10. La gran expedición

El tiempo y la enfermedad se cerraron sobre Sylvie más estrechamente aún que las paredes de su habitación. Sus nervios, tensados en exceso desde hacía demasiado tiempo, cedieron de golpe, y al mismo tiempo se le declaró una pulmonía a causa de salir con escaso abrigo al frío invernal. A pesar de los cuidados de Perceval de Raguenel, que además de su perfecto conocimiento de las plantas se había aficionado en otro tiempo a la medicina junto a su difunto amigo Théophraste Renaudot, su estado se agravó hasta el punto de hacer temer un desenlace fatal. Durante días y noches, Sylvie deliró bajo la vigilancia de Jeannette y Perceval, desolados y prácticamente impotentes. Estuvo tan grave que Perceval no se atrevía a alejarse para buscar a Marie, a la que hacía responsable en buena parte del estado de su madre. Sin embargo, era necesario que la muchacha supiera lo que había hecho. Sería demasiado triste, demasiado injusto, que Sylvie muriese sin haber vuelto a ver a ninguno de sus hijos.

En lo que respecta a Philippe, Perceval había escrito a Beaufort cuando comprendió que el peligro era cierto. Sin duda llegaría pronto. Además, había prevenido a Marie de Hautefort, pero a ésta, víctima de una caída de caballo, le era imposible desplazarse. Quedaba Marie. ¿Dónde encontrarla? ¿Había vuelto a su servicio junto a Madame, o se escondía?

— La mejor manera de saberlo es ir a ver a la señora marquesa de Montespan, que es su amiga -aconsejó Jeannette-. Vive en la Rue Taranne, en el faubourg Saint-Germain. Seguramente sabrá algo.

Era un buen consejo. Perceval envió de inmediato a Corentin con dos cartas, una destinada a la joven marquesa y la otra a la propia Marie, y esperó. Pero lo que vio aparecer treinta y seis horas más tarde, por la larga avenida de olmos por la que se entraba a Fontsomme, le dejó confuso. Esperaba a dos caballeros, o tal vez un coche de postas escoltado por Corentin a caballo. Sin embargo, lo que se recortó contra el fondo del paisaje fue una enorme carroza de viaje con los blasones reales, flanqueada por un pelotón de gendarmes de la compañía de Orleans. Con aspecto fatalista, Corentin trotaba junto a la portezuela del coche, que describió una graciosa curva antes de detenerse delante de la escalinata. De él salió una mujer alta, tan envuelta en pieles que parecía un oso tocado con un sombrero de plumas azules y blancas, seguida por un hombrecillo rubio y robusto. Perceval sabía ya de quién se trataba y se precipitó al encuentro de Mademoiselle, al tiempo que se preguntaba qué la había llevado allí. Ella se encargó de satisfacer su curiosidad de inmediato.

— ¡Me alegro de veros, Monsieur de Raguenel! Estaba ayer de visita en casa de Madame de Montespan cuando llegó vuestro intendente buscando a la joven Marie, y nos contó el triste estado de Madame de Fontsomme, perdida entre las nieves de las llanuras picardas sin ninguna posibilidad de una atención médica adecuada. De modo que os traigo a un hombre genial que he descubierto por la mayor de las casualidades y que alojo en mi casa… ¿Dónde está nuestra enferma?

Perceval se esforzaba en seguir a la vez aquella catarata de palabras y la marcha tumultuosa de la princesa a través del castillo, ante la mirada atónita de los criados. A la velocidad que llevaba, la imaginaba cayendo como el rayo en la alcoba de Sylvie. Se precipitó a interponerse y la detuvo.

— ¡Por favor, señora! Suplico a Vuestra Alteza que perdone mi audacia, pero es necesario que me preste un mínimo instante de atención.

— ¿De qué queréis que hablemos? Hay cosas más urgentes que hacer.

— Tal vez, pero es del rey de quien deseo hablaros. ¿Sabe Vuestra Alteza que Madame de Fontsomme está exiliada?

— ¡Por supuesto que lo sé! Supe esa… iniquidad en mi castillo de Eu, adonde había ido a supervisar reformas importantes. Volví a París de inmediato para saber algo más.

— Todo lo que puedo deciros es que Vuestra Alteza corre el riesgo de enojar gravemente a Su Majestad al venir aquí, y que…

— ¿Y que qué? -lo fulminó Mademoiselle, que aproximó su gran nariz al rostro de Raguenel y le miró al fondo de los ojos-. Hace mucho tiempo que mi primo me conoce; sabe que es muy difícil impedirme hacer lo que quiero. ¿Qué arriesgo? ¿Que me envíe una vez más a mis tierras? ¡Como guste! En Eu tengo muchas cosas que hacer, y en Saint-Fargeau he encargado la confección de unos tapices de gran tamaño, y tengo ganas de acercarme para ver cómo va el trabajo.

— ¡Oh! Sé que Vuestra Alteza no tiene miedo de nada…

— ¡Sí!

Tomó bruscamente el brazo de Perceval y lo llevó a un rincón, haciendo una señal a sus acompañantes para que se quedaran atrás.

— Sí -repitió en voz más baja-. Tengo mucho miedo de los reproches que podría hacerme mi primo Beaufort si dejara a la dama de sus pensamientos marcharse de este mundo cuando dispongo de los medios para salvarla. Quiero mucho a mi primo, caballero. Es un viejo camarada de armas, un cómplice, y cuando el rey le confió sus barcos, vino a decirme adiós al Luxembourg. Fue entonces cuando me confió su preocupación porque nuestra amiga no desconfiaba lo bastante de ese patán de Colbert y manifestaba quizá demasiada amistad por el pobre Fouquet. Le prometí hacer lo que pudiera para velar por ella, en la medida de mis medios y también con toda la discreción posible. Hoy cumplo mi promesa, pero incluso sin ella habría venido: me gusta mucho la pequeña duquesa. Vamos, ¿me lleváis a su habitación, sí o no?

Perceval se inclinó con un respeto lleno de emoción y luego precedió a la princesa hasta la galería a la que se abrían las habitaciones. El médico, reclamado con un gesto enérgico, se había unido a ellos. A la puerta de la alcoba, Mademoiselle se dio cuenta de que tenía mucho calor, se quitó las pieles de zorro que doblaban su volumen, las dejó en el suelo, lanzó su sombrero sobre las pieles y, aferrando al médico del brazo, lo arrastró al interior de la habitación.

— ¡Que nos dejen solos! -ordenó-. ¡Venid, maese Ragnard!

Perceval vio pasar con resignación al buen hombre, que llevaba el nombre de un temible jefe vikingo y al que Mademoiselle casi levantó del suelo al tirar de él para hacerle entrar. Jeannette estaba con Sylvie, y sin duda se bastaría para ejecutar las órdenes del médico. Por su parte, él fue a ocuparse del alojamiento del séquito civil y militar de la princesa. Como conocía el proverbial apetito de ésta, bajó a las cocinas para hacer algunas recomendaciones a Lamy, pero el cocinero ya estaba al corriente de la situación y en sus amplios dominios reinaba un zafarrancho de combate: los fogones zumbaban y Lamy distribuía órdenes en todas direcciones.

— Bendita sea esa buena princesa que viene a vernos en contra de la voluntad del propio rey -declaró a Perceval con entusiasmo-. ¡Es preciso que guarde de su estancia entre nosotros un recuerdo imborrable!

