4. La amenaza

Mazarino daba su última fiesta. Aquella tarde, en sus aposentos del Louvre, iluminados a giorno, los comediantes de Monsieur, dirigidos por Moliere que no sólo era el autor de las obras sino además el director de escena y el intérprete principal, iban a representar dos piezas: El atolondrado y Las preciosas ridículas. La representación no tenía lugar en su casa únicamente para comodidad del ilustre enfermo, sino porque el teatro del Petit-Bourbon, vecino del Louvre, en el que normalmente actuaba la nueva compañía de moda, había sido demolido debido a la renovación del viejo palacio, y el teatro del Palais-Royal, que Monsieur pretendía convertir en el magnífico escenario de sus futuras fiestas de recién casado, aún no estaba terminado. En el fondo nadie lo lamentaba, porque la decoración de la galería, en la que se exhibía parte de las colecciones de arte del cardenal, era de una gran suntuosidad. Para Marie de Fontsomme era su primera fiesta, e iba a ser presentada en ella al rey, a las dos reinas y sobre todo a Monsieur; de modo que abría de par en par sus grandes ojos maravillados y apenas podía contener su alegría. ¡Por fin iba a vivir en aquel mundo deslumbrante en que tanto soñaba encerrada en su convento!

Vestida de raso azulado con un encaje espumoso que imitaba las nubecillas en un cielo matinal, cintas a juego en su cabellera rubia artificiosamente peinada, y un hilo de perlas para subrayar la base de su gracioso cuello, la adolescente formaba con su madre -terciopelo y encaje negros como fondo de un extraordinario aderezo de diamantes ligeramente rosados, piedras que el mariscal-duque había comprado tiempo atrás a un mercader de Brujas- una imagen que atraía las miradas y provocaba expresiones distintas. Mademoiselle, que fue la primera en verlas, se mostró decididamente admirativa.

— Imposible decir cuál de las dos es más bonita, pero haréis mal, mi querida duquesa, si guardáis mucho tiempo soltera a esta preciosa niña…

— ¡Oh, pero yo no quiero casarme pronto! -protestó Marie-. Voy a ser doncella de honor de la nueva Madame, y dicen que cuando ella esté aquí, Monsieur dará fiestas todos los días.

— Es verdad -suspiró la princesa-. A vuestra edad, las fiestas son lo más importante…

— ¿Ya no le gustan a Vuestra Alteza? -preguntó Sylvie con una sonrisa-. Sin embargo, sabe organizarías tan bien…

— Puede ser, pero apenas me apetecen. Además, no me siento del todo dueña de mi propia casa. A la vuelta de Saint-Jean-de-Luz, he tenido la sorpresa de encontrar a mi suegra [14] instalada en mi Luxembourg. No para de llorar y resoplar, lo registra todo y molesta a todos mis criados. ¡Hay momentos en que me pregunto si no debería entrar en un convento!

Lo cierto es que la melancolía de Mademoiselle se debía menos a su cohabitación forzada con una princesa inoportuna que a las próximas bodas de Monsieur. Dada la altura de su rango, había pensado durante mucho tiempo que únicamente el rey o su hermano serían dignos de ella; pero el primero acababa de casarse, y el segundo se disponía a hacer lo mismo. La vida carecía de encanto en los últimos tiempos. Sylvie, que sabía muy bien todo aquello, se permitió una sonrisa.

— ¡Sería una lástima! Siempre he pensado que Vuestra Alteza sería una gran reina, y en Europa no faltan los reyes casaderos. Empezando por el rey de Inglaterra…

Una exclamación de Marie la interrumpió.

— ¡Oh, mamá, mira, el señor duque de Beaufort! ¡Qué guapo es! ¡Y qué porte regio! Es un magnífico gentilhombre, desde luego.

— ¿Pero de qué lo conoces tú? -preguntó Sylvie, atónita.

— ¿Cómo de qué lo conozco? ¡Pero mamá, acuérdate! Fuiste tú misma quien me lo presentó una mañana en Conflans. Nunca lo he olvidado… Además, le he visto dos o tres veces en el locutorio de la Visitation.

Si el techo pintado por Primaticcio se hubiera derrumbado sobre su cabeza, Sylvie se habría sentido menos desconcertada que ante la perspectiva que se abría de repente ante ella. ¿Era posible que Marie, su pequeña Marie, se hubiera dejado atrapar por el encanto del que ella misma había sido cautiva durante tantos años? La risa de Mademoiselle, que felicitó a Marie por su buen gusto, refrenó el impulso que sentía de tomar a su hija de la mano y escapar de allí. De todas maneras, el mal estaba hecho y ninguna fuga serviría de nada. Su propia experiencia lo probaba…

Mientras tanto, François se aproximaba, acompañado desde hacía un instante por Nicolas Fouquet y por dos jovencitas cuya visión arrancó una exclamación de cólera de la joven Marie.

— ¡Oh, Dios mío! ¡Está con esas horribles Nemours, a las que no soporto!

