3. Un regalo para la reina

Fue en Fontainebleau, y por supuesto en el momento en que menos lo esperaba, donde Sylvie volvió a ver a Frangís.

Antes de presentar a la reina en París y de hacer junto a ella su «feliz entrada», Luis XIV decidió pasar unos días en un palacio que le gustaba en particular. Hacía más de un año que la corte había dejado la capital por la Provenza y el País Vasco, y siempre resulta agradable volver a casa. Además, el largo viaje de vuelta durante varias semanas puntuadas por fiestas, discursos, banquetes, bailes y toda clase de distracciones, había deparado alojamientos improvisados y en ocasiones miserables, y todos deseaban reencontrar el espacio y el encanto de la que era entonces la más agradable de las residencias reales.

También Sylvie amaba Fontainebleau, donde se había alojado en varias ocasiones durante el reinado anterior. Le gustaban la belleza del gran bosque y la comodidad de las construcciones. Eran éstas menos elevadas que las de Saint-Germain y menos severas que las del Louvre, donde los reyes habían vuelto a instalarse -con el cardenal, que ocupaba un amplio espacio- después de los disturbios de la Fronda, durante los cuales habían comprobado la dificultad de defender el amable Palais-Royal. Sylvie conservaba el recuerdo, divertido después del tiempo transcurrido, de su primer encuentro con Richelieu. Y pensando en él había bajado a los jardines una mañana temprano, con la intención de disfrutar del frescor del alba y repetir aquel primer paseo que tanta influencia había de tener en su vida de doncella de honor de quince años, puesto que le había permitido conocer no sólo al temible cardenal, sino además a quien después se había convertido en su esposo, y que aquel día acompañaba al excesivamente guapo e imprudente Cinq-Mars. ¡Una peregrinación de amor, en cierto modo!

Era verdaderamente muy temprano: la aurora incendiaba el cielo y Sylvie pensaba disponer de al menos una hora hasta que la pareja real se levantara. Pero al llegar al pabellón Sully, vio que la inmensa extensión de jardines que iban desde el estanque de las carpas hasta el Gran Canal había sido invadida por una multitud atareada de criados, obreros, jardineros y pirotécnicos, ocupados en lo que no podía ser sino los preparativos de una gran fiesta de la que nadie había dicho palabra, porque el día anterior por la noche el parque estaba rigurosamente vacío y desierto. Decepcionada y un poco triste, iba a entrar de nuevo en el castillo cuando, detrás de ella, oyó una voz masculina:

— ¡Por favor, señora, guardadme el secreto al menos durante dos o tres horas!

El tono grave y cálido de la voz la traspasó como una flecha. Se giró y lo vio allí; era él quien acababa de hablar. Debido al amplio mantón de seda ligera en que se había envuelto para prevenir la humedad del amanecer, François no la había reconocido. Y ahora estaban frente a frente, paralizados por la sorpresa y mirándose sin atreverse a decir palabra, a esbozar un gesto. Sólo vivían sus corazones desbocados, sus ojos, que se penetraban con más ardor tal vez del que habrían puesto en un beso, iluminados por una alegría de la que ni el uno ni la otra eran dueños, pero que muy pronto asustó a Sylvie. Por fin reaccionó y quiso huir, pero él la retuvo por un pliegue del mantón.

— En recuerdo de otros tiempos, Sylvie, concededme al menos este instante, puesto que Dios nos permite vivirlo lejos de las miradas indiscretas de la corte.

— ¿Dios? ¿No es un nombre demasiado grande, y también demasiado cómodo, para una simple casualidad?

— ¡Que lamentáis, por supuesto!

— Acabo de faltar al juramento que había hecho a vuestra víctima, de no volver a veros en mi vida. ¿No es bastante?

— No, porque sois injusta. Cuando dos hombres se enfrentan espada en mano, las armas son iguales. Es un cuerpo a cuerpo, sangre por sangre, vida por vida, y cuando uno de los dos cae, ni es una víctima ni el otro es un verdugo.

— ¡Pero le disteis muerte!

— Pero no quería hacerlo, y ésa era la diferencia entre los dos: él se batía para matar, yo no.

— ¿Estáis seguro?

— En conciencia, sí. Los dos éramos de fuerza similar en el manejo de la espada, y yo no quería morir. Quizá me defendí un poco demasiado bien. Desde hace mucho tiempo he llegado a la conclusión de que más me habría valido morir. Por mí, y sobre todo por vos… Mi sombra habría sido más feliz: habría vivido mucho más cerca de vos durante estos interminables años en que habéis vivido casi recluida en vuestras tierras, y que tanto me han hecho sufrir.

— Nadie lo diría -dijo ella con un asomo de amargura que no pasó inadvertida a François.

— ¡Vamos, no me diréis que no he cambiado!

Era innegable, pero si bien ahora era diferente, resultaba si cabe más seductor. Su cabello, antes tan largo y rubio, se había oscurecido algo y empezaba a platearse en las sienes. Cortado a la altura de los hombros y estirado hacia atrás, dejaba libre el rostro enérgico cuyos rasgos se habían afilado, acentuando el parecido con su padre César de Vendôme. Había desaparecido el joven dios nórdico de otro tiempo, pero era incontestable que la madurez sentaba bien a François de Beaufort: su silueta, sin haber engrosado lo más mínimo, resultaba más poderosa bajo el justillo de ante color gris hierro que llevaba con botas de montar.

— En efecto -admitió Sylvie-, habéis cambiado…

Pero él no la dejó continuar.

— En apariencia solamente, Sylvie. Mi corazón sigue siendo el mismo… ¡siempre enteramente vuestro!

— ¡Si volvéis a hablar de ese tema, me marcho! -le advirtió ella con severidad, e hizo ademán de retirarse; él la detuvo con un gesto de la mano.

— Después de tantos años de penitencia creía haber adquirido el derecho de deciros lo que ha sido de mí.

— Lo que hubo entre nosotros no os concede ningún derecho. Además, no os creo. Por alejada que haya estado de la corte, algunos de sus rumores han llegado hasta mí. Se os ha relacionado con una señorita de Guerchy, y ahora se baraja el nombre de Madame d'Olonne…

Por la leve sonrisa que asomó a aquellos labios duros, ella comprendió que acababa de cometer una falta al dar a entender que seguía interesándose por él, y se llamó tonta a sí misma. Esta vez tenía que marcharse si no quería continuar el diálogo en un tono diferente. Giró sobre los talones con una rapidez que hizo revolear su mantón, y se dio de bruces con Nicolas Fouquet que llegaba al frente de un grupo de músicos, diciendo:

— ¿Dónde estáis, monseñor? ¿Estará todo dispuesto para el placer de Sus Majestades cuando salgan de la misa…? ¡Caramba, la señora duquesa de Fontsomme! Al parecer es el día de las sorpresas, pero la mía al encontraros es la más feliz. Habéis madrugado mucho.