Raguenel estuvo a punto de objetar que el estado de la duquesa no era tal vez el más propicio para una comida de fiesta, pero el buen hombre estaba tan contento de trabajar para la prima del rey que habría sido una lástima aguarle su entusiasmo. Le dejó hacer y volvió a subir para esperar el diagnóstico del pequeño médico. Tardó mucho. Había transcurrido más de una hora cuando por fin apareció Mademoiselle, sola.

— ¿Y bien? -susurró Perceval, que se temía lo peor.

— Dice que si hacemos lo que él indique, hay esperanzas de salvarla…

— ¡Por supuesto que se hará lo que indique!

— Esperad a saber de qué se trata -dijo la princesa, medio en serio medio en broma-. Va a instalarse en su habitación y no quiere a su lado a nadie salvo a la «sirvienta», como él la llama, para la ropa de cama, el aseo y la comida. Y eso, sólo cuando él la reclame.

— ¿Eso quiere decir que no tenemos derecho a ver a Sylvie? Ese hombre está loco, ¿no?

— No, pero tiene sus métodos y se niega a que nadie se entrometa en ellos. ¡Si no aceptáis, se marcha mañana por la mañana conmigo!

— Pero ¿y si llegan sus hijos?

— Esperarán, y basta. A propósito, no sé si os lo ha dicho vuestro intendente, pero nadie sabe dónde se esconde la joven Marie.

— ¿Ni siquiera Madame de Montespan?

— ¡Ni siquiera! Y tampoco lo saben en el séquito de Madame, donde todo el mundo está convencido de que ha entrado en un convento. Volviendo a maese Ragnard, es un hombre que no habla, o habla justo lo necesario, al que le horrorizan las preguntas y que no contestará si se las hacéis. En mi casa vive solitario en una gran estancia en el desván, que tiene abarrotada de libros y objetos. Se hace subir allí las comidas, y no sale más que si le necesito o cuando cambio de residencia.

— ¿Y está satisfecha Vuestra Alteza?

— Absolutamente, por más que mi Ragnard se parece más al brujo normando que a un médico tradicional. Pero la buena salud que me envidia toda la corte debería haceros confiar.

— ¡Cierto! Sin embargo, Vuestra Alteza acaba de decir que se marcha mañana…

— Sí, pero os lo dejo. Cuando esté satisfecho de su obra, os lo hará saber y me lo mandaréis de vuelta. Debo decir además que no aceptará ningún pago… ¡Hummm! -añadió haciendo palpitar las aletas de la nariz-. ¡Huele espléndidamente! Enseñadme mi habitación para que me lave las manos, y vamos a la mesa. Me muero de hambre.

Dio pruebas de ello haciendo honor a la cocina de Lamy con un entusiasmo contagioso. De modo que Perceval, que no tenía apetito, se sorprendió a sí mismo secundándola de forma muy honorable. Ella se empeñó incluso en felicitar al joven cocinero en unos términos que hicieron temer a Perceval que iba a ofrecerle pasar a su servicio, pero Mademoiselle tenía un corazón demasiado bueno para reclamar un pago por la ayuda que dispensaba. Se marchó al día siguiente como había anunciado, y no ocultó su placer al encontrar en su coche una cesta llena de patés, tortas, pasteles y confituras que le ayudarían a soportar el largo camino de vuelta. Tendió por última vez la mano a Perceval y murmuró:

— Tenéis mi promesa, caballero, de que haré todo lo que pueda para reconciliar al rey con Sylvie. Sigue sintiendo por ella un gran afecto, y no comprendo qué ha podido pasar para que se haya producido un cambio tan grande.

— ¡Ahora no, señora! Suplico a Vuestra Alteza que no intente nada antes de… cierto tiempo. Las órdenes de exilio fueron dictadas en un momento de cólera del rey. Es mejor dejar que se apacigüe. Tanto más, por cuanto de momento sería difícil para mi pobre ahijada aparecer en la corte.

— ¡Sea! Esperaremos un poco… pero no mucho. Tampoco es bueno dejar que le olviden a uno.

Raguenel pensaba, por el contrario, que hacerse olvidar sería lo mejor para Sylvie y los antiguos conjurados del Val-de-Grâce, [28] pero tampoco quería contradecir a Mademoiselle. Se mordió la lengua, saludó por última vez y vio cómo la carroza escoltada por el grupo de jinetes se alejaba por la avenida a buena marcha.

Empezó entonces en el castillo un período extraño: Sylvie permanecía encerrada, sola con aquel médico desconocido sin que nadie pudiera saber a qué tratamiento la sometía; y a su alrededor estaba el castillo entero, cuya vida parecía concentrada en aquella habitación cerrada. Ni siquiera Jeannette podía decir lo que ocurría dentro. Seguida por un lacayo siempre cargado que esperaba fuera, llevaba agua y alimentos consistentes casi siempre en potajes de legumbres, leche y compotas; cambiaba las sábanas de la cama y la ropa de la enferma, cuya delgadez la asustaba, o tenía que procurarse cosas tan curiosas como hielo y sanguijuelas. Pero cada vez que entraba, el médico estaba de pie ante la ventana, vuelto de espaldas, con las manos apoyadas en la falleba; y no se movía salvo para ayudar a cambiar las sábanas, porque no permitía la entrada de ninguna otra criada. No hablaba, ni siquiera miraba a Jeannette, lo que tenía el don de molestarla. En cuanto a Sylvie, siempre la encontraba dormida.

— Seguramente le da alguna droga antes de que yo llegue -confió a Perceval y Corentin-. Pero se diría que mejora. Ya no está colorada, incluso se la ve algo pálida. Sólo que a veces parece sufrir en sueños. ¡Oh, qué prisa tengo por que nos la devuelva! -concluyó secándose los ojos con la punta de su delantal-. Además no es decente, un hombre que vive encerrado con ella día y noche.

— Si es el precio a pagar por su curación, tiene poca importancia -suspiró el caballero-. Una enferma grave no es una mujer para su médico, y el médico no es tampoco un hombre…

Esa confianza no le impedía pasar las noches en blanco delante de la puerta siempre cerrada, arrellanado en un sillón que instalaba allí cada tarde para espiar los ruidos, a veces extraños, que venían de la habitación: parecían rezos, o salmodias en una lengua desconocida. Aquello le hacía pensar que Jeannette, cuando decía que aquel Ragnard era un brujo, no se equivocaba mucho. Eso explicaba el cuidado con que Mademoiselle ocultaba a su médico: la temible Compañía del Santo Sacramento tenía orejas largas, e incluso una princesa debía andarse con cuidado.

Mientras tanto, a Perceval el tiempo se le hacía muy largo, sobre todo porque además le faltaban las noticias del mundo exterior. Seguía sin saberse qué había sido de Marie. Él mismo había hecho un rápido viaje de ida y vuelta a la Visitation de la Rue Saint-Antoine, con la esperanza de que ella hubiera regresado allí, pero nadie la había visto. Además -y eso era aún más inquietante-, no había recibido la menor respuesta de Tolón. Nadie había contestado a su última carta. Ni siquiera el abate de Résigny, aquel infatigable escribidor. ¿Se había desplazado la flota a otro puerto? ¿Cómo saberlo en aquel Fontsomme aislado a la vez por las nieves y el exilio de su ama?


Por fin, el invierno desapareció. Reaparecieron la tierra embarrada, los charcos y los primeros brotes de los árboles. Y luego, una mañana, cuando Perceval se llevaba a su cuarto el sillón en que había pasado la noche, se abrió la puerta de Sylvie y apareció maese Ragnard, vestido de pies a cabeza y llevando en la mano su equipaje. Miró al caballero con calma, y pronunció las primeras palabras que éste escuchaba de su boca:

— ¿Queréis hacer que me preparen un caballo, por favor?

