decir que él estaba dispuesto a todo para salvar al niño del que sabía mejor que nadie de quién era hijo. Aunque tuviera que enfrentarse a aquel joven coronado, al que tenía las mismas razones para amar.

— Ninguno que yo sepa, Sire, pero tal vez sería necesario preguntar a Monsieur Colbert qué le he hecho para que me hostigue con tanta crueldad.

— No creo que tenga la menor razón para atacárosla vos en particular, duquesa, ni para reprocharos nada… salvo tal vez una amistad excesiva hacia ese Fouquet al que acabamos de arrestar. Pero de ahí a tales acciones…

— Los amigos de Monsieur Fouquet se ven muy maltratados en los últimos tiempos: exilio, prisión, etcétera. Monsieur Colbert da libre curso a su odio, y ha llegado incluso a registrar por sí mismo, con menosprecio de las leyes, los papeles íntimos del antiguo superintendente… incluso cartas de mujeres. Ahora bien, como nunca he escrito a Monsieur Fouquet, no creo que haya encontrado ninguna mía…

— ¡Un instante, señora! Se diría que estáis aprovechando la ocasión para acusar a un servidor que para mí es precioso. Es posible que se exceda en sus funciones, pero es por celo hacia la corona, no por un pretendido odio.

— Sire -intervino Beaufort-, ¿a quién quiere hacer creer tal cosa Vuestra Majestad? El mundo entero sabe que Colbert aborrece a Fouquet, pero el rey no nos hace el honor de recibirnos para discutir sobre eso. Solamente para intentar saber qué es de un niño inocente, del hijo de un servidor aún más fiel de lo que lo será nunca Monsieur Colbert…

La mirada del rey se cargó de relámpagos.

— Si yo estuviera en vuestro lugar, señor duque, procuraría no recordar demasiado que también vos habéis sido un gran amigo del preso.

— Trabajamos juntos para la defensa de las costas de Francia y la mejora de la marina, y por consiguiente al servicio de Vuestra Majestad; pero al margen de eso, Sire, el rey, que conoce a la duquesa de Fontsomme desde siempre, y que me conoce a mí desde hace mucho tiempo, no ignora que ella y yo tenemos el mismo defecto: cuando entregamos nuestra amistad, somos fieles en la adversidad como en la fortuna favorable, sin que eso nos convierta, sin embargo, en conspiradores. La justicia del rey es para nosotros tan sagrada como su persona.

La mirada de Luis XIV fue del uno a la otra: de la mujer tan encantadora y digna, a aquella especie de héroe de novela al que había maldecido cien veces durante la Fronda sin conseguir evitar admirarle.

— ¡Monsieur de Gesvres! -llamó.

El capitán de la guardia apareció de inmediato.

— ¿Monsieur Colbert está en el castillo?

— Sí, Sire… Por lo menos, así lo creo.

— ¡Que venga al instante!

El rey se puso en pie y se acercó a una de las ventanas de su gabinete, que daba al jardín de Diana. El otoño, aún en sus inicios, doraba las hojas de los árboles y parecía dar a las flores a punto de perecer un esplendor mayor aún que en el corazón del verano, bajo un cielo templado. En la gran estancia reinó el silencio. Un silencio que no duró mucho rato. Colbert, a quien sin duda habían puesto al corriente de lo sucedido al salir de la misa, merodeaba por las cercanías de los aposentos del rey, y el marqués de Gesvres no hubo de ir a buscarlo muy lejos. Pocos minutos después hizo su entrada, con un portafolio bajo el brazo como de costumbre; parecía incapaz de desplazarse sin ese accesorio que ponía de relieve su pasión por el trabajo, y a la vez le daba aplomo. Casi siempre el portafolio en cuestión estaba atiborrado de papeles.

El hombre al que Madame de Sévigné llamaría muy pronto «el Norte» tenía entonces cuarenta y dos años, y era alto y bastante corpulento. Jean-Baptiste Colbert tenía un rostro de rasgos redondeados, ojos, bigote y cabello negros, éste cortado bastante corto. No inspiraba simpatía sino más bien una especie de temor larvado, porque se adivinaba en él un hombre tan temible, tan despiadado como lo había sido Richelieu. Sin embargo, convenía no engañarse respecto de su aspecto monolítico: éste escondía una gran inteligencia, que habría sido genial con algo más de sensibilidad y sutileza; pero en la fisonomía de Colbert, extremadamente ambicioso y ávido tanto de poder como de riquezas, se reflejaba la feroz determinación de eliminar sin contemplaciones los obstáculos interpuestos en su camino, y la satisfacción íntima de su cruel victoria frente a Fouquet.

Al entrar, saludó como convenía al rey, a la duquesa y a los otros dos personajes presentes, no sin que a la vista de Beaufort un breve relámpago iluminara su mirada sombría.

— Monsieur Colbert -dijo Luis XIV-, os he hecho llamar para que escuchéis el extraño relato que acaba de hacerme el aquí presente abate de Résigny. Añadiré para mayor claridad que el abate es el preceptor del joven duque de Fontsomme.

El infeliz hubo de resignarse a repetir una vez más lo que había visto y oído. Sylvie temía verle desmoronarse bajo la oscura mirada del intendente de las Finanzas, pero aunque departía con los grandes capitanes únicamente en las páginas de Tito Livio, y aunque se sentía más a gusto en compañía de las estrellas que de los ministros, el pequeño abate era un hombre valeroso, y con una gran dignidad repitió la frase acusadora de los bandidos.

— ¿Qué explicación podéis dar a esto, Monsieur Colbert? -dijo el rey en tono negligente.

— Ninguna, Sire. La señora duquesa de Fontsomme, que no me conoce, nunca me ha hecho nada, y no tengo por costumbre atacar a los niños…

— ¿Es reciente eso? -cortó Beaufort con un desprecio mal disimulado-. De no ser por Monsieur de Brancas, que les recogió en nombre de Su Majestad la reina madre para llevarlos con su abuela, habríais arrojado al arroyo a los de vuestro antiguo patrón.

— ¡Repito que se deje a Fouquet donde está! -rugió el rey, dando un puñetazo en la mesa. Luego consultó unas notas tomadas poco antes-. Al parecer, Colbert, se cuenta entre vuestros amigos un tal… Saint-Rémy, que pretende tener derecho a la herencia del difunto mariscal-duque de Fontsomme…

— En efecto, recibí a ese hombre hace algún tiempo. Fue poco después de las bodas de Vuestra Majestad. Venía de las Islas. De Saint-Christophe, si recuerdo bien, pero en la breve entrevista que le concedí no se habló en ningún momento de ninguna pretensión sobre la sucesión de nadie.

— ¿Por qué le recibisteis, en tal caso?

— El rey no ignora hasta qué punto me intereso por las tierras lejanas, y en particular por las islas del Caribe, a efectos comerciales. Como venía de Saint-Christophe, era normal que le escuchase.

— ¿Qué quería?

— Carecía de recursos y buscaba un empleo… un embarque tal vez. Además, venía recomendado por una dama que me honra con su amistad.

— ¿Qué dama?

— Madame de La Bazinière…

Sylvie no pudo reprimir una exclamación ahogada, y todas las miradas se dirigieron a ella.

— ¿Conocéis a esa dama? -preguntó el rey.

— Oh, sí, Sire. La conocí cuando éramos doncellas de honor de la reina, madre de Vuestra Majestad… que podría hablar de ella mejor que yo. Se llamaba entonces Mademoiselle de Chémerault, y me evoca recuerdos muy malos con los que no quiero fatigar al rey.

— ¡Cómo…! ¿Y esa mujer sería capaz de hacer raptar a vuestro hijo?

— ¡Es capaz de todo! -exclamó Beaufort-. En lo que a mí respecta, creo que he comprendido el fondo del problema, y deseo pedir excusas a Monsieur Colbert, bajo cuyo nombre se escudan gentes sin conciencia. Si el rey me lo permite, yo me encargo de este asunto.

