8. Marie

Texto. Después de las fiestas del Año Nuevo, Sylvie se resignó a abrir de nuevo el hôtel de la Rue Quincampoix. Era muy natural puesto que esperaba a su hijo, que era el legítimo propietario. Sabía que él prefería Fontsomme o Conflans, pero el castillo ducal, en las llanuras de Picardía, estaba durante el invierno cercado por las nieves y los hielos, y en Conflans el Sena, que se había desbordado en los días finales del año y ahora estaba helado, hacía la estancia poco agradable. Así pues, fue París el elegido, para gran alegría de Berquin, el mayordomo, y de su mujer Javotte, que no alcanzaban a comprender los gustos sencillos de su duquesa, y menos aún por qué razón una casa tan ilustre tenía que contentarse con un estilo de vida burgués. El reacondicionamiento de la gran mansión, al que se dedicaban cuando el final del otoño les traía de vuelta de Fontsomme, adquirió unas proporciones casi faraónicas, lo que permitió a Sylvie quedarse aún unos días en la cómoda casa de Perceval en la Rue des Tournelles, a fin de no atrapar un resfriado con las corrientes de aire. Se trasladó con Jeannette a la Rue Quincampoix en los primeros días de febrero, y se encontró bien allí. Los fuegos infernales encendidos en las grandes chimeneas templaban agradablemente el universo reluciente surgido de la gran limpieza anterior. Además, Berquin había incorporado a un joven cocinero llamado Lamy, hijo del dueño de los Trois Cuillers, en la Rue aux Ours, que de adolescente había servido como marmitón de Monsieur Vatel en la época del esplendor de Fouquet [24] En Saint-Mandé, en Vaux y en la casa de su padre, el joven había aprendido lo bastante para convertirse en un maestro cocinero muy honorable, lo que encantaba a Perceval, invitado permanente de la casa, y desolaba a Nicole, su fiel gobernanta.

Aquella noche cenaba en casa de su amigo el editor De Sercy, de modo que no compartiría el paté de lucio, las perdices a la española, los revoltillos de champiñones y otras delicadezas, todo ello regado con vino de Champaña y de Beaune, que Sylvie ofrecía en exclusiva a su amigo D'Artagnan, de vuelta de Pignerol a su vida normal de capitán-teniente de los mosqueteros. A ella le había complacido, en efecto, que acudiese a verla apenas llegado a París, para traerle los afectuosos recuerdos de un preso al que tres años de vida compartida habían acabado por convertir en amigo.

A lo largo de la comida servida solamente por Berquin, el oficial evocó para ella el largo viaje de tres semanas que, pasando por Lyon, le había llevado hasta la fortaleza piamontesa, situada en la salida del valle del Chisone, a mitad de camino entre Briançon y Turín. Una plaza fuerte convertida en prisión, en el fin del mundo, de la que era imposible evadirse, guardada como estaba no sólo por sus torres y murallas, sino además por una naturaleza tan magnífica como brutal. Habló de la mansedumbre y la resignación de aquel hombre cuya salud siempre había sido frágil y al que el calvario padecido había quebrantado; y cómo, compadecido por su tos tenaz, lo había envuelto en pieles para llevarlo al corazón de las montañas.

— Todos sus amigos, y en particular Madame de Sévigné, con la que he coincidido muchas veces en la casa de él o en la de Madame du Plessis-Belliére, elogian el excelente trato que siempre habéis tenido para con él -observó Sylvie.

— Las consignas eran ya lo bastante severas. Habría sido indigno de mí agravarlas, sobre todo con un hombre tan generoso. ¿Sabéis?, nunca me gustó el oficio de carcelero que me fue impuesto, pero habría preferido ponerle fin llevando a Fouquet a cualquier lugar de exilio, que habría sido menos cruel que ese torreón de Pignerol. Al menos los suyos habrían podido reunirse con él.

— ¿Y vuestra propia familia, querido amigo? ¿Qué es de ella? Madame d'Artagnan debe de estar contenta de recuperaros. Yo esperaba que ella os acompañara hoy…

El capitán vació despacio su copa y dirigió a su anfitriona una mirada meditativa.

— Madame d'Artagnan ha abandonado nuestro hôtel del Quai Malaquais y a vuestro servidor, y no hay esperanza de que vuelva -declaró escuetamente-. Se ha cansado de un marido al que no podía vigilar.

Sylvie no pudo contener la risa, porque la actitud burlona del mosquetero no inspiraba precisamente compasión, pero se excusó.

— Perdón… Pero ¿qué más vigilancia podía desear? Estabais tan preso como el propio Fouquet.

Una leve sonrisa se insinuó bajo el mostacho del oficial.

— A pesar de todo yo tenía derecho a ciertas comodidades… El caso es que mi mujer no quiere verme más y me ha dejado una carta de despedida antes de irse a su castillo de La Clayette con mis dos hijos pequeños. Por el momento no pueden pasar sin ella, pero espero que llegue el día en que me los devuelva: los chicos no están hechos para vivir pegados a las faldas de las mujeres.

En realidad, eso era lo que más le importaba. Por lo demás, Sylvie estaba convencida de que D'Artagnan ya no amaba a su santurrona esposa porque, aparte de que desde hacía mucho tiempo le profesaba a ella misma una admiración que no sabría decir si era puramente platónica, algunos asociaban el nombre del seductor capitán al de una Madame de Virteville muy compasiva con las penalidades de una separación forzosa. Abría ya la boca para expresar esa opinión, cuando él murmuró con la mirada perdida en un punto situado encima de los hombros de su anfitriona, como si leyera en la pared:

— Doy gracias a Dios por haberle inspirado la honradez de no llevarse el retrato que me ha valido tantas escenas penosas.

— ¿Un retrato? -preguntó Sylvie.

— El de la reina. No la actual, la mía… la de los herretes de diamantes. Me lo había dado en prueba de su agradecimiento, y Madame d'Artagnan se permitió la ridiculez de sentir celos. Nunca entendió que, para mí, aquella imagen rubia era tan sagrada como la de la Virgen María. La quitó de mi habitación para ponerla en la suya, y tuve que batallar mucho antes de conseguir que por lo menos la colgara en el gabinete de conversación… Ahora ha vuelto a su primitivo lugar.

