Las bodas de Marie de Fontsomme con Anthony Selton se celebraron en la capilla del castillo de Saint-Germain en los primeros días de abril de 1672, en presencia del rey, la reina, toda la corte y el duque de Buckingham, venido en representación del rey Carlos II y para combatir al lado de Francia en la guerra de Holanda, que iba a comenzar. Unas bodas muy brillantes que de alguna manera simbolizaban el tratado de Dover, última obra de la encantadora Madame, duquesa de Orleans, tan pronto y tan cruelmente desaparecida. Flotaba sin embargo una atmósfera de extrañeza en la capilla llena de flores y luz en la que Marie, deslumbrante en su vestido de raso blanco deshilado de plata y bordado con perlas, fue llevada al altar por su hermano el joven duque de Fontsomme, milagrosamente escapado de las prisiones otomanas y cuyas aventuras apasionaron a los salones desde su regreso. Unas aventuras cuidadosamente elaboradas y pergeñadas en la «librería» del caballero de Raguenel, cuya vasta cultura (e imaginación) resultó de gran ayuda durante los interrogatorios sufridos por el joven en los gabinetes ministeriales. Todo fue para bien, y el rey le devolvió sin la menor dificultad — ¿tal vez incluso con una especie de alivio?- los títulos y propiedades que habían quedado sin dueño después del asunto de Saint-Rémy.
La felicidad de los novios y el fasto del decorado real fueron la parte positiva del acontecimiento. La negativa, la ausencia de la duquesa de Fontsomme, a la que el rey se negó a permitir reaparecer en su presencia, y que a la misma hora rezaba por la felicidad de su hija entre las monjas del convento de La Madeleine, tan entrañable para su amiga la mariscala de Schomberg, que acudió discretamente a acompañarla. También en el lado negativo había que incluir el mal aspecto de la reina, de luto por su última hija, una pequeña Marie-Thérèse de cinco años, muerta un mes antes, y que sin la menor alegría se encontraba embarazada una vez más. Y las lágrimas de Mademoiselle, inconsolable por la situación en que se encontraba su bienamado. Lágrimas hubo también, brillantes de cólera, en el rostro de Buckingham cuando su vista se posó en la princesa alemana, gorda y un tanto vulgar, desposada el otoño anterior por el duque de Orléans: ahora la llamaban Madame y el joven duque sentía aquello como una bofetada, incapaz de olvidar a la que había llevado el mismo título con tanta gracia. Y también, finalmente, pesaba en el ambiente la inminencia de los preparativos para la guerra. El rey marcharía a reunirse con Turena y Condé, ya en campaña, y si bien todos los que debían seguirle se alegraban de la perspectiva de cubrirse de gloria, las mujeres no dejaban de preguntarse cuántos volverían, y en qué estado. Una sola de ellas exultaba de resplandeciente orgullo: la marquesa de Montespan, ahora dueña absoluta de la voluntad del rey. Dos meses después iría a dar a luz con discreción en su finca del Génitoy, cerca de Lagny. Por el momento, su suntuoso vestido no disimulaba en absoluto el hijo que esperaba. Estas bodas -o por lo menos la pompa de que estaban revestidas- eran obra suya. Para su sorpresa, no había conseguido que el rey permitiera la presencia de Madame de Fontsomme, pero se comportaba como la hermana mayor de la novia, y se cuidó de que a nadie le pasara inadvertido. En la recepción nocturna que se celebró después -el matrimonio fue bendecido a medianoche, según la costumbre-, colocó de forma ostensible a la joven pareja bajo su protección, lo que valió a Marie una conversación con Luis XIV.
— Nos dejáis para ir a Inglaterra, lady Selton -dijo el monarca-, y eso nos entristece. Mi hermano Carlos gana lo que nosotros perdemos, y sólo podemos envidiarle. ¿Tenéis intención de saludar a la duquesa, vuestra madre, antes de vuestra marcha?
— Sí, Sire. Mañana mismo.
— Corre un rumor relativo a ella: dicen que ha renunciado al mundo y que, para que su alejamiento sea aún mayor, ha elegido para recluirse un convento perdido en la Bretaña.
— Las Benedictinas de Locmaria, Sire, antes bajo la generosa protección de la difunta señora duquesa de Vendôme.