El rostro del rey, ceñudo hasta ese instante, se iluminó. Estaba encantado de que su querido Colbert quedara con tanta facilidad fuera de la cuestión. François acababa de realizar una jugada muy hábil, al renunciar a enfrentarse abiertamente al intendente. En cuanto a éste, en el caso de que hubiera favorecido hasta entonces los manejos de la dama, se vería obligado a dejar de hacerlo ahora que el rey estaba al corriente. Si continuaba por el mismo camino, podía comprometer un futuro que se anunciaba brillante. En efecto, Luis XIV dijo:

— Eso corresponde ante todo a nuestro teniente civil. Monsieur Dreux d'Aubray recibirá órdenes en ese sentido.

— ¡Suplico al rey que no haga nada! -rogó Sylvie, presa de una nueva ansiedad-. Si mi hijo está encerrado en su casa, cosa que dudo, Madame de La Bazinière tendrá tiempo sobrado de hacerlo desaparecer. No quiero poner en peligro su vida… admitiendo que esté aún vivo -añadió ahogando un sollozo.

El rey se levantó y fue hasta ella, inclinándose incluso para tomarle las manos en las suyas.

— ¿Hasta ese punto la teméis? Mi pobre amiga, sin embargo habrá que darle un escarmiento…

— Pero hay que impedir que sepa que ha sido desenmascarada -exclamó Beaufort, mirando a Colbert-. ¡Dejadme hacer a mí, Sire, en nombre de los lazos de parentesco que nos unen!

— ¡Y que a veces habéis olvidado!

— Me lo reprocho sin cesar. El rey sabe bien que en adelante no deseo otra cosa que servirle con todas mis fuerzas.

— El rey lo sabe, señor duque -intervino Colbert en un tono cuya suavidad sorprendió a todo el mundo-. Lo sabe tan bien que hoy mismo venía a presentarle a la firma vuestro mando, a fin de preparar nuestros navíos de Brest para poder unirse a los de La Rochelle y estar en condiciones de emprender la próxima campaña de primavera.

Había sacado de su portafolio un papel de gran tamaño hacia el que tendió la mano el rey sin desviar la mirada de la de su primo.

— Espero que estéis contento, querido duque -dijo-. Sé que soñáis para nosotros con una marina nutrida y poderosa… algo que aún está lejos de ser, pero para lo que contaréis con toda la ayuda necesaria. [18] Beaufort enrojeció, palideció, y sus ojos azules se llenaron de pronto de estrellas. Se inclinó profundamente y murmuró una frase de agradecimiento emocionado; pero al incorporarse preguntó:

— ¿Cuándo debo marchar a Brest?

— Cuanto antes, mejor -respondió Colbert-. Ocho navíos tienen necesidad urgente de los cuidados de los maestros de hacha [19] y los maestros veleros. Monsieur Duquesne os espera.

— Sire -dijo Beaufort-, hacéis realidad mi sueño más caro. Sin embargo…

— ¿Sin embargo? -repitió Luis XIV con altanería.

— No podría partir en paz si Madame de Fontsomme no ha encontrado a su hijo.

— ¡Eso puede llevar mucho tiempo! -gruñó Colbert, pero le interrumpió una mirada asesina de Beaufort.

— ¡No para mí, señor! No para mí…

— En ese caso, os concedo ocho días -dijo el rey-. Luego marcharéis a Brest. Madame de Fontsomme, la reina prescindirá de vuestros servicios todo el tiempo que necesitéis para recuperar vuestra serenidad, pero no dejéis de tenerme informado de un asunto que me importa por la amistad que siento hacia vos. -Y en tono menos grave añadió-: ¿Habéis enseñado a tocar la guitarra a vuestro hijo?

— He enseñado a mi hija, Sire. Philippe sólo sueña con peleas. Seguirá el camino de su padre y su abuelo…

— ¡Eso me hace extremadamente feliz! ¡Encontradlo pronto! ¡Mis futuros soldados me son preciosos!


— ¡La Chémerault! ¡Otra vez ella…! -rugió Sylvie en la carroza que la llevaba de regreso a París con Perceval-. ¿No me dejará nunca en paz?

— Te ha «olvidado» durante diez años. Debe de pensar que ya es suficiente -suspiró Perceval-. En serio, creo que con ese Saint-Rémy salido de no se sabe dónde, debió de pensar que se presentaba una ocasión inesperada. ¿Te imaginas lo que podría pasar si su protegido consiguiera su propósito? Podría incluso convertirse en duquesa de Fontsomme, porque es viuda.

— ¿Estáis loco? ¿Ese aventurero, duque de Fontsomme después de haber hecho desaparecer a mi hijo? ¡El rey nunca lo aceptará!

— Yo opino lo mismo, y has hecho bien en presentarle tu queja. Incluso aunque ese Saint-Rémy exhiba esa famosa promesa de matrimonio, las cortes soberanas no se atreverían a ratificarla sin su consentimiento. Y créeme que después del arresto del superintendente, son muchos los que tiemblan delante del autócrata que empieza a asomar.

— Sin duda, pero eso no me devuelve a mi hijo. ¡Oh, padrino, tengo miedo! Si supieseis…

Él rodeó sus hombros con un brazo afectuoso y la atrajo hacia sí.

— ¡Lo sé, pequeña! Llora si tienes ganas, te aliviará. Llora pero no pierdas la esperanza… Estoy seguro de que Philippe está vivo y de que vamos a recibir una petición de rescate…


Era exactamente lo que pensaba Beaufort en el mismo momento, mientras galopaba por la carretera de París en compañía de su fiel escudero Pierre de Ganseville, con algunas leguas de adelanto sobre el coche. Con la única diferencia de que él tenía más prisa incluso. ¡Ocho días! ¡No tenía más que ocho días para encontrar a su hijo y escarmentar a los malandrines! No era mucho pero tenía que ser suficiente, porque nunca soportaría irse a vivir la existencia con la que siempre había soñado dejando a Sylvie sumida en la desgracia. Su amor por ella había crecido a medida que pasaba el tiempo desde que ella lo rechazara. Era el amor de Rodrigo por Jimena, la pasión desesperada de Jauffre Rudel por su princesa lejana. La adoraba como a un ídolo inaccesible y la deseaba como a una mujer, con furores dolorosos que se esforzaba en aliviar con una u otra de sus amantes. Y a pesar de la angustia que le atenazaba por aquel niño tan querido, sentía una alegría secreta al poder ser por fin su caballero, luchar por ella, acercarse a ella por fin…

Cuando llegó a su alojamiento -una casa pequeña y agradable, cerca de la puerta Richelieu-, lanzó la brida al criado que acudía, y se llevó a Ganseville a su habitación a paso de carga. Con los años, se había consolidado una profunda amistad entre los dos hombres, que rebasaba con mucho las relaciones entre amo y criado; y cuando Jacques de Brillet, el otro escudero de Beaufort, había expresado la voluntad de entrar en religión como desde mucho tiempo atrás lo deseaba, el duque asistió a su toma del hábito en los Capuchinos e hizo una donación importante al convento, pero no le reemplazó. En último término era mejor así, porque aquello estrechaba más aún los lazos entre Ganseville y él mismo. El normando gruñón, bon vivant, alegre, recto como la hoja de una espada, mujeriego, amante de la buena comida, las aventuras peligrosas y las batallas, le resultaba aún más valioso ahora que ya no había posibilidad de establecer comparaciones.

En pocas palabras le puso al corriente de la situación, y advirtió el brillo alegre de aquellos ojos azules tan parecidos a los suyos, al anuncio de la próxima partida hacia Brest. Ganseville también adoraba el mar.

