5. La fiesta mortal

Las bodas de Philippe d'Orleans y Enriqueta de Inglaterra se celebraron por fin el 30 de marzo, en la capilla del Palais-Royal, a la sazón residencia de la viuda de Carlos I, madre de la novia. Monseñor de Cosnac celebró ante un altar decorado por las Visitandinas de Chaillot con las flores de cola de pez -rosas blancas y plateadas- que eran su especialidad. Sólo hacía tres semanas que Mazarino había dejado este mundo, pero no fue obstáculo para que fuera la boda más alegre y brillante que pueda concebirse. Madame estaba radiante y Monsieur brillaba como un sol, rodeado por los gentileshombres más guapos de la corte en el papel de satélites, algo eclipsados sin embargo por el deslumbrante duque de Buckingham. Las dos reinas madres se mostraban encantadas. Sólo María Teresa se esforzaba en ocultar sus ojos hinchados de llorar porque su esposo no apartaba su mirada de la novia. Mientras tanto, encerradas en un salón del palacio, las nuevas doncellas de honor esperaban con impaciencia el momento de ser presentadas. Marie, aun con mayor impaciencia que las otras.

No había lugar suficiente en la capilla para que ella y sus compañeras pudieran asistir a la ceremonia, pero lo soportaba muy bien. Le bastaba estar en aquel lugar y saber que muy pronto se alzaría el telón sobre la vida con que soñaba. Eso era lo importante.

La joven no dejaba de observar con curiosidad a las que iban a compartir su vida cotidiana al servicio de la princesa, y de preguntarse si le gustaría ser amiga de una u otra de ellas, como en otro tiempo lo había sido su madre de Mademoiselle de Hautefort. Era bastante difícil decidirse, porque no les habían permitido hablarse desde que la severa Madame de La Fayette -una amiga personal de la reina Enriqueta María- las había reunido, contentándose con indicar el nombre de todas ellas. De los diez nombres, Marie sólo había retenido cuatro; las demás le parecían desprovistas de interés, pertenecientes a esa categoría social que ella llamaba «corderil» porque se desplazaba siempre en un grupo compacto en el que no era posible distinguir nada. Es cierto que en aquel pequeño rebaño todas eran bonitas, pero las cuatro elegidas por ella parecían además inteligentes. En particular la que llevaba el nombre más grande: Athénaïs de Rochechouart-Mortemart, llamada Mademoiselle de Tonnay-Charente: era alta, de cabello rubio radiante, ojos magníficos que brillaban como diamantes azules, porte de princesa, maneras elegantes y un ingenio agudo perceptible en cuanto abría la boca. Rubia también pero muy diferente, Louise de La Baume Leblanc de La Vallière evocaba la dulzura de un claro de luna con su tez transparente, su gracia flexible, su fragilidad, sus ojos azul claro y su cabello con reflejos plateados. Era tímida y dulce. Las otras dos eran morenas: Aure de Montalais, con una tez de marfil cálido y los ojos negros más vivos y alegres que puedan concebirse; Elisabeth de Fiennes, por su parte, tenía cabello castaño oscuro, mejillas de rosa y ojos pardos aterciopelados. Después de pensarlo, Marie decidió que se sentía más atraída por Tonnay-Charente y Montalais: la primera porque le recordaba a su madrina, la orgullosa y soberbia Hautefort, y la segunda porque con ella no debía de ser fácil aburrirse. La Vallière tenía en cierto modo el aspecto de una víctima dispuesta para el sacrificio, y Fiennes no parecía interesada en nada de lo que ocurría a su alrededor. Su elección personal quedó de alguna manera ratificada por las dos muchachas, porque una de ellas le dirigió una sonrisa, y la otra un guiño alegre.

Después de la presentación, las tres se buscaron naturalmente.

— Señoritas -dijo Athénaïs de Tonnay-Charente, la mayor de las tres-, no sé lo que pensáis de nuestro futuro, pero a mí me parece que tenemos suerte de pertenecer a Madame y no a la reina.

— ¡Seguro que nos divertiremos mucho más! -aseguró Aure de Montalais mientras contemplaba con satisfacción el círculo de jóvenes gentileshombres ansiosos por ser presentados a ellas.

— ¡Vos debéis de saberlo, Fontsomme! Vuestra madre, la duquesa, que pasa más tiempo en funciones de suplente de Madame de Béthune que ésta como titular, ¿no encuentra demasiado pesado su cargo? Enanos, carabinas conservadas en agua bendita y rezos, sobre todo rezos, ¡cuando toda la corte no piensa más que en cantar y bailar!

— Voy a confiaros un secreto -dijo Marie, riendo-. Mi madre es capaz de adaptarse a cualquier costumbre de la corte, pero lo que le amarga la vida es el chocolate. Detesta el chocolate, que le da palpitaciones. Y por desgracia, la reina bebe varias tazas al día.

— Yo lo encuentro bastante bueno, y me acostumbraría mucho antes que a los rezos.

— ¡Señoritas! Dejemos esas naderías y elijamos entre los hombres con los que vamos a tratar cada día. Hemos de ponernos de acuerdo a fin de prestarnos socorro y ayuda mutua; y sobre todo, a fin de evitar que cada una se meta en el terreno de las demás -dijo Athénaïs-. Por mi parte, encuentro al marqués de Noirmoutiers bastante de mi gusto.

— ¡Vaya una novedad! -exclamó Montalais-. Dicen que está enamorado de vos e impaciente por pedir vuestra mano. Por mi parte, tengo unas miras bastante altas. A falta del duque de Buckingham, que nos va a dejar porque Monsieur está celoso de él, confieso que el Condé de Guiche…

— ¡Mala elección, querida! ¡El heredero del mariscal de Gramont es el amigo íntimo de Monsieur!

— ¿Estáis segura?

— Totalmente. Sin embargo, puede que no siga siéndolo mucho tiempo si continúa mirando a Madame como viene haciéndolo desde hace dos días. ¡Que me ahorquen si no está a punto de enamorarse de ella!

— En ese caso -dijo Aure de Montalais con filosofía-, tendré que buscar a algún otro… Y vos -añadió dirigiéndose con una sonrisa a Marie-, ¿de qué lado se inclina vuestro corazón?

La pequeña -era la más joven de las tres- se ruborizó.

— Oh, a mí… no me interesan los jóvenes. Quiero a un hombre que sea verdaderamente un hombre. No un aprendiz.

— ¿Os gusta algún galán maduro? -dijo Athénaïs burlona-. ¡Lástima! Vamos, contádnoslo porque ahora vamos a vivir tan juntas como si fuéramos hermanas.

Las dos eran encantadoras, simpáticas y no tenían la menor intención de burlarse de ella, pero a Marie le costaba pronunciar el nombre que guardaba en su cabeza y su corazón. Su mirada flotó en derredor, y se detuvo.

— ¡Es… es Monsieur d'Artagnan!

— ¿El capitán de los mosqueteros?

Las dos se quedaron boquiabiertas, pero Marie alzó en el aire su naricilla y agitó con fuerza su abanico.

— ¿Y por qué no? Es la mejor espada del reino, por lo que dicen, y tiene… ¡unos dientes magníficos!

Sus compañeras comprendieron que se trataba de una evasiva, y se echaron a reír con ganas. Con un gesto casi tierno, Athénaïs acarició ligeramente su mejilla.

— Tenéis razón: ¡somos demasiado curiosas! Guardad vuestro secreto. Creo, en cualquier caso, que juntas no vamos a aburrirnos.

A partir de ese día, Sylvie ya casi no vio a su hija más que en las ceremonias religiosas a las que asistía la corte en pleno. O mejor dicho, las distintas cortes, porque muy pronto se evidenció que la de Madame superaba con mucho a las demás. Toda la nobleza francesa joven, rica, alegre, viva y ávida de divertirse se daba cita en el palacio de las Tullerías o en el castillo de Saint-Cloud, que Monsieur había convertido en una maravilla. Aquel hombrecillo tenía un excelente gusto, y aunque la «pasión» por su joven esposa apenas duró quince días, estaba encantado de ser el centro de las elegancias y los placeres de la vida parisina: en una palabra, de estar en la vanguardia de la moda. Y Madame encantaba a todos. Se descubrió que era inteligente, vivaracha, deseosa por encima de todo de seducir y divertirse. La marcha de Buckingham, que Monsieur había exigido de su madre porque le encontraba presuntuoso -Philippe pertenecía a esa especie de celoso que es la peor de todas: el celoso sin amor-, apenas afectó a Madame. El guapo duque estaba ya muy visto como adorador, y tenía que dejar paso a otro blanco más apasionante a los bonitos ojos de la princesa: el rey, que acudía a visitarla por lo menos una vez al día. Luis XIV acababa de firmar el contrato de matrimonio de María Mancini, su gran amor de juventud, con el riquísimo príncipe Colonna y de verla marchar a Italia sin siquiera parpadear, y se libró de Olympe de Soissons nombrándola superintendente de la casa de la reina en sustitución de la princesa Palatina. Lo cual no agradó en absoluto a su esposa, pues a pesar de que cada noche él compartía su lecho con exquisita puntualidad, era evidente que Madame absorbía todos sus pensamientos.