— La duquesa protegía muchos conventos. ¿Por qué ése, y por qué tan lejos?
— ¿Quiere el rey decir: tan lejos de la corte? Es una de las razones, Sire. Las otras son que allí estará más cerca de mi hermano, que mandará como segundo de a bordo, por un favor de Vuestra Majestad, el Terrible de Monsieur Duquesne. Y también, en cierto modo, estará más cerca de mí, porque yo cruzaré el mar cerca de donde se encuentra ella. Pero lo que desea sobre todo es que el mundo… y el rey la olviden -añadió la joven con una súbita audacia.
Luis XIV no se molestó. Reaccionó con una sonrisa un punto melancólica.
— ¿Cómo pedirle cuentas por ello? -suspiró-. La vida no la ha tratado bien, y tampoco a nos, pero el reino obliga y aísla. Decidle sin embargo… que pese a todo lo que pueda pensar, a veces nos ocurre que encontramos en nuestros palacios la sombra de un niño pequeño cargado con una guitarra demasiado grande para él, un niño que la quería mucho…
Extendió su mano cargada de diamantes para que Marie la besara, saludó con gracia a su esposo y fue a reunirse con Madame de Montespan, que le observaba con discreción detrás de su abanico.
— Una historia que termina -le dijo ella, señalando a la joven pareja, que en aquel momento recibía los parabienes de Monsieur. -Sonrió y luego indicó con su frágil abanico de nácar y oro a Philippe, que charlaba con Buckingham y D'Artagnan-. Y otra que comienza. Ese joven Fontsomme es de los que engendran dinastías si Dios les da vida para ello.
— Me gustaría que fuera así. No sé por qué razón, pero ese joven marino me inspira un cariño extraño como si viese en él a un… hermano menor. ¿No encontráis que se me parece?
Athénaïs dejó escapar su risa inimitable, que tanto contribuía a sus dotes de seducción, y dijo en tono más bajo:
— Nadie se os parece, Sire… ¡Dios sea alabado!
Los dos reían aún cuando salieron juntos a la galería, y en el rey se percibía una nota de alivio… Sentiría un verdadero placer al proteger la carrera de Philippe.
Tres días después, Sylvie marchó de París para no volver nunca. Sólo la acompañaba Perceval: él sabía a dónde se dirigía en realidad, y sería en adelante el único lazo de unión que ella conservaría con el mundo exterior. También a él debía comunicar el carcelero de Pignerol cualquier noticia relativa a su prisionero. Marie y su esposo habían partido la víspera para Inglaterra, mientras que Philippe había viajado a Brest.
Lo más duro fue despedirse de todos los fieles compañeros de su vida pasada, sobre todo de Jeannette, a la que quería como una hermana; pero el secreto que compartía con su hijo, con Perceval y naturalmente con Ganseville, no debía difundirse más, por mucha que fuera su confianza en una fidelidad más allá de toda medida. De ahí la decisión de retirarse en apariencia a un convento perdido en el fondo de la Bretaña cuya superiora, en recuerdo de Madame de Vendôme, había aceptado ser de algún modo su cómplice. ¡Imposible llevar allí a nadie!
— Pero ¿no querréis conocer a vuestros nietos? -sollozaba Jeannette.
— Tú los conocerás, y los querrás por mí. Además, Jeannette, aunque quisiera que te enclaustraras conmigo, no tendría derecho a hacerlo. Tienes un marido, nuestro querido Corentin. Te debes a él como él se debe al ducado que administra. Entre los dos, ayudaréis a los Fontsomme a continuar.
— Lo sé, sé todo eso y mi Corentin y yo estamos orgullosos de vuestra confianza y la de los niños, pero no volver a veros…
— ¡Vamos! Me has acostumbrado a verte más valerosa. Yo también debo serlo. Pero tengo que irme, lo siento en todo mi ser. Allá lejos, junto al mar que tanto amaba François, creo que encontraré la paz.
— ¿La vida en un convento no será muy dura? Vuestra salud ya no es tan buena. Estáis más frágil después de aquella gran enfermedad…
— ¡Puedes quedar tranquila, estaré bien cuidada! Y además, será lo que Dios quiera.
