Alojarse en Saint-Jean-de-Luz cuando la casa del rey, la de su madre, la del cardenal Mazarino y buena parte de la corte habían caído sobre la pequeña ciudad marítima, representaba una especie de hazaña. Sin embargo, Sylvie y Perceval no encontraron la menor dificultad en conseguirlo, siempre gracias a Nicolas Fouquet. Cuando supo que sus amigos iban a asistir a las bodas reales, el todopoderoso superintendente envió un correo a su amigo Etcheverry, uno de los armadores de balleneros. Sus relaciones se habían estrechado el otoño anterior cuando Fouquet, advertido de que Colbert preparaba contra su gestión un memorial funesto destinado a Mazarino, había podido conocer el contenido del mismo gracias a su amigo Gourville y se había lanzado de inmediato a la carretera para reunirse con el cardenal en el otro extremo de Francia y ganar por la mano a Colbert desmontando las acusaciones del famoso memorial. En efecto, desde comienzos de verano Mazarino se encontraba en Saint-Jean-de-Luz para discutir con el plenipotenciario español, don Luis Méndez de Haro, las cláusulas del tratado de los Pirineos y preparar las bodas reales que habían de ser su coronación. Fouquet estaba enfermo y Mazarino, cada vez más achacoso, apreció el coraje del superintendente como hombre que sabía bien lo que significa forzar un cuerpo agotado; de modo que el memorial fue arrojado al mar. Pero, durante esa estancia en que su vida estaba en juego, Fouquet apreció en su justo valor la hospitalidad de la casa Etcheverry [5] y el carácter a un tiempo orgulloso y alegre de sus habitantes.
Al dejar París, Sylvie y Perceval tenían garantizado un apartamento que les esperaba y que ningún príncipe o cortesano, por rico que fuera, podría arrebatarles.
— Eso dice mucho en favor de la fuerza de carácter de nuestro futuro anfitrión -observó el caballero de Raguenel-. La ciudad debe de haber sido tomada por asalto por todas las personas a las que no seduce la idea de acampar en la playa. ¡Bien es verdad que Fouquet ya nos ha dado más pruebas de su generosidad!
El viaje, acompañado por un tiempo radiante, encantó a Sylvie, que nunca había recorrido más caminos que los que llevaban a las tierras de Vendôme, los de Picardía y los de Belle-Isle. Además, no había que temer a la soledad: se habría dicho que todas las personas mínimamente ilustres o adineradas del reino se habían puesto al mismo tiempo en camino hacia la costa vasca. Ni siquiera las tierras menos hospitalarias, como las landas arenosas y pantanosas del sur de Burdeos, presentaban el menor peligro: de forma natural se juntaban para cruzarlas grandes caravanas de carrozas y jinetes. Un día, incluso, viajaron con un grupo de peregrinos que se dirigían a Compostela, a rezar ante el sepulcro del apóstol Santiago. Tenían que atravesar un bosque espeso y aquel puñado de personas — ¡los tiempos de las grandes peregrinaciones ya habían pasado!- solicitó la protección que representaban varios coches acompañados por criados bien armados.
Para su regreso a la nueva corte, sin duda joven y alegre, Madame de Fontsomme no podía soñar nada mejor que Saint-Jean-de-Luz. El lugar era magnífico, con su bahía luminosa adosada a los verdes contrafuertes de los Pirineos. Además, volvió a encontrarse allí con el océano que tanto amaba. ¿No era acaso el mismo que bañaba Belle-Isle? Ejecutó para ella bajo el sol su danza más hermosa, con grandes olas nobles y majestuosas, y acarició su rostro con un aire cargado de yodo, que ella reconoció con delicia. ¡Y qué alegre y colorida era la pequeña ciudad promovida por unos días al rango de capital del reino! Había algunas hermosas mansiones de ladrillo y piedra con torrecillas cuadradas rematadas por tejados rosados en pendiente suave, rodeadas por casas de entramado visto, en las que el maderaje pintado en colores alegres y los balcones calados contrastaban con el blanco cegador de los muros blanqueados con cal; y todas ellas formaban un corro reverente en torno a la vieja iglesia de San Juan Bautista, de silueta severa con sus altos muros, sus escasas aberturas y su torre maciza. Y en medio de todo aquello circulaba un auténtico carnaval, iniciado el 8 de mayo, fecha en que la carroza dorada del rey había entrado en la ciudad al son de las campanas y el cañón, saludada por el bayle y los jurats vestidos con togas y caperuzas rojas, y por las danzas saltarinas de los crasqua-billaires de blanco, con cintas de rojo vivo y cascabeles. El blanco, el rojo y el negro eran los colores del país. A ellos se mezclaban ahora las túnicas azul y oro de los mosqueteros, las casacas rojo y oro de la caballería ligera, las plumas multicolores con las que hasta el último señor y la dama de menor fortuna adornaban sus sombreros, y también los vestidos de raso, terciopelo, brocado, tafetán, todo ello recamado, guarnecido de trencilla, cosido con perlas o piedras finas, moviéndose en una fiesta incesante a los acordes de la guitarra o el violín, bajo el cielo soleado. El cardenal Mazarino había hecho bien las cosas y Saint-Jean-de-Luz resplandecía de alegría, gracia y juventud porque un rey de veinte años, el más seductor de todos, venía a desposar a la infanta…
Cuando el coche y el «furgón» de Madame de Fontsomme se detuvieron delante de la casa Etcheverry después de cruzar entre una multitud que acudía a la playa para admirar, en la bahía, las justas náuticas que tenían lugar alrededor de la galera dorada del rey, reinaba una calma relativa. Recibidos por el armador con una cortesía perfecta, Sylvie y Perceval entraron en una gran sala clara de paredes encaladas y muebles relucientes, donde les fueron ofrecidos vino y dulces para reponerse de las fatigas del viaje a la espera de la cena, mientras intercambiaban los cumplidos un tanto banales que son de rigor entre personas que no se conocen.
Pero mientras mordisqueaba un mazapán, la sensible nariz de Sylvie tembló ligeramente en su intento de identificar un olor agradable y absolutamente desconocido. Su curiosidad pudo más que el código de las conveniencias.
— Perdonadme, señor -dijo a su anfitrión-, pero noto un aroma que…
Manech Etcheverry sonrió, divertido.
— Que no conocéis, y que yo mismo he descubierto hace muy poco. Se trata del chocolate del señor mariscal de Gramont, que se aloja también en mi casa los días en que encuentra más cómodo no regresar a su gobierno de Bayona. Es una bebida que tuvo ocasión de probar en el curso de su embajada en España para pedir la mano de la infanta…
— El cho…
— Chocolate, señora duquesa. El señor mariscal se ha convertido en un entusiasta y se ha traído una buena provisión… además de la receta para prepararlo.
— ¿Lo habéis bebido vos?
— Sí. El mariscal me ha hecho ese honor, pero confieso que no me gusta tanto como a él. Es terriblemente dulce, pero aseguran que es excelente para la salud. Fortalece…
— Oh -intervino Raguenel-, creo saber de qué se trata. Los aztecas lo llamaban «néctar de los dioses», y fue el conquistador Hernán Cortés quien lo trajo de México. Al parecer allí esas… grandes habas, creo, eran utilizadas como moneda. Un producto raro… ¡y muy caro!
— España está creando plantaciones al otro lado del Atlántico, pero por el momento el chocolate está prácticamente reservado a la familia real y a la alta nobleza. Sobre todo a las damas…
— Eso quiere decir -dijo Sylvie entre risas-, que el pobre mariscal no lo beberá muy a menudo, ni mucho tiempo…
— Sí, porque a nuestra futura reina le gusta mucho y encargará grandes cantidades. Además, Monsieur de Gramont está decidido a conseguirlo en cantidad suficiente para instalar en Bayona lo que llama una «chocolatería». Espero que el olor no os resulte desagradable, pero en caso de que os incomode…
— Abriría las ventanas, sencillamente. ¡No atormentéis al mariscal! De momento, os agradezco vuestro recibimiento, Monsieur Etcheverry, y desearía cambiarme de ropa para ir a presentarme a Sus Majestades…
— ¡Por supuesto! Cuando estéis preparada, un lacayo os acompañará. El rey se aloja en la casa Lohobiague, y la reina madre en la casa Haraneder, que son, claro está, las más bellas de la ciudad.
Una hora más tarde, ataviada con un vestido rameado negro de un diseño atrevido, pero que podía permitirse su silueta impecable, y un gran sombrero de terciopelo negro adornado con plumas blancas, Sylvie se disponía a salir de la casa Etcheverry en silla de manos cuando le llamó la atención la conducta de un mosquetero de buen aspecto al que creyó reconocer. Parecía interesarse por la vivienda del armador, pero actuaba con una torpeza extraña. En efecto, iba y venía nervioso, y sus miradas furtivas y sus suspiros resultaban muy poco discretos. Sin embargo no era ningún jovencito, sino aquel Monsieur de Saint-Mars que había ido a Fontsomme a llevar la orden del rey; rondaba probablemente los treinta años, y Sylvie sintió la tentación de preguntarle si podía hacer algo por él, pero temió ser indiscreta y siguió su camino.
