13. Una fortaleza en los Alpes

Aquella noche, mucho después de que todos se hubieran retirado, Sylvie seguía con los ojos abiertos de par en par, reflexionando sobre lo que acababa de oír y reuniendo fragmentos de recuerdos antiguos o más recientes como si fueran las piezas de un solitario. El silencio de la casa, que la envolvía como un refugio lleno de serenidad, favorecía ese ejercicio, porque nunca había sentido tal clarividencia. Todo se ajustaba siguiendo una lógica implacable, desde las noches del Val-de-Grâce [38] hasta la reciente aventura de Philippe, tan incomprensible para quien no conociera el pesado secreto que gravitaba sobre la casa de Borbón. El Rey Cristianísimo podía esperar de los azares de la guerra la liberación de un lazo de parentesco que se había convertido para él en una pesadilla, pero la ley de Dios le prohibía, so pena de condenación eterna, ordenar de manera directa o indirecta la muerte de su padre. Incluso un «accidente» durante el viaje sería una mancha infamante: ¡no es posible hacer trampas con el Todopoderoso! La única solución era hacerlo pasar por muerto, apoderarse de su persona y encerrarlo en un lugar tan secreto, tan apartado del mundo que a nadie se le ocurriría buscarlo allí. ¡Todo se explicaba, incluso la máscara! No había un rostro más conocido, más popular en Francia, que el del duque de Beaufort, príncipe de Martigues, Rey de Les Halles, almirante de Francia… Y eligió Pignerol, el torreón del fin del mundo donde languidecía Fouquet, al que Luis XIV consideraba su peor enemigo. ¡Qué elección tan reveladora de los sentimientos profundos de aquel joven! Encerraba allí a quienes habían incurrido en su odio.

Ahora bien, en aquella prisión en medio de las nieves, ante la que cualquier otra mujer en su situación se habría abandonado a la desesperación, Sylvie, en cambio, veía una oportunidad excepcional. Disponía de un triunfo y decidió jugarlo. Cuando hubo cantado el primer gallo del pueblo de Charonne, seguido de inmediato por el de los monjes de Saint-Antoine, Sylvie se palpó el costado aún dolorido, se sentó en la cama y luego se puso en pie con mucho cuidado. Era más fácil de lo que había pensado. A pesar de la noche en blanco, no tenía fiebre y se sentía casi bien. Lo suficiente, en cualquier caso, para ir hasta el escritorio florentino de concha, marfil y plata, regalo de la duquesa de Vendôme con ocasión de su boda, y que la acompañaba siempre en sus distintas residencias. Al abrirlo, dejó al descubierto una serie de cajoncitos que encuadraban un hueco central en el que había colocada una estatuilla de la Virgen, de marfil. Se santiguó, apartó la estatuilla y apretó el resorte de un cajón secreto. Había llegado el momento de utilizar cierto papel que guardaba allí desde hacía diez años sin imaginar que un día habría de serle útil. Lo releyó despacio y luego, después de encender un candelabro en su lamparilla de aceite, fue a llamar con sigilo a la puerta de su padrino, que le abrió enseguida.

Perceval llevaba puesto un camisón, pero el humo que llenaba la habitación revelaba que tampoco él había dormido. La visita de Sylvie no le sorprendió. Su mirada fue del rostro de ella, aún pálido pero resuelto, al documento que mostraba en la mano. Luego sonrió.

— Me preguntaba si pensarías en ello -dijo, apartándose para dejarla entrar.


Al amanecer del día siguiente, Philippe partió para Pignerol con instrucciones precisas.

— Me reuniré contigo dentro de dos meses, aproximadamente -le había dicho su madre.

Perceval la corrigió de inmediato.

— ¡«Nos» reuniremos! No pensarás, querida, que voy a dejarte rodar por los caminos sola en pleno invierno. Puede que esté viejo, pero aún soy capaz de aguantar de pie.

— Preferiría que os quedarais con Marie, ya que Corentin sigue montando la guardia en Fontsomme, donde, a Dios gracias, el rey no ha nombrado aún titular.

— Marie se pasa la vida esperando cartas de Inglaterra. Las esperará igual de bien en casa de su madrina, que se siente un poco sola en Nanteuil-le-Haudouin. ¡Yo te acompaño!

Los dos estaban tan decididos que la interesada, cuando la informaron de sus planes, no puso ninguna objeción. Sabía que su madre iba a correr una aventura peligrosa y no quiso ser para ella un estorbo de ninguna clase. Además, quería mucho a Madame de Schomberg. En ningún sitio mejor que junto a la ex Marie de Hautefort, con su carácter templado, podía esperar el regreso de sus queridos aventureros y el resultado de su empresa. Cuando la angustia se comparte, resulta menos agobiante.

Durante el mes siguiente, Sylvie se cuidó lo mejor que pudo, puso en orden sus asuntos en previsión de que le ocurriera alguna desgracia, y escribió algunas cartas, entre ellas una al rey y otra a sus hijos. Las confió a Corentin, que Perceval había mandado a buscar. Finalmente todo estuvo dispuesto, y el sábado 14 de noviembre, de madrugada, los dos viajeros, después de despedirse de Jeannette, a la que Sylvie se había negado a llevar consigo, dejaron la Rue des Tournelles para emprender un camino que había de durar tres largas semanas.


En los confines del reino y en el flanco italiano de los Alpes, la gigantesca ciudadela de Pignerol dominaba la pequeña aldea triste y la entrada del valle del Chisone, y parecía lo que era exactamente: el entrecejo fruncido de Francia dirigido hacia el ducado de Saboya-Piamonte, cuya capital era entonces Turín. Por el tratado de Cherasco, en 1631, Richelieu había obtenido aquella plaza fuerte colgada del flanco del reino, una atalaya de vigilancia desde la que se controlaba la carretera de Turín; y la había fortificado como correspondía a su importancia estratégica.

A medida que se aproximaban, los viajeros descubrían con un estremecimiento de temor el perfil roto de los formidables bastiones de piedra rojiza. En medio de ellos se alzaba el «castillo», construido en el mismo estilo de la Bastilla: un rectángulo almenado, reforzado en las esquinas por gruesas torres circulares y dominado por el torreón propiamente dicho, esbelto en comparación con el resto de las construcciones pero tan alto que parecía un dedo amenazador dirigido contra el cielo. La primera impresión era siniestra: ¡al lado de aquella prisión del fin del mundo, Vincennes o la Bastilla parecían risueñas residencias campestres! Las placas de nieve adheridas a las rocas, las nubes bajas de un feo gris amarillento que anunciaba nuevas nevadas, y el frío reinante, aumentaban la impresión de desolación. Bajo el montón de pieles con que Perceval la había abrigado, Sylvie se estremeció. Su pensamiento se dividió entre el hombre al que amaba y que habían traído desde tan lejos para sepultarlo en este lugar de desesperación, y el encantador y delicado Fouquet, sin duda el ser más refinado del mundo, acurrucado allí, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. La impresión fue tan fuerte que hizo vacilar la convicción que la sostenía desde su partida: ¿era verdaderamente posible sacar a un ser humano de aquella trampa de piedra?