Más fácil, a pesar de sus temores, fue la despedida de la ex Marie de Hautefort. Esta alzó sorprendida las cejas por encima de sus ojos azules, siempre tan bellos. Luego, después de examinar por un momento a su amiga inclinando la cabeza a uno y otro lado, sonrió con el mismo aire travieso de otras épocas.
— ¿Vos, en un convento bretón…? ¿A quién queréis engañar, querida? A mí no, en todo caso.
— ¿Por qué no?
— Porque no es propio de vos. Siempre habéis detestado los conventos… ¿O tengo que creer en una conversión obtenida a través de la gracia del Santísimo Sudario de Nuestro Señor?
— ¿Veríais en ello algún inconveniente? En serio, Marie, ¿adónde creéis que voy, si no?
— No lo sé con exactitud, pero os imagino dirigiendo vuestros pasos hacia… ¿las islas griegas? Igual que yo, no creéis en la muerte de Beaufort, y queréis ver por vos misma si es posible averiguar algo más, in situ. Es lo que yo haría en vuestro lugar.
Sylvie no pudo evitar echarse a reír, y abrazó con un profundo cariño a la que compartía con ella el más letal de los secretos de Estado.
— ¡Estáis loca, Marie! Pero precisamente por eso os quiero tanto…
— ¡También yo! -suspiró la maríscala-. Os voy a echar de menos, pero espero que si encontráis algo me informéis. Sería una gran alegría para mí saber que el hijo indigno no ha conseguido borrar a su padre del número de los vivos…
Cuando Sylvie abandonó Nanteuil, adonde había ido para esa última entrevista, su mano agitaba alegremente un pañuelo. Una vez volvió a posarse el polvo levantado por la carroza, la que en otro tiempo fue llamada la Aurora estalló en sollozos y corrió a encerrarse en su oratorio, del que no salió en todo el día…
D'Artagnan fue el último. En el instante en que los viajeros iban a subir al coche, apareció como una tromba en la Rue des Tournelles, saltó de su caballo sin preocuparse por espantar a los del tiro, corrió hacia Sylvie, la tomó entre sus brazos y plantó en sus labios el beso más dulce y más tierno que ella había recibido nunca.
— ¡Hace años que tenía ganas! -explicó, sin entretenerse en excusas que por otra parte nadie le pidió-. Es mi despedida particular, porque no os volveré a ver. Al menos en este mundo, donde no voy a quedarme ya mucho tiempo, ¡gracias a Dios!
— ¿Cómo podéis decir una cosa así? Estáis más joven que nunca, y aseguraría que seguiréis siempre así. ¿También vos marcháis? -añadió, al ver el equipo de campaña del oficial.
— Sí. Los mosqueteros se van de Saint-Germain con el rey a primera hora de la tarde. Algo me dice que podréis rezar por mí en vuestro convento, porque no he de volver [42] ¡Oh, no os pongáis triste! Morir en la guerra es la suerte que desea todo soldado, y mi alma podrá ir a haceros compañía cuando lo desee…
Le dio la mano para ayudarla a subir al coche y saludó a Perceval, ya instalado en él. Cerró la portezuela. La última imagen, después de la de Jeannette sollozando entre los brazos de Corentin y Nicole en los de Pierrot, fue una silueta delgada y marcial de pie en medio de la Rue des Tournelles, saludando profundamente, con las plumas rojas del sombrero barriendo el polvo, al coche que se alejaba, como si rindiera homenaje a la reina en persona…
— Dejas a tus espaldas mucha tristeza, querida -murmuró Perceval, que por su parte apenas podía retener las lágrimas-. ¿Estás segura de no lamentarlo algún día?
— Lo lamentaré todos los días, querido padrino, pero ¡comprended que voy a vivir por fin el sueño de toda mi vida!
— Nadie ha deseado tu felicidad tanto como yo. Espero que estará en proporción a ese sueño…
Aún pensaba en ello unos días más tarde, en el pequeño muelle del puerto de Piriac, mientras veía alejarse, en una mañana luminosa de sol y mar azul, el barco con una vela roja que llevaba a Sylvie hasta su amor. Con menos dolor del que habría creído, porque estaba libre del menor sentimiento egoísta y porque él era el único, con Philippe, que tendría el privilegio de penetrar en el círculo mágico en el que François y Sylvie iban a encerrarse. No antes de un año, en cualquier caso, y allí residía el gran problema: ¿cuánto tiempo concedería Dios aún a un hombre nacido con el siglo, por más que en verdad no sintiera todavía el peso de los años?