Esta vez Sylvie no rió, e incluso dejó que se prolongara el silencio. En aquellas pocas palabras había adivinado el secreto de aquel hombre tan apasionadamente leal a sus reyes: como tantos otros, el joven D'Artagnan, cuando era aún cadete de Monsieur des Essarts, había sido cautivo de la radiante belleza de su soberana, y ya en la madurez seguía siéndolo aún. Nada significaba que se hubiera casado, que le hiciese la corte a ella, a Sylvie, ni que tuviese una querida. Llevaba en el corazón la cicatriz de una herida parecida a la sufrida tiempo atrás por el joven duque de Beaufort.

— ¿Sabéis?, creo que está gravemente enferma -murmuró Sylvie-. Los médicos la han declarado incurable.

La fugitiva crispación del rostro de su invitado, y el bufido de cólera que le siguió, confirmaron a Madame de Fontsomme lo que acababa de intuir.

— ¡Los médicos son idiotas! El difunto rey Luis XIII lo sabía muy bien. ¿De qué está enferma?

— Su pecho se gangrena, y sufre mil muertes con un ánimo admirable. El rey y Monsieur se turnan en su cabecera. A veces el rey ha dormido sobre la alfombra de su alcoba. Se siente tan desolada al verles en ese estado, que tiene intención de retirarse pronto al Val-de-Grâce. Únicamente la acompañarán Madame de Motteville y su camarera Madame de Beauvais, con el abate de Montagu, su confesor…

— ¿La Beauvais sigue ahí?

— ¡Oh, sí! A mí, como a vos, no me gusta en absoluto, pero la justicia me obliga a reconocer su abnegación. Cuida las llagas que se le abren de una forma que a más de una le repugnaría, y si la reina le ha dado mucho, hay que convenir en que sabe agradecérselo.

Los dos amigos conversaron aún un rato, en particular del próximo regreso del duque de Beaufort. Cuando ya se despedía, D'Artagnan añadió:

— Me doy cuenta de que al hablaros de Fouquet, no os he dicho nada del gobernador de Pignerol.

— En efecto. ¿Lo conozco?

— Más que eso. Salvasteis su honor y por consiguiente su vida el día de las bodas reales.

La sorpresa elevó las cejas de Sylvie hasta la mitad de su frente.

— ¿Estáis hablando de Monsieur de Saint-Mars?

— Efectivamente. Ahora se ha convertido en carcelero.

— ¿Cómo ha sido eso?

— Un poco gracias a mí. Después de la aventura de Saint-Jean-de-Luz se mostró tan exacto, tan brillante incluso, en el servicio, que fue ascendido a brigadier. Estaba al frente del pelotón con el que arresté a Fouquet en Nantes. Pero después se casó, y deseaba abandonar el servicio por un cargo más estable.

— ¿Se casó? ¿Con la bella Maitena Etcheverry?

— ¡Dios mío, no! Aún no había hecho fortuna, y por eso lo recomendé para el gobierno de Pignerol. Es un buen cargo desde el punto de vista financiero.

— A pesar de todo, una fortaleza en plena montaña no es un lugar agradable para una mujer. Me imagino que vive sola en algún lugar más o menos cercano…

— ¡De ninguna manera! Está allí con él, y muy contenta de su suerte. Es una pareja muy unida, y muy bien instalada además.

— ¿Y ella se acostumbra a esa clase de vida?

— Pues sí. Es una mujer muy bonita que sólo se interesa por su marido y por los bienes materiales. No es muy inteligente… pero no se puede tener todo.

Los dos rieron de buena gana, y luego Sylvie, pensativa, murmuró:

— ¡Qué lástima que Fouquet esté incomunicado! La vista de una mujer bonita le habría consolado un poco.

— No creo que sea tan sensible a esa clase de estímulo como antes. Su desgracia le ha hecho cambiar mucho. Sólo aspira a volver a ver a los suyos, y se vuelve continuamente a Dios. No espera nada sino de Él… y de la clemencia del rey.

— Mucho habría de cambiar el rey… Habían llegado al vestíbulo, donde las lustrosas baldosas reflejaban las luces de los candelabros. D'Artagnan se llevaba a los labios la mano que le tendía su anfitriona, cuando las ruedas de una carroza quebraron el silencio de la calle y pusieron en movimiento al portero y los lacayos. El gran portal se abrió ante un vehículo manchado de barro y unos caballos espumeantes, hacia los que corrieron de inmediato los palafreneros.

— ¡Secadlos un poco y no hagáis nada más, sólo estoy de paso! -gritó una voz muy conocida.

François de Beaufort salió del vehículo empujando delante de él a un joven de pelo castaño al que Sylvie le costó reconocer, y en tres saltos subió la escalinata en que acababan de aparecer Madame de Fontsomme y su invitado.

— Os lo dejo dos días y vuelvo para llevármelo -clamó, como si tuviera intención de despertar a todo el barrio-. ¡Ah, Monsieur d'Artagnan! ¡Servidor! Es de buen augurio, y también un placer, que seáis vos la primera persona que encuentro en París. ¿Supongo que no habéis venido a arrestar a Madame de Fontsomme?

Y con una carcajada estentórea, apretó con vigor la mano del capitán.

— ¡Caramba, monseñor! ¡Qué fuerza… y qué voz! ¿Pensáis que os encontráis en medio de un tumulto?

— ¡No, perdonadme! Es la costumbre de vocear órdenes desde el puente de un navío y haga el tiempo que haga.

Se volvió hacia Sylvie, pero ella ni le oía ni le veía. Madre e hijo estaban estrechamente abrazados, demasiado emocionados para pronunciar una sola palabra. La alegría de Sylvie era tan fuerte que habría podido morir, pero morir feliz, y lágrimas silenciosas resbalaban por sus mejillas y humedecían la hombrera del atuendo azul que llevaba el muchacho. Los dos hombres les miraron un instante sin decir nada.

— Ahora es más alto que vos -observó en voz baja Beaufort.

Era la pura verdad. En tres años Philippe había crecido de una manera asombrosa. Ahora, apenas con dieciséis años, había alcanzado la estatura que ya anunciaba de niño; pero con la excepción del tamaño — ¡y también Jean de Fontsomme era un hombre alto!- y del brillo de sus ojos azules, nada podía recordar a su padre natural. El cabello moreno recorrido por mechas más claras, el corte triangular del rostro y la sonrisa eran los de su madre.