— No es el momento de acobardarse -dijo Perceval, que había seguido sin dificultad la dirección de su pensamiento-. Cada día tiene su afán, y algo me dice que se nos presenta un primer problema…

Los dos caballos enganchados al carruaje acababan de subir la rampa que llevaba a la entrada de la pequeña ciudad montañesa, encerrada entre unas murallas recientes. Se adentraron por las callejuelas estrechas y oscuras, parecidas a grietas abiertas entre las altas casas de techumbres rojas, y desembocaron en una plaza ocupada en su mayor parte por una bella iglesia ojival flanqueada por un campanile: el Duomo. Frente a él se abría el albergue cuidadosamente descrito por Philippe, donde habían acordado reunirse con él y con Pierre de Ganseville… Y Sylvie advirtió de inmediato el problema anunciado por Raguenel: delante del albergue vio caballos negros, mantas de silla de color rojo, túnicas azules con cruces flordelisadas bordadas en blanco y oro.

— ¡Mosqueteros! -susurró aterrada.

— Me había parecido ver uno en una calle transversal -suspiró Perceval-, pero esperaba haberme equivocado.

— ¿Qué querrá decir eso? ¿No estará el rey aquí?

— ¡Seguro que no! Apostaría que han venido a acompañar a algún preso ilustre. Acuérdate de que fueron ellos quienes trajeron a Fouquet.

— ¿No vendrán a buscar a otro para llevárselo a un lugar distinto? -murmuró Sylvie con un hilo de voz-. Dios mío, ¿qué vamos a hacer?

Con un movimiento instintivo, se asomó para ordenar a Grégoire que diera media vuelta. Perceval se lo impidió.

— Sería el medio más seguro de atraer la atención sobre nosotros, y no hay ninguna razón para asustarse. Recuerda que somos honrados viajeros, peregrinos y nada más. Cae la noche, hace frío y vamos a hacer un alto en el camino.

En efecto, los soldados, que habían desmontado, se apartaban con toda naturalidad para dejar paso al coche, ante los gritos imperiosos de Grégoire: «¡Paso, señores mosqueteros! ¡Paso!»

— ¡Misericordia! -gimió Sylvie-. ¡Se cree todavía en Saint-Germain o en Fontainebleau!

Y así lo parecía. No sólo obedecieron los interpelados, sino que uno de ellos, al ver en la ventanilla una silueta femenina, llevó su galantería hasta el extremo de abrir la portezuela y presentar su mano enguantada. Fue preciso aceptar, darle las gracias con una sonrisa y dejarse conducir hasta la puerta, en la que el posadero acababa de aparecer y saludaba con el respeto al que invita una cómoda carroza de viaje, incluso cubierta de barro. Fue entonces cuando Sylvie vio confirmados sus vagos temores y sintió desplomarse el cielo sobre su cabeza: detrás del hombre del delantal blanco apareció D'Artagnan en persona, bloqueando la entrada. Imposible escapar. Por lo demás, ya la había reconocido y su rostro se iluminó: empujó al posadero para precipitarse hacia ella:

— ¡Mi bella duquesa! -exclamó, utilizando en su alegría el apelativo del que se servía cuando pensaba en ella, si no la llamaba entonces sencillamente Sylvie-. ¡Qué maravilla veros aparecer en este rincón perdido! Entrad, venid aprisa a calentaros. ¡Estáis helada…!

Había tomado su mano y le quitó el guante para besar sus dedos y retenerlos después en su mano. ¿Cómo decirle que su aparición helaba a Sylvie más aún que la temperatura exterior? Arrastrada por él, se encontró delante de una gran chimenea en la que se asaban un cordero entero y cuatro pollos.

— ¡Por piedad! -murmuró cuando él abría ya la boca para llamar al posadero-. Olvidad a la duquesa y acordaos de que estoy exiliada. Viajo con un nombre falso.

— ¡Dios, qué animal soy! ¡Pero me siento tan feliz! Perdonad el trompeteo de mi facundia gascona… Pero a propósito, ¿adónde os dirigís con este tiempo?

Perceval se encargó de la respuesta:

— A Turín.

— ¿Huís de Francia?

— No. Somos simples peregrinos que vamos a rezar ante el Santísimo Sudario de Nuestro Señor. Mi ahijada espera aún obtener el regreso de su hijo, porque se resiste a aceptar su muerte. Pero ¿y vos? ¿A qué feliz casualidad debemos este encuentro?

Antes de contestar, D'Artagnan acomodó a Sylvie junto al fuego y reclamó vino caliente para los viajeros; por fin dijo con un encogimiento de hombros:

— Otra de esas malditas comisiones que detesto: acabo de hacer entrega al señor de Saint-Mars de un nuevo recluso. Es uno de vuestros amigos.

— ¿Quién?

— El joven Lauzun… No -se apresuró a añadir ante el brusco sobresalto de Sylvie, que estuvo a punto de volcar su vaso-, no es por haber despachado al triste caballerete con el que querían obligar a vuestra hija a casarse, pero de todos modos ha sido por una historia de matrimonio. En los últimos tiempos no se hablaba en la corte de otra cosa que de su próxima boda con Mademoiselle.

— En efecto, ha dado mucho que hablar según Madame de Motteville, a la que el asunto divertía mucho, aunque también la escandalizaba un tanto.

— Otros se han escandalizado aún más, y entre ellos la reina y Madame de Montespan, que por una vez han estado de acuerdo. El caso es que la antevíspera de la boda, cuando todo estaba dispuesto para la entrada triunfal del «señor duque de Montpensier» en el palacio del Luxembourg, el rey, que había dado su palabra, la retiró. Mademoiselle estaba desesperada, y Lauzun, siempre tan quisquilloso, se tomó muy a mal el naufragio de sus sueños. Tuvo una escena violenta con el rey, después de la cual rompió su espada y poco menos que la arrojó a la cara de Su Majestad. Fue arrestado al instante. Ahora está ahí dentro -añadió indicando con un gesto la dirección de la fortaleza-, un poco arrepentido, supongo, ¡pero me temo que tiene para bastante tiempo! Y yo, por mucho que me pese, tendré que volver allí para cenar con Saint-Mars mientras mis hombres banquetean aquí con los oficiales de Monsieur de Rissan. [39]

— ¡Pobre Lauzun! -suspiró Sylvie con una amargura que no intentó disimular-. Sin embargo, tendría que saber que es malsano discutir con el rey, sobre todo cuando éste no tiene la razón. ¡Palabra de rey no se retira!