Por otra parte, Fouquet apareció con frecuencia por la casa de Conflans en la que Sylvie había resuelto quedarse debido a la proximidad de la primavera y, sobre todo, al rumor de que el rey no iba a tardar en trasladar la corte a Fontainebleau. Aquella bonita finca, próxima a Saint-Mandé y vecina de la casa de Madame du Plessis-Bellière, representaba para él un refugio de amistad en el que estaba seguro de ser siempre comprendido y animado, porque las dos mujeres se veían con frecuencia y no era raro que, al ir a la casa de una de ellas, encontrara allí a la otra.

Después del famoso Consejo en que Luis XIV había anunciado su voluntad de reinar solo, el superintendente no había podido evitar una vaga inquietud, a pesar del optimismo de la reina madre. Una inquietud compensada por la invencible melancolía que abrumaba al canciller Séguier, que se las prometía muy felices cuando calzaba las pantuflas a Mazarino. Siempre es agradable asistir a la decepción de alguien a quien no se estima. La posición de Fouquet no había cambiado: era espléndida, por más que incluyera ahora un pero en la persona de Jean-Baptiste Colbert, su pesadilla, convertido en su brazo derecho y con un puesto en el Consejo… Entre los dos hombres había tenido lugar una especie de reconciliación aparente, pero el soberbio, el magnífico Fouquet estaba decidido a ignorar hasta donde le fuera posible a aquel hijo de un pañero, destinado en su opinión a puestos subalternos.

— ¡No le ignoréis demasiado! -le aconsejó con suavidad Perceval de Raguenel-. Ese hombre nunca os estimará, y tiene celos.

— Y dado que os ha sido impuesto como brazo derecho -aconsejó Madame du Plessis-Belliére, que se encontraba presente-, nunca os insistiré bastante en que aceptéis quedaros manco si no queréis que os gangrene. Creo que está firmemente decidido a perderos.

— ¿Perderme? ¡Qué cosas decís, marquesa! -Y añadió, repitiendo sin saberlo las palabras del duque de Guisa, en un transporte de inimitable orgullo-: ¡No se atreverá!

El paso de los días pareció darle la razón: aparentemente, el rey adoraba a un superintendente que parecía dedicado en exclusiva a distraerle. Así, una tarde, al reunirse con sus amigos, Fouquet anunció triunfal:

— La reina madre y yo teníamos razón: el rey tiene intención de divertirse. Está cansado de ver a Monsieur y Madame atraer a toda la juventud alegre del reino: se lleva la corte a Fontainebleau y quiere organizar grandes fiestas.

— Que tendréis que pagar vos, amigo mío -dijo Perceval.

— Por supuesto. ¡Quiere cuatro millones!

La suma cayó como una losa en el grupito reunido en el salón de Sylvie, cuyas ventanas se habían dejado entreabiertas, dada la bondad del tiempo, al aroma balsámico de las lilas en flor. Madame du Plessis-Belliére dejó sobre la mesa su taza de té, todavía medio llena. [17]

— Y… ¿los tenéis?

— En este momento no cuento con todo ese dinero, pero lo tendré, no temáis. ¡Quiero que el rey esté contento! Y no lo sabéis todo: mientras la corte esté en Fontainebleau, he sido invitado a hacerle los honores en Vaux.

La mujer que Mademoiselle de Scudéry había bautizado con el bonito nombre de Artémise en el círculo de las Preciosas, se levantó con tanta brusquedad que sus voluminosas faldas hicieron caer la silla.

— ¿Os pide cuatro millones y además una fiesta en Vaux? Porque supongo que no os engañáis: esa invitación no va a costaros tan sólo un bol de leche de vuestras vacas.

— No. Sé que recibir a la corte en Vaux va a costarme mucho más caro, pero creo que el rey pretende sondear mi obediencia y saber hasta qué punto le soy leal. Aunque me deje las tres cuartas partes de mi fortuna, sé que me lo devolverá todo.

Las otras tres personas presentes se miraron con inquietud. Al dar aquella doble noticia que habría debido aterrorizarle, Fouquet parecía por el contrario alegre, casi radiante.

— ¿Os lo devolverá? -dijo Raguenel-. ¿Por qué estáis tan seguro? Yo diría más bien que Luis XIV quiere vuestra ruina, amigo mío, y que detrás de él está Colbert dando una nueva vuelta a la tuerca.

— ¡Dejadle que presione! Después de darme a conocer su voluntad, nuestro Sire me ha dado a entender que pensaba en mí para un alto cargo.

— ¿Cuál, Dios mío?

Fouquet dudó únicamente un instante, y luego sonrió:

— Sé que tendría que guardarme esto para mí, pero os veo tan inquietos que no puedo privarme de la felicidad de tranquilizaros. El canciller Séguier es un hombre viejo, y se aproxima para él el momento de descansar y gozar, lejos del mundo de los negocios, de su ducado de Villemor y de su fortuna. Me ha prometido su puesto… bajo secreto. ¡Ya está! ¡Ya os lo he dicho todo! Permitidme que me vuelva a trabajar a Saint-Mandé, donde me están esperando. ¡Tengo muchas cosas que hacer!

Cuando el galope rápido de sus magníficos caballos se alejó camino de su castillo, cayó el silencio sobre las tres personas presentes. Cada una de ellas intentaba analizar aquella avalancha de noticias. La marquesa fue la primera en dar su opinión:

— Si no existiera Colbert, diría que todo va sobre ruedas…

— Pero existe -dijo Sylvie-, y me consta que todas las tardes, en el Louvre, el rey se encierra con él para trabajar. Sólo es el intendente de las Finanzas, y eso no es normal. Me parece que lo lógico sería que el rey despachara con nuestro amigo.

— Si queréis que exprese el fondo de mi pensamiento, lo que me preocupa no es eso. Para convertirse en canciller de Francia, Fouquet tendrá que revender su cargo de procurador general.

— En efecto: los dos son incompatibles…

— Así pues, os suplico, marquesa, puesto que vos sois la consejera a quien más escucha, que cuidéis de que no se desprenda de ese cargo hasta después de ser nombrado. Un procurador general es inatacable, intocable. Por graves que sean los hechos que se le imputen, no puede llevársele ante la justicia ni procesarle por ellos. Si vendiese el cargo antes de ser nombrado canciller, sería como un soldado que se quita la coraza en medio de una batalla.

Madame du Plessis-Belliére se levantó de inmediato.

— ¡Tened la bondad de ordenar que enganchen mis caballos! -exclamó-. Os ruego que me excuséis para la cena de esta noche, pero creo preferible pedírsela al señor Fouquet. Tendré que poner de nuestra parte a Pellison, Gourville y La Fontaine… Querida Sylvie, vais a marchar a Fontainebleau y no os veré en mucho tiempo, pero no olvidéis que soy vuestra amiga, y no dejéis de prevenirme si llegara a vuestros oídos algún rumor inquietante relacionado con el superintendente…

— Podéis estar segura de que no dejaré de hacerlo.

Pero Sylvie iba a darse cuenta muy pronto de que formar parte del séquito de la reina no era la posición ideal para observar lo que ocurría en la casa del rey. En efecto, en Fontainebleau la reina se encontró colocada un poco al margen, y se refugió más que nunca entre las faldas de su suegra. La verdadera reina, en aquella hermosa primavera que brotaba bajo un cielo asombrosamente sereno, era Madame. El rey le dedicaba todo el tiempo que no empleaba en los asuntos de Estado y en las breves horas nocturnas que pasaba junto a su mujer. Ella era el centro de todas las fiestas, los paseos por el bosque, las partidas de caza, los baños en el Sena, los conciertos y las comedias al aire libre; y en verdad, la pareja real ya no era la formada por Luis y María Teresa, sino por Luis y Enriqueta…

Ellos eran el radiante polo de atracción de una juventud turbulenta, desenfrenada, cruel, libertina y rabelesiana, pero también soberbia y ardiente; y la corte, que no contaba por entonces más que entre cien y doscientas personas, parecía no existir más que por ellos y para ellos. Los ecos de los violines y las estelas de los fuegos artificiales encantaban e iluminaban casi todas las noches de Fontainebleau, donde apenas se dormía.