Luego deliberaron en torno a un paté, un capón y dos botellas de vino de Beaune que Beaufort hizo servir en su habitación para estar más tranquilos. Ganseville propuso darse una vuelta por las tabernas, los garitos y otros lugares más o menos malfamados en busca de Saint-Rémy. Perceval de Raguenel les había proporcionado una buena descripción ilustrada con un croquis, pero Beaufort pensaba que sería perder el tiempo y que lo mejor era ir derecho al bulto y enfrentarse a la cabeza de la conjura. Dicho de otra manera, a Madame de La Bazinière en persona.

— Iré a verla -aseguró-, y cuento con atemorizarla lo bastante para que abandone su presa, si no sus planes.

— No es tan buena idea. Esa clase de damas no se deja impresionar fácilmente, porque son capaces de todo. Recordad que a los quince años era ya la espía a sueldo de Richelieu.

— Es que no tengo intención de tratarla como una dama, sino como lo que es en realidad, es decir, no gran cosa.

— Eso puede dar resultado si pegáis lo bastante fuerte, porque aunque ya no es una jovencita, la ex Mademoiselle de Chémerault cuida mucho su apariencia, que aún sigue valiendo la pena. No hace mucho la vi en el Cours-la-Reine…

— No me digas que estás interesado en ella; pero si es así, a lo mejor sabes dónde vive ahora. Todo lo que sé de ella es que se fue del hôtel del muelle de la Reine Margueríte, [20] que había hecho edificar su viejo marido poco después de la muerte de su primera mujer, a la que siguió a toda prisa la nueva boda. ¿No se entendía ella con su ahijado?

— ¡Oh, él no pedía otra cosa! Se dice que estaba locamente enamorado, hasta el punto de querer casarse con ella, pero el viejo La Bazinière le dejó una renta de viudedad que hizo que ella prefiriera la libertad… y las liberalidades de Particelli d'Emery. Creo que él le ofreció una mansión, pero no sé en qué lugar…

— ¡Maldita falta de memoria! Y ya no tenemos al abate Fouquet. ¡Ése lo sabía todo sobre todo el mundo!

— No, pero tenemos a Madame d'Olonne. ¿O es que habéis olvidado que conoce al mundo entero… y que tiene predilección por vos?

— Más de la que tengo yo por ella. Pero tienes razón: las mujeres galantes se conocen entre ellas porque se detestan y se envidian. Voy a su casa.

La idea era buena. La que fue llamada Hetaira del siglo, por más que tuviera derecho por su marido al apellido de La Trémoille, estaba muy bien informada, como sus semejantes, acerca de todas las que podían hacerle sombra. Muy introducida en los medios literarios, Madame d'Olonne coleccionaba sobre todo amantes, y el último de su lista, Beaufort, parecía haberla entusiasmado de manera muy particular. A pesar de todo, puso algunas dificultades para dar la información que se le pedía. Fue necesario que François jurara por su honor que no tenía respecto de Madame de La Bazinière proyectos distintos del de perjudicarla.

— La creo culpable del rapto de un niño, y es a ese niño a quien quiero encontrar -dijo en un tono tan serio que la mujer perdió las ganas de enfadarse, e incluso de reír. Su bonito rostro (era muy bella, aunque de formas excesivamente amplias para quien apreciara la delgadez) se cargó de tristeza.

— Aunque no tengo por ella la menor estima, no la creía tan malvada. Vive en la Rue Neuve-Saint-Paul, en un edificio con mascarones y hierros forjados construido para ella a la muerte de su esposo. Está casi enfrente de la casa del teniente civil, Monsieur Dreux d'Aubray…

La coincidencia provocó una breve carcajada de Beaufort.

— ¿El teniente civil al que encargará el rey la investigación si no encontramos rápidamente al niño? ¡Vaya, al menos no tendrá que ir muy lejos a interrogarla! ¡Gracias de todo corazón, mi bella amiga! Sé que puedo contar con vos. Dadme un beso, y me voy…

— ¿Ya?

— No hay tiempo que perder, pero os tendré informada.

El beso fue rápido, y François desapareció dejando a la joven escuchar, no sin melancolía, el galope de su caballo al alejarse por la Rue Coq-Héron. Que hubiese venido montado confirmaba sus prisas, porque las viviendas de ambos no estaban lejos la una de la otra. De hecho, François no hizo más que descabalgar en su casa para recuperar a Ganseville; y a la caída de la noche, los dos se dirigieron a la Rue Neuve-Saint-Paul, flanqueada por hermosas mansiones cuyos jardines, dorados por el otoño, guardaban el recuerdo de lo que habían sido antaño los del hôtel Saint-Paul, dividido ahora entre todas esas casas. La iluminación no era mucha: no había más luz que la que salía de las ventanas, y la de un único quinqué colocado ante la estatuilla de un santo. Sin embargo, a los dos hombres no les costó trabajo encontrar la casa descrita por Madame d'Olonne. Cuando Ganseville anunció el nombre y los títulos de su amo a un mayordomo que acudió a la llamada del portero, una especie de estupor pareció invadir a aquel hombre, sin duda poco acostumbrado a recibir a príncipes, y salió a toda prisa a anunciarlo. Beaufort se apresuró a seguirle para no dejar que se debilitara el efecto sorpresa. En cuanto a Ganseville, se instaló en el vestíbulo con el aspecto de un hombre poco dispuesto a ser importunado.

Siempre detrás del mayordomo, al que apenas dio tiempo para anunciarle, Beaufort atravesó un gran salón en el que no se habían ahorrado dorados, antes de entraren una estancia más pequeña y también más íntima, un gabinete de conversación forrado de damasco amarillo con asientos a juego en el que dos mujeres charlaban sentadas a uno y otro lado de una mesa sobre la que había algunos libros, una escribanía y un jarrón con margaritas de otoño cuyo color armonizaba con la decoración. Al instante las dos se pusieron en pie y, siempre sincronizadas, ofrecieron al recién llegado una graciosa reverencia, que él les devolvió barriendo la alfombra con las plumas de su sombrero, una cortesía que se habría ahorrado si la dueña de la casa hubiera estado sola. Incluso se excusó de lo imprevisto de su aparición y de molestar con tanto desenfado a unas damas, pero deseaba hablar con Madame de La Bazinière de un asunto que no admitía el menor retraso.

— No os excuséis, monseñor, ya me marchaba -dijo, con una sonrisa capaz de condenar a un santo, la dama desconocida, que era muy bonita, pequeña pero bien proporcionada, de bello cabello castaño y grandes ojos azul celeste que miraban con descaro.

Por la dueña de la casa, Beaufort supo que se trataba de una vecina, hija del teniente civil Dreux d'Aubray, casada con un cierto Brinvilliers al que acababan de hacer marqués. Era obvio que la pequeña marquesa se moría de curiosidad, y que se retiraba sin la menor gana de hacerlo. Le habría encantado saber qué asunto traía al famoso duque de Beaufort, el Rey de Les Halles, a la casa de una belleza ya un tanto pasada de sazón.

— Incluso aunque su amante no la visite, no dormirá esta noche -dijo la ex Mademoiselle de Chémerault con una risita maliciosa.

— Creía que era una amiga vuestra, pero al parecer no es así…

— No os equivoquéis, monseñor, somos amigas… por lo menos todo lo que es posible con esa clase de mujer.

— ¿Esa clase de mujer? ¡Es marquesa, si he entendido bien! Vos no lo sois. En realidad no sois otra cosa que la viuda de un tratante.

El tono insolente fustigó el orgullo de la que había sido François e de Barbeziére de Chémerault. No le gustaba que le recordaran lo que no podía llamar de otra manera que un venir a menos, y que por lo demás su familia no le había perdonado. Se irguió en toda su estatura, que era aún magnífica, y sus ojos oscuros intentaron fulminar al príncipe que la trataba con tanta descortesía.

— ¿Os habéis tomado la molestia de venir a mi casa, monseñor, sólo para resultarme desagradable? Erais más galante en otro tiempo…

— ¿Cuando erais doncella de honor de la reina a la que traicionabais ya tan alegremente? ¡Oh, muy poco más! De todas maneras, dejemos una cosa en claro: no estoy aquí para resultaros agradable. Al contrario.