— Bien lo habéis experimentado, mi pobre amiga. Pero sabed que no descansaré hasta que vuestra orden de exilio, tan incomprensible, sea retirada. ¡Deseo tanto volver a veros en la corte!

— No tengo el menor deseo de volver. ¡Por piedad, dejadme vivir en la oscuridad! Es posible, por otra parte, que la desee aún más completa y busque el refugio final de un convento.

— ¡Oh, no! ¡Vos no! Os moriríais de aburrimiento. Y además, sois demasiado joven…

— ¿Demasiado joven cuando me acerco ya a la cincuentena? ¡Siempre tan galante, amigo mío!

— ¿Por qué no llamarme adulador? Pero soy todo lo que queráis menos eso. Si digo que sois joven, es porque lo pienso. ¡Miraos en un espejo!

Dos hombres entraron en la sala: Philippe y Pierre de Ganseville. Una ojeada les bastó para apreciar la situación, de modo que se dirigieron a una mesa un poco alejada sin parecer interesados en lo que pasaba.

— Volviendo a Lauzun -dijo Perceval, que acababa de tener una idea-, ¿no sería posible hacerle una visita para consolarlo? Madame de Raguenel y yo -en el pasaporte que había obtenido, había hecho constar a Sylvie como su sobrina- le debemos tanto… No está incomunicado, ¿verdad?

— No lo creo. Me parece incluso que le tratan bastante bien… Hablaré enseguida con Saint-Mars, pero con una condición.

— ¿Cuál?

— Que una vez allí, no pidáis el mismo favor para Monsieur Fouquet. Sé cuánto le queríais, pero él sí está incomunicado.

— Os doy mi palabra -dijo Sylvie-. ¡Sería tan gentil por vuestra parte conseguirnos ese favor! Marie, que se casará muy pronto con su enamorado, le debe su felicidad…

— Haré lo que pueda.

Tomó la mano de Sylvie, la besó bastante más tiempo del exigido por la cortesía, y se retiró con la promesa de volver por la mañana, bien para escoltar a sus amigos hasta los dominios de Saint-Mars, o bien para despedirles en su viaje a Turín antes de tomar él mismo el camino de París. Ellos le siguieron con la mirada y le vieron decir algunas palabras a su brigadier antes de abandonar la sala.

— ¡Mañana por la mañana, querida, estarás indispuesta! -murmuró Perceval-. Tu enamorado no tendrá el placer de llevarte a la casa del gobernador, ni tampoco de escoltarte un trecho en dirección a Turín.

— ¿Y si decide esperar mi curación?

— Sería de temer si estuviera solo, pero es un soldado; es muy estricto con la disciplina, y no puede por su conveniencia personal inmovilizar aquí a cuarenta mosqueteros. Vamos a pedir habitaciones y a hacer que nos suban la cena.

Acompañados por la esposa del posadero subieron la escalera empinada que conducía al piso superior, cuidando de no intercambiar miradas con los dos hombres que bebían vino en la mesa del rincón. Al pasar cerca de ellos, el caballero de Raguenel preguntó negligentemente a la posadera qué habitaciones les destinaba.

— La primera y la segunda a mano derecha -respondió la mujer.

Philippe sonrió para sus adentros. Algo más tarde, después de la marcha de los comensales a sus acantonamientos en la ciudadela, fue a llamar a la puerta más próxima a la escalera, la de Perceval.

— Hace dos días que estamos con el alma en vilo -cuchicheó-. ¿Imagináis lo que hemos pensado al ver llegar a los mosqueteros, y más aún al ver esta noche a D'Artagnan hablando con mi madre?

— ¡Tranquilízate! Hasta ahora todo va bien.

En pocas palabras, contó la conversación con el capitán y añadió que había que considerar afortunado aquel encuentro, porque iba a permitirles conseguir una visita a Saint-Mars sin tener que pedirla directamente. Philippe hizo una mueca.

— Precisamente esa entrevista es lo que me atormenta. ¿Tenéis idea del peligro que vais a correr?

— Quien no se arriesga no consigue nada, y tu madre está decidida a servirse del arma que posee. Acuérdate de lo que te contamos en París: hace diez años, en Saint-Jean-de-Luz, evitó que un mosquetero llamado Saint-Mars fuese ahorcado por ladrón. En agradecimiento él le escribió una carta en la que le hacía entrega de su vida y su honor en caso de que ella los necesitara. Ahora ella va a pedirle que pague aquella deuda.

— Un hombre cambia en diez años. Puede que el carcelero no estime suficiente esa deuda como contrapartida por la entrega de un prisionero de tanta importancia. Desde que está aquí, Ganseville ha considerado más prudente no alojarse en el albergue. Ha alquilado una casita en el pueblo, entre el antiguo palacio de los príncipes de Acaya y la iglesia de Saint-Maurice, que está en la parte alta. [40] Se ha hecho pasar por un descendiente de Villehardouin que desea escribir la historia del antiguo principado y busca documentos…

Las cejas de Perceval se alzaron hasta la mitad de la frente.

— ¿Cómo diablos se le ha ocurrido esa idea?

— Muy sencillo: desciende de Villehardouin por parte de madre. Se acordó cuando nos enseñaron el palacio. La idea de utilizar esa circunstancia se le ocurrió luego. Su presencia continua en el albergue habría podido atraer la atención, a la larga. En su casa está más libre y la gente le mira con más simpatía, lo que no le impide bajar al albergue todos los días a beber una jarra de vino, y a veces comer. Desde hace varias semanas corre el rumor de que hay un preso tan importante que le obligan a llevar máscara. No puede quitársela bajo pena de muerte, no tiene derecho a hablar más que con el gobernador, y es éste en persona quien le lleva la comida y todo lo que necesita; pero sí tiene derecho a la ropa blanca más fina, a las viandas más exquisitas…

— ¿Alguien ha hecho alguna suposición sobre su nombre y su persona?

— Todavía no, pero la gente se hace preguntas, lejos de los oídos de los soldados. Ésa es la situación, querido «padrino». Eso no nos ha impedido seguir adelante con los preparativos que decidimos en París: en casa de Ganseville tenemos caballos, y he comprado una barca que nos espera en el puerto de Mentón.

— ¿Por qué lo has hecho si piensas que es trabajo perdido?

— Nunca he dicho eso. He dicho que Saint-Mars puede preferir morir antes que soltar a ese prisionero, cuya desaparición no podría explicar. Sin embargo, hay una solución que la máscara hace posible: Ganseville está dispuesto a ocupar su lugar…

— ¿Ocupar su lugar?

— Si alguien puede hacerlo, es precisamente él. Tienen la misma edad, la misma estatura, casi el mismo color de cabello y los ojos azules; y como sólo puede acercarse a él el gobernador del castillo… Creo que es nuestra mejor oportunidad de llevar a buen fin el proyecto de mi madre.