— ¡Qué muchacho tan guapo me habéis devuelto, François! -exclamó ella, al tiempo que extendía los brazos que lo sujetaban para verlo mejor.

— ¡Pero si no os lo devuelvo, querida! Tan sólo os lo presto, porque salimos pasado mañana para Tolón, donde tengo que reparar mis navíos para la próxima campaña.

— ¿Todo este camino para tan poco tiempo?

Él la miró al fondo de los ojos, y en esa única mirada puso todo su amor.

— Un instante de felicidad puede ayudar a vivir la eternidad -dijo-. Y yo tengo que ir a ver a ese patán de Colbert, que pretende quitarme la marina por culpa de ese feo asunto de Djigelli, donde fui desobedecido sin duda por culpa del espía que él hizo embarcar conmigo. Querría convertirme en un… gobernador de Guyena, ¡un hombre de tierra adentro! -escupió las palabras de un modo que reflejaba todo el desprecio del marino por esa clase de función sedentaria-. Pero yo quiero ver al rey. Fue él quien me dio el mando, y no ese Colbert a quien Dios maldiga. ¡Y conseguiré que me lo confirme! ¡Hasta la vista, capitán! Querida Sylvie…

Antes de que ella pudiera articular una palabra para retenerlo, había rozado su mejilla con el mostacho, subido a la carroza y gritado «¡En marcha!». En un instante el patio se vació, porque D'Artagnan había saltado sobre su caballo para seguir a Beaufort. Sylvie quiso entonces llevarse a su hijo, pero él estaba ya entre los brazos de Jeannette, de los que únicamente salió para encontrarse frente a la totalidad de los criados de la casa, apresuradamente reunidos por un Berquin que resoplaba tanto que su habitual majestad se resentía. Se adelantó entonces hacia su joven amo.

— Las gentes del señor duque consideran un honor saludarle con una inmensa alegría. ¡Es un gran día… o mejor una gran noche la que le devuelve a su hogar!

Casi tan emocionado como él, Philippe le estrechó las manos, abrazó a Javotte y tuvo una palabra amable para cada una de aquellas personas, casi todas las cuales le conocían desde siempre.

— Ahora -dijo con una amplia sonrisa-, me gustaría comer algo y sobre todo beber un poco de buen vino. ¡La última vez que cambiamos caballos fue en Melun, y estoy helado!

Se apresuraron a servirle. Aquella noche, Sylvie no durmió. Mucho después de convencer a Philippe de que fuera a descansar un poco a la habitación preparada para él desde hacía varias semanas y en la que sólo hubo que encender el fuego de la chimenea y las velas, siguió acurrucada con Jeannette frente al fuego de su propia alcoba, charlando con esa amiga de toda la vida, sobre las impresiones que les había dejado la vuelta del niño al que ambas tanto querían. A las dos les asombró el cambio físico, porque en su corazón Philippe seguía siendo el niño confiado un día al único hombre que podía protegerlo de forma eficaz del peligro mortal representado por Saint-Rémy. Y ahora habían encontrado a un joven con una voz distinta, y en cuyo labio superior una leve sombra anunciaba ya el bigote.

— Muy pronto será un hombre -suspiró Jeannette-, y no le hemos visto crecer…

— Es verdad. En sus cartas, el abate de Résigny -había tenido que quedarse en Tolón por culpa de un doble esguince padecido al desembarcar- hablaba de su inteligencia y sus grandes progresos, sin contar todas las alabanzas dedicadas al duque François, «que era como un padre para él», pero nunca había mencionado los cambios en su persona, salvo para decir simplemente que crecía.

— ¡No es tan extraño! Estando a su lado día a día, no le ha visto cambiar. ¡Muy pronto alguna bella señorita se nos llevará a nuestro duquesito!

— ¿Una mujer? Sí, claro, algún día… pero algo mucho más fuerte que alguna cara bonita nos lo ha quitado ya, y también se lo quitará a la que él elija. Es el mar… ¡por no hablar del gusto por las batallas!

Iba a añadir «igual que a su padre» y a duras penas consiguió contenerse, como si Jeannette no supiera nada, pero el silencio es siempre la mejor tumba para un secreto. Sin embargo, nunca había imaginado que iban a entenderse tan bien, a coincidir hasta ese punto en sus gustos. Para Philippe, Beaufort encarnaba a la vez al padre que no había conocido y al héroe que todos los niños llevan en su interior. Hacía un momento, mientras devoraba la cena improvisada que le habían servido, respondía a las preguntas de su madre, por supuesto, pero la sombra de François aparecía en casi todas sus respuestas, hasta el punto de que Sylvie no pudo evitar preguntarle:

— Le quieres, ¿verdad? Y no me preguntes a quién. Hablo de monseñor François.

¡Qué sonrisa radiante! Fue la mejor de las respuestas, y Philippe era aún demasiado joven para haber aprendido a disimular.

— ¿Tanto se nota? ¡Es verdad que le quiero! Y le admiro, porque es un hombre excepcional, por su valor y su generosidad. Y además, con él al menos podía hablar de vos. Me ha contado muchas cosas de la época en que los dos erais niños. Pero ¿cómo es que no os casasteis con él?

— Si te ha contado tantas cosas, deberías saber que yo era de una nobleza demasiado pequeña para un príncipe de sangre, aunque venga de una línea bastarda. Los Vendôme se casan con princesas.

— Pero la duquesa de Mercoeur, su difunta nuera, no lo era, me parece…

— Era la sobrina de Mazarino, y Mazarino era un ministro todopoderoso. Lo uno compensaba lo otro. Y además nosotros nos teníamos una amistad… fraterna. ¡Y luego conocí a tu padre!

— También me ha hablado de eso, pero no tanto como de vos. Estoy convencido de que os quiere infinitamente. Yo diría que más que a una hermana.

— ¡Eres aún muy joven para entender esas cosas! Ve a dormir. Lo necesitas. Seguiremos hablando mañana.

A pesar de la alegría que le produjo, se prometió evitar un tema tan candente en las horas que él había de pasar a su lado. Encerraría aquellas palabras en su corazón, pero sabía que las recordaría en las horas de soledad, preocupación o inquietud…

Se dio cuenta de que Jeannette, soñolienta por el calor y el cansancio, hundía la nariz en su gran cuello blanco, y la sacudió con suavidad.