Sin embargo, nadie se atrevía aún a imaginar el inicio de un romance: era la evidencia misma que el rey se aburría con su esposa, y, como había decidido atraerse a todos los que componían la alegre corte de las Tullerías, era normal que privilegiara a quien era su principal animadora. Además, él no era el único objetivo, al menos en apariencia, de la sabia coquetería de Madame. Una coquetería lo bastante sutil para no estar dedicada directamente a él. Muy pronto fue evidente para todo el mundo que a ella le complacía el cortejo cada vez menos discreto del guapo Condé de Guiche, el favorito de su esposo, y también resultó evidente que Guiche sentía por ella una de esas pasiones que no tienen en cuenta ni el rango ni las circunstancias.

Cansado de intentar, sin el menor éxito, atraerse de nuevo a su voluble amigo, Monsieur acabó por explotar y cubrió de reproches indignados a quienes consideraba ya como culpables. Enriqueta, con una flema muy británica, se contentó con encoger los hombros y reírse en sus narices, pero Guiche tuvo la imprudencia de tratar al príncipe como lo habría hecho con un marido ofendido cualquiera. Rojo de ira, éste corrió a pedir al rey una carta sellada que habría enviado al insolente a la Bastilla por largos años; pero Luis XIV no tenía el menor deseo de apenar de esa forma al mariscal de Gramont, al que apreciaba, e intentó poner calma.

— ¡Hermano, hermano, me temo que os tomáis este asunto demasiado a pecho! Os concedo que Madame es coqueta, pero pensad que lo que quiere sobre todo es divertirse. ¡En cuanto a Guiche, le conocéis desde hace mucho tiempo! Es un bearnés de sangre caliente, y os habéis enfadado y reconciliado con él más de una vez…

— No eran más que fruslerías, y entonces estaba seguro de su amistad; pero lo que acaba de pasar es imposible de soportar. Me ha insultado, Sire, y pido al rey que le expulse.

— También me pedisteis hace poco que expulsara al duque de Buckingham, a riesgo de crear un grave incidente diplomático con Inglaterra y enemistarme con mi hermano Carlos II. Gracias a Dios tenemos una madre, y fue ella quien consiguió que se marchara… ¡sin dramas!

— Y le estoy muy agradecido, pero el caso no es el mismo. Buckingham no era súbdito vuestro, y Guiche sí. ¡Quiero que lo encarcelen!

— ¿Por qué delito? ¿Unas palabras que se le escaparon en un momento de cólera y que debe de estar lamentando de todo corazón? Eso no merece el cadalso… ni la Bastilla. ¡Vamos, hermano, calmaos! Os prometo que hablaré a Madame. En cuanto a Guiche…

— ¿Vais a dejarle seguir con ese juego de cartitas, serenatas y otras galanterías que hace que todos se rían de mí?

— Nunca permitiré que se rían de vos, hermano -dijo el rey en tono grave-. Marchará a sus tierras hasta que haya comprendido que os debe respeto.

Aquella misma noche, el Condé de Guiche se fue de Fontainebleau desconsolado, y Luis XIV se esforzó por consolar a su padre y asegurarle su amistad por la familia de Gramont. Al día siguiente, durante un paseo por el bosque, sermoneó blandamente a Madame, que, después de mostrarse irritada por las «injustas e injuriosas sospechas de Monsieur», dio las gracias a su cuñado por haber comprendido que para ella sería un alivio verse libre de un enamorado inoportuno que no despertaba ningún eco en un corazón feliz de expansionarse a los rayos de un amable sol naciente… Y los dos jóvenes, contentos al ver que se comprendían tan bien, pasaron aún más tiempo juntos, si eso era posible.

Al iniciar su servicio aquella mañana en la alcoba de la reina, Sylvie notó de inmediato que la atmósfera era tensa. Sentada en el borde de su cama mientras María Molina la calzaba, María Teresa tenía un mohín de disgusto y los ojos enrojecidos. Aparte de las primeras oraciones que murmuraba antes de levantarse, aún no había dicho una palabra.

— El rey no ha dormido con la reina -susurró Madame de Navailles-. Ha bailado parte de la noche, y el resto lo ha pasado en el Gran Canal, en góndola con Madame y los músicos italianos.

Sin contestar, Sylvie tomó de manos de un paje las jarreteras de cintas adornadas con joyas y fue a arrodillarse delante de la reina para abrocharlas alrededor de sus piernas, como lo exigía su cargo. Fue recibida con una mirada desolada.

— ¿Ha dormido mal Vuestra Majestad? -preguntó en voz baja.

— ¡No he dormido nada! -fue la lacónica respuesta.

Luego se hizo de nuevo un pesado silencio, mientras Su Majestad se sentaba en su retrete como si fuera el cadalso. Después empezó el ritual de la toilette con el ballet de pajes y camareras que traían el agua, la palangana, el jabón de Venecia y los perfumes. Ni siquiera la aparición de la primera taza de chocolate consiguió llevar una sonrisa a aquel rostro joven. Era algo completamente fuera de lo común. Por lo general, sobre todo cuando su esposo había cumplido a satisfacción su débito conyugal, María Teresa estaba alegre, se reía por cualquier cosa, y si le hacían alguna broma amable relacionada con la noche pasada, reía más fuerte y se frotaba sus manos pequeñas con aire extasiado. Nada de todo ello, en esta mañana en que un sol alegre arrancaba guiños del oro de los artesonados, del cristal de los jarrones repletos de flores, de las copas de ágata, de los candelabros de plata y los objetos de aseo de oro puro. La enana Chica fingía dormir, encogida como un ovillo entre la cama y la pared, y Nabo, el negrito que tanto gustaba a la reina, se contentaba con mirarla un poco de lejos con grandes ojos tristes.

La reina se puso su camisa, y luego la vistieron con una falda de seda blanca tan estrecha que se ajustaba a sus formas, que ahora se iban redondeando. Le pusieron después un corsé ligero de tela fina pero bien provisto de ballenas, y ajustado por medio de lazos, para afinar la cintura. Protestó, diciendo que le apretaba demasiado. Sylvie aprovechó la ocasión para aligerar un poco la tensión.

— La juventud y la delgadez habitual de la reina nos hacen olvidar en ocasiones que ahora lleva un niño y requiere cuidados especiales. El rey ha dicho esta mañana a Monsieur de Vivonne, con el que me he tropezado en el patio de honor, que como la fiesta se había prolongado más de lo previsto no había querido estorbar el sueño de Su Majestad viniendo a dormir a su lado. -De inmediato, María Teresa pareció resucitar.

— ¿Es verdad que el rey…? -… Se inquieta mucho por una salud que para él es doblemente preciosa. Así suelen obrar quienes aman mucho -dijo Madame de Fontsomme con una hermosa reverencia que fue recompensada con una sonrisa aún temblorosa.

Mientras Pierrette Dufour, la camarera francesa, peinaba los magníficos cabellos, los pajes trajeron las enaguas y el vestido, que era de seda espesa alternando los colores azul y oro; después, Sylvie colocó las joyas correspondientes en la cabeza y la garganta. Después de un último toque de perfume, María Teresa se puso en pie, hizo una reverencia a todos los que habían asistido a su toilette, tomó los guantes y, seguida por Nabo, que le llevaba el misal, corrió a la casa de la reina madre, como tenía costumbre de hacer todas las mañanas. Al llegar a los aposentos de Ana de Austria, casi se dio de bruces con Monsieur, que salía aún rojo de ira y despeinado.

— Hermana -dijo-, acabo de quejarme a nuestra madre de que a vos y a mí nos tratan muy mal, y quiero suponer que venís a recitar la misma letanía. ¡La verdad es que esto no puede seguir así! Estoy decidido a marcharme a mi castillo de Saint-Cloud como continúen tratándome igual que estos últimos días.

Y sin pensar siquiera en saludar, Monsieur se marchó como si fuera una bala de cañón, e incluso encontró la manera de dar un empellón a un guarda suizo.

Nadie pudo enterarse de lo que se dijeron Ana de Austria y su nuera pero cuando las dos mujeres fueron juntas a la capilla, seguidas esta vez por sus damas y gentileshombres -era domingo-, todos pudieron ver que María Teresa tenía de nuevo los ojos enrojecidos y que el rostro de la reina madre mostraba una expresión severa nada habitual en ella, sobre todo a una hora tan temprana de la mañana. En cuanto a Madame, no apareció. La princesa de Mónaco vino a avisar que tenía un poco de fiebre, tosía y debía guardar cama.

— Iremos a consolarla enseguida -dijo la reina madre con un tono que sugería que el consuelo podría muy bien ir acompañado de una regañina. Después, envió a Madame de Motteville a rogar al rey que pasara a verla en cuanto dispusiera de un instante.