La idea era tan generosa como genial. Perceval la admiró sin reservas, pero muy pronto su entusiasmo se esfumó.

— Tú que conoces tan bien a Beaufort, ¿cómo puedes creer que lo aceptará?

— Habrá que convencerle. Pierre está seguro de lograrlo. Y además, mi madre estará allí. A propósito, es indispensable que Ganseville la acompañe en vuestro lugar.

— ¿Quieres que la deje ir sola a esa trampa?

Philippe puso sus dos manos en los hombros de su viejo amigo, cuya súbita tristeza le conmovía.

— No estará sola, y Ganseville se haría matar por defenderla. Además, ¡perdonadme!, es más joven que vos… y mucho más experimentado con las armas.

— Imposible decir con más gracia que soy un viejo inútil -gruñó, al tiempo que sacudía los hombros para soltarse de aquel abrazo consolador-. Pero en el fondo tienes razón… A propósito, ¿tú dónde te alojas?

— Aquí, por supuesto, pero no de manera estable. Me muevo bastante por la región y la gente cree que he conocido aquí a Ganseville… Ahora intentad dormir. Yo voy a hacer lo mismo.

A la mañana siguiente, como habían acordado, Sylvie estaba enferma. Acurrucada en su cama bajo un montón de mantas y edredones, tosía sin parar cuando D'Artagnan se presentó en el albergue.

— La pobre señora ha cogido frío, seguro -le dijo la posadera, que se disponía a subir un cuenco de leche caliente-. Su señor tío está con ella.

El pliegue de preocupación entre las cejas del capitán se ahondó un poco más.

— Os sigo. Es preciso que hable al menos con él.

Perceval salió de la habitación, dejando a su pretendida sobrina en manos de la buena mujer, y llevó a D'Artagnan a su propio cuarto.

— No es razonable -le confió-. No cuida lo bastante de sí misma: este viaje, cuando se nos echa encima el frío, era una locura, pero no ha querido escucharme. Desde que estuvo tan enferma evito contrariarla…

— Si esperáis convencerla de que dé media vuelta, estáis muy equivocado. O la conozco muy mal o, si ha decidido ir a rezar delante del Santo Sudario, irá.

— ¡Oh, no lo dudo…! Y cambiando de tema, ¿podremos ver a Monsieur de Lauzun?

— Sí. Venía a deciros que Saint-Mars os recibiría esta noche hacia las nueve. No os oculto que no ha sido fácil. Nunca he conocido a un hombre más pusilánime ni más inquieto. Da la impresión de estar sentado encima de un barril de pólvora. No sé a qué puede deberse. Es decididamente ridículo. Sea como fuere lo he conseguido, pero he tenido que desvelar el incógnito de la duquesa. Ha admitido que le debía algo…

— ¿Algo? -dijo en tono desdeñoso Raguenel-. Es valorar en muy poco su honor y su vida.

— Es lo que le he dicho, pero qué queréis, ya no es mosquetero. Sólo un carcelero. Y un carcelero muy bien pagado: eso hace que un hombre cambie… Bueno, voy a anunciarle la indisposición de la duquesa y a decirle que la visita queda aplazada. De todas maneras, me quedaré aquí hasta que hayáis visto a Lauzun.

De repente, Perceval sintió tanto calor como Sylvie en su cama.

— Pero ¿vuestras órdenes, vuestros hombres…?

— Cahuzac, mi brigadier, se pondrá en camino con ellos. Yo les alcanzaré más tarde.

Era lo último que deseaba Perceval, y poco faltó para que empezara a gritar «¡Socorro!». Sin embargo, se dominó lo suficiente para reaccionar de la forma más conveniente. Su rostro se transformó en un poema de serenidad y caridad cristiana, mientras colocaba una mano afectuosa en el hombro del mosquetero.

— No, amigo mío. No podemos aceptar que por nuestra culpa os metáis en un mal paso. Ya habéis hecho mucho al obtener de Saint-Mars que nos permita abrazar al querido Lauzun. Mi ahijada no querrá que hagáis más…

— Haría mucho más por Madame de Fontsomme. Me disgusta dejarla abandonada y enferma en medio de estas montañas hostiles.

— ¿No confiáis en mí? -repuso Perceval con aire ofendido-. Tengo conocimientos de medicina, y puedo aseguraros que pronto estará repuesta. La peregrinación hará el resto, y luego nos volveremos prudentemente a París.

— ¡No veáis una ofensa en mis palabras, caballero! Sé muy bien que cuidáis de ella como un padre. Pues bien, vendré enseguida a despedirme de ella… ¡Ah, no olvidemos esto! El salvoconducto para entrar en el castillo; sin él, ni siquiera cruzaríais el recinto exterior. Voy a prevenir a Saint-Mars y vuelvo…

El susto había sido tan grande que Perceval tuvo que sentarse antes de ir a informar a Sylvie. Ella le animó.

— ¡Ese querido amigo! -añadió con un suspiro enternecido-. Nos asustó cuando le vimos aquí, pero hay que reconocer que nos ha ayudado mucho sin saberlo. Su salvoconducto no tiene precio. Bien valía un rato de angustia, y habéis sabido encontrar las palabras justas.

Su agradecimiento, y también la profunda amistad que le profesaba, hicieron que Sylvie se comportara de una forma encantadora con el capitán, cuando vino a saludarla antes de partir. Le prometió que rezaría por él en Turín, pero no dejó de sentir un inmenso alivio cuando oyó el ruido de los caballos alejarse por el camino de la montaña, y finalmente extinguirse. El tiempo frío, pero sin exageración, se había aclarado durante la noche. Podía suponerse que los mosqueteros no encontrarían obstáculos en su viaje… Ahora sólo faltaba esperar con paciencia en la habitación del albergue los tres días que se habían fijado como término para su enfermedad ficticia.

A primera hora de la tarde del cuarto, Sylvie y Perceval salieron ostensiblemente de Pignerol camino de Turín. Al cabo de un cuarto de legua, dejaron la carretera y siguieron un camino que cruzaba entre dos colinas hasta llegar a una granja en ruinas, descubierta tiempo atrás por Philippe y cuyo acceso había mostrado a Grégoire durante la «enfermedad» de su madre. Allí se encontraban Ganseville y Philippe, y allí esperaron la noche y la hora de ir a ver a Saint-Mars, al que durante la mañana Sylvie había hecho llegar una nota con su cochero, anunciándole su visita para la misma noche.