— ¡Ve a descansar! Yo no tengo sueño. Cuando amanezca mandaré recado a casa de Monsieur de Raguenel y al Palais-Royal, [25] para avisar a Marie.

Jeannette obedeció y Sylvie, ya sola, se dedicó a examinar la frase de Beaufort, cogida al vuelo hacía pocas horas: «sin duda por culpa del espía que él hizo embarcar conmigo», que ahora, entre las espesas tinieblas de la noche, revelaba toda su fuerza amenazadora. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo sabía Beaufort que estaba a sueldo de Colbert? ¿Podía tratarse de Saint-Rémy disfrazado? Después de todo, cuando los dos hombres se habían batido en el cementerio de Saint-Paul, estaba demasiado oscuro para que sus rasgos se grabaran en la memoria del duque. Era pues poco probable que pudiera reconocerlo. Sí, pero por otra parte, también Philippe estaba en el barco, y Philippe tenía buena vista, una inteligencia despierta y una excelente memoria; y conocía demasiado bien la cara de su raptor. Además, su hijo había regresado sano y salvo, mientras que en las últimas campañas se habían debido de presentar muchas ocasiones a un hombre tan fríamente decidido a hacerle daño.

Poco a poco se tranquilizó, sin renunciar del todo a pedir a Beaufort algunas explicaciones suplementarias. ¡Era tan extraño que aquel enemigo surgido de pronto no hubiera dado más señales de vida en tres años…! Perceval lo atribuía al saludable temor inspirado por la actitud de un rey del que cada día era más evidente que estaba decidido a ser dueño y señor de todas las cosas. Incluso Colbert -suponiendo que no hubiera renunciado a proteger a aquel personaje- se veía obligado a tenerlo en cuenta si quería capear una situación aún demasiado frágil para sus inmensas ambiciones.


Aquel día, todo fue alegría en el hôtel de Fontsomme. Se presentó Perceval acompañado por Nicole Hardouin y Pierrot, que querían saludar al joven viajero, y a media mañana la carroza de Sylvie trajo a una Marie enormemente excitada. Cayó en los brazos de su hermano riendo y llorando a la vez, y después de dedicar apenas un momento a abrazar a su madre y a Perceval, quiso de inmediato acapararlo.

— ¡Vamos a mi habitación! ¡Tenemos muchas cosas que contarnos!

— ¡Eh, despacio! -protestó Perceval-. ¿Quieres dejarnos sin él? ¿No sabes que vuelve a marcharse mañana?

— ¿Ya?

— Pues sí -suspiró el caballero-. Monsieur de Beaufort vuelve a Tolón mañana por la mañana. Vendrá a recogerlo de paso.

— ¡Ah…! En ese caso, me quedaré hasta que se vaya. En fin, en el caso… ¿puedo pasar la noche aquí? -añadió con una mirada dubitativa a Sylvie, que sonrió.

— Naturalmente. Tu habitación está siempre preparada para ti, ya lo sabes. Puedes incluso llevarte allí a tu hermano. ¡Por un rato, al menos! Seguro que tenéis que poneros al corriente de muchas cosas.

— Gracias. Es verdad que ha cambiado tanto…

Una vez los dos jóvenes se hubieron marchado, Perceval se sentó en su sillón y colocó los pies sobre uno de los morillos de la chimenea. En el exterior, el tiempo seguía horrible; una niebla espesa cubría el Sena hasta las ramas bajas de los árboles de la ribera. El caballero se frotó sus largas manos finas con aire pensativo, y luego preguntó:

— Ese deseo de quedarse aquí hasta su partida, ¿se debe al deseo de estar el mayor tiempo posible con su hermano, o bien al de volver a ver a Beaufort?

— Pienso que debe de haber un poco de las dos cosas -respondió Sylvie-. No seáis muy severo con ella, padrino. Siempre ha tenido un carácter vivo, fácilmente irritable… ¡como me pasaba a mí!

— Me gustaría más que se te pareciera en otras cosas…, y no me gusta en absoluto su manera de tratarnos. Sin embargo, le expliqué con mucha claridad que no tenía ninguna razón para ver en ti a una rival, y que en cualquier caso su pasión por un hombre que no se interesa por ella es del todo estúpida.

— Lo malo es que no puede hacer nada para evitarlo, y eso es lo que más me desconsuela.

— Tendríamos que casarla. ¡Qué diablos! Es una de las muchachas más bonitas de la corte, y no le faltan pretendientes.

Sylvie se encogió de hombros, escéptica.

— ¡Nunca la obligaré a hacer algo que no desee! Ha rechazado incluso al encantador Lauzun…

— … Que está en la Bastilla por haber aplastado en una crisis de celos la mano de la princesa de Mónaco, a la que acusa de acostarse con el rey. No me digas que te gustaba un yerno que lo único que deseaba era una fortuna, tanto más apetitosa por ir acompañada de una esposa bonita. Debo añadir que no alcanzo a ver qué le encuentran las mujeres: es bajito, tirando a feo y más malo que un diablo.

Sylvie se echó a reír.

— Siempre habéis tenido una imagen demasiado ideal de las mujeres, querido padrino. ¡A veces tenemos gustos muy extraños! Lauzun tiene mucho ingenio y desprende un raro encanto. Confieso que me gusta, y creo que también el rey le echa de menos. La corte ha perdido alegría…

Perceval alzó los brazos al cielo.

— ¿Tú también? ¡Decididamente, las mujeres están locas!

— Es posible, pero si no lo estuviéramos un poco, los hombres, tan sensatos, os aburriríais mucho.

El resto del día transcurrió con toda felicidad. Philippe contó sus viajes, sus campañas y el asunto de Djigelli, que le había permitido una breve amistad con dos jóvenes marinos malteses: el caballero d'Hocquincourt, y sobre todo el caballero de Tourville, que parecía haberle fascinado.

— Nunca he visto a un hombre tan guapo, ¡casi demasiado, por otra parte!, tan elegante y tan valiente. ¡Os gustaría, hermana!

— ¡No me gustan los hombres demasiado guapos!

Con frecuencia, sus costumbres son condenables. ¡Mirad a Monsieur! Es guapísimo, pero…

— El señor de Tourville no tiene nada en común con vuestro príncipe, cuya reputación ha llegado hasta nosotros. ¡Sus costumbres son perfectas, creedme! Y es sensible a la belleza de las mujeres. Espero poder presentároslo un día.