En el fondo, Ana de Austria no estaba del todo descontenta de tener por fin una ocasión de llamar al orden a aquella juventud despreocupada e hirviente de vida, que tenía excesiva tendencia a dejarla arrinconada, junto a María Teresa. No dudaba en absoluto del cariño de sus hijos, pero era consciente de que, envejecida y a menudo enferma, carecía de atractivos para una corte ávida de placeres y diversiones. El rey acudió, escuchó lo que ella tenía que decirle, y luego fue a pedir noticias de Madame, con la que charló unos momentos sin testigos. Al salir anunció que volvería al día siguiente, y luego fue a pasear del brazo de su hermano, le dio algunas encantadoras muestras de afecto «para reconfortarlo», y decidió llevárselo a cazar ya que las diversiones previstas para aquel día no podrían tener lugar. Monsieur detestaba cazar porque consideraba que era un ejercicio excesivamente brutal para la armonía de sus atuendos, siempre admirables, y para la delicadeza de sus manos; pero se dejó llevar sin resistencia. En cuanto a la reina María Teresa, aunque desolada por el hecho de que su estado no le permitiera acompañar a su esposo en la cacería -era una excelente amazona-, acabó aquella agitada jornada entre los olores mezclados del chocolate y el incienso quemado en grandes cantidades en su oratorio privado, y con la calma bienhechora que sigue a las grandes tempestades. Todo el castillo se vio invadido aquel día por una gran tranquilidad.

A la vuelta de los cazadores, el superintendente, que acababa de llegar de sus tierras de Vaux en compañía del duque de Beaufort, acudió con su habitual elegancia a sostener el estribo del rey delante de la hermosa escalera en forma de herradura construida antaño por Luis XIII. Su presencia pareció poner a Luis XIV de un humor excelente:

— ¿Tenéis alguna buena noticia que darnos, Monsieur Fouquet?

— Ninguna en particular, Sire. Únicamente deseaba saber si Vuestra Majestad ha fijado ya un día para hacer a mi casa de Vaux el gran honor de visitarla.

— ¿Cómo, ya? ¡Habíamos hablado de agosto y estamos a finales de junio! Pero ¿hace falta tanta ceremonia para una visita campestre?

— Cuando se trata de recibir al rey más grande del mundo, Sire, todo lo que le rodea debe esforzarse en tender a la perfección, y yo deseo que el rey esté contento.

Luis XIV sonrió de un modo que un observador atento habría considerado ambiguo.

— Recibidnos de acuerdo con vuestros medios, monsieur, y estaremos satisfechos -dijo-. ¡Ah, primo Beaufort, estáis aquí! Os creía en Saint-Fargeau con Mademoiselle, que por cierto parece estar enfadada con nosotros, últimamente.

— No, Sire. Estaba en el campo con Monsieur Fouquet. Estamos haciendo grandes planes para que el rey disponga de una marina digna de él, y hemos trabajado…

— ¡Qué bien! Pero ya que estáis aquí, id a saludar a Madame, que no se encuentra bien. Ya sabéis la amistad que siente por vos. Se alegrará de veros.

— Y yo aún más, Sire, pero… esas molestias, ¿no serán el anuncio de un feliz acontecimiento?

— ¡Me extrañaría mucho! -dijo el rey, burlón-. Y cuidad de no resultar demasiado galante cuando estéis con ella, Monsieur arma un alboroto cada vez que Madame le pone ojos tiernos a algún gentilhombre.

Aquella noche, la llegada inopinada de la duquesa de Béthune permitió a Sylvie escapar de la atmósfera asfixiante de los aposentos reales. Tenía un agudo dolor de cabeza, debido tanto a los vapores mezclados del incienso y el chocolate como al incesante duelo dialéctico que enfrentaba, día tras día, a la superintendente de la casa de la reina, Olympe Mancini, condesa de Soissons, con la dama de honor Suzanne de Navailles, cuando sus obligaciones respectivas las ponían en contacto. Los gritos de la italiana, demasiado vanidosa para ser inteligente, y por añadidura perversa y cruel, chocaban con la ironía mordaz y el desprecio apenas velado de la duquesa de Navailles por una mujer de origen dudoso según los criterios de la nobleza francesa, y a la que el rey, para librarse de una amante que se había convertido en un estorbo, no encontró nada mejor para darle que la dirección de la casa de su mujer.

Sylvie encontró poco apetecible volver a su alojamiento, en el que se notaría mucho aún el calor del día, y pensó que el frescor del parque aliviaría su migraña. Era la hora de la cena real, y sin duda allí estaría tranquila. Como de costumbre, atravesó el parterre y descendió hacia la cascada y el canal que atravesaba de lado a lado el espeso arbolado del parque. Iba a paso lento, agitando con un gesto maquinal un precioso abanico de concha dorada, atenta a la lejanía progresiva de los ruidos del castillo. Iba hacia el silencio, hacia la calma del agua adormecida bajo un cielo azul oscuro puntuado de estrellas y acariciado por el claro de luna. Por un instante, se detuvo a contemplar tanta belleza sin oír siquiera el roce de su vestido sobre el suelo. Entonces oyó el ligero crujido de unos pasos que se acercaban: venía una pareja. Ella se apretó contra la balaustrada, a la sombra de una estatua, avergonzada de súbito por su situación de espía involuntaria. Era una enemiga jurada de los chismes de la corte y de quienes se dedicaban diariamente a coleccionarlos y difundirlos, y quiso alejarse, pero la retuvo una carcajada seguida de un:

— Diantre, querida pequeña, ¿sabéis que esto se parece mucho a un secuestro?

— ¿Qué otra solución hay cuando se quiere hablar a alguien? Hace semanas que no se os ha visto, y aparecéis junto a Madame en el momento en que menos se os esperaba. He aprovechado la ocasión y me he escapado cuando salíais, os he seguido y os he pedido un momento de conversación. ¿Estáis enfadado conmigo… monseñor?

Las dos voces eran inconfundibles para Sylvie. Eran las de su hija y Beaufort. Se quedó donde estaba, cuidando de ocultarse mejor detrás de la estatua. Por lo demás, la noche era lo bastante clara para que distinguiera sin esfuerzo a los dos paseantes, que parecían dirigirse a la cascada.

— De ninguna manera, señorita. Me sentiría más bien halagado… si no temiera que vuestra intención sea comunicarme algún contratiempo relativo a la duquesa, vuestra madre.

— ¿Mi madre? ¿Qué tiene que ver, y por qué suponéis que deseo hablar de ella?

— Porque los dos nos criamos juntos o poco menos, y porque no podéis ignorar hasta qué punto me es querida.

La súbita calidez del tono de François hizo que contrastara con más fuerza la cólera que vibró en la voz de Marie.

— ¡Un afecto desperdiciado! Mi madre os detesta, señor duque. ¿Olvidáis que disteis muerte a mi padre? Es un buen motivo para que no os quiera.

— ¡Lo sé muy bien! Y creedme que estoy más desolado por ello de lo que podría expresar. Y lo mismo digo de la brutalidad de vuestra acusación. Maté al duque de Fontsomme pero no quería hacerlo, y eso lo cambia todo. Sois demasiado joven para entender lo que era la Fronda cuando no estábamos en el mismo bando. Y un duelo, cuando las armas y el valor son iguales, no tiene nada que ver con un asesinato.

A pesar de la sombría gravedad de las palabras de su acompañante, Marie se echó a reír.

— Os tomáis mucho trabajo para abogar por una causa ganada desde hace mucho tiempo. Por lo menos, para mí…

— Esa absolución me hace muy feliz -dijo Beaufort en tono grave-. ¿Es de eso de lo que queríais hablarme?

Hubo un silencio, como si Marie vacilara al borde de lo desconocido, pero era demasiado intrépida para dudar mucho tiempo. Además, hacía muchos días que ensayaba las palabras que iba a pronunciar. Detrás de la estatua, su madre oyó:

— Quiero deciros que os amo y que quiero ser vuestra esposa.

Habló con sencillez, pero con una nobleza que hizo temblar a Sylvie porque en sus palabras era perceptible la determinación que las animaba. En su pequeña Marie se revelaba ahora una mujer que había sopesado profundamente cada una de las palabras que acababa de pronunciar. François también debió de darse cuenta de ello, porque no se rió e incluso dejó pasar unos momentos antes de contestar.

— ¿Quién soy yo para merecer ser elegido por una persona tan encantadora como vos? ¡Y tan joven…! Demasiado sin duda para saber de verdad lo que es amar.

— ¡Por piedad, dejad a un lado los tópicos gastados! No hay edad para el amor, y no ignoro que mi madre os amó cuando era aún una niña pequeña.

— Hasta que conoció a vuestro padre. El corazón cambia, Marie… a vos os sucederá como a la duquesa.

Sylvie, con lágrimas en los ojos, le envió un pensamiento lleno de gratitud. François sabía muy bien que ella siempre le había amado y que el matrimonio no había significado ningún cambio, pero era bueno que Marie lo creyera así. ¿Cómo reaccionaría si llegase a ver una rival en su madre? Mientras tanto, Marie había pasado de nuevo al ataque:

— ¿Y el vuestro, monseñor? ¿Qué le sucede a vuestro corazón? -dijo en un tono de ironía feroz que asustó a su madre, porque revelaba a la mujer que sería muy pronto, con su disposición combativa y su capacidad de sufrimiento-. ¿Tan abarrotado está por vuestras numerosas queridas que no queda en él espacio para un amor… legítimo?