— Siempre he amado este parque, y venía a reavivar mis recuerdos cuando me he encontrado…

— Con los preparativos de la fiesta que el señor duque de Beaufort quiere dar al rey, y para la cual se ha tomado mucho trabajo.

— ¡No lo habría conseguido sin vos, mi querido Fouquet! Sois en verdad un gran mago…

— ¡Es inútil que me cantéis sus alabanzas! -le interrumpió Sylvie al tiempo que tendía su mano al superintendente de las Finanzas-. El señor Fouquet es desde hace mucho tiempo uno de mis amigos más fieles. Pero ignoraba que os conocíais -añadió en tono más seco.

— Espero que no le guardéis rencor por ello. Ha sido la pasión por el mar lo que ha hecho que nos conociéramos. No ignoráis que poseo el derecho a la sucesión al cargo de almirante que desempeña mi padre. Fouquet es el nuevo propietario de Belle-Isle, y los dos tenemos grandes proyectos para fortificar mejor las costas bretonas y construir un puerto de aguas profundas capaz de acoger navíos de guerra entre Brest y Dunkerque. Pensamos también en mi principado de Martigues, donde podría construirse un gran puerto comercial en el Mediterráneo…

— ¡Piedad, monseñor! -sonrió Fouquet-. No abruméis a Madame de Fontsomme con nuestros proyectos. A lo mejor nos toma por locos… ¡Oh, Dios mío! Ahí llega Monsieur Colbert con su cara de pocos amigos y su aire de andar siempre husmeando. Me sigue la pista en cuanto pongo el pie en la corte.

— La miel atrae las moscas, y además, amigo mío, vuestra pista es tan brillante que resulta fácil de seguir. En lo que a mí respecta, no me gusta ese envidioso, y os dejo con él. Yo acompaño a Madame de Fontsomme hasta el Grand Degré…

Sylvie habría querido negarse, pero temió parecer descortés a los ojos de Fouquet. Así pues, caminó un instante en silencio junto a François, y luego preguntó:

— ¿Por qué perdéis el tiempo acompañándome? Vais a llegar con retraso.

— Es con vos con quien voy retrasado, ¡en diez años! Sylvie… concededme volver a veros… de vez en cuando, al menos. Estos años han sido tan penosos…

Ella mantuvo los ojos fijos en la punta de sus zapatos, que aparecían y desaparecían a medida que caminaba, y se guardó de volver la cabeza hacia él. Por el tono de su voz, adivinaba que debía de tener la expresión apasionada a la que no había podido resistirse antaño.

— A mí no me han parecido tan largos.

— ¡Dios, qué cruel sois! Pero no os creo. Ese loco de Bussy-Rabutin afirma que la ausencia es al amor lo que el viento al fuego… que extingue el pequeño y da más fuerza al grande. El mío es más fuerte que nunca, Sylvie. ¿Y el vuestro?

— ¡Dejémoslo aquí, os lo ruego! Es una pregunta que no os consiento que me hagáis, porque yo hace mucho tiempo que he dejado de planteármela. Dicho eso, la vida de la corte nos obligará a encontrarnos. Tendréis que contentaros con eso.

— Me gustaría mucho ver a vuestros hijos. La pequeña Marie era encantadora… y -añadió en un tono más grave- me haría feliz conocer a vuestro hijo.

— ¿Por qué? -preguntó ella, con la garganta súbitamente seca.

— Es… natural, me parece…

Ella le miró espantada, pero él acababa de detenerse cerca de un pórtico de rosas y jazmines, y olía una flor con aire de inocencia. ¿Qué sabía exactamente del nacimiento de Philippe? ¿Conocía la fecha exacta y había deducido la verdad? Sin embargo, la guerra pasaba en aquella época por sus momentos álgidos, y él estaba cargado de responsabilidades…

— ¿Qué os parece tan natural? -preguntó ella, decidida a colocarlo a la defensiva.

Él sonrió, cortó una rosa que le ofreció, y tomó su otra mano para apartarla de los jardineros que trabajaban; entonces, después de posar en sus dedos un beso muy ligero, murmuró:

— ¿No me dejaréis a nadie a quien pueda amar?

Sin añadir nada más, dejó caer la mano y se dirigió al improvisado teatro al aire libre, en el que poco después se iba a representar uno de esos ballets que tanto gustaban al rey. Pensativa, Sylvie subió a los aposentos de la reina.

La fiesta de Monsieur de Beaufort fue un éxito y el rey se divirtió. Sylvie bastante menos, porque desde el instante en que apareció formando parte del séquito de la reina, el mariscal de Gramont, que la perseguía con sus asiduidades desde Saint-Jean-de-Luz a pesar de la presencia de su esposa, la siguió a todas partes con una constancia que la joven consideró irritante.

El momento culminante de la jornada llegó cuando Beaufort, magníficamente vestido de tafetán negro con bordados de plata -Sylvie descubriría más adelante que, como ella misma, él únicamente llevaba los colores del luto-, vino a hincar la rodilla delante de la joven reina, a la que ofreció el negrito más precioso que pueda imaginarse. Debía de tener diez o doce años, y para realzar aún más su belleza lo habían vestido de raso dorado y tocado con un turbante a juego sobre el que ondeaban unas plumas blancas. Muy tranquilo, saludó primero con divertida gravedad cruzando las manos sobre el pecho e inclinándose, y luego, contento por los murmullos admirativos de los cortesanos, dedicó a la reina una radiante sonrisa.

— Viene del reino del Sudán, señora -explicó Beaufort en español-, expresamente para serviros. Es diestro en toda clase de juegos, toca la flauta y sabe bailar. Se llama Nabo… Es cristiano.

María Teresa, ruborosa de alegría, rió y aplaudió con las manos en un gesto familiar en ella, en tanto que su enana, que la seguía a todas partes como un perrito, tomó al niño de la mano y lo llevó a un cenador donde se había preparado un pequeño almuerzo con pasteles y golosinas, para compartirlo con él. Eran más o menos del mismo tamaño, pero el contraste entre los dos — ¡ella tan fea, a pesar de sus magníficos ropajes, y él tan hermoso!- era tan llamativo que provocó algunos chistes atrevidos sobre lo que podía salir más tarde de una pareja así. Una mirada severa del rey acalló las bromas, mientras María Teresa recomendaba:

— Puedes jugar con él, Chica, ¡pero no lo rompas!