Momentos después hacía su entrada en la espaciosa sala, inundada de sol, en la que la reina Ana tenía su corte, reducida en aquel momento a tan sólo dos personas: la inevitable Madame de Motteville, que era su confidente y su compañía más querida, y su sobrina Marie-Louise d'Orleans-Montpensier, a la que llamaban la Grande Mademoiselle desde que, durante la Fronda, había tenido la extraña idea de volver los cañones de la Bastilla contra las tropas reales que se disponían a tomar París. Aquello le había dado una especie de aureola guerrera, que alimentaba por el procedimiento de vestir siempre un traje de caza parecido, salvo en la falda, al de los hombres, y que le daba el aspecto de estar a punto de montar a caballo y salir al galope. Lo cual no le impedía lucir unas joyas de ensueño. -Era una mujer corpulenta de treinta y tres años, dotada de una buena salud evidente y porte majestuoso, pero de belleza mediana. Como era la mujer más rica de Francia -sus inmensas propiedades incluían, entre otros, los principados de Dombes y de La Roche-sur-Yon, los ducados de Montpensier y de Châtellerault, el condado de Eu, etc.-, había recibido numerosas peticiones de matrimonio, que no habían prosperado. Era tan virtuosa como una amazona de la antigüedad, y pretendía que el amor era «indigno de un alma bien formada»; en cuanto a sus aspiraciones personales, su intención era casarse con un rey, pero, poco sagaz para ver a través de las brumas del porvenir, había dejado escapar la corona inglesa al rechazar al joven Carlos II cuando estaba en el exilio. En realidad, a quien quería era a Luis XIV en persona, sin imaginar ni por un momento que tal vez a él no le agradara la idea. Mazarino había acabado con sus esperanzas, y de ahí su furia, sus connivencias con los príncipes rebeldes… y los cañones de la Bastilla, que le habían valido el exilio. Había vuelto a la gracia del rey tres años antes, pero tuvo que volverse a su castillo de Saint-Fargeau después de haber rechazado al rey de Portugal porque, pese a sus deseos de ser reina, se negaba a unir su vida a la de un paralítico que además estaba enajenado. Las bodas reales habían puesto fin a ese nuevo exilio, y Mademoiselle recuperaba en esa ocasión su lugar de honor en la familia.
Cuando Sylvie entró en la estancia, hablaba animadamente con la reina, pero al oír anunciar su nombre, volvió hacia la recién llegada un rostro afable.
— ¡Madame de Fontsomme!… ¡Qué sorpresa! Se decía que os habíais encerrado para siempre en vuestras tierras picardas.
Como si fueran las mejores amigas del mundo, fue hacia Sylvie con las manos tendidas, con lo que ésta apenas pudo hacer más que una media reverencia. Mientras, Ana de Austria se encargaba de la respuesta:
— Nadie se resiste al rey, sobrina. La duquesa ha sido nombrada dama de vuestra prima la infanta. [6] ¡Venid aquí, querida Sylvie, que os abrace! La verdad es que os hemos añorado, y que he aplaudido la decisión de mi hijo. ¡Más de diez años de luto son un poco excesivos!
— Fuerza es reconocer -continuó Mademoiselle, que no quitaba ojo al vestido de Sylvie- que el luto se presenta a veces bajo aspectos realmente deslumbrantes. ¿Seguís llevándolo aún?
— No lo dude Vuestra Alteza -respondió Sylvie-. He hecho voto de no volver a llevar nunca colores…
— ¡Como Diana de Poitiers, que era una mujer de gusto! Es verdad que os habéis criado en sus castillos. Me pregunto si no debo seguir vuestro ejemplo.
Llevaba en efecto el luto más severo en memoria de su padre, muerto el 2 de febrero anterior; y como en aquel momento hacía más bien frío, Mademoiselle había suspirado al sustituir sus espectaculares penachos por las cofias y los velos de crespón. Intentaba consolarse luciendo encima de ellos tantas perlas como poseía.
— Vuestra Alteza es demasiado joven para ello. Además -dijo Sylvie que, aunque ausente, conocía bien la corte-, de obrar así podría disgustar al príncipe soberano que algún día vendrá a pedirla.
Con aquellas pocas palabras se atrajo la simpatía de la princesa. Ésta, en efecto, se volvió impetuosamente hacia la reina madre.
— Me gustaría -dijo- que Madame de Fontsomme me acompañara mañana a Fuenterrabía, donde tengo la intención de asistir de incógnito a la boda por poderes de la infanta. Tengo curiosidad por verla.
— ¿De incógnito? Eso no tiene sentido. Si no os reconocen no os dejarán entrar en la iglesia…
— Seremos dos damas francesas venidas a rendir un… discreto homenaje a su nueva soberana. Creo que es una buena idea.
— Excelente, incluso, pero Madame de Motteville os acompañará. Ella es mis ojos y mis oídos, y sobre todo sabe mejor que nadie contar lo que ha visto…
— Encantada. ¡En ese caso seremos tres!
La llegada de Mazarino la interrumpió, y el ballet de reverencias recomenzó. El cardenal entró como si habitara en el mismo aposento de la reina, sin hacerse anunciar y en zapatillas. Sin embargo, a los ojos de Sylvie, que no lo veía desde hacía dos años por lo menos, ese detalle estaba menos justificado por los rumores persistentes sobre un matrimonio secreto entre Ana y él que por los estragos de la enfermedad. Por primera vez en su vida, la duquesa admiró el valor de aquel hombre torturado por los cálculos renales y por un cruel reumatismo deformante, que desde hacía meses afrontaba, lejos de las comodidades de su palacio, a los diplomáticos españoles con el fin de acabar de una vez con la sempiterna guerra con España y concluir una paz rubricada por la unión de dos jóvenes. Siempre tan elegante, tan cuidado de sí y exhalando perfumes suaves para ocultar los olores de la enfermedad, no podía sin embargo ocultar los estigmas ya imborrables de la misma en su rostro y su espalda ligeramente encorvada. Sólo las manos, que eran su orgullo, conservaban su belleza y blancura, y sus maneras seguían siendo fieles a sí mismas: por el recibimiento que le dispensó, Sylvie habría podido deducir, si le hubiera conocido menos, que su ausencia de la corte había causado al pobre cardenal dolores insoportables a los que su regreso acababa de poner fin.
— Un italiano siempre será un italiano -le susurró Mademoiselle-. Y éste, en particular, no cambiará nunca…
Mientras, el Grand Cabinet, tan solitario un instante antes, se iba llenando. Llegaron las princesas de Condé y de Conti con las damas que habían asistido a las justas náuticas; y los pífanos y tambores, unidos a los vivas y las canciones, formaban una alegre cacofonía que anunciaba al rey.
Muy pronto su figura quedó encuadrada en la alta puerta, como una sinfonía en azul y oro netamente diferenciada de la ola multicolor de sus gentileshombres. Sylvie pensó que la Infanta era afortunada y que, de no haber sido el rey de Francia, habría sido considerado un joven muy guapo, a pesar de su estatura no muy elevada. Pero era el amo, y eso se percibía en toda su persona, en el brillo imperioso de su mirada azul, en la manera de alzar la cabeza, en la soberana desenvoltura del gesto y la actitud. Luis XIV poseía la gracia de un bailarín, sin el menor indicio de amaneramiento. ¡Y qué seductora era su sonrisa! Apenas se encontraba una mujer que no fuera sensible a ella…
El contraste con su hermano, que marchaba a su lado, un paso más atrás, era llamativo. Realzado sobre unos enormes tacones, el joven Monsieur era francamente bajito pero muy guapo. Con su espeso cabello negro rizado, su rostro fino y despierto, parecía haber concentrado toda la herencia italiana de su familia. Empolvado, perfumado, lleno de cintas, vestido de forma impecable y reluciente de joyas y adornos, era considerado «la más bonita criatura del reino» aunque era tan bravo como podía serlo su hermano. De hecho, Philippe era lo que Mazarino había querido que fuese: un ser un tanto híbrido, demasiado pendiente de los vestidos, del arte de las dulzuras de la vida, del placer y la belleza de sus decorados para nunca representar el equivalente del peligro incesante que el difunto Gaston d'Orleans había sido para el rey Luis XIII. Parecía haberlo logrado incluso en exceso…
Luis XIV estaba de excelente humor: las justas le habían entretenido, y barrido (¿por cuánto tiempo?) la melancolía amorosa que se había apoderado de él desde su ruptura con María Mancini. El recibimiento que dispensó a Sylvie se benefició de esa disposición feliz. Su mirada vivaz la descubrió muy pronto entre las damas reunidas alrededor de su madre, y fue directamente hacia ella:
— ¡Qué alegría veros de nuevo, duquesa! ¡Y siempre tan bella!
Le tendió la mano para incorporarla de su reverencia y rozó su mano con sus labios adornados con un fino bigote, bajo la mirada sorprendida y ya envidiosa de la corte.
— Sire -respondió Sylvie-, ¡el rey es demasiado indulgente! ¿Puedo permitirme agradecerle el hecho de que haya pensado en mí?
— Era muy natural, madame. Me importaba mucho rodear a la que va a convertirse en mi esposa de damas alas que aprecio de manera muy especial, y vos sois, según creo, mi amiga más antigua. ¡Acercaos, Péguilin!
El nombre sobresaltó a Sylvie, que observó con atención al hombre con que soñaban las pequeñas Nemours; a primera vista, se preguntó qué podían encontrar en él: era de escasa estatura de un cabello rubio descolorido, no guapo pero al menos de cuerpo armonioso, y con un rostro a la vez insolente y espiritual. No dudó en quejarse:
— ¡Sire, me llamo Puyguilhem! ¿Es realmente tan difícil de pronunciar?
— ¡Péguilin me parece menos bárbaro! Y además no durará siempre: sólo hasta que el Condé de Lauzun, vuestro padre, deje este mundo. Deseo presentaros a la señora duquesa de Fontsomme, que me es muy querida. Si obtenéis su amistad, os estimaré más por ello.
— Me colmaréis de dicha, Sire -dijo el joven al tiempo que ofrecía a Sylvie el saludo más elegante y cortés posible-, pero es suficiente ver a madame para arder en deseos de gustarle… -Mientras hablaba, la miraba directamente a los ojos con una sonrisa tan sincera que ella sintió que sus prevenciones desaparecían.