— ¿Os marcháis?

— Sin duda. Mi obra ha terminado. La enferma ha entrado en convalecencia y ya no tengo nada que hacer aquí.

Se dirigía ya a la escalera, cuando dio media vuelta.

— Encontraréis en la mesa mis instrucciones sobre los cuidados convenientes en los días próximos. ¡Servidor, Monsieur! ¡Ah!, tened en cuenta que necesita una atención constante.

Loco de alegría, Perceval le acompañó a las caballerizas y buscó un medio cualquiera de mostrarle su agradecimiento y de saber algo más sobre la enfermedad de Sylvie; pero el otro se obstinó en un mutismo total y se contentó con saludarle levantando el sombrero una vez montado, antes de enfilar la gran avenida del castillo. Perceval no esperó a que se hubiera alejado y corrió a la alcoba de su ahijada, donde se le había anticipado una Jeannette entusiasmada. Sylvie estaba tendida en el lecho con los ojos abiertos de par en par, unos ojos claros que miraban en derredor. Se la veía aún débil, pero sus labios habían recuperado algo de color y le sonrió, tendiéndole los brazos.

— ¡Qué alegría veros de nuevo! Me parece que hace años que no os veía…

— A mí me ha parecido un siglo, querida. ¿Qué ha sido de ti durante todo este tiempo?

— No lo sé… Todo lo que recuerdo es haber sufrido con todo mi cuerpo, y en particular haber dormido… y soñado. Primero eran pesadillas horribles, pero luego los sueños se hicieron más agradables… Me parecía que volvía a Belle-Isle… y que era feliz…

— Ahora seré yo la que se ocupe de vos, y todo irá bien -declaró Jeannette con un aire desafiante que revelaba cuánto había soportado durante aquellos días. Empezó por hacer desaparecer las huellas del paso del médico, y luego colocó un catre para ella en la habitación misma de su ama.

Poco a poco, Sylvie volvió a hacer una vida normal y recuperó su anterior aspecto. Sin embargo, su humor había cambiado. Era como si en su interior se hubiera aflojado un resorte, y eso disminuyera hasta cierto punto el gusto por la vida que la caracterizaba desde su primera infancia. Durante los paseos que daba cada día del brazo de Perceval, a campo través, acabó por dar a entender la tristeza que le producía el silencio de los que llamaba «nuestros marinos», pero no hizo ninguna pregunta relativa a Marie. No porque hubiera expulsado a su hija de su corazón -era imposible, la quería demasiado-, sino porque se resistía a evocar su recuerdo e incluso su imagen, como rechaza la vista de un instrumento de tortura quien ha sufrido sus efectos.

Perceval lo comprendía, y en el fondo aquello le convenía porque no se atrevía a decirle que Marie había desaparecido. Y había algo más: una mañana que fue a Saint-Quentin con el joven Lamy, éste para reaprovisionar de ajos a la abadía y Perceval para devolver a su amigo el cirujano Meurisse un libro prestado, se enteró de una noticia poco tranquilizadora. Mientras bebía con Meurisse en el albergue de la Croix d'Or unas jarras de excelente cerveza, maese Lubin, el patrón, le entregó un par de guantes olvidados allí por Mademoiselle de Fontsomme. Mediante algunas hábiles preguntas hechas al buen hombre, Perceval supo que Marie había parado allí unas semanas atrás, había dejado en el lugar al amigo que viajaba con ella, y lo había recogido aquella misma tarde antes de reemprender, por la mañana, el camino de París. Un comportamiento extraño que no había dejado de plantear interrogantes a un hombre acostumbrado, sin embargo, a las manías de sus huéspedes. Conocía bien a Mademoiselle Marie y no comprendía qué podía estar haciendo en compañía de un hombre que habría podido ser su padre, pero el elevado rango de la joven no le permitía otra cosa que hacer conjeturas. Simple curiosidad de todos modos, porque las relaciones de los dos no parecían ir más allá de una simple amistad. Habían tomado habitaciones distintas, y Marie trataba a su acompañante con cierto despego… Al respecto, después de que Perceval insistiera en sus preguntas, el posadero dio una descripción tan minuciosa del viajero que a Perceval no le quedó la menor duda: el acompañante de Marie era Saint-Rémy, y eso era decididamente inquietante. ¿Por qué ese viaje juntos, y, sobre todo, qué lugar ocupaba aquel miserable, asesino y falsario en el ánimo de Marie? No podía haber cariño entre ellos: ¡cuando se ama a un Beaufort, no se vuelca el afecto decepcionado en un Saint-Rémy! Pero a pesar de todo, de vuelta en Fontsomme Perceval buscó con ahínco un pretexto válido para ir a París y dedicarse a una investigación minuciosa.

El correo vino en su ayuda.

Desde el momento en que maese Ragnard regresó al palacio del Luxembourg y la información de que Madame de Fontsomme estaba fuera de peligro circuló entre la sociedad parisina, en la que conservaba buen número de amigos, aquellos que no reglamentaban su vida en función del ceño del rey se apresuraron a escribirle: primero Mademoiselle, y luego Madame de Montespan, Madame de Navailles, D'Artagnan por más que no fuera hombre de pluma, y sobre todo la querida Madame de Motteville.

Como la muerte de Ana de Austria había disuelto su servicio, su fiel acompañante abandonó una corte en la que no tenía nada que hacer y se instaló en la Visitation de Chaillot, donde su hermana, Madeleine Bertaut, había sucedió en el cargo de superiora a sor Louise-Angélique, conocida en el siglo por el nombre de Louise de La Fayette. Por ella se supo la llegada de Marie a aquel convento, en el que no conocía a casi nadie.

«Me dio a entender que no deseaba profesar, sino concederse un tiempo de reflexión y aconsejarse con su conciencia y con Dios…»

Las últimas palabras tuvieron el don de irritar a Perceval. ¿Aconsejarse con Dios? Ya era hora, después de que aquella pequeña estúpida atravesara Francia entera en compañía de un maleante y colocara a su madre a dos pasos de la muerte. Sin embargo, se contuvo para no herir a Sylvie, que parecía muy tranquilizada.

— ¡Gracias a Dios, está en un lugar seguro! -suspiró mientras volvía a plegar la carta que acababa de leer en voz alta-. ¡Sólo nos queda rezar por que vuelva con nosotros algún día! Ahora únicamente me falta recibir pronto noticias de Philippe. ¡Un silencio tan largo es cruel!

El Cielo decidió sin duda mostrarse clemente, porque a la mañana siguiente llegó una carta del abate de Résigny. Estaba fechada en La Rochelle y llena de entusiasmo; en ella no había la menor alusión al drama del castillo familiar. Los barcos de Beaufort no habían hecho más que tocar tierra en Tolón para reavituallarse antes de pasar al Atlántico, donde les esperaban dos misiones. Primero, escoltar hasta Lisboa a la prometida del rey de Portugal, que no era otra que la turbulenta Marie-Jeanne-Elisabeth, sobrina de Beaufort; y después, o al mismo tiempo, oponerse a posibles ataques de Inglaterra a Holanda, aliada de Francia por tratado. Carlos II, el bienamado hermano de Madame, había hecho destruir los establecimientos comerciales holandeses de Guinea, y en América se había apoderado de Nueva Ámsterdam. [29] De modo que, después de largas negociaciones, Luis XIV se había decidido a apoyar a su aliada con las armas. Bajo el alto mando de Beaufort, sus dos marinos más ilustres, Abraham Duquesne y el caballero Paul, se hicieron cargo de las flotas, el uno de la de Poniente y el otro de la de Levante.