En aquel rostro zafio, cuyos rasgos parecían no haber conseguido ponerse de acuerdo para componer una fisonomía, apareció de súbito una sonrisa sorprendente y luminosa.

— ¡Oh, no, es demasiado bonito! ¡Chica tendrá mucho cuidado!

Durante la cena fastuosa, en la que Beaufort se empeñó en servir en persona a su joven soberano, Mademoiselle, que por una vez no tenía apetito, se acercó a Sylvie, sentada aparte en un banco de piedra próximo a un grupo de rosales, y se instaló a su lado. Durante el largo viaje de regreso, las dos mujeres habían entablado amistad.

— ¿Qué hacéis aquí sólita? No me digáis que vuestro enamorado ya os abandona. ¿O es que le habéis despedido?

— ¿Mi enamorado? Oh… Monsieur de Gramont. Acaba de marcharse a París, donde le reclama no sé qué asunto. -Habló con un tono de indiferencia tan completa que la princesa se echó a reír.

— Vamos, veo con alegría que no os ha conmovido, y no podéis imaginar hasta qué punto me alegra.

— ¿Porqué?

— Porque tengo miedo de que enviude un día y pida vuestra mano.

— ¿Por qué habría de enviudar? ¿Es que la duquesa está enferma?

— Su salud no es muy boyante. Por otra parte, estar casada con un Gramont no es precisamente agradable, y la pobre François e de Chivré detesta el castillo de Bidache, donde él la tiene encerrada por lo general, y pasa tanto tiempo como puede con su hija, la princesa de Mónaco. ¡Allí debe de sentirse más segura!

— ¿Segura? ¿Es que no lo está al lado de su esposo?

— Oh, él no es un mal hombre, a pesar de su carácter irritable y sobre todo interesado; pero el peor es su hermano, el caballero, que es un verdadero demonio, y al que por desgracia el mariscal hace demasiado caso. Si aquél considera un día que una nueva alianza con una mujer rica y bien vista en la corte puede ser útil para la familia, la duquesa podría pasar en Bidache una última temporada… un tanto malsana.

— No querréis decirme, alteza, que esa pobre mujer podría…

La mirada asustada de su nueva amiga hizo sonreír a la princesa.

— ¡Oh, sí! Les creo muy capaces, y la pobre Françoise no lo ignora. Tiene pesadillas espantosas cuando está allí. Me contó que un día había visto el fantasma de su suegra…

— ¿La madre del mariscal? ¿Le ocurrió alguna desgracia?

— Es lo menos que puede decirse de ella. Escuchad…

Y Mademoiselle le contó cómo, un día de 1610, el padre del mariscal, al volver a su casa sin avisar, sorprendió a su mujer, la bella Louise de Roquelaure, en conversación íntima con un primo muy querido de él, Marsilien de Gramont. Su reacción fue inmediata: ensartó al seductor, mientras Louise conseguía huir a un convento vecino. El marido, furioso, la sacó muy pronto del claustro y la llevó ante una especie de tribunal compuesto por los notables de la región, y allí ella tuvo la penosa sorpresa de encontrar el cadáver de su amante, aún no enterrado. Los dos fueron Condenados a ser decapitados, lo que se cumplió de inmediato con Marsilien; pero en cuanto a su mujer, Antonin de Gramont prefirió esperar, dado que temía las represalias de un suegro que no sólo era el gobernador de Gascuña, sino además muy influyente en la corte. En efecto, Roquelaure apeló a la reina María de Médicis, y Gramont recibió la orden de «no atentar de ninguna forma contra la vida de su esposa». La orden fue comunicada a través del consejero De Gourgues, y Gramont se encolerizó. Marchó a París dejando a la culpable bajo la custodia de su madre, que no era otra que la famosa Diane d'Andoins, llamada Corisande, la primera pasión del joven Enrique IV, entonces rey de Navarra. Era una mujer dura y orgullosa que soportaba mal los estragos del tiempo. Detestaba a su nuera. ¿Dio o no el marido instrucciones a su madre? El caso es que el 9 de noviembre siguiente enterraron a la joven, y que Corisande se negó a que fuera acogida en el sepulcro de los Gramont…

— Se dice -concluyó Mademoiselle- que la infeliz fue arrojada al fondo de un pozo en el que Corisande la dejó morir con los huesos rotos. Por lo que a mí respecta, nunca he querido visitar Bidache, y os aconsejo que hagáis lo mismo…

— ¡Qué horrible historia! -exclamó Sylvie, estremecida-. ¿Y el hijo no intentó ayudar a su madre?

— Apenas la conocía. Desde su nacimiento vivía en la casa de Corisande, en Hagetmau. De modo que si os enteráis de la muerte de la duquesa, ¡poned pies en polvorosa!

Sylvie no la escuchaba. Estaba mirando la mesa real, en la que François llenaba la copa de Luis XIV con gestos casi tiernos. Mademoiselle captó esa mirada y suspiró:

— También ése os ama… y en el fondo no veo por qué razón no podéis casaros con él.

La sugerencia no sorprendió a Sylvie. La princesa era desde hacía mucho tiempo la mejor amiga de François, su cómplice durante la Fronda y sin duda también su confidente. Sin siquiera volver la cabeza, contestó:

— Durante años fue mi sueño imposible, y ahora lo es aún más…

— ¿Por culpa de esa desafortunada estocada? Todos estábamos un poco locos entonces, y nos acuchillábamos alegremente en familia según estuviéramos a favor o en contra de Mazarino. Pero aunque Beaufort se batió en duelo muchas veces, nunca fue el agresor. Por eso, creo, su hermana le ha perdonado la muerte de Nemours. También deberíais perdonarle vos…

— Ese perdón le corresponde a mi hijo. Cuando llegue a la edad adulta, ¡y ya no falta mucho!, sabrá a qué atenerse; y si él perdona, yo no tendré razones para ser más intransigente.

— ¿Y si no perdona, si provoca a Beaufort a un duelo?

— Yo sabré impedirlo, aunque sea a costa de mi vida. ¡Pero espero no tener que llegar hasta ese punto!

— También yo lo espero. Sin embargo, seguid mi consejo: haced las paces con Beaufort. ¡También Jimena acabó por casarse con Rodrigo!

Esta vez Sylvie se contentó con sonreír. No podía adivinar que un peligro mayor, y sobre todo más inmediato, iba a presentarse muy pronto.