— ¡En ese caso, tened la bondad de salir si no queréis que llame a mis lacayos para que os arrojen de aquí, por muy príncipe que seáis!

En lugar de dirigirse a la puerta, François se sentó en el sillón que Madame de Brinvilliers había dejado libre.

— No os lo aconsejo porque, si salgo por esa puerta, me bastaría cruzar la calle para encontrar al teniente civil (el padre de vuestra «amiga» de hace un instante) y pedirle la ayuda que ayer el rey me autorizó a solicitar.

— ¿Ayuda? ¿Contra mí? ¿Y por orden del rey? ¿Qué es ese galimatías?

— Llamadlo como gustéis, pero si no os decidís a escucharme, podéis meteros en graves apuros. Monsieur Colbert, interrogado ayer por el rey en Fontainebleau, no tuvo inconveniente en admitir que vos le habíais recomendado a un amigo vuestro, un cierto Fulgent de Saint-Rémy, para que utilizara sus servicios.

La aguda mirada de François advirtió sin esfuerzo que la dama palidecía debajo del colorete que daba un aspecto de perfecta lozanía a sus mejillas. Sin embargo, pareció relajarse, se sentó a su vez de tal forma que presentaba a su interlocutor un perfil perfecto, y tomó un abanico como si una súbita subida de la temperatura justificara su empleo. Sonrió.

— ¿Era verdaderamente necesario molestar a Su Majestad por semejante nadería? ¿Qué tiene de malo recomendar a un futuro ministro a un pobre diablo lleno de talento y muy maltratado por la vida?

— Ninguno -dijo Beaufort con una amplia sonrisa-. Todo depende de las intenciones que os animaran. A propósito, ¿dónde encontrasteis a vuestro protegido?

— Delante de mi puerta. Llegaba de las Islas, donde un primo de mi difunto marido le había dado una carta de recomendación. Estaba ansioso por encontrar un empleo digno de un hombre inteligente…

— Hay tanto que hacer en las Islas, y en particular fortuna, que no veo muy bien qué razón le impulsó a emprender la travesía. ¡En el caso de que haya atravesado el océano, evidentemente!

— ¿Qué queréis decir?

— Que en la época en que afirma haber llegado, ningún Saint-Rémy tomó pasaje en ninguno de los barcos que han venido de las Islas. Tanto de Saint-Christophe como de la Martinica o Guadalupe. Salvo que haya viajado con otro nombre, el suyo real, y no haya adoptado el actual más que al llegar aquí, y eso con un fin bastante obvio.

— Lo que me decís me resulta muy oscuro. Os he dicho lo que sabía de ese infeliz… o lo que creía saber. En este caso, no es posible dudar de mi buena fe.

La pacífica sonrisa de Beaufort se transformó en cruel, al mostrar unos dientes perfectos que parecían muy dispuestos a morder.

— ¡Tierna cordera, dulce e inocente! De modo que únicamente habéis actuado por pura caridad… porque, por supuesto, ignorabais que ese aventurero pretendía pasar por el primogénito del difunto mariscal de Fontsomme, esos Fontsomme cuya corona ducal habéis soñado siempre ceñir…

— En verdad, ignoro de lo que estáis hablando.

— De modo -prosiguió Beaufort- que no dudasteis en ayudar a vuestro protegido a raptar al joven duque. Sólo que los raptores cometieron el error de alardear de su amistad con Monsieur Colbert, una pretensión que éste niega de manera categórica.

Esta vez, Madame de La Bazinière soltó una carcajada en la que un oído fino habría percibido un ligero temblor.

— ¡Claro que lo niega, porque el pobre hombre no tiene nada que ver en este asunto, igual que yo misma! Por lo demás, la mentira es bastante burda y se desmonta con facilidad: han sido los amigos de Monsieur Fouquet los que han raptado al niño, proclamándose del partido de Colbert para desacreditarlo.

— ¿Los amigos de Fouquet raptaron al hijo de una de los suyos? ¡Qué verosímil!

— Precisamente eso prueba una gran habilidad para colocar a Colbert en apuros.

— Admito que vos seríais capaz de una cosa así. Sin embargo, Monsieur Colbert no tiene la menor duda al respecto: se atiene al hecho de que vos le recomendasteis a Saint-Rémy, y que fue él, es decir vos, quien raptó al joven duque de Fontsomme. De modo, madame, que os recomiendo que lo devolváis a los suyos en las próximas horas… y en buen estado de salud si queréis evitar serios problemas. ¡Servidor!

Beaufort giraba ya los talones para salir, pero ella lo retuvo con un grito:

— ¡Deteneos!

Él la miró de arriba abajo con desprecio.

— ¿Tenéis algo más que decir?

— Sí. Me pregunto lo que pensaría el rey, que tanto se inclina del lado de la querida duquesa, si supiera que el joven duque, como le llamáis, no tiene ningún derecho al nombre, y menos aún al título.

— Continuad.

— Comprendería de inmediato por qué razón os habéis convertido en el campeón de vuestra protegida.

— Maté al padre de ese niño en duelo: ¡se lo debo!

— No matasteis a su padre, porque su padre sois vos…

— ¡Otro de esos chismes que tanto os gusta difundir! Verdaderamente, sois una criatura infame.

— Quizá, pero si no queréis que el rey sepa la verdad, os aconsejo que me dejéis fuera de este asunto y busquéis a vuestro Saint-Rémy en un lugar distinto de mi casa.

Entonces Beaufort perdió su sangre fría. Desenvainó la espada con un gesto fulgurante, y colocó su punta en la base de la garganta de La Bazinière:

— ¡Decidme dónde está el niño o, si no, os mato!

Lívida, con las aletas de la nariz encogidas y los labios pálidos, aún intentó bravuconear.

— ¡No mataréis a una mujer!

— No sois una mujer, sois un monstruo. Vamos, espero… pero no más de cinco segundos. Uno… dos…

En ese instante se abrió la puerta y apareció un criado que tal vez había llamado, pero al que ninguno de los dos adversarios había oído. Tenía un papel en la mano. Con la misma rapidez con que había desenvainado, François bajó su acero al tiempo que la mujer se dejaba caer en un sofá con un hondo suspiro. El hombre saludó a Beaufort como si no hubiera visto aquella extraña escena.

— El escudero de monseñor me ha pedido que le entregue esta nota con la mayor urgencia.

Beaufort desplegó el papel y frunció el entrecejo al ver escrita una sola palabra: «¡Venid!», pero no tuvo tiempo de preguntar lo que significaba. Detrás del primer lacayo entraron tres más, armados con garrotes. Era evidente que esas gentes habían escuchado detrás de la puerta y venían a socorrer a su ama, que por su parte se reponía ya del susto.

— ¡Quietos, mis valientes! -dijo con una sonrisa aún temblorosa-. Monseñor ha sufrido un acceso de fiebre, pero ya ha pasado y se retira…

François tomó su sombrero, se lo encasquetó y se lanzó contra los criados, a los que hizo apartarse de la puerta con un molinete mortífero. En el umbral, se dio la vuelta.

— Veremos lo que piensa el rey -dijo-. Mientras tanto, sabed esto: el niño debe ser devuelto a su madre o a mí mismo mañana por la mañana. Si no es así los hombres del rey registrarán esta casa.

Madame de La Bazinière encogió sus bellos hombros y devolvió a Beaufort desprecio por desprecio.

— Si eso les divierte…

Él le dejó la última palabra. Al pie de la escalera encontró a Ganseville, que miraba inquieto hacia arriba y parecía dispuesto a intervenir.

— ¡Diría que están pasando cosas raras aquí! -gruñó después de enfundar de nuevo su espada desenvainada a medias-. Acabo de ver un movimiento de criados sospechoso.