— En eso os doy la razón -dijo Mademoiselle-. No sólo son feas, además se dan unos humos insoportables desde que alguien les ha predicho que una sería reina y la otra soberana.

Los dos grupos se juntaron. Hubo un intercambio de reverencias, saludos y cumplidos, con la gracia exigida por el código de la cortesía, y luego, mientras Mademoiselle bromeaba con Beaufort sobre su papel de carabina de sus sobrinas, Fouquet se llevó aparte a Sylvie.

— He sabido por mi hermano el abate que os importunan, madame. Es algo que no toleraré. Se trata de un hombre que pretende ser el bastardo de vuestro suegro, el difunto mariscal, ¿no es así?

— En efecto. Al parecer, tiene en su posesión una promesa de matrimonio firmada por el mariscal… Oh, todo esto es algo terriblemente complicado, amigo mío, y estáis ya sobrecargado de trabajo…

— ¡No sigáis! No hay nada que no esté dispuesto a hacer por vos. Mañana veré al caballero de Raguenel y tomaremos juntos las disposiciones oportunas. Como sin duda se trata de buscar a un hombre en los bajos fondos de París, haré que me acompañe uno de mis funcionarios, un joven fuera de lo común que tiene el olfato de un sabueso y que ya me ha prestado grandes servicios: se llama François Desgrez.

— No estoy del todo segura de que viva en los bajos fondos. Es un hombre que presume de noble, y como le di algo de dinero…

— Buscaremos en los garitos. Pero lo que quiero -añadió al tiempo que tomaba la mano de Sylvie, medio cubierta por un mitón de encaje, para besarla- es que estéis tranquila y que dejéis a vuestros amigos ocuparse de un personaje al que nunca se tendría que haber concedido el derecho de abordaros.

Miró de reojo el pequeño cortejo de criados que traían a Mazarino en una silla de manos para colocarlo frente al escenario, y sonrió.

— Dentro de poco dispondré de un poder casi ilimitado, y estará enteramente a vuestro servicio…

Y se alejó para reunirse con el rey, que llegaba seguido de un brillante séquito de jóvenes gentileshombres. Apenas se hubo incorporado de su reverencia, Sylvie se acercó al grupo formado por Mademoiselle, Beaufort y las tres muchachas, y constató que las pequeñas Nemours estaban sumamente agitadas: acababan de ver a su ídolo, su querido «Péguilin», y sin preocuparse del protocolo querían a toda costa hablar con él, lo que hizo enfadarse a Beaufort:

— ¡O estáis tranquilas -gruñó-, o no me encargo más de vosotras! No me hagáis lamentar no haberos dejado a la cabecera de vuestra madre en lugar de traeros a ver la comedia.

— ¿Está enferma Madame de Nemours? -preguntó Mademoiselle.

— Una de sus eternas migrañas. De todas maneras, no habría venido a la casa del cardenal… ¡lo que no impide que estas dos señoritas sean insoportables! ¡Cuando pienso que ésta tiene que casarse con el heredero de la Lorena! -añadió señalando a la mayor-. No tienen más que a ese «Péguilin» en la cabeza…

— Tendré que mirarlo con más atención -rió Mademoiselle-. ¡Ah, ahí están las reinas! Vamos a ocupar nuestro lugar, querida -dijo volviéndose hacia Sylvie…

En ese momento, Sylvie oyó la vocecita clara de su hija preguntar:

— ¿Por qué no venís nunca a vernos, señor duque? Las rosas de Conflans siguen tan bellas como siempre, ¿sabéis?

Sylvie pensó entonces que los niños más queridos pueden resultar a veces una cruz muy dura de soportar. Sin dejar a François tiempo para contestar, dijo con un poco de nerviosismo:

— ¡Ya es hora de que aprendas a comportarte en la corte, Marie! Se dice «monseñor», y no se hacen preguntas impertinentes a un príncipe de sangre…

— ¡Oh, estoy segura de que a… monseñor no le importa!

— ¡En absoluto! Muy al contrario -dijo Beaufort al tiempo que buscaba la mirada huidiza de Sylvie-. Pero es a la señora de la casa a quien corresponde formular una invitación…

— Pero si mamá estará encantada…

— Ya has charlado bastante, Marie -la interrumpió Sylvie-. El espectáculo va a empezar en cuanto se sienten Sus Majestades.

En efecto, las reinas tomaban asiento en los sillones preparados para ellas. Luis XIV, por su parte, se quedó de pie y se contentó con apoyarse con negligencia en el respaldo del cardenal. Esa situación, al dejarle mayor libertad de movimientos, le permitía desarrollar todo un intercambio de sonrisas y guiños con la bella condesa de Soissons, Olympe Mancini, que había sido amante suya antes de casarse y que parecía gozar de nuevo de su predilección. Sin duda había vuelto a convertirse en su amante; bastaba para convencerse de ello ver el rostro inquieto y los ojos enrojecidos de la joven reina, cuya mirada no se apartó ni un momento de su esposo mientras duró la representación de las dos comedias. Esa preocupación tuvo al menos el mérito de entretenerla, porque aún era incapaz de entender la frase más sencilla, a pesar de las explicaciones que le daba su suegra.