El jueves 26 de agosto, aprovechando el frescor matutino, el rey y la reina, que ya habían marchado de Fontainebleau, se sentaron en un doble trono forrado de seda flordelisada con franjas de oro, instalado en un amplio espacio herboso y ligeramente elevado, situado aproximadamente a medio camino entre el castillo de Vincennes y la puerta Saint-Antoine. [11] Por supuesto, los dos iban vestidos con la suntuosidad que el pueblo espera de sus soberanos en las ceremonias; pero en ese día en que París iba a conocer a su reina, Luis XIV había apagado voluntariamente su propio brillo con el fin de que María Teresa brillara aún más. En efecto, ella llevaba un vestido de raso negro con tales bordados de oro y plata, tan enriquecido con perlas y pedrería, que no se veía el color original de la tela. Los diamantes relucían en su joven garganta, en las orejas, en los brazos, en sus manitas; y en su cabellera, peinada suelta para permitir que la admiraran, el sol de la mañana arrancaba mil destellos de la corona real. Luis se contentó con un atuendo enteramente bordado de plata y un solo diamante en el sombrero, bajo un penacho de plumas blancas.

La joven pareja recibió el homenaje de los cuerpos de la administración, y sufrió con paciencia el interminable discurso del canciller Séguier, envuelto en paño de oro de la cabeza a los pies y convencido de que aquél era el día de su triunfo: no era un secreto para nadie que el fin de Mazarino estaba próximo, y aquel imponente personaje pensaba que el cargo de primer ministro le esperaba…

Por fin, el nutrido cortejo que iba a llevar a la reina al Louvre pudo ponerse en movimiento. Luis XIV saltó, con evidente alivio, a la grupa de un hermoso caballo bayo, mientras María Teresa se instalaba en un «carro más bello que el que se atribuye falsamente al sol, y sus caballos habrían ganado el premio de belleza comparados con los del dios de la fábula». Despertó un entusiasmo delirante, al que respondió con sonrisas tímidas primero, y después más confiadas, acompañadas por un gracioso gesto con la mano a medida que se elevaban los vítores a su paso. Podía ver, caracoleando delante de ella, al hombre al que ahora amaba más que a nada en el mundo: de él, en este día de gloria, no podían venirle más que venturas. Aquello era muy distinto de la pompa española, donde el pueblo, profundamente inclinado, veía pasar en un silencio religioso a unos ídolos hieráticos ataviados como relicarios de santos. En París la gente también se inclinaba, pero luego se enderezaba a toda prisa para arrojar el sombrero al aire, gritar, cantar y recitar versos:

Venez, ó reine triomphante,

Et perdez sans regrets le beau titre d'Infante

Entre les bras du plus beau des rois. [12]

Eran las seis de la tarde cuando, de conciertos en homenaje y de himnos en arcos triunfales, el cortejo llegó por fin al Louvre, que para la ocasión se había remozado -la larga ausencia de la corte lo había hecho posible- y ofrecía unos aposentos renovados, tapicerías nuevas y flores por todas partes, aunque la Cour Carrée todavía no estaba terminada.

En compañía de Madame de Navailles y Madame de Motteville, Sylvie había asistido al desfile desde uno de los balcones del hôtel de Beauvais. Pertenecía a la camarera de Ana de Austria conocida como Cateau la Tuerta, cuya fortuna había conocido un auge increíble desde que, durante los días de la Fronda, se había hecho cargo personalmente de la instrucción sexual del joven rey, una hazaña que había encantado a la madre de éste. Más tarde el esposo de aquella dama, antiguo mercader de cintas en la galería del Palais, había sido nombrado consejero y barón de Beauvais, y sobre la pareja no había dejado de llover un maná celestial. Así habían podido comprar a Madeleine de Castille, la esposa de Fouquet, un terreno que daba a la Rue Saint-Antoine, en el que habían construido una magnífica mansión cuya novedad residía en el cuerpo principal del edificio, provisto de varios balcones que daban directamente a la calle. En los dos más hermosos, adornados con colgaduras de terciopelo púrpura, se habían instalado Ana de Austria en uno, con su cuñada la reina madre de Inglaterra y la joven Enriqueta, hija de ésta, y en el otro Mazarino y Turenne. Otras personas principales de la corte que no formaban parte del cortejo se habían repartido en los restantes balcones. Por su parte, Madame de Fontsomme y sus dos amigas sólo habían aceptado contra su voluntad: detestaban de forma unánime a aquella flamante baronesa de Beauvais, porque consideraban que muy poca diferencia había, en cuanto a honorabilidad, entre ella y la patrona de un burdel. Pero la propia reina madre les había dejado sin posibilidad de rehusar: eran «sus» invitadas, partiendo del principio de que la casa que ella honraba con su presencia era «su» casa. De modo que hubieron de transigir, y ello valió a Sylvie un saludo galante de Monsieur de Gramont, que desfilaba delante del rey con los demás mariscales de Francia; pero apenas se alejó el cortejo, poco deseosas de compartir el pan y la sal de Cateau la Tuerta, las tres hicieron la reverencia y se volvieron al Louvre dando un rodeo, para tomar allí un bocado a la espera de la llegada de la reina.

Al bajar de la carroza delante de la entrada principal -que era todavía la puerta de Borbón, pero no por mucho tiempo porque Luis XIV había decidido derribar lo que aún quedaba en pie del Viejo Louvre-, se presentó ante Sylvie un gentilhombre de una cuarentena de años, guapo todavía aunque vestido a la moda de diez años atrás, cuya figura y tez tostada señalaban a un aventurero venido de tierras lejanas. Su rostro irregular no carecía de encanto, y mostró una cortesía perfecta al saludar a Sylvie:

— Os pido el favor de perdonarme si os importuno, madame, pero estaba entre la multitud hace un momento y alguien me ha indicado que erais la señora duquesa de Fontsomme. Me sentiría desesperado si me he equivocado, porque en tal caso resultaría imperdonable…

— No os han engañado, monsieur. Soy en efecto la que os han dicho, pero… ¿puedo preguntaros por qué os interesáis en mí?

— Quisiera que me concedáis un instante de charla. Había pensado presentarme en vuestra casa, pero no estáis allí casi nunca, y me perdonaréis, espero, haber aprovechado hoy la ocasión.

— ¿Qué cosa tan importante tenéis que decirme, monsieur? Comprenderéis sin dificultad que no puedo detenerme más tiempo ni retener a las puertas de palacio a las damas que me esperan.

— No aquí, por supuesto, pero he tenido el honor, señora duquesa, de pediros una entrevista…

— De acuerdo. Ya que conocéis mi casa, estad allí mañana a las seis de la tarde. Yo no estaré de servicio. Pero antes… ¿me confiaréis vuestro nombre?