Sin duda, nunca se vació tan despacio el reloj de arena del tiempo. Las cinco personas reunidas estaban a la vez impacientes porque empezara la aventura, y conscientes de los peligros que comportaba. Todo iba a depender de la reacción de Saint-Mars. Si consideraba que su deuda con Sylvie quedaba pagada con una simple entrevista con un preso anodino, podía temerse cualquier cosa de él cuando supiera la finalidad real de la visita; y el caballero de Raguenel se esforzaba en ocultar el miedo creciente que le embargaba. Un miedo más agudo por el hecho de que él no iba a estar presente: sólo Pierre de Ganseville, representando su personaje, acompañaría a Madame de Fontsomme. Él y Philippe tendrían que esperar en aquellas ruinas el regreso del coche. ¡Si regresaba! Y no podía dar rienda suelta a su angustia porque sabía muy bien que sus compañeros estaban sintiendo lo mismo.

Dos de ellos, sin embargo, experimentaban optimismo: Sylvie primero, galvanizada por la idea de rescatar a aquel que nunca había dejado de amar. Y luego Pierre de Ganseville. Del hombre hundido en la desesperación y acosado por las ideas de suicidio que Philippe había encontrado en el Lacydon, no quedaba nada. La proximidad de la acción, la excitación ante el que probablemente iba a ser su último combate, le habían restituido no un coraje que formaba parte de su naturaleza, sino una vitalidad renovada. Hacía un momento, Sylvie le había abrazado espontáneamente, sin decir nada pero con lágrimas en los ojos, al encontrarse con él por primera vez, y él recuperó para ella su sonrisa de otra época.

— ¡No hay que llorar, señora duquesa! Nada puede hacerme más feliz que lo que vamos a hacer, si Dios quiere; y he rezado tanto que tengo plena confianza en Él.

— ¿Creéis sinceramente que monseñor aceptará dejaros en su lugar si conseguimos llegar hasta él?

— Tendrá que hacerlo, porque la vida de reclusión que me espera es la que yo habría elegido aunque él no existiese. Habría llorado a mi querida esposa en el más severo de los monasterios, a la espera de la hora de reunirme con ella. En la prisión de Pignerol sé que seré feliz, porque le sabré libre en la isla a la que queréis llevarle. También allí estará cautivo, pero en una celda más cómoda, y a la vista del mar…

No había nada que añadir.

Llegó por fin la noche y, con ella, el momento de ponerse en camino. Mientras Ganseville verificaba una vez más las armas que llevaba -dos pistolas y una daga además de su espada, todo ello escondido bajo su gran capa negra-, Sylvie abrazó a su hijo y a su padrino, rígidos por la no confesada angustia, obligándose a saludar su separación con un «hasta la vista» y no con un «adiós». Luego subió despacio al coche, y Ganseville la siguió.

Hicieron el camino en silencio. El tiempo seguía frío y seco, y la oscuridad no era total. La vista se acostumbraba con facilidad. De vez en cuando, Sylvie volvía la cabeza hacia su acompañante, que permanecía inmóvil. Únicamente un ligero movimiento de su boca revelaba que estaba rezando. Ella no quiso distraerle. A medida que se aproximaban, su corazón latía con más fuerza y sus manos cubiertas por los guantes se enfriaban.

Cuando, después de superar la rampa de acceso, se detuvieron en el primer puesto de guardia, ella no pudo evitar buscar la mano de su acompañante y estrecharla, mientras Grégoire presentaba el salvoconducto, que el oficial de servicio examinó a la luz de una linterna. Ganseville volvió la cabeza para mirarla y le sonrió con un aire tan animoso que ella se sintió mejor.

El soldado devolvió el documento, saludó y retrocedió. Grégoire arreó a los caballos. Hubo dos paradas más, y por fin entraron en el corazón del castillo, en el patio dominado por la vertiginosa silueta del torreón, muy por encima de las otras tres torres del recinto. Allí, un guardia tomó a su cargo a los visitantes y les acompañó a los aposentos del gobernador, que ocupaban un amplio espacio entre la capilla del castillo y la gran torre Sudeste. [41]

A Sylvie le habían producido una mala impresión las toscas construcciones medievales, pero vio con sorpresa que unas auténticas ventanas se abrían al valle y que las estancias contenían muebles hermosos dispuestos con un gusto que revelaba la presencia de una mano femenina. Recordó entonces que Saint-Mars estaba casado y que su esposa, hermana de la querida de Louvois, tenía fama de ser muy bella — ¡y también muy tonta!-, aunque no era Maitena Etcheverry, por la que tantas locuras había hecho en otra época el ex mosquetero. El guía dejó a los recién llegados en una habitación bastante pequeña y abarrotada de armarios y libros, en torno a una mesa de trabajo cargada de papeles. Frente a ella había dos sillas. Sylvie se sentó en una y Ganseville permaneció de pie. La espera fue corta. Se abrió una puerta, y entró Saint-Mars.

Había cambiado de manera notable en diez años. Más grueso -un caballero no se transforma impunemente en funcionario sedentario-, su rostro bien afeitado se había ensanchado; la peluca no permitía ver si su cabello blanqueaba, y los ojos grises, que Sylvie había visto cuajados de lágrimas, estaban ahora secos y duros como las piedras de la fortaleza. Sin embargo, dedicó a su visitante un recibimiento cortés, sonriente e incluso caluroso en la medida de lo posible, y se contentó con un saludo protocolario al falso Perceval. A Sylvie le dio la sensación de que le alegraba liquidar a un precio tan bajo su antigua deuda.

— ¡Quién habría dicho que nos veríamos de nuevo algún día, señora duquesa, en este lugar tan triste y después de tantos años!

¡-Diez exactamente. ¡No es tanto tiempo! Pero me alegra comprobar que no habéis olvidado nuestras… buenas relaciones de otra época.

— ¿Cómo podría hacerlo, cuando os debo tanto?

— ¡Oh, de manera muy sencilla! Vos…

— ¡Lo sé! Voy a dar órdenes para que hagan venir aquí a Monsieur de Lauzun, vuestro amigo. Es obvio que no puedo concederos una entrevista muy larga, como comprenderéis.

Visiblemente deseoso de acabar, se precipitaba ya hacia la puerta por la que había entrado, pero Ganseville le detuvo.

— Poco a poco, señor. ¡No tanta prisa! Madame de Fontsomme no os ha dicho aún lo que desea.

— Pero D'Artagnan me ha dicho…

— Monsieur D'Artagnan no estaba al tanto del problema. Es cierto que queremos mucho a Monsieur de Lauzun…

— Pero a quien queremos es al preso de la máscara de terciopelo. ¡No verle un instante, sino llevárnoslo! -dijo Sylvie.

Como si le hubiera picado una serpiente, Saint-Mars se volvió hacia ella. Sylvie se había puesto en pie y acababa de desplegar la carta escrita diez años atrás.

— Yo… no sé de qué estáis hablando.