— No lo hagáis si queréis agradarme. Y habladme mejor del mar, del que contáis cosas tan bellas. ¿Sabéis, madre, que vuestro hijo sólo sueña con mandar un navío del rey?

— No lo niego -dijo Philippe-, pero quiero precisar: un navío, y de la flota de Poniente, de preferencia. Soy como Monsieur de Beaufort: no me gustan gran cosa las galeras, que arrastran demasiadas miserias bajo la púrpura y el oro. Y prefiero el Gran Océano al Mediterráneo, que encuentro demasiado… sedoso, y pérfido también. A propósito, madre, ¿qué ha sido de vuestra casa de Belle-Isle, de la que nos hablabais hace años?

Fue Perceval quien se encargó de la respuesta.

— La verdad es que no sabe más que lo que decía de ella Monsieur Fouquet, que se ocupó por amistad del mantenimiento de esa pequeña propiedad cuando adquirió la isla y su marquesado, hace siete años. Me habló a menudo de las grandes obras que había emprendido para proteger Belle-Isle: un gran dique, fortificaciones y un hospital. Sólo fue una vez a ver la casa, creo, pero le sedujo y quería hacer muchas reformas. Desde su arresto, y sobre todo desde su condena, me parece que ya nadie se interesa por ese lugar, ¡a pesar de que antes acusaban a nuestro pobre amigo de querer convertirlo en no sé qué clase de refugio de rebeldes y enemigos del rey!

Se hizo un silencio después de ese brusco estallido de cólera, el primero que se permitió el leal caballero de Raguenel, del que Sylvie sabía la cálida amistad que le unía a Nicolas Fouquet. Desde el lado opuesto de la mesa le sonrió de todo corazón, y para aligerar una tensión que podía ser nefasta para su hijo, suspiró.

— Supongo que los juncos se habrán apoderado del huerto de Corentin. De cualquier forma, algún día tendremos que ir a ver cómo está aquello.

— ¡Esperad entonces alguna ocasión en que esté yo de permiso! -exclamó el joven-. Tengo muchas ganas de ver esa isla, de la que monseñor el duque habla con el mayor entusiasmo.

Beaufort volvía a ocupar el lugar preferente; el incidente estaba cerrado y Fouquet, abandonado a su destino. ¿No es natural, pensó Sylvie, que los jóvenes miren hacia delante y no se preocupen del pasado?

El duque reapareció en persona el día siguiente hacia las diez de la mañana, con caballos frescos, su carroza de viaje reluciente y la cabeza repleta de proyectos. Era evidente que había tenido pleno éxito en sus gestiones.

— ¡Nada de ir a gobernar la Guyena! -gritó desde la entrada-. El rey me da una escuadra en el Mediterráneo para expulsar de ese mar a los piratas berberiscos. ¡Vamos a hacer una buena limpieza entre los dos, muchacho! -añadió dando en la espalda de Philippe una palmada tan fuerte que le hizo atragantarse, pero que aumentó su alegría al imaginar las hazañas que iba a realizar al lado de su héroe.

Como conocía el apetito de François, Sylvie había encargado a Lamy un desayuno copioso y, para el camino, cestas de vituallas destinadas a alimentar a los viajeros hasta la noche, a fin de evitarles una parada en un albergue. François aceptó gustoso sentarse a la mesa «a condición de que no nos entretengamos mucho tiempo», y atacó junto a Philippe un soberbio paté de pato con pistachos esculpido como si fuera un facistol de iglesia.

Mientras, desinteresados ya del mundo exterior, los dos marinos almorzaban y discutían los nuevos proyectos de Beaufort, Sylvie se preguntaba por qué Marie no había bajado de su habitación. No podía estar durmiendo aún, porque Beaufort desconocía el arte de desplazarse sin producir un ruido considerable. Y además, ¿no había venido para ver a su hermano, pero también por él? Entonces ¿por qué no bajaba?

No pudo más; murmuró una vaga excusa que nadie escuchó, y se lanzó escaleras arriba. Allí se tropezó con Jeannette, cargada con las sábanas de Philippe, que llevaba al lavadero.

— ¿No has visto a Marie? -preguntó Sylvie.

— Caramba, no. Acabo de pasar delante de su habitación y no se oye el menor ruido. Si aún duerme, ¡tanto mejor! Desde ayer me atormento pensando en la escena de despedida que va a propinarnos.

— ¡No seas tan dura con ella! Voy a despertarla: no nos perdonaría que le dejáramos perderse la marcha de su hermano.

Sylvie acabó de subir la escalera y abrió con decisión la puerta de su hija. En la habitación flotaba el perfume de la elegante doncella de honor de Madame, y reinaba la oscuridad porque nadie había descorrido las gruesas cortinas de terciopelo azul. Sin dirigir una mirada a la cama, fue hasta ellas y las abrió para dejar entrar la triste luz de un día invernal. Al mismo tiempo, exclamó:

— ¡Vamos, arriba! Se te va a hacer tarde si quieres saludar a tu hermano y a monseñor François antes… Las palabras murieron en sus labios. Vuelta ahora hacia la cama, vio que nadie se había acostado en ella y también que había un papel sujeto a la almohada con un largo alfiler de cabeza de perlas. Una carta, dirigida a ella misma y a Perceval.

«Es hora de que busque mi oportunidad -escribía Marie-. Es hora de que él deje de ver en mí la sombra de mi madre. Ya no soy una niña, él tiene que darse cuenta. Volveré duquesa de Beaufort, o no volveré. Perdonadme. Marie.»