«La guerra nos espera -escribía el abate en un tono que se adivinaba puntuado por suspiros-. Será dura, porque Inglaterra posee muchos más navíos que nosotros, pero todos los locos que me rodean se alegran, empezando por nuestro joven héroe, que me encarga envíe mil cariñosos besos a la señora duquesa y a Mademoiselle Marie. Su salud es excelente… mucho mejor que la de vuestro servidor, a quien las olas verdes del Atlántico no sientan mejor que las últimas bendiciones dadas a los moribundos sobre el puente de un navío cubierto de sangre y acribillado de metralla… Quizá me dejen en Lisboa, o bien me enviarán a esperar a la flota en Brest, adonde irá a recalar este invierno.»

— El abate se hace viejo -comentó Perceval-. Se merece un poco de reposo, y más ahora que en realidad Philippe ya no le necesita…

— Hace tiempo que no le necesita, pero es tanto el afecto que les une que no me atrevo a pedirle que vuelva aquí. Y además, ¿quién nos escribiría?

Curiosamente, la guerra que se iniciaba de nuevo contra Inglaterra iba a influir en las dudas de Marie.

Para Madame había pasado la época feliz de los inicios de su matrimonio; las relaciones con su esposo se iban deteriorando a pesar de la presencia de dos hijos. Buena parte de culpa la tenían los amigos de Monsieur: unos porque la detestaban, como el caballero de Lorraine o Vardes, al que había hecho exiliar; y otros, como Guiche, porque la querían demasiado. Además, aunque en sus relaciones con el rey seguían primando la confianza e incluso el cariño, porque Luis XIV veía en ella la relación más segura con Inglaterra, unido a una consejera inteligente y sagaz, se había llegado a una situación de ruptura casi completa con María Teresa, que no ocultaba unos celos por lo menos tan fuertes como los que le inspiraba La Vallière. Finalmente, lo que ocurría en Londres inquietaba a la princesa, incluso la desolaba: la reina Enriqueta, su madre, había vuelto a Francia, huyendo de la terrible peste que se había extendido por la capital inglesa y matado a muchos de sus amigos; pero no era ninguna gran ayuda para su hija, ya que repartía su tiempo entre su castillo de Colombes y las aguas de Bourbon. Luego, a consecuencia de la epidemia y de los numerosos fuegos encendidos para destruir los cadáveres, Londres, un año después, se vio arrasado casi en su totalidad por el terrible incendio que destruyó todos los barrios antiguos y marcó un hito en la historia del país. Finalmente, el pequeño duque de Valois, que iba a cumplir dos años, cayó enfermo cuando se deterioraban las relaciones entre los dos hombres a los que ella más amaba en el mundo: su hermano Carlos II y su cuñado Luis XIV. Entonces, al saber que la joven Marie de Fontsomme, a la que siempre había querido con ternura, se había retirado al convento de Chaillot, le envió a Madame de La Fayette para pedirle que volviera a su lado. Y Marie emprendió de nuevo el camino del Palais-Royal y recuperó un lugar privilegiado junto a la princesa. Por orden de ésta, Madame de La Fayette escribió a la madre exiliada una carta en la que le daba cuenta de las novedades; pero Marie, por su parte, siguió guardando silencio… Sylvie, resignada, se contentó desde ese momento con aguardar acontecimientos.

El curso regular, y con frecuencia monótono, de los días, las semanas y los meses se deslizaba sobre Fontsomme y sus habitantes. Sylvie, que había vuelto a montar a caballo, se ocupaba bastante de sus campesinos. Ellos le devolvían su solicitud en forma de respeto y amistad, aunque le siguió siendo imposible aclarar el secreto de la desaparición del cuerpo de Nabo. Acabó por desistir: era un secreto de ellos y no quería forzar sus conciencias.

Al contrario que en sus primeros diez años de viudedad en Fontsomme, no mantenía ninguna relación con los propietarios de los castillos vecinos. Estos, tan obsequiosos antes, ya no se interesaban por una mujer que había incurrido en la cólera del rey. A ella no le importaba, y menos aún a Perceval, que se dedicaba con pasión a la botánica, la lectura, el arte de la jardinería y las encarnizadas partidas de ajedrez con el abate Fortier o con su amigo Meurisse, que venía a veces a pasar unos días. Además, mantenía una voluminosa correspondencia con amigos parisinos -a Sylvie no le gustaba mucho escribir, y era él quien se encargaba del correo de la casa-, gracias a los cuales los ecos del mundo seguían llegando a su retiro. Mademoiselle era la más asidua, y gracias a ella no ignoraban nada de cuanto sucedía en la corte. Supieron así que, a pesar de los hijos que seguía dando al rey, La Vallière iba eclipsándose poco a poco, empujada hacia la sombra de la desgracia por un astro ascendente de brillo irresistible: la arrebatadora Athénaïs de Montespan tenía a Luis XIV cautivo en sus redes. Cuando La Vallière, embarazada una vez más, recibió el título de duquesa, nadie dudó de que se trataba de un regalo de ruptura, porque hacía ya bastante tiempo que la más tímida de las favoritas había iniciado su calvario personal. La caída de Madame de Montespan en brazos del rey se produjo poco después de ese acontecimiento, y en esta ocasión fueron los chismes de la región los que llevaron la novedad a los habitantes de Fontsomme: en efecto, fue en La Fère, a tan sólo unas leguas de distancia, donde llevó Luis XIV a las damas para que admiraran su ejército y donde logró abatir una virtud que se decía inconquistable. La Vallière, que se había quedado voluntariamente en París, no pudo soportarlo. Subió a una carroza a pesar de su embarazo y del mal estado de los caminos para reunirse con un amante al que adoraba, pero no pudo sino constatar su desgracia: su antigua compañera entre las doncellas de honor de Madame la había suplantado… Unos meses después, dejó la corte para refugiarse en el convento de Chaillot. En cuanto a Madame de Montespan, nunca volvió a escribir a Fontsomme.

Sylvie se preguntó entonces si la amistad de la marquesa por su hija subsistiría ahora que la favorita podía dejar a sus espaldas los testigos de los tiempos difíciles. Empezando por su marido, con el que sin embargo se había casado por amor, y que ahora escandalizaba a la ciudad y a la corte con los excesos de su furor: dio una paliza a los Montausier, a los que acusaba de haber entregado a su mujer al rey; llevaba cuernos en su sombrero, y quería provocar a Luis XIV a un duelo. Lo único que consiguió fue ir a parar a la Bastilla. En la pluma de Mademoiselle, sus excentricidades eran de una comicidad irresistible, pero la princesa sabía señalar también el dolor auténtico que revelaban. Por desgracia, nunca decía nada referente a Marie, sólo entre líneas: así, comentó que después de la muerte de su hijo el pequeño duque de Valois, Madame, entregada a su dolor, se mantenía apartada de la corte; y Sylvie dedujo que lo mismo le ocurriría a Marie…

En realidad, lo que siempre esperaba encontrar en las cartas de Mademoiselle eran noticias de François, de quien ella seguía siendo fiel amiga. Apenas si se refería a él, salvo para deplorar el rápido deterioro de las relaciones del duque con Colbert a pesar de las batallas libradas -y ganadas-, y del enorme trabajo realizado para la reconstrucción de la flota -algo que el ministro deseaba-, a la que Beaufort consagraba todo el tiempo que estaba en tierra. Ya nunca se le veía en París, como tampoco a Philippe, pegado a él como una sombra.