Las dos comedias fueron muy aplaudidas. Después de bajar el telón, el autor fue a recibir las felicitaciones del rey y el cardenal, cada uno de los cuales le dio una pensión de tres mil libras. Luego Luis XIV felicitó a su hermano, y le dijo que le envidiaba sus comediantes. [15]

— Es un honor ser envidiado por el rey -respondió Monsieur exultante-, pero ¿puedo preguntar a mi hermano si tiene noticias de Londres? ¿Se sabe por fin cuándo va a traernos Madame Enriqueta a mi prometida? ¡Me parece que las cosas se están retrasando mucho!

— ¿Pero es que os corre prisa, hermano? -dijo Luis XIV riendo.

— Pues sí que tengo prisa.

— ¿Prisa de entrar en posesión de vuestra herencia como duque de Orleans, de Chartres y de otros lugares, o de verdad tenéis prisa por casaros con unos huesecillos de santo?

— ¡Tal y como es, nuestra prima Enriqueta me gusta! -respondió Monsieur molesto-. Y no hay ninguna razón para que yo no sea tan feliz en mi matrimonio como vos, hermano.

Mientras tanto, Sylvie había presentado a su hija a las dos reinas, que la acogieron con mucha amabilidad.

Monsieur, vuelto hacia ellas, examinó a Marie, sonrió y añadió:

— Además, estoy impaciente porque rostros tan bellos como éste vengan a hacer florecer mis castillos y me ayuden a convertir mi corte en un lugar amable.

— ¿Queréis decir que la nuestra no os gusta?

El diálogo se endurecía por momentos, y Mazarino se apresuró a ponerle fin, pidiendo permiso para retirarse. En efecto, parecía a punto de desmayarse, y todos se apresuraron a socorrerle mientras Luis XIV ofrecía la mano a su esposa para conducirla a sus aposentos. Sylvie no les siguió: Madame de Béthune estaba en su puesto, como siempre que había fiesta o ceremonia. Pero de vuelta a la Rue Quincampoix, tuvo que vérselas con su hija.

Marie, que no había dicho palabra durante todo el trayecto, estalló sin esperar siquiera a desprenderse de su gran capa de piel.

— La verdad, mamá, es que no te entiendo. ¡Has sido descortés hasta un punto asombroso con Monsieur de Beaufort! Creía que era amigo tuyo. ¿Ya no lo es?

La voz era cortante, el tono duro, y Sylvie tembló interiormente. Después de haberla atormentado para toda su vida, ¿iba François a convertirse en un motivo de peleas entre ella y su hija? Para evitar el enfrentamiento que veía venir, optó por dar un rodeo.

— ¿Te acuerdas de tu padre, Marie?

— ¡Claro que me acuerdo! ¿Cómo olvidar su bondad, su ternura, y también su encanto? Aunque yo era muy pequeña, lo recuerdo con mucha claridad: un gentilhombre guapo y orgulloso…

— Entonces ¿no puedes comprender lo que debemos a su memoria? ¿Ignoras quién lo mató?

— No. Sé que la espada fue la de Monsieur de Beaufort, pero entonces estábamos en guerra y los dos pertenecían a partidos diferentes. Después volvió la paz, y con ella la reconciliación. También mató al esposo de Madame de Nemours, y ella le ha perdonado.

— Madame de Nemours es su hermana, y eso lo explica todo. Además, Nemours obligó prácticamente a batirse a su cuñado. ¿Pero cómo has sabido todo eso? ¿En el convento?

— ¡Pues claro! Las pensionistas no hacen voto de silencio. Y las madres tampoco, por otra parte… De todas maneras, tu excusa no me vale, mamá: Madame de Nemours es su hermana, pero tú casi lo eras. ¿No os criasteis juntos?

— Sí, y le amé… tanto como puede amarse a un hermano, pero…

— ¿Cómo hiciste para no enamorarte de él? ¡Es el más seductor de los hombres…! Habrías podido casarte con él.

— ¡No digas tonterías! Pertenece a la casa de Borbón, y yo era de un linaje mucho más modesto.

Marie rechazó la objeción con un gesto desenvuelto.

— ¿Es que eso cuenta cuando se ama…? Quizás en otro tiempo, pero yo, que soy hija de un duque, podría casarme con él. ¡Y demonios, eso es lo que quiero! ¡Ser su esposa!

— No sólo hablas mal, además estás loca. Tiene más de cincuenta años y…

— ¡Valiente cosa! ¡Parece que tenga veinte años menos! Y además le amo. Estoy segura de que nunca amaré a nadie más que a él. ¡Y mi padre me daría la razón! Tenía un alma demasiado elevada para guardar rencor a quien le venció en el noble juego de la esgrima. ¡Ya está decidido: me casaré con él!