El choque fue tan brutal que Sylvie creyó desvanecerse y se aferró a una de las columnillas del lecho; pero en su vida había sufrido demasiados choques para no reaccionar rápidamente. En la cabecera había una jarra de agua con un vaso que llenó y vació de un solo trago. Un poco recuperada, colocó la carta en su corpiño de terciopelo, salió y bajó las escaleras con paso dubitativo. La verdad es que no sabía qué hacer. Las preguntas se agolpaban en su cabeza, pero no encontraba la menor respuesta para ellas. Su primer impulso fue poner la carta delante de las narices de François, cuya voz alegre resonaba en el vestíbulo; no era difícil imaginar cómo reaccionaría: se reiría, o bien se indignaría. En uno u otro caso, juraría que mandaría de vuelta a Marie con una buena escolta en el momento mismo en que se le presentara… Y estaban esas últimas palabras que la joven había escrito antes de pedir un perdón que sin duda no le importaba: «o no volveré». Y esa frase lastimaba su corazón de madre. Marie iba a cumplir diecinueve años. A esa edad, Sylvie había querido morir. Volvió a ver con gran claridad el camino que serpenteaba a través de la landa hasta el borde de un acantilado hacia el que corría a arrojarse. Marie tenía la misma sangre impulsiva, unida a la tenacidad de los Fontsomme. Además, ¿quién podía decir si no conseguiría hacerse amar? En otro tiempo, Sylvie habría apostado su vida por el amor de François por la reina Ana. Luego hubo otras mujeres, antes de que él decidiera amarla a ella. Al pensar en el rostro radiante de Marie, en su juventud y su luminosa belleza, en tanto que ella misma se deslizaba hacia la edad madura, la madre pensó que no tenía derecho a oponerse a lo que tal vez era un decreto del destino.

Detuvo al paso a un criado que corría hacia las cocinas.

— Ve a decir al señor caballero de Raguenel que le espero aquí. ¡Deprisa!

Unos segundos más tarde, Perceval estaba a su lado.

— ¿Pero qué haces? Se marchan ya. ¿Dónde está Marie?

Ella le tendió la carta y él la leyó antes de rugir:

— ¡Pequeña estúpida! ¿Cuándo dejará de aferrarse a su quimera? Beaufort nunca…

— ¿Cómo podéis saberlo?… Pero, sobre todo, ¿qué puedo hacer yo? ¿Prevenirle? ¿Prevenir a Philippe? ¡Pensad algo, pero deprisa!

— Si has planteado la pregunta, es que los dos pensamos lo mismo. Vale más evitar a Philippe esa preocupación. Seguramente sabrá cómo reaccionar cuando la vea aparecer al lado del duque. En cuanto a éste, se pondrá furioso con ella debido a ti, y su primera reacción podría ser… cruel para nuestra Marie.

— El no ignora sus sentimientos, y creo que sabría hablarle con cariño; pero, aparte de los peligros del viaje hasta Tolón, yo me inclinaría por dejarla intentarlo. Después de todo, quién sabe si no le seducirá. ¡Es tan encantadora!

— ¿Sueñas?

— No… ¡pero la prefiero duquesa de Beaufort antes que muerta!

Los ojos grises de Perceval la miraron con una expresión de ternura que revelaba sus pensamientos.

— De acuerdo. Excúsala con cualquier pretexto y dejémosles marchar. Les seguiré de cerca.

— Queréis…

— Ir detrás de ellos para intentar limitar los daños. No temas: no tengo intención de traerla aquí manu militari, sino únicamente de velar por ella sin dejarme ver demasiado. Beaufort se quedará en Tolón varias semanas para reparar sus barcos. Ella cuenta con eso, y yo también. Quiero estar allí para impedir… lo irreparable.

La aparición de Philippe en el vestíbulo interrumpió su conversación.

— ¿Qué hacéis? Tenemos que marcharnos. ¿Dónde está Marie?

— La han llamado esta mañana temprano al Palais-Royal, porque al parecer Madame no puede pasarse sin ella. Te da mil abrazos y ha prometido que te escribirá.

Ella misma se asombró de la facilidad con que había salido de sus labios aquella mentira. Philippe se echó a reír y bromeó sobre lo poco que se preocupaban los príncipes de los afectos familiares. En cuanto a Beaufort, no pareció dar importancia al incidente: tenía prisa por marchar de nuevo hacia las tierras de la Provenza, una de las cuales por lo menos, Martigues, seguía perteneciéndole, además de que su hermano Mercoeur era el gobernador de la provincia. Pero sobre todo tenía prisa por volver a los barcos que iba a armar, cuidar, pulir y poner a punto antes de dirigirlos contra los berberiscos en aquel mar que no le ofrecería el majestuoso oleaje verde de su querido océano.

Las prisas de la partida no fueron propicias para largas efusiones, pero los labios de François se entretuvieron un poco en la muñeca de Sylvie, a la que dedicó una mirada tan dulce que hizo que su corazón se derritiese al mismo tiempo que se encogía. El amor con que soñaba desde la infancia le daba miedo ahora, si para seguir viviendo había de alimentarse del corazón y la vida de la que siempre sería su niña pequeña.

Una hora más tarde, Perceval iba hacia Villeneuve-Saint-Georges en uno de esos coches de posta a los que se empezaba a llamar «sillas», tirados por dos o cuatro caballos y que tenían la ventaja de ser totalmente anónimos. En efecto, no había querido utilizar la carroza de viaje de los Fontsomme, porque en sus portezuelas iban pintados unos blasones demasiado familiares para Marie. Llevaba consigo la carta de Marie y otra de Sylvie en la que pedía a Beaufort, en nombre del amor que sentía por ella, que no redujera a su hija a la desesperación y que, si no encontraba otro medio, pidiera a Philippe la mano de su hermana.

«Os bendeciré si gracias a vos, que tan querido me sois, recupero el amor de mi hija. Hace mucho tiempo que tiene celos de mí, y temo que haya llegado a detestarme», terminaba Sylvie, que esperaba que François sabría comprenderla.

Después de haber depositado así sus esperanzas en Perceval, decidió ir a ver a la que, desde su ingreso simultáneo en el séquito de doncellas de honor de Madame, se había convertido y seguía siendo la mejor amiga de Marie: la joven Tonnay-Charente, marquesa de Montespan al casarse dos años antes con Louis-Armand de Pardaillan de Gondrin, marqués de Montespan y d'Antin, hijo del gobernador del rey en la Bigorre, del que se había enamorado tanto como él lo estaba de ella. Aquel matrimonio había sido una rareza en la corte, tanto más porque ni el rey, ni la reina, ni Madame ni Monsieur firmaron el contrato, como estaba establecido para la hija de un duque. Aunque el rey no tenía nada contra el duque de Mortemart, padre de la joven y perteneciente a la más alta nobleza, no le ocurría lo mismo con los Pardaillan -de muy buena casa, que contaba también con un duque-, porque años atrás habían cometido el error de apoyar a la Fronda; sin contar a monseñor de Gondrin, arzobispo de Sens y primado de las Galias, que por su parte adolecía de ser un poco jansenista.