El desconocido barrió el suelo con las plumas fatigadas de su sombrero:

— ¡Aceptad mis excusas! Habría debido empezar por ahí. Me llamo Saint-Rémy, Fulgent de Saint-Rémy, y vengo de las Islas. Añadiré que somos un poco parientes.

Esas últimas palabras dieron muchas vueltas por la cabeza de Sylvie mientras subía a los aposentos de la reina con sus compañeras. Lo que encontraron allí hizo que las olvidara: la duquesa de Béthune, provisionalmente bien de salud -los boticarios de París tenían en ella a su mejor cliente-, acababa de llegar para hacerse cargo del servicio que Madame de Fontsomme había asumido desde las bodas. Había empezado por querer inspeccionar el guardarropa de María Teresa y sus joyas, pero no contaba con María Molina, que, respaldada por las demás españolas, por Nabo y por Chica, no estaba dispuesta a permitírselo y quería simplemente ponerla en la puerta. Molina dijo que no conocía más dama de compañía que «Madama de Fonsum» y no entendía qué pretendía hacer allí aquella intrusa ni por qué revolvía las joyas, cuya conservación no correspondía por lo demás a la dama de compañía, sino al guardián del gabinete. Como las dos hablaban en lenguas distintas, no había modo de que se entendieran, y el combate era tanto más encarnizado.

Madame de Motteville y Sylvie intervinieron en la batalla oratoria, que sin su presencia tal vez habría llegado más lejos, porque Molina se mostraba especialmente agresiva en todo lo relacionado con «su infanta» y Madame de Béthune tenía un carácter difícil. Nacida Charlotte Séguier e hija del canciller -el potentado de oro de unas horas antes-, había heredado la arrogancia de éste y se creía, según la expresión de Madame de Motteville que no le tenía la menor simpatía, «más duquesa que las demás».

Volvió la calma, pero el resentimiento de Madame de Béthune no se apagó. Con una injusticia palmaria, la emprendió con «Madame de Fontsomme, que desde el momento de la llegada de la infanta a Francia habría tenido que informar a sus criados del nombre de la verdadera dama de compañía, en lugar de instalarse en esa función como si no fuera sencillamente la suplente». Todo ello dicho en un tono ofensivo que exasperó a Sylvie.

— ¿Y por qué no recomendarles también que os recordaran cada noche en sus oraciones? -respondió-. Si hubierais venido a Saint-Jean-de-Luz como era vuestro deber, yo no me habría visto obligada a reemplazaros…

— ¡Sabiendo como sabíais que estaba enferma, habríais debido venir a pedirme permiso antes de marchar!

— ¿Pediros permiso cuando recibí del rey en persona la orden de presentarme allí? ¡Estáis soñando, madame!

— Entre personas bien educadas es así como se hacen las cosas, o como deberían hacerse.

— Id a contarlo a Sus Majestades.

— No dejaré de hacerlo, podéis estar segura. La etiqueta…

— … No tiene nada que ver con vuestros humores -interrumpió Suzanne de Navailles, impaciente-. En todo caso, pensadlo dos veces antes de ir a importunar a Sus Majestades. La reina quiere mucho a Madame de Fontsomme, con la que puede hablar en su lengua natal. Cosa que no ocurre con vos. Y el rey, al que ella enseñó a tocar la guitarra, siente por ella más que respeto.


Cuando llegó María Teresa, abrumada de cansancio después de aquella larga jornada de ceremonias bajo un sol de justicia, sus mujeres se apresuraron a rodearla para librarla de los pesados ropajes del desfile; pero cuando Molina quiso deshacer su peinado, Madame de Béthune se interpuso:

— Corresponde a la dama de compañía cumplir esa función.

Y empujó a Molina para apoderarse de la reina, a la que habían envuelto en una bata de fina batista. Pero no es peluquera quien quiere, y a los pocos instantes fue evidente que, al quitar las sartas de perlas o las piedras aisladas, tironeaba los cabellos de su paciente, que sin embargo no decía nada y sufría el suplicio con una mansedumbre ejemplar. Pero Madame de Navailles no soportó aquello mucho tiempo:

— ¡Vaya por Dios, madame, qué torpe sois! Dejad esa tarea a quien puede hacerla.

— ¡La reina no se queja, que yo sepa!

— No -cortó una voz autoritaria-, porque es la bondad misma y debe considerar esto como una penitencia que ofrecer al Señor. ¡Retiraos, Madame de Béthune, y dejad hacer a Molina!

Seguida por la indispensable Motteville, la reina acababa de hacer su entrada en los aposentos de su nuera, imponente y majestuosa como de costumbre; y todas las damas doblaron la rodilla. Les sonrió, pero no había acabado con Madame de Béthune, a la que no le disgustaba poder reñir: ¿no era acaso la hija de aquel Séguier que, en una época de prueba, había tenido la audacia de ponerle la mano encima para apoderarse de una carta? [13] Una ofensa que la orgullosa española no le había perdonado. Y Madame de Béthune se parecía mucho a su padre.

— ¡Por lo visto, estáis dispuesta a cumplir vuestro oficio sólo cuando os parezca bien! No os hemos visto durante semanas, y aparecéis de repente, en el momento en que menos se os espera, para romper la armonía del servicio de la reina. ¿No llamaríais a eso frescura?

Temblorosa de cólera pero sumisa, la duquesa se excusó alegando su mala salud y unos dolores que no le habían permitido estar junto a las demás damas para ser presentada en el momento de la boda. Estaba desolada al saber que la habían echado tanto de menos…

— ¿Echado de menos? Nadie os ha echado de menos. Sabéis muy bien que debéis vuestro cargo a la insistencia del señor cardenal, que deseaba contentar al señor canciller… Ahora el asunto está zanjado. Señoras -añadió elevando la voz-, tengo que daros una gran noticia: Su Majestad la reina viuda de Inglaterra, mi hermana, nos ha hecho el honor de conceder a mi hijo Felipe la mano de su hija Enriqueta. Las dos van a regresar muy pronto a Londres con el fin de obtener el consentimiento del rey Carlos II, que se da por descontado. Durante ese tiempo nos cuidaremos de la composición de la casa de la futura duquesa de Orleans… ¡Vamos, calma! -concluyó entre risas-. ¡La noticia no es tan noticia, y todas lo sospechabais ya!

En efecto, aquel rumor había circulado por los salones desde el regreso de la corte. Mazarino apadrinaba el proyecto con un entusiasmo comprensible: aquel matrimonio representaría para él una excelente ocasión para hacer las paces con el joven Carlos II, al que con tanta frecuencia había negado el subsidio para no comprometer su alianza con Cromwell, y cuyo repentino ascenso al trono le había planteado algunos problemas.