Una ráfaga de aire precedió en aquel momento a Jeannette, que llegaba de Fontsomme con la nariz roja y las manos heladas a pesar de los gruesos guantes que las recubrían. Con una sola ojeada abarcó a Marie, en pie con su vestido de fiesta y una sonrisa triunfal, y a Sylvie sentada en un sillón y con aspecto abatido.

— Se diría que llego en un momento interesante -dijo-. ¿Con quién nos casamos?

— ¡Quiere casarse con Monsieur de Beaufort! -suspiró Sylvie-. Al parecer nunca amará a nadie más que a él.

Jeannette comprendió hasta qué punto la necesitaba su ama, y optó por echarse a reír.

— ¡Misericordia! ¡Un vejestorio que podría ser su padre!

El grito furioso de Marie la interrumpió.

— ¿Un vejestorio? ¡Es más joven que cualquiera de nuestros pisaverdes de la corte! ¡Y le amo!

— Y naturalmente, él te ama también.

— N… no, aún no. Por lo menos no estoy segura… ¡Pero me amará! ¡Sabré seducirlo de tal modo que me adorará!

Jeannette tomó a la muchacha de la mano y la arrastró hacia la escalera.

— ¡Por lo menos la modestia no será nunca un estorbo para ti! ¡Ve a acostarte, gatita! ¡Con esas ideas en la cabeza, seguro que tendrás bonitos sueños! Y yo tengo que hablar con la señora duquesa.

Marie desapareció canturreando la canción con que Moliere había acompañado sus Preciosas, y Jeannette volvió junto a Sylvie, que le dirigía ya una mirada inquieta.

— ¿Qué tienes que decirme? ¿Es grave? Para llegar a estas horas…

— Nada de eso. Es sólo que me ha apetecido respirar un poco el aire de la ciudad. Corentin me tiene harta con sus cuentas, sus arriendos, sus grandes galopadas por toda la finca. Le he dejado dedicado a sus aficiones y me he venido.

— ¿Os habéis peleado?

— Nada de eso. Sólo que de vez en cuando necesita acordarse de cómo era su vida sin mí. Pero decidme, señora, lo que acabo de oír… ¿no será serio?

— ¿Que Marie se ha encaprichado de Monsieur de Beaufort? Me temo que sí…

— Por eso estáis triste, pero tenéis que pensar que a los quince años el corazón no está nunca quieto…

— El mío lo estuvo desde bastante antes. Tenía cuatro años, Jeannette, cuando encontré a ese hechicero en el bosque de Anet.

— Sí, pero después seguisteis viéndole y al paso de los días lo que era frágil fue tomando consistencia. Marie va a vivir en la corte, en el séquito de una princesa de dieciséis años. Habrá fiestas y muchos jóvenes gentileshombres guapos alrededor de ella. Esto se le pasará pronto.

— Dios te oiga, Jeannette…


El 6 de febrero estalló en el Louvre un violento incendio en la Petite Galerie, próxima a los aposentos de Mazarino. A pesar de su estado cada vez más crítico, el cardenal, espantado, hizo que le trasladaran a Vincennes, a la planta baja del pabellón del Rey, que en buena parte había hecho construir él mismo. Por su parte, el rey se fue a Saint-Germain, pero por el número de quienes siguieron a Mazarino en comparación con quienes fueron detrás de Luis XIV, era fácil comprender quién era el que lo dirigía todo en el reino. Sylvie siguió a la reina y a su deber, y dejó a sus hijos al cuidado vigilante de Perceval, del abate y sus fieles servidores.

En Vincennes Mazarino se repuso algo de sus miedos y se esforzó por mostrar un buen aspecto, de modo que sólo aparecía ante sus cortesanos «bien rasurado, limpio y sonriente, con una sotana de color de fuego y el capelo encasquetado en la cabeza»; apoyado en su criado Bernouin, tardaba cada vez más tiempo en visitar, pasito a paso, los objetos artísticos que se había hecho llevar al castillo, y se aferraba a ellos con todas sus fuerzas como si aquellos cuadros, esculturas, joyas y muebles preciosos poseyeran el poder de retenerlo en este mundo. Mientras tanto, llegó el gran acontecimiento esperado con tanta impaciencia por Monsieur: la princesa Enriqueta, su madre y un soberbio séquito inglés desembarcaron en El Havre después de haber soportado el pésimo humor del canal de la Mancha en invierno, e incluso de haber estado a punto de morir: ya antes del embarque, la joven había estado muy enferma y se había temido por su vida.

Pero cuando la futura Madame apareció en Saint-Denis, donde la esperaban el rey, las reinas y toda la corte, poco faltó para que fuera recibida con un grito unánime de asombro: en pocos meses, la mariposa había roto su crisálida, y la niña tristona y flaca, criada por caridad y con la que el adolescente Luis se negaba a bailar porque la encontraba demasiado fea, había dejado paso a una joven radiante, quizás un poco delgada pero de talle elegante, rostro delicado de tez clara, bellos ojos oscuros y magníficos cabellos castaños iluminados por reflejos rojos, que irradiaba en toda su persona una gracia exquisita y un encanto cautivador… que en efecto cautivó a Luis XIV desde el primer momento. Por su parte, Monsieur desbordaba de alegría y se declaraba enamorado como no lo había estado nunca, sin reparar en la cara enfurruñada de su amigo íntimo, el guapo y peligroso caballero de Lorraine.