— ¡Oh, sí que lo sabéis! Se trata del hombre, o debo decir el príncipe, que os han traído de Constantinopla y que debéis guardar incomunicado. Y también se trata de esta carta en la que me escribisteis que vuestra vida y vuestro honor me pertenecen, y que puedo venir a exigíroslos cuando me plazca…

— ¿Y eso es lo que estáis haciendo? ¡Pero hay un error! Aquí no tenemos a ningún príncipe. Cierto, confieso que hay un preso incomunicado, del que me ocupo personalmente y al que nadie ve; se trata de un tal Eustache Dauger e ignoro la razón por la que fue Condenado. Sólo sé que fue arrestado en Dunkerque y traído aquí hace dos años…

En ese momento llamaron a la puerta y entró un carcelero, visiblemente incómodo.

— ¿Qué es lo que quieres, tú? -ladró Saint-Mars.

— Es… es el criado de Monsieur Fouquet… el tal Dauger. Está enfermo y no encontramos al médico. Ha debido de sentarle mal algo que ha comido. Se está retorciendo por el suelo. ¿Qué hago?

— ¡Y yo qué sé! ¡Dale un emético e intenta encontrar al médico! ¡Sal de una vez!

El hombre desapareció como una rata asustada. Ganseville se acercó al gobernador, con una sonrisa amenazadora en los labios.

— Dauger, ¿eh? ¿Criado de Monsieur Fouquet? ¿Y traído aquí hace dos años? No nos interesa. El que queremos está en vuestra casa desde hace cuatro meses aproximadamente. ¿Necesitáis que os diga cómo se llama?

— ¡No, si queréis vivir…! Sea, hay aquí un prisionero excepcional, y nadie, ¿entendéis?, nadie debe saber de quién se trata. Hay orden de darle muerte si se quita la máscara o intenta comunicarse con cualquier persona que no sea yo mismo.

Atento de nuevo al deber despiadado que le habían impuesto, Saint-Mars había recuperado su aplomo. Se había asustado mucho, pero el miedo se disipaba bajo el efecto de la cólera.

— ¿Y vos -añadió-, vos venís aquí a reclamármelo a cambio de ese papel que no interesa a nadie más que a mí? Os escribí, señora, que mi vida os pertenecía. Pero desde que tengo aquí a ese prisionero, nadie puede reclamarlo salvo el rey. Y puesto que estáis enterados ambos de ese temible secreto, tendré que aplicaros mi consigna: no saldréis de aquí. ¡Vivos, por lo menos!

Iba a tirar del cordón de una campanilla, pero Ganseville se adelantó y le retorció el brazo con tanta fuerza que le hizo gemir de dolor. Al mismo tiempo, sacó una daga de su cinturón y apoyó la punta contra su vientre.

— ¡Despacio, buen hombre! Ahora sabemos lo que vale vuestra palabra, pero vos aún no lo sabéis todo: tenemos compañeros que también conocen vuestro secreto. Si no salimos de aquí, la noticia se extenderá por toda Francia. Sobre todo por París, que no olvida a su Rey de Les Halles…

— No os creo. Intentáis engañarme…

— ¿De verdad? ¿Olvidáis que a diez leguas de aquí, en Turín, reina la duquesa Marie-Jeanne-Baptiste, hija de su hermana la duquesa de Nemours, y que quiere mucho a su tío?

— No quiero oír más…

— ¡Vaya que sí! Cierto que nosotros moriremos, pero el secreto divulgado os matará también a vos, y el rey tendrá que enfrentarse a una nueva Fronda.

— Moriré de todas maneras. ¿Qué creéis que sucedería si os entregara al preso? -dijo, e intentó de nuevo alcanzar la campanilla, sin conseguirlo. Ganseville le dirigió una sonrisa feroz.

— Voy a deciros lo que pasaría: ¡nada en absoluto!

— ¡Vamos! ¿Me veis escribiendo a Monsieur de Louvois para anunciarle que su preso se ha fugado? Hemos tomado toda clase de medidas para evitar esa desgracia. El preso está bien tratado, si eso puede tranquilizaros, pero únicamente yo puedo visitarle. Yo, que soy a la vez su carcelero y su criado.

— ¿Quién habla de una fuga? No dejaremos vacío vuestro calabozo. Si devolvéis al duque a Madame aquí presente, otro ocupará su lugar.

— ¿Y quién? ¿Vos, quizá?

— ¡Yo, precisamente! ¡Miradme bien, Saint-Mars! Tengo su misma estatura, cabello rubio como el suyo, ojos azules, y lo sé todo de él porque desde la infancia he vivido a su lado y he sido su escudero. Conozco sus costumbres, su modo de vida, casi incluso su manera de pensar. He venido aquí para ocupar su lugar.

— ¿Qué decís? ¿Vais a condenaros a cadena perpetua? Porque ésa es la suerte que le espera. ¡Ningún hombre tiene tanta abnegación!

— Yo sí. Porque él es la única persona querida que me queda. Porque lo he perdido todo. -Había disminuido su presión, y Saint-Mars lo aprovechó para soltarse y volver a su mesa de trabajo, palpándose el brazo.

— ¡Admitámoslo! -suspiró-. Admitamos que hago lo que me pedís. ¿Qué ocurriría? Voy a decíroslo: en cuanto se viera fuera, sublevaría a sus partidarios y se convertiría en jefe de una bandería. ¡Habéis cometido un error, hace un instante, al recordar la Fronda!

Sylvie intervino entonces.

— Juro por mi vida y por mi salvación eterna que no sucederá nada de eso. Me lo llevaré al fin del mundo, a un lugar que únicamente conocemos él y yo. Nunca más será a nadie, y su vida seguirá tan oculta como en vuestra prisión, con la diferencia de que sus guardianes serán el cielo, el mar… y el amor que siento por él.

Los ojos grises del gobernador iban sin cesar de la una al otro, ambas personas vestidas de negro como estatuas fúnebres: la mujer transfigurada por su amor, y en su imaginación lejos ya de la fortaleza; y el hombre, sombríamente decidido, que sólo había devuelto la daga a su vaina para empuñar una pistola. Saint-Mars se sentía cogido en una trampa, pero no acababa de resignarse.

— ¡No! -gimió-. ¡No, no puedo! ¡Marchaos! Olvidaré que os he visto.

— Pero nosotros no -dijo Sylvie con dulzura-. Si me voy sin él, será exactamente igual que si nos matáis: Francia entera sabrá que está vivo y que lo tienen prisionero. La sublevaremos.