— Cuanto más numerosas son las queridas, menos espacio ocupan. A decir verdad, nunca han ocupado el menor lugar en él.

— ¿Cómo, no amáis a las mujeres a las que solicitáis?

— No creo haber solicitado a ninguna.

— ¿De verdad? ¿Y Madame d'Olonne?

Beaufort se encogió de hombros.

— Elegid mejor los ejemplos, señorita. Madame d'Olonne no lo es… ¡sobre todo para una joven! Y desde luego no pertenece a la clase de mujeres a las que se ama.

— ¿Y Mademoiselle de Guerchy?

— Mademoiselle de Guerchy tampoco.

— Hablemos entonces de Madame de Montbazon. ¿Por lo menos a ella la amasteis?

Una repentina cólera hizo brillar los ojos de Beaufort.

— ¡A ella os prohíbo tocarla! ¡Respetad a los muertos, Marie de Fontsomme! ¡Y sobre todo a ella! Creo que voy a dejaros seguir sola este paseo. -Empezó a alejarse, pero ella le retuvo con un grito.

— ¡No…! Os lo suplico, quedaos aún un momento. Y perdonadme si os he herido, pero ya veis, es la primera vez que amo (y seguramente, también la última, penséis como penséis), y no sé muy bien qué debo hacer.

— El verdadero amor no necesita que le digan lo que debe hacer. Ahora escuchadme, hija mía…

— ¡No soy vuestra hija, ni quiero serlo!

— ¡Dios mío, qué fastidiosa sois! ¡Dejad de jugar a interrumpirme! Lo que quiero deciros es serio. En primer lugar, habéis de saber que no me casaré nunca. Cuando era niño me destinaron a la Orden de Malta, y la idea me gustaba porque siempre he soñado con recorrer los mares. Pero no llegué a profesar nunca, y tampoco he llegado a ver los campanarios de la santa isla guerrera…

— Luego nada os impide casaros…

— Sí: ¡yo! Porque nunca la mujer que amo (¡perdonadme si os irrito, pero es preciso que lo diga!), nunca esa mujer me aceptará por esposo…

Marie retrocedió como si una bala acabara de alcanzarla.

— ¿De modo que amáis a alguien? -dijo con una voz tan alterada que dolió a Sylvie-. ¿Quién es?

— Nunca lo he dicho más que a Dios y a ella. Y ni siquiera estoy seguro de que ella me haya creído…

— Entonces ¿por qué no renunciar y tomar a la que tal vez podría ayudaros a olvidar?

— A mi edad no se olvida, y sería obligaros a correr un riesgo demasiado grande. ¡Merecéis a alguien mejor! Mirad hacia delante, no hacia atrás. Yo pertenezco al pasado.

— ¡De la corte tal vez, pero no de la gloria! Sois un guerrero, seréis almirante después de vuestro padre y perseguiréis al enemigo en todos los mares del mundo. ¡Seréis un héroe! Y yo quiero ser la mujer de un héroe… no de un pisaverde de la corte que espía continuamente el menor fruncimiento del entrecejo del soberano.

François se echó a reír con tantas ganas que la atmósfera se aclaró.

— Empiezo a entender por qué dais tanta importancia a cargar con un vejestorio. Un marido no está casi nunca en casa, y eso permite a su esposa llevar la vida que más le gusta sin renunciar por ello a llevar con orgullo la aureola de la gloria.

El grito de rabia de Marie ahuyentó a una lechuza que disfrutaba pacíficamente de la brisa nocturna.

— ¡Oh, es indigno…! Pero podéis decir lo que gustéis, no me haréis cambiar de opinión. ¡Estoy decidida a no casarme con nadie que no seáis vos… o Dios!

Y dicho eso, se volvió y echó a correr hacia el castillo iluminado, después de recoger con las dos manos su falda de raso rosa, sin imaginar ni por un momento que dejaba a su madre sumida en un abismo de reflexiones… ni que su bienamado, al verla marcharse, exhalaba un «¡uf!» de alivio.

Aquel amor era peor que inoportuno, e incluso le asustaba, a él que nunca había tenido miedo de nada. He aquí que después de diez largos años de penitencia, sin una sonrisa de Sylvie, sin siquiera poder rozar por un segundo sus dedos con los labios, a esta joven atolondrada se le ocurría amarle. ¿Qué pensaría su dulce y orgullosa Sylvie si supiera que se había apoderado del corazón de su hija? ¿Que estaba buscando una venganza sórdida por diez años de desdenes, o un medio más sórdido aún de aproximarse a ella en contra de su voluntad?

Recuperando una costumbre suya familiar en otro tiempo, cuando de niño se encontraba indeciso en Anet o Chenonceau, recogió unos guijarros del suelo y los lanzó de modo que rebotaran en la superficie del Gran Estanque. Y fue el agua la que le sugirió una solución: hacerse a la mar, pedir al todopoderoso Fouquet que le consiguiera un mando, realizar por fin aquel sueño, el más verdadero, el más puro. Volver la espalda a la corte, sus trampas y perfidias, y navegar como un simple capitán con un puñado de hombres, sin esperar que la muerte del padre al que amaba le ofreciera el cargo de almirante.

El último guijarro fortaleció su decisión, y después de lanzarlo se puso a buscar a su amigo Fouquet. Cuando se hubo alejado, Sylvie dejó por fin su escondite junto a la estatua y continuó su paseo interrumpido. La cabeza ya no le dolía, pero necesitaba más que nunca reflexionar en silencio y soledad. Bajó hacia los reflejos plateados de la cinta del canal…

Mientras tanto Marie, de regreso al castillo, se encontró con Tonnay-Charente y Montalais, que la buscaban.

— ¿Dónde diantre estabais? -exclamó la primera-. ¡Vaya idea la de desaparecer de ese modo, cuando están ocurriendo cosas apasionantes!

Marie habría contestado con gusto que Beaufort le parecía el más apasionante de los temas pero, además de que no estaba dispuesta a compartir su secreto con nadie, sin la menor duda habría sido tiempo perdido, porque sus dos amigas parecían enormemente excitadas.

— ¿De verdad? -dijo en tono ligero-. ¿Es que Monsieur ha hecho a su esposa una declaración de amor pública?

— No nos habríamos molestado en dar un solo paso para contaros una cosa así -dijo Montalais-. Se trata del rey.

— ¡Vaya noticia! Todo el mundo sabe que está locamente enamorado de su cuñada, hasta el punto de hacer llorar a la reina.

— ¿Nos dejaréis hablar? -dijo con severidad Athénaïs-. Así evitaréis decir tonterías. Ahora bien, si no os interesamos…

Marie detuvo con un gesto su movimiento de retirada, y se excusó amablemente.

— No os molestéis, estoy un poco nerviosa últimamente…

— Sin embargo, podéis ver a D'Artagnan todos los días -dijo Montalais, seca.

— Claro que sí, son otros temas los que me preocupan. Ahora, por favor, contádmelo todo.

— Pues bien, así está el asunto…

Athénaïs, que tenía grandes dotes de narradora, contó con gracia y fidelidad la pequeña escena que se había desarrollado en los aposentos de Madame después de la marcha de Beaufort. El rey había entrado para informarse a su vez del estado de la bella enferma, pero no se entretuvo. Se acercaba ya la hora de la cena y Su Majestad, dotado de un formidable apetito, no ocultó que estaba hambriento. Fue ese detalle lo que realzó el carácter extraordinario de lo que ocurrió después: al salir de la alcoba de Madame, Luis, en lugar de dirigirse a la puerta, se acercó al grupo de las doncellas de honor y se dirigió directamente a Mademoiselle de La Vallière para preguntarle si se encontraba a gusto en Fontainebleau. Naturalmente, tras el primer momento de sorpresa, el respeto había obligado a las compañeras de la joven a apartarse y dejarla en espléndido aislamiento con el rey.

— ¡Muy incómodo, la verdad! -gruñó Aure de Montalais-. Y todavía pudimos oír menos porque la pobre Louise, roja como una cereza y sobrecogida, respondía con unos balbuceos casi inaudibles y ponía más que de costumbre ojos de carnero degollado…

— ¿Y eso en la alcoba de Madame? ¿En su presencia? ¿Y no dijo nada?

— Nada en absoluto. Miraba la escena desde su cama, sorbiendo una tisana con aire apacible. Pero yo conseguiré averiguar lo que ha dicho el rey a Louise. Somos compañeras desde que servíamos juntas a la vieja Madame en Blois. No puede ocultarme nada.