— ¿Y bien, hermano? -exclamó, poco caritativamente-. ¿Qué os parecen ahora los huesecitos de santo?

— Que nunca se debería hablar sin conocimiento, y que de las mujeres se puede esperar cualquier cosa. Tenéis mucha suerte, hermano. Intentad no olvidarlo demasiado pronto.

— ¡No hay peligro de que lo olvide! -dijo el príncipe con una repentina amargura-. Los amigos que envié a El Havre a recibirla la miran con ojos de moribundo…, ¿y qué decir de ese Buckingham que viene con ella?

En efecto, con gran sobresalto de Ana de Austria, a quien aquella aparición removió muchos recuerdos agridulces, Enriqueta y su madre venían acompañadas por el favorito del rey Carlos II, el magnífico George Villiers, hijo del hombre que fue tal vez el mayor amor de Ana, un amor al que por muy poco no llegó a ceder en los jardines de Amiens. Y la reina madre, al ofrecer su mano a los labios de aquel joven guapo, demasiado parecido a la imagen que guardaba en el fondo de su corazón, le dedicó una sonrisa y una mirada que las personas más veteranas de la corte descifraron sin esfuerzo: el joven duque iba a gozar de todas sus preferencias. A partir de ese momento, todos contuvieron la respiración con la deliciosa impresión de que el azar estaba anudando todos los hilos necesarios para la aparición de un pequeño drama.

El rey había querido que las bodas de su hermano fueran magníficas. La novia y su madre fueron alojadas de nuevo en el Louvre, pero en condiciones muy distintas de las que había conocido en la época del exilio: en lugar de las salas casi vacías de la planta baja, sin las más mínimas comodidades y a menudo sin fuego, ocuparon un amplio aposento tapizado de brocado con gruesas alfombras, pinturas al fresco abundantemente provistas de dorados, muebles preciosos, grandes espejos que multiplicaban hasta el infinito aquella decoración de ensueño, candelabros con velas de color rosa, una multitud de criados solícitos y guardias impecables. Asimismo, y dado que la cuaresma estaba próxima, se multiplicaron las fiestas: el 25 de febrero, en particular, hubo un ballet en el que participaron el rey y los integrantes más jóvenes y agraciados de su corte. Fue una gran velada que hizo llorar de rabia a Marie: ella sólo iba a ser presentada, con las demás doncellas de honor y el resto de la casa de Madame, la tarde del día de la boda. ¡Imposible, en esta ocasión, acompañar a su madre! Tuvo que quedarse en casa en compañía de Perceval, que en tono burlón le propuso enseñarle a jugar al ajedrez. Ella lo tomó como una alusión de mal gusto y corrió a encerrarse en su alcoba para desfogar a solas su mal humor.

Lo cierto es que la fiesta fue muy brillante. Algunos encontraron extraño que el ballet del rey llevara por título «Ballet de la impaciencia», en un momento en que Mazarino, en Vincennes, veía reducirse día a día sus escasas fuerzas. Pero de hecho se trataba de una galantería que llevaba a la escena la impaciencia del joven novio por ver cumplidos sus anhelos. Los dos prometidos, sentados juntos y adornados con cientos de joyas relucientes, aplaudieron con calor, pero, curiosamente, el interés de la corte no se centró tanto en ellos como en la reina madre. Vestida de un negro suntuoso, como de costumbre, aquel día lucía una joya curiosa: sobre un gran lazo de terciopelo negro cosido a un hombro, brillaban doce herretes de diamantes, soberbios y un poco provocadores.

El mariscal de Gramont, que había obtenido, no sin trabajo, permiso para escoltar a Madame de Fontsomme, tragó saliva, estupefacto.

— ¡De modo que aún los conservaba! -murmuró para sí-. No lo habría creído…

— ¿De qué habláis? -preguntó Sylvie.

— De los herretes que la reina madre lleva en el hombro.

— ¡Vaya, es verdad! Los he visto muchas veces en sus joyeros. Es verdad que están un poco pasados de moda, salvo quizá para los hombres.

— Preguntadme más bien por qué razón los lleva hoy, y os contestaré: en honor del joven duque de Buckingham…

— Pero… ¿por qué?

— ¡ Ah, sois demasiado joven para haber conocido esa asombrosa historia! Vamos antes a felicitar a Monsieur d'Artagnan, que viste por primera vez su uniforme de capitán de los mosqueteros.

El oficial estaba magnífico con su casaca roja con bordados de oro, la llevaba con una desenvoltura perfecta que no dejaba adivinar que había soñado con ella durante treinta años. Recostado contra una de las puertas de la amplia sala, cruzados los brazos, parecía contemplar el vistoso espectáculo, pero un observador atento se habría dado cuenta de que en realidad miraba a Ana de Austria, y que una lágrima brillaba en sus ojos oscuros.