Casada pues con la autorización reticente de Sus Majestades, la joven marquesa había reñido también con Madame más o menos en el momento en que la segunda de las tres amigas, Aure de Montalais, tomaba el camino del exilio. Athénaïs era de una familia demasiado encumbrada para que se la dejara de lado, y ahora había pasado a formar parte del séquito de damas de la reina María Teresa, que apreciaba mucho su alegría, su piedad y buen humor. Lo cual no impedía a la hermosa joven pasar por los mayores apuros para mantener su rango. En efecto, a pesar de unas estipulaciones matrimoniales que parecían prometedoras, la pareja estaba casi en la banca rota, y poco faltaba para que se viera reducida a la miseria. El joven marqués estaba endeudado hasta las cejas y a los dos les gustaba el lujo. Vivían, sobre todo, de prestado.

Hacía varios días que Madame de Montespan no iba al Louvre. Estaba iniciando su segundo embarazo y sufría de náuseas y un ligero vértigo que no tenían importancia dada su buena salud, pero sí desaconsejaban su presencia al lado de una reina aún convaleciente de su último parto.

Así pues, Madame de Fontsomme estaba segura de encontrarla en su casa y se hizo conducir al faubourg Saint-Germain, al antiguo hôtel de la Rue Taranne en el que los Montespan ocupaban un apartamento tan amplio como incómodo. [26]

Encontró a la bella Athénaïs tendida en una especie de nido de pieles dispuesto sobre un sofá, junto a la chimenea de un amplio salón en el que algunos tapices nuevos y tres o cuatro hermosos muebles se esforzaban por ocultar un comienzo de decrepitud.

Estaba algo pálida, por supuesto, pero su palidez no disminuía en absoluto una belleza que confundía a Sylvie cada vez que tenía ocasión de contemplarla. Aquella joven era una de las mayores bellezas de su época.

La marquesa tuvo una sonrisa amable para su visitante y quiso levantarse para saludarla. Esta le rogó que no se moviera.

— Tenéis que pensar ante todo en vuestro estado, y cuidaros. Por favor, dejemos por hoy las cortesías.

— Me confunde vuestra bondad, señora duquesa, sobre todo porque esperaba vuestra visita. Marie se ha ido, ¿no es así?

— Me he figurado que sabíais algo. Por algo sois su única amiga…

— Ignoro si soy la única, pero la quiero mucho y querría verla feliz. Por eso la he ayudado a salir de París.

Sylvie no pudo evitar un respingo.

— ¿La habéis ayudado… y me lo decís a mí, su madre?

Los magníficos ojos azules resplandecieron de orgullo.

— ¿Por qué había de rebajarme a mentir? Soy de una estirpe demasiado orgullosa para eso. Desde hace mucho tiempo Marie deseaba visitar al señor duque de Beaufort en el lugar donde él decidiera pasar los meses de invierno. Pero como temía que se limitara a visitar París de paso, lo preparó todo de antemano.

— ¿Qué, por ejemplo?

— Un caballo que compré yo para ella, un traje completo de caballero, una espada, pistolas, un equipaje ligero pero suficiente para un viaje largo…

Un poco confusa, Sylvie escuchaba la tranquila enumeración de todo lo que aquella mujer había proporcionado a su hija para que pudiera lanzarse a una aventura insensata.

— ¿Y cómo entró en posesión de todas esas cosas?

— La noche pasada. Durante el día me envió una nota anunciándome que se iría de madrugada. Todo lo que tenía que hacer yo era enviarle a las cuatro, a la Rue Quincampoix, mi coche y dos lacayos encargados de traerla aquí, donde se cambió de ropa antes de emprender el camino… con una alegría que no imagináis.

¡Oh, sí! Madame de Fontsomme se acordaba demasiado de cómo había sido ella misma, para no imaginar con toda precisión a su hija lanzándose por los caminos cubiertos de nieve en persecución de su sueño.

Era una excelente amazona gracias a Perceval, que también le había enseñado a utilizar un arma de fuego. Y así creía ver a Marie, al galope a través de los campos, ebria de esperanza y libertad.

La esperanza de la propia Sylvie era que su querido padrino la alcanzara lo bastante pronto para poder vigilarla discretamente, como era su intención… y sobre todo antes de que tuviera algún mal encuentro.

De vuelta al presente, Sylvie contempló a Madame de Montespan.

— ¿Pensabais verdaderamente contribuir a su felicidad, al permitirle realizar esa locura?

— Lo pienso, sí, porque Marie es de las que llevan hasta el final sus proyectos, como yo misma. Aun a costa de lamentarlo algún día. Pero al menos únicamente podemos culparnos a nosotras mismas -añadió con un asomo de amargura que no pasó inadvertido para los finos oídos de su interlocutora.

— ¿Tenéis algo que lamentar, madame?

— ¿Haberme casado contra la voluntad del rey e incluso de los míos porque, después del fallecimiento de mi prometido, el marqués de Noirmoutiers, muerto en duelo, me dejé arrastrar por el amor, como está haciendo Marie? Todavía no estoy muy segura… Por otra parte, es posible que Marie se encuentre con mi esposo.

— ¿ Se ha marchado?

— También él va en busca del duque de Beaufort -dijo la marquesa con una risita nerviosa-. Cuenta con la perspectiva de la guerra para rehacer un poco nuestra fortuna. A propósito, señora duquesa, vos también sois en parte responsable de la conducta de vuestra hija.

— ¿De qué manera?

— Sois una madre muy generosa. Sabéis, sin duda por experiencia, que mantener el rango en la corte resulta muy caro, y nunca dejáis que a Marie le falte el dinero. Eso permite muchas locuras… como por ejemplo ayudar a veces a una amiga menos afortunada -acabó, sin que su altiva cabeza diera signo de avergonzarse lo más mínimo.

Sylvie no le pedía tal cosa. Se contentó con observar:

— Tal vez tenéis razón, pero siempre me ha gustado verla bella y bien arreglada, de modo que no lo lamento. Más aún, es libre de disponer del dinero a su conveniencia, y no me parece mal que lo dedique a una causa que le parece importante. Sé que os quiere.

— Y yo le correspondo, y estoy decidida a devolverle cada sol que me ha prestado, porque un día, lo sé, seré rica… muy rica incluso. Y poderosa, si he de creer en la predicción que me han hecho.

— No lo dudo… Pues bien -añadió Sylvie al tiempo que se levantaba-, únicamente me queda daros las gracias por vuestra franqueza y retirarme.