Sin embargo, la curiosa Montalais se quedó con las ganas: Louise se negó a revelar ni una sola de las palabras del rey. Mientras hablaba, se oprimía el pecho con las manos como si temiera dejar escapar la menor migaja de aquel precioso tesoro. Una actitud de la que las tres compañeras extrajeron una conclusión sorprendente: La Vallière, con sus aires de virgen prudente, frágil y desinteresada de los asuntos terrenales, estaba enamorada de su soberano…

— ¡Enamorada con locura, enamorada perdida! Ve después de esto a fiarte del agua mansa -concluyó Montalais.

No era la única sorpresa que aguardaba a las tres compañeras. Los días siguientes trajeron nuevo pasto a sus conversaciones, como a las de toda la corte. ¡Luis XIVse puso a cortejar abiertamente a La Vallière! En cuanto entraba en los aposentos de Madame, la buscaba a ella antes incluso de saludar a la princesa. Iban de paseo y aparecía junto a la portezuela de su coche para darle la mano. Hubo sobre todo una ocasión en que estalló una tormenta cuando andaban dispersos por el bosque, en la que pudo verse a Luis en pie bajo un árbol, destocado y calándose mientras con su sombrero e incluso con su cuerpo se esforzaba en proteger a su bonita acompañante. Cuando el grupo de paseantes pudo reunirse de nuevo, la pareja emitía al mirarse una especie de irradiación más reveladora que un largo discurso. Madame, que hasta ese momento había seguido los diversos escarceos con una indulgencia divertida, dejó de sonreír.

De hecho, lo ocurrido era lo siguiente: ante la beligerancia que habían suscitado sus amores, exhibidos con tanta insolencia, Luis y Enriqueta habían decidido recurrir a un engaño y ponerse a resguardo a la luz de un «candelabro». Dicho de otra manera, el rey fingiría encapricharse de una de las doncellas de honor de su amante, y ambos tuvieron la precaución de elegir la más discreta, y también la más vulnerable. La elegida fue Louise de La Vallière después de que Madame -que no tenía la menor intención de crearse una rival- descartara a Tonnay-Charente, demasiado bella y altiva; a Fontsomme, demasiado joven y bonita, que con toda seguridad no sabría interpretar su papel porque no estaba interesada en el rey, y finalmente a Montalais, demasiado maliciosa y seguramente difícil de manejar.

Pero en el curso de las conversaciones a solas con la joven, Luis XIV descubrió una cosa increíble e inaudita: la pequeña muchacha de Turena le amaba, le amaba apasionadamente incluso, desde que le había visto tiempo atrás en Blois, en casa de su tía D'Orleans. Y amaba al hombre, no al rey, y le habría preferido cien veces de haber sido un simple mosquetero o un terrateniente de campo, en lugar de estar casado con Francia y con una infanta.

El amor atrae al amor, y éste era muy poderoso: Luis se inflamó como una tea de ramas de pino y olvidó completamente a Madame, a la que no quedó otro recurso que aproximarse a las dos reinas para hacer frente común contra la nueva favorita. La pobre iba a verlas de todos los colores, pero mientras tanto la muchedumbre de cortesanos se volvía, en un movimiento colectivo conocido desde muchos siglos atrás, hacia el astro naciente.

Nicolas Fouquet se hizo anunciar ante su amiga Sylvie de Fontsomme.

— Vengo a enterarme de las novedades, amiga mía. Acabo de llegar de Vaux y oigo cosas tan asombrosas que necesito una confirmación. Se habla del rey y una doncella de honor, cuando en mi anterior visita el problema era Madame.

— Así es, todo ha cambiado. Por lo menos eso tengo entendido, pero es a Marie a quien deberíais preguntar, querido Fouquet, porque se trata de una de sus compañeras.

— Puesto que es el rey quien está en juego, una dama de honor de la reina también estará enterada. A Su Majestad no debe de gustarle esta nueva aventura más que la anterior.

Sylvie se echó a reír.

— ¡Es lo menos que puede decirse! ¡La pobre…! Pensad que desde su boda, hace poco más de un año, la pobre pequeña infanta, enamorada como ya no se usa, ha visto a su esposo distraerse primero con Madame de Soissons, luego con Madame a secas, y ahora con esa infeliz La Vallière. La novedad ha hecho que las dos reinas y Madame pasen todo el tiempo juntas, visiblemente aliadas en contra de la nueva favorita.

— ¡Habladme de ella! ¿Quién es exactamente?

— ¡Una niña encantadora! Tímida, dulce, modesta, una verdadera violeta de los bosques. Sólo tiene diecisiete años. Pertenece a una familia noble de la Turena.

— ¿Rica?

— ¡Oh, no lo creo! De las doncellas de honor de Madame, es la que viste con más modestia. Su difunto padre, el marqués de La Vallière, poseía algunos bienes, pero su viuda iba camino de hacerlos desaparecer cuando volvió a casarse con el mayordomo de la vieja Madame. La reina, naturalmente, lo sabe todo, y en ella se juntan la esposa engañada y la española ofendida. Admitiría tal vez una querida de alto rango, pero para ella La Vallière no es nadie, y su orgullo se resiente.

— ¿Pensáis que el rey está verdaderamente enamorado, vos que lo conocéis desde la infancia?

Sylvie mostró las palmas de las manos en un gesto de impotencia.

— ¿Quién puede alabarse de conocer bien a un hombre como él? Todo lo que puedo decir es que lo parece.

— ¡Es todo lo que quería saber! ¡Beso vuestras preciosas manos, querida duquesa!

Fouquet saludó con una pirueta llena de elegancia y se alejó hacia las profundidades del palacio diciendo que sabía lo que tenía que hacer. Se había perdido ya de vista cuando Sylvie, inquieta, abrió la boca para preguntarle en qué estaba pensando.

La idea del superintendente de las Finanzas era enviar a Madame du Plessis-Belliére a saludar a Louise de La Vallière y ofrecerle doscientas mil libras «para que su tocado fuera digno de una augusta atención». Por desgracia, era el tipo de error que habría sido necesario evitar, porque Louise no estaba cortada por el mismo patrón que la mayoría de las damas de la corte. No sólo rechazó el regalo, sino que fue indignada a contárselo todo al rey.


De modo que Luis XIV tiene una fuerte prevención contra su ministro cuando, mediada la tarde del 17 de agosto, su carroza escoltada por mosqueteros y guardias franceses cruza la alta verja dorada del castillo de Vaux-le-Vicomte y avanza por la ancha avenida arenosa de la que un ejército de oficiosos sirvientes ha hecho desaparecer el menor guijarro… El efecto sorpresa es total: ante la magnificencia del castillo y sus jardines, surgidos de repente de los bosques que los disimulaban hasta entonces, Luis XIV retiene la respiración y, mientras la larga fila de coches avanza, contempla casi incrédulo los parterres floridos, el agua que brota de las fuentes -estamos en plena canícula-, las estatuas y la arquitectura audaz y majestuosa, tan nueva, del edificio.

Y he aquí que el propio Fouquet espera al rey al pie de la escalinata, mientras su mujer va a colocarse junto a la portezuela de la reina madre. María Teresa, debido a su embarazo que el calor hace particularmente penoso, no ha podido venir, pero Sylvie, invitada particular de los Fouquet, ha ido a reunirse con su amiga Motteville. Lo que ve la sobrecoge: el superintendente ha tirado la casa por la ventana para que la fiesta y el esplendor del castillo sean inolvidables, y eso es realmente demasiado para un rey joven, escaso con frecuencia de dinero y que todo lo observa con mirada rencorosa.

Después de los refrescos, Fouquet enseña a sus invitados el parque de las mil cien fuentes, y luego un huerto que no tiene rival en el mundo. Mucho después Luis XIV creará algo mejor aún en Versalles, y sin embargo podrá oírsele decir a sus cortesanos: «Sois demasiado jóvenes para haber comido los melocotones del señor Fouquet.»Vuelven luego al castillo y se sientan a la mesa. Mientras Fouquet y su esposa sirven al rey y a Ana de Austria en una vajilla de oro los manjares más delicados preparados por Vatel, los invitados encuentran a su disposición treinta bufetes cargados de vituallas y de los vinos más finos. El rey devora primero, luego su apetito cede y se queda ensimismado, mientras su madre finge desdeñar lo que le ofrecen.

Finalizada la cena, se trasladan al teatro al aire libre montado cerca de un bosquecillo de pinos. Como el tiempo amenaza tormenta, los espectadores son colocados bajo una amplia tienda de damasco blanco. Se representa una comedia de Moliere, Les fâcheux (Los latosos), y algunos se preguntan si no se trata de una alusión discreta. Finalmente, unos extraordinarios juegos artificiales, obra de Torelli, iluminan el cielo estival con flores de lis acompañadas por los monogramas del rey y la reina madre, que se funden al instante en miles de estrellas. Imposible imaginar nada más galante ni más magnífico, y sin embargo Luis XIV contempla el espectáculo con frialdad. Se siente humillado al comparar esos esplendores con lo que él mismo despliega, y olvida que antes de labrar su propia fortuna Fouquet ha ayudado decisivamente a Mazarino a edificar la suya. Ese Mazarino que antes de morir le ha dado, en la persona de Colbert, el instrumento para perder a Fouquet.