Ana de Austria dejó que se apagasen los murmullos, y luego se acercó a Sylvie al tiempo que miraba de reojo a la dama de compañía:

— ¿Qué edad tiene vuestra hija Marie, Madame de Fontsomme?

— Catorce años, Vuestra Majestad.

— Por tanto, tendrá quince el año que viene, cuando se celebren las bodas. La edad que teníais vos misma, querida Sylvie, cuando vinisteis a servirme… ¡con tanta devoción! De modo que me parece muy indicado que ocupe un lugar entre las doncellas de honor de la nueva Madame. La última vez que la vi, prometía ser bonita, y Monsieur está muy empeñado en que su corte se componga únicamente de personas jóvenes y hermosas.

Aquel nombramiento delante de todas las demás era un favor extremo y, al inclinarse en una reverencia para agradecerlo, Sylvie lo recibió como tal. Pero no por ello sintió alegría. Más bien temor: ignoraba con qué elementos se formaría aquella nueva corte, brillante sin duda a juzgar por los gustos suntuarios y refinados del joven Monsieur, pero tal vez aún menos provista de sensatez que la que se alojaba en el Louvre cuando ella misma entró a formar parte. Marie no era ni débil ni miedosa. Tenía un carácter fuerte y soñaba con brillar en el mundo. Sin duda estaría encantada, pero su madre sabía que su propia tranquilidad se había terminado. Más aún porque aquel día de gloria acababa de crearle una enemiga. No había equívoco posible respecto de la mirada venenosa que le dedicaba en ese momento la dama de compañía titular.

Aquella noche le costó mucho dormirse, a pesar de las palabras apaciguadoras que le prodigó Perceval al verla volver a casa visiblemente nerviosa.

— No te atormentes por un suceso que tendrá lugar al cabo de un año. Cada día tiene su afán…

— ¡Precisamente! Además de Marie, está ese personaje, Monsieur de Saint-Rémy, que no sé qué quiere de mí.

— ¡Lo que quiere de «nosotros»! Sabes muy bien que yo estaré contigo. Mientras tanto, intenta descansar. Yo salgo.

— ¿Adonde vais?

— A Saint-Mandé, a invitarme a cenar en casa de nuestro amigo Fouquet. Sabes que tiene intereses en las Islas. Quizá pueda decirme algo sobre ese personaje.

Siguiendo su costumbre, Perceval desdeñó tomar el coche y marchó a caballo -decía que a caballo se pasaba por todas partes y con mayor rapidez-, pero volvió antes de lo que esperaba: el encantador castillo de Saint-Mandé, en el que Fouquet trabajaba y reunía a su grupito de artistas, escritores y sin embargo amigos fieles, estaba prácticamente vacío aquella tarde. Perceval únicamente encontró allí al poeta Jean de La Fontaine, pensativo a la sombra de su cedro favorito mientras paladeaba el vino de Joigny que Vatel, el cocinero jefe del superintendente, encargaba para él. Siempre amable, ofreció una copa al visitante pero fue incapaz de informarle sobre el paradero de Fouquet. Lo único seguro era que aquella noche cenarían sin él. El caballero de Raguenel se excusó, y se disponía a partir después de rogar a La Fontaine que anunciara su presencia para el día siguiente, cuando apareció el abate Basile. Era casi lo mismo preguntarle a él que al dueño porque Basile, la oveja negra de la familia, era no sólo el hermano menor, sino además el hombre de confianza de Fouquet.

Era una persona curiosa, aquel abate comendatario de Saint-Martin de Tours que nunca había recibido las órdenes, cosa preferible desde el punto de vista de la Iglesia. Intrigante, epicúreo, belicoso como la espada que apenas nunca le abandonaba y casi tan inteligente como su hermano mayor, era astuto como un zorro y aficionado a enredar. Se había desplegado como una flor al sol durante los tumultos de la Fronda, en los que al menos dio prueba de coherencia al servir con fidelidad a Mazarino -y a su hermano, por supuesto- a lo largo de once años. Era además un alegre vividor y un chismoso, y escuchó lo que Perceval tenía que decirle con la atención que merecía un hombre que pertenecía a una familia rica y bien vista en la corte.

— ¿Saint-Rémy, decís? Debería de ser fácil localizarle. Los franceses no son demasiado numerosos en las islas de América. Es posible que ese hombre venga de allí: sé que hace pocos días arribó un navío al puerto de Nantes; falta saber si él estaba a bordo, y no dejaré de informarme.

Y cuando Perceval, algo más animado, le dio las gracias, respondió:

— Una sonrisa de la señora duquesa de Fontsomme será mi mejor recompensa. ¡Hace años que estoy a sus pies, pero ella no parece haberse dado cuenta! Verdad es que, como estoy detrás de Nicolas, nadie me ve.

— A propósito, ¿sabéis dónde está?

— En Charenton, en casa de Madame du Plessis-Belliére. Ha ido a refugiarse allí en busca de un poco de aire fresco. Ha salido sofocado de rabia de la casa del señor cardenal, que, a pesar de su mala salud, no para de presionarle para conseguir los intereses de las sumas que le fueron confiscadas durante la Fronda.

— ¿Un hombre en su estado no debería pensar más en la salvación de su alma que en aumentar su fortuna?

— Un hombre normal como vos y como yo, sin duda, pero el señor cardenal está más encariñado con su bolsa que nunca. Hay que verle vagando por las salas de su palacio o de sus aposentos del Louvre, en zapatillas, apoyado en un bastón y con lágrimas en los ojos. Cuando no maltrata a mi hermano, no para de decir adiós a todas las obras de arte que ha reunido y que se verá obligado a abandonar, ay, en un día ya cercano. ¡Y llora! ¡Es para morirse… de risa!

— No creo que el señor superintendente haya de sofocarse por ello. Conoce desde hace mucho tiempo la codicia del cardenal, y no es una novedad para él.

— Ciertamente, pero la novedad es que, apenas en presencia de Su Eminencia, ve a Monsieur Colbert salir de algún agujero con un memorial en la mano… Sería hora, creo yo, de que el Señor se apresurara a llevarse con él al cardenal: ese Colbert lo invade todo…

— ¿Tenéis la esperanza de que las cosas mejorarán cuando nuestro joven rey tome las cosas en su mano?

— Claro que sí. Es joven, precisamente, y adora a su madre, que es muy amiga de mi hermano. ¡Y éste sabe ser tan seductor…! Será primer ministro.