— ¡No ardáis, señor! Demasiadas llamas no convienen a la amistad, que es la dulzura de la existencia -contestó entre risas-. Pero si no depende más que de mí, seremos amigos.
Mientras el rey se alejaba, intercambiaron otras palabras amables, y luego el joven capitán se dirigió con unas prisas reveladoras hacia una mujer muy bonita que charlaba con Madame de Conti. Ésta se apartó de inmediato, y los dos quedaron a solas.
— ¿Quién es? -preguntó Sylvie a Madame de Motteville, señalando a la pareja con la punta de su abanico-. Quiero decir, ¿quién es ella?
— La hija del mariscal de Gramont, Catherine-Charlotte. Ella y Monsieur Puyguilhem son primos y han pasado juntos su infancia.
— ¿Se aman?
— Creo que es evidente. Por desgracia, Catherine es desde hace unas semanas princesa de Mónaco. El pobre Puyguilhem tiene demasiado poco patrimonio, a pesar de su hermoso título, para pretender su mano. ¡Pero eso no le impide pretender el resto de su persona!
Sylvie visualizó los rostros sofocados de las pequeñas Nemours y pensó que no aguantaban la comparación, y que su pobre madre no había llegado aún al final de sus padecimientos. Pero a esa edad un amor sustituye con facilidad a otro y las penas son efímeras, al menos para la mayoría de las muchachas.
Cansada del viaje y con pocas ganas de asistir a las distintas diversiones que se ofrecían -danzas locales en la plaza, una comedia interpretada por la gente del hôtel de Bourgogne, y finalmente baile en el salón de la reina-, obtuvo sin dificultad permiso para retirarse a descansar, habida cuenta sobre todo de que para la expedición prevista a Fuenterrabía saldrían por la mañana temprano. Pero al llegar a la casa Etcheverry, se dio cuenta con asombro de que Monsieur de Saint-Mars seguía en el mismo lugar. Parecía haber echado raíces allí porque, de brazos cruzados y recostado debajo del balcón de la casa de enfrente, miraba fijamente cierta ventana como si intentara hacer salir a alguien por ella con la única fuerza de sus ojos.
Cuando la silla de Sylvie se detuvo ante la puerta, él se sobresaltó y luego se precipitó a ocultarse en una especie de callejón entre dos edificios.
— Alguna historia de amor hay detrás de esto -murmuró Madame de Fontsomme entre dientes.
Y de hecho descubrió el motivo de esa historia cuando, al ser acompañada a la cena por su anfitrión, vio de pie a su lado a una joven muy bella que él presentó brevemente como «mi hija Maitena», y que dedicó una hermosa reverencia a la huésped de su padre. Producto puro de la tierra vasca, Maitena poseía todo lo necesario -una tez de marfil, cabellos de ébano y ojos de brasa- para hacer perder la cabeza incluso al más grande señor. Con mayor razón a un modesto mosquetero.
Después de la cena, Sylvie habló del tema a Perceval, que por su parte no había salido de la casa desde su llegada.
— ¡Ah, ya me he fijado! -dijo-. Cuando he visto a la muchacha lo he entendido todo, pero ese atolondrado no se ha movido de ahí en toda la tarde y está comportándose como un imbécil. Nuestro anfitrión no parece un hombre que deje que pelen la pava con su hija sin levantar una ceja…
— Sin embargo, cuando vino a nuestra casa, ese Saint-Mars parecía una persona seria.
— Como si no supieras que el amor enloquece a los más sensatos… Todavía sigue ahí -añadió Raguenel, que se había acercado a la ventana abierta a una noche deliciosamente templada, azul y llena de música-. ¡Ah, hay novedades! ¡Ven a ver!
Un oficial de aspecto orgulloso, delgado, de mirada relampagueante semioculta bajo el sombrero de fieltro gris con un penacho rojo, acababa de desmontar y abroncaba a su subalterno con un acento gascón que muchos años de servicio al rey no habían conseguido atenuar; lo cual preocupaba poco a Monsieur d'Artagnan, teniente de los mosqueteros en funciones de capitán, porque estaba orgulloso de sus orígenes. El sentido de su reprimenda estaba claro para los observadores: el pobre enamorado había olvidado que tenía el deber de formar la guardia del rey y recibió la orden de regresar al cuartel y sufrir allí el arresto de rigor hasta nueva orden. Con un suspiro que partía el alma y una mirada desesperada a la querida casa que se veía obligado a abandonar, Saint-Mars se marchó arrastrando los pies pero sin intentar discutir, lo que sólo habría tenido por resultado agravar su falta.
D'Artagnan iba a montar a caballo para escoltarlo cuando apareció otro jinete. El mosquetero detuvo su movimiento para saludar al mariscal de Gramont, que por su parte le saludó alegremente:
— ¡Vaya, amigo mío! ¿Os habéis alistado en la policía o estáis aquí representando el buen pastor?
— La segunda hipótesis es la buena, señor mariscal. He venido a recuperar una oveja que tiene tendencia a descarriarse demasiado a menudo por esta parte.
— Si conocierais a la señorita de la casa, lo entenderíais mejor. Es tan bella que un santo se condenaría por ella.
— Mis mosqueteros no son santos y tienen el honor de servir al rey. Las tentaciones les están prohibidas, por lo menos cuando están de guardia…
— Bah, ya sabéis cómo es el amor en nuestra tierra. [7] ¿Y no deberíais casaros vos mismo?
— Estoy pensando en ello, porque deseo descendencia. Es un asunto serio… Ahora permitid que os deje, señor mariscal.
— ¿No me acompañaréis un rato? Vengo de la isla de los Faisanes, donde he tenido que arreglar algunos detalles del pabellón de las Conferencias, y estoy rendido. Cuento con un buen chocolate para reponerme. Venid a compartirlo conmigo.
— Un ch…
Su buena educación permitió al oficial evitar una mueca, pero su sonrisa de disculpa era un verdadero poema. Se apresuró a excusarse porque el rey le esperaba, saludó, montó y se alejó. El mariscal se encogió de hombros y entró en la casa. Cuando Sylvie se acostó, el aroma del misterioso brebaje impregnaba toda la casa.
— Encuentro agradable ese aroma, pero un poco fatigoso a la larga -confió al día siguiente a Mademoiselle y Madame de Motteville, mientras se dirigían a Fuenterrabía en la carroza de la primera.
— Tendréis que acostumbraros a respirarlo diariamente -dijo la princesa-. Nuestra futura reina consume, al parecer, unas cantidades asombrosas. Lo mejor sería que lo probarais; es bastante bueno, ¿sabéis?
— ¿Lo ha probado Vuestra Alteza?
— Gracias al mariscal de Gramont. Lo ofrece a todos los que se ponen a su alcance. De modo que no vais a poder escabulliros, porque ocupáis la misma casa.
— Habrá que probarlo, entonces. Pero ahora que pienso: ¿por qué un matrimonio por poderes cuando aquí todo está dispuesto para la ceremonia definitiva?
— Porque una infanta de España no puede abandonar el reino de sus padres si no está casada. Es la ley… Ya llegamos.
Sobre una colina con jardines floridos, y rodeada por murallas medievales, Fuenterrabía presentaba un aspecto noble y lleno de gracia. Subieron por la calle principal entre dos filas de casas con balcones y miradores, en medio de una densa multitud que se apretujaba en la plaza principal, entre la iglesia de Santa María y el viejo palacio de Carlos V en el que se alojaba la novia. La compañía de la princesa, cuyo ilusorio incógnito fue desvelado muy pronto, les permitió instalarse en un buen lugar en una iglesia con altares sobrecargados de dorados. Pensando sin duda que todo aquello no bastaba, el aposentador de la corte, el pintor Diego Velázquez, había añadido tapices y grandes cuadros que representaban escenas piadosas. El olor del incienso era tan fuerte que Madame de Motteville estornudó en varias ocasiones, lo que le atrajo las miradas ceñudas de una nobleza que no dejó de sorprender a Sylvie, acostumbrada a los colores alegres con que se adornaba la corte francesa. Allí, casi todo el mundo iba vestido de negro, los hombres con jubones de otra época -algunos incluso llevaban aún los cuellos de las gorgueras almidonados-, y las mujeres con pesados ropajes de mangas colgantes. Ellas parecían llevar bajo las faldas unos grandes toneles achatados por delante y por detrás, que llamaban «guardainfantes» [8] y muy poca ropa blanca visible. En cambio, tanto ellos como ellas lucían enormes joyas de oro con grandes piedras preciosas incrustadas: el oro que los conquistadores enviaban desde América cargado en los galeones de la flota de Indias. Por su parte, los españoles miraban a las tres francesas con curiosidad pero sin hostilidad: el gran luto de Mademoiselle, el de Sylvie y el prudente color oscuro elegido por la confidente de la reina eran otros tantos puntos en su favor. De pie en el coro, don Luis de Haro, que negociaba desde hacía meses con Mazarino, se disponía a asumir la representación del rey de Francia.
Finalmente, conducida por la mano izquierda de su padre, apareció la infanta y todas las miradas se volvieron hacia ella.
Al lado del rey Felipe IV, vestido de gris y plata y luciendo en el sombrero un gran diamante, el Espejo de Portugal, además de la Peregrina, la mayor perla conocida, María Teresa parecía curiosamente apagada. Su vestido era de simple lana blanca con bordados de plata del mismo tono, y su magnífico cabello rubio peinado en bandas a ambos lados de las orejas apenas se veía, cubierto por una especie de bonete blanco que la afeaba. A pesar de ello estaba encantadora con su tez luminosa, su bonita boca redondeaba y sus magníficos ojos azules, dulces y brillantes. Por desgracia, era de escasa estatura y tenía feos los dientes.
— ¡Qué lástima que no sea un poco más alta! -susurró Madame de Motteville-. Creo que de todas formas el rey estará contento…
— Le pondrán tacones -respondió Mademoiselle en el mismo tono-. Además, él tampoco es tan alto… ¡Estaría bueno que se hiciera el difícil!