— No lo conseguiréis. La Fronda acabó hace mucho tiempo…

— Desde luego, pero son incontables las personas que quieren al duque y se niegan a creer en su muerte. Y su rostro lo conoce todo el reino, desde las costas de la Provenza hasta las fronteras del Norte. Ha combatido en todas partes, y en todas partes ha dejado huella de su paso. Es almirante de Francia, es el duque de…

Saint-Mars se precipitó hacia ella para colocar una mano sobre su boca e impedir que pronunciara el temido nombre. Sylvie apartó esa mano con suavidad, y terminó con más suavidad todavía:

— ¿Es ésa la razón por la que debe llevar una máscara para siempre? Pues bien, habrá otro rostro debajo de la máscara, y nadie sabrá nunca nada. Salvo vos y yo…

— ¿Y si viene Monsieur de Louvois a hacer una inspección?

— Muy sencillo -intervino Ganseville-. Cuando el preso llegó aquí, estaba enmascarado…

— En efecto.

— ¿Y nunca le habéis visto el rostro?

— Nunca. Me lo entregaron así, y ya entonces me habían dado órdenes terminantes: nunca he de ver su rostro.

— En ese caso no tenéis ningún medio de saber si, durante el largo viaje desde Constantinopla, no le sustituyó otra persona. Habéis tomado lo que os trajeron, y eso es todo. En cuanto a Louvois, ¿qué queréis que venga a hacer a vuestro castillo de las nieves? Una inspección sería indigna de su grandeza. Y lo mismo digo de Colbert… La gente se haría preguntas.

— Podrían venir a ver a Fouquet. O a Lauzun… vuestro amigo -añadió con amargura dirigiéndose a Sylvie.

— Es de verdad mi amigo -dijo ella con una sonrisa triste-, y también lo fue Fouquet. ¿Me diréis siquiera si se encuentra bien, después de tanto tiempo?

— No diré que su salud es excelente, porque nunca ha sido buena, pero está tranquilo y da muestras de una gran resignación, basada en su fe cristiana. Está… enteramente sometido a la voluntad de Dios. Cosa que no le ocurre a Monsieur de Lauzun.

— De todas maneras, nadie vendrá a «inspeccionar» a quien sea -se impacientó Ganseville-. El rey prefiere no acordarse del antiguo superintendente de las Finanzas hasta el día en que le anuncien su muerte. En cuanto a Lauzun, está cumpliendo una penitencia, y se guardarán mucho de dejarle pensar que aún sienten interés por él. Bien, ¿qué decidís? ¡El tiempo apremia!

Hubo un silencio. Hundido en su sillón, Saint-Mars sopesaba todos los elementos del problema. Le dejaron reflexionar un momento. El corazón de Sylvie latía con tanta fuerza que le parecía estar a punto de ahogarse. Finalmente, Saint-Mars se levantó y se dirigió a Ganseville:

— Envolveos en vuestra capa, calaos el sombrero hasta los ojos… y venid conmigo. Vos, señora, esperaréis fuera.

Los dos hombres iban ya a salir cuando Sylvie se acercó al fiel amigo al que nunca iba a volver a ver, y alzándose sobre la punta de los pies, le besó.

— ¡Dios os guarde y os bendiga por la generosidad de vuestro corazón!

— ¡Que Él os guarde a los dos, y seré feliz! -respondió él al devolverle el beso.

Luego siguió al que iba a convertirse en su carcelero y era ya su cómplice…


Mucho rato después, en su coche, al que le había escoltado un guardián para que esperara en él a su acompañante, Sylvie, con el corazón desbocado y los ojos abiertos de par en par, fijos en la puerta encuadrada entre dos teas, vio salir a Saint-Mars acompañado por un hombre embozado tan parecido a Ganseville que sintió un nudo en la garganta. Sin una palabra, el gobernador le hizo subir, saludó a Madame de Fontsomme, cerró la portezuela e hizo señal al cochero de que partiese; luego se reunió con dos oficiales que acababan de salir de un edificio vecino.

Paralizada por la angustia, Sylvie apenas se atrevía a respirar. En el interior del coche reinaba la oscuridad, y su acompañante era apenas una sombra un poco más espesa, pero no quería correr el riesgo de romper el silencio mientras se encontraran todavía dentro del recinto de la fortaleza. Sin embargo, la esperanza regresaba poco a poco: Ganseville no habría tenido ningún motivo para callar con tanta obstinación.

El paso a través de los puestos de guardia se hizo con más rapidez que a la ida. Como habían controlado el coche al entrar, los centinelas no tenían motivo para no dejarle salir. Finalmente, se alzó la última barrera entre la prisión y la libertad. Grégoire lanzó los caballos al galope. La sombra negra se animó, apartó los pliegues de la capa, alzó el ala del sombrero. Luego se dejó oír una voz sorda, ¡tan distinta del vozarrón de otros tiempos!

— Si no hubieseis venido, nunca habría aceptado que ocupara mi lugar -dijo Beaufort-. No es justo que otro pague por mí los pecados que he cometido.

— No habéis cometido otro delito que incurrir en el odio de un rey al que sólo deseabais servir hasta la muerte…

— Si es así, ¿por qué no ha hecho que me maten?

— Confió en los azares de la guerra. Como Dios le negó esa solución, nunca intentará atentar contra vuestra vida: sería condenarse. Pero habéis sido declarado oficialmente muerto. Le importaba apoderarse de vuestra persona y hacerla desaparecer del mundo de los vivos sin mataros.

Hablaba de forma maquinal, íntimamente decepcionada por aquella actitud lejana y abatida. Había temido que no aceptara con facilidad que Ganseville ocupara su lugar, pero esperaba al menos una efusión, un poco de alegría al volverla a ver. Los sufrimientos a manos de los turcos, luego a lo largo del viaje interminable y finalmente en Pignerol, parecían haber hecho desaparecer la fuerza, el valor, la increíble vitalidad que le caracterizaba. De pronto se sintió terriblemente cansada. Y el silencio se instaló de nuevo entre ellos…

El coche avanzaba ahora en medio de los campos y la noche. Sylvie oyó de repente:

— ¿Adonde me lleváis?

— Muy cerca de aquí, a una granja en ruinas. Allí os esperan Philippe y el caballero de Raguenel.

Entonces ocurrió lo que ella ya no esperaba: él reaccionó con una especie de violencia.

— ¿Philippe? ¿Queréis decir… vuestro hijo?

— ¡Nuestro hijo! -le corrigió ella con sequedad-. ¿Cómo creéis que hemos podido seguir vuestras huellas hasta aquí? Os siguió desde el Bósforo hasta Marsella a bordo de una falúa griega que le proporcionó el gran visir, y luego de Marsella a Pignerol, en esta ocasión con la ayuda de Ganseville, al que encontró por casualidad en el puerto cuando intentaba embarcarse para Candía con el fin de encontrar al menos vuestros restos, o bien perecer. ¿No os dijo nada el gran visir la noche de vuestra partida?