— Señora -murmura a su madre-, ¿no le daremos un escarmiento a esta gente?

A las dos de la madrugada, Fouquet, pensando que el rey desea descansar, le pregunta humildemente si aceptará ocupar por esta noche la habitación fabulosa que le han preparado. Pero no, el rey quiere volver a Fontainebleau. De inmediato suenan las trompetas y, mientras los coches avanzan, todo el castillo parece arder debido a la magia de los pirotécnicos, y Fouquet acude a sostener la portezuela para su real invitado. En ese instante tiene un gesto de total desprendimiento: ofrece Vaux, sus maravillas y a todos los que han contribuido a crearlas, a ese rey que no tiene para él ni siquiera una sonrisa, que no le da las gracias por una fiesta que ha arruinado al superintendente. Rehúsa el regalo, pero conservará en la memoria los nombres de los artistas que lo han creado: Le Vau, Lebrun, Le Nôtre, además de Moliere que sin embargo pertenece aún a su hermano, y también de La Fontaine, que ha recitado unos versos tan hermosos.

Se va rumiando su cólera, con unos celos indignos de un rey que se pretende grande…

Sylvie lo ha visto todo. También ha visto la sonrisa de gato satisfecho que luce la faz pesada de Colbert. Éste huele la sangre fresca… De modo que deja que Madame de Motteville se marche sola y decide quedarse un poco más. Fouquet el magnífico conseguirá algún coche para llevarla a Fontainebleau antes de que la reina se levante. Quiere hablar con su amigo: se acerca a la pareja que, al pie de la escalinata, mira cómo la caravana real desaparece en la noche.

Madame Fouquet la ve acercarse y le ofrece una sonrisa cansada.

— Le he dicho todo cuanto podía decirle, querida amiga, pero no ha querido escucharme. Permitid que me retire; estoy muy cansada…

— No es para menos… ¡Os deseo un buen descanso! En cuanto a vos, querido Nicolas, creo que estáis loco. ¿Os dais cuenta de lo que habéis hecho? Esta fiesta demuestra de manera abrumadora, a los ojos del rey, que sois más rico y poderoso que él.

— Se invitó él mismo. ¿Podía recibirle como a un vecino del campo? Le he recibido como debía, y lo que he querido mostrarle es que puedo ayudarle a convertirse en el rey más grande del mundo.

— Habéis hecho lo que él quería. O mejor dicho, lo que quería Colbert… Mucho me temo que os quiten vuestra superintendencia y que nunca seáis primer ministro. Pero gracias a Dios aún sois procurador general, y eso os pone a salvo de lo peor. Lo sois aún, ¿no? -añadió, inquieta por la expresión sombría de su amigo.

— No, ya no lo soy. He vendido mi cargo a Monsieur de Harlay por un millón cuatrocientas mil libras… cuya mayor parte habéis visto volatilizarse con las iluminaciones, el espectáculo y los fuegos artificiales.

— ¡Dios mío! ¿Habéis hecho eso? Pero…

— Vamos, vamos -la interrumpió él en un tono que quería ser tranquilizador-, aunque el rey me apartara de la vida pública, sabría volver a ella pasado un tiempo. Y mientras tanto, repartiré mi tiempo entre este lugar, en el que me encuentro bien, Saint-Mandé, donde me encuentro aún mejor, y Belle-Isle. Ya veis que tengo en qué ocuparme.

— ¿Y si os quitan todo eso, si van… todavía más lejos?

— ¡No dramaticemos! Ya no estamos en la Edad Media ni en la época de los Valois, y yo no me llamo ni Enguerrand de Marigny ni Beaune de Semblangay. Y cambiando de tema… me alegra que os hayáis quedado, pero venid a descansar un poco. Al amanecer, mi coche os llevará a Fontainebleau.

Mientras regresaba a cumplir con su servicio al fresco de una aurora gloriosa, más alegre aún por el canto de una alondra madrugadora, Sylvie no conseguía apartar unos negros presentimientos que no disiparon los días siguientes. La corte perdió algo de su alegría. El rey estaba enfrascado en su nuevo amor, con el que se reunía en secreto — ¡el secreto no duró mucho tiempo!- en las habitaciones de su fiel Saint-Aignan. La reina sufría debido a su embarazo, y Madame se había unido ahora a ella en las molestias de una futura maternidad que la fastidiaba porque le impedía en muchas ocasiones dedicarse a los placeres que tanto le gustaban.


Poco tiempo después, una mañana el rey anunció que tenía intención de marchar en breve a Nantes, donde se reunían los Estados de Bretaña. Únicamente le acompañarían sus gentileshombres, y las reinas se quedarían en Fontainebleau. Aquella misma tarde, el capitán D'Artagnan se acercó a Sylvie al borde del Gran Canal, donde ella tenía por costumbre ir a dar un pequeño paseo con tanta regularidad como le era posible.

— He venido, madame, para daros un buen consejo. No os oculto que he dudado mucho tiempo antes de venir a veros… por mucho placer que eso suponga para mí. Pero no hace mucho salvasteis a un amigo mío, y quiero intentar devolveros el favor.

— El preámbulo me asusta.

— No menos que lo que me queda por decir. Decid a Monsieur Fouquet que no acuda a los Estados de Bretaña… o, si va, que pase sin detenerse por Nantes y vaya a encerrarse a Belle-Isle.

— Pero… ¿por qué?

— Porque el rey le hará arrestar… y seré yo el encargado, lo juraría, como estuvo a punto de ocurrir la otra noche en Vaux.

Sylvie miró espantada la alta silueta del mosquetero.

— ¿Arrestar a Monsieur Fouquet en su casa? ¿Cuando acababa de gastarse las tres cuartas partes de su fortuna en complacerle?

— Por eso mismo tuve el honor de decir a Nuestra Majestad que se deshonraría si obraba así, y que por mi parte no me sentía dispuesto a hacer un trabajo tan sucio.

— ¿Y no estáis en la Bastilla? -susurró Sylvie, atónita ante tanta audacia.

— ¡Pues no! El rey me conoce desde hace mucho tiempo. Es joven, impulsivo, y cuando está irritado es difícil hacerle entrar en razones; por una vez, se avino a reconocer que yo tenía razón y que una acción así habría sido reprobable, pero apostaría todo lo que tengo en el mundo a que, si va a Nantes, Fouquet no saldrá de allí tirado por sus propios caballos. Unos caballos, por cierto, capaces de correr mucho, porque no conozco otros más hermosos. ¡Será mejor que los utilice mientras aún está a tiempo!

Sylvie pasó su brazo bajo el de D'Artagnan y dio junto a él unos pasos en silencio.

— Al darme este aviso -murmuró finalmente-, ¿no estáis faltando a vuestros deberes con el rey?

— Nada me hará faltar a mis deberes con el rey. Si me ordena en los próximos días arrestar al superintendente, lo haré sin dudarlo, pero aún no me ha dado la orden y no hago más que comunicaros lo que pienso.

— No sé si me escuchará, pero os debo un gran, un enorme agradecimiento.

— No lo creo. Ya veis… detesto incluso la idea de que podría ver lágrimas en vuestros ojos…

Ese día, Sylvie comprendió que D'Artagnan estaba enamorado de ella.

Fouquet, tal y como ella esperaba, no quiso darse por enterado. Aunque padecía unas fiebres tenaces, quiso ir a Nantes, donde el rey le había convocado, pero hizo la mayor parte del camino en una cómoda gabarra con la que descendió por el Loira al mismo tiempo que otra en la que iba Colbert, con quien fue haciendo carreras del mejor humor del mundo. Aquella atmósfera casi amistosa convenció a Fouquet de que sus amigos se equivocaban de medio a medio. Antes de la partida, ¿no había el rey, que viajaba a caballo, enviado a Le Tellier para informarse de su salud?

En Nantes, el superintendente y su mujer -ella no se apartaba de él ni un instante desde la fiesta de Vaux- se instalaron en el hôtel de Rouge, que pertenecía a la familia de Madame du Plessis-Belliére. Fouquet se acostó, pero a pesar de ello recibió a una alegre delegación de mujeres de Belle-Isle, que bailaron para él con sus pintorescos atuendos de fiesta rojos. El rey envió a Colbert a informarse de su salud, y éste aprovechó para sonsacar al superintendente, cuya ruina preparaba desde hacía tanto tiempo, noventa mil libras «para la marina». Le anunció asimismo que al día siguiente, 5 de septiembre, habría consejo matinal en el castillo, porque el rey había decidido ir de caza.