Después ya no vieron nada, porque el rey y su hija habían pasado detrás de una especie de cortina de terciopelo abierta únicamente del lado del altar, en el que oficiaba el obispo de Pamplona.
Una vez acabada la ceremonia, las tres francesas se retiraron para ir a reunirse, en la isla de los Faisanes, con la ahora reina madre, que iba a ver a su hermano por primera vez desde hacía cuarenta y cinco años…
— ¿Van a traernos a nuestra nueva soberana? -preguntó Sylvie que, en su cometido de dama suplente de compañía, esperaba poder ayudar a la pobre reina joven a quitarse aquellos arreos, para mostrarla a su esposo con un aspecto más favorecedor.
— ¡Cómo se ve que no conocéis la etiqueta española! -suspiró Mademoiselle-. Hoy es el día del reencuentro familiar, y mi primo será la única persona de toda la corte que no asistirá.
En efecto, en la pequeña isla del río Bidasoa, casi enteramente ocupada por el pabellón de las Conferencias, con dos galerías enfrentadas que conducían a una gran sala, habían dispuesto una larga alfombra roja cortada por la mitad que simbolizaba la frontera entre los dos reinos. También allí se había prodigado Velázquez de tal modo que la sala parecía una exposición de pintura. Las dos cortes se alinearon en silencio, cada una en su lado. Luego el rey de España y la reina madre se acercaron al borde cortado de la alfombra y se dieron un frío abrazo… Cuando Ana de Austria, llevada por la emoción, quiso besar realmente a su hermano, él desvió rápidamente la cabeza. Después ambos se sentaron en sendos sillones para hablar, en tanto que la infanta tomó asiento en un almohadón, de modo que desapareció casi por completo en su «guardainfante».
Mientras tanto Luis XIV, que desde hacía un rato galopaba por el lado francés de la isla, se consumía de impaciencia. Cuando no aguantó más, fue a la puerta de la sala a preguntar si podían admitir en ella a «un extraño».
De inmediato la reina madre, con una sonrisa, rogó a Mazarino que autorizara a aquel extraño a mirar a los presentes. Escoltado por don Luis de Haro, el cardenal abrió de par en par las puertas para que los jóvenes novios pudieran verse, aunque no se permitió a Luis cruzar el umbral. Felipe IV carraspeó para aclararse la voz.
— Guapo yerno -dejó caer-. Pronto tendremos nietos.
Pero cuando Ana preguntó sonriendo a la infanta qué pensaba ella, el rey se apresuró a añadir con cierta brusquedad:
— ¡Aún no es tiempo!
El joven Monsieur se echó a reír:
— Hermana, ¿qué os parece esa puerta? -preguntó a la joven, que se puso colorada pero también rió.
— La puerta me parece muy bella y muy buena -dijo.
Eso fue todo por aquel día. Se intercambiaron cortesías gélidas, se separaron y el rey de España se llevó consigo a su hija.
— ¡Me pregunto si se decidirá a dárnosla algún día! -gruñó Mademoiselle.
— Pasado mañana -respondió Madame de Motteville, que se había enterado de los detalles de la ceremonia.
— ¡Todo esto es ridículo! Mi primo Beaufort ha tenido razón al no querer asistir a las bodas. Ya detesta bastante a los españoles: habría hecho alguna escena.
— Y eso habría sido una estupidez más que añadir a su cuenta -dijo entre dientes Mazarino, que lo había oído-. Me he cuidado además de que no fuera invitado.
— ¿Y el rey os ha hecho caso?
— Sin dificultad. Vuestra Alteza debería saber que no tiene un afecto desbordante por ese turbulento personaje.
Mientras Mademoiselle le respondía con el lenguaje desenvuelto que le era propio, Sylvie se apartó, dividida entre la indignación por oír a Mazarino hablar del primo del rey con aquel insolente desprecio y el alivio de saber que no corría el peligro de tropezarse con él a la vuelta de una esquina de Saint-Jean-de-Luz. Sentía que necesitaba un poco más de tiempo para poder mirar de frente al hombre al que había jurado no volver a ver nunca. Ya era lo bastante inquietante el hecho de haber sentido latir con más fuerza su corazón cuando su nombre había sonado en los labios de la princesa.
Meditó sobre ese tema hasta su regreso a la casa del armador, donde encontró materia abundante para cambiar el curso de sus pensamientos. Después de dejar a Mademoiselle en su domicilio y de entrar en la iglesia para rezar, volvía a pie en medio de la alegre agitación de la calle cuando fue abordada por un hombre al que no reconoció enseguida porque iba vestido de civil.
— Por favor, señora duquesa, dignaos perdonarme por el atrevimiento de deteneros así, con tanto descaro, pero sólo vos podéis devolverme la vida.
Con una sonrisa divertida, ella observó el metro ochenta de vergüenza ruborizada que tenía ante sí.
— No tenéis aspecto de moribundo, Monsieur de Saint-Mars. ¡Incluso os encuentro rebosante de salud!
— ¡No os burléis, por piedad! Ya soy lo bastante desgraciado en el estado en que me encuentro.
— Y corréis el peligro de serlo aún más si os encuentran paseando por la ciudad. ¿No estáis bajo arresto, o es que os han liberado?
— No, y sé que corro un gran riesgo, pero era absolutamente necesario que viniera aquí para intentar encontrar a alguien que se compadezca de mí. Querría… querría hacer llegar una carta a la joven que vive en vuestra casa…
— Soy yo quien vive en la suya, o en realidad en la de su padre, y haría sin duda muy mal servicio a éste si aceptara ser vuestra mensajera. ¿Por qué no recurrís a un criado? Sería muy raro que no consiguierais un poco de complicidad a cambio de dinero. Los ojos grises del mosquetero reflejaron un vivo dolor
— Soy pobre, señora, y únicamente poseo mi soldada.
De no ser así, no necesitaría ayuda: entraría audazmente en la casa de Manech Etcheverry y le pediría la mano de su hija. Pero en mis actuales circunstancias, me echaría a la calle a la primera palabra. Sin embargo, amo a Maitena hasta la locura… y creo que no le desagrado.
— Quiero creeros, amigo mío -dijo Sylvie en tono más suave-, pero en tal caso debo preguntaros qué esperáis de ella, ya que os es imposible pretenderla en matrimonio.
— ¡Nada contrario al honor! En esta carta -añadió, sacando un papel doblado del reverso de su guante- le digo cuánto la amo y le suplico que no se comprometa con otro y espere a que yo haga fortuna. Porque estoy seguro de que llegará el día en que seré muy rico…
— Eso puede llevar tiempo. ¿Estáis seguro de que ella sabrá esperar?
— Eso puede suceder muy pronto, porque tengo proyectos. Al servicio de un rey joven y fogoso, basta un golpe de suerte. ¡Oh, señora, os lo ruego, aceptad llevarle esta carta y os bendeciré mi vida entera!
Parecía tan infeliz, y tan sincero también, que Sylvie bajó un poco la guardia. Sin embargo, aún puso una objeción:
— ¿Tan urgente es? ¿No podéis esperar a encontraros con ella… en otra ocasión?
— Nunca tendré otra mejor. Además, sí es urgente porque su padre tiene planes de boda para ella. Y yo debo cumplir mi arresto hasta pasado mañana, cuando llegue la reina…
— ¡Sea! Dadme la carta. Me las arreglaré para hacérsela llegar sin comprometerme. Bastará con deslizar el papel por debajo de la puerta de su habitación cuando esté segura de que ella está dentro.
— ¡Oh, señora duquesa! ¡Mi gratitud…!
— No tiene importancia. Pero no volváis por aquí.
Una vez en la casa, Sylvie encontró a Perceval esperándola en compañía del mariscal de Gramont… y delante de una taza de chocolate. El viejo militar y diplomático -no tenía más que cincuenta y seis años pero representaba bastantes más- insistía en ofrecer sus respetos a la viuda de uno de sus más brillantes compañeros de armas, y sobre todo a la nuera de un viejo amigo: había combatido en muchas ocasiones al lado del mariscal-duque de Fontsomme, a cuyo mando estuvo en sus primeros pasos en el ejército.
— Cuando vuestro hijo tenga edad para manejar las armas, señora, quisiera que me lo confiarais, y a la espera de ese día, que me concedáis la gracia de considerarme uno de vuestros amigos. Habría deseado que fuera antes, pero habíais decidido vivir lejos de la corte, y yo mismo he estado con frecuencia ausente, por mis compromisos militares o por el gobierno de Bayona; y más raramente por mis estancias en mi castillo de Bidache, que está cerca y en el que me agradaría mucho recibiros en un día próximo.
Sylvie no iba a tardar en descubrir por propia experiencia que, cuando Gramont tomaba la palabra, le costaba dejarla. ¡La facundia meridional, sin duda! Era un bearnés puro, seco y canoso, con un rostro tallado a escoplo, nariz grande, mirada viva y burlona y un mostacho arrogante y tieso que daba a su fisonomía cierto parecido con un gato furioso. Elegante, por otra parte, y hombre afectuoso al que gustaba tratar con generosidad a sus amigos. Orgulloso también de su linaje, no dejaba ignorar a nadie que su padre había sido el último virrey de Navarra y que su abuela no era otra que la famosa Corisande d'Andoins, el primer gran amor de Enrique IV.
Ese día, sin embargo, no hizo ninguna alusión a sus orígenes y no tardó en dar a su discurso un tono galante, dando muy pronto a entender a Madame de Fontsomme que la encontraba muy de su gusto. Aquello molestó un poco a Sylvie, pero divirtió a Perceval. Fue él, sin embargo, quien detuvo aquel diluvio de galanterías preguntando a su ahijada si no le gustaría probar la «bebida de los dioses». Cosa que aceptó de buen grado.