Perceval admiró la rotunda confianza del abate Basile sin compartirla. Sentía por Nicolas Fouquet estima y afecto, pero temía que sus brillantes cualidades no fueran otros tantos defectos a los ojos del siniestro Colbert, y que, si chocaban en el futuro, le ocurriera como al jarrón de porcelana que se estrella contra uno de hierro. De momento, sin embargo, estaba contento por haber encontrado a Basile: el abate era el hombre que necesitaba para conseguir una información que habría sobrecargado inútilmente las tareas del superintendente.


Al día siguiente a la hora prevista, Monsieur de Saint-Rémy se presentó en el hôtel de Fontsomme. Mientras seguía a través de los salones al lacayo de librea con los colores verde, negro y plata, sus ojos iban de izquierda a derecha como si intentara evaluar las riquezas de aquella casa noble y rica, con una expresión que no habría gustado a sus habitantes de haber podido sorprenderla. Fueron así hasta la biblioteca, donde el difunto mariscal había acumulado cierto número de rarezas literarias que hacían las delicias de Perceval. Este estaba, sin embargo, examinando un documento sacado del archivo familiar en el momento en que el visitante fue introducido en la estancia. Desde el umbral, éste saludó con una reverencia mundana, y aceptó el asiento que Sylvie le ofreció después de presentarle a su padrino.

En un segundo examen, Saint-Rémy no le gustó mucho más que la primera vez, a pesar de cierta gracia, de cierto magnetismo que no se le escaparon. No por ello fue menos cortés.

— Pues bien, señor, ¿qué cosa tan importante teníais que decirme para haberme seguido hasta las puertas del Louvre?

El gentilhombre de las Islas parecía un tanto embarazado. Se tomó su tiempo para responder. Finalmente esbozó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes bien formados, y se decidió:

— Se trata de una vieja historia, señora duquesa, que tal vez juzgaréis banal, pero que para mí tiene una importancia extrema porque de vos depende que tenga un final feliz o no, en función del humor con que la recibáis. Dicho en pocas palabras, tengo el honor de ser vuestro cuñado.

La sorpresa fue mayúscula. Por instinto, Sylvie volvió la mirada a Raguenel, cuyo gesto de desenrollar un pergamino se detuvo un breve instante; pero la mirada que volvió a posar ella sobre su visitante era serena.

— Debéis de estar en un error, señor -dijo con frialdad-, o tal vez sois víctima de una confusión de nombres, pero nunca he sabido que mi difunto esposo tuviera un hermano…

— E incluso un hermano mayor. Me apresuro a añadir, sin embargo, que siempre lo ignoró. Ya os lo he dicho, se trata de una vieja historia muy repetida, la de unos amoríos de juventud que acaban mal… pero dejan fruto.

Perceval consideró que había llegado el momento de intervenir.

— Si he entendido bien, señor, sois un bastardo.

El otro lanzó un suspiro capaz de derribar las paredes.

— Es posible ver las cosas de ese modo, pero yo no habría debido serlo. Cuando el difunto mariscal estaba todavía sujeto a la patria potestad y llevaba el nombre de marqués d'Autancourt que más tarde pasó a su hijo, se enamoró perdidamente de mi madre, que era muy bella pero pertenecía a la pequeña nobleza de Boulogne. Ella quedó encinta y, como había hecho anteriormente Enrique IV con Mademoiselle d'Entragues, él le entregó antes de partir a la guerra una promesa de matrimonio firmada, si el hijo que ella esperaba era varón. Por desgracia, el padre de mi madre, al que de ninguna manera quiero llamar mi abuelo, se dio cuenta del estado de su hija, y era un hombre de gran severidad. La encerró en un convento a la espera de que ella diera a luz, y dio la orden de que se hiciera desaparecer al hijo, fuera niño o niña, para casar después a su hija con el hombre rico al que la destinaba. Mi madre no pudo soportar su destino: consiguió huir del convento con la ayuda de un joven que la amaba y que quería ir a América. Yo nací en el barco. Más tarde, ellos conocieron a Monsieur Belain d'Esnambuc en la isla de Saint-Christophe, y, por supuesto, se casaron… Pero mi madre siempre conservó la promesa de matrimonio que habría debido hacer de mí un duque de Fontsomme… y el dueño de todo esto.

Lo dijo sin cólera, e incluso con una dulzura que a Sylvie le pareció mucho más desagradable. Tampoco le gustó a Perceval.

— Como bien decís, monsieur, vuestra historia es interesante… aunque banal, y no alcanzo a ver lo que esperáis de nosotros. No os proponéis, espero, atacar el matrimonio del difunto mariscal de Fontsomme con Mademoiselle de Nesles, ni el del difunto duque Jean con Mademoiselle de Valaines, aquí presente…

— En absoluto, en absoluto, pero… una promesa de matrimonio debidamente firmada es una cosa seria, que podría ser tomada en consideración por el Parlamento en caso de que la señora duquesa no tuviera un heredero varón.

— Se ve que venís de lejos, monsieur -dijo Sylvie-. Tengo un hijo…

— ¡Póstumo! Ya veis que estoy más al corriente de lo que creéis, señora. Como su padre abandonó este mundo antes de su nacimiento, no pudo reconocerlo… Por consiguiente, no es duque de Fontsomme sino porque vos sois su madre.

Sylvie se sintió palidecer, pero Perceval decidió que ya había oído bastante. Sin moverse del lugar que ocupaba cerca del sillón de su ahijada, señaló la puerta.

— ¡Fuera! No sé lo que esperabais al venir a contarnos vuestros chismes, pero me parece que ya hemos perdido bastante tiempo. ¡Vamos, fuera!

Al mismo tiempo, cogió una campanilla colocada en una mesa para hacer volver al lacayo, pero Sylvie le detuvo con un gesto; estaba un poco asombrada de ver a Perceval, siempre tan dueño de sí, perder de repente toda su flema.

— ¡Un instante! Deseo saber un poco más sobre este personaje. Lo primero, me parece muy fácil decir que se está en posesión de un documento, pero además hay que mostrarlo…

— Si sólo se trata de eso, puedo hacerlo ahora mismo… al menos su copia fiel, porque no es conveniente llevar consigo a todas partes algo tan importante. Lo he reproducido todo con fidelidad, incluso el dibujo del sello, que es de cera verde.

Sylvie echó una ojeada al facsímil, y luego lo entregó a Perceval.

— Una copia fiel, ¿eh? -gruñó éste-. ¿Quién nos dice que no es todo lo que poseéis?