— Lo era, pero por el momento nos vamos…

Mientras recuperaban sus caballos bajo la mirada inexpresiva de un portero aparentemente convertido en piedra, Ganseville susurró a su amo:

— Damos la vuelta a la manzana y volvemos…

Ya en la Rue Beautreillis, se explicó:

— Poco después de vuestra entrada, una dama joven y muy bonita, a fe mía, bajó la escalera a cuyo pie me encontraba yo. Hizo gesto de tropezar en un escalón y se agarró a mí para no caer…

— ¡Qué momento más agradable! -comentó Beaufort-. Tienes razón, es preciosa.

— Oh, creo que se interesa más por vos. Mientras la sostenía, me dijo en voz baja: «Decid a vuestro amo que venga a verme. La casa de enfrente. Es importante.»- ¡Vaya! Podría serlo, en efecto: esa dama es la hija del teniente civil. Se llama… ¡espera! Es la marquesa de… de…

— De Brinvilliers -completó Ganseville, impertérrito-. Se lo pregunté a uno de los perros de presa de la Chémerault. Era muy natural, dada la belleza de la dama. No tuvo ningún inconveniente en informarme, con una carcajada grosera de regalo.

Para no llamar la atención de los criados de Madame de La Bazinière, Beaufort decidió volver solo y a pie a la Rue Neuve-Saint-Paul. Dejaron los caballos en una posada próxima al convento de la Visitation-Sainte-Marie,y luego el duque se dirigió al hôtel Dreux d'Aubray mientras su escudero se emboscaba en el entrante de un portal desde donde podía vigilar fácilmente el de La Bazinière.

Beaufort no se vio obligado a dar el nombre al portero que le abrió. Al parecer la encantadora marquesa no dudaba ni por un instante de que acudiría a su invitación, y le había descrito con la precisión suficiente para que el buen hombre le condujera sin una palabra hasta el vestíbulo, donde le esperaba un lacayo.

La casa estaba curiosamente poco iluminada y parecía desierta, o casi. No se oía ruido, y el visitante se sintió tranquilizado por ello: por un momento se había preguntado qué diría si se encontrara de repente cara a cara con el teniente civil, por más que éste no se pareciera en nada a su predecesor, el difunto Laffemas, ni en la peligrosa inteligencia de este último, ni en su crueldad ni en su astucia: era un funcionario que llevaba a cabo su tarea sin la menor originalidad y con bastante poca eficacia. Pero no aparecieron ni él ni el marido de la dama, que debía de estar en el ejército. Después de recorrer una galería acristalada, Beaufort entró en un pequeño gabinete muy femenino, tapizado en seda azul y con candelabros de cristal, donde le esperaba la dueña de la casa vestida con una bata abundantemente provista de encajes y tan ampliamente escotada que él se preguntó si no se trataba, después de todo, de una vulgar trampa galante. Tanto más cuanto que, después de reflexionar, no veía muy bien qué podía querer decirle aquella dama. Su decepción no duró mucho. Después de dedicarle una cortés reverencia, la dama le invitó a sentarse.

— Imagino, monseñor, que debéis de estar tan sorprendido por mi invitación como lo estaba mi querida Madame de La Bazinière por vuestra visita de hace un rato. Pero me ha parecido entender, por vuestra actitud, que no se trataba de una visita amistosa…

— Tenéis unos ojos tan agudos como bellos, marquesa, pero ¿cómo lo habéis deducido?

— Vuestro aspecto era el de alguien que viene a pedir cuentas, más que un rato de conversación intrascendente. Debo deciros con toda sinceridad que mi vecina no me gusta mucho.

— ¿Qué hacíais entonces en su casa?

— ¡Vigilaba! Ya veis, mi padre es viudo y muy rico. A esa Madame de La Bazinière se le ha metido en la cabeza seducirle y forzarle a casarse con ella. Como mi padre es además un hombre muy obstinado (aunque no me consta que sus propósitos coincidan con los de esa dama), me guardo mucho de tratarla de forma poco amistosa. Al contrario, con el pretexto de las relaciones de buena vecindad puedo vigilarla más de cerca.

— Muy bien pensado, pero no veo qué clase de ayuda puedo aportaros para impedir ese matrimonio.

Madame de Brinvilliers tomó de una mesita dispuesta junto a ella una bombonera con frutas confitadas que ofreció a su visitante. Él rehusó con un gesto.

— Deberíais probarlas. Estas frutas están deliciosas: las preparo yo misma.

Por cortesía, tomó una ciruela que encontró en efecto muy buena, aunque un poco pegajosa al tacto. Ella también se sirvió, comió y retomó el hilo de la conversación.

— No os equivoquéis, monseñor. No os pido vuestra ayuda, por lo menos no directamente, pero es posible que yo pueda seros de alguna utilidad. Si tenéis a bien confiarme la razón de vuestra visita a La Bazinière… Pero no me respondáis aún, y escuchad lo que voy a deciros: dadas las intenciones de esa mujer que ya os he comentado, dos de mis servidores más leales y yo misma la vigilamos estrechamente a ella, y también su casa. Tanto de día como de noche.

François se incorporó, repentinamente interesado.

— ¿Habéis sorprendido algo no habitual?

— Juzgad vos mismo. Hace… cuatro noches, creo, yo volvía de una cena en una mansión próxima a la Place Royale, con un amigo que me acompañaba de vuelta a casa, cuando, en esta calle, nos adelantó un coche cerrado escoltado por dos hombres a caballo. El coche entró en el patio de La Bazinière, y no lo habría considerado nada fuera de lo normal de no haber sido porque, cuando pasó a nuestro lado (aflojando el paso, porque la calle no es ancha), oí gritos y protestas, que fueron inmediatamente ahogadas; pero juraría que se trataba de un niño.

Beaufort dio un salto, presa de un ímpetu salvaje.

— Es el niño que venía a reclamarle. Es hijo de una amiga muy querida, y fue raptado, en efecto, hace cuatro días.

— ¿Podéis decirme de quién se trata?

— El joven duque de Fontsomme. Su madre es una de las damas de la reina joven.

Los bellos ojos azules despidieron llamas, que rápidamente quedaron ocultas bajo los párpados.

— ¡Un rapto! ¡Y de un duque! ¡Monseñor, me dejáis atónita! Si esa mujer es convicta de ese crimen, está perdida.

— ¡No vayáis tan deprisa! No es seguro que el niño esté todavía en su casa.

— Juraría que todavía está allí. En primer lugar, el coche en cuestión no ha vuelto a salir. Como os he dicho, la casa está vigilada de noche, y yo voy de visita todos los días. Mi instinto me decía que había llegado el momento de sentir por esa mujer una amistad intensa. La visito con los pretextos más diversos. Juego un poco a la caprichosa; declaro que me anunciaré yo misma; le llevo pequeños regalos. Anteayer, aparecí en su habitación en el momento en que conversaba con un hombre que vestía su librea pero al que no había visto nunca. Un hombre de unos cuarenta años, con un rostro alargado…

Beaufort sacó de su bolsillo el dibujo de Perceval y se lo tendió:

— ¿Se parecía a este dibujo?

— Pues… ¡pues sí! ¡Es exacto!

— ¿Está en casa vuestro padre?

— No, esta noche no. Está en nuestro castillo de Offémont.

— ¡Qué contrariedad! He amenazado a esa mujer con que, si no nos ha devuelto al niño mañana por la mañana, haré que los hombres del rey registren su casa.

Fue el turno de la bella Marie-Madeleine de brincar de los almohadones en que estaba reclinada en una pose tan lánguida como estética.

— Puede hacerse incluso sin él, pero entonces a ella sólo le queda una solución: trasladar esta misma noche al pequeño duque a otro escondite.

— Tiene otra solución: ¡matarlo! -dijo Beaufort en un tono lúgubre.

— No lo creo. Es una mujer que sabe calcular los riesgos, y ése sería excesivo: un asesinato deja huellas, y significaría la rueda para el asesino y la espada del verdugo para ella. ¿Dónde está vuestro escudero?