Por fin, un atardecer de invierno…

Los criados empezaban a cerrar los postigos interiores y Corentin realizaba con sus perros la ronda habitual, mientras en las cocinas se cubrían los fuegos para la noche, cuando la gran avenida de los olmos se llenó con los ecos de una cabalgata: el alegre entrechocar de los cascos, el tintineo de las barbadas de los caballos, el chirrido de las ruedas de una carroza… En un instante, el castillo entero se movilizó. Se aprontaron linternas y antorchas, Corentin volvió a toda prisa, y Sylvie, que bordaba una casulla para el abate Fortier, y Perceval que tomaba un caldo de pintada junto a la chimenea de la biblioteca, corrieron a las ventanas. Llegaba una carroza de viaje precedida por tres jinetes y seguida por media docena de hombres armados.

— ¿Será Mademoiselle, que vuelve? -preguntó Raguenel.

Sylvie, con un grito ahogado, se recogió las faldas y corrió al gran vestíbulo. Antes incluso de que las luces iluminaran los rostros y de que los sombreros fueran lanzados alegremente al aire, su corazón había reconocido a los recién llegados: eran François y Philippe, acompañados por Pierre de Ganseville. Se oyó la voz recia de Beaufort, que reclamaba «una silla para trasladar al señor abate». En efecto, el ocupante de la carroza era el abate de Résigny, pero ¡qué cambiado! Se había quedado en tierra durante la última campaña, refugiado en un cómodo convento de Nantes a consecuencia de un pequeño accidente, y había engordado hasta el punto de doblar su volumen normal, lo que le había valido la dolorosa crisis de gota que padecía.

— Sus amadas monjas querían quedárselo -explicó Beaufort entre risas-, ¡pero el señor abate ha insistido en acompañarnos para hacer penitencia!

— Era necesario de todo punto que volviera -explicó el enfermo, transportado con prudencia por dos fuertes lacayos-. Necesito seguir un régimen más frugal y adelgazar.

— Me extrañará que lo consigáis aquí -exclamó Perceval con una carcajada-. ¡Tenemos seguramente al mejor cocinero de Francia! Muy pronto podréis juzgar por vos mismo.

Las cocinas, en efecto, habían despertado en cuanto se oyó el paso de los caballos, y Lamy había puesto manos a la obra.

— ¡Ésa es una buena noticia! -clamó Beaufort-. Nos morimos de hambre.

Sylvie no le oyó: lloraba de felicidad entre los brazos del hijo al que había temido no volver a ver nunca. No paraba de abrazarlo más que para contemplarle con admiración: ahora era un magnífico hombretón del que cualquier madre se habría sentido orgullosa. El duque comentó, entre nuevas risas:

— Me confiasteis a un muchacho y yo os devuelvo, me parece, un duque de Fontsomme hecho y derecho.

— ¿Me lo devolvéis? -suspiró Sylvie, incrédula.

— Es mi intención, pero…

— Pero yo no quiero, madre -puntualizó Philippe-. Allí donde vaya el señor mariscal, quiero ir también yo.

— Luego hablaremos de eso -le interrumpió éste-. Hace un frío atroz en este vestíbulo. ¡Vamos a calentarnos!

Después de llevar al abate de Résigny a su antigua habitación con todo el cuidado deseable, y de prometerle que se le serviría allí la cena, el resto de los viajeros se instaló ante una mesa preparada en un tiempo récord y servida ya con numerosos platos. Antes de sentarse, la duquesa volvió a la realidad y creyó oportuno prevenir:

— Tenéis que saber, monseñor, antes de sentaros a esta mesa, lo que me ha sucedido. He sido…

— ¿Exiliada? Lo sé. Me lo ha dicho Mademoiselle, muy indignada, y yo comparto su sentimiento. Ese pipiolo coronado empieza muy mal su reinado si castiga a sus súbditos más fieles, pero hablaremos más tarde de ese tema. Sólo diré que, para mí, ésa es una razón más para devolveros a Philippe. Es el jefe de la familia, y lo necesitaréis.

La alegría de Sylvie disminuyó considerablemente.

— En este caso os equivocáis, amigo mío. El rey me ha dado a entender con mucha claridad que su orden de exilio sólo me afecta a mí, y que se propone mantener en su favor a mis hijos, si le sirven bien.

— ¡Eso es! -dijo, triunfal, Philippe-. ¿Qué os decía, monseñor? Mi madre tiene un alma demasiado elevada para querer guardarme entre sus faldas cuando sabe hasta qué punto amo el servicio en el mar. En cambio, esperaba encontrar aquí a Marie. ¿Dónde está?

— Ha regresado a su servicio junto a Madame.

— ¿No está un poco loca? Después de caer como un nublado sobre Tolón exigiendo por así decirlo que el señor almirante se casara con ella, cosa que él tuvo la bondad increíble de aceptar, desapareció de golpe dejando tan sólo una carta por la que la muy tonta le devolvía su libertad. ¿Y ahora ha vuelto con Madame? La veis con frecuencia, supongo.

— Nunca -dijo Perceval, lanzándose en auxilio de Sylvie, cuyos ojos veía cuajarse de lágrimas-. Deja a tu madre, ya te explicaré, pero no te equivocas al pensar que tu hermana está un poco loca.

— ¡Pues bien, yo la haré entrar en razón! Ahora ése es mi papel, y tendrá que darme cuentas de su conducta. La verdad…

— Olvidadla por un instante, hijo mío -cortó Sylvie, que no quería que la conversación se centrara demasiado en un tema que prefería con mucho confiar a la diplomacia de su padrino-. Vos, monseñor, hablabais hace un instante de «una razón más» para separaros de Philippe. ¿Quiere eso decir que hay otras?

— Claro que hay otras -intervino el joven-. El señor almirante quiere irse a la cruzada y piensa que tiene pocas posibilidades de regresar vivo…

— ¿A la cruzada?

Beaufort dio un puñetazo en la mesa que hizo saltar la vajilla de plata dorada.

— ¿Y si me dejaras hablar a mí? -bramó-. Es asunto mío, y vas a dejar que yo mismo lo explique a tu madre y al caballero de Raguenel.

Apartó el plato y vació de golpe la copa, que el criado colocado a sus espaldas se apresuró a llenar de nuevo. El gesto atrajo hacia él la atención del duque.

— Me gustaría que estuviéramos solos en esta sala -dijo.

Un gesto de Perceval hizo salir a los criados. Beaufort, de codos sobre la mesa, volvió a tomar la palabra en un tono en el que vibraba la cólera:

— Mis relaciones con Colbert se han hecho detestables. Ese hombre me odia, y no sé por qué razón.