«¡Al menos, mientras pueda serle útil en algo!», pidió mentalmente, con la mirada fija en la manchita roja que oscilaba en la cresta de las olas.
Luego, sin volverse esta vez, se dirigió al bosquecillo de pinos al resguardo del cual esperaba Grégoire con el coche. Al levantar la vista hacia el viejo cochero instalado en el pescante, vio que miraba el horizonte y que por sus mejillas resbalaban gruesas lágrimas. Le conmovió el dolor mudo del viejo servidor de los Fontsomme, solterón empedernido y con fama de taciturno y huraño porque no pronunciaba más de tres palabras al día, pero cuya fidelidad acababa de recompensar Sylvie al permitirle conocer su destino real. En lugar de sentarse en el interior del coche, el caballero de Raguenel trepó hasta el pescante al lado de Grégoire, le dio una palmada en el hombro y le sonrió con ojos brillantes de complicidad.
— Ahora llévame al convento de Locmaria. Tengo que hablar con la madre superiora, y tomar algunas disposiciones…
Grégoire le devolvió la sonrisa, con timidez primero y luego con calor. Entre los dos ancianos se había creado un nuevo vínculo, uno de esos vínculos que ayudan a vivir. Asintió con un vigoroso movimiento de la cabeza, e hizo retroceder a los caballos para tomar la gran carretera de Vannes…
Mientras, sentada con la espalda apoyada contra el mástil, Sylvie veía aproximarse los acantilados de granito rosa de Belle-Isle, las caletas tapizadas por una vegetación de un verde oscuro salpicado por el oro claro de la ginesta, las landas de color malva y las escasas casas blancas. Alzándose hasta una gran altura sobre el mar, la isla parecía una ciudadela que encerrara un jardín cuyas frondas sobresalían por encima de las murallas. Mientras respiraba con grandes bocanadas, como si fuera una poción mágica, el viento cargado del olor a algas y sal, la viajera pensaba que Avalon, la isla feliz de las leyendas nórdicas, debía de parecerse a aquello…
Después de tanto tiempo, volvía con la esperanza de reencontrar el corazón de sus veinte años, como si lo hubiera dejado oculto en el hueco de una roca antes de irse a interpretar a otro personaje en los combates que se había visto obligada a librar. ¿Le esperaba en el umbral de la casa la pequeña Sylvie de otra época, que corría descalza por la arena y pescaba cangrejos en los charcos dejados por la marea al retirarse?
Era delicioso creer que sí. Sin embargo una inquietud, vaga al principio, se fue precisando a medida que se aproximaba: ¿qué François encontraría allí? ¿El hombre abatido y lleno de remordimientos al que había sacado de Pignerol casi por la fuerza, o bien otro que no imaginaba muy bien cómo podía ser, después de varios meses de soledad oceánica? En cualquier caso, el antiguo Beaufort vibrante de audacia, de vitalidad y alegría, había desaparecido para siempre. Quien iba a encontrar era «oficialmente» cierto barón de Areines forzado al exilio por su amistad con Fouchet y que había encontrado refugio en la casa adquirida años atrás por Mademoiselle de Valeines. Un refugio realmente seguro. Una vez aplastado su enemigo, el rey se preocupaba muy poco de la isla con la que, años atrás, Colbert se entretenía en alimentar sus pesadillas. No mantenía allí ninguna guarnición, e incluso había devuelto su propiedad a la valerosa Madeleine Fouquet, cuya lucha incesante para preservar el recuerdo de su esposo y recuperar sus bienes acabó por forzar su admiración. Los habitantes de Belle-Isle podían ahora explayarse a su gusto en su añoranza por el antiguo amo.
A medida que las rocas se interponían entre el horizonte y el barco, Sylvie sentía que su nerviosismo aumentaba. ¿Resistiría lo que la esperaba allí el amor que desbordaba su corazón?