— ¿Fazil Ahmed Kóprülü Pacha? No… y no por no haberle suplicado que os devolviera a Philippe, pero siempre me decía que prefería conservarlo a su lado, y que por otra parte no tenía nada que temer allí. Lo único que hizo, antes de entregarme a los que venían a buscarme, fue pedirme perdón. Le disgustaba hacerlo con un hombre al que consideraba un amigo, pero la política lo exigía así. No podía obrar de otra manera.

— Pero como estaba inquieto, hizo seguir vuestra pista a quien sabía que haría lo imposible por vos. Llegados aquí, vuestro escudero se quedó en la región para observar los movimientos de la fortaleza, mientras Philippe (al que yo creía muerto también) galopaba hasta París para prevenirnos. Fue él quien nos trajo aquí, y ya conocéis el resto. De todas maneras, tendréis todo el tiempo para intercambiar recuerdos a lo largo del viaje que vais a hacer juntos. En las ruinas os esperan caballos, y en el puerto de Mentón una tartana…

— ¿Para ir adonde?

— ¡Oh, donde os plazca! -dijo ella con un suspiro exasperado-. Parece que nuestros planes no acaban de gustaros, o que los rechazáis de plano. Así pues, decidid vos mismo.

Ahora le había entrado prisa de que todo aquello terminara, prisa por volver a encontrarse sola con Perceval en este coche, mientras él galopaba hacia la libertad. Había esperado tanto este instante que lo había embellecido con la luz tierna del amor. ¿Qué quedaba del amor, después de tanto tiempo? Era una pregunta que ahora lamentaba no haberse planteado antes.

— Pero… ¿venís vos conmigo?

— No -dijo ella desviando la mirada-, no sería prudente. Mientras vos os dirigís a Mentón con Philippe, Perceval y yo seguiremos nuestro viaje a Turín, adonde se supone que nos dirigimos en peregrinación. Tengo que ir para dar gracias a Dios por habernos permitido tener éxito en nuestro plan de evasión.

De súbito, él se precipitó a la portezuela y gritó:

— ¡Para, cochero!

— ¿Estáis loco? ¿Qué queréis hacer? -dijo ella abalanzándose sobre él-. No podemos perder tiempo…

— Yo tengo todo el tiempo del mundo, y quiero saber. ¿Qué planes habéis preparado para mí? Vamos, hablad o vuelvo a constituirme prisionero…

— ¡Qué gran idea! ¿Y qué será entonces de Ganseville? Ya que tanto os interesa, esto es lo que habíamos previsto: haceros cruzar el mar hasta las cercanías de Narbona, donde no tendréis dificultad en encontrar caballos; después, siguiendo los valles de los ríos, llegar a un puerto del Atlántico, y finalmente…

— ¿Finalmente? ¡Hablad, diablos! ¡Hay que arrancaros las palabras!

— Finalmente, Belle-Isle, donde he conservado mi casa junto al mar…

La imagen debió de impresionarle, porque se calmó de inmediato. Su voz cambió, para reflejar por primera vez alegría cuando murmuró:

— ¡Belle-Isle! Desde siempre sueño con ella… -Y luego, recuperando otra vez su mal humor-. Pero ¿qué haré allí sin vos? Ganseville me ha dicho que me esperabais, que ibais a llevarme…

— ¿Fue lo que os hizo decidiros?

— Sí… -Pero como nunca había sabido mentir, añadió en un tono más bajo-: Y también el temor de que se matara si yo no aceptaba. ¡Nunca nadie ha tenido un corazón tan generoso…!

— Ni más desesperado. ¿Lo mirasteis, siquiera? La muerte de su joven esposa ha estado a punto de volverle loco. Lo único que le ha ayudado es la idea de que aún podía hacer algo por vos… Así pues, ¿qué hacemos?

Como no contestaba, Sylvie dio a Grégoire la orden de ponerse de reiniciar la marcha. Beaufort se había acurrucado en su rincón; ella le oyó resoplar y comprendió que estaba llorando.

— ¿Tanto añoráis vuestra prisión? -preguntó ella, lastimera.

— Aún no lo sé… Me ofrecéis vivir en Belle-Isle y yo no esperaba tanto, pero Ganseville me había insinuado que me acompañaríais y que por fin disfrutaríamos de la felicidad que hemos perseguido toda nuestra vida sin alcanzarla nunca… Si es para vivir solo, ¿qué paraíso conservará su encanto?

— ¿Eso significa que todavía me amáis?

— Nunca os he permitido que lo pongáis en duda -aseguró él con malicia masculina, inconsciente sin duda pero tan flagrante que Sylvie no pudo contener una carcajada.

— Pero si no hacéis más que gruñir desde que habéis subido a este coche. Por un momento he llegado a creer que estabais enfadado conmigo.

— ¡Estoy enfadado! ¿No podéis comprender el dolor y la vergüenza que siento al condenar a un hombre al que quiero más que a un hermano a un destino tan cruel? Hace un momento, me he encontrado a vuestro lado aturdido, aniquilado por lo que me sucedía. No pensaba más que en la puerta que se había cerrado tras él, en el chirrido siniestro de los cerrojos… en la máscara que lleva en mi lugar. La alegría de veros había quedado en un segundo plano, pero si además he de renunciar a vos…

Sylvie extendió la mano y encontró un puño crispado, que acarició con sus dedos.

— He dicho que no os acompañaba; nunca he dicho que no me reuniría con vos. ¿No había jurado ser vuestra si regresabais con vida?

Un instante después estaba entre sus brazos, y sentía en la mejilla el roce de un rostro húmedo y barbudo cuyos labios buscaban los suyos.

— ¡Juradlo otra vez! -exigió entre dos besos tan ardientes que, a pesar de la felicidad que sentía, Sylvie apartó la cabeza con un esfuerzo de voluntad.

— Llegamos. ¡No olvidéis que Philippe aún no sabe lo que somos el uno para el otro! No quisiera que una revelación inesperada…

La carroza se adentró por un camino de tierra dando unos tumbos que le cortaron la palabra.

— No habéis jurado.

— ¿De verdad hace falta?

Fue ella entonces quien le abrazó para darle un último beso, antes de apartarse con la conciencia cruel de que sin duda pasarían meses antes de que los dos conociesen de nuevo aquella felicidad. Él debió de pensar lo mismo, porque suspiró:

— ¿Llegará por fin el día en que no tengamos que separarnos más?

— Ese día está próximo, no lo dudéis, amor mío -afirmó ella, animada de súbito por una nueva convicción-. Muy pronto estaremos juntos en un lugar donde el mundo nos olvidará…

Unos momentos más tarde, dos jinetes salían de la granja en ruinas y tomaban el camino que, por Saluzzo y Cuneo, iba a conducirles a Mentón y al libre mar. Luego llegó el turno del coche que llevaba a Sylvie y Perceval a Turín, donde los pobres iban a recibir una generosa limosna. Sylvie tenía muchas cosas que agradecer al Señor…


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