— Fuera. Vigila la casa…

— Mi criado La Chaussée hace lo mismo. No pretendo daros órdenes, monseñor, pero creo que debéis reuniros con vuestro servidor, tomar vuestros caballos y manteneros a alguna distancia. Algo me dice que el niño saldrá esta noche. Haré que vuelquen una carreta de leña en el otro extremo de la calle…

«¡Qué mujer! -pensó Beaufort-. ¡Sería un teniente civil mejor que su padre!» Luego dijo en voz alta:

— ¡Si tenemos éxito, os lo deberemos a vos, marquesa! ¿Cómo podría agradecéroslo?

Madame de Brinvilliers esbozó una leve sonrisa.

— Me gustaría, si la duquesa recupera a su hijo, que acepte presentarme a la reina. Somos nobles de fecha muy reciente porque mi esposo es Antoine Gobelin, de una familia de grandes industriales textiles, pero Gobelin pese a todo. Nuestro marquesado no es exactamente un fraude, pero sí bastante reciente.

— Fue adquirido en el ejército, señora, y eso da muchos derechos.

— Claro, claro… pero me gustaría ver la corte un poco más de cerca.

— Cuidaré de ello, marquesa, y la duquesa estará encantada de ayudaros.

De nuevo en la oscuridad de la calle, Beaufort envió a Ganseville a buscar los caballos y se apostó con él en un callejón maloliente que se abría entre dos edificios. Allí volcaban la basura, y era al parecer una tierra de promisión para las ratas. Algunos puntapiés las pusieron en fuga. Al mismo tiempo, una carreta con una pesada carga de leña empezó a traquetear sobre los adoquines desiguales con crujidos apocalípticos, y acabó por desmoronarse justo al final de la calle. Así pues, todo estaba dispuesto, y empezó la espera.

Iba a ser larga. Empezó aproximadamente a las nueve y se prolongó hasta bastante después de que en la iglesia de Saint-Paul sonaran las campanadas de la medianoche. Los emboscados empezaban a encontrar que el tiempo pasaba muy despacio, cuando por fin las puertas del hôtel La Bazinière se abrieron sin ruido: una silla de mano, escoltada por dos hombres armados con espadas pero que no llevaban ninguna luz, se dirigió hacia la Rue Saint-Paul.

— ¿Adonde puede ir ella así, en plena noche? -susurró Beaufort, convencido de que su enemiga iba en el interior de la silla-. ¡Sigámosla!

— Puede que esa silla sea un cebo y que lo que esperamos salga después.

— En ese caso, la gente de Madame de Brinvilliers podrá encargarse de ellos. Pero quizá tienes razón. Vamos a separarnos: yo sigo la silla y tú te quedas.

Aficionado a la caza en solitario -le gustaba recorrer sus tierras con un perro a los talones y un fusil bajo el brazo-, Beaufort sabía desplazarse sin hacer el menor ruido. Se lanzó a la persecución del pequeño cortejo, siguió detrás de él parte de la Rue Saint-Paul, y luego lo vio girar hacia la cabecera de la iglesia construida unos años antes por los jesuitas, cuyo seminario se alzaba al lado. Había allí un cementerio al que se accedía desde el interior de la iglesia, pero también por una pequeña puerta practicada en el pasaje Saint-Louis, junto al costado izquierdo del santuario. La silla se adentró en el pasaje y luego se detuvo, pero nadie bajó de ella. Uno de los «guardias» se acercó a la puerta y al parecer tenía una llave, porque la abrió con facilidad y volvió luego a la silla, de la que extrajo un bulto oblongo que cargó a la espalda mientras su compañero, ayudado por los porteadores, cogía algunas herramientas del fondo del vehículo. Beaufort lo vio todo rojo y el corazón le dio un vuelco: esa gente iba a proceder a un entierro clandestino, y el cuerpo no podía ser más que el de Philippe. Desenvainó la espada, y corría ya hacia la puerta cuando una mano le retuvo con firmeza.

— ¡Son cuatro, monseñor! No vayáis solo.

— ¿Quién eres?

— La Chaussée, el criado de la marquesa. Esperad un instante, voy a buscar a vuestro escudero…

— ¡Empieza por ayudarme a saltar esa tapia!

En efecto, la silla había quedado abandonada en el pasaje y la puerta había vuelto a cerrarse detrás de los cuatro hombres. Sin responder, La Chaussée se inclinó y ofreció sus manos cruzadas como apoyo para la bota de Beaufort, que se izó como una pluma y se encontró en lo alto del muro, desde donde se deslizó al interior ágil y silenciosamente. Mientras, los cuatro hombres con su fardo habían llegado al fondo del cementerio y se pusieron no a excavar la tierra, sino a levantar y hacer deslizarse lateralmente una losa que daba acceso a un sepulcro. Beaufort oyó chirriar la piedra y, sin esperar el socorro anunciado, corrió entre las tumbas con la espada en alto. Afanados en su tarea, los hombres no le vieron llegar y uno de ellos cayó de bruces con un estertor, atravesado de lado a lado sin saber siquiera qué le había ocurrido. Pero el efecto sorpresa no duró: al tiempo que retiraba su arma del cadáver, ya otro malandrín había desenvainado y le atacaba. Tocado en el brazo, Beaufort dio un salto atrás, tropezó con el muro del cementerio y se apoyó contra él para afrontar no sólo al hombre armado, sino a los dos porteadores de la silla, armados uno con una palanca y el otro con una barra de hierro. Demasiado furioso para sentir el dolor, dio unos molinetes tan terribles con su espada que los otros, sorprendidos, retrocedieron a la espera de un descuido que les permitiera alcanzarle. No le costó esfuerzo atemorizar a los dos porteadores, pero el tercer hombre demostró conocer muy bien el manejo de la espada. Y de repente, Beaufort gritó:

— ¡No te escaparás, Saint-Rémy o quienquiera que seas! ¡Voy a matarte como la mala bestia que eres!

— Te costará hacerlo. Somos tres y tú estás solo.

¡De modo que era él! Beaufort sintió que le nacían alas y cargó con un ímpetu enloquecido. La palanca, lanzada por una mano vigorosa, no le alcanzó por los pelos, y al segundo siguiente el lanzador se derrumbó con un espantoso gorgoteo, la garganta atravesada por la espada de Ganseville. El hombre de la barra de hierro corrió la misma suerte. Entonces, viéndose atrapado entre dos fuegos, Saint-Rémy abandonó bruscamente el combate, huyó como una flecha entre las tumbas y desapareció tan súbitamente como si la tierra se hubiera abierto a su paso. Ganseville se dedicó a perseguirlo mientras François corría a arrodillarse junto al cuerpo envuelto en una manta que habían colocado al lado de la tumba abierta. Estaba tan conmovido al apartar la tela con una mano temblorosa, que las lágrimas anegaron su rostro: el hijo de Sylvie yacía ante él, víctima de un aventurero y una mujer miserable. Y él, Beaufort, tendría que llevarlo a una madre cuya desesperación anticipaba con espanto.

De repente, al inclinarse sobre el niño para abrazarlo, notó que la piel estaba caliente y que Philippe respiraba… Le invadió una violenta oleada de júbilo.

— ¡Ganseville! -llamó sin preocuparse del ruido que hacía-. ¡Ganseville, ven aprisa! ¡Está vivo! ¡Vivo!

Tomó al niño en sus brazos y, sin ocuparse de su herida, con el rostro levantado hacia las estrellas, pareció ofrecerlo al cielo.

El escudero acudió y examinó al muchacho.

— Está vivo pero inconsciente… Han debido de drogarlo, pero ¿con qué?

— ¿Y si es un veneno que está haciendo efecto? -se alarmó el duque.

— No parece que sufra…

— ¡Y esos miserables iban a enterrarlo vivo! ¿Cómo se puede ser tan innoble?

Sin responder, Ganseville se acercó al sepulcro abierto y comprobó que una escalera descendía a las tinieblas. Bajó unos peldaños y volvió a subir.