El barco pasó por delante del puerto de Le Palais y siguió su camino. Cuando dobló la punta detrás de la cual se resguardaban el puerto del Socorro y la caleta dominada en un extremo por su casa, y en el otro por el molino de Tanguy Dru, donde Sylvie había pedido que la desembarcaran, vio de inmediato a un hombre que reparaba una barca varada en la arena y sujeta por gruesas cuñas de madera. Salvo por la falta de casco y de armas, parecía un vikingo, con su barba y sus largos cabellos grises. Iba vestido tan sólo con un calzón a rayas, ceñido desde las rodillas hasta la cintura, y exhibía unos músculos sólidos cubiertos por una piel curtida por el sol, digna de un salvaje de América.
Cuando el patrón de la Gaud le llamó a voces para que ayudara a desembarcar a su pasajera, se incorporó para observar a los que venían, protegiéndose los ojos del resol con una mano. Sylvie supo entonces que el François de antaño nunca había dejado de existir… a menos que la isla le hubiera devuelto a la vida. Una sonrisa iluminó como un relámpago su barba cuando entró en el agua transparente para aproximar el barco… Con el corazón desbocado, Sylvie pensó que estaba más hermoso que nunca, y que muchos jóvenes gentileshombres envidiarían a aquel hombre de cincuenta y seis años su cuerpo de marino duramente entrenado. Su voz, la de otros tiempos, gritó al patrón, al que parecía conocer:
— Gracias por traerme por fin a mi esposa. Empezaba a preguntarme si vendría algún día.
— Si se ha retrasado sin motivo, tiene que pedir perdón -dijo en tono grave el bretón-. La mujer debe seguir a su esposo allá donde vaya. Así está escrito.
Con una breve risa, François tomó a Sylvie en sus brazos para llevarla a la playa, mientras dos marineros descargaban una pequeña maleta de cuero y un gran saco, que depositaron en la arena antes de volver a embarcar. La pareja dio las gracias y esperó a que el barco tomara de nuevo el viento. Sólo entonces, François se inclinó, tomó en brazos a Sylvie, remontó a la carrera, sin decir palabra, la playa y el sendero que acababa en unos rudimentarios peldaños, llegó a la casa, irrumpió en ella como un viento de tormenta y cerró la puerta a su espalda de un puntapié. Entonces dejó a Sylvie en el suelo y se apartó dos pasos para mirarla, con un aire repentinamente severo.
— ¡Ya estás en tu casa! -declaró-. ¡Cuánto has tardado en venir!
Ni siquiera la había besado. A Sylvie, molesta, le llegó en ese momento el aroma de una sopa de pescado. Una rápida ojeada circular le mostró que el antiguo priorato estaba rigurosamente limpio, que ardía el fuego en la vieja chimenea y que un ramo de ginesta ocupaba un jarrón de cobre. Todo ello sugería una mano de mujer, y picó su amor propio.
— Sabíais que necesitaría varios meses para poner en orden mis asuntos, pero veo que el tiempo no se os ha hecho muy largo. No estáis solo aquí, ¡se nota enseguida!
Él se echó a reír, y la aprisionó entre sus brazos en un abrazo tan fuerte que a ella le faltó la respiración.
— Tienes razón: no he estado nunca solo porque siempre me has acompañado.
— Y tú limpiabas, cocinabas…
— Más tarde resolveremos ese misterio… ¿De modo que piensas que escondo a una mujer en alguna parte, y que ha corrido a ocultarse al verte llegar?
— ¡Por… por qué no! ¡Soltadme! ¡Me a… hogáis!
— Ésa es mi intención. Voy a ahogarte a fuerza de besos…, a hacerte morir de amor…
Aflojó un poco su abrazo para dejarla respirar, y se apoderó de su boca, que violentó con un ardor ávido contra el que Sylvie se esforzó en luchar, furiosa al sentirse juguete de aquella voluntad torrencial, que muy pronto le despertó sensaciones olvidadas. Se vio impotente contra aquella pasión desatada que derritió su cólera y anuló sus fuerzas. Se abandonó entonces, atenta solamente al deseo que la invadía.
Cuando sintió que su resistencia cedía, François empezó a desvestirla con gestos suaves pero rápidos, y a apoderarse de aquello que liberaba sin interrumpir su beso. Y bruscamente, cuando ella no conservaba más que sus medias de seda blanca sujetas con cintas azules, la apartó de sí y la sostuvo al extremo de sus brazos para contemplarla. Un rayo de sol que entraba por la pequeña ventana la envolvió entera en su calor luminoso, y ella cerró los ojos deslumbrada e intentó con un gesto instintivo ocultar sus senos con las manos cruzadas. Él las apartó con suavidad.