Fouquet acudió a pesar de sus dolencias, y al salir se vio rodeado por la habitual muchedumbre de solicitantes, lo que impidió cualquier acción dirigida contra él. Fue únicamente en la plaza de la Catedral donde D'Artagnan, acompañado por quince mosqueteros, alcanzó su silla de mano y le comunicó la orden de arresto. El prisionero le dirigió una mirada de inmensa sorpresa.

— ¿Arrestado? Yo pensaba estar mejor situado en la confianza del rey que ninguna otra persona del reino… En tal caso, procurad que no haya escándalo.

— Eso depende de vos, señor -dijo el oficial con una tristeza que no pasó inadvertida a Fouquet-. Por mi parte, sabed que habría preferido no cumplir nunca esta orden.

— ¿Adonde me lleváis?

— Al castillo de Angers.

— ¿Y los míos?

— No tengo ninguna orden que les concierna.

Mientras D'Artagnan se alejaba unos pasos para dar una orden a sus hombres, Fouquet murmuró a su criado La Forêt: «A Saint-Mandé y a Madame du Plessis-Belliére.» Quería decir con ello que las personas de su casa y su amiga debían deshacerse de sus papeles personales. La Forêt, un hombre inteligente y agudo, se eclipsó, salió de Nantes a pie y se dio tanta prisa como pudo para transmitir el mensaje. Pero cuando éste llegó a su destino, ya era tarde: Colbert había tomado sus precauciones.


El 7 de septiembre, por un correo enviado al canciller Séguier y otro a la reina madre, se supo en Fontainebleau lo que acababa de ocurrir en Nantes. Sylvie, espantada, se valió del primer pretexto que se le ocurrió para abandonar su servicio, y dejó a María Teresa doliente, tendida en un sofá, en compañía de Chica, que cantaba para ella, y de Nabo, que le daba aire con un enorme abanico de plumas de avestruz azules. Corrió a los aposentos de la reina madre, esperando encontrarla tan desolada como ella misma lo estaba. Desde que había llegado al poder, Fouquet la había servido con abnegación y lealtad, incluso y sobre todo en los duros tiempos de la Fronda. Era también el hombre de confianza de Mazarino, al que ella había amado hasta el punto de desposarse en secreto con él. Sin duda haría todo lo posible por acudir en ayuda de un servidor tan noble y generoso que jamás le había negado nada, aunque hubiera de pagarlo de su propia bolsa.

Pero cuando Sylvie entró en los aposentos, oyó el eco de dos risas y, como encontró a Motteville a las puertas del Grand Cabinet, le preguntó de quién se trataba.

— La vieja duquesa de Chevreuse -fue la respuesta-. Vos tal vez no lo sabéis, pero ha venido muy a menudo en los últimos tiempos.

— ¿Para quejarse de su miseria como de costumbre, o para mendigar un puesto para su joven amante, el pequeño Laigue?

— No. Para disfrutar de su triunfo… ¡Escuchad vos misma!

Con una media sonrisa, François e de Motteville entreabrió la puerta del Cabinet, de modo que llegara hasta sus oídos y los de su amiga la voz agria y exultante de la antigua belleza de la época de Luis XIII:

— Ya veréis, señora, como Monsieur Colbert os servirá mejor que Fouquet, del que por fin habéis comprendido que nunca ha pensado más que en su propia fortuna. Ya era hora de que abandonarais a ese hombre, que después de todo no es más que un mercader tramposo.

— Ah, lo confieso, la fiesta insensata que nos dio en Vaux me hizo ver cuánta razón teníais al ponerme en guardia. Por otra parte, el difunto cardenal recomendó calurosamente a Monsieur Colbert ante el rey, y sabía muy bien lo que hacía…

— ¿Os anuncio? -propuso Motteville, con la mano en el tirador de la puerta.

— No… No; es inútil, querida amiga. No necesito saber nada más, y perdería el tiempo. A propósito, ¿sabéis qué ha conseguido esa mujer por su magnífico trabajo?

— Una pensión, creo… y sobre todo un puesto para el joven Laigue. Éste tenía muchas quejas de un superintendente que le trató siempre según sus méritos.

Descorazonada, Sylvie volvió a su alojamiento. Lo que acababa de oír no la sorprendía más que a medias. Desde que conocía a Ana de Austria, la había visto abandonar uno tras otro a amantes y servidores fieles: François de Beaufort, La Porte, Marie de Hautefort, Cinq-Mars y François de Thou, a los que había entregado al verdugo, e incluso a la misma Chevreuse, llamada de nuevo después de un largo exilio en el que se había visto apartada de la corte como un mueble inútil, pero que finalmente había conseguido volver a la superficie, más venenosa que nunca. Colbert, obsesionado por la ruina de su enemigo, había comprendido muy pronto el partido que podía sacar de ella, a cambio de dinero por supuesto… Todo aquello era infame, y es bien cierto que el servicio de los reyes ofrece con mucha frecuencia aspectos sórdidos. En el fondo, sin duda era una lástima que Ana de Austria no se hubiera casado con su cuñado; el hombre de todas las traiciones, de todos los abandonos. Los dos estaban hechos el uno para el otro.

Al pisar la hierba del césped, sus pies calzados de raso gris tropezaron con una culebra que se arrastró hasta el agua, y ella se detuvo un momento hasta verla desaparecer, consciente del simbolismo. Las armas de Colbert incluían una culebra — ¡una víbora habría sido más adecuada!-, y las de Fouquet una ardilla: el reptil había hecho caer en la trampa al pequeño roedor aéreo, y se enroscaba alrededor de su cuerpo para ahogarlo antes de zampárselo…

Sylvie sintió acudir las lágrimas a sus ojos, volvió a su habitación tan aprisa como pudo, y decidió pedir un permiso. Necesitaba enterarse del destino que aguardaba a la mujer y los hijos del preso, y también a sus amigos más próximos, algunos de los cuales eran también suyos; y con toda seguridad Perceval podría decírselo. Entonces vería lo que era posible hacer por ellos.

Bondadosa como siempre, María Teresa le concedió todos los permisos que necesitara, y únicamente le pidió que no estuviera lejos demasiado tiempo. Suzanne de Navailles le estrechó la mano sin decir nada. Sabía lo sensible que era a la suerte de las personas que amaba, y por su parte la habría acompañado con gusto, pero no era posible dejar a la reina sola entre las garras de Madame de Béthune u Olympe de Soissons. Era preciso asegurarle un embarazo tranquilo en la medida de lo posible.

Sylvie volvió a su casa con el corazón algo serenado, y allí se enteró de que Madame Fouquet había sido exiliada -Dios sabe por qué, la habían enviado a Limoges-, que Madame du Plessis-Belliere estaba exiliada en Montbrison, el hermano arzobispo de Narbona y el abate Basile exiliados no se sabía dónde, y el hermano obispo de Agde en su diócesis. Las casas habían sido registradas de arriba abajo, sobre todo la de Saint-Mandé, de la que se encargó personalmente Colbert quebrantando las normas de derecho más elementales; después se habían sellado todas, empezando por Vaux. En cuanto al hôtel de la Rue Neuve-des-Petits-Champs, se arrojó de ella sin miramientos a los hijos, de los que el último tenía tan sólo dos meses, y habrían quedado en la calle si un amigo no los hubiera llevado a la casa de su abuela. Al mismo tiempo, se puso en libertad a todos aquellos que el superintendente había encarcelado por una u otra razón, pero en general por delitos. Pero eso Sylvie y los suyos no iban a saberlo hasta más tarde, cuando, quince días después del drama, llegó de Fontsomme el abate de Résigny en un estado calamitoso: Philippe, su alumno, había sido raptado cuando recogía nueces en el fondo del parque con otros niños de su edad. -Uno de los raptores -eran cinco- había gritado al abate angustiado e impotente:

— Dile a tu ama que es una gran imprudencia encarcelar a los amigos de Monsieur Colbert… ¡sobre todo cuando se es amigo de Fouquet!

La madre dedicó poco tiempo al horrible dolor que la traspasó. De inmediato despertó en ella la luchadora. Mandó enganchar los caballos.

— ¿Qué vas a hacer? -preguntó Perceval, inquieto-. ¿Piensas enfrentarte a Colbert?

— La duquesa de Fontsomme no se rebaja a hablar con gente de esa ralea. ¡Voy a ver al rey!

— Dicho de otra manera, a Fontainebleau. En ese caso, te acompaño, aunque sólo sea para comprobar que no sales de allí entre dos guardias… ¡Venid vos también, abate, ya que habéis sido testigo!

Y Perceval de Raguenel fue a buscar el neceser de viaje que, como hombre precavido, tenía siempre preparado para cualquier evento.


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