— Aquí la conocemos todos -dijo Perceval en tono serio-. Porque erais amigo de Fouquet y preparabais juntos grandes proyectos…

— Ha retomado esos proyectos por su propia cuenta, y yo no se lo reprocharía si no estuviera vaciando el cargo de almirante de Francia de toda su sustancia. Desde que el año pasado el rey le encargó de los asuntos relacionados con la marina del Levante y el Poniente, no hay nada que no dependa de él y no pase por sus manos. Así, está haciendo construir muchos navíos con el fin de dotar al reino de flotas capaces de enfrentarse a cualquier enemigo, pero yo no tengo derecho a construir ni uno solo. De hecho, no mando más que un puñado de barcos viejos. Si quiero uno nuevo, y marinos para su tripulación, tengo que pagármelo con mis propios bienes. Y el rey le da la razón…

Sylvie se sintió estremecer. La mirada que cruzó con Raguenel estaba llena de angustia. Adivinaba demasiado bien lo que se escondía detrás de esa especie de impotencia a la que Luis XIV y su ministro condenaban poco a poco a este hombre, ahora que el rey había descubierto el verdadero parentesco que les unía. El caballero y Sylvie sabían que el marino no lo soportaría mucho tiempo. Estaban apostando por que despertaran los viejos demonios de la Fronda e impulsaran a Beaufort a rebelarse. Le escuchó distraída mientras él acababa de vaciar el vaso desbordante de su amargura: continuamente le reprochaban sus mejores iniciativas, como el acuerdo que había alcanzado con el rey de Marruecos, gracias al cual se había asegurado la posibilidad de replegarse a una serie de puertos seguros tanto en el Mediterráneo como en el Atlántico.

— Me reprochan que me meto en lo que no me concierne, y Colbert se atreve a exigir que yo, príncipe francés, no me dirija a él más que por intermedio de un secretario. ¡Pretende que mis cartas son ilegibles! ¡Ha tardado mucho tiempo en darse cuenta!

Si aquel detalle no mostrara más que una voluntad deliberada de ofender al almirante, Sylvie tal vez habría sonreído. Con los años, la ortografía de François y los giros poco ortodoxos que utilizaba no habían mejorado. Pero le parecía cruel ver cómo aquel príncipe tan generoso y noble era humillado sistemáticamente por un ministro sin duda dotado de un gran talento, pero que utilizaba todos los medios a su alcance siempre que se trataba de molestarle o de disminuir sus méritos. Con un tono en el que se percibía su cansancio, François concluyó:

— Yo sabía ya que no había lugar para los dos en la armada, pero es él quien gana, porque el rey acaba de nombrarle secretario de Marina.

— ¿Vais a retiraros a vuestras tierras? -preguntó Perceval, incrédulo.

— Me conocéis lo bastante para saber que no. El papa Clemente IX llama a los soberanos de Europa a la cruzada para liberar la isla de Candía, posesión de Venecia, que el turco asedia desde hace más de veinte años. ¡Veinte años! Un sitio tan gigantesco, que lo han bautizado la «Gigantomaquia». Hay allí un hombre extraordinario, de nombre Francesco Morosini, capitán general de las tropas de la Serenísima República y de las de sus raros aliados, como el duque de Saboya, mi sobrino. Está conteniendo a los asaltantes con recursos asombrosos. Cuando los turcos intentan excavar minas bajo sus fortalezas, lanza sobre ellos gruesas bombonas de vidrio llenas de una mezcla sulfurosa que estalla y mata a trescientos hombres de golpe. Un soldado de ese valor merece ayuda, y el sultán, que ha puesto precio a su cabeza, lo sabe tan bien que ha enviado a Fazil Ahmed Kóprülü Pacha, su gran visir, a dirigir en persona el ataque contra Morosini. Así pues, he decidido que, como no me dejan hacer nada en Francia, voy a dedicarme a esa tarea. Estoy haciendo construir un gran navío digno del hermoso título de almirante que Colbert está a punto de reducir a la nada…

A su vez, Perceval se acodó en la mesa para mirar a Beaufort más de cerca. Sus párpados se estrecharon hasta reducir sus ojos a dos ranuras brillantes.

— ¡Un instante, monseñor! No tenéis derecho a partir así sin el permiso del rey. Ahora bien, éste mantiene bastante buenas relaciones con la Sublime Puerta, con el fin de equilibrar el poder de los Habsburgo. Es… por así decirlo, aliado del sultán otomano.

— Sin duda, pero también es el Rey Cristianísimo y no puede permitirse desoír el llamamiento del Papa.

— Dicho de otra manera, ¿está cogido entre dos fuegos? ¿Sabéis por casualidad cuál es la opinión de Colbert sobre ese tema?

Beaufort le dedicó una sonrisa en la que la ironía se mezclaba con la amargura.

— ¿Qué pensabais? -dijo con una insólita suavidad-. Está de acuerdo con el envío de una flota y un cuerpo expedicionario… e incluso con que sea yo mismo quien esté al mando.

— ¡Caramba!

— Pues sí. Confieso que esa repentina generosidad me ha dado que pensar. Ahora me parece haber comprendido: Colbert cree que es una ocasión excelente para librarse de mí. No sé aún cómo pretende hacerlo, pero intuyo que piensa hacerlo -añadió con cierta melancolía.

— ¿Y tenéis intención de dejarle hacer? -protestó Sylvie.

— No… No, claro que no. Podéis estar segura de que me cuidaré todo lo posible, porque el peligro estará en todas partes; por esa razón os devuelvo a Philippe.

— ¡Y por lo mismo, yo me niego a quedarme! -exclamó el joven-. ¿Habláis de peligro, monseñor, y me negáis el derecho a participar? ¡Adonde vos vayáis, iré yo!

— Eres el jefe de la familia y el último vástago de un gran nombre. Debes a tus antepasados el continuarlo. Además, tampoco me llevo a Ganseville…

Sonrió a su escudero, que enrojeció, y dedicó a Sylvie el final de su sonrisa.

— También él es el último de su nombre. ¡Y va a casarse!

— ¿Es verdad? ¡Oh, cuánto me alegro! -dijo Sylvie tendiendo una mano a aquel amigo de siempre-. ¡Vos que jurabais que moriríais soltero!

— Es verdad, señora duquesa. Y estaba convencido de que así sería hasta el día en que, en Brest, tuve el honor de ser presentado a la muchacha más hermosa que nunca he conocido. Su padre tuvo a bien aceptarme, de modo que voy a casarme con la señorita Enora de Kermorvan -añadió visiblemente emocionado-, pero no por ello siento menos vergüenza. ¡Faltar así a mis deberes con el príncipe!

— Debes fundar una familia… y podrás servir al lado de Abraham Duquesne, que es el marino más grande que conozco, y un buen amigo mío. De todas maneras -acabó Beaufort con un imprevisto tono alegre-, el mar nunca ha correspondido a tu amor por él. ¡Por lo menos tu estómago estará en su sitio!

— Todo eso está muy bien -replicó Philippe con cierta brusquedad-, pero yo no me caso y os seguiré, monseñor, lo queráis o no. Por otra parte, no será tanto el riesgo que corra. ¿No os lleváis con vos a vuestro sobrino, el caballero de Vendôme, que sólo tiene catorce años y al que queréis?

— No es el primogénito de los hijos de mi hermano, y está destinado a Malta. Si Dios lo quiere, algún día será gran prior de Francia. Ha llegado el momento de habituarlo al mar. En cuanto a ti…

— ¡Llevadlo! -suplicó Sylvie-. No quiero verle desgraciado, y como lo conozco, sé que os seguirá de una manera u otra. Prefiero saber que está a vuestro lado.

Philippe dejó su asiento para correr junto a su madre, la tomó en brazos, la estrechó contra sí y la besó con un cariño que hizo que sus ojos se humedecieran.