— ¡Qué bella eres! -susurró-. Tu cuerpo es tan puro como el de una niña pequeña. No has cambiado en absoluto. ¿Cómo lo has conseguido?
Entonces ella abrió los ojos de par en par y le sonrió con malicia.
— Lo he cuidado… Quizá porque, sin atreverme a confesarlo, siempre he esperado entregártelo un día…
— Pues bien, dámelo, mi amor… Ese día que tanto he esperado ha llegado…
Mucho tiempo después, cuando los dos devoraban con un apetito de adolescentes la sopa de pescado, consumida hasta convertirse en una especie de caldo espeso, que había dejado al fuego la mujer del molinero, encargada también de la limpieza de la casa, François paró un momento de comer para contemplar a Sylvie a través de sus párpados entrecerrados. El ocaso difundía una tenue luz rosácea que acariciaba su piel y sus cabellos esparcidos sobre los hombros.
— ¿Sabes que acabamos de cometer un pecado, amor mío, y que vamos a seguir cometiéndolos?
Ella le miró horrorizada. Lo que acababan de vivir era tan bello, tan intenso, que calificarlo con la noción humillante del pecado le pareció un insulto.
— ¿Es así como lo ves? -dijo con un reproche triste en su voz.
Él se echó a reír, se levantó de la silla y fue a tomar a Sylvie por los hombros, la obligó a incorporarse y la estrechó contra su pecho.
— Por supuesto que no, pero sabes muy bien que siempre he sido un bromista. Lo cual no impide que nuestras almas estén en peligro si no hacemos nada -dijo, medio en serio medio en broma-. ¡Vístete pronto! Tenemos que salir…
— ¿A estas horas? ¿Adónde vamos a ir?
— A dar un paseo. Hace tan buena noche. -Como dos niños, salieron y cruzaron la landa cogidos de la mano. En lugar de seguir el litoral como esperaba Sylvie, volvieron la espalda al mar y se dirigieron a la pequeña iglesia que ella conocía bien por haberla frecuentado en la época en que huía del verdugo de Richelieu.
— ¿Qué pretendes hacer? -preguntó sin disminuir el paso-. ¿Llevarme a confesar en plena noche?
— ¿Por qué no? Dios nunca duerme, ¿sabes?
A ella le pareció extraña la idea, pero no quiso contrariarle. En el fondo le gustaba volver a ver aquel pequeño santuario cuyo campanario bajo seguía resistiendo los vientos de las tempestades. Se elevaba junto a las ruinas de un antiguo castillo y a las escasas viviendas de una aldea. François fue directamente a la más próxima, por otra parte la única en la que aún se veía luz: una vela que iluminaba a un hombre ya anciano, un sacerdote sentado a la mesa delante de una cena modesta. Después de dar tres golpes en la puerta, François entró, arrastrando a Sylvie detrás de él. El sacerdote levantó la vista y, al reconocer a su visitante, sonrió y fue a recibirle.
— ¡Ah! -dijo-. ¡Ella ha llegado! Entonces será esta noche…
— Si no es mucha molestia, señor rector. Sabéis desde hace mucho tiempo la prisa que tengo.
— En ese caso, venid conmigo -dijo tras estrechar la mano de Sylvie con un gesto cálido y reconfortante.
A pesar de la extraña emoción que se había apoderado de ella, Sylvie quiso hablar, pero François colocó un dedo sobre su boca.
— ¡Silencio! De momento no debes hablar.
Siguieron al anciano hasta la iglesia. El abrió la puerta cerrada simplemente con un pasador, les hizo entrar y luego volvió a cerrar utilizando en esta ocasión una pesada llave. Los tres se encontraron en una oscuridad apenas quebrada por una lamparilla de aceite colocada ante el tabernáculo.
— No os mováis. Voy a encender los cirios.
Encendió los dos del altar, e hizo seña a sus visitantes de que se aproximaran, después de colocarse al cuello la estola ritual.
— Debo ahora oíros en confesión, madame. Luego escucharé… a vuestro compañero.