El mariscal se apresuró a servirle una taza, y ella tuvo entonces que escuchar una descripción minuciosa de la manera de preparar el brebaje, y también la del instante mágico en que Gramont lo había bebido por primera vez, instante que le había «abierto las puertas del Paraíso». No le ocurrió lo mismo a Sylvie: admitió que aquella especie de puré líquido aromatizado con canela no era desagradable, pero estaba demasiado azucarado y le costó un poco beberlo. Con una franqueza justificada por el temor de verse ahogada en chocolate en cada uno de sus encuentros con el mariscal-duque, le dijo lo que pensaba.
— Me parece -opinó- que uno debe de cansarse muy pronto.
— ¡No lo creáis! Admito que el primer contacto no siempre es concluyente, pero hay que perseverar. De todas maneras, querida duquesa, estáis condenada a acostumbraros muy pronto: vuestra nueva reina lo bebe a lo largo de todo el día, y vais a ser una de sus damas…
— A menos que me obligue a beberlo yo también, no habrá problema.
Una vez en su habitación, sólo pensó en la mejor manera de entregar el mensaje que le había confiado el pobre Saint-Mars, y que ahora lamentaba haber aceptado.
La hija de la casa, en efecto, tenía un carácter reservado, un poco orgulloso incluso, y Sylvie no veía la forma de entregarle de forma discreta la carta. ¿Y por qué no con una sonrisa cómplice…? Se sentía tan apurada que no se atrevió a hablar del tema con Jeannette, que vino a traerle un vestido recién planchado. Después de la cena, dijo que estaba cansada y se acostó tras dar permiso a Jeannette para dar un paseo en compañía de la vieja gobernanta de la casa Etcheverry. Luego se levantó para espiar el momento en que se abriera la puerta de la muchacha. Cuando estuvo segura de que ésta había entrado en su alcoba, corrió descalza hasta su puerta, pasó la carta por debajo de ésta y volvió tan aprisa como pudo, mientras el corazón le palpitaba como si acabara de correr un gran peligro. Cuando se sintió protegida por las paredes de su propio cuarto, se echó a reír en silencio.
«Debo de estar convirtiéndome en una vieja loca, -pensó-. ¡Jugar a estas cosas, a mi edad! Si me viera Marie…»
Y a la espera de un sueño que no acudía, encendió una vela, se instaló a la mesa y escribió a su hija una larga carta.
Si esperaba haber acabado con la cuestión de los amores del mosquetero, se equivocaba. A la mañana siguiente, mientras Perceval marchaba a Bayona con Gramont, decidió, tentada por un tiempo magnífico, caminar un poco por la orilla de aquel océano que le recordaba tantas cosas. Pero en el momento de salir tropezó ligeramente con Maitena, que, cubierta la cabeza por un velo y con un misal en las manos, iba a oír misa. La joven pidió excusas y se apartó para dejarla pasar, pero le entregó discretamente un billetito que ésta desdobló cuando estuvo lejos de la casa. Sólo contenía unas pocas palabras:
«Por piedad, señora, no os neguéis a reuniros conmigo en la capilla de los Hospitalarios.»
Sylvie renunció a su paseo y se dirigió, en las inmediaciones de la iglesia principal, a la antigua encomienda de los caballeros del Hospital, convertida en hospicio para los peregrinos que se dirigían a Compostela por el camino del litoral. Se preguntó si el lugar estaba bien elegido: en efecto, el hospicio estaba lleno de personas, peregrinos o no, que esperaban las bodas reales con la esperanza de recibir grandes limosnas. En la capilla brillaban las luces de los cirios y resonaba el eco de las oraciones. Maitena estaba arrodillada sola, cerca del baptisterio. Se colocó a su lado, hombro con hombro, y murmuró:
— ¿Qué puedo hacer por vos?
Maitena levantó hacia ella unos bellos ojos oscuros anegados en lágrimas:
— Soy consciente de mi audacia, señora duquesa, y os pido mil veces perdón por atreverme a dirigirme a vos, pero ayer noche, al recibir la carta, pensé que tal vez aceptaríais ayudarnos otra vez. Habéis sido tan buena…
— ¿Cómo sabéis que fui yo?
— Os vi hablar con él cerca de la iglesia. Oh, señora duquesa, os lo suplico, decidle que no puedo conceder todo lo que me pide. Cierto que estoy dispuesta a esperar. Si es necesario, en el convento de Hasparren, con el que me amenaza mi padre si me niego a casarme con el primo que me destina; pero él debe tener paciencia. En ningún caso puedo ir la tarde de las bodas al sitio en que nos hemos encontrado otras veces.
— ¿Por qué quiere que vayáis allí?
— Para que podamos prometernos mezclando nuestras sangres. Dice que después tendrá valor para todo, que estará dispuesto a desafiar a todos para conquistarme, pero necesita estar seguro de mí. Yo querría ir, pero sé que no podré: mi padre me vigila de cerca.
Sylvie conocía la antigua costumbre medieval de unir para siempre a dos personas cuando han mezclado unas gotas de sus sangres, pero a su edad sabía apreciar en lo que valen esas exuberancias de un amor en sus inicios…
— ¡Es una locura! -murmuró con una semisonrisa-. Correr ese riesgo no añadirá nada a vuestro amor, si es fuerte y sincero.
— Lo sé, pero hay que decírselo a él. ¿Querréis intentar hacérselo entender?
— Está arrestado hasta la llegada de la infanta, mañana por la tarde, cuando Monsieur d'Artagnan necesitará a todos sus mosqueteros. No puedo verle.
— Pero la cita es para pasado mañana. Tenéis tiempo…
— ¿Lo creéis? Cuando la infanta esté aquí no podré separarme de ella.
No se imaginaba a sí misma abandonando el servicio para ir en busca de un mosquetero y charlar a solas con él, pero notó que Maitena se estremecía junto a su brazo, y comprendió que lloraba. La oyó murmurar:
— Os conjuro, madame, a ayudarme. Intentad al menos entregarle esta carta. He añadido un pañuelo manchado con mi sangre. Tendrá que contentarse con eso.
Sylvie se sintió conmovida por aquella pobre niña, y tomó a la vez el paquetito y la mano que lo ofrecía.
— Encontraré algún medio, os lo prometo. Y vos intentad recuperar un poco de serenidad. Tenéis un largo combate por delante, y la necesitaréis…
— Rezaré todavía un momento en este lugar. Por nosotros, desde luego, ¡pero también por vos! Gracias de todo corazón, señora duquesa…
Era tiempo de separarse. Después de santiguarse, Sylvie se puso en pie y se dirigió a la salida, no sin dejar una limosna para los monjes agustinos que llevaban el hospicio. Si al día siguiente por la tarde no veía a Saint-Mars, encargaría a Perceval que lo buscara. Lo importante era que el pobre enamorado recibiera su prenda antes de la hora fijada para la cita.
Llegó el momento tan esperado en que la infanta fue entregada a Francia. La víspera, los dos reyes se habían entrevistado por fin para jurarse amistad, fidelidad y rubricar el tratado que cerraba las puertas de la guerra, abiertas desde hacía demasiado tiempo.
Aquel día, en el pabellón de las Conferencias, la corte de París y la de Madrid se vieron frente a frente por última vez: la española, sombría, severa bajo sus terciopelos negros, y rebosante de un desprecio mudo por la francesa, variopinta con sus colores, plumas, brocados y diamantes. Y entre ambas, arrojando una sombra sobre la alegría de la paz recuperada, el drama de la separación de dos seres que se aman y saben que nunca volverán a verse. La infanta lloraba, y la aparente impasibilidad de su padre se resquebrajaba bajo el peso del dolor.
Sylvie no vio aquella escena desgarradora, a la que Ana de Austria se esforzó en aportar el bálsamo de su ternura y comprensión. Con el resto de las damas que iban a formar la casa de María Teresa, esperaba en el alojamiento de la reina madre el momento de ser presentada. En ausencia de la duquesa de Béthune, retenida en París por un acceso de fiebre eruptiva, iba a asumir por primera vez ese papel de dama de compañía que con tanta eficiencia había desempeñado en otro tiempo Marie de Hautefort, y no se sentía muy tranquila. De hecho, la invadía el miedo escénico, como a una actriz debutante que va a salir al escenario para recitar su primer papel. En compañía de la duquesa de Navailles, dama de honor, y de dos de las «doncellas», Mademoiselles de la Mothe-Houdancourt y du Fouilloux, se encargó de conseguir que la habitación donde la infanta pasaría su primera noche francesa — ¡y su última noche de doncellez!- resultara tan acogedora como fuera posible. Fue un gran alivio que entre ella y la dama de honor se estableciera de inmediato una corriente de simpatía.
Suzanne de Baudéan tenía treinta y cinco años, es decir su misma edad, y estaba casada desde hacía nueve años con Philippe de Navailles, del que tenía un hijo. Era una mujer enérgica y recta, amable con las personas que le gustaban, lo que no siempre ocurría, y de un humor afable pero estricto en todo lo relacionado con la moral. Su esposo, primo carnal del duque de Gramont, era coronel de un regimiento de marina y estaba con frecuencia embarcado, a las órdenes del duque de Vendôme; y ella, irreprochable en su vida privada, tendía a juzgar con severidad las costumbres relajadas de sus contemporáneos.
Aquella misma mañana había reunido al batallón de las doncellas de honor y endilgado una corta arenga para hacer saber a aquellas señoritas que, como estaban al servicio de una joven princesa tan virtuosa como prudente, educada además a la sombra del Escorial, no podían esperar ni compasión ni debilidad en caso de que faltaran de alguna forma a sus deberes o, peor aún, al honor. En ese caso serían despedidas de inmediato sin consideración a su familia o sus relaciones. [9] Las caras desconsoladas de las muchachas reflejaban con claridad lo que pensaban de aquel programa, y Sylvie, divertida y un tanto compadecida, no pudo evitar preguntar, una vez a solas con la dama de honor, si estaba segura de que la superintendente de la casa de la reina ratificaría siempre sus condenas.