Gramont era al parecer ese observador, porque se detuvo a unos pasos del capitán.

— Luego le saludaremos. Ahora dejémosle con sus emociones.

Esa prueba de delicadeza conmovió a Sylvie más que las incesantes declaraciones de su enamorado. Con un gesto espontáneo, deslizó su brazo en el del militar, lo que pareció colmarle de gozo.

— Contadme esa historia, querido duque.

El vano de una ventana -ese refugio propicio a los apartes cortesanos- les acogió, y Gramont le relató lo que para muchos era una leyenda, y para algunos iniciados la verdad pura y simple: Buckingham padre, perdidamente enamorado de la reina de Francia, había forzado a su soberano, Carlos I, a confiarle una última embajada, y en aquella ocasión Ana de Austria le había entregado como recuerdo los herretes, regalo de su esposo. Richelieu se enteró por sus espías de la historia y encargó a una de sus agentes inglesas, lady Carlisle, que robara uno de los herretes y se lo hiciera llegar. Después se había quejado bonachonamente a Luis XIII de que la reina no lucía nunca un regalo que tan bien le sentaba. El rey no necesitó más para exigir de su mujer que llevase en una fiesta próxima lo que ya no estaba en su poder. Fue entonces cuando un hombre leal, con la ayuda de algunos amigos, fue, poniendo en riesgo su vida, a pedir al duque la devolución de los malhadados herretes, y había tenido la fortuna de entregarlos a tiempo, después de que Buckingham mandara rehacer el herrete robado…

— Ese hombre era D'Artagnan -concluyó Gramont-. Y también es un antiguo amigo mío. No es de extrañar que se emocione al volver a ver esas joyas que le traen tantos recuerdos…

— La reina debió de agradecérselo… regiamente.

— Le regaló su retrato, que él considera su tesoro más preciado después de su espada, pero que le causa muchos problemas con su mujer.

— ¿Está casado?

— Hace unos meses se casó con una viuda bastante guapa y muy rica, pero que le está haciendo la vida imposible. En primer lugar es una beata que salta del lecho conyugal después de cada efusión para pedir perdón a Dios por lo que considera un pecado horrible, y además es tan celosa que no tolera que el retrato de la reina esté colgado en la habitación de su esposo.

Sylvie no pudo evitar una carcajada, y el mariscal añadió:

— ¡No os riáis, por favor, es un caso grave de desavenencia! Y esta noche debe de estar como loca al saber que él ha venido aquí.

— ¿Por qué no le acompaña?

— Está encinta, pero de todas maneras detesta la corte, que considera el colmo de la perversión…

D'Artagnan, mientras tanto, se había dado cuenta de la presencia de la pareja y adivinado que hablaban de él. Se acercó y saludó a Sylvie como una persona feliz por el encuentro.

— Es una alegría volver a veros, señora duquesa. No se me ha olvidado la aventura que corrimos juntos… ni la gratitud que os debo.

— ¿Una aventura? ¿Gratitud? ¿Y yo sin saber nada? -se indignó el mariscal, presa de un ligero ataque de celos.

— Os lo tengo que contar, amigo mío. La señora duquesa es una mujer asombrosa…

— ¿Qué ha sido de nuestro… protegido?

— ¿Saint-Mars? Es brigadier, y ahora lleva una vida de total austeridad. ¡Es íntimo de Colbert, con eso está todo dicho!

— A propósito de amistades -sonrió Sylvie-, ¿me concederéis la vuestra, Monsieur d'Artagnan? El hôtel de Fontsomme no está lejos de aquí, y en él seréis siempre bien recibido…

Con un brillo de alegría en la mirada, el mosquetero se inclinó hacia la mano que se le tendía.

— No hay cuidado de que olvide esa invitación. ¡Gracias, señora duquesa! En lo que se refiere a mi amistad y respeto, son vuestros desde hace mucho tiempo… ¡Oh, os pido excusas! El rey me llama.

La mirada de águila del oficial, acostumbrado a leer en las fisonomías, había atrapado al vuelo un gesto de Luis XIV. Se apresuró a acudir a su lado.

— Me pregunto -gruñó el mariscal- si he hecho bien al acercarme a hablarle. Ese hombre es capaz de asediaros…

— Nadie puede asediarme, como vos decís, si yo me opongo. Deberíais saberlo mejor que nadie, querido mariscal.

La fiesta acabó aquella noche antes de lo previsto. En Vincennes, el cardenal se había sentido lo bastante mal para enviar recado al rey pidiéndole que fuera a verle. Este decidió de inmediato que, desde la mañana del día siguiente, la corte se trasladaría al pabellón del Rey a fin de acompañar al cardenal hasta su última hora. Para Sylvie, eso significaba instalarse con su familia en Conflans para estar más cerca y poder cumplir con su servicio.