— No creo que tuvieran intención de matarlo; más bien de esconderlo mientras los oficiales del rey registraran el hôtel La Bazinière, como vos le amenazasteis hace unas horas. A Saint-Rémy no le interesa que el niño desaparezca para siempre sin que se sepa qué ha sido de él. Sin duda pretende utilizarlo para sacar dinero a su madre.

— Pero ¿te imaginas a este pobre niño despertando en una tumba? Podría morir de miedo.

— ¡También es posible! En ese caso, se descubriría un cadáver sin la menor huella de malos tratos ni rastro de veneno.

— Aún no estoy seguro de que no le hayan dado nada. Hay que intentar despertarlo… y atenderlo.

No tuvieron que buscar mucho para encontrar ayuda. La inusual agitación en el cementerio y los gritos de François habían despertado a algún jesuita. Apareció un hombre vestido de negro y con un bonete cuadrado, provisto de una linterna. Sin dudarlo, Beaufort se presentó y contó lo que acababa de ocurrir. El recién llegado se acercó a mirar al niño inconsciente.

— Uno de nuestros hermanos es un excelente médico.

Le examinará… En cuanto a esto -añadió, señalando el sepulcro abierto-, no es una tumba sino una antigua bodega del hôtel Saint-Paul. Nosotros la tapiamos cuando se construyó la iglesia. Creo que nos habíamos olvidado de su existencia… ¡Venid conmigo!

Mientras seguía al religioso y a Beaufort, que llevaba a Philippe, Ganseville sonrió para sus adentros. No era propio de los jesuitas olvidar un detalle tan importante como una salida secreta. Faltaba saber cómo había conseguido descubrirla Saint-Rémy.

Una sala baja y fría, amueblada con un austero crucifijo mural y algunos bancos, acogió al pequeño grupo. El jesuita encendió con su linterna algunos cirios colocados delante de la imagen sagrada, y luego salió mientras Beaufort y Ganseville colocaban a Philippe tendido en un banco. El niño estaba tan inmóvil como un muñeco, pero su respiración era regular, aunque débil. El viejo religioso le examinó con más cuidado del que empleaban habitualmente los médicos. Finalmente se inclinó junto a su boca, olisqueó repetidamente y levantó hacia Beaufort su mirada vivaz y su larga nariz cabalgada por unas antiparras.

— Una fuerte dosis de opio -diagnosticó-. Habría podido matar a un niño menos vigoroso que éste, pero creo que no hay que preocuparse. Llevadlo a su casa y esperad a que despierte. ¿Me han dicho que unos maleantes pretendían enterrarlo en nuestro cementerio?

— Sí, padre. Estoy agradecido a Dios por haberme permitido llegar a tiempo. Debo añadir que para salvarlo hemos matado a tres hombres. El cuarto ha huido, por desgracia.

— Dios sabrá encontrarlo. No os preocupéis de esos cadáveres, nosotros los enterraremos. ¿Disponéis de un coche para llevar al niño?

— Tenemos caballos. Mi escudero irá a buscarlos… y yo mismo volveré mañana a ofreceros a vos y a vuestra santa casa el donativo que me dicta mi gratitud.

Momentos después, François, feliz como no lo había sido desde hacía mucho tiempo, devolvía su hijo a Sylvie, aún dormido pero sano y salvo. No tuvo que esperar apenas a que le abrieran el hôtel de Fontsomme, donde nadie dormía. A su vuelta de Fontainebleau, la duquesa había encontrado una carta con la exigencia de un rescate: el día siguiente a medianoche tenía que depositar cincuenta mil libras al pie de la estatua del rey Enrique IV, en el Pont-Neuf, y regresar a su casa, a la que sería llevado el niño una hora después de la entrega del dinero. Desde ese momento, ella y Perceval se ocupaban de reunir la suma, pero sin demasiadas esperanzas de volver a ver a Philippe. ¿Cómo confiar en gente de esa calaña? Sin embargo, era necesario seguir su juego hasta el final.

Creyó ver abrirse el cielo cuando apareció François llevando al niño en brazos. François no había de olvidar nunca la mirada que le dirigió, ni las palabras que murmuró a través de lágrimas de alegría:

— Os llamé «Monsieur Ángel» hace mucho tiempo, cuando me encontrasteis en el bosque, y estaba convencida de que lo erais. Esta noche estoy segura de que es así.

Él también estaba conmovido, pero rehusó quedarse ni un instante en la casa de Jean de Fontsomme. Quería seguir la pista del raptor, hostigarle y, de paso, librar al mundo de la ex Mademoiselle de Chémerault. En su ansia de venganza, soñaba con prender fuego a su casa como años atrás había destruido el castillo de La Ferrière. Pero cuando entró en la mansión de la Rue Neuve-Saint-Paul, con los servidores de su casa que Ganseville había ido a buscar, el edificio estaba vacío. No quedaba ni siquiera el portero. Y nadie, ni siquiera su aliada de la tarde anterior, cuyos ojos azules veían con tanta claridad, pudo decirle cómo habían desaparecido la dama y sus secuaces.

Tanto más furioso porque se acercaba el momento en que finalizaría el plazo concedido por el rey, se disponía a marchar de nuevo a Fontainebleau para pedir un poco más de tiempo y órdenes de arresto en debida forma cuando Ganseville vino a anunciarle, perdida toda su calma habitual:

— ¡Está aquí!

— ¿Quién?

— Madame de Fontsomme. Desea hablaros…

François sintió un ligero mareo. Tener a Sylvie en su casa, a Sylvie en la casa a la que había llevado a tantas mujeres para intentar borrar su recuerdo sin conseguirlo nunca, le parecía a un tiempo maravilloso y vagamente escandaloso. Corrió hacia ella tras una ojeada a las ventanas, detrás de las cuales brillaba el sol: el tiempo le permitiría recibirla en el jardín. La encontró en mitad de la escalera, la tomó de la mano y la llevó.

— Venid -dijo-. Vamos fuera. Esta casa no es digna de vos.

El jardín era pequeño pero aquella mañana los rayos aún tibios del sol lo teñían de oro. Los árboles lloraban en silencio sus hojas enrojecidas alrededor de una fuente que representaba a una ninfa vertiendo el agua contenida en un cántaro. Había allí un banco de piedra; él la invitó a sentarse pero se quedó de pie ante ella.

— ¿Vos en mi casa? -empezó en voz baja-. Me faltan palabras para expresar mi alegría.

Sin responder, ella le tendió una carta sin sello que acababa de sacar de un bolsillo de su amplia capa de terciopelo negro. Pronto estuvo leída: no eran más que unas pocas palabras, pero con una gravísima amenaza implícita en su forma abstracta: «Lo que no se hizo por la mañana, puede ser hecho por la tarde…»

Saint-Rémy debía de haber leído a Maquiavelo en alguna parte. Las manos nerviosas del duque arrugaron el papel.

— ¿Cuándo lo habéis recibido?

— Hace una hora, por medio de un chiquillo que la entregó al portero y se fue corriendo.

— De modo que ese miserable no sólo se ha escapado sino que se burla de nosotros. ¿Cómo pude dejarle huir…? Hay que encontrar a cualquier precio un modo de proteger a nues… a vuestro hijo. Me preparaba para ir a ver al rey, y quizá…

Ella le detuvo con un gesto.

— ¡No! Desde que recibimos esto, el caballero de Raguenel y yo hemos estado pensando. Dondequiera que esté Philippe, en este reino, correrá peligro mientras ese bandido siga suelto. Incluso dentro de un convento, el peligro le acechará en todas partes. Salvo…

— ¿Salvo?

— Salvo a vuestro lado. François, he venido a rogaros que aceptéis llevároslo con vos. Primero a Brest y después al mar…

— ¿Me lo confiaréis?