— No me molestará mucho. Lo que le interesa a la princesa Palatina [10] es el título, y no la función, que ha obtenido después de muchos esfuerzos y gracias a Mazarino, porque el rey no llega a perdonarle su actuación en la época de la Fronda. Me extrañaría que durase mucho tiempo a nuestro lado. ¿Qué hace en este momento, en lugar de velar por todo como lo exige su empleo? ¡Piensa en las musarañas, recostada en los almohadones del gabinete de la reina madre, y dice que tiene demasiado calor! Aunque es cierto que es una gran dama -añadió Madame de Navailles con una sonrisa torcida.
— ¡También es muy bella! -dijo Sylvie con voz soñadora.
— ¡Decid más bien que lo es todavía! Os concedo que ha sido sublime. Por lo demás, sus aventuras son incontables. La que tuvo con el arzobispo de Reims causó un buen revuelo en su época. ¡Curioso modelo para las doncellas de honor!
Al llegar la noche, la ciudad se iluminó. Había candelas en todas las ventanas, linternas en todas las puertas, antorchas en centenares de manos; y al saberse que el cortejo real estaba próximo, se encendieron hogueras por doquier. Por fin, hacia las diez de la noche, hizo su aparición la carroza real, escoltada por toda la corte a caballo: Monsieur cabalgaba junto a la portezuela derecha, y Mademoiselle junto a la izquierda. En el fondo del coche, vestida de brocado de oro y plata, iba la infanta sentada muy tiesa, hierática como una Virgen de catedral. Las aclamaciones se alzaban al paso de los caballos, y ella respondía con gesto tímido, con una sonrisa temblorosa que contrastaba con el entusiasmo que suscitaba su presencia.
Las mujeres que iban a formar su séquito se precipitaron a las ventanas, movidas por un mismo impulso. Agitaban sus pañuelos mientras la carroza se aproximaba a la casa de la reina madre, donde María Teresa había de pasar su primera noche francesa. Entre los mosqueteros de la escolta, Sylvie reconoció a Saint-Mars. También vio entre la multitud a Perceval, que se comportaba como hombre que encuentra un verdadero placer en el ejercicio de mirón… Luego llegó el momento de las reverencias, cuando, su mano posada en la de Ana de Austria, la infanta hizo su entrada, en medio de un profundo silencio, en la casa que iba a ser la suya durante un tiempo tan breve. Vista de cerca, era visible que había llorado mucho pero que se esforzaba por guardar la compostura.
Al ver aproximarse a aquella niña desolada, rígida dentro de su enorme vestido de raso encarnado recamado en oro, que parecía sostenerla más que vestirla, Sylvie sintió un impulso de piedad y simpatía. En aquel rostro joven se leía la dulzura, y también la resignación. La reina madre procedía ahora a las presentaciones: primero la superintendente; luego la dama de honor; después, fue su nombre el que salió de los labios reales:
— La señora duquesa de Fontsomme os gustará, hija mía -dijo en español-. Ha sido ella quien ha enseñado a tocar la guitarra al rey, que lo hace muy bien. Sirve a nuestra corona desde que tenía quince años. Es recta y leal. Además, habla nuestra lengua a la perfección.
Los dulces ojos azules, tan melancólicos, se iluminaron, y cuando Sylvie le dio una protocolaria bienvenida en el más puro castellano, la joven contestó que se alegraba sinceramente de sus futuras relaciones. Mientras pasaban a otras damas, Sylvie descubrió lo impensable: aquella hija de una princesa francesa no conocía su lengua materna. Ahora bien, al margen de la reina madre, de Madame de Motteville, de ella misma y, felizmente, también del rey, nadie en la corte practicaba la lengua del Cid.
«¡Muy bien! -pensó Sylvie sin desanimarse lo más mínimo-. Intentaremos enseñarle el francés.»Mientras tanto, María Teresa había sido conducida hasta su habitación, de la que habían tomado ya posesión su camarera española, la morena y seca Molina, la hija de ésta y una enana horrenda vestida de manera extravagante, que respondía al nombre de Chica y toqueteaba todo lo que caía en sus manos. Costó conseguir un poco de tranquilidad, y mientras Molina se encargaba de la recepción de los cofres que venían de España, las damas francesas pudieron liberar a su joven ama del estorbo del «guardainfante» y del pesado tocado de plumas. Tuvieron entonces la sorpresa de descubrir debajo de todo aquello a una joven llena de gracia, de formas perfectas y poseedora del más hermoso cabello rubio rizado que jamás habían visto.
— ¡Nuestro rey tiene mucha suerte, señora! -dijo en voz baja Sylvie, lo que le valió una sonrisa radiante.
Mientras, el citado rey recibía una reprimenda importante de su madre: había expresado el deseo de consumar el matrimonio aquella misma noche, y se le recordaron agriamente las conveniencias. Finalmente, todos -es decir, las dos reinas, el rey y Monsieur- se reunieron para cenar en petit comité. María Teresa apareció vestida con un negligé de batista abundantemente adornado con encajes y cintas, y el cabello peinado suelto, un espectáculo que hizo brotar una sonrisa de los labios de su esposo.
Después de dejar a la familia real sentada a la mesa, Sylvie regresó a la alcoba con Madame de Navailles para poner un poco de orden y preparar el momento de acostar a la joven reina. Encontraron a Molina desconsolada: faltaba un cofrecito de joyas.
— ¿Estáis segura? -preguntó Sylvie.
— Completamente. Cuando cargamos el coche que está aún abajo, yo misma puse los tres cofrecitos de las joyas… ¡y sólo me han subido dos!
— Faltará por subir el tercero.
— No. He ido a ver. El coche está vacío.
— ¿Quién lo ha descargado?
— Los criados los baúles grandes, y dos soldados los cofrecitos.
— Esto corresponde a la señora superintendente -dijo Madame de Navailles-, pero como ha ido a cenar con el cardenal, me ocuparé yo. Voy a interrogar a los criados. Madame de Fontsomme, ¿tendréis la bondad de ir a echar un vistazo abajo?
— Con mucho gusto.
Delante de la casa Haraneder había cierta confusión alrededor de un carruaje vacío que dos gentileshombres de la reina madre registraban minuciosamente ante la mirada inexpresiva del cochero. Las personas atraídas por la descarga del equipaje se retiraban. Sin embargo, a unos pasos de la puerta, dos mosqueteros discutían animadamente. Uno de ellos era Monsieur d'Artagnan. Sylvie se acercó:
— Sois el capitán d'Artagnan, ¿no es así?
— Teniente solamente, múdame -respondió él con un saludo.
— ¿Podéis explicarme qué ha ocurrido? Soy la duquesa de Fontsomme, dama de compañía suplente de la nueva reina.
— Un caso grave, me temo, señora duquesa. Para honrar a la Infanta, el rey había decidido que mis mosqueteros guardarían esta noche las puertas de su casa. Cuando llegaron los coches, estaban de guardia Monsieur de Laissac, aquí presente, y Monsieur de Saint-Mars.
— Monsieur de S…
— ¿Le conocéis?
— Apenas, pero continuad, os lo ruego.
D'Artagnan explicó entonces que en el momento de detenerse los carruajes -la escolta española no había cruzado las puertas de la ciudad-, los lacayos se habían encargado de los grandes baúles de cuero, pero que el intendente de la reina madre había rogado a los guardias que se ocuparan en persona de los cofrecitos sellados con las armas de España. Uno tras otro, Laissac y Saint-Mars los habían subido, esperando cada uno para hacerlo a que el otro hubiera bajado. Pero al bajar por segunda vez, De Laissac no había encontrado ni el último cofrecito ni a Saint-Mars…
— ¿No supondréis que haya podido…? ¡Oh! Es un gentilhombre y un soldado… -protestó Sylvie.
— Lo sé, y creedme que la perspectiva no me hace feliz…
— ¡No hay ninguna razón para que se haya marchado con el cofrecito! Si Monsieur de Saint-Mars ha abandonado su puesto, tiene que haber tenido un motivo… grave. Una razón importante. Sabéis igual que yo la… atracción que ejerce sobre él la casa Etcheverry, en la que me alojo…
— Sin duda. ¡Por desgracia, alguien le ha visto!
— ¿Apoderarse del cofre y huir con él?
— Sí.
— ¿Quién lo afirma?
— El hombre que veis allí abajo, guardado por dos de mis hombres. Es uno de los peregrinos del hospicio, y ha visto a Saint-Mars salir corriendo en dirección al mar.
Desconcertada, Sylvie intentaba poner en orden sus ideas. La cita acordada con Maitena era para la noche del día siguiente, y Saint-Mars no tenía ninguna razón… a menos que… Creyó oír de nuevo la voz tan triste del joven murmurar: «Soy pobre… De no ser así, entraría audazmente en la casa de Etcheverry y le pediría la mano de su hija.» Se sintió acongojada. ¿No había podido resistir la tentación, al verse delante de la fortuna que representaban las joyas de una infanta? Después de todo, no conocía a aquel hombre, ni hasta dónde podía arrastrarle la pasión. Sin embargo, algo le decía que era imposible; Saint-Mars tenía una mirada demasiado franca, demasiado directa. Además, Maitena, tan orgullosa, nunca aceptaría deber su felicidad a un robo miserable… y sobre todo realizado de una manera tan estúpida. Era de noche, pero marcharse con un cofre bajo el brazo pensando que nadie iba a verle era decididamente ridículo. Se dio cuenta de que estaba pensando en voz alta cuando oyó a D'Artagnan opinar:
— Estoy bastante de acuerdo con vos, y creo conocer a mis hombres, pero nunca se sabe lo que puede pasar por la cabeza de un muchacho enamorado. Si no hubiera ese testigo…
— ¿Puedo hablarle?