El joven Philippe se declaró encantado: le gustaba Conflans casi tanto como Fontsomme, y Sylvie se alegró de poder ver de nuevo a sus amigas Madame de Senecey y Madame du Plessis-Belliére. La única que protestó fue Marie:

— Pero ¿y las bodas, entonces? ¿Hasta cuándo se retrasarán?

— Si el cardenal empeora, será imposible fijar una fecha. La reina Enriqueta y su hija se quedarán en el Louvre, y Monsieur en sus aposentos de las Tullerías para estar más cerca de ellas. El resto de la corte se va con el rey. Ten paciencia -añadió en un tono más suave, al ver la decepción en aquella bonita cara-. Seguramente el retraso no será muy grande.

— Sí, pero si muere mañana habrá seguramente luto oficial.

— Creo que sí, pero como no se trata de un miembro de la familia, el luto será corto. Monsieur no querrá esperar durante meses.

Por la mañana, mientras cargaban en los coches el equipaje personal indispensable -a Madame de Fontsomme le horrorizaban las mudanzas perpetuas, y sus distintas residencias estaban siempre dispuestas para acogerla-, llegó un mensajero de Nicolas Fouquet con una nota escrita que contenía sólo tres frases, ¡pero qué reconfortantes!: «Vuestro atormentador está en la Bastilla. Yo cuidaré de que siga allí. Beso vuestra preciosa mano…»Aquella mañana hacía un tiempo horroroso -lluvia y viento mezclados-, pero Sylvie se sintió de repente tan ligera como bajo un alegre sol de primavera.

— ¡Dios sea alabado! ¡Por fin vamos a respirar! -dijo, al tiempo que tendía la carta a Perceval, que la leyó de una sola ojeada.

— No sé cómo lo ha conseguido nuestro amigo, pero en cualquier caso es una gran cosa ser procurador general del Parlamento.

— ¡A la espera de convertirse en primer ministro, figuraos! Ah, querido padrino, no imagináis hasta qué punto me siento aliviada. La pesadilla se disipa.

En aquel momento Philippe, acompañado por el abate de Résigny, salía de la casa para montar a caballo -se consideraba demasiado mayor para viajar en carroza como un bebé-, y Sylvie corrió hacia él, lo tomó en sus brazos y lo estrechó contra su pecho sin consideración hacia el hermoso sombrero con plumas del que tan orgulloso estaba él.

— ¡Madre! -protestó él, atrapando al vuelo el sombrero antes de que cayera al suelo-. ¿Y mi dignidad? -Y enseguida, repentinamente inquieto, añadió-: ¿Es que no os acompaño? ¿Os estáis despidiendo de mí?

— No, hijo mío. Es sólo que me han venido unas ganas enormes de darte un abrazo. ¡Eres el caballero más guapo que jamás he visto!

— ¡ Ah, eso me gusta más!

La pequeña escena hizo sonreír a Perceval, pero de Marie sólo obtuvo un encogimiento de hombros ofendido. Instalada ya en la carroza, arrebujada en una manta con forro de piel que sólo dejaba asomar la punta de su nariz, toda su actitud expresaba reprobación y un odio indiscriminado a todo el mundo: a la mañana lluviosa, a Conflans, de donde nadie se había preocupado siquiera de saber si el Sena había invadido los jardines, a la familia al completo incluida su madre, al palacio de Vincennes donde Monsieur de Beaufort no ponía nunca los pies porque estaba demasiado cerca del torreón en que había languidecido durante cinco largos años, ¡y sobre todo al cardenal Mazarino por su poca oportunidad para elegir el momento de dejar este mundo!

El todopoderoso ministro no había entrado en la agonía, como lo dejaba suponer su llamada al rey. Simplemente, al saber por los médicos que le quedaba ya poco tiempo, había querido aprovecharlo para dar al joven soberano todos los consejos dictados por una larga experiencia en los asuntos del reino. Durante quince días, en el silencio de su habitación vigilada por el fiel Bernouin y por dos suizos que prohibían el acceso incluso al médico, aquel hombre de cincuenta y ocho años roído por la enfermedad tanto como por el trabajo agotador que llevaba a cabo desde hacía ya tantos años, dictó para los oídos atentos del monarca lo que podía llamarse su testamento político, acompañado de algunos consejos de carácter más secreto cuyos efectos no iban a tardar en verse. A la sombra de los cortinajes de color púrpura, el moribundo de rostro maquillado para intentar ocultar los estragos de la enfermedad dejó caer palabras preñadas de consecuencias, que para algunos habían de resultar más pesadas que la losa de una tumba. Palabras que tenían bien poco que ver con la caridad cristiana que se espera de un hombre próximo a comparecer ante su Creador, pero que Luis XIV escuchó con interés. Para terminar, Mazarino dijo a su rey que le legaba su inmensa fortuna, palabras acompañadas por una expresión que fustigó el orgullo del joven soberano: éste se negó a despojar a la familia de su ministro, por más fuerte que resultara la tentación para un muchacho que hasta ese momento había recibido únicamente la estricta porción congrua o legítima de las herencias. Entonces Mazarino, aliviado, dio un último consejo…