Maravillado por la felicidad que le ofrecía y que ella había de pagar con lágrimas amargas, dobló la rodilla ante ella y abrió las manos como para recibir aquel hermoso regalo, pero sin atreverse a tocarla. Fue Sylvie quien se inclinó y colocó sus dedos en aquellas grandes palmas.

— ¿Quién podría cuidar mejor de él que su padre? -murmuró-. Además, sé que haréis de él un hombre digno del nombre que lleva.

— ¡Lo juro por mi vida! Pero él, ¿qué piensa? ¿Le habéis hablado de esa idea?

Un esbozo de sonrisa suavizó aquel bonito rostro tenso, marcado por las garras de la angustia.

— ¿Él…? ¡Está loco de alegría! En lugar de entrar en un colegio, va a ser el paje de un príncipe, y sobre todo va a ver el mar, los barcos…

— ¿Le gustan?

— Tanto como a vos mismo. Debería ser una persona de tierra adentro, apegada al terruño, pero lo cierto es que sólo sueña con el mar abierto. ¿Cuándo marcháis?

— En estas condiciones, mañana mismo. Yo mismo pasaré a recogerle, en coche. Una vez en Brest, escribiré al rey que sus órdenes han sido obedecidas.

Sin soltar las manos de François, que ahora aferraban las suyas, Sylvie se puso en pie.

— Le veré antes que vos. En cuanto Philippe se marche, volveré a Fontainebleau.

Los dos caminaban ahora lado a lado, con pasos lentos. Con un gesto natural que hizo estremecer a François, Sylvie deslizó su mano bajo el brazo de él, y él colocó de inmediato la otra mano sobre la de ella. Durante unos minutos demasiado breves, saborearon el instante infinitamente dulce que les unía en un amor mucho más grande que ellos, que era la sublimación del que no habían vivido nunca, porque se vieron unidos en parentesco sin haber formado nunca una pareja.

— Cuidaréis de él, ¿verdad? -preguntó ella con una vocecita tan triste que François hubo de luchar con el deseo de estrecharla entre sus brazos. Le pareció que corría el riesgo de estropearlo todo, y se contentó con apretar con suavidad los delicados dedos.

— Vivirá siempre a mi lado…

— ¡ Ah, lo olvidaba! Está también el abate de Résigny, su preceptor. Se muere de miedo al pensar en navegar, pero no quiere apartarse de su alumno. Ya estaba dispuesto a acompañarle al colegio para preservarle de las amistades peligrosas. De modo que entre marinos…

Beaufort no pudo evitar echarse a reír, y eso les hizo bien a ambos.

— Tengo ya un capellán, pero si vuestro abate sabe jugar al ajedrez será bienvenido. Y si no sabe, le enseñarán.

Se detuvieron en la puerta de la casa. Con un gesto lleno de ternura, François colocó el capuchón de terciopelo en torno al rostro de Sylvie.

— ¡Id en paz, corazón mío! Sabéis muy bien que, sin conocerlo, siempre he querido a nuestro pequeño Philippe. Os prometo que será feliz. Mañana iré a buscarle…

Ella se alzó sobre la punta de los pies para posar, en la mejilla bien afeitada, un beso ligero y perfumado como el pétalo de una flor.

— ¡Que Dios os bendiga y os guarde!


Una hora después de la marcha de su hijo, Sylvie regresó a Fontainebleau, y aquella misma tarde fue recibida por el rey a la vuelta de su paseo. En efecto, Luis XIV tenía prisa por conocer noticias de aquel asunto que había empezado en su gabinete. Aprobó la actuación de Beaufort y, aunque habían sido adoptadas sin su permiso, aprobó también las medidas tomadas para la seguridad del joven Fontsomme. Se contentó con observar:

— ¿No teméis, al confiar vuestro hijo al duque de Beaufort, dar pábulo… a ciertos rumores?

Sin vacilar, Sylvie le miró directamente a los ojos.

— Se actúe como se actúe, Sire, siempre se da que hablar; y por esa misma razón, me atrevo a pedir al rey que tenga a bien guardar en secreto esa marcha… debido a esto.

Tendió al monarca la carta amenazadora recibida al día siguiente del rescate de Philippe. Luis XIV la tomó, la leyó, frunció el entrecejo y luego colocó el papel sobre su mesa de despacho y lo sujetó con la mano, manifestando así su intención de guardarlo.

— Tenéis mi palabra, duquesa. Se hará según vuestro deseo, que encuentro muy legítimo. Pero no por ello dejaremos de buscar a ese hombre. En cuanto a mi primo Beaufort, espero que sabrá mostrarse digno de vuestra confianza. Ahora, id a ver a la reina. Su embarazo le resulta incómodo y os reclama.

La reverencia extendió en toda su amplitud el vestido de raso gris sobre la alfombra real. Madame de Fontsomme se llevó consigo una sensación curiosa, a pesar de la bondad mostrada por el rey: cuando pronunciaba el nombre de Beaufort, sus labios se contraían de una forma particular. ¿Se debería a que no había olvidado lo sucedido durante la Fronda, ni perdonado a pesar de las apariencias? Tal vez después de todo ese mando en la marina que había hecho tan feliz a François no era sino un medio para apartarlo de la corte y de la persona del rey.

Mientras, en la casa de la Rue des Petits-Champs que era el domicilio parisino de Colbert, tenía lugar una escena que Sylvie habría considerado llena de interés: el ministro, visiblemente encolerizado, abroncaba a un Fulgent de Saint-Rémy visiblemente incómodo.

— ¡Habéis cometido una tontería detrás de otra! El rapto del joven duque fue prematuro y sólo ha servido para atraer la cólera del rey.

— Necesito dinero y vos me habéis dado muy poco -se lamentó el culpable-. De haber salido bien las cosas, habría devuelto al niño y me habría embolsado cincuenta mil libras…

— ¡Que tendríais que compartir con vuestra cómplice! Voy a daros algo, pero tenéis que desaparecer todo el tiempo que sea preciso.

— ¿Debo seguir a Beaufort a Bretaña?

— ¡Por supuesto que no! Ahora os conoce, y tiene buena vista. Además esa fruta aún no está madura, y no tengo poder suficiente para montar un gran escándalo que le haga desaparecer. Ya veremos, cuando Fouquet haya sido Condenado y ejecutado. Entonces será preciso eliminar a todos sus buenos amigos, que no me perdonarán haber causado su pérdida. Mientras tanto hay que guardar silencio y dejar a la duquesa disfrutar en paz de lo que considera una victoria. Por otra parte, está demasiado bien vista en la corte, en los últimos tiempos…

— Me tratáis muy mal, señor ministro -gruñó Saint-Rémy-. Como si yo no tuviera ningún derecho. Sin embargo, la promesa de matrimonio que obra en mi poder es muy real.

— Seguirá siéndolo cuando llegue el momento de enseñarla. Por el momento, quiero que imitéis a Madame de La Bazinière y salgáis de París.

— ¿Para ir adonde?

— ¿Por qué no a la Provenza? -sugirió Colbert, que tomó de un armario una bolsa bastante abultada y la tendió a su visitante-. Podríais serme útil allí. El gobernador es el duque de Mercoeur, el hermano mayor de Beaufort, viudo de una sobrina de Mazarino. Puedo daros una recomendación para él. Tiene buen carácter y podríais intentar ganaros su confianza. Los Vendôme son una familia muy unida y tal vez os enteréis de cosas interesantes. Pero no hagáis nada, ¿me oís bien?, nada, sin mi permiso. ¡Si no, os abandonaré a vuestra suerte!

— Obedeceré, pero… ¿tendré que esperar mucho tiempo? ¡Ya no soy joven!

— Lo que sea necesario. El tiempo trabaja a mi favor. Cuando sea todopoderoso haré grandes cosas para el reino, pero también me vengaré uno a uno de todos mis enemigos. ¡Tened paciencia si queréis ser un día duque de Fontsomme! ¡Tal vez lleguéis incluso a casaros con la viuda de vuestro hermanastro!

Y Colbert se echó a reír.

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