— Claro que sí. Venid conmigo.
El peregrino, que lucía con ostentación un gran sombrero de fieltro abollado y adornado en el reverso con la tradicional concha de Santiago, no le causó buena impresión a Sylvie. A pesar de su hábito piadoso, de su actitud humilde y sus palabras untuosas, producía una sensación turbia. Con una especie de complacencia, repitió la acusación que ya había hecho: había visto al mosquetero bajar del coche con un cofrecillo y luego, en lugar de entrar en la casa, mirar en derredor para asegurarse de que nadie le veía y escapar a la carrera hacia la oscuridad de la playa.
— ¿Y a vos no os vio? -preguntó Sylvie.
— No, yo estaba a la sombra de la capilla que veis allá abajo, y al principio no di crédito a mis ojos. Pero tuve que rendirme a la evidencia. ¡A pesar de su magnífico uniforme, ese hombre no era más que un ladrón!
— ¿Esa declaración os satisface, capitán? Quiero decir, teniente… -Sylvie se había llevado unos pasos aparte al mosquetero para hacerle la pregunta.
Él se encogió de hombros.
— ¡La verdad es que no, señora duquesa! Pero no veo forma de contradecirle. Además, no veo por qué razón un peregrino desconocido se tomaría el trabajo de mentirnos. Y lo cierto es que no conozco muy bien a Saint-Mars.
— ¿Vais a dejar libre al peregrino?
— ¿Puedo hacer otra cosa? Es un caminante de Dios La infanta se quedaría horrorizada si prendiéramos a una de esas personas…
Ella tomó al oficial del brazo y se lo llevó un poco más lejos…
— No podríais al menos…
Se detuvo en seco. Un poco más allá, Perceval de Raguenel y el mariscal de Gramont cruzaban tranquilamente la plaza donde unos bailarines españoles se preparaban para un espectáculo. Dejó plantado al mosquetero sin más explicaciones, se recogió las faldas y echó a correr hacia ellos:
— Mil perdones, señor mariscal, pero tengo que hablar urgentemente con vuestro acompañante. Permitid que me lo lleve.
La expresión de alegre sorpresa se borró del noble rostro.
— Creía que veníais a uniros a nosotros -suspiró-. Vamos a cenar a casa de Mademoiselle.
— Creedme que estoy desolada, pero se trata de un asunto de importancia.
Perceval quería demasiado a Sylvie como para no acudir en su ayuda. Dio unas excusas corteses y se dejó arrastrar. En pocas palabras, ella le contó lo que acababa de suceder, y luego señaló al peregrino, al que los guardias dejaban ya marcharse.
— ¡Tenéis que seguir a ese hombre! Algo me dice que miente.
— ¡Cuenta conmigo!
Se puso en marcha en seguimiento de aquel individuo, mientras Sylvie regresaba precipitadamente a la casa de la reina madre. Era absolutamente preciso que asistiera a la ceremonia de acostarse, y llegó justo a tiempo de ver a Luis XIV besar ceremoniosamente, ¡no sin un suspiro de pesar!, la mano de María Teresa, antes de regresar a sus aposentos. Durante su ausencia, Madame de Navailies había conseguido calmar a Molina, con Madame de Motteville como intérprete: era preciso no inquietar a la infanta en su primera noche en Francia por un feo asunto de robo. Pero en cuanto la joven posó la cabeza en la almohada, ella se despidió con una reverencia y corrió a la casa Etcheverry tan aprisa como pudo, sin dejarse distraer por el colorido ambiente festivo de la plaza: ¡tenía que ver a Maitena a cualquier precio!
A pesar de lo tardío de la hora, la casa estaba aún iluminada y el aroma a chocolate era intenso: habían debido de prepararlo para la vuelta del mariscal. Cuando entró en la gran sala, reinaba allí cierto desorden: sillas volcadas, jarrones rotos. Manech Etcheverry parecía preocuparse muy poco de todo ello; sentado delante de la chimenea, con la espalda encorvada y los codos apoyados en las rodillas, fumaba su pipa con una especie de furia mientras contemplaba las llamas. Ni siquiera se levantó al entrar Sylvie, prueba patente de que debía de estar de pésimo humor.
— ¿Aún no os habéis acostado? -preguntó Sylvie en voz baja.
— ¡No hay forma de dormir en esta ciudad enloquecida! La infanta tendrá suerte si llega a pegar ojo.
— Habrá que intentarlo a pesar de todo. Yo… me habría gustado hablar con vuestra hija. ¿Quizá también ella está aún levantada?
— ¡No está!
El corazón de Sylvie dio un vuelco, y de inmediato temió lo peor: los dos enamorados habían huido con el cofre de las joyas. Sin embargo, forzó su tono de serenidad para decir:
— Sin duda está participando en la fiesta. Ha ido a ver las danzas… Es muy natural…
Pero de golpe Etcheverry se levantó y la miró de frente. Ella tuvo la impresión de que hervía de cólera y tenía que imponerse un gran esfuerzo para no mandarla a paseo.
— No. Se ha ido esta tarde a un convento del interior…
— Ha sido una despedida movida, a juzgar por lo que veo aquí…
— ¿Puedo saber, señora duquesa, por qué os interesáis tanto en mi hija?
— Le tengo verdadera simpatía, porque es tan orgullosa como bella. Pero pongamos las cartas sobre la mesa, si lo preferís así: ¿de verdad ha ido a un convento, o bien…?
— Queréis saber si se ha fugado con ese loco que me ha caído encima hace un rato reclamándola a voces y acusándome de haberla llevado a un escondite para casarla de inmediato con su primo. ¡Puro y simple delirio!
— Los enamorados deliran con facilidad. ¿Así que Monsieur Saint-Mars ha estado aquí?
— Sí. Estaba fuera de sí. Gritaba que le habían avisado demasiado tarde y lo ha registrado todo, incluso vuestros aposentos y los del mariscal, que ha estado a punto de incendiar al volcar el hornillo en que su criado español estaba preparando esa bebida infernal. Al final se ha ido a la carrera, no sé adonde… Fue una inspiración del Cielo el haber puesto esta misma tarde a mi hija al resguardo de ese loco furioso… ¡que se vaya al diablo!
— ¿Hace mucho que se ha marchado él?
— Pocos minutos antes de que llegarais.
— Entonces tenía razón -dijo Sylvie, triunfal-. Le han atraído a una trampa porque no podía, a la misma hora, estar aquí poniendo todo patas arriba y escapar con las joyas de la infanta. Lo que hace falta saber ahora es dónde está, y en cuanto a eso, tengo una idea.
— ¿Podéis explicarme qué ocurre?
— Sería demasiado largo, pero podéis venir conmigo si os apetece… o mejor esperadme un instante -añadió tras echar una ojeada a sus zapatitos de raso, que parecían pedir auxilio-. El tiempo de cambiarme de zapatos.
Jeannette solucionó muy pronto aquello. Quiso acompañar a su ama, pero ésta se opuso: era preferible que se quedara en casa. Momentos después, Sylvie corría en compañía del armador en dirección al hospicio. De camino, contó en pocas palabras el problema e hizo una pregunta: ¿llevaba Saint-Mars su túnica de mosquetero en el momento del escándalo? La respuesta fue negativa, y como su acompañante observó con acritud que no veía razones para ayudar a un hombre al que detestaba, ella se encogió de hombros.
— Tenéis las mejores razones posibles: primero, un hombre de vuestra calidad debe respetar el derecho de todos a la justicia. Después, os interesa que ese pobre muchacho, cuyo único pecado es amar a una mujer más rica que él, pueda proseguir su carrera. Dentro de pocos días su oficio le alejará de vos, y sin duda no volveréis a verle nunca. Son muchos los soldados que mueren al servicio del rey.
— También los marinos. La pesca de la ballena es el oficio más peligroso del mundo, y yo quiero un yerno que se dedique a ella -añadió, y se marchó.
Como esperaba Sylvie, Perceval estaba aún por los alrededores. Cuando le llamó a media voz, salió de entre las sombras de la torre cuadrada.
— Llegas a tiempo -suspiró-. Me estaba preguntando qué debía hacer…
— ¿Ha ocurrido algo?
— ¡Diría que sí! Tu peregrino, tal como pensábamos, ha regresado tranquilamente, pero algo me ha impulsado a esperar aún, y al parecer he tenido razón: hay mucha agitación en el convento de los monjes agustinos cuando un rey se casa. Hace aproximadamente un cuarto de hora han llegado tres hombres que sostenían a un cuarto. Mejor dicho, lo llevaban a cuestas. Han entrado en el hospicio, con algunas dificultades: el hermano portero empezaba a pensar que había demasiados peregrinos fuera esa noche. Han dicho que habían conseguido encontrar a su hermano en el arroyo, inconsciente por haber bebido demasiado vino… Pero yo juraría que el supuesto borracho es Saint-Mars.
— Bien. En ese caso, querido padrino, tened la bondad de seguir vigilando un momento aún, por si acaso…
— ¿Qué quieres hacer?
— ¡Ir a buscar a Monsieur d'Artagnan! Es preciso que consiga un permiso del rey para registrar el hospicio…
— ¡Es tierra de asilo! ¡El rey no aceptará!
— Si ese asilo es también el de las joyas de su esposa, me extrañará mucho que no acepte. De todas maneras, vamos a ver lo que nos dice D'Artagnan.