— El simple hecho de que podéis quedárosla, a fin de empaparos de ella lo bastante para comprender que no se trata de una broma. Veréis el original cuando esté en manos de un juez. Esperaba no verme obligado a llegar hasta ese punto…

— Con exactitud -replicó Sylvie-, ¿qué esperabais al presentaros en esta casa? ¿Que yo iba a deciros: estamos desolados de ocuparla en vuestro lugar, señor duque, y vamos a hacer lo necesario para entregároslo todo para vuestro mayor disfrute? Y eso a pesar del hecho de que me casé en el Palais-Royal, en presencia del rey, la reina y el cardenal Mazarino…

Fulgent de Saint-Rémy esbozó una sonrisa indulgente que trataba de ser apaciguadora.

— Calmaos, señora duquesa. Nunca he imaginado nada por el estilo. Sólo… que soy pobre, no tengo familia… y esperaba encontrar una.

— ¿Aquí? ¿Con nosotros? -exclamó Sylvie, asombrada de la audacia del personaje.

— ¿Por qué no? Vuestro difunto esposo y yo éramos medio hermanos… y creedme que yo sería un tío muy aceptable para vuestros hijos.

— ¡Vuestras bromas no tienen gracia, muchacho! -gruñó Perceval-. ¡Marchaos de inmediato, y aprisa!

— ¿Para ir adonde? ¡Ved! No tengo ni una perra chica… -Y para demostrar que no mentía, se levantó y dio la vuelta a sus bolsillos. Luego añadió-: La miseria es mala consejera. Mi viaje hasta aquí me ha costado todo lo que me quedaba.

— ¿Y habéis pensado que un chantaje era el medio adecuado para reflotar vuestras finanzas? -repuso Perceval con sarcasmo-. Pues bien, os ha fallado. Podéis presentar vuestro… papel mojado a todo el Parlamento, nadie os hará caso; y si intentáis un proceso, puede durar años.

— En el actual estado de cosas, sin duda carezco de los medios para pleitear. Pero si por casualidad, ¡Dios no lo quiera!, el joven duque desapareciera… Y debo añadir que Monsieur Colbert me protege.

Al grito de horror de Sylvie respondió la exclamación del caballero de Raguenel, y la campanilla fue agitada con tal frenesí que comparecieron cuatro criados.

— ¡Echad fuera a este hombre, y que no vuelva nunca a esta casa! -gritó Perceval.

Al mismo tiempo, Sylvie fue a coger una bolsa de un armario y la entregó al hombre al que se llevaban.

— Ninguna necesidad se ha dirigido a mí nunca en vano. Hay aquí cincuenta escudos: haced buen uso de ellos, y no volváis nunca.

Los ojos de Saint-Rémy brillaron. Sonrió abiertamente, y se libró de los lacayos con una violenta sacudida:

— ¡Sé salir sin ayuda…! Muchas gracias, señora duquesa. Sois una buena persona, y me acordaré de ello.

Escoltado por los criados, salió de la sala con aires de emperador. Mientras, la cólera de Perceval se volvió ahora contra Sylvie.

— ¿No estás un poco loca para haberle dado ese dinero? ¿Le has oído? ¡Se acordará de tu generosidad! ¡Eso quiere decir que no vas a poder librarte de él! ¡Nunca! ¿Lo entiendes?

El terror que se había apoderado de la joven cuando Saint-Rémy habló de la posibilidad de la muerte de su hijo se convirtió en una violenta crisis nerviosa.

— ¡Pues bien, será uno de mis pobres, y eso será todo! ¿No habéis comprendido lo que ha dicho? Si no le ayudamos la tomará con Philippe…, ¡y yo no quiero que le ocurra nada malo a mi niño!

— ¡Sylvie, Sylvie! Acabas de poner en marcha un engranaje que ya no se detendrá. Ha comprendido que tenías miedo, y se aprovechará a fondo. Hoy se ha contentado con lo que le has dado, y que era excesivamente generoso, pero mañana pedirá el doble, y luego (¿por qué no, sabes acaso dónde se va a detener una persona con tal desvergüenza?) la mano de tu hija, porque pretende a toda costa entrar en la familia. ¿Qué harás entonces?

— Decidme qué proponéis.

— Traernos a Philippe con nosotros y renunciar al colegio hasta que nos hayamos librado de ese hombre.

— Ya se me había ocurrido. Además, entre el abate de Résigny y vos aprenderá por lo menos tanto como en el colegio. ¿Qué más?

— Hacer lo necesario para eliminar este peligro, porque es grave, no lo dudes. Para empezar, averiguaré todo lo que pueda sobre él, porque su historia me ha parecido un poco esquemática. Cuento con el abate Fouquet para saber más cosas.

Los nervios de Sylvie iban calmándose y dieron paso a la reflexión.

— Hay una cosa que me extraña: ¿cómo, si acaba de desembarcar de las Islas, puede saber que mi hijo nació exactamente nueve meses después de la muerte de su padre? Sólo faltaría que también estuviera informado de lo que sucedió en Conflans aquella noche.

— Si lo sabe, ha tenido que enterarse estando ya aquí, pero en ese caso, ¿de qué manera? No veo cómo ese Colbert al que llama su protector puede haber conocido nuestros secretos. Por otra parte, aunque es el enemigo jurado de nuestro amigo Fouquet, su posición es aún demasiado frágil para que se mezcle en intrigas de esa clase. Nunca le has ofendido, que yo sepa.

— Apenas nos conocemos. Cuando nos vemos se muestra siempre muy amable, cortés incluso, y yo intento ponerle buena cara a pesar de que no me gusten ni su mirada ni su conducta con el superintendente.

— ¡Tenemos que saber más, como te digo! ¡Hemos de saber, a no importa qué precio! Y… a propósito, te pido excusas por mi reciente comportamiento. Eras tú quien tenía razón, porque con tus monedas de oro sin duda hemos ganado algo de tiempo. Ese hombre se va a dormir encima de su bolsa, y a soñar con riquezas sin cuento, pero nosotros no tenemos ningún motivo para comportarnos igual que él. ¡Qué lástima que nuestro querido Théophraste Renaudot nos haya dejado! Nadie como él sabía encontrar el porqué de las cosas y abrir la caja de Pandora…

A pesar de ese lamento póstumo, el abate Fouquet no tardó en mostrar su utilidad. Una semana más tarde, Perceval supo por él que en efecto el 10 del mes anterior el mercante Ange Gabriel, perteneciente al armador Le Bouteiller de Nantes, había atracado en este puerto con un cargamento de maderas exóticas, procedente de la isla de Saint-Christophe y con algunos pasajeros a bordo; pero ninguno de ellos se llamaba Saint-Rémy ni correspondía a la descripción facilitada.

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