Al comprender que aquella historia de la confesión, anunciada en tono de broma poco antes, iba en serio, Sylvie preguntó:
— Pero… ¿porqué?
— Porque no puedo casaros si no estáis en paz con el Señor, hija mía. Espero que no pondréis ningún impedimento.
— ¿Casarnos? Pero, François…
— ¡Silencio! No es conmigo con quien tienes que hablar. Vamos, corazón mío… No olvides que el secreto es inviolable para un sacerdote. Y a éste lo conozco bien.
Después de la confesión más incoherente de toda su vida, Sylvie se encontró delante del altar al lado de François, que la miraba sonriente.
— ¿Vamos a hacerlo de verdad? -susurró ella-. Sabes bien que es imposible. El barón d'Areines no existe…
— ¿Quién habla del barón d'Areines? Tienes que saber que prometí a tu hijo casarme contigo durante nuestro largo viaje hasta aquí.
— ¿Lo sabe?-dijo ella espantada.
— No. Sabe únicamente que amo a su madre desde hace mucho tiempo. Sabe también que nunca se avergonzará de nuestra extraña situación.
El sacerdote volvía con una pequeña bandeja en la que reposaban dos modestos anillos de plata. Hizo arrodillarse a los contrayentes ante él y juntó sus manos mientras invocaba al Señor con los ojos alzados al cielo. Luego llegó el momento del compromiso y Sylvie, con una especie de terror sagrado, le oyó pronunciar lo que ya no creía posible escuchar.
— François de Borbón-Vendôme, duque de Beaufort, príncipe de Martigues, almirante de Francia, ¿aceptáis por esposa a la muy alta y noble dama Sylvie de Valaines de l’Isle, duquesa viuda de Fontsomme, y juráis amarla, guardarla en vuestro hogar, defenderla y protegerla durante el tiempo que Dios quiera concederos sobre la tierra?
— … ¡Y más allá! -añadió François antes de pronunciar con voz firme-: ¡Lo juro!
Como en un sueño, Sylvie se oyó pronunciar el mismo juramento con una voz entrecortada por la emoción. El sacerdote bendijo los anillos antes de dárselos, cubrió sus manos unidas con el extremo de su estola, y pronunció finalmente las palabras que les unían ante Dios y ante los hombres. Entonces, François se inclinó profundamente ante la que se había convertido en su mujer.
— Soy el humilde servidor de Vuestra Alteza Real -dijo en tono grave-. ¡Y también el más feliz de los hombres!
Apoyados el uno en la otra, el duque y la duquesa de Beaufort salieron de la iglesia y la noche tibia les envolvió con su esplendor estrellado, que les brindó, mientras volvían a paso lento a través de la landa solitaria, una corte más brillante y majestuosa de lo que jamás sería la de Saint-Germain, la de Fontainebleau o incluso la de ese Versalles aún inacabado cuya magnificencia iba a asombrar al mundo. Belle-Isle les ofreció los aromas nocturnos del pino, la ginesta y la menta silvestre, mientras la gran voz del océano cantaba, mejor que el órgano, la gloria de Dios y la unión de dos seres que se habían buscado durante tanto tiempo…
Olvidados del mundo y forzados a una eterna clandestinidad, François y Sylvie iban a vivir su amor con intensidad, modestamente mezclados con una población humilde de pescadores y campesinos que nunca intentarían penetrar un misterio que, no obstante, intuían de manera confusa. Esas gentes los quisieron sobre todo cuando en 1674 llegó la prueba de un mortífero desembarco holandés dirigido por el almirante Tromp, cuyos navíos, como en otro tiempo los de los normandos, aparecieron una mañana delante de la playa de Grandes Sables. Aquellos hombres pasaron por la isla como un viento de desgracia, saqueando e incendiando sin que la antigua ciudadela de los Gondi -casi desprovista de guarnición-, que Fouquet tanto se había empeñado en reforzar, pudiera hacer gran cosa para defenderse. François y Sylvie, cuya casa del fondo de la caleta no sufrió daños, se multiplicaron para apoyar, consolar y aliviar a los afectados por aquel azote, y después para ayudarles a reparar los destrozos. Desde entonces Belle-Isle, herida, les acogió sin reservas y su amor se vio exaltado por ello.
Ese amor tan bien escondido iba a durar quince años…