Le encontraron sin dificultad. Seguía en la casa de la reina, como si no consiguiera apartarse de aquel lugar. Estaba visiblemente muy preocupado, y escuchó a Sylvie y a su acompañante sin decir palabra. Cuando acabaron su relato, llamó a cuatro mosqueteros.
— ¡Seguidme, señores! Vamos al hospicio.
— ¿No pedís una orden del rey? -preguntó Sylvie.
El teniente la miró de reojo y le dedicó una sonrisa fiera.
— Cuando se trata de mis hombres, iría a ver al diablo en persona sin pedir permiso a quienquiera que sea. Yo mismo responderé ante Su Majestad… si es preciso.
— ¡Arriesgáis vuestra carrera!
— Puede ser, pero si tenéis razón y no nos damos prisa, esos supuestos peregrinos, que deben de ser ladrones, escaparán a España en cuanto se haga de día. ¿Alguna objeción más?
— ¡Dios mío, no! Sólo una aclaración: si habéis de responder ante el rey, yo estaré a vuestro lado.
— ¿Por qué no? ¡Cosas más extrañas se han visto!
Un momento más tarde, la campana del antiguo convento de los Hospitalarios llevaba una vez más al hermano portero al torno. Oyó que le reclamaban con urgencia, «en nombre del rey», una entrevista con el superior, y no se hizo rogar demasiado para abrir la puerta; pero tuvo de todos modos un sobresalto cuando vio entrar, detrás del oficial, a cuatro mosqueteros armados hasta los dientes y a una dama.
Fue más difícil convencer al superior de que dejara a los soldados del rey registrar su casa.
— Sé bien que no todos los peregrinos de Dios son santos, pero el solo hecho de emprender el penoso camino de Santiago les merece paz y protección. Me niego, a menos que me traigáis una orden de monseñor el obispo…
— No tengo tiempo. Pero tampoco tengo la intención de molestar a nadie. Actuaremos sin armar jaleo… y supongo que en la capilla nadie se acuesta.
— En efecto, pero durante los oficios los peregrinos están invitados a unirse a nosotros, y no falta mucho para los maitines.
— Y después se hará de día y esa gente podrá marcharse con el botín. Pensadlo, padre: ¡las joyas de la infanta que hoy mismo será nuestra reina! Es casi un delito de lesa majestad. Si me concedéis lo que pido, nos quitaremos las casacas y los sombreros y nos separaremos. Aquí todos conocen a su camarada. La señora duquesa de Fontsomme, que representa a la infanta, también lo conoce. ¡Apresurémonos, Vuestra Reverencia! ¿Nos dais permiso, o no?
— ¿Quién os dice que vuestro hombre no es cómplice de los supuestos ladrones? Fue a él a quien vieron huir con el cofre…
— No. Fue uno de los otros vestido con su uniforme después de haberle mareado lo bastante para que aceptara esa curiosa sustitución… Entonces, ¿vamos? ¡Si os negáis, pediré al rey que cierre el hospicio!
— Bien, obrad como queráis, pero si no encontráis nada…
— ¡Soy un hombre que responde de sus actos!
Encontraron. Lo encontraron todo: a Saint-Mars, aún bajo el efecto de la droga que le habían hecho beber a la fuerza; a los cuatro ladrones, pacíficamente dormidos a la espera de la hora de mezclarse con los demás y reemprender el camino, y las joyas de la Infanta, repartidas en las «cestas» de aquellos peregrinos de un género muy particular. ¡Encontraron incluso la casaca del mosquetero! Los bandidos intentaron defenderse acusando a Saint-Mars. El era el culpable de todo y ellos no estaban allí más que para pasar las joyas a España, donde las venderían sin dificultad a un judío de Burgos.
— Sin duda por esa razón lo habéis drogado cuando os habéis reunido con él a la salida de la casa Etcheverry -dijo D'Artagnan.
El hombre gordo que había representado el papel del denunciante protestó:
— ¿La casa… Etcheverry? No teníamos nada que hacer allí. Le esperábamos en la playa. Vino derecho a encontrarnos…
— ¿Después de arrojar su casaca? ¡Qué verosímil! ¿Se proponía desertar, marchar con vosotros, abandonarlo todo? ¿Su honor y lo demás?
— Quería casarse con una muchacha rica. Le hacía falta dinero. Lo había arreglado todo con ella y ella iba a fugarse con él. No hacía falta ir a buscarla.
— Pues a pesar de todo, fue -afirmó Sylvie-. Manech Etcheverry podrá testimoniar que puso toda la casa patas arriba…
El otro puso cara de astucia.
— Es posible que estuviera también de acuerdo con él. En todo caso, nosotros no nos movimos de la playa…
— ¿Y él no fue a la casa Etcheverry?
— Pues… no. No tenía tiempo y corría el peligro de que lo arrestaran.
— ¿Y esto? -Sylvie señalaba con el dedo la enorme mancha grasienta y oscura extendida por el justillo de ante del mosquetero-. Esto -prosiguió- es chocolate: lo derramó en el aposento del mariscal de Gramont. Etcheverry lo testimoniará.
— No os toméis tantas molestias, señora duquesa. Ese chocolate es una buena prueba, como lo es el sueño tenaz de este infeliz, al que sin duda habrían abandonado a su vergüenza y la justicia del rey mientras ellos huían a España. De todas maneras, conoceremos los detalles de la operación cuando el verdugo se ocupe de estos señores para arrancarles la verdad… Lleváoslos, y que alguien acompañe a este imbécil al cuartel.
— ¿Será castigado severamente?
— Ha abandonado su puesto, ¿no? Y un puesto de confianza. Además, ha prestado su casaca para que no se dieran cuenta de inmediato de su ausencia. Irá a las prisiones militares, pero yo cuidaré de que después se reintegre a los mosqueteros. Es un buen soldado, muy bravo. Quiero conservarlo… ¡pero os debe más que la vida!
Fue lo que el pobre Saint-Mars escribió el día siguiente a Sylvie: «Sé, señora duquesa, lo que habéis hecho por mí. Sé que me habéis salvado la vida y el honor. En adelante os pertenecen, y podréis venir a reclamarlos en cualquier ocasión…»
— ¡Pobre muchacho! -murmuró la joven, y acercó la carta a la llama de una vela-. ¿Qué podría hacer yo con su vida, y sobre todo con su honor? ¡Olvidémoslo!
Pero Perceval se apoderó del papel, que empezaba a arder, y lo apagó con el tacón de la bota.
— ¡Una carta de ese género no se destruye, Sylvie! Se guarda como un tesoro. No sabes lo que os puede ocurrir a él y a ti en el futuro.
— ¡Muy bien, guardadla si es vuestro gusto! -suspiró ella-. Es hora de ir a vestir a la infanta para la misa del domingo.
Unas horas más tarde, María Teresa, resplandeciente en su primer atavío francés -un vestido de raso blanco sembrado de flores de lis como el manto de terciopelo púrpura sujeto a sus hombros-, se encaminaba a la iglesia. El manto iba sostenido, hacia la mitad de su longitud, por las hermanas pequeñas de Mademoiselle, y en el extremo por la princesa de Carignan; pero se habían necesitado dos damas y un peluquero para mantener la corona real fija sobre la magnífica cabellera rubia, recién lavada y demasiado abundante, de la princesa.
En medio de los vivas y el repique frenético de las campanas, fueron a la iglesia a pie como todo el mundo, bajo un calor tropical y una floración de parasoles que intentaban defender el lucido cortejo de los ardientes rayos del sol. Abría la marcha el príncipe de Condé, y detrás iba Mazarino empaquetado en una impresionante cantidad de muaré púrpura y con diamantes en todos los dedos de ambas manos. Luego el rey, vestido de paño de oro velado con un fino encaje negro, sin una sola joya, precediendo a la novia, conducida a la derecha por Monsieur y a la izquierda por Monsieur de Bernaville, su caballero de honor. La reina madre, resplandeciente de alegría, les seguía, y cerraba la marcha Mademoiselle, que había cubierto sus velos negros con todas las perlas que poseía. Todas las mujeres llevaban colas que, a pesar de no ser tan largas como la de la nueva reina, no dejaron de complicar las evoluciones en la bella iglesia del suntuoso retablo dorado y esculpido, en la que los hombres de la región, situados en las tres galerías escalonadas hasta la bóveda en forma de casco de navío, entonaron las canciones más bellas del mundo.
Sylvie, que recordaba lo que había sido el matrimonio de Luis XIII y Ana de Austria, rezó con todo su corazón para que la nueva pareja, tan apropiada, encontrara la felicidad que muy raramente acompaña a los personajes reales; pero la sonrisa de Luis cuando miraba a su joven esposa, y sobre todo la mirada de María Teresa, brillante ya con un amor que no había de extinguirse nunca, permitían albergar las mayores esperanzas.
Tampoco Ana de Austria olvidaba. Se aferraba con todas sus fuerzas a la felicidad que esperaba, y al llegar la noche, para que al menos el pudor de María Teresa no se viera sometido a una prueba excesivamente dura, no vaciló en quebrantar las tradiciones: corrió con su propia mano las cortinas del lecho en que la joven pareja acababa de acostarse y despidió a todo el mundo.
— ¿Pensáis que serán felices? -preguntó Sylvie a Madame de Navailles cuando ambas salían juntas de la casa del rey.
— Tengo mis dudas. Corre el rumor de que, en el camino de vuelta a París, el rey quiere dar en solitario un rodeo para pasar por Brouage, donde Mazarino ha exiliado a su sobrina María, con el pretexto de visitar el puerto de La Rochelle. Por otra parte, no se me han escapado ciertas miradas dirigidas a una de las damas de honor. Habrá que vigilar…
— ¿O conseguir que la reina siga gustando a su esposo?
— Algo me dice que eso será más difícil…
La brisa marina refrescaba la noche estrellada. Las dos mujeres prolongaron su paseo para mejor aprovecharla.