Apartando a un lado sus pieles, Athénaïs se acercó a su visitante y le apretó las manos en un gesto espontáneo.

— Verdaderamente sois gente inusual, los Fontsomme, y es un honor teneros por amigos. ¡No temáis por Mane! En primer lugar, porque es una muchacha fuerte… y después, porque he rogado a mi hermano Vivonne, que la conoce y admira, que intente localizarla para acudir en su ayuda en caso de ser necesario. Naturalmente, guardando el secreto; y como estamos muy unidos, sé que me hará caso. Es, como no ignoráis, general interino de las galeras.


En esta ocasión, Madame de Fontsomme disimuló una mueca de disgusto. Esa sobreprotección no le merecía mucho crédito. Primero porque lo demasiado es enemigo de lo suficiente; después, porque conocía al joven Vivonne desde la época heroica en que había sido criado al lado del rey como infante de honor.

Era una persona de una bravura alocada, como Beaufort, pero también un pillo redomado que más tarde había de inclinarse peligrosamente al libertinaje. Pero ¿qué hermana no ve a su hermano adornado con las mejores cualidades?

Se prometió, cuando tuviera noticias de Perceval, advertirle de la eventual «protección» del mayor de los Mortemart.

No por ello dejó de dar las gracias a Madame de Montespan, que, deslizando la mano bajo su brazo, se empeñó en acompañarla hasta la escalera.

Antes de despedirla, dijo aún a su visitante:

— No os hagáis demasiados reproches por el dinero. Yo habría ayudado a Marie de todas maneras, y ella se habría marchado de ser necesario en la diligencia, disfrazada de burguesa, si le hubieran faltado medios. Ni siquiera estoy segura de que no hubiera hecho el camino a pie… Le ama de verdad.

Eso era lo que más preocupaba a Sylvie, y compartió esa preocupación con Jeannette, que la esperaba impaciente.

— No voy a enseñarte precisamente a ti que las muchachas se vuelven locas cuando están enamoradas; puedo juzgar por mi propio caso la gravedad de lo que le ocurre a Marie. Estoy convencida de que se enamoró de François la primera vez que lo vio, exactamente igual que yo. ¡Y no tenía más que dos años! Dos menos que yo, que tenía cuatro cuando me ocurrió esa desgracia…

— ¡No seáis hipócrita! -repuso Jeannette con su brutal franqueza-. Decís desgracia, pero pensáis felicidad… A propósito de hipócritas, la señora marquesa de Brinvilliers acaba de pasar para preguntar si queríais acompañarla a sus visitas de caridad al Hospicio para llevar un poco de consuelo a los enfermos. Le he dicho que estabais en el Louvre.

— Se diría que no te gusta mucho.

— No me gusta nada en absoluto. Y no me contéis cuentos, a vos os disgusta tanto como a mí.

— Es verdad. ¡Y sin embargo es encantadora! Bonita, graciosa y amable; siempre dispuesta a hacer un favor…

— ¡Demasiado! Si queréis creerme, cuanto menos la veáis, mejor para vos.

Sylvie no respondió. Desde que un día, camino de la iglesia, había pagado la ayuda prestada a Beaufort presentando a la joven a la reina, se había esforzado en no ir más allá en sus relaciones, porque no conseguía sentir simpatía por la marquesa. Tal vez debido a la avidez a flor de piel que había descubierto en ella.

Además su reputación, intacta aún en el momento en que ambas habían entrado en relación, se degradaba con una curiosa rapidez. Madame de Brinvilliers no ocultaba su relación con cierto caballero de Sainte-Croix, que decía ser alquimista.

El marido, por su parte, alardeaba también de sus amores con cierta dama, y el eco de la cólera del teniente civil Dreux d'Aubray, padre de la marquesa, se extendía mucho más allá de los límites de la Rue Neuve-Saint-Paul. [27]

Perceval, que seguía manteniendo buenas relaciones con los editores de la Gazette -el hijo de Théophraste Renaudot y su nieto, el abate, muy interesado también por las novedades-, sostenía que la marquesa frecuentaba las tabernas y que bebía sin moderación. De modo que había aconsejado con toda seriedad a Sylvie que cortara unas relaciones que no podían traerle nada bueno. Al principio, ella se había resistido: ¿no estaba en deuda con la marquesa por haber ayudado a François a salvar a Philippe? «La deuda está pagada -replicó él-. Además, esa mujer actuaba por interés propio: acuérdate de que quería apartar a cualquier precio de su padre a la todavía demasiado bella Madame de La Bazinière. Cuando el destino colocó al duque de Beaufort en su camino, atrapó la ocasión por los pelos: el agradecimiento de un príncipe de sangre, aunque sea bastardo, es una bendición que no se encuentra a la vuelta de cada esquina.»

Con el tiempo, Sylvie había acabado por admitir que tenía razón, y se había esforzado por guardar las distancias con la bulliciosa marquesa después de haberla acompañado dos veces en sus visitas a los enfermos del Hospicio. Sin embargo, había sido sensible a la dulzura, amabilidad y generosidad con que aquella mujer joven trataba a los más miserables. Ella era demasiado lista para no haberse dado cuenta, y casi siempre que venía a buscarla era para pedirle que la acompañara en esas visitas.

— Espero -concluyó Jeannette- que acabará por comprender. Si de mí depende, no vais a estar nunca en casa para ella…

Sylvie se contentó con sonreírle como consuelo, y subió a su habitación. Quería escribir a la madrina de Marie, la querida Hautefort (nunca se había podido acostumbrar al nombre germánico de Schomberg), para contarle lo que acababa de ocurrir. Con el paso del tiempo, la amistad entre las dos mujeres no había perdido nada de su fuerza y su calor, y a Sylvie le seguía gustando igual que siempre confiar sus preocupaciones a esa otra Marie. ¡Sabía aconsejar tan bien…!

Una hora más tarde, un correo a caballo partía para Nanteuil, mientras Madame de Fontsomme se reunía en el Louvre con la reina María Teresa, cuya actitud, en aquellas horas graves, la emocionaba: la reina dedicaba a su suegra todo el tiempo que no pasaba en rezos, en su oratorio o en la iglesia. Se notaba que quería rodear a la enferma de auténtico cariño, y disfrutar de su presencia mientras Dios lo autorizara. Era muy conmovedor…


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