En todo el castillo, alrededor de aquella habitación cerrada, florecían las esperanzas y se desataban las ambiciones. Fouquet pasaba horas en compañía de la reina madre, de la que no ignoraba que era su apoyo más firme; Colbert patrullaba sin cesar por las antecámaras del moribundo, armado de informes que esperaba tener aún tiempo de presentar; el canciller Séguier no conseguía ocultar sus esperanzas de acceder al puesto supremo; la bella Olympe de Soissons se veía ya, como favorita declarada, reinando tanto sobre los sentidos del soberano como sobre los asuntos del reino; únicamente la joven reina rezaba, pero sus damas habían descubierto muy pronto que, de todas maneras, rezaba siempre muchísimo y que, aparte de la pasión que sentía por su esposo, apenas se dedicaba más que a dos actividades: el servicio de Dios y el juego. O mejor dicho, los juegos, y de preferencia con apuestas de dinero. Como nunca los había practicado en el palacio de su padre, ahora se había volcado en ellos con un entusiasmo que le costaba muy caro.

Finalmente, el acontecimiento tan esperado se produjo. En la noche del 8 al 9 de marzo, hacia las cuatro de la madrugada, el rey, que dormía al lado de la reina, fue despertado por Pierrette Dufour, una camarera de María Teresa a la que había encargado prevenirle en caso de que se produjera la muerte: el cardenal había exhalado su último suspiro entre las dos y las tres. Sin despertar a su esposa, se levantó, se vistió rápidamente y fue a la cámara mortuoria; allí encontró al mariscal de Gramont, al que abrazó llorando.

— Hemos perdido un buen amigo -le dijo.

Ordenó de inmediato luto de negro, como para un miembro de su familia; lloró mucho, al contrario que su madre, que apenas derramó alguna lágrima; y pocas horas más tarde regresó a París, donde había convocado consejo para el día siguiente. Detrás de él, el castillo de Vincennes se vació como por ensalmo, dejando al difunto en la total soledad de aquellos de quienes ya nada se espera.


El día siguiente, a las siete de la mañana, el Consejo se reunió en el Louvre, en la sala habitual. Entre ministros y secretarios de Estado, eran siete los reunidos en torno al canciller Séguier, que se daba más importancia que nunca y, desde lo alto de su majestad, lanzaba miradas irónicas al superintendente de las Finanzas, que las desdeñaba olímpicamente. Elegante como de costumbre, impecablemente vestido a pesar de lo temprano de la hora, Fouquet parecía sin embargo más distante de lo habitual y miraba por una ventana el Sena, cubierto por una niebla que no dejaba ver la otra orilla.

Llegó el rey vestido de negro, y cada cual, después de saludarle, se dirigió a su asiento, pero Luis XIV permaneció de pie, lo que obligó a los demás a imitarle. De inmediato se volvió hacia el canciller y le dirigió una mirada bajo la cual éste fue perdiendo poco a poco su soberbia: la mirada de un amo. Y cuando su voz se elevó, también el tono era nuevo.

— Señor -le dijo-, os he convocado aquí junto a mis ministros y mis secretarios de Estado para deciros que, hasta el día de hoy, he tenido a bien dejar que el difunto señor cardenal gobernara mis asuntos. Es hora de que los gobierne yo mismo. Vos me ayudaréis con vuestros consejos cuando os los solicite. Aparte de los asuntos corrientes del sello, en los que no tengo intención de hacer ningún cambio, os ruego y ordeno, señor canciller, que no selléis nada sino por orden mía y sin haber hablado antes conmigo, a menos que un secretario de Estado os transmita las órdenes de mi parte. Y a vosotros, mis secretarios de Estado, os ordeno no firmar nada, ni siquiera un salvoconducto o un pasaporte, sin una orden mía… A vos, señor superintendente, os ruego que os sirváis de Colbert, a quien el difunto señor cardenal me ha recomendado. [16] En cuanto a Lionne, puede estar seguro de mi afecto. Estoy contento de sus servicios.

El discurso cayó como una bomba. Los siete hombres reunidos en torno a la larga mesa no daban crédito a sus oídos. ¡No habría primer ministro! ¡Un Consejo reducido a dar su opinión «cuando se le solicitase»! Y en cuanto a la frase sobre Hugues de Lionne, el encargado de Asuntos Extranjeros, sugería claramente que, si estaba contento con él, es que lo estaba menos con los demás. El canciller Séguier se sintió ligeramente enfermo y volvió pronto a su domicilio, a calentarse entre sus libros y sus riquezas. Fouquet corrió a los aposentos de la reina madre y esperó pacientemente a que se levantara para contarle lo ocurrido. Ella no le dio importancia.

— Quiere hacerse el competente -dijo con un encogimiento de hombros-, pero es demasiado aficionado a la buena vida. Ese hermoso interés por el trabajo no resistirá mucho tiempo, ahora que el cardenal ya no está para mantener apretados los cordones de la bolsa…

¡Era la evidencia misma! Y Fouquet se volvió a Saint-Mandé completamente tranquilizado.

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