— ¡Entonces vendrás! -gruñó Beaufort, contemplando la escena-. Todavía no he descubierto la manera de resistirme a vosotros dos…

Feliz por haber conseguido lo que quería, Philippe se precipitó al cuarto de su preceptor para anunciarle la buena nueva. Mientras, Sylvie, cuyo corazón se había desgarrado al abogar por la causa de su hijo, sintió la necesidad de estar sola unos momentos. Con una vaga excusa, se levantó de la mesa. Sabía que los tres hombres se quedarían aún un rato en torno a las pipas y los licores para saborear uno de esos momentos de intimidad entre hombres que tanto les gusta compartir, y en los que no cabe la presencia de mujeres. Fue a coger una gran capa con capuchón forrada de pieles, y salió por una de las puertaventanas del gran salón que daban a una amplia escalinata por la que se bajaba a los jardines y, más lejos, hasta el estanque, que brillaba como si fuera de mercurio bajo la fría luna.

A paso lento cruzó los parterres enmarcados por matas siempre verdes de boj, y en los que la tierra florecería de nuevo muy pronto. La noche era casi templada gracias a una ligera brisa del sur levantada después de la llegada de los viajeros. Aquella brisa traía ya el olor de la primavera próxima, pero la paseante no disfrutó de ella tanto como solía. Adoraba la estación de los renuevos, de la eclosión progresiva de árboles y plantas; pero esta primavera iba a traerle una angustia continua, y se maldijo por haber intercedido un momento atrás por Philippe. Aquella guerra, aquella cruzada, como la llamaban, le daba un miedo horroroso porque había adivinado en François la necesidad de afirmar su valor mediante grandes acciones, tal vez incluso la búsqueda de una apoteosis sangrienta que inscribiera para siempre su nombre en el gran libro de oro de los héroes. ¿Cómo interpretar, si no, la reticencia que mostraba a llevarse consigo al hijo al que amaba? Pensar en aquel otro Philippe, el pequeño caballero de Vendôme, no la consoló: no era hijo suyo, el único que le quedaba porque Marie la rechazaba…

Tomó asiento en un banco de piedra bajo un sauce de delgadas ramas desnudas, para contemplar el agua en calma, y allí se quedó largo rato hasta que su fino oído percibió unos pasos que se aproximaban, unos pasos extraordinariamente ligeros, de cazador; los reconoció entre mil. No se volvió, dijo:

— Madame de Schomberg y Pierre de La Porte han sido exiliados al mismo tiempo que yo. ¿Sabéis lo que significa eso?

— Mademoiselle no me habló más que de vos, porque sabe que sólo vos me importáis…

— Es sorprendente. Sin embargo, el acontecimiento fue muy comentado. Pues bien, sabed que el rey no ignora ya las circunstancias… particulares que rodearon su nacimiento. Antes de recibir la comunión por última vez, la reina Ana se lo confesó todo. ¿Seguís queriendo marchar a la cruzada?

Hubo un silencio, turbado sólo por un suspiro, y luego por una respiración afanosa.

— Más que nunca… quizá para evitar a ese joven la tentación de hacerme asesinar.

— ¡Qué tontería! Nunca lo hará. A pesar de los excesos debidos a su juventud y a una sangre… demasiado exigente, conserva en el fondo un verdadero temor de Dios, y no se atraería terribles remordimientos para su vejez con la comisión del peor de los crímenes. Pero sin duda no ve ningún inconveniente en que los azares de una guerra lejana le libren para siempre de vuestra presencia. Sabe que Colbert os odia.

— Razonad con lógica. ¿Os parece que ha confiado un secreto así a un simple servidor, el que se pretende el rey más grande del mundo?

— Por supuesto que no, pero ese odio le conviene, y lo dejará obrar.

— Ante Dios, el crimen sería el mismo. Ahora comprendo mejor ciertas cosas. En estos días he tenido la sensación de que mi vista le resultaba penosa. ¡Ya antes no me quería mucho, y ahora debo de inspirarle horror!

— Ignoro cuáles son con exactitud sus sentimientos hacia vos, pero me resulta sospechosa la complacencia de Colbert hacia vuestra expedición. ¡No partáis, François, os lo ruego!

Conmovido por las lágrimas que se adivinaban en la voz de Sylvie, se colocó detrás de ella y apoyó con suavidad sus manos en los hombros temblorosos.

— Hace tanto tiempo que no me llamabais por mi nombre, Sylvie. ¿Lo pronunciáis para despojarme de mi valor?

— No… Es porque querría tanto… querría desesperadamente convenceros de que os quedéis.

— ¿A causa de Philippe? Os prometo que lo mantendré apartado del peligro en la medida de lo posible.

— Por él, claro está, ¡pero sobre todo por vos! Oh, François, tengo mucho miedo de lo que os espera allá lejos. Tengo miedo de no… no volveros a ver. Algo me dice que no sólo no os cuidaréis, sino que además iréis en busca de la muerte.

— Es verdad que lo he pensado. Esta guerra ha sido ordenada por Dios, y confieso que he pensado muchas veces aprovecharla para ir hacia El. ¡Morir en plena batalla, en plena gloria! ¡Qué final feliz para una vida fracasada!

— ¿Fracasada? ¡Oh, François! ¿Cómo podéis decir una cosa así? Cuando…

— ¡Silencio! Sé lo que valgo, Sylvie, y creo que estoy tan cansado de mí mismo como de los demás.

Con un movimiento vivo, se sentó a su lado en el banco y cogió sus manos para obligarla a mirarle de frente.

— Sólo hay un ser en el mundo que pueda darme deseos de continuar una existencia que molesta a tanta gente, y ese ser sois vos. Si regreso vivo, ¿prometéis casaros conmigo?

Ella tuvo un sobresalto, e intentó levantarse y escapar de él; pero la tenía bien sujeta.

— ¡Es imposible! ¡Sabéis muy bien que es imposible!

— ¿Por qué? ¿Porque maté…?

— No. Por Marie, que me ha rechazado igual que ha rechazado su amor por vos cuando ha sabido que sois el padre de Philippe.

— ¿Cómo lo ha sabido?

— Pero ¿no habéis recibido la carta de Perceval? Lo ha sabido por ese maldito Saint-Rémy, que había conseguido introducirse en el entorno de vuestro hermano Mercoeur y que conoció en casa de Madame de Forbin.

— ¿Ese miserable estaba allí? ¿En Provenza? ¿Y yo no le he visto nunca, no lo he sabido, no me lo he encontrado?

— Sin duda se ocultó de vos. O bien ha cambiado de aspecto. En cualquier caso, lo que ha sucedido es que Marie me ha arrojado su desprecio al rostro. Si me casara con vos, pondría fin a la débil esperanza que aún guardo de recuperarla algún día. Estoy convencida de que todavía os ama.

— Pero yo no la amo como ella desearía. No acepté sino porque ella amenazaba matarse delante de mí, y también porque vos me lo pedíais, pero mi intención era retrasar más y más la boda hasta que ella comprendiera… o que encontrara a otro hombre. Hace meses que rezo por ello.

— Tengo miedo de que se parezca a mí -dijo Sylvie con una sonrisa triste-. Y que incluso se me haya adelantado. Yo tenía cuatro años cuando nos encontramos, y ella sólo tenía dos. Os amará siempre.

— ¿Porque vos me amáis? ¡Qué dulce es escucharlo! Volviendo a nuestro matrimonio, se me han ocurrido algunas ideas cuando, en el viaje de Brest a La Rochelle, fondeamos en Belle-Isle… ¡Oh, Sylvie, amo ese lugar más que nunca! Es el único rincón en el mundo donde puedo ser realmente feliz.

— No me cuesta ningún trabajo creeros.

— Entonces, retenedme aún en este mundo. Aceptad casaros conmigo a mi regreso y, lo juro ante Dios, lo abandonaremos todo para ir allí a vivir juntos. ¡Desapareceremos! Y de ese modo nos olvidarán, puesto que nuestra presencia ya no estorbará a nadie.

— ¿De verdad? ¿Haríamos algo así?

En su necesidad de convencerla, François deslizó sus manos a lo largo de los brazos de su amada. Temía a cada segundo que ella le rechazara, pero Sylvie ya no sentía deseos de resistirse. ¡Hacía tanto tiempo! Dejó que él la estrechara contra su pecho.

— Palabra de gentilhombre que es lo que haremos -dijo con toda seriedad-. ¡Decid que os casaréis conmigo!

— Volved… y seré vuestra…

El apretó más su abrazo y permanecieron largo rato al borde del estanque, escuchando el ritmo acompasado de sus corazones y mirando el agua inmóvil, agitada únicamente de tanto en tanto por el vuelo de algún pájaro pescador. Fue sólo en el instante de volver al castillo cuando sus labios se juntaron.

Al amanecer, Beaufort regresó a París, donde quedaban aún «algunos detalles por solucionar», llevándose consigo a Ganseville, del que no se separaría hasta emprender el camino hacia el sur, y a Philippe, al que con gusto habría dejado con Sylvie unos días más. Pero el joven, desconfiado, estaba resuelto a no perderle de vista.

En cuanto a los de Fontsomme, pasaron mucho tiempo consolando al abate de Résigny, avergonzado por haberse dejado invadir por las grasas hasta el punto de quedar inutilizable, y tanto más desesperado por ello.

— ¡Vaya, si no hay más problema que ése, señor abate, os haremos adelgazar! Lamy no os servirá más que caldos, pan tostado y agua. Así estaréis en forma para la próxima campaña.

El enfermo miró a Perceval con ojos de niño castigado sin postre.

— ¡Sería una crueldad! El Señor y la buena comida es todo lo que me queda ahora que Philippe ha crecido demasiado para seguir necesitando un preceptor. Ya no me embarcaré…

— ¿Y eso os apena? No sabía que fuerais un furibundo marino.

— No…, es verdad que no lo soy, pero ¿quién os dará noticias ahora?

No era el único que lo pensaba. Sylvie veía con aprensión el silencio futuro, que le daría la sensación de que Philippe y François habían entrado en un mundo inaccesible…

Los «detalles» que Beaufort pretendía solucionar en París pertenecían a la categoría de suaves eufemismos, por la excelente razón de que ni el rey ni Colbert deseaban que la expedición a la que les forzaba el Papa fuera un éxito. No debía indisponerles por largo tiempo con el aliado turco. Empezaron por especificar que Beaufort habría de contentarse con mandar los «veleros», mientras que Vivonne dirigiría las galeras; después, nombraron jefe de la expedición al duque de Navailles que, aunque era hombre valeroso, nunca había dado pruebas de una inteligencia fulgurante; en su matrimonio, quien tomaba las decisiones era la duquesa Suzanne. Incluso se negaron a que participara el gran Turenne, para estar seguros de que el asunto no funcionaría. En cuanto a Vivonne, le rogaron que no empleara un celo excesivo, que se retrasara todo lo posible con sus galeras a lo largo de las costas de Italia, y que no se presentara en Candía más que cuando fuera absolutamente indispensable para no quedar en ridículo.

Una nueva injuria para Beaufort era que se le prohibía dejar su barco en ningún caso, y se le daba la orden de esperar con los brazos cruzados mientras se producía el asalto contra los turcos. Esta vez, el duque se enfadó y apeló al Papa, que envió de inmediato un correo a Luis XIV: la intención de Su Santidad era que los verdaderos jefes de la expedición fueran su primo, el príncipe Rospigliosi, y el duque de Beaufort: era importante que éste, cuya bravura era célebre, pudiera dirigir las tropas en la batalla. La reprimenda obligó a capitular al rey y a su ministro, pero dejaron muy claro que, aunque permitían la expedición, no pensaban participar en su financiación. Era condenar a Beaufort a la ruina porque, por supuesto, vendió todo lo que poseía para afrontar los enormes gastos iniciados con la construcción en Tolón del Monarque, la magnífica nave capitana. [30] Esta exigencia insensata, que habría hecho renunciar a otro jefe que no llevara en sus venas la sangre de Godofredo de Bouillon, revelaba para quienes le querían -el primero Duquesne, que se indignó- una segunda intención: Beaufort «no debía» regresar de Candía, y por tanto sus bienes no habían de serle de ninguna utilidad.

¿Fue consciente de ello? Rechazó las objeciones con un irritado encogimiento de hombros: ¿no iba a combatir por la fe cristiana como lo habría hecho de haber ingresado en la Orden de Malta? Todas aquellas contingencias miserables no le afectaban. Aceptó incluso que los italianos de Rospigliosi le negaran el título de alteza, porque su propio príncipe no tenía derecho a él.

«¡Me trae sin cuidado la alteza, y lo demás! Renuncio a todo, salvo a las ocasiones de adquirir gloria.»

Sin embargo el 2 de junio, antes de abandonar Marsella, escribió al rey una larga carta que finalizaba así:


«Creo que estamos todos contentos los unos de los otros, y que existe una unión y amistad completa aquí entre las gentes de mar y de tierra. Todo se hace de común acuerdo. Nos sentiríamos muy desgraciados de reinar un ambiente distinto. Eso, me parece, puede llenar de respeto y satisfacción a Vuestra Majestad, de quien solicito la gracia, si así le place, de considerarme como si fuera su misma persona. Me obligan a ello toda clase de razones, y muy en particular la que no osaré decir para no faltar al respeto que le debo. Le suplico que esté persuadido de ello, y de que soy, con la mayor sumisión, de Vuestra Majestad el muy humilde, muy obediente y muy fiel servidor.

El duque de Beaufort.»


Tal vez presa de un impreciso remordimiento, Luis XIV le envió una suma de dinero que Beaufort distribuyó de inmediato entre los pobres de Marsella.

El 4 de junio por la mañana, la flota partió del puerto de Lacydon, en Marsella, bajo un sol radiante que arrancaba destellos del oro y el azul de que estaba pintado el Monarque. El espléndido navío de ochenta cañones hinchaba sus velas nuevas y hacía restallar al viento matinal la seda escarlata de los cuatro grandes pabellones del almirante que lucían las armas de los Vendôme, sostenidas por las efigies de san Pedro y san Pablo, y la inmensa bandera azul y oro con los lises de Francia.

Acaparaba el sol, poblaba el mar por sí solo, y detrás de él los restantes trece navíos, pese a su hermosura, parecían desaparecer. De pie en el puente junto al caballero de La Fayette, que era su segundo en el mando y su amigo, [31] Beaufort no se volvió ni una sola vez a contemplar la tierra que dejaba a sus espaldas mientras tronaban los cañones del fuerte Saint-Jean. No le conmovían las aclamaciones de la muchedumbre que se agolpaba en la orilla. Miraba el Mediterráneo inmenso y azul abrirse bajo su espolón como una mujer seducida. El mar llenaba su mirada y sus sueños. Allá lejos, en una isla perdida de la Grecia antigua, le esperaba la gloria…

Mes y medio más tarde, se sabía con consternación el fracaso de la expedición y sobre todo la muerte de Beaufort, cuyo cuerpo no había sido encontrado. Su joven edecán, Philippe de Fontsomme, había corrido la